Bidenomics

Luis Rubio

Biden es un espécimen raro en el mundo de la política. A pesar de su edad y de su (histórica) dislexia discursiva, ha probado ser diestro en materia legislativa y, aunque no se le reconoce, ha avanzado una agenda de una manera mucho más exitosa de lo que parecería posible en un contexto de enorme polarización. El hecho tangible es que Biden ha alterado tanto a la política económica como a la política exterior de su país. El veredicto sobre la bondad de estos cambios todavía está por verse, pero sea cual fuere éste, México va a verse impactado.

Más allá de personalidades, Biden comparte una característica con Reagan, su predecesor de los años ochenta. Reagan era un gran actor, con extraordinaria capacidad discursiva, pero sin la menor pretensión de ser un intelectual profundo, como lo fueron Adlai Stevenson (dos veces candidato en los cincuenta) o Barack Obama. Biden tampoco tiene ni la menor aspiración intelectual, pero se apega, como Reagan, a un conjunto de principios muy claros y simples que orientan sus decisiones y su actuar. Desde luego, esos principios son radicalmente distintos a los de Reagan, toda vez que no sólo ha roto con la noción de Estados Unidos como la potencia promotora del desarrollo económico mundial, sino que se ha abocado a promover una política industrial introspectiva y a proteger a los trabajadores sindicalizados.

Bidenomics, como se ha dado por llamar a su estrategia económica, no es otra cosa que una burda manera de promover, a través de enormes subsidios, la instalación de plantas manufactureras de bienes de alta tecnología, especialmente procesadores sofisticados, y energía sustentable, como parte de su estrategia para competir con China. Esta vertiente económica complementa a la agresiva política exterior de confrontación con China que Trump, su predecesor, había lanzado, pero ahora afianzada con enormes subvenciones fiscales. Es decir, el gobierno (o sea, quienes pagan impuestos) subsidia a grandes empresas para que dejen de fabricar bienes tecnológicos en China, Taiwán y otras latitudes.

En las elecciones intermedias de 2022 el partido de Biden perdió el control de la cámara baja, cuya nueva mayoría ha estado experimentado una convulsión tras otra para elegir un liderazgo que empate al culto por Trump que ha llegado a dominar a los Republicanos. A pesar de esa contrariedad, y contra todo pronóstico, Biden ha logrado, al menos hasta ahora, evitar que el congreso declare la bancarrota del gobierno americano al no autorizar los límites de endeudamiento requeridos. Pero lo relevante es que, a pesar de los obstáculos y de lo incierto de sus políticas tanto en materia económica como exterior, Biden ha logrado salir avante una y otra vez.

Además de la inflación, el electorado no le perdona su edad. Biden es un octogenario que, de ganar la próxima elección concluiría su mandato a los 86 años. Aunque Trump es sólo tres años menor, la diferencia en capacidad de comunicación sin duda es notable. Esta circunstancia ha llevado a numerosos observadores y potenciales contendientes dentro del propio circuito Demócrata a exigir su renuncia a la reelección en favor de alguna alternativa más joven.

Biden es un enigma en el sentido electoral. Quienes lo hemos observado a lo largo de las décadas sabemos que su capacidad discursiva es extraordinariamente limitada e infinita su propensión a cometer errores retóricos. En los ochenta, como precandidato, lo cacharon plagiando un discurso, lo que lo excluyó de la contienda en aquel momento. Cuarenta años después sorprendió a medio mundo al derrotar a Trump, quien previsiblemente será nuevamente el contendiente para la elección de noviembre próximo.

Para México, Estados Unidos es no sólo su principal mercado de exportación, sino también su principal motor de crecimiento a través de esas mismas exportaciones. Nuestro futuro depende de la capacidad que tengamos de estrechar esos vínculos y generalizarlos hacia todo el territorio nacional, pues la derrama que las exportaciones generan se traduce en ingresos para cada vez más mexicanos. El problema es que esta lógica no es lineal: en su afán por proteger a las empresas con trabajadores sindicalizados, Biden amenaza con excluir a diversos productos mexicanos, especialmente en materia automotriz, de los términos del tratado comercial que norma nuestras relaciones económicas.

Quizá el mayor reto para México radique en que AMLO tiene objetivos que no comulgan con el mejor interés económico del país. En contraste con Biden, quien (exitosamente) ha procurado obviar las vastas fuentes de confrontación dentro de la sociedad estadounidense para avanzar su agenda, AMLO no ve razón alguna para siquiera intentar ser el presidente de todos los mexicanos: mejor polarizar y confrontar que avanzar el desarrollo del país.

México, como nación con poder medio, pero con una extraordinaria frontera y un vecino por demás poderoso -quien sea que lo gobierne-, tiene la opción de decidir aprovechar la oportunidad que esto constituye o pretender que su futuro sería más exitoso sumándose a los perdedores el sur del continente. Como en otros momentos cruciales de nuestra historia, la disyuntiva es real; la pregunta es si quien nos gobierne a partir de octubre próximo entenderá el tamaño del reto.

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REFORMA

21 enero 2024

TLC

Luis Rubio

A sus treinta años, el Tratado de Libre Comercio de Norteamérica (y su segunda iteración en la forma de T-MEC) ha sido el instrumento más exitoso de transformación económica con que haya contado el país en su vida como nación independiente. Se dice fácil, pero en las últimas décadas se logró conferirle estabilidad a la economía y al tipo de cambio, dos factores que por siglos parecían inalcanzables. Aunque hay muchas quejas y críticas con relación a este tratado, la mejor manera de evaluarlo sería imaginando qué habría sido de México en ausencia de este instrumento.

Tres objetivos motivaron la negociación de lo que acabó siendo el TLC, NAFTA en inglés. Los primeros dos eran de carácter económico y el tercero de orden político. Se buscaba promover el comercio internacional del país con el objetivo de modernizar a la economía mexicana y generar una fuente de divisas que permitiese pagar por las importaciones que se realizan de manera cotidiana. En segundo lugar, se buscaba promover la inversión extranjera a fin de elevar la tasa de crecimiento de la economía, como medio para crear nuevas fuentes de riqueza y de empleo y, de esta manera, reducir la pobreza.

Los números muestran que el éxito en ambos rubros ha sido dramático: México se ha convertido en una potencia exportadora de manufacturas y esas exportaciones financian el crecimiento del conjunto de la economía. Es decir, las exportaciones son el principal motor de la economía mexicana y constituyen una fuente confiable de divisas, que es parte importante de la explicación por la cual el tipo de cambio se ha mantenido estable en estos años (el otro elemento son las remesas). Por su parte, la inversión extranjera ha crecido año con año, incluso en un entorno tan hostil para ésta como el que ha promovido la actual administración. Un entorno más favorable, particularmente en el contexto del llamado “nearshoring” podría elevar esos índices de manera extraordinaria (y, con ello, las fuentes de empleo y creación de riqueza).

El tercer objetivo era de carácter político: se buscaba despolitizar la toma de decisiones gubernamentales relacionadas con la inversión privada. El TLC constituía una camisa de fuerza para el gobierno, toda vez que lo comprometía a una serie de disciplinas y lo limitaba en su capacidad de acción arbitraria y berrinchuda. Al firmar el tratado, el gobierno mexicano se comprometía a preservar un marco regulatorio favorable a la inversión y al comercio exterior, proteger a la inversión privada y preservar un entorno benigno para el desarrollo económico. Estos propósitos surgieron luego de la expropiación de los bancos en 1982, situación que había creado un ambiente de extrema desconfianza entre los inversionistas tanto nacionales como extranjeros, sin cuya actividad el país no tendría posibilidad alguna de mejorar sus índices de crecimiento, empleo y reducción de la pobreza. En este contexto, el TLC permitió despolitizar las decisiones en materia de inversión privada, objetivo que sigue funcionando incluso con una administración que claramente preferiría que el TLC no existiera, pero del cual se ha beneficiado inmensamente. De hecho, el TLC fue pensado precisamente para un gobierno como el actual.

Por 24 años, con gobiernos muy distintos y con prioridades contrastantes, se preservó el TLC y se respetaron sus principios fundamentales. Desde esta perspectiva, el TLC logró cabalmente su cometido, como incluso muchos de sus más acérrimos críticos al inicio reconocen en la actualidad.

La crítica al tratado se origina en elementos que no tienen que ver con el TLC, esencialmente que no logró el desarrollo integral del país. La respuesta inevitable es más que obvia: el TLC es no más que un instrumento para el logro de objetivos específicos, todos los cuales se alcanzaron. Lo que no se alcanzó tiene que ver con todo lo que no se hizo para que el país efectivamente se desarrollara, desapareciera la pobreza y disminuyera la desigualdad, y eso, todo, tiene que ver con la ausencia de una política de desarrollo que habría implicado la consolidación de un Estado de derecho, la creación de un moderno sistema de seguridad pública y las concomitantes estrategias en materia de educación, salud y demás.

El TLC es un instrumento central para el desarrollo del país. Permitió despolitizar las decisiones empresariales, contribuyendo al desarrollo de empresas e industrias de clase y competitividad mundiales. Aunque está todavía lejos de beneficiar a todos los mexicanos, su éxito es tan abrumador que sus limitaciones acaban siendo intrascendentes en términos relativos. Pero el TLC no es, ni puede ser, un objetivo en sí mismo. El país requiere de una estrategia del desarrollo que lo asuma como uno de sus pilares, pero que vaya más allá: a la gobernanza, a la educación, a la infraestructura, a la seguridad, a la competitividad integral de la economía y de la población. En suma, a elevar la productividad general de la economía, pues sólo así se alcanzará el desarrollo. En ausencia de una estrategia de esa naturaleza acabaremos siendo un país perpetuamente dependiente de bajos salarios. Triste corolario para una institución tan visionaria y exitosa como ha probado ser el TLC.

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 REFORMA

14 enero 2024

 

 

Cruzar el abismo

Luis Rubio

“Puedes observar mucho solo sólo mirar” decía Yogi Berra, el gran ícono del baseball. Pocas cosas tan aleccionadoras como la forma en que se van conformando las campañas para la presidencia. Los tiempos de sucesión presidencial son momentos excepcionales en que se presentan dos procesos contrastantes: por un lado, se tensan todos los amarres políticos, exhibiendo las líneas de quiebre y las vulnerabilidades institucionales. Por otro lado, son intervalos en que se renueva la esperanza, especialmente de aquellos que aspiran a ser parte de un nuevo gobierno y quienes se encuentran enojados y marginados por el gobierno saliente. Tensión y esperanza son dos elementos potencialmente transformadores, pero sólo en la medida en que quien gane tenga la visión y templanza necesarias para trascender la inexorable mezquindad de la contienda para convertirse en una figura de Estado.

Pocos lo logran, pero es inmensa, al menos en potencia, la oportunidad para México en este tránsito de un gobierno fuerte pero dedicado a la polarización, hacia otro mucho más débil pero para el que las circunstancias podrían obligarlo a construir un nuevo andamiaje institucional. Todavía es demasiado temprano para llegar a conclusiones, pero nunca es tarde para especular sobre lo que podría ser.

En un momento de la película La vida de Brian, de Monty Python, los revolucionarios opuestos a los romanos se reúnen para urdir un plan para derrotarlos; ahí, un desesperado John Cleese pregunta, de manera retórica, “¿Qué han hecho los romanos por nosotros?” Muy rápido surge una gran cauda de respuestas por parte de la multitud. Consternado, Cleese replantea su pregunta: “Está bien, pero aparte del saneamiento, la medicina, la educación, el vino, el orden público, el riego, las carreteras, el sistema de agua y la salud pública, ¿qué han hecho los romanos por nosotros?” Los romanos, como algunas otras civilizaciones a lo largo de la historia, cambiaron al mundo y abrieron la puerta a una nueva era de desarrollo humano. No espero algo similar del próximo gobierno, pero hay una oportunidad única para cambiar la dirección del país hacia el desarrollo, quizá la primera vez en tres o cuatro décadas.

En términos llanos, una manera de plantear la oportunidad es preguntando: ¿cómo podemos pasar del régimen de los otros datos y “al diablo con sus instituciones” a un régimen caracterizado por una obsesión por el crecimiento y la construcción de un nuevo marco institucional con visión de futuro? Ambicioso, sin duda, pero las circunstancias en que será inaugurado el próximo gobierno podrían crear una oportunidad única para ello.

Después de un gobierno fuerte y polarizante llegará una presidenta -quienquiera que ella sea- en condiciones relativamente precarias. De materializarse las tendencias que hoy observamos, el país de octubre de 2024 (el momento de inauguración del nuevo gobierno) será muy distinto al de la narrativa presidencial de los últimos cinco años. En lugar de dineros abundantes para subsidiar a Pemex y nutrir a las clientelas morenistas, la presidenta se encontrará con un presupuesto agotado, un país enfrentado y un congreso muy diverso. Es decir, el mundo de AMLO habrá desaparecido y con ello la capacidad de imposición. La disyuntiva para la presidenta será muy simple: limitarse a tapar hoyos -puros parches- o negociar un nuevo esquema de relación política con el poder legislativo. Lo primero, la propensión natural de todos los gobiernos mexicanos, siempre es factible, pero el costo de seguir marginando a la mayoría de la población sería incremental. Por otro lado, será única la oportunidad de enfrentar, de manera concertada, problemas básicos de seguridad, federalismo y gobernanza, todos ellos clave para que todo el país comience a enfocarse hacia actividades de alta productividad, crecimiento, certeza y, en una palabra, futuro.

El gobierno actual ha apostado por la preservación de la pobreza como medio para asegurar votos en el presente y en el futuro. Un nuevo gobierno, menos fatuo y vano, debería enfocarse hacia la creación de condiciones para que el país entre en una era de acelerado crecimiento económico, quizá anclado en la circunstancia excepcional que ha producido el llamado nearshoring.

Como ilustra la experiencia de naciones como Corea, China, Estonia y Polonia, el crecimiento acelerado de la economía entraña la extraordinaria virtud de convertirse en el gran igualador, así como fuente de convergencia. Cuando una nación comienza a experimentar tasas elevadas de crecimiento, los grandes obstáculos, esos que implican costos políticos, disminuyen en relevancia en la medida en que la población comienza a ver beneficios y, sobre todo, a percibir la urgencia de sumarse al proceso, exigiendo soluciones a problemas de infraestructura, salud, educación y demás. Es decir, el crecimiento acelerado facilita el rompimiento de trabas al desarrollo económico, a la vez que crea condiciones, incluyendo financiamiento, para hacerlo posible.

El punto es que lo urgente es romper el círculo vicioso que vive el país en la actualidad y eso sólo será posible en la medida en que el nuevo gobierno cree condiciones para lograrlo. Las circunstancias en que llegará al poder lo harán factible. La pregunta es si aprovechará la oportunidad o perseverará en el bacheo inútil.

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 REFORMA
07 enero 2024

Educación

Luis Rubio

Nada es más importante para el desarrollo de un país que la educación. De hecho, algunas de las naciones que más rápido rompieron con el subdesarrollo fueron precisamente las que convirtieron a la educación en un vehículo para transformar a sus países de manera integral. En lugar de explotar recursos naturales, convirtieron a su principal activo, su población, en el recurso más importante. Eso explica el desarrollo de Corea y Taiwán, Singapur y China, naciones que, a través de una educación de excepcional calidad y con miras hacia el futuro de los educandos, han ido acercándose cada vez más al nivel de desarrollo y bienestar de los parangones de la civilización, como Noruega, Suecia y Finlandia.

Este año busqué citas y anécdotas sobre la educación para celebrar estos días de asueto.

La verdad sea […] que yo no he leído ninguna historia jamás…. ¡Desdichado de yo, que soy casado y no sé la primera letra del abecé! Pues a fe mía que no sé leer. Ni por pienso […], porque yo no sé leer ni escribir, puesto que sé firmar. Letras […], pocas tengo, porque no sé el abecé.

Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, 1605

Las raíces de la educación son amargas, pero el fruto es dulce

Aristóteles, c 330 a.C.

Hay una enorme diferencia entre conocimiento y educación

John Ruskin, 1853

Es tan imposible impedir la educación para la mente receptiva como es imposible imponerla a la que no razona

Agnes Rapplier, 1931

Lo obtenido en la juventud puede perdurar como caracteres grabados en piedras

Ibn Gabirol, hacia 1040

De la educación de la gente de este país depende el destino de este país.

Benjamín Disraeli, 1874

Nuestros poderes públicos ya están organizados: la libertad y la igualdad existen bajo la custodia de la ley todopoderosa; la propiedad ha recobrado sus verdaderos cimientos; y sin embargo la constitución parecería incompleta si no agregáramos, por fin, la educación pública. Sin duda, tenemos derecho a llamar a esto un poder, ya que abarca un orden distinto de funciones que mejora implacablemente el cuerpo político y nuestra prosperidad general.

Charles-Maurice de Talleyrand, 1791

Una buena educación no es tanto la que prepara a un hombre para triunfar en el mundo como la que le permite soportar el fracaso

Campana de Barnard Idding, 1950

Un título universitario es un certificado social, no una prueba de capacidad

Elbert Hubbard, 1911

Enseñar es aprender dos veces

Joseph Joubert S,  c 1805

Negar la educación a cualquier pueblo es uno de los mayores crímenes contra la naturaleza humana. Es negarles los medios de la libertad y la búsqueda legítima de la felicidad y derrotar el fin mismo de su ser.

Federico Douglas, 1894

Gran parte de la educación actual es monumentalmente ineficaz. Con demasiada frecuencia les damos flores cortadas a nuestros jóvenes cuando deberíamos enseñarles a cultivar sus propias plantas.

John W. Gardner, 1963

Las escuelas a las que vamos son reflejos de la sociedad que las creó. Nadie te va a dar la educación que necesitas para derrocarlos. Nadie te va a enseñar tu verdadera historia, enseñarte a tus verdaderos héroes, si saben que ese conocimiento te ayudará a liberarte.

Assata Shakur, 1987

Cuánto me ayudó leer esos discursos de Graco, no hace falta que lo diga, ya que tú lo sabrás mejor que nadie, eres tú quien me animó a leerlos, con ese cerebro tan docto y ese carácter tan amable tuyo. Que te vaya bien, mi más dulce maestro, mi más amoroso amigo. Voy a deberte todo lo que sepa de letras. No soy tan ingrata que no entiendo lo que me has dado, cuando me has enseñado tus propios cuadernos y cuando no dejas de llevarme cada día por el camino de la verdad y a “abrirme los ojos,” como dice la gente. Te amo como mereces ser amado.

Marco Aurelio a Marco Cornelio Fronto, c 152

México en ante penúltimo lugar en matemáticas; Japón en primero según prueba PISA

VanguardiaMX

México dejará de ser parte de la edición 2021 de PISA, con ello se pierde la fuente más detallada de información sobre los conocimientos y habilidades que alcanzan los alumnos mexicanos.

IMCO

La discusión que tuvo lugar a mediados de este año respecto a los nuevos libros de texto es trascendental porque contrasta, de manera brutal, con lo experimentado en las naciones que más rápido han visto crecer sus economías. La clave de la educación acaba siendo el reflejo de la concepción que caracteriza a la clase gobernante de cada nación y que se refleja en sus prioridades y presupuestos. Cuando el objetivo es la prosperidad, la educación cobra la función de transformar las capacidades de los educandos; cuando el objetivo es el control de las mentes, la educación acaba siendo un mero instrumento de sumisión.

Nosotros no [tomamos en cuenta la prueba PISA), porque esos parámetros se crearon en época del neoliberalismo, del predominio del periodo neoliberal.

Andrés Manuel López Obrador

El peor es el bárbaro educado: él sabe qué destruir.

Helen MacInnes, 1963

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  REFORMA
31 diciembre 2023

Mis lecturas

Luis Rubio

La desigualdad de oportunidades es uno de los grandes males de nuestro país, quizá el peor de todos. La noción bien arraigada en la mitología política de que cualquier mexicano puede imitar a Benito Juárez para llegar de un lugar rural remoto a la silla presidencial es claramente falsa, al menos para la abrumadora mayoría de la población. Raymundo M. Campos Vázquez* ha escrito un tratado sobre el tema, enfocándolo desde distintas perspectivas. Su argumento es claro y convincente: sin crear condiciones que permitan que cualquier mexicano tenga oportunidades similares de entrada, el país jamás resolverá sus problemas de crecimiento, desarrollo o seguridad. Aunque discrepo de algunas de las medidas específicas que propone, su propuesta central es indisputable: México requiere una burocracia profesional apartidista -un Estado que funcione- para atender este mal central para el desarrollo del país. Yo agregaría que un Estado de esa naturaleza resolvería no sólo eso sino mucho más.

No Blank Check, no hay cheque en blanco, un libro de Reeves y Rogowski, analiza la tradicional suspicacia que los estadounidenses tienen sobre el poder de su presidente. Los autores estudian tanto las limitantes constitucionales que encajonan a sus ejecutivos federales como las encuestas a lo largo del tiempo para determinar el grado de libertad o restricción con que cuentan los presidentes de ese país para actuar. La conclusión a la que llegan es que el electorado americano se preocupa más por los resultados que por los medios empleados para lograrlos, pero que, por encima de todo, le disgustan los presidentes que se van por la libre.

El mejor libro que leí este año, quizá el mejor de al menos una década, es The Tragic Mind, de Robert Kaplan. Se trata de una profunda reflexión sobre el orden, la anarquía y el liderazgo capaz de conducir a un país en condiciones siempre difíciles, donde las alternativas no son blanco y negro, pero las consecuencias de una mala decisión pueden ser trágicas. El valor del libro radica en su clarividencia: la importancia del conocimiento y la sabiduría en la toma de decisiones, que es lo que permite diferenciar lo que es posible de lo que no se puede lograr y lo que es alcanzable de lo que con facilidad conlleva al caos.

Yeonmi Park es una emigrante de Corea del norte que logró salir de su país pasando por las peores penurias hasta graduarse de la universidad de Columbia en Estados Unidos. Su libro, Mientras haya tiempo, describe la precariedad de la vida en su país natal, la brutalidad de las ambiciones de China y sus preocupaciones por la forma en que evolucionan las guerras culturales americanas, explicando cómo la nueva religión de género, equidad y lenguaje está envenenando la interacción entre las personas y a la política en general, al grado de comenzar a parecerse a su tierra natal. Se trata de una estrujante historia que vale la pena leer.

Por qué se colapsan los imperios es un gran libro que disputa los argumentos de Edward Gibbon (1776) sobre las causas del colapso de Roma. Según Heather y Rapley, Roma no tenía que haber acabado colapsada como ocurrió, sino que hubo una serie de decisiones que encaminaron hacia el colapso y, especialmente, acciones que se entendían pero que no se emprendieron para evitar que el imperio se erosionara en todas sus fronteras, como de hecho ocurrió. A partir de esa lectura, los autores comparan el devenir del oeste en las pasadas décadas y concluyen que el descenso es evidente, pero que se puede revertir si se atienden los males estructurales, sobre todo financieros y presupuestales que aquejan a las principales naciones occidentales y que, como en el caso de Roma, pudieran ser la causa última de su colapso. Se trata de un poderoso argumento, aunque los paralelos que establecen los autores no siempre parecen razonables.

En La revolución rusa, Victor Sebestyen cuenta la historia más descarnada, iconoclasta y hereje que me ha tocado leer de ese icónico evento. Comienza su descripción por la naturaleza del liderazgo del movimiento que llevó a la construcción de la sociedad que produciría al “nuevo hombre” para presentar una historia devastadora de destrucción, opresión y abuso que uno pudiera imaginar. Una historia bien contada que explica mucho de lo que hoy vive y padece el mundo.

Cuando en los ochenta China decidió abrir su economía e incorporarse en los circuitos comerciales internacionales, la expectativa en occidente era que avanzaría hacia una transición democrática. Eso ciertamente no ocurrió, pero como argumenta Bethany Allen en su libro “Beijing Rules,” China tenía su propio plan y optó por aplicarlo de manera sistemática desde el comienzo y, aunque esto se tornó evidente sólo décadas después, innumerables inversionistas en China y diplomáticos que vivieron aquel proceso lo observaron y comprendieron a cabalidad. El libro contiene una extraordinaria descripción de la forma de evolucionar de las decisiones que fueron dando forma al desarrollo de esa gran nación asiática.

Spinoza en el parque México, de Enrique Krauze, es un libro erudito y aleccionador que, a pesar de sus momentos de soberbia muestra una veta de México, del mundo y de la historia que no se debe desperdiciar.

¡Felices fiestas!

* Desigualdades. Por qué nos beneficia un país más igualitario

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Filosofías

Luis Rubio 

Dos filosofías del poder dividen al mundo: una busca su concentración para garantizar que el Estado cuente con facultades plenas para avanzar la igualdad y la que procura su descentralización para asegurar la libertad de la ciudadanía. La primera, originalmente articulada por Rousseau, es la favorita de gobiernos que buscan ponerse por encima de la ciudadanía: de ahí la noción de que el jefe del gobierno es el único representante del pueblo. Inevitablemente, estos gobiernos tienden a ser tiránicos. La segunda filosofía, articulada por John Locke, se orienta a construir contrapesos al poder para asegurar que sea imposible la consagración de un gobierno tiránico. Montesquieu formalizó esta filosofía con su planteamiento de una estructura de gobierno dividido (ejecutivo, legislativo y judicial), un sistema de equilibrios donde cada uno limita a los otros. Claramente, se trata de visiones explícitamente contradictorias.

En los últimos cien años, México ha ido evolucionando en su filosofía gobernante. En el periodo constituyente coexistieron posturas liberales, conservadores, autoritarias, sindicalistas, demócratas, anarquistas y todo lo demás, hasta que se logró un acuerdo en el documento constitucional que acabó siendo adoptado en 1917, mucho de cuyo contenido se derivó de la constitución liberal de 1857. En las siguientes décadas fue cobrando forma la visión centralizadora que caracterizó a la era cardenista y que se fue fortaleciendo en la medida en que el país avanzaba en su desarrollo económico. La movilización estudiantil de 1968 y luego el sismo de 1985 cimbraron al sistema político, dando origen a las disputas político-electorales de los ochenta y, de ahí, a la serie de reformas tanto económicas como políticas que sentaron las bases para una economía abierta y un sistema político que aspira a ser plenamente democrático.

Importante anotar que los cambios político-económicos de las últimas décadas, especialmente los políticos, no surgieron de un eje izquierda-derecha. En el ámbito político en particular, el reclamo democrático y la demanda por limitar al poder presidencial se originó en el movimiento estudiantil y fue secundado, en el tiempo, por el PAN, cuyo origen mismo fue una reacción a la consolidación del sistema priista.

La evolución filosófica ha sido extraordinaria y hubiera sido ingenuo suponer que no se presentaría una contrarrevolución como la que enarbola el presidente. Desde su inauguración en 2018, el actual gobierno se ha empeñado no sólo en concentrar el poder, sino en eliminar cualquier resquicio que impidiera o limitara el ejercicio del poder. La eliminación de instituciones, la inanición financiera de algunas y la neutralización de facto de otras (especialmente al no nombrar reemplazos cuando concluyen los plazos de sus integrantes, como en el INAI, la COFECE y ahora el Tribunal electoral) son todos ejemplos de un patrón que es fácil de discernir. La iniciativa presidencial de formalizar la eliminación de estos y otros organismos autónomos la justifica en términos de costo (son “onerosos” dijo el presidente), pero en realidad es producto de una visión del poder que excluye a la ciudadanía y privilegia el ejercicio irrestricto del poder por parte del presidente.

En la era soviética, muchos de cuyos chistes eran similares a los nuestros, se decía que la diferencia entre un gobierno autoritario y uno democrático era muy simple: en un sistema autoritario los políticos se burlan de la ciudadanía, en tanto que en un sistema democrático ocurre exactamente al revés. No es difícil entender la preferencia por un sistema autoritario en el que una persona sistemáticamente se dedica a excluir, descalificar, ignorar y atacar a todos aquellos que no se alinean con su visión del poder y de la vida.

Viendo hacia adelante hay dos factores que son trascendentes. El primero es cómo reaccionarán las dos candidatas ante la propuesta presidencial, revelando ahí sus preferencias y propensiones. ¿Se alinearán con la ciudadanía o con la tiranía? El segundo es respecto al congreso: ¿ejercerá su responsabilidad o seguirá sometido al poder, como si se tratara de un mero apéndice?

En 1997, cuando el PRI perdió por primera vez la mayoría absoluta en el congreso, la oposición se jactó de la nueva realidad (“juntos somos más que vos” le espetó Porfirio Muñoz Ledo al entonces presidente Zedillo), pero se dedicó a oponerse a toda iniciativa que viniera del ejecutivo. En lugar de contrapeso, el congreso mexicano entre 1997 y 2012 fue un muro de oposición casi irreductible. El congreso del sexenio de Peña sucumbió ante los billetes que compraban votos. El actual ha sido sumiso a más no poder.

La gran oportunidad comienza en septiembre y octubre de 2024, respectivamente. Ahí nacerá un nuevo congreso y un nuevo gobierno. Luego de experiencias variopintas de alternancia, estilos presidenciales y un patético desempeño en general, la oportunidad es única para construir un efectivo sistema de contrapesos dedicado a cogobernar: construir un nuevo andamiaje que goce de plena legitimidad, sustentado en tres poderes dedicados a hacer valer sus funciones y cumplir sus responsabilidades. En otras palabras, salir del ocaso en que estamos para entrar en un nuevo estadio de desarrollo.

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 REFORMA
17 diciembre 2023

Brújula

 Luis Rubio

La brújula no ha sido el fuerte de la mayoría de nuestros gobiernos, ciertamente no en la era contemporánea. Pero algunos, como el actual, se vuelan la barda. Desde el fin de la Revolución, hace más de cien años, no hubo un solo gobierno que no haya planteado al crecimiento económico como su objetivo central: unos lo lograron, otros fallaron, pero todos tuvieron el objetivo de elevar los niveles de vida y acelerar la movilidad social. Algunos fueron pragmáticos, otros ideológicos; unos profundos y claros de propósito, otros frívolos y superficiales. Algunos se distinguieron por el empleo de técnicos competentes, otros los despreciaron; algunos fueron (más) corruptos, otros extraordinariamente ambiciosos, pero todos intentaron elevar el producto per cápita de la población. Esto es, todos, excepto el actual. Este gobierno prefirió apostar por la lealtad que le confiere la preservación de la pobreza.

El punto de partida del actual gobierno ha sido que hay que atacar las causas de los síntomas: la desigualdad, la pobreza, la corrupción y la violencia, todos estos síntomas de los problemas estructurales que aquejan a nuestra sociedad. Pero el gobierno optó por cambiar la lógica: nunca se planteó resolver o al menos atacar esas causas, solo los síntomas, que tampoco se han atacado, pero ese es otro asunto. Ahora, en la parte menguante del sexenio, queda el entorno internacional, que igual puede ser benigno que lleno de nubarrones, para lo cual el gobierno nunca se preparó.

Es en esos momentos de transición política que comienzan las discusiones sobre la “viabilidad” del país. Los desajustes -los nuevos y los de siempre- se van acumulando y las preocupaciones crecen: los precios, los empleos, los ingresos, los asaltos, el derecho de piso. Todos y cada uno de estos elementos se apilan creando un ambiente de incertidumbre, el mayor riesgo que cualquier sociedad puede enfrentar, especialmente en momentos de sucesión presidencial.

El momento no es similar al que precedieron a las crisis de las últimas décadas del siglo pasado. México hoy tiene una planta manufacturera destinada a la exportación que constituye el principal motor de la economía y que permite una situación cómoda en materia de balanza de pagos, la principal debilidad en aquellas épocas. Por su parte, las finanzas públicas, aunque en deterioro, no se encuentran en situación catastrófica. Además, no poca cosa, el ingreso real de la población se ha elevado. En una palabra, los gérmenes de las crisis de los setenta a los noventa no están ahí.

Lo que sí está presente es un país que se desintegra ante la incesante violencia y dos realidades dramáticamente contrastantes en el mundo de la economía: el México que está asociado a las exportaciones y el resto. El primero vive en un entorno de certidumbre relativa, productividad y oportunidades crecientes; el segundo depende del primero, pero vive en la incertidumbre, pobreza y corrupción. El presidente López Obrador tenía todas las cartas y habilidades para cerrar esa brecha, pero optó por profundizarla y agudizarla, todo con el objeto de desarrollar una base social dependiente de sus migajas en la forma de transferencias en efectivo y que inexorablemente implican la preservación de la pobreza.

Si algo demuestran los cien años que precedieron al gobierno actual -desde el fin de la Revolución- es precisamente eso que denuesta el presidente de manera sistemática: el deseo de progreso, la aspiración por mejorar y desarrollarse de toda la población. En lo que fallaron (casi) todos esos gobiernos anteriores y que el actual nada ha hecho nada por cambiar es en la falta de instrumentos con que cuenta la población para materializar sus deseos y aspiraciones. Gobiernos van y vienen, pero las causas del lento progreso y de algunas de sus indeseables consecuencias, esas de las que habla tanto el presidente, no se atienden.

La historia de malos gobiernos no nació hoy. En lugar de abocarse a atender las necesidades ciudadanas y crear condiciones para su progreso, nuestra historia está plagada de gobiernos que ignoraron su responsabilidad para crear condiciones para el desarrollo. Nada ilustra esto mejor que el fracaso en construir un sistema efectivo de seguridad (antes producto del peso abrumador del gobierno federal, no de la existencia de un sistema de seguridad funcional), o de la educación, que nunca se concibió como medio para la movilidad social, sino para el control político. ¿Cómo puede tener viabilidad un país cuyas estructuras están enfocadas a otros propósitos? Peor cuando el objetivo es expresamente la preservación de la pobreza, no el desarrollo.

Por supuesto que ha habido presidentes y funcionarios probos dedicados a atender estos fenómenos, pero lo que cuenta no es el momento en que actuaron o sus intenciones, sino el resultado final, ese que determina la calidad de vida de la población. También, es claro que la naturaleza de estos problemas es compleja y que no se pueden resolver de inmediato, pero igual de claro es el hecho que siempre es más fácil la retórica que la acción.

Todo esto recuerda las palabras de Bevan, el líder laborista británico: “esta isla está hecha de carbón y rodeada por peces. Sólo un genio organizacional pudo producir escasez de carbón y de peces al mismo tiempo.”

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REFORMA

10 diciembre 2023

Unidad vs. unanimidad

 Luis Rubio

El mundo vive una era de animosidad y México no es la excepción. La estrategia presidencial de dividir y polarizar ha sido utilizada por líderes alrededor del mundo en esta era de convulsiones, como muestra Trump, Narendra Modi en India, Bolsonaro en Brasil y Orban en Hungría. Algunos líderes han sido más sutiles en sus formas, menos estridentes, pero igualmente divisivos en sus estrategias, como Obama. El punto es que, en la última década, la polarización se convirtió en un instrumento para hacer política. Todo en el espacio público mexicano -la presidencia, el congreso, la Corte y los procesos electorales- adquirió dimensiones calamitosas como si en cada voto, decisión o fallo se jugara el futuro del país. La pregunta que me parece pertinente es si, a la luz de la próxima justa electoral, el país puede retornar a un esquema de unidad, que no es lo mismo que unanimidad.

El punto de partida es que México no es un país homogéneo o igualitario donde las diferencias sociales, económicas, políticas o culturales sean menores. Al revés, la sociedad mexicana ha evolucionado hacia una creciente diversidad que, por cierto, no es nueva, pues desde antaño se hablaba del mosaico que nos caracteriza, es decir, diferencias, divisiones y perspectivas encontradas. Si uno observa al mundo, lo natural es la existencia de heterogeneidad en todos los órdenes de una sociedad. Es decir, el desacuerdo sobre asuntos fundamentales para el desarrollo y el futuro es inherente e inevitable en una sociedad libre. Por eso la pregunta sobre la posibilidad de lograr acuerdos sobre el futuro es relevante.

Pierre Manent* argumenta que en una sociedad libre y, por lo tanto, diversa, la unidad no implica pensar igual; la unidad significa actuar de manera conjunta. Manent sugiere que las naciones cuentan con anclas comunes que las definen en términos de nacionalidad, historia y fundamentos culturales, todo lo cual implica que no se trata de enemigos a muerte, sino de personas que, simple y llanamente, piensan distinto y que, por lo tanto, la labor política debe consistir en encontrar los espacios bajo los cuales todos pueden participar sin que ello implique coincidir en todo. Bajo esta premisa, un liderazgo eficaz procuraría sumar esfuerzos más que imponer una visión particular.

Desafortunadamente, la política mexicana se ha polarizado por muchos años, situación que se ha exacerbado en este gobierno, esencialmente porque todo se ha organizado y estructurado, de manera intencional o no, en torno a los desacuerdos que existen, más que en las coincidencias. Esto que es intrínseco a los procesos de competencia política no contribuye a la construcción de acuerdos en épocas no electorales y mucho menos cuando el objetivo expreso es el de agudizar las divisiones.

En un sistema de poder tan concentrado como el mexicano, el liderazgo acaba siendo crucial. Un buen líder puede contribuir a resolver problemas y allanar el camino para el desarrollo, en tanto que uno negativo puede minar las fuentes de crecimiento y limitar la viabilidad de largo plazo del país. Es esa concentración de poder la que mantiene a México en un vilo permanente: todo acaba dependiendo de la persona en la oficina de la presidencia. Incluso un gran liderazgo que prueba ser benigno pero que no contribuye a institucionalizar ese poder y a crear condiciones para la unidad en el sentido mencionado anteriormente, acaba siendo insuficiente para realmente atender los enormes desafíos que enfrenta el país.

En suma, los mexicanos tenemos dos retos muy distintos pero complementarios: uno es el de crear condiciones para que se sumen los esfuerzos de toda la sociedad en aras de avanzar hacia un mayor desarrollo y, en el ámbito político, paz y estabilidad. El otro es el de ir institucionalizando el poder a fin consolidar los esfuerzos del conjunto de la sociedad. Se trata de dos canales distintos, pero que se suman y acaban en el mismo lugar: la capacidad y disposición del liderazgo a actuar en ambos frentes.

Lo común, o al menos frecuente, en nuestra historia es que los presidentes se aboquen a sumar esfuerzos a fin de que el país prospere. Esto ha sido particularmente palpable en las últimas tres décadas en que se intentó crear mecanismos generales donde todo aquel que cupiera -ciudadanos en el ámbito electoral, empresarios en el ámbito de la inversión, sindicatos en el espacio laboral y políticos en el entorno legislativo- pudiesen desempeñar sus funciones sin tener que recurrir a favores o permisos a cada vuelta. El gobierno actual ha retornado al control de todos los procesos, no siempre con éxito, pero el hecho de intentarlo ha tenido el efecto de limitar el potencial de desarrollo.

Lo que el país requiere es moverse hacia el siguiente estadio: no sólo reglas generales, sino cada vez más institucionalizadas y con mecanismos que trasciendan la capacidad de un presidente, incluso de quien las promueva, para alterarlas a su antojo. Philip Wallach** dice que el propósito de un gobierno de mayoría debe consistir en “domesticar la fuerza bruta hacia una forma más gentil” de política. Gane quien gane en 2024, el país requiere un gobierno distinto, apropiado al siglo XXI y a las circunstancias, como el nearshoring, que sólo se dan una vez en la historia.

*Democracy Without Nations? **Why Congress

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EN REFORMA

 

03 diciembre 2023

¿Más de lo mismo?

Luis Rubio

Según Simón Kuznets, hay cuatro tipos de países en el mundo: desarrollados, subdesarrollados, Japón y Argentina. Argentina lleva décadas, casi un siglo, desafiando la gravedad: a excepción de unos pequeños momentos de euforia, su economía ha ido de mal en peor por tanto tiempo que este economista galardonado con el Nóbel acabó creando una categoría especial para esa nación que fue la segunda más rica del mundo al inicio del siglo XX para hoy tener más de 40% de su población viviendo por debajo de la línea de la pobreza. Independientemente del proyecto económico y, en general, de gobierno que llegue a implementar el hoy presidente electo Javier Milei, para al menos el 56% de los votantes la situación había llegado a ser tan intolerable que cualquier alternativa parecía mejor.

No se requiere ser un genio para apreciar la desazón de los argentinos. En términos conceptuales, el problema de Argentina es muy obvio: a lo largo de ocho décadas construyeron un conjunto de programas sociales que entrañan un gasto creciente, a la vez que facilitan, y de hecho premian, el desempleo. La cantidad y diversidad de esquemas “de apoyo” es inverosímil: pensiones, transferencias por número de hijos, retiro con sueldo completo con muy pocos años de trabajo y una gran variedad de prestaciones. Juan Domingo Perón, presidente en los cuarenta, creó y pudo financiar sus transferencias (que buscaban lealtad) y nacionalizaciones por la enorme riqueza que esa nación acumuló durante la segunda guerra mundial, pero tan pronto se desvaneció, todo se vino abajo: la primera gran crisis fiscal ocurrió al inicio de los cincuenta. Nunca ha habido capacidad o disposición para enfrentar la realidad fiscal: los programas permanecen, se amplían y multiplican, pero no así el ingreso para pagarlos.

El costo fiscal se eleva de manera sistemática, de hecho exponencial, todo lo cual se ha estado financiando con emisión monetaria, lo que mantiene al país, sobre todo en estos últimos años, permanentemente al borde de la hiperinflación. La inflación que caracteriza al país es estructural: las transferencias se han convertido en derechos adquiridos que cobran vida propia y se convierten en factores políticos intocables.

La noción de forzar una solución a través de un mecanismo monetario no es nueva. En los noventa Menem creó la llamada convertibilidad que equiparaba al peso argentino con el dólar uno a uno. La teoría de aquel proyecto era que el costo de romper la convertibilidad sería tan elevado que eso forzaría a los políticos a enfrentar las realidades fiscales. Sin embargo, el problema no se encaró, el gasto siguió creciendo como siempre y ocurrió lo inevitable: el proyecto se colapsó con el llamado “corralito” al inicio de este siglo, donde la mayor parte de la población perdió todos sus ahorros a la vez que se produjo una virtual depresión.

Milei tiene dos características: una es su excentricidad y retórica, que lo asemeja a Trump. Pero el parecido es de forma, porque su equipo económico no es proteccionista. Según Milei, que pretende achicar al gobierno de manera drástica, el problema no reside exclusivamente en el gasto social sino en una burocracia encumbrada que impide resolverlo.

La otra característica es un programa de choque monetario ya no con convertibilidad peso-dólar, sino con la adopción del dólar como moneda. Acoger al dólar implica que el gasto sólo puede aumentar en la medida en que crece el número de dólares en la economía, lo que ocurre ya sea por exportaciones, inversiones del exterior o el crecimiento normal de la base monetaria americana. En la práctica, adoptar al dólar implica un freno inmediato a la economía, pues todo se tiene que ajustar a los dólares disponibles. Como Argentina está en default frente al FMI, los bonistas y la banca privada, el proyecto, si es que lo llega a implementar (dado que no cuenta con mayoría en el congreso), implicaría crear un efecto de olla de presión: no hay dinero, pero las demandas de gasto siguen constantes. El conflicto está cantado.

Según los economistas detrás de Milei, la recesión sería breve porque hay muchos dólares en manos privadas y Argentina podría elevar sus exportaciones de carne, granos, petróleo, gas y similares tan pronto se eliminen los impuestos que hoy lo impiden. Tiene lógica, pero esto sólo cubre una parte del problema. El otro problema es que el gasto deficitario es estructural por los programas sociales. Si el gobierno efectivamente se apega al proyecto monetario que propone, tendría que recortar ese gasto de inmediato y de manera brutal. El tiempo dirá si los votantes entienden las implicaciones de lo que votaron, pero lo que viene no va a ser agradable, por necesario que pudiera ser.

Desde México, cuyo gobierno hizo todo lo posible por apoyar al candidato peronista perdedor, el mensaje es muy claro: tarde o temprano la población se rebela contra lo que considera intolerable. Aunque es obvio que México no enfrenta una situación crítica como la de Argentina, la noción de que más de lo mismo sería aceptable para el electorado es por demás dudosa. Las dos candidatas tienen mucho que aprender de lo ocurrido en Argentina: una para proponer algo distinto, pero razonable y la otra para no dejarse llevar por la idea de que todo está bien.

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 REFORMA
26 noviembre 2023

 

 

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Incertidumbres

Luis Rubio

Cuando uno lee las novelas de Kafka -el proceso, el castillo, la metamorfosis- no hay forma de evitar la sensación de turbación y fascinación al trascurrir esos laberintos de miedo, ansiedad, incertidumbre, ironía y, siempre presente, el lacerante humor. Quien lea las páginas de los periódicos nacionales o se atreva a ver las mañaneras presidenciales no podría más que concluir que Kafka vive y radica en nuestro país.

México es un caso clínico, en ocasiones patológico, en otros excepcionalmente saludable. Ambas realidades conviven en todos los ámbitos: regiones pacíficas y zonas violentas; economía pujante en algunas comarcas y depresión en otras; escolaridad ascendente y agudo analfabetismo; riqueza sonora y pobreza punzante. México es un mosaico cultural pero también una colección de contrastes benignos y malignos. Lo que funciona en algunas regiones es rechazado en otras, y viceversa. La diversidad es impactante, pero también lo son las disparidades. México es una cosa y la otra, todo al mismo tiempo.

En esta temporada de competencia electoral es fácil caer en frases simples para explicar circunstancias por demás complejas donde por más que quiera un aspirante a gobernar no siempre caben las soluciones que surgen a botepronto. La diversidad, disparidad, desigualdad y complejidad de México tiene que ser atendida con estrategias idóneas no para cada una de estas, sino para el conjunto, pero sin desdeñar la necesidad de crear condiciones para que esas diferencias puedan encontrar cauce de salida. Es igual de ingenuo pretender que lo que constituye una solución para una problemática en Sonora va a funcionar en Chiapas que desarrollar programas específicos para cada situación. Gobernar implica encontrar el justo medio entre lo general y lo particular, punto sumamente difícil de lograr.

La primera gran disquisición tiene que ser de carácter filosófico: pretender controlar todos los procesos o crear condiciones para que cada mexicano encuentre las oportunidades que le son posibles. El primer camino, nuestra historia lo muestra, nos lleva directo al cadalso. El segundo, debidamente estructurado, obliga al gobierno a resolver problemas al tiempo que facilita que la ciudadanía sea productiva y haga suyo el proceso. Resolver problemas para que el progreso sea posible es el camino más directamente conducente al desarrollo.

Pero resolver problemas no es un objetivo sencillo. Los problemas de México son vastos y complejos, pero no son novedosos. Al menos desde Andrés Molina Enríquez en su libro “los grandes problemas nacionales” publicado hace un siglo, es claro que México enfrenta una caterva de circunstancias, como desigualdad y pobreza, que no han sido resueltas. Los pasados cien años son testigos de una diversidad de intentos, igual limitados que ambiciosos, por lidiar con estos problemas, pero el resultado, en conjunto, no es especialmente encomiable. El gobierno actual intentó una nueva versión de lo mismo -carretonadas de dinero- sin que el país tenga mejor posibilidad de avanzar. Me pregunto si no será tiempo de comenzar a otear un futuro distinto.

Ahora que nos encontramos ante un cambio de gobierno, sería deseable procurar nuevas maneras de enfrentar las diversas problemáticas que enfrenta el país, a la vez que se apoyan los factores que ya están encarrilados o que pueden funcionar casi por sí mismos. No hay soluciones perfectas ni unívocas, pero sí hay muchas cosas que se sabe que funcionan, en tanto que hay otras que ameritan nuevas maneras de pensar y actuar. La disyuntiva es muy clara: pretender controlar lo incontrolable dada la diversidad y dispersión de la población y la economía o focalizar los esfuerzos y recursos hacia los espacios y poblaciones más susceptibles de transformarse para sumarse al desarrollo.

Los problemas que enfrenta México, como los de otras latitudes, no son incorregibles; en términos técnicos, todo tiene solución. Los problemas son, en el fondo, políticos, porque responden a intereses, ideologías, culturas o preferencias que nada tienen que ver con la naturaleza técnica de la situación. Son esos factores los que diferencian a las naciones en la manera en que encaran, o no enfrentan, sus problemas. Esas diferencias son también los factores que generan certidumbre o incertidumbre.

Visto desde esta perspectiva, la pregunta pertinente sería ¿cuál es la mejor manera de avanzar un proyecto de desarrollo de largo plazo que además arroje beneficios tangibles en el corto plazo, especialmente en rubros como pobreza, ingreso y crecimiento? Esta pregunta evidentemente supone que el desarrollo es el objetivo, algo que no se puede decir de la administración saliente, pero que sin duda permea el discurso de quienes aspiran a encabezar el próximo gobierno. En este contexto, no sería impertinente preguntar, por ejemplo, si los ataques, burlas y estrategias dedicadas a polarizar por el hecho mismo de hacerlo contribuyen a ese propósito. La polarización empata con un gobierno para el que el desarrollo es más un problema que un objetivo, pero no así para el que desea promoverlo.

En el corazón del dilema que enfrenta México en la próxima elección yace un factor crucial, que es el para qué del gobierno: ¿controlar o promover? ¿generar certidumbre o desconfianza? En esas disyuntivas nos jugamos el futuro.

 

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 REFORMA

19 noviembre 2023