- América Economía – Luis Rubio
En una conferencia sobre el futuro del Medio Oriente me encontré una respuesta a uno de nuestros dilemas. Se trata de una región por demás compleja, donde los temas religiosos, políticos, territoriales y geopolíticos se traslapan y son absolutamente contenciosos. En una de las presentaciones, un participante de Qatar resumió su perspectiva así: “en la reciente comparecencia del nominado secretario de defensa estadounidense, Chuck Hagel, se mencionó más veces a Irán, Israel y China que a Canadá o México. De hecho, estos países no fueron mencionados una sola vez”. El comentario pretendía mostrar la importancia de la región para EE.UU., pero la discusión me hizo meditar sobre las implicaciones de esa afirmación para nosotros: ¿es bueno o malo? En todo caso, ¿cuál es su consecuencia?
Si uno recuerda, a lo largo de la campaña presidencial estadounidense del 2012, no fue infrecuente la queja de que México no se mencionó en los debates entre candidatos, discursos de campaña o de inauguración del presidente Obama. De manera subyacente, se lee la ausencia de mención de México como desprecio, como que no les importamos. Esa manera de leer el discurso político entraña la expectativa de que de ellos dependen las soluciones a nuestros problemas o que su poder es tanto que no podemos hacer nada sin su anuencia.
México no es un tema que genere discordancia entre los partidos políticos o que amerite discusiones y polémicas interminables. Lo anterior no quiere decir que les plazca nuestra situación, sólo que no hay polémica al respecto. Puesto en otros términos, es mucho mejor que no se nos mencione a que se nos equipare con Corea del Norte o Irán, por mencionar dos casos obvios.
Mi perspectiva es otra. La ausencia de mención implica que México no es un tema contencioso en su lectura y diagnóstico, y menos cuando se le compara con lo que ocurre en el resto del mundo. México no es un tema que genere discordancia entre los partidos políticos o que amerite discusiones y polémicas interminables. Lo anterior no quiere decir que les plazca nuestra situación, sólo que no hay polémica al respecto. Puesto en otros términos, es mucho mejor que no se nos mencione a que se nos equipare con Corea del Norte o Irán, por mencionar dos casos obvios.
Hay casi 200 países en el mundo, para la abrumadora mayoría de los cuales EE.UU. es un punto de referencia fundamental y con quien pretenden avanzar sus intereses. Visto desde la óptica de los estadounidenses, hay algunos países más importantes que otros, pero su concentración inevitablemente se dispersa entre tanta demanda de atención. No es lo mismo la perspectiva de Roma que la de las provincias distantes.
Pero la distancia, y la percepción (y, para muchos, queja) de asimetría no es necesariamente tal ni implica imposibilidad de actuar. Hace tiempo, Joseph Nye, profesor de Harvard, hacía referencia a esta situación al referirse a Cuba: “nosotros siempre hemos creído que tenemos control de la situación, pero en Cuba enfrentamos a un actor que tiene la vista fijamente puesta en nosotros y cada rato nos deja un ojo morado”. El tema clave es que con mucha frecuencia hemos percibido a la asimetría de poder y tamaño como una calamidad, cuando en realidad, como ilustra Castro, puede ser una enorme oportunidad.
Así como a quien trae un martillo en la mano le parece que todo lo que hay en el mundo son clavos, desde la perspectiva de la potencia, todo el mundo amerita una respuesta similar. De esa concepción han surgido igual esquemas de conducción económica que estrategias de combate a la criminalidad. Como en todo, algunas funcionan y otras no. Pero el punto clave es que la nación más débil en esa relación no tiene por qué aceptar de manera dogmática o acrítica todos sus planteamientos ni que una perspectiva distinta tenga por qué implicar un conflicto.
En una relación asimétrica, la nación débil tiene que definir la naturaleza de la vinculación y dedicarse a avanzarla de manera permanente y sistemática. El tamaño de la potencia y la diversidad y dispersión de sus intereses exige que la nación pequeña o menos poderosa defina la agenda y convenza a la grande. En términos generales, nosotros hemos hecho exactamente lo contrario: hemos esperado a que ellos definan la agenda y luego nos hemos dedicado a protestar.
La gran excepción, y la mejor muestra de la forma en que debemos conducirnos, es el TLC norteamericano. Ahí fue México quien definió la agenda, forzó a Washington a responder, desarrolló una amplia y ambiciosa estrategia de redefinición de la relación y se dedicó a “venderla” de manera integral: a todos sus públicos, grupos de interés y actores clave.
Lo más destacable del planteamiento mexicano a Washington en aquel momento fue su deliberado abandono de viejas formas de actuar. México no pretendía defender el orden existente sino utilizar un acuerdo comercial (y, sobre todo, de inversión) para apalancar su propio desarrollo y crear un nuevo orden económico. En lugar de recurrir al gastado recurso de intentar poner en la mesa de negociación el statu quo, México se dedicó a intentar construir uno nuevo. México no pretendió modificar el statu quo de EE.UU., sino que escogió sus batallas: por ejemplo, haber pretendido incorporar el tema migratorio en esa instancia previsiblemente habría descarrilados la negociación.
En su Leviatán, Thomas Hobbes escribió que “Así hallamos en la ‘naturaleza’ del hombre tres causas principales de discordia. Primera, la competencia; segunda, la desconfianza; tercera, la gloria. La primera causa impulsa a los hombres a atacarse para lograr un beneficio; la segunda, para lograr seguridad; la tercera, para ganar reputación”. La naturaleza de los países no es muy distinta. Las iniciativas que se emprendan deben avanzar nuestro desarrollo y no esperar que otros lo limiten o impongan. A cada sapo su pedrada.