Resistencias

Luis Rubio

Todos los gobiernos acaban encontrando resistencias. Algunos son muy ambiciosos y pretenden cambiar muchos componentes del statu quo, en tanto que otros simplemente se enfrentan a grupos que, con razón o sin ella, tienen intereses –y en ocasiones privilegios- que proteger. La resistencia al cambio, cuando no oposición, es una constante de la naturaleza humana. El gobierno pretende avanzar su proyecto y quienes se verían afectados pretenden evitar perder. Nada más legítimo que esas diferencias en la vida de un país. Lo que hemos vivido en estos meses con el intento de llevar a cabo una serie de reformas muestra que ningún cambio es simple, pero la oposición al cambio siempre es fuerte y, en ocasiones, devastadora. Peor cuando el cambio propuesto es poco consistente. Lo que he observado me trajo a la memoria una afirmación de Kissinger quien, refiriéndose a otro asunto, dijo que era “lamentable que ambas partes no pudieran perder”. La pregunta es cómo salir del laberinto.

Nada ilustra mejor la futilidad de la confrontación entre quienes intentan reformar y quienes se resisten que el tema de los impuestos. Ahí tenemos una ventana excepcional para analizar la dinámica política que caracteriza al país, la seriedad de la propuesta gubernamental y las dimensiones de la potencial afectación de los diversos grupos de la sociedad.

Parto del principio que el país requiere reformas fundamentales porque el statu quo no conduce al desarrollo económico, a la prosperidad o al bienestar general. Nuestra paradoja -no exclusiva de México- es que todo mundo quiere algo mejor pero nadie está dispuesto a cambiar lo existente. La necesidad de llevar a cabo reformas es evidente.

Casi todas las reformas que ha venido avanzando el gobierno se han dividido en dos mitades: una enmienda constitucional que establece un nuevo paradigma para el sector o actividad y luego una reforma a las leyes reglamentarias para hacer efectivo el nuevo modelo. Lamentablemente, lo que destaca en muchas de las reformas que se han aprobado y las que están en proceso es un ánimo de restauración más que uno transformador. La retórica dice transformación, desarrollo y progreso pero el texto de lo que se legisla dice control y centralización del poder. Es posible que estos sean medios idóneos para construir el andamiaje institucional que haga posible romper con las lacras acumuladas, pero no deja de ser evidente un intento por recrear el viejo sistema priista, como si sus resultados fuesen encomiables o, más importante, como si se pudiera retornar a un pasado distante que no guarda semejanza alguna con la realidad de globalización, comunicación instantánea y participación social que es la realidad de hoy.

Vuelvo al caso de los impuestos porque es revelador: el gobierno parece haber analizado todos los espacios en que existe un pago de impuestos menor al esperado o debido y presentó un conjunto de modificaciones que afectan a (casi) todos. En lugar de escoger sus batallas, abrió frentes por todas partes. Algunos de éstos –como el IVA a colegiaturas- fueron claramente diseñados para ser cerrados por la oposición, regalándole dulces y banderas a cambio de modificaciones más significativas. No es una táctica nueva y siempre ha sido útil en un sistema tan dado a la imposición y confrontación verbal más que sustantiva.

Muchos de quienes se resisten tienen argumentos razonables que el gobierno (y los pactistas) no tuvieron el cuidado de analizar y evaluar. Por ejemplo, yo no se si cosas como la depreciación acelerada de cierto tipo de inversiones o la consolidación fiscal son buenas o malas, pero no tengo duda de que se trata de instrumentos de política pública concebidos para inducir o avanzar ciertos tipos de proyectos y objetivos, razón por la cual existen en casi todos los países del mundo. Puede ser deseable eliminar estos mecanismos, pero habría que entender qué es lo que dejará de ocurrir como consecuencia. Por supuesto que aumentaría la recaudación, pero habría que preguntarnos qué dejaría de haber.

En sentido contrario, me parece loable que se eliminen (algunos) regímenes especiales de tributación, que no son sino privilegios para grupos favoritos del régimen político. Pero, al mismo tiempo, es paradójico que la retórica que acompaña a la propuesta de reforma hacendaria propugne por incentivar la formalización de los informales justamente cuando se hace más complejo y, por lo tanto, menos fácil, el cumplimiento de las obligaciones fiscales. Lo mismo se puede decir del lado del gasto, donde no se toca a los gobernadores que actúan con discrecionalidad total. Paradojas que arroja la vida cuando se adopta una perspectiva burocrática de las cosas.

En el fondo, quizá la mayor debilidad del planteamiento gubernamental radique menos en su afán por elevar la recaudación que en la lógica chipotuda de su propuesta. Una propuesta pareja, como va el dicho, sería fácil de defender. Lo indefendible de la iniciativa presentada por el ejecutivo reside en la cantidad de excepciones que genera: en lugar de eliminarlas, cambia unas por otras. El caso del IVA es emblemático: para que un impuesto en cascada como el del IVA satisfaga el objetivo de obligar a todos los causantes en una cadena de compradores y vendedores a pagar el impuesto, éste tiene que ser aplicado de manera universal. No ignoro los efectos sociales de una acción en ese sentido, pero me parece que habría que pensar en formas de lidiar con esas consecuencias en lugar de mantener o crear excepciones. Cuando el régimen se aplica parcialmente, resulta imposible defender los casos excepcionales, tanto en los que se propone causar el impuesto como en aquellos en que se exenta. Ambos son una farsa no carente de tintes clientelares y políticos.

El ánimo reformista del gobierno es loable porque es imperativo reformar estructuras económicas y políticas que en la actualidad no conducen al desarrollo. Pero esas reformas tienen que efectivamente romper con los impedimentos; a la fecha no es evidente que el contenido de las reformas conduzca a un cambio de fondo pero sí es claro que ha logrado sumar oposiciones por doquier, así como envalentonar a grupos disidentes que ven en el ánimo clientelar del gobierno oportunidades de hacerse de fortunas y espacios de poder. El gobierno se ha metido en un laberinto que va a obligarlo a definirse y a modificar sus prioridades. Los huracanes jugarán una parte medular en este proceso porque, además de causar un daño inenarrable, provocarán demandas políticas que no estaban contempladas con anterioridad. Tan pronto regrese la calma sabremos de qué está realmente hecho este gobierno.

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@lrubiof

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La oportunidad de Peña Nieto: la reforma energética mirando la reforma fiscal

América Economía – Luis Rubio

El Partido de Acción Nacional (PAN) está condicionando los votos de su bancada para la reforma energética a la aprobación de una reforma electoral. La propuesta de “toma y daca” tiene sentido comercial, entendible en un contexto de intercambio de favores. Algunas legislaturas en el mundo, notoriamente las estadounidenses, son famosas (no en sentido positivo) por la práctica de intercambiar el voto de un congresista por una partida presupuestal aunque, como se trata de votos individuales sin disciplina partidista, no es equiparable al voto de una bancada sin apego a un conjunto específico de votantes. Lo que me parece incomprensible es la incapacidad de nuestros políticos en general, comenzando en este caso por el PAN, por reconocer que otra reforma electoral como la propuesta no va a resolver los problemas del país. Lo que es más, ni siquiera haría mella en ellos.

No me cabe la menor duda que algunas de las reformas electorales de las últimas décadas abrieron ingentes oportunidades democráticas, favorecieron la alternancia en los gobiernos estatales y la presidencia y obligaron a los políticos a ser más responsivos ante las demandas ciudadanas. Tampoco desprecio la construcción de las  instituciones electorales que ha permitido la (casi) consolidación del IFE. Me parece obvio que los partidos de oposición (hoy el PAN y el PRD; en años pasados el Partido Revolucionario Institucional (PRI) y el Partido Revolucionario Democrático (PRD) vean pequeñas ventajas en cambios específicos a la legislación electoral vigente. Lo que me impresiona es su devoción por las causas chicas y, sobre todo, la ausencia de grandeza de visión.

La alternativa a una transformación política en grande en México sería utilizar el enorme poder que le confiere la reforma energética (pasado ese voto el gobierno ya no necesita al PAN para nada) para intercambiar su voto por una reforma fiscal integral que limite al gobierno y al gasto, amplíe la base fiscal y siente las bases para un crecimiento acelerado.

Creo que no sería exagerado emplear en este caso la metáfora clásica del Titanic: el país está estancado, la inseguridad aumenta y la economía declina, pero los políticos están concentrados en el menú de la próxima fiesta en la nave de sus sueños. Temo decir que, desde mi perspectiva, el problema del país no es de financiamiento de las campañas o de las autoridades electorales estatales (aunque seguro ambas podrían ser mejoradas), sino de gobierno. El país tiene que gobernarse –o ser gobernado- y eso no existe en muchas regiones, sectores y áreas específicas. En algunas existen gobiernos reales en paralelo. El verdadero reto de México está ahí y es en eso donde los políticos y el gobierno deberían estarse concentrando.

Samuel Huntington, profesor de Harvard hasta su muerte, no era la persona más querida entre sus alumnos o colegas, pero fue de los pensadores más influyentes por su claridad mental. Aunque se dedicó a muchos temas, el hilo conductor de su trabajo profesional fue uno muy claro y concreto: lo que importa no es la forma de un gobierno sino su fortaleza. Ignorando a los políticamente correctos de su era, afirmaba que EE.UU. (como democracia fuerte) y la URSS (como dictadura fuerte) tenían más en común que una democracia fuerte y una democracia débil. Para Huntington ideales como el de la justicia, la democracia y la libertad tenían poca valía si no existía un mínimo grado de orden y estabilidad que les diera contenido real.

Me puedo imaginar lo que Huntington hubiera dicho del México de hoy: que las instituciones son muy débiles y que su desarrollo y fortalecimiento es mucho más importante que la democracia, porque esta última no tiene viabilidad en la medida en que las instituciones existentes no gozan de legitimidad, no son reconocidas como válidas por la población o, simplemente, son inefectivas. Pongamos al poder judicial para lo primero, a las instituciones electorales para lo segundo y a las policías para lo tercero y el argumento del profesor parecería impecable.

Según Huntington, la relevancia de una institución yace en dos principios elementales: el primero es capacidad administrativa. El segundo es confiabilidad y predictibilidad. Lo segundo es imposible sin lo primero. Su análisis del desarrollo político, su libro seminal, establecía que la esencia del desarrollo no reside en la democracia per se sino en la existencia de un sistema de gobierno que funciona, que mantiene el orden y que hace posible el desarrollo económico. En su visión, un sistema de gobierno funcional es uno que construye y desarrolla instituciones capaces de administrar y, con ello, crear certidumbre y predictibilidad. En este sentido, las instituciones se tornan en medios a través de los cuales los integrantes de una sociedad interactúan y resuelven sus diferendos, todo ello hecho efectivo con la capacidad coercitiva del Estado.

El sistema priista creó una extraordinaria capacidad para administrar y gobernar una sociedad relativamente simple. Lo hacía no por medio de instituciones sino a través de una estructura de intercambios de lealtades. Era, como decía Susan Kaufman Purcell, un sistema transaccional no institucionalizado. El fracaso, y colapso gradual, de ese sistema a partir de 1968, se debió a su incapacidad para construir instituciones que suplantaran a los arreglos personales y a la decisión unipersonal del presidente.

Por más que se han construido instituciones electorales, aprobado una monumental reforma judicial y hecho intentos honestos por enfrentar nuestros problemas, el país no cuenta con la capacidad para dirimir disputas, mantener el orden y fundamentar su capacidad de desarrollo. En la medida en que la lealtad sigue siendo a personas y no a instituciones, no existe confiabilidad alguna. Se podrán aprobar reformas energéticas y  de otro tipo, pero el país no avanzará mientras no cuente con un sistema de gobierno confiable que dependa no de la habilidad de una persona sino de la fortaleza de sus instituciones.

Ahí yace el dilema del PAN: concentrarse en un conjunto de reformitas electorales irrelevantes que no tienen la menor posibilidad de incidir en la construcción de una sociedad institucionalizada y democrática o reconocer la oportunidad que el momento le ha puesto en la palestra. El PAN tiene dos posibilidades. Una, en congruencia con su historia, entrañaría avanzar hacia una reforma verdaderamente transformadora que construya mecanismos efectivos de representación para la ciudadanía y garantías a sus derechos, límites a la acción gubernamental, sobre todo a los cambios a modo en las leyes y, en una palabra, una verdadera revolución de la estructura del poder en el país. O sea, construir un sistema moderno de gobierno para los ciudadanos.

La alternativa a una transformación política en grande en México sería utilizar el enorme poder que le confiere la reforma energética (pasado ese voto el gobierno ya no necesita al PAN para nada) para intercambiar su voto por una reforma fiscal integral que limite al gobierno y al gasto, amplíe la base fiscal y  siente las bases para un crecimiento acelerado.

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Instituciones y reforma

Luis Rubio

El PAN está condicionando los votos de su bancada para la reforma energética a la aprobación de una reforma electoral. La propuesta de “toma y daca” tiene sentido comercial, entendible en un contexto de intercambio de favores. Algunas legislaturas en el mundo, notoriamente las estadounidenses, son famosas (no en sentido positivo) por la práctica de intercambiar el voto de un congresista por una partida presupuestal aunque, como se trata de votos individuales sin disciplina partidista, no es equiparable al voto de una bancada sin apego a un conjunto específico de votantes. Lo que me parece incomprensible es la incapacidad de nuestros políticos en general, comenzando en este caso por el PAN, por reconocer que otra reforma electoral como la propuesta no va a resolver los problemas del país. Lo que es más, ni siquiera haría mella en ellos.

No me cabe la menor duda que algunas de las reformas electorales de las últimas décadas abrieron ingentes oportunidades democráticas, favorecieron la alternancia en los gobiernos estatales y la presidencia y obligaron a los políticos a ser más responsivos ante las demandas ciudadanas. Tampoco desprecio la construcción de las  instituciones electorales que ha permitido la (casi) consolidación del IFE. Me parece obvio que los partidos de oposición (hoy el PAN y el PRD, en años pasados el PRI y el PRD) vean pequeñas ventajas en cambios específicos a la legislación electoral vigente. Lo que me impresiona es su devoción por las causas chicas y, sobre todo, la ausencia de grandeza de visión.

Creo que no sería exagerado emplear en este caso la metáfora clásica del Titanic: el país está estancado, la inseguridad aumenta y la economía declina, pero los políticos están concentrados en el menú de la próxima fiesta en la nave de sus sueños.  Temo decir que, desde mi perspectiva, el problema del país no es de financiamiento de las campañas o de las autoridades electorales estatales (aunque seguro ambas podrían ser mejoradas), sino de gobierno. El país tiene que gobernarse –o ser gobernado- y eso no existe en muchas regiones, sectores y áreas específicas. En algunas existen gobiernos reales en paralelo. El verdadero reto de México está ahí y es en eso donde los políticos y el gobierno deberían estarse concentrando.

Samuel Huntington, profesor de Harvard hasta su muerte, no era la persona más querida entre sus alumnos o colegas, pero fue de los pensadores más influyentes por su claridad mental. Aunque se dedicó a muchos temas, el hilo conductor de su trabajo profesional fue uno muy claro y concreto: lo que importa no es la forma de un gobierno sino su fortaleza. Ignorando a los políticamente correctos de su era, afirmaba que EUA (como democracia fuerte) y la URSS (como dictadura fuerte) tenían más en común que una democracia fuerte y una democracia débil. Para Huntington ideales como el de la justicia, la democracia y la libertad tenían poca valía si no existía un mínimo grado de orden y estabilidad que les diera contenido real.

Me puedo imaginar lo que Huntington hubiera dicho del México de hoy: que las instituciones son muy débiles y que su desarrollo y fortalecimiento es mucho más importante que la democracia porque esta última no tiene viabilidad en la medida en que las instituciones existentes no gozan de legitimidad, no son reconocidas como válidas por la población o, simplemente, son inefectivas. Pongamos al poder judicial para lo primero, a las instituciones electorales para lo segundo y a las policías para lo tercero y el argumento del profesor parecería impecable.

Según Huntington, la relevancia de una institución yace en dos principios elementales: el primero es capacidad administrativa. El segundo es confiabilidad y predictibilidad. Lo segundo es imposible sin lo primero. Su análisis del desarrollo político, su libro seminal, establecía que la esencia del desarrollo no reside en la democracia per se sino en la existencia de un sistema de gobierno que funciona, que mantiene el orden y que hace posible el desarrollo económico. En su visión, un sistema de gobierno funcional es uno que construye y desarrolla instituciones capaces de administrar y, con ello, crear certidumbre y predictibilidad. En este sentido, las instituciones se tornan en medios a través de los cuales los integrantes de una sociedad interactúan y resuelven sus diferendos, todo ello hecho efectivo con la capacidad coercitiva del Estado.

El sistema priista creó una extraordinaria capacidad para administrar y gobernar una sociedad relativamente simple. Lo hacía no por medio de instituciones sino a través de una estructura de intercambios de lealtades. Era, como decía Susan Kaufman Purcell, un sistema transaccional no institucionalizado. El fracaso, y colapso gradual, de ese sistema a partir de 1968 se debió a su incapacidad para construir instituciones que suplantaran a los arreglos personales y a la decisión unipersonal del presidente.

Por más que se han construido instituciones electorales, aprobado una monumental reforma judicial y hecho intentos honestos por enfrentar nuestros problemas, el país no cuenta con la capacidad para dirimir disputas, mantener el orden y fundamentar su capacidad de desarrollo. En la medida en que la lealtad sigue siendo a personas y no a instituciones, no existe confiabilidad alguna. Se podrán aprobar reformas energéticas y  de otro tipo, pero el país no avanzará mientras no cuente con un sistema de gobierno confiable que dependa no de la habilidad de una persona sino de la fortaleza de sus instituciones.

Ahí yace el dilema del PAN: concentrarse en un conjunto de reformitas electorales irrelevantes que no tienen la menor posibilidad de incidir en la construcción de una sociedad institucionalizada y democrática o reconocer la oportunidad que el momento le ha puesto en la palestra. El PAN tiene dos posibilidades. Una, en congruencia con su historia, entrañaría avanzar hacia una reforma verdaderamente transformadora que construya mecanismos efectivos de representación para la ciudadanía y garantías a sus derechos, límites a la acción gubernamental, sobre todo a los cambios a modo en las leyes y, en una palabra, una verdadera revolución de la estructura del poder en el país. O sea, construir un sistema moderno de gobierno para los ciudadanos.

La alternativa a una transformación política en grande sería utilizar el enorme poder que le confiere la reforma energética (pasado ese voto el gobierno ya no necesita al PAN para nada) para intercambiar su voto por una reforma fiscal integral que limite al gobierno y al gasto, amplíe la base fiscal y  siente las bases para un crecimiento acelerado.

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Provocar una recesión

Luis Rubio

1971 fue el año de la atonía. Luego de dos décadas experimentando tasas de crecimiento superiores al 6% en promedio, ese año fue considerado de recesión porque el crecimiento sólo fue del 3%. Así han cambiado las cosas… La respuesta de los políticos fue “estimular” la economía mediante un gasto público exacerbado, financiado con deuda externa e impresión de billetes, es decir, inflación. Así nació la era de las crisis, recesiones y, por un pelito, la hiperinflación. 2013 se parece a aquel 1971 y, como ilustra el presupuesto, el gobierno se apresta a aplicar la misma receta perdedora.

El empaque retórico que acompaña a la iniciativa de reforma hacendaria es grandioso: productividad, crecimiento, ataque a la desigualdad y seguro de desempleo. Suena atractivo pero, como decía George Orwell, “el lenguaje político está diseñado para hacer que las mentiras parezcan verdades, que el asesinato parezca respetable, y dar al viento apariencia de solidez».

Los comentarios a mi artículo anterior muestran que hay más dudas que certezas sobre la dirección que se propone adoptar. Lo que sigue es un resumen de los que recibí, todos ellos de expertos intachables.

Primero, “si bien la iniciativa se justifica primordialmente por el propósito de alcanzar la seguridad social universal, es notable que el aumento propuesto de gasto entre 2013 y 2014 es de 520 mil millones de pesos, pero de los cuales solamente 20 mil se destinan a la seguridad social universal. Uno hubiese pensado que, de forma prioritaria, se dedicarían recursos para unificar el financiamiento de la salud, pero este tema –que hoy presenta la distorsión más grave— presumiblemente se pospone. No utilizar los recursos nuevos para remover la distorsión creada por las diferencias en la forma de financiar los regímenes contributivos y no contributivos de salud es una omisión difícil de entender”. A menos que el objetivo sea, simplemente, gastar; no sería la primera vez…

Segundo, “la pensión universal propuesta no es en realidad una pensión universal. Es una pensión condicionada a ser informal. Los trabajadores formales no tienen derecho a ella… Dado que el Seguro Popular es una prestación financiada de la tributación general para el informal (que éste percibe como gratis), pero que pierde si obtiene un empleo formal…, a los incentivos a la informalidad que ya existían… se le agrega ahora otro incentivo por un programa similar para pensiones de retiro (y se propone legislar su monto, amén de bajar la edad para recibirlo de 70 años a 65). Es difícil pensar que esto no va a contribuir a aumentar la informalidad. La evidencia empírica que tenemos de programas similares es que sí lo hará y también puede reducir la tasa de participación laboral. Por esas dos vías, la productividad se verá castigada”. O sea, hay una contradicción flagrante entre la iniciativa presentada y el diagnóstico del propio gobierno respecto a la urgencia de elevar la productividad como condición para acelerar el ritmo de crecimiento de la economía.

Tercero, “el seguro de desempleo realmente no es eso; parece más un seguro de separación. El punto clave aquí es que se introduce este seguro sin modificar las disposiciones de la Ley Federal del Trabajo en materia de indemnizaciones por despido o primas de antigüedad. Tampoco se modifica la problemática de despido justificado vs no justificado. En los términos de la ley propuesta, un trabajador que voluntariamente se separa de su trabajo tiene derecho a recibir los beneficios del nuevo seguro. Por otro lado, México tendrá ahora dos mecanismos paralelos para proteger a los trabajadores contra shocks: las disposiciones que ya estaban en la LFT y este nuevo seguro. Es difícil pensar que en el futuro se podrá modificar la LFT para reducir los costos contingentes de las empresas formales derivadas de la contratación” cuando “el principal mecanismo que se hubiese podido utilizar para cambiar esas disposiciones de la LFT –introducir un seguro de desempleo—ya se usó. Al no reducirse en nada los costos contingentes de las empresas, es difícil ver también como este nuevo seguro contribuirá a la formalidad”.

Cuarto, “se propone un incremento neto de las cuotas patronales (art. 25, 36, 106 y 107 de la Ley del Seguro Social), lo que no resuelve el problema esencial que es la homologación de los costos en salud. Es justo ahí donde estará la presión de gasto en los próximos años. Hoy en día no sabemos cuánto cuestan los servicios médicos en el IMSS, el ISSSTE y en los sistemas estatales de salud que son financiados con el Seguro Popular. No hay certeza sobre necesidades presupuestales del sector salud, pues sólo conocemos el gasto ejercido en cada institución, no el costo de cada servicio ni las estimaciones por cambios epidemiológicos. La propuesta resuelve la urgencia financiera del IMSS en el corto plazo –que agotaría sus reservas en 2016-, pero no resuelve el problema de fondo».

Quinto, en “el propuesto seguro de desempleo se descobija la contribución de INFONAVIT, en vez de llevarlo a salud o bien complementar pensiones contributivas.
Esto crea más distorsiones laborales pues hace más líquidas las aportaciones en el corto plazo”. En este contexto,  no puede ignorarse otra posible motivación del enfoque propuesto: “quienes cumplan 18 años a partir de 2014 serán cubiertos por un fideicomiso en Banxico, justo el grupo que votará en 2018 por primera vez”.

“En suma, la reforma no es para financiar una “seguridad social universal”, sino para justificar el aumento de cuotas patronales y el otorgamiento de nuevos beneficios, cuyo costo irá aumentando en el tiempo y se sumarán al costo creciente de los programas ya existentes. Los recursos fiscales de la propuesta serán usados para otros gastos y no se propone modificar el funcionamiento del sistema de salud, ni su financiamiento. Dado el crecimiento que se está observando en la provisión de servicios médicos, los costos se elevarán y será imposible regresar a un déficit cero en el tiempo propuesto (2017). Bajo el escenario internacional actual esto suena demasiado arriesgado”. «Y todo esto sin considerar los pasivos de salud y pensiones de los estados, PEMEX y CFE». O sea, no hay reforma estructural ni solución a los problemas pendientes.

La propuesta es regresar a los setenta: déficit crecientes, sin financiamiento saludable y sostenible, lo que no contribuirá al crecimiento de la economía. Ignorar las causas de las crisis de las décadas pasadas -una estrategia económica sustentada en déficit y deuda- que los jóvenes de hoy no vivieron más que de manera indirecta,  es la mejor forma de provocarlas. No aprendemos.

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DOS VISIONES

 FORBES –  LUIS RUBIO

Septiembre 2013

 

POCAS VECES MEXICO HA ESTADO ante la posibilidad de romper con la inercia paralizante que la caracteriza. Hoy es una es una de esas disyuntivas: la pregunta es  si podrá lograrlo. Como ilustran los monólogos respecto a la energía, es impactante nuestra propensión a pelear por el pasado en lugar de construir un futuro. Unos quieren regresar a la legislación porfirista en la materia, otros a la década de 1930 y otros más a fortificar la corrupción de Pemex. Nadie está planteando un nuevo paradigma de desarrollo.

 

Parafraseando a mi padre cuando daba clases de cirugía, «la posibilidad de romper la inercia depende de dos factores: saber qué hacer y saber cómo hacerlo». El gobierno actual cuenta con una extraordinaria capacidad de  operación política, pero sus planteamientos sustantivos son pobres.

 

Los últimos tres gobiernos adolecieron de esa capacidad política, por lo que  incluso las (pocas) buenas ideas que plantearon nunca prosperaron. Como ilustran los avatares de la propuesta reforma energética, saber cómo no es suficiente. La energía es un medio para la transformación del país: el gobierno ha hablado en términos «transformativos» pero no ha propuesto una visión transformadora. De eso depende que lo logre.

 

El desarrollo es cualitativamente distinto al crecimiento. Arabia Saudita podrá  ser muy rica, pero nadie podría afirmar que se acerca a la civilización (definida  ésta en términos occidentales). Países como China y Brasil, cuyas economías crecieron con celeridad en años pasados, ni  siquiera se proponen alcanzar ese umbral.  El desarrollo y la civilización requieren más que crecimiento económico, algo que sin duda podría avanzar con una reforma energética liberalizadora.

 

La primera tarea es crecer: ésa es la única  forma en que el país podrá salir de su estancamiento, promover la movilidad social e incrementar el ingreso per cápita. En esto no  hay controversia. La controversia se encuentra en el cómo, aunque las diferencias entre las fuerzas políticas suelen ser mucho menos  grandes de lo aparente. Un botón de muestra:   en realidad nadie está planteando hacer de Pemex una empresa competitiva, abierta,  transparente y comparable a las petroleras del mundo. Las propuestas al respecto son  defensivas y apocalípticas, no modernas ni  civilizadoras. Falta esa visión de desarrollo,  visión que incluya elementos clave como el Estado de derecho, pesos y contrapesos y  rendición de cuentas al ciudadano. Lo crucial  es que nadie, comenzando por el gobierno,  tenga la opción de apegarse a la ley: el Estado  de derecho existe cuando no tiene alternativa  y de eso ni siquiera se está contemplando.

 

«MUY POCAS NACIONES NO OCCIDENTALES HAN LOGRADO ROMPER CON EL              SUBDESARROLLO. LAS QUE LO HAN  HECHO SON ILUSTRATIVAS DEL POTENCIAL DE UNA SOCIEDAD COMPROMETIDA».

 

La búsqueda de elevadas tasas de crecimiento es necesaria aun cuando no avance  hacia el desarrollo y la civilizaci6n. Se podría  argumentar, así sea por demás controvertido, al menos en uno de los cases que, en  contraste con nosotros (o Brasil y China)  personajes coma Mandela y Pinochet crearon mejores condiciones pare avanzar hacia el desarrollo.  Más allá de cómo llegó el presidente al poder, el ejemplo chileno es impactante. Sudáfrica enfrenta desafíos  mayúsculos, pero cuenta con dos ventajas  excepcionales: una visión clara de futuro  y, a pesar de la corrupción, nadie quiere reconstruir el pasado. Algo podríamos aprender de ambos ejemplos.

 

El desarrollo requiere una visión cualitativamente distinta a la del crecimiento. Ambas son compatibles, pero el desarrollo sólo avanza cuando la población comparte una  visión. Muy pocas naciones no occidentales  han logrado romper con el subdesarrollo, pero las que lo han hecho son ilustrativas del potencial transformador de una sociedad comprometida. Corea, Taiwán, Chile, Sudáfrica y, a pesar de sus problemas financieros  actuales, España, son ejemplos palpables de la oportunidad que México tiene frente a sí. Todas ellas vieron hacia adelante y rompieron con la maldición del subdesarrollo. En lugar de reformar un poquito y sin tocar a los intereses creados, optaron por una gran transformación, comenzando por la mental; a final de cuentas, es ahí donde se encuentra el corazón del subdesarrollo.

 

Cuando en 1998 Corea enfrentó una crisis  financiera similar a las nuestras, su gobierno  no se dedicó, coma Argentina, a culpar al resto del mundo. Lo único que hicieron fue  enfocarse en resolver el problema. Nuestra oportunidad es inmensa, pero tendrá que  construirse a cada paso con una visión de  grandeza en lugar de una de restauración.

 

LUIS RUBIO ES PRESIDENTE DEL CENTRO DE INVESTIGACION PARA EL DESARROLLO, A.C.

¡¿Cuál nuevo paradigma fiscal en México?!

América Economía – Luis Rubio

Cuando los políticos comienzan a hacerle ajustes radicales al sistema fiscal corren el riesgo de provocar distorsiones que nunca imaginaron. La iniciativa hacendaria, tanto en lo concerniente a los ingresos como al gasto, propone un «cambio de paradigma».

Esta es mi lectura:

-El objetivo es encomiable: la construcción de un sistema de seguridad social contribuiría de manera decidida a disminuir la desigualdad y la pobreza. Sin embargo, el contenido de la iniciativa es más bien débil en su conexión entre objetivos y medios. La expectativa inicial de incremento de recaudación de 1,4% es sumamente baja y hace difícil imaginar que se podrían financiar metas tan ambiciosas como las esbozadas. Además, excepto por el potencial de incremento en el consumo (en algunos lustros), producto de la disminución teórica de la pobreza, no es obvio cómo ello incidiría en el crecimiento económico.

-Efectivamente, hay un cambio de paradigma, pero muy distinto al que el ejecutivo anunció: se trata una reforma que reorienta, en enfoque y concepto, la actividad del gobierno hacia la seguridad social y el seguro de desempleo. Pero su esencia consiste en la recentralización del gasto y su expansión acelerada, todo ello financiado con deuda o, eventualmente, más impuestos. No hay de otra.

-El sustento filosófico de la propuesta reside en comparaciones internacionales donde se mezclan peras con manzanas: no hay duda que las naciones europeas recaudan varias veces más impuestos, pero esas naciones no crecen con celeridad. Las comparaciones europeas relevantes serían Polonia, Irlanda y similares, cuyas tasas impositivas son menores y la recaudación mayor. En nuestro caso, más ingreso para financiar un mal gasto no es exactamente una fórmula atractiva para nadie. El ejemplo de Brasil no es inspirador: un país que recauda y gasta mucho más pero que no exhibe un mejor desempeño económico; de hecho, es mucho peor.

-Es casi de Perogrullo que cuando un gobierno habla de un cambio de paradigma lo que realmente está insinuando es más gasto y, por consiguiente, mayores impuestos: en este rubro, la propuesta gubernamental es todo menos que novedosa y no enarbola cambio alguno de paradigma. Es, más bien, un retorno al pasado. De hecho, la iniciativa se asemeja al momento en 1971 cuando, en condiciones de estabilidad, se rompieron todos los equilibrios.

-El planteamiento gubernamental descansa en tres pilares: mayores impuestos a causantes cautivos, con una carga adicional a las incipientes clases medias. Inevitable esto, pero es perceptible el desprecio por los empleadores, como si no tuvieran opciones de inversión. La segunda fuente de financiamiento es más interesante y atrevida: la eliminación o reducción de algunos regímenes especiales de tributación y de exenciones de impuestos. Y, la tercera, un mayor déficit.

-Los números no mienten: los mexicanos pagamos menos impuestos que otras naciones pero no por las tasas sino por defectos de recaudación. Lo significativo es que el gobierno no está argumentando que una mayor recaudación conduce a un mayor crecimiento. Implícitamente, el gobierno acepta lo que todo mundo sabe: la población hace como que paga y el gobierno hace como que gobierna. Este es el paradigma (la ilegitimidad del gasto) que habría que romper porque en el momento en que se logre un mejor desempeño de la economía, educación, Pemex y CFE o de los estados, nadie podría oponerse a contribuir su parte correspondiente. Es asunto de ciudadanía.

-A pesar de la atractiva retórica que acompaña al planteamiento, con la sola excepción de la simplificación en el cumplimiento de las obligaciones, no hay nada en la iniciativa que contribuya a fomentar un mayor crecimiento de la economía: de la misma forma, aunque se plantean incentivos teóricamente correctos para promover la incorporación de empresas informales, no es obvio como funcionarían éstos en la práctica. Peor aún, se elimina el impuesto que había permitido al menos desincentivarla.

-Lo más importante de los considerandos de la iniciativa reside en la acertada preocupación por el nulo (o negativo) crecimiento de la productividad en las últimas décadas: el problema del enfoque empleado es que los promedios esconden más de lo que iluminan: hay sectores que experimentan espectaculares tasas de crecimiento de la productividad, en tanto que otros se rezagan y contribuyen negativamente. Los dos grandes contribuyentes a la productividad negativa son las paraestatales, sobre todo Pemex y CFE, y la economía informal. Es claro que el gobierno confía que la reforma energética reducirá esa fuente de improductividad del sector, pero no hay nada que permita ser optimista respecto a la economía informal, fenómeno complejo y difícil de desenmarañar.

-En lugar de una reforma hacendaria trascendental, el planteamiento constituye una limpieza del sistema impositivo (no es otra miscelánea sino una nueva ley que elimina contradicciones y duplicidades), pero no una nueva visión del desarrollo: solo más gobierno sin rendición de cuentas: no se anticipa modificación alguna en el lado del gasto, lo que es preocupante porque parte de la ausencia de legitimidad de que goza nuestro sistema de gobierno tiene que ver con el desperdicio y corrupción que lo caracteriza. El ejemplo de educación es evidente: México está hasta arriba en el porcentaje del PIB que se gasta en educación y, sin embargo, los resultados son patéticos. El país requiere un nuevo sistema de gobierno, transparencia en el gasto, control del dispendio a nivel estatal y resultados favorables de la gestión gubernamental. Nada de eso está presente en la iniciativa hacendaria. Sin una revisión radical del gasto, la propuesta no conducirá a promover e incentivar crecimiento.

-El gran tabú que rompe la iniciativa es el del déficit fiscal: gastar más de lo recaudado no es bueno ni malo en sí mismo. Lo preocupante es que la iniciativa no registra las razones por las cuales se adoptó el dogma del equilibrio fiscal y, peor, que incurra en déficits elevados, y potencialmente enormes, para lo cual propone modificar a su conveniencia la ley de presupuesto y responsabilidad hacendaria. Olvidar las causas de las crisis podría conducir a provocar una más, novedad para las generaciones que nunca las conocieron. El viejo PRI.

Al final, más que ninguna otra cosa, la iniciativa es un fiel reflejo del momento político. Es evidente que los criterios que al final privaron fueron dos: mantener al PRD dentro del Pacto y quitarle el tapete a López Obrador. El presidente logró ambas; el problema es que esos criterios no contribuyen al crecimiento acelerado de la economía.

http://www.americaeconomia.com/node/101225

¿Qué paradigma?

 Luis Rubio

Cuando los políticos comienzan a hacerle ajustes radicales al sistema fiscal corren el riesgo de provocar distorsiones que nunca imaginaron. La iniciativa hacendaria, tanto en lo concerniente a los ingresos como al gasto, propone un «cambio de paradigma». Esta es mi lectura:

– El objetivo es encomiable. La construcción de un sistema de seguridad social contribuiría de manera decidida a disminuir la desigualdad y la pobreza. Sin embargo, el contenido de la iniciativa es más bien débil en su conexión entre objetivos y medios. La expectativa inicial de incremento de recaudación de 1.4% es sumamente baja y hace difícil imaginar que se podrían financiar metas tan ambiciosas como las esbozadas. Además, excepto por el potencial de incremento en el consumo (en algunos lustros), producto de la disminución teórica de la pobreza, no es obvio cómo ello incidiría en el crecimiento económico.

– Efectivamente, hay un cambio de paradigma, pero muy distinto al que el ejecutivo anunció: se trata una reforma que reorienta, en enfoque y concepto, la actividad del gobierno hacia la seguridad social y el seguro de desempleo. Pero su esencia consiste en la recentralización del gasto y su expansión acelerada, todo ello financiado con deuda o, eventualmente, más impuestos. No hay de otra.

– El sustento filosófico de la propuesta reside en comparaciones internacionales donde se mezclan peras con manzanas. No hay duda que las naciones europeas recaudan varias veces más impuestos, pero esas naciones no crecen con celeridad. Las comparaciones europeas relevantes serían Polonia, Irlanda y similares, cuyas tasas impositivas son menores y la recaudación mayor. En nuestro caso, más ingreso para financiar un mal gasto no es exactamente una fórmula atractiva para nadie. El ejemplo de Brasil no es inspirador: un país que recauda y gasta mucho más pero que no exhibe un mejor desempeño económico; de hecho, es mucho peor.

– Es casi de Perogrullo que cuando un gobierno habla de un cambio de paradigma lo que realmente está insinuando es más gasto y, por consiguiente, mayores impuestos. En este rubro, la propuesta gubernamental es todo menos que novedosa y no enarbola cambio alguno de paradigma. Es, más bien, un retorno al pasado. De hecho, la iniciativa se asemeja al momento en 1971 cuando, en condiciones de estabilidad, se rompieron todos los equilibrios.

– El planteamiento gubernamental descansa en tres pilares: mayores impuestos a causantes cautivos, con una carga adicional a las incipientes clases medias. Inevitable esto, pero es perceptible el desprecio por los empleadores, como si no tuvieran opciones de inversión. La segunda fuente de financiamiento es más interesante y atrevida: la eliminación o reducción de algunos regímenes especiales de tributación y de exenciones de impuestos. Y, la tercera, un mayor déficit.

– Los números no mienten: los mexicanos pagamos menos impuestos que otras naciones pero no por las tasas sino por defectos de recaudación. Lo significativo es que el gobierno no está argumentando que una mayor recaudación conduce a un mayor crecimiento. Implícitamente, el gobierno acepta lo que todo mundo sabe: la población hace como que paga y el gobierno hace como que gobierna. Este es el paradigma (la ilegitimidad del gasto) que habría que romper porque en el momento en que se logre un mejor desempeño de la economía, educación, Pemex y CFE o de los estados, nadie podría oponerse a contribuir su parte correspondiente. Es asunto de ciudadanía.

– A pesar de la atractiva retórica que acompaña al planteamiento, con la sola excepción de la simplificación en el cumplimiento de las obligaciones, no hay nada en la iniciativa que contribuya a fomentar un mayor crecimiento de la economía. De la misma forma, aunque se plantean incentivos teóricamente correctos para promover la incorporación de empresas informales, no es obvio como funcionarían éstos en la práctica. Peor aún, se elimina el impuesto que había permitido al menos desincentivarla.

– Lo más importante de los considerandos de la iniciativa reside en la acertada preocupación por el nulo (o negativo) crecimiento de la productividad en las últimas décadas. El problema del enfoque empleado es que los promedios esconden más de lo que iluminan: hay sectores que experimentan espectaculares tasas de crecimiento de la productividad, en tanto que otros se rezagan y contribuyen negativamente. Los dos grandes contribuyentes a la productividad negativa son las paraestatales, sobre todo Pemex y CFE, y la economía informal. Es claro que el gobierno confía que la reforma energética reducirá esa fuente de improductividad del sector, pero no hay nada que permita ser optimista respecto a la economía informal, fenómeno complejo y difícil de desenmarañar.

– En lugar de una reforma hacendaria trascendental, el planteamiento constituye una limpieza del sistema impositivo (no es otra miscelánea sino una nueva ley que elimina contradicciones y duplicidades), pero no una nueva visión del desarrollo: solo más gobierno sin rendición de cuentas. No se anticipa modificación alguna en el lado del gasto, lo que es preocupante porque parte de la ausencia de legitimidad de que goza nuestro sistema de gobierno tiene que ver con el desperdicio y corrupción que lo caracteriza. El ejemplo de educación es evidente: México está hasta arriba en el porcentaje del PIB que se gasta en educación y, sin embargo, los resultados son patéticos. El país requiere un nuevo sistema de gobierno, transparencia en el gasto, control del dispendio a nivel estatal y resultados favorables de la gestión gubernamental. Nada de eso está presente en la iniciativa hacendaria. Sin una revisión radical del gasto, la propuesta no conducirá a promover e incentivar crecimiento.

– El gran tabú que rompe la iniciativa es el del déficit fiscal. Gastar más de lo recaudado no es bueno ni malo en sí mismo. Lo preocupante es que la iniciativa no registra las razones por las cuales se adoptó el dogma del equilibrio fiscal y, peor, que incurra en déficits elevados, y potencialmente enormes, para lo cual propone modificar a su conveniencia la ley de presupuesto y responsabilidad hacendaria. Olvidar las causas de las crisis podría conducir a provocar una más, novedad para las generaciones que nunca las conocieron. El viejo PRI.

Al final, más que ninguna otra cosa, la iniciativa es un fiel reflejo del momento político. Es evidente que los criterios que al final privaron fueron dos: mantener al PRD dentro del Pacto y quitarle el tapete a López Obrador. El presidente logró ambas; el problema es que esos criterios no contribuyen al crecimiento acelerado de la economía.

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Monólogos

Luis Rubio

Un anuncio de la CNTE en la cajuela de una camioneta me hizo reflexionar sobre la discusión (porque de debate nada tiene) en torno al asunto educativo en el país. El anuncio decía: «Todo empieza en 1 mismo. Rebélate!!!» (sic). Más allá de manifestaciones y plantones, la reforma educativa y la disputa política en torno al proceso legislativo del momento, el debate sobre la calidad de la educación y su trascendencia para la vida de los educandos es mundial. Me puse a revisar la literatura y me encontré cosas interesantes, algunas fascinantes.

En 1962 Richard Hofstadter, en un libro intitulado El anti-intelectualismo en la vida estadounidense, afirmaba que «una multiplicidad de problemas educativos han surgido de la indiferencia»; entre ellos, «maestros sub-pagados, salones de clase saturados, escuelas con horarios combinados, condiciones físicas patéticas, instalaciones inadecuadas y toda una serie de fallas que surgen de algo más: una currícula anti-intelectual, el abandono de los temas clave y la desatención a la formación de los alumnos». Lo que más me impresionó del libro de Hofstadter cuando lo leí la primera vez hace unos veinte años es que nada de lo que ahí afirmaba había, ni ha, cambiado mayor cosa. El debate estadounidense en la materia ha evolucionado hacia temas que ahora están en la palestra mexicana, como la evaluación de los maestros, pero los resultados en la prueba de PISA -que administra la OECD y permite comparar a una veintena de naciones- muestran que estamos, igual que EUA, muy por detrás de algunos países que hacen algunas cosas particularmente bien. Nosotros llevamos años dizque reformando y lo único evidente es que el conflicto se eleva pero los resultados son cada vez peores.

El punto de partida de Paul Tough en su libro ¿Por qué unos niños triunfan mientras otros fracasan? es que todo mundo supone que el éxito en la vida depende de que en la niñez se avancen las cosas que se asocian con la inteligencia: mejores calificaciones, éxito en los exámenes estandarizados y constancia en las evaluaciones tradicionales. Sin embargo, dice Tough, lo que verdaderamente hace diferencia, las cualidades que efectivamente conducen al éxito en la vida son habilidades como: perseverancia, curiosidad, optimismo y auto control. Es decir, dice el autor, la diferencia reside en el carácter de la persona y esa es la clave del proceso educativo, tanto en la casa como en la escuela, para construir una vida exitosa y productiva en los adultos del futuro.

Amanda Ripley toma una perspectiva distinta en Los niños más listos del mundo. Desde su punto de vista, todo el enfoque educativo estadounidense está equivocado. Se gastan enormes presupuestos en nuevos programas, proyectos y mecanismos de evaluación y, sin embargo, los resultados no sólo no mejoran sino que empeoran.  Ejemplifica con Polonia: a pesar de ser un país con una población relativamente pobre, sus índices educativos tienden a ascender. En lugar de polemizar sobre los detalles que tienden a inundar los debates sobre las pruebas estandarizadas (si la muestra está bien hecha, si se sobre-representa a cierto tipo de alumnos, si el sindicato trata de sesgar los resultados: o sea, los debates universales en este tema), Ripley se dedica a investigar qué es lo que diferencia a unos sistemas educativos de otros. Observa a tres alumnos estadounidenses que acabaron en Finlandia, Corea y Polonia, respectivamente.

Los tres estadounidenses partían de circunstancias educativas similares y se encontraban en las naciones que mejores evaluaciones logran en la prueba de PISA. La primera observación de los estudiantes fue la seriedad con que sus compañeros locales se tomaban los estudios y, particularmente, la sofisticación con que se enseñaba y la forma en que distintos programas (como trigonometría, cálculo y geometría) se vinculaban en la vida real, adquiriendo un sentido que ellos nunca habían conocido. Lo que más les impresionó fue que los maestros eran autoridades en su campo y se les trataba con el respeto de un profesional de excepción.

Dos de las conclusiones de Ripley me parecieron particularmente relevantes a nuestras circunstancias. La primera es que los profesores en esos países enfrentan procesos ultra competitivos para ser admitidos al magisterio. En Finlandia todos los maestros tienen que tener una maestría, haber realizado una tesis producto de investigación y, además de aprobar exámenes muy severos, pasar un año como asistentes de un profesor veterano para observar, aprender y ser evaluados en la práctica.

En un pasaje de su libro, Ripley relata una entrevista con una profesora finlandesa que revela una impresionante claridad de objetivos: se espera que los estudiantes sean exitosos y no se hacen concesiones para nadie. “No quiero pensar en el origen socioeconómico del alumno; lo que cuenta es su cerebro… no quiero tener demasiada empatía por ellos porque yo tengo que enseñar. Si pensara mucho sobre estos asuntos les acabaría dando mejores calificaciones por un trabajo peor. Pensaría ‘pobre niño, qué puedo hacer’. Eso haría mi trabajo demasiado fácil». La devoción por el mérito es transparente (y extrema, dice Ripley, en Corea).

La segunda conclusión es que el uso de la tecnología está sobredimensionado. Ripley dice que lo que realmente importa es la calidad del proceso pedagógico porque eso es lo que va formando el carácter de los estudiantes. Los programas educativos exitosos son aquellos que tienen una espina dorsal común pero dejan en manos del maestro la conducción del proceso porque es el contacto entre maestro y alumno lo que contribuye a la formación del carácter. No son las calculadoras o las computadoras las que triunfan sino el enfoque académico y la interacción estudiante-maestro.

En estas páginas, con su usual clarividencia, Eduardo Andere resumió hace unos días su diagnóstico sobre nuestro problema educativo. Recojo tres puntos clave: primero, no se entiende en el gobierno la naturaleza de la lógica que anima a sus contrapartes  en el SNTE o la CNTE; entenderla abriría espacios de negociación. Segundo, nunca se descentralizó bien pero ahora se quiere centralizar. La estrategia correcta residiría en una descentralización bien hecha. Tercero, y más importante, no hay reforma sin los maestros, razón por la cual el énfasis debería ponerse en la resolución del conflicto político para que todo mundo se ponga a trabajar en lo que realmente es crucial.

El país parece al borde de la revolución por un desencuentro educativo. Este persistirá mientras los actores clave se mantengan en su macho. Pero sólo el gobierno puede romper esta dinámica perversa.

 

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¿Cómo saldrá Peña Nieto del atorón institucional?

America Economía – Luis Rubio

Todos los gobiernos, en México y en el mundo, se atoran en algún momento. Lo crucial no es el hecho sino si cuentan con la capacidad para salir del hoyo en que se metieron. El triunfo electoral le hace creer al equipo ganador que todo es posible, que no hay límite a su activismo y, sobre todo, que los gobiernos anteriores acabaron en la lona por incompetentes. La dinámica del triunfo, y los prejuicios, hacen difícil contemplar la posibilidad de que las causas de la crisis residan en la realidad y no exclusivamente en el equipo que se aprestan a reemplazar. El atorón es inevitable y mientras mayor la arrogancia, peor el desenlace porque el otro lado de la moneda también es cierto: los pocos gobiernos que reconocen que hay un problema (la mitad de la solución) acaban transformándose, lanzando iniciativas susceptibles de lograr su objetivo.

El triunfo electoral del hoy presidente Peña fue claro e indisputable, pero es posible que su equipo haya derivado una lectura errada de la dinámica de la elección: que el desencuentro entre las encuestas y el resultado final se haya debido a que el voto decisivo fue producto de la división entre dos negativos, los anti PRI vs los anti AMLO. Esa dinámica implicó que triunfó Peña Nieto porque más mexicanos le temieron a López Obrador, muchos de ellos panistas que abandonaron a su candidata, que por una preferencia real por el PRI. Una hipótesis así explicaría los errores en el manejo económico, el costo de ignorar o subestimar la inseguridad, el desperdicio de la buena voluntad generada por la detención de la líder magisterial y la resaca popular contra de reformas, los aumentos de impuestos, así como el renacimiento de la corrupción. El gobierno no llegó con mano libre para hacer cualquier cosa: las formas y capacidad de ejecución son insuficientes; la sustancia importa.

El país requiere un gobierno en forma y un presidente por encima de las disputas cotidianas. El presidente Peña Nieto ha desempeñado esa función con extraordinaria habilidad, pero no es suficiente restablecer la autoridad presidencial: lo crucial es convertirla en el factor que hace posible la transformación del país con visión de futuro.

 

Los sucesos de las semanas pasadas son sugerentes: aunque nadie en el país condona el comportamiento de la CNTE al paralizar al DF, la población no ha mostrado apoyo al gobierno o confianza en su devenir. Como el proverbial conejo frente a las luces del automóvil, el gobierno fue tomado por sorpresa y ha sido incapaz de abogar, defender y convencer sobre la racionalidad de su propuesta educativa y está perdiendo el liderazgo en la energética. La única persona que está salivando es López Obrador, que ve en la forma de conducirse del gobierno y del congreso carta blanca para su propio proyecto de sobrevivencia.

Lo evidente a la fecha es que la conducción económica ha sido atroz y peor dada la mejoría que experimenta la estadounidense: no hay forma de esconder el mal desempeño. La extraordinaria comunicación -vía la prensa extranjera- con que inició resultó precoz y, por lo tanto, contraproducente. Los pocos avances que había en materia de transparencia están desapareciendo y el retorno del PRI ha servido de excusa para el resurgimiento de la corrupción en todos los rincones del país, sin que al gobierno parezca hacerle mella alguna. Estos meses han demostrado que se puede aprobar legislación de toda índole y, sin embargo, no cambiar nada. Hubo un momento en que Fox, cuan vendedor, imploraba por una reforma fiscal, cualquiera que ésta fuera. Así comienza a parecer el gobierno actual: como si el contenido fuese irrelevante. El problema es que en el contenido de las reformas y, sobre todo, en su implementación, reside su trascendencia. La noción de que se puede cambiar a un monstruo como Pemex por el solo hecho de cambiar la ley lo dice todo.

Todos los gobiernos inician su mandato seguros de que cuentan con el apoyo popular y de que con su sola presencia transformarán al país. La historia y la perspectiva muestran algo distinto, aquello que diferencia a los gobiernos grandes de los pequeños. En los últimos veinte años, tres gobiernos fueron absolutamente incapaces de lograr nada porque adolecieron de un proyecto viable y susceptible de ganar el apoyo de al menos los sectores y grupos clave de la sociedad, pero también –y particularmente- porque carecían de la capacidad de operación política que el presidente Peña ha mostrado con creces. En contraste con aquellos, el presidente cuenta con el activo clave: el cómo hacerlo. Lo que no tiene es un proyecto idóneo, capaz de lograr el apoyo popular, al menos un apoyo suficiente para claramente marginar a los grupos de interés –político o ideológico- que en estos días paralizaron al gobierno y al país.

Tony Blair escribió en sus memorias que el peor momento de un proceso de reforma llega cuando todo parece estar colapsándose, cuando la oposición lo paraliza todo y los días parecen negros de principio a fin. La cosa, dice Blair, mejora cuando la tormenta comienza a amainar y las circunstancias empiezan a adquirir su dimensión real. Es en ese momento que el gobernante se percata de que hubiera sido igual de fácil o difícil aprobar una reforma ambiciosa que una mediocre: el costo y el proceso es igual, pero el resultado puede ser radicalmente distinto. Justo ahí está atorado el gobierno: cambiar lo necesario o una nueva pintadita de fachada.

El asunto hoy es qué clase de gobierno tendrá el país y cuál será su relación con la sociedad. Históricamente, los gobiernos priistas dominaron y controlaron todo, hasta que acabaron provocando crisis interminables. El PAN intentó administrar sin cambiar nada, en tanto que AMLO proponía restaurar el viejo orden. El gobierno actual ha obviado estas consideraciones y se apresuró a intentar recrear un sistema de gobierno caduco y sin viabilidad porque en esta era no funcionan los controles, la corrupción ya no ayuda a limar asperezas y el exceso de gobierno genera crisis. Rectoría no es igual a control. La realidad exige un nuevo proyecto, uno compatible con las complejidades de la era de la globalización y las expectativas de una población demandante.

El país requiere un gobierno en forma y un presidente por encima de las disputas cotidianas. El presidente Peña Nieto ha desempeñado esa función con extraordinaria habilidad, pero no es suficiente restablecer la autoridad presidencial: lo crucial es convertirla en el factor que hace posible la transformación del país con visión de futuro.

Blair explica las vicisitudes con que tiene que vivir el gobernante y la fragilidad de los procesos políticos de los que depende, incluyendo a las personas responsables para conducirlos. Es eso lo que definirá si se doblega ante los impedimentos o los convierte en oportunidades. El presidente tiene que optar entre aceptar la imposición de la CNTE (y las que sigan) o redefinir su gobierno en lo sustantivo en aras de construir un proyecto verdaderamente transformador.

 

http://www.americaeconomia.com/node/100422

El atorón

 Luis Rubio

Todos los gobiernos, en México y en el mundo, se atoran en algún momento. Lo crucial no es el hecho sino si cuentan con la capacidad para salir del hoyo en que se metieron. El triunfo electoral le hace creer al equipo ganador que todo es posible, que no hay límite a su activismo y, sobre todo, que los gobiernos anteriores acabaron en la lona por incompetentes. La dinámica del triunfo, y los prejuicios, hacen difícil contemplar la posibilidad de que las causas de la crisis residan en la realidad y no exclusivamente en el equipo que se aprestan a reemplazar. El atorón es inevitable y mientras mayor la arrogancia, peor el desenlace porque el otro lado de la moneda también es cierto: los pocos gobiernos que reconocen que hay un problema (la mitad de la solución) acaban transformándose, lanzando iniciativas susceptibles de lograr su objetivo.

El triunfo electoral del hoy presidente Peña fue claro e indisputable, pero es posible que su equipo haya derivado una lectura errada de la dinámica de la elección: que el desencuentro entre las encuestas y el resultado final se haya debido a que el voto decisivo fue producto de la división entre dos negativos, los anti PRI vs los anti AMLO. Esa dinámica implicó que triunfó Peña Nieto porque más mexicanos le temieron a López Obrador, muchos de ellos panistas que abandonaron a su candidata, que por una preferencia real por el PRI.  Una hipótesis así explicaría los errores en el manejo económico, el costo de ignorar o subestimar la inseguridad, el desperdicio de la buena voluntad generada por la detención de la líder magisterial y la resaca popular contra de reformas, los aumentos de impuestos, así como el renacimiento de la corrupción. El gobierno no llegó con mano libre para hacer cualquier cosa: las formas y capacidad de ejecución son insuficientes; la sustancia importa.

Los sucesos de las semanas pasadas son sugerentes: aunque nadie en el país condona el comportamiento de la CNTE al paralizar al DF, la población no ha mostrado apoyo al gobierno o confianza en su devenir. Como el proverbial conejo frente a las luces del automóvil, el gobierno fue tomado por sorpresa y ha sido incapaz de abogar, defender y convencer sobre la racionalidad de su propuesta educativa y está perdiendo el liderazgo en la energética. La única persona que está salivando es López Obrador, que ve en la forma de conducirse del gobierno y del congreso carta blanca para su propio proyecto de sobrevivencia.

Lo evidente a la fecha es que la conducción económica ha sido atroz y peor dada la mejoría que experimenta la estadounidense: no hay forma de esconder el mal desempeño. La extraordinaria comunicación -vía la prensa extranjera- con que inició resultó precoz y, por lo tanto, contraproducente. Los pocos avances que había en materia de transparencia están desapareciendo y el retorno del PRI ha servido de excusa para el resurgimiento de la corrupción en todos los rincones del país, sin que al gobierno parezca hacerle mella alguna. Estos meses han demostrado que se puede aprobar legislación de toda índole y, sin embargo, no cambiar nada. Hubo un momento en que Fox, cuan vendedor, imploraba por una reforma fiscal, cualquiera que ésta fuera. Así comienza a parecer el gobierno actual: como si el contenido fuese irrelevante. El problema es que en el contenido de las reformas y, sobre todo, en su implementación, reside su trascendencia. La noción de que se puede cambiar a un monstruo como Pemex por el solo hecho de cambiar la ley lo dice todo.

Todos los gobiernos inician su mandato seguros de que cuentan con el apoyo popular y de que con su sola presencia transformarán al país. La historia y la perspectiva muestran algo distinto, aquello que diferencia a los gobiernos grandes de los pequeños. En los últimos veinte años, tres gobiernos fueron absolutamente incapaces de lograr nada porque adolecieron de un proyecto viable y susceptible de ganar el apoyo de al menos los sectores y grupos clave de la sociedad, pero también –y particularmente- porque carecían de la capacidad de operación política que el presidente Peña ha mostrado con creces. En contraste con aquellos, el presidente cuenta con el activo clave: el cómo hacerlo. Lo que no tiene es un proyecto idóneo, capaz de lograr el apoyo popular, al menos un apoyo suficiente para claramente marginar a los grupos de interés –político o ideológico- que en estos días paralizaron al gobierno y al país.

Tony Blair escribió en sus memorias que el peor momento de un proceso de reforma llega cuando todo parece estar colapsándose, cuando la oposición lo paraliza todo y los días parecen negros de principio a fin. La cosa, dice Blair, mejora cuando la tormenta comienza a amainar y las circunstancias empiezan a adquirir su dimensión real. Es en ese momento que el gobernante se percata de que hubiera sido igual de fácil o difícil aprobar una reforma ambiciosa que una mediocre: el costo y el proceso es igual, pero el resultado puede ser radicalmente distinto. Justo ahí está atorado el gobierno: cambiar lo necesario o una nueva pintadita de fachada.

El asunto hoy es qué clase de gobierno tendrá el país y cuál será su relación con la sociedad. Históricamente, los gobiernos priistas dominaron y controlaron todo, hasta que acabaron provocando crisis interminables. El PAN intentó administrar sin cambiar nada en tanto que AMLO proponía restaurar el viejo orden. El gobierno actual ha obviado estas consideraciones y se apresuró a intentar recrear un sistema de gobierno caduco y sin viabilidad porque en esta era no funcionan los controles, la corrupción ya no ayuda a limar asperezas y el exceso de gobierno genera crisis. Rectoría no es igual a control. La realidad exige un nuevo proyecto, uno compatible con las complejidades de la era de la globalización y las expectativas de una población demandante.

El país requiere un gobierno en forma y un presidente por encima de las disputas cotidianas. El presidente Peña Nieto ha desempeñado esa función con extraordinaria habilidad, pero no es suficiente restablecer la autoridad presidencial: lo crucial es convertirla en el factor que hace posible la transformación del país con visión de futuro.

Blair explica las vicisitudes con que tiene que vivir el gobernante y la fragilidad de los procesos políticos de los que depende, incluyendo a las personas responsables para conducirlos. Es eso lo que definirá si se doblega ante los impedimentos o los convierte en oportunidades. El presidente tiene que optar entre aceptar la imposición de la CNTE (y las que sigan) o redefinir su gobierno en lo sustantivo en aras de construir un proyecto verdaderamente transformador.

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