INFOLATAM – Por LUIS RUBIO
(Especial Infolatam).- El primer año de la presidencia de Enrique Peña Nieto ha sido todo lo que sus partidarios y detractores anticipaban. Como preveían sus partidarios, el gobierno ha sido eficaz, ordenado y disciplinado. Existe un objetivo claro, se han reconstruido y afianzado las estructuras de control, los gobernadores se han replegado, los partidos de oposición juegan con el gobierno y la agenda legislativa avanza.
Como anticipaban sus detractores, el orden no es equivalente a contar con un plan, la inexperiencia se ha traducido en un pésimo desempeño económico, la inseguridad va en ascenso, la popularidad del gobierno va a la baja y las promesas de mantener la estabilidad financiera y eliminar los obstáculos al crecimiento del país se desvanecen en el aire.
El punto de partida del hoy gobierno fue simple y contundente: el país no ha estado avanzando, la economía exhibe un muy pobre desempeño, la pobreza no ha aminorado y las estructuras políticas no responden a las necesidades del país ni resuelven sus problemas. En una palabra, el país está a la deriva decía el entonces candidato y para alterar ese curso se requiere un gobierno eficaz. Comparta uno la estrategia adoptada o no, nadie podría disputar la esencia del diagnóstico.
Lo significativo no es el diagnóstico sino el hecho de que, más allá de indicadores generales de los que se desprenden las afirmaciones del párrafo anterior, la propuesta de solución, la estrategia que se ha seguido a lo largo de este primer año de gobierno, no responde a un análisis específico de lo existente, un cálculo de las variables económicas o sociales, o un análisis de la dinámica que caracteriza al país en general y a cada uno de sus componentes, sino que es producto de la comparación de la forma en que operaba el país “cuando sí funcionaba” con la situación actual.
La comparación relevante que encuentra el hoy gobierno, no sorprendente dada la biografía personal del presidente y de su estado de origen, es con la era del desarrollo estabilizador, específicamente con el presidenteAdolfo López Mateos (1958-1964). Lo aparente de aquella época es elocuente: orden, altas tasa de crecimiento económico, poco conflicto político y un gobierno con las capacidades necesarias para conducir los destinos del país y actuar frente a sus desafíos.
Mi lectura es que el proyecto del gobierno surgió de esa concepción y su estrategia reside en la reconstrucción de las estructuras y características de antaño con el objetivo de convertir al presidente en el corazón del Estado y al gobierno en el factótum del desarrollo económico. Es decir, se trata de una respuesta política –de poder- a la problemática que experimenta el país en todos los frentes, factor que quizá explique tanto el énfasis en los asuntos de poder como la ausencia de iniciativas concretas en asuntos que abruman a la población como la seguridad pública, la justicia, el abuso burocrático y el pésimo desempeño del gasto público que se ejerce en todo el sistema en general.
Con esa lógica, la primera etapa del gobierno consistió en establecer un sentido de orden, una jerarquía de autoridad y una presidencia fuerte por encima de los conflictos cotidianos. Para avanzar el proyecto se hizo un uso excepcionalmente diestro de la comunicación, se emprendieron iniciativas que van desde la implantación de la forma como un elemento de fondo en las relaciones políticas (quizá el mejor ejemplo de lo cual haya sido el extraordinario cuidado con que se organizó la ceremonia de inauguración) hasta la detención de la líder magisterial y la construcción del llamado Pacto por México.
El gobierno se abocó a establecerse como el corazón político del país, a imponer condiciones de interlocución, limitar a los llamados “poderes fácticos”, cancelar conductos de comunicación alternos, estipular reglas a las empresas grandes, marcar distancia respecto al gobierno estadounidense y algunas de sus agencias y, en general, ponerse por encima de los intereses que, en el diagnóstico gubernamental, habían crecido en poder a expensas del Estado.
La estrategia se desdobla con ese mismo criterio de poder en cada una de las áreas de actividad gubernamental. En el caso de la economía, el instrumento prioritario es el gasto, razón por la cual el imperativo categórico para el gobierno residía en incrementar la recaudación fiscal y reducir el gasto disponible de los consumidores y de las empresas. En una palabra, el proyecto de desarrollo es el gobierno. Se trata de un cambio de modelo que se fundamenta en una estrategia de poder como medio para lograr el desarrollo. El nuevo modelo es político más que económico y la apuesta consiste en que sus beneficios se traducirán en una mayor tasa de crecimiento de la economía que los logrados en las décadas pasadas.
Luego de casi dos décadas de parálisis en materia de reformas relevantes, este primer año ha sido especialmente significativo por la obsesión por avanzar una ambiciosa agenda en temas sustantivos susceptibles de afectar intereses. Por años se habló de reformas en temas como el laboral, educativo, telecomunicaciones, energético y hacendario. En todos ellos, el gobierno hizo una propuesta de reforma, casi todas involucrando enmiendas constitucionales, negoció con los partidos de oposición y avanzó en su aprobación. En términos formales, el resultado es impecable. Lo único que falta para 2014 es la ley reglamentaria en materia energética, para la cual la coalición gobernante tiene suficientes votos para su aprobación.
El problema reside en la calidad, en el contenido de las reformas y, por supuesto, su implementación. Por lo que concierne al contenido de las reformas, el gobierno hizo suya la noción de que el problema era la ausencia de reformas y no el fondo de las mismas. Lo importante era ponerle palomita a la lista de reformas requeridas y la realidad se vería transformada como por arte de magia. Si uno observa el contenido de varias de las reformas ya aprobadas, no es mucho lo que se puede esperar y eso suponiendo que se implementen de manera integral.
La reforma laboral no constituye un cambio radical. La reforma educativa representa un avance, pero no tan profundo como sus proponentes sugieren y todavía está por verse si puede ser implementada. La llamada reforma hacendaria acabó siendo una gran miscelánea fiscal sin más coherencia que la de financiar, con déficit y deuda pública adicional, un presupuesto exacerbado. La reforma de las telecomunicaciones parece estar acabando en un nuevo arreglo entre los poderes fácticos en la materia. La reforma energética está inconclusa y, aunque es con mucho la más promisoria, en este momento es imposible saber si el contenido de las leyes secundarias atraerá la ansiada inversión. En cualquier caso, lo que es evidente es que no existe conexión entre las diversas reformas: lo importante no era remover obstáculos al crecimiento e incrementar la productividad sino palomear la lista.
Pasada la aprobación de las leyes secundarias en materia de energía vendrá el proceso de implementación. Ahí es donde se pondrán a prueba tanto los objetivos profundos de la administración como su capacidad de operación política. Algunos asuntos son relativamente simples de trasladar y traducir de la reforma legal a la realidad concreta: lo laboral seguirá viviendo las contradicciones históricas entre la legislación vigente y la práctica cotidiana; en telecomunicaciones la propia ley ya es producto de arreglos entre los actores del sector. Persistirán las disputas en materia educativa, donde la clave reside en separar los asuntos académicos de los laborales. El gran conflicto que se avecina es el de la energía donde, además del pleito político, chocarán los intereses internos de los monstruos burocráticos de Pemex y CFE -sus burocracias, sindicatos, contratistas- que por décadas han depredado y expoliado sin límite alguno.
El año ha sido impactante tanto por el impresionante avance legislativo como por la inexperiencia del gobierno y su pretensión de imponer su visión sobre la realidad. No me cabe duda que en los próximos meses veremos un choque entre estos dos vectores. Sólo queda confiar en que habrá la flexibilidad de adaptar los objetivos a la realidad y no al revés.