Luis Rubio
Parafraseando a Albert Camus en su discurso al recibir el premio Nóbel, “todos los gobiernos sin duda se sienten destinados a cambiar el mundo.” Pocos lo logran. Tan pronto concluyen su mandato, comienzan las reverberaciones: lo que quedó inconcluso, lo que no se hizo, lo que se hizo mal. O peor. En la era postrevolucionaria mexicana la respuesta natural fue la de corregir el rumbo en lo que acabó denominándose la “teoría del péndulo:” un gobierno se movía en una dirección, el siguiente corregía el camino en el sentido opuesto. Esta manera de funcionar cambió a partir de los ochenta en que el país optó por incorporarse en los circuitos tecnológicos, financieros y comerciales del mundo en aras de lograr una estabilidad duradera. Desde 2018 el gobierno ha intentado obviar aquel objetivo, lo que ha recreado el riesgo de un movimiento pendular. ¿Dónde quedó la bolita?
Contrario a lo que usualmente se piensa (y se insiste en la narrativa diaria) entre los ochenta y 2018 hubo menos continuidad de lo aparente y ciertamente no hubo una estrategia consistente a lo largo del periodo. Luego de un inicio claro y con visión estratégica, siguió una aceptación, a veces renuente, de la falta de alternativas en materia de política económica, lo que se tradujo en una serie de políticas inconexas, frecuentemente inconsistentes, pero que avanzaban en la misma dirección. El objetivo formal era la incorporación de México en la economía global y cada acción de los gobiernos de esa era intentó avanzar en algunos frentes o corregir deficiencias que hacían difícil el camino, pero nunca hubo un proyecto de desarrollo integral o consistente.
Las carencias y ausencias que se dieron en ese periodo son de todos conocidas porque se insiste sobre ellos de manera irredenta en el discurso público. Lo que no se reconoce, porque sería equivalente a cometer una herejía, es que los problemas de México no son producto de lo que se hizo (aunque sin duda hubo errores), sino de lo que no se hizo. Claudio Lomnitz describió el corazón del problema en un artículo en Nexos hace un año cuyo subtítulo lo dice todo: “La ínsula de los derechos y el mar de la extorsión.” Según Lomnitz, las reformas de los ochenta y noventa crearon un espacio donde existían reglas del juego y hacia donde se dedicaron recursos tanto en la forma de infraestructura como de capacidad gubernamental (una semblanza de transparencia y legalidad), pero en lugar de ampliar ese espacio para toda la sociedad y territorio, el gobierno abandonó a su suerte al mexicano que no cabía en el primer espacio y es ahí donde el país se colapsó en un mar de violencia, ausencia de justicia y extorsión.
La paradoja del gobierno actual es que no ha incidido de manera favorable en ninguna de las carencias o ausencias que identificó (y con las que ganó la presidencia) sino que, en todo caso, las ha acentuado si no es que extremado. Aunque ha habido un significativo avance en materia del ingreso disponible de la población, los retrocesos en materia institucional y de democracia son patentes y pueden acabar destruyendo lo anterior. Contra lo esperable y a pesar de la popularidad del presidente, el país es hoy más desigual y menos próspero.
Por cinco años, el gobierno actual cuidó las finanzas públicas y se benefició tanto de las reformas de las décadas previas que tanto denuesta como de la creciente “independencia” del tipo de cambio respecto a las finanzas gubernamentales. Pero el inicio del año electoral cambió el panorama: un gran déficit amenaza la estabilidad fiscal, se presentó una retahíla de propuestas constitucionales que cambiaría el panorama político e institucional y dejaría al país en una situación de crisis prolongada, quizá similar a la de los ochenta. Como dice el dicho, cuando un líder siembra vientos, cosecha tempestades: nada está escrito respecto a la popularidad del presidente, a la estabilidad cambiaria o a la elección misma.
En contraste con sus predecesores, el presidente tuvo la oportunidad de afectar intereses profundamente arraigados en diversos ámbitos de la sociedad mexicana que han sido exitosos en impedir la adopción de políticas mucho más agresivas en materia de justicia, equidad, distribución de los recursos públicos e infraestructura, pero optó por dormirse en sus laureles, como si la mera presencia de un presidente poderoso cambiaría la historia. El que pudo ser el gran constructor del futuro, lo hizo más difícil y saturado de incertidumbres.
El próximo primero de octubre, día en que se inaugurará el próximo gobierno, el país se encontrará ante un panorama sombrío, con una sociedad dividida y una economía mucho menos pujante de lo posible y, sobre todo muy poco productiva, donde sigue proliferando tanto la pobreza como la desigualdad regional. Quien asuma la presidencia ese día se encontrará con enormes carencias y el grandísimo reto de corregir el rumbo, para cuya consecución requerirá del apoyo de la sociedad mexicana. Su primera decisión, desde el mismo discurso inaugural, tendrá que ser relativa a si procurará sumar a toda la sociedad mexicana en un proyecto común o si procederá a acentuar las divisiones.
Gane quien gane, su verdadero dilema será en cómo salir del hoyo en que el gobierno saliente habrá dejado al país y cómo quitarse al protagonista de encima.
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REFORMA
11 febrero 2024