Otra vez Cuba

Luis Rubio

Cuba es siempre un tema álgido en la política mexicana. La conexión entre las dos naciones se remonta al descubrimiento de América, pero fue la revolución cubana lo que cambió la racionalidad de la política mexicana e igual  abrió espacios de interacción política interna como grietas entre sectores de la sociedad. Inevitable que cada acercamiento y cada viaje presidencial desate pasiones en ocasiones incontenibles.

Lo relevante es que, más allá de la retórica, la lógica gubernamental desde que Fidel zarpó de las costas veracruzanas ha sido solo una: la seguridad. En sus primeros años, la seguridad se definía casi exclusivamente como el intercambio de apoyo político-diplomático por una exención de actividades guerrilleras cubanas en territorio mexicano. De la revolución también surgió un acercamiento entre gobierno e izquierda que amplió grandemente el margen de maniobra político. Pero la lógica siguió siendo la misma: seguridad entendida como paz política interna. El discurso de la “atinada izquierda” que acuñó el presidente López Mateos hubiera sido inconcebible en ausencia del ímpetu revolucionario isleño.

El devenir de Cuba en las siguientes décadas tuvo mucho que ver con la Unión Soviética y su eventual desmantelamiento, así como con el envejecimiento de su liderazgo. En la medida en que el espíritu revolucionario fue reemplazado por una lógica de supervivencia, el gobierno cubano emprendió estrategias de apertura económica que, aunque no involucraban en mayor medida a su población, permitieron atraer turistas e inversiones en petróleo y minería. El efecto inexorable sobre México fue que disminuyó la percepción de riesgo a la seguridad.

Pase lo que pase en la política cubana en los próximos años, el impacto sobre México va a ser enorme. Ningún otro país desata pasiones internas tan grandes. La discusión respecto al reciente viaje del presidente Peña habla por sí misma: que si está legitimando a una dictadura, que si no entiende que ya no somos parte de Latinoamérica, que si hay que hablar con los disidentes. Nada semejante ocurre con relación a Estados Unidos. Aunque respeto a los críticos, creo que pierden lo esencial.

Entre los estudiosos norteamericanos de la política internacional hay dos escuelas: la de los “idealistas” que, impulsados por Woodrow Wilson hace un siglo, proponen la construcción de un mundo deseable (de ahí la búsqueda por democratizar al mundo); y la de los “realistas” que aceptan al mundo como es y propugnan por entenderse con quien sea necesario. Quizá no haya exponente más claro de esa vertiente que Kissinger. Aplicando esta perspectiva a la política mexicana, los últimos gobiernos se comportaron de manera “idealista”, es decir, tratando de influir en el devenir de la isla, calificando a su gobierno en términos morales, visitando a sus disidentes, etcétera. El gobierno del presidente Peña está retornando a la lógica “realista” que caracterizó a sus correligionarios.

Detrás de la diferencia no yace una racionalidad especialmente partidista, sino de concepción política. Para los tres gobiernos anteriores que, con mayor o menor énfasis, intentaron salirse de la lógica de seguridad que les precedió, lo importante era pregonar y presumir a la nueva democracia mexicana. Nada de malo en ello si se hubiere tratado de Nigeria. Pero, tratándose de Cuba, nuestro vecino cercano, la situación es muy distinta y por eso aplaudo la decisión del presidente de seguir el ritual que exige el protocolo cubano. Maquiavelo afirmaba que el príncipe tiene que ensuciarse las manos y que no debe tener consideraciones éticas al respecto.

Cuba es quizá el país más importante para México en la actualidad y eso implica lidiar con quien haya que lidiar. Eso es lo que México hace con China y con Guatemala y no hay razón para actuar de manera distinta en este caso. Cuba es singularmente importante por dos razones: primero porque su aparato de seguridad tiene una enorme presencia en nuestro territorio y eso crea una situación en sí misma; y, segundo, porque la isla está experimentando una transición quizá más biológica que política: si resulta que los planes que existan para esa eventualidad no  sobreviven a la dupla en la cima, México podría ser una víctima inmediata. Es en este sentido que la lógica de seguridad vuelve a ser un imperativo para México.

Cuando se colapsó la URSS, su antiguo aparato de seguridad cobró vida propia. Parte se convirtió en lo que se acabó llamando la “mafia rusa” en Europa y otras latitudes, parte se dedicó a negocios internos y, eventualmente, a recuperar el poder. De colapsarse el control centralizado que caracteriza a la isla, es enteramente posible que algo similar ocurriera aquí. La transición puede acabar siendo gradual, negociada o, al menos, administrada, pero también puede acabar siendo caótica. Si esto último ocurre, México sería la primera “línea de defensa”.

En esta lógica, todo esfuerzo que realice el gobierno mexicano para contribuir a lograr un buen desenlace en la transición que se aproxima constituye el ejercicio de la responsabilidad más elemental del gobierno en su propio territorio: la seguridad de sus ciudadanos. Nuestras debilidades institucionales son tan obvias (como ilustra la crisis de seguridad que nos caracteriza), que lo último que México requiere es adicionarle un factor “transformador” como el cubano, potencialmente de la mayor gravedad. Todo lo que deba y requiera ser negociado con el gobierno cubano abona a la seguridad de México.

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Por qué es posible

Luis Rubio

Visito diversos lugares del país y escucho a ciudadanos de todo tipo, origen y actividad. Unos son empresarios, otros son taxistas, los más son personas modestas dedicadas a barrer calles o limpiar edificios, secretarias y funcionarios de todo nivel e institución. Lo impactante es que, más allá de las diferencias de lenguaje y forma de comunicarse, todas hacen la misma pregunta, comentario, petición, reclamo o grito de auxilio: cómo es posible que continúe el deterioro que experimenta el país. Peor, dicen algunos, el hoy presidente demostró una extraordinaria capacidad ejecutiva como gobernador y sin embargo, palabras más, palabras menos, el desempeño de su gobierno es patético.

La apuesta en este comienzo de año es claramente que la economía comience a revertir las tendencias del año pasado. Una vez concluida la parte medular de los procesos legislativos (y pasada la presión por “las” reformas) y superados algunos de los errores que acentuaron el colapso económico reciente, este año comienza de manera por demás promisoria. Tanto el volumen masivo de gasto que se aproxima como el desempeño de la economía estadounidense permiten anticipar que esos dos motores de crecimiento arrojarán resultados mucho mejores, al menos en términos estadísticos, de crecimiento económico. Dado el cambio en la composición del gasto (lo que los economistas denominan “fuentes de demanda”), no toda la población va a percibir una mejoría, pero los números ciertamente serán distintos.

Dígase lo que se diga, se trata de la misma apuesta de siempre: que nos salve una situación económica menos mala, así sea ésta inviable en el largo plazo. Esto último en buena medida porque depende de factores circunstanciales e insostenibles en el tiempo (como el masivo déficit fiscal) o fuera de nuestro control (como la demanda de automóviles o la construcción de casas en EUA).

Nuestro problema es que seguimos viviendo de apuestas en lugar de fundamentar el desarrollo de largo plazo en la construcción de un basamento sólido que conduzca a ello. Aunque nadie puede restarle mérito al éxito en aprobar importantes reformas, su relevancia se podrá observar cuando éstas se implementen y prueben su valía, algo no evidente en este momento. Para muestra un botón: aunque somos dados a la verborrea legislativa -y a la interminable producción de leyes que, más a allá de la retórica y los anuncios de radio, tienen muy poca probabilidad de cambiar la realidad cotidiana- las leyes del pasado solían ser relativamente breves. Hoy cada una de ellas parece un manual de instrucciones que incluyen todas las contingencias posibles e imaginadas por nuestros dilectos legisladores. Si uno pone nuestra constitución en una mesa junto a la de países desarrollados, la diferencia en volumen (sin contar contenido) se puede medir en kilos que no han creado, ni parecen susceptibles de crear, un país moderno.

¿Cuándo, me pregunto, tendremos un sistema fiscal sencillo que todo mundo pueda acceder sin ayuda de especialistas? ¿Cuándo tendremos leyes simples que establezcan un marco general que le permita al ciudadano desarrollar sus capacidades sin acotar su potencial creativo a cada vuelta? El TLC con Chile tiene apenas una veintena de páginas: ¿no deberían ser así todos? El que no lo sean refleja el reino de los burócratas y/o de los intereses particulares que se benefician de incorporar excepciones en cada instancia.

Tocqueville, el pensador francés del siglo XIX, lo decía desde entonces: el gobierno debe ser un medio, no un objetivo en sí mismo. Cuando el gobierno se arroga todas las facultades, funciones, obligaciones y derechos, resulta imposible pensar en que el ciudadano se comporte como un ente responsable. O, dicho de otra forma, no es que nuestra ciudadanía no sea demócrata («una democracia sin demócratas”) sino que todos los incentivos que existen favorecen comportamientos anómalos. ¿Por qué habría alguien de apegarse a las reglas del juego si lo que trae beneficios es protestar, bloquear avenidas, disputar, manifestar, irse del Pacto, etc.? Es absolutamente racional para los actores políticos y para infinidad de ciudadanos actuar fuera de las reglas formales que solo se aplican cuando así le beneficia al gobierno o a cierto sector de la sociedad.

El discurso dice que se busca construir un país competitivo de alta productividad, pero no se repara en el hecho de que todo conspira para hacerlo imposible: el sistema político es disfuncional, el gobierno es incompetente, el sistema fiscal es brutalmente complejo, las regulaciones son muchas veces absurdas, el poder judicial es un hoyo negro y reina la arbitrariedad por doquier. La impunidad es la norma, no la excepción.

El mundo de hoy ya no es como el de antaño: hoy la información es ubicua y tanto los países como las sociedades pueden observar y comparar. En la medida en que todas las naciones buscan atraer a los mismos turistas, consumidores e inversionistas, la competencia real reside en crear condiciones que amplíen el mercado, hagan posible una rentabilidad atractiva y confieran certeza jurídica. Atraer inversionistas a la energía será un enorme reto.

Los inversionistas tienen recursos finitos y van a escoger aquellas locaciones que maximicen sus beneficios. Nuestro objetivo, si de verdad queremos trascender los pequeños logros económicos que se logren cosechar este año, debería ser así de simple: qué tenemos que hacer para garantizar mejores condiciones en estos ámbitos.

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México: la clave ahora es hacer valer las reformas

América Economía – Luis Rubio

“Una estrategia, escribe Lawrence Freedman*, consiste en sacar la mayor ventaja posible para acabar mejor que lo que había en el balance inicial de poder. La estrategia es el arte de crear poder”. El gobierno había apostado todo a concluir sus reformas en el primer año para después comenzar a cosechar. La verdad es que las batallas apenas comienzan. Y para eso la estrategia es crucial.

Un plan no es más que un conjunto de objetivos y una idea de cómo lograrlos. En contraste con eso, una estrategia lidia con el proceso natural de la conducción de un gobierno: qué es necesario hacer para mantener la iniciativa, contemplar opciones y ser suficientemente flexible para adaptarse a todas las contingencias que inevitablemente aparecen en el camino. Como ilustró el año pasado, “ningún plan sobrevive el contacto con el enemigo” (von Moltke).

Freedman enfatiza que el éxito inicial nunca es decisivo. El ejemplo que utiliza es particularmente relevante para el momento actual del país: un gobierno gana el poder pero de inmediato es responsable de todos los problemas inherentes a tener que gobernar y es ahí donde realmente tiene que demostrar su competencia. Así, una estrategia nunca concluye: es, más bien, un proceso que comienza con el trazo de un curso de acción (no de un objetivo) que va adaptándose a circunstancias cambiantes donde nada es permanente. Lo crucial es tener una estrategia que permita lidiar con las contingencias porque cualquier plan inicial muere con enorme celeridad.

El asunto no es conceptual ni esotérico. Más allá de las disputas específicas o los agraviados en cada una de las acciones legislativas, ahora comienza la implementación de las reformas constitucionales y, con ello, seguramente, más problemas. Algunos de estos últimos, como ilustró la interminable faena escénica de la CNTE, llevaron al gobierno a hacer irrelevante la reforma respectiva. Otras fuentes de oposición y de problemas comenzarán a hacer su acto de aparición en la medida en que avance el proceso. Algunos actores aceptarán el “veredicto” legislativo, pero otros adoptarán tácticas más parecidas a la CNTE –o peor- que a los refresqueros (que acataron el producto del congreso) y ahí se hará evidente la existencia o ausencia de una estrategia gubernamental para la implementación de sus reformas así como, en su caso, su capacidad de llevarlas a buen puerto.

En realidad, al inicio de su segundo año, el gobierno se encuentra ante un dilema fundamental. Por un lado, luego de mover las aguas, todos sus incentivos claman por mantener la calma, apaciguar a los perdedores y agraviados y construir sobre lo existente. Ese lado del dilema grita por un tiempo de paz, tranquilidad y restablecimiento de “amistades” afectadas en el proceso de reforma legislativa. Por otro lado, las reformas no concluyen cuando la  ley ha sido declarada vigente sino cuando cambia la realidad. El verdadero proceso de reforma no es conceptual, abstracto y político sino callejero, rudo y con frecuencia violento. Dicho en otras palabras, las reformas legislativas fueron apenas el primer round: quedan otros catorce para hacer valer, o anular, el beneficio esperado de las reformas. Al final del día, todo dependerá, en buena medida, de qué tanto quiera el gobierno implementarlas: igual las modestas que las más ambiciosas, sobre todo en un año económicamente benigno. La implementación va a ser por demás costosa; el año pasado fue de párvulos: ahora comenzarán a actuar los intereses reales, la mayoría de los cuales no opera en público y por eso mismo puede ser letal.

En su primera etapa, la legislativa, cada una de las reformas sufrió ataques y desviaciones respecto a la propuesta gubernamental inicial. Algunos de esos ataques resultaron fatales; otros dependerán de la forma en que ahora se conduzca el proceso. Cada interés real tiene su forma de actuar: la CNTE no esperó ni un minuto para hacer valer su poder y aniquiló la reforma educativa. Otros intereses -notoriamente la burocracia de Pemex- se abocarán a minar cualquier afectación a sus privilegios (comisiones, mordidas, cortas, contratos) de manera callada pero seguramente igual de efectiva. Los factótums de las telecomunicaciones se pintan solos. La verdadera interrogante es si el gobierno desarrolló una estrategia para lidiar con esta, segunda derivada, del proceso de reforma.

Mike Tyson dice que “un buen golpe puede frustrar hasta el más inteligente de los planes”. ¿Podrá avanzar a pesar de la oposición real, la extorsión y la violencia? Quizá una pregunta más pertinente sea si de verdad está dispuesto a jugarse su futuro en esos catorce rounds que faltarían para lograr la transformación que prometió y que serán infinitamente más complejos, costosos y riesgosos que lo avanzado a la fecha.

Lo que es claro es que ninguna reforma es exitosa si no modifica la realidad y eso implica, por fuerza, afectar intereses. A los diputados y senadores se les puede convencer, acorralar o comprar, pero a  los intereses reales se les tiene que dominar. Son estratósferas de diferencia.

El gobierno se encuentra ante un dilema de enorme complejidad y no es obvio que cuente con los recursos –sobre todo con el equipo- capaz de llegar a buen puerto. Las reformas a la fecha han sido inconexas y no parece haber una estrategia para los cinco años restantes. La clave ahora es hacer valer las reformas porque eso es lo que implica un gobierno eficaz, susceptible de liderar un proceso de desarrollo.

 

http://www.americaeconomia.com/analisis-opinion/mexico-la-clave-ahora-es-hacer-valer-las-reformas

La estrategia

Luis Rubio

“Una estrategia, escribe Lawrence Freedman*, consiste en sacar la mayor ventaja posible para acabar mejor que lo que había en el balance inicial de poder. La estrategia es el arte de crear poder”. El gobierno había apostado todo a concluir sus reformas en el primer año para después comenzar a cosechar. La verdad es que las batallas apenas comienzan. Y para eso la estrategia es crucial.

Un plan no es más que un conjunto de objetivos y una idea de cómo lograrlos. En contraste con eso, una estrategia lidia con el proceso natural de la conducción de un gobierno: qué es necesario hacer para mantener la iniciativa, contemplar opciones y ser suficientemente flexible para adaptarse a todas las contingencias que inevitablemente aparecen en el camino. Como ilustró el año pasado, “ningún plan sobrevive el contacto con el enemigo” (von Moltke).

Freedman enfatiza que el éxito inicial nunca es decisivo. El ejemplo que utiliza es particularmente relevante para el momento actual del país: un gobierno gana el poder pero de inmediato es responsable de todos los problemas inherentes a tener que gobernar y es ahí donde realmente tiene que demostrar su competencia. Así, una estrategia nunca concluye: es, más bien, un proceso que comienza con el trazo de un curso de acción (no de un objetivo) que va adaptándose a circunstancias cambiantes donde nada es permanente. Lo crucial es tener una estrategia que permita lidiar con las contingencias porque cualquier plan inicial muere con enorme celeridad.

El asunto no es conceptual ni esotérico. Más allá de las disputas específicas o los agraviados en cada una de las acciones legislativas, ahora comienza la implementación de las reformas constitucionales y, con ello, seguramente, más problemas. Algunos de estos últimos, como ilustró la interminable faena escénica de la CNTE, llevaron al gobierno a hacer irrelevante la reforma respectiva. Otras fuentes de oposición y de problemas comenzarán a hacer su acto de aparición en la medida en que avance el proceso. Algunos actores aceptarán el “veredicto” legislativo, pero otros adoptarán tácticas más parecidas a la CNTE –o peor- que a los refresqueros (que acataron el producto del congreso) y ahí se hará evidente la existencia o ausencia de una estrategia gubernamental para la implementación de sus reformas así como, en su caso, su capacidad de llevarlas a buen puerto.

En realidad, al inicio de su segundo año, el gobierno se encuentra ante un dilema fundamental. Por un lado, luego de mover las aguas, todos sus incentivos claman por mantener la calma, apaciguar a los perdedores y agraviados y construir sobre lo existente. Ese lado del dilema grita por un tiempo de paz, tranquilidad y restablecimiento de “amistades” afectadas en el proceso de reforma legislativa. Por otro lado, las reformas no concluyen cuando la  ley ha sido declarada vigente sino cuando cambia la realidad. El verdadero proceso de reforma no es conceptual, abstracto y político sino callejero, rudo y con frecuencia violento. Dicho en otras palabras, las reformas legislativas fueron apenas el primer round: quedan otros catorce para hacer valer, o anular, el beneficio esperado de las reformas. Al final del día, todo dependerá, en buena medida, de qué tanto quiera el gobierno implementarlas: igual las modestas que las más ambiciosas, sobre todo en un año económicamente benigno. La implementación va a ser por demás costosa; el año pasado fue de párvulos: ahora comenzarán a actuar los intereses reales, la mayoría de los cuales no opera en público y por eso mismo puede ser letal.

En su primera etapa, la legislativa, cada una de las reformas sufrió ataques y desviaciones respecto a la propuesta gubernamental inicial. Algunos de esos ataques resultaron fatales; otros dependerán de la forma en que ahora se conduzca el proceso. Cada interés real tiene su forma de actuar: la CNTE no esperó ni un minuto para hacer valer su poder y aniquiló la reforma educativa. Otros intereses -notoriamente la burocracia de Pemex- se abocarán a minar cualquier afectación a sus privilegios (comisiones, mordidas, cortas, contratos) de manera callada pero seguramente igual de efectiva. Los factótums de las telecomunicaciones se pintan solos. La verdadera interrogante es si el gobierno desarrolló una estrategia para lidiar con esta, segunda derivada, del proceso de reforma.

Mike Tyson dice que “un buen golpe puede frustrar hasta el más inteligente de los planes”. ¿Podrá avanzar a pesar de la oposición real, la extorsión y la violencia? Quizá una pregunta más pertinente sea si de verdad está dispuesto a jugarse su futuro en esos catorce rounds que faltarían para lograr la transformación que prometió y que serán infinitamente más complejos, costosos y riesgosos que lo avanzado a la fecha.

Lo que es claro es que ninguna reforma es exitosa si no modifica la realidad y eso implica, por fuerza, afectar intereses. A los diputados y senadores se les puede convencer, acorralar o comprar, pero a  los intereses reales se les tiene que dominar. Son estratósferas de diferencia.

El gobierno se encuentra ante un dilema de enorme complejidad y no es obvio que cuente con los recursos –sobre todo con el equipo- capaz de llegar a buen puerto. Las reformas a la fecha han sido inconexas y no parece haber una estrategia para los cinco años restantes. La clave ahora es hacer valer las reformas porque eso es lo que implica un gobierno eficaz, susceptible de liderar un proceso de desarrollo.

*Strategy: A History

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ESTO APENAS COMIENZA

FORBES – OPINION

LUIS RUBIO — EN PERSPECTIVA 

Concluyó el primer año del gobierno y ahora viene el momento de experimentar sus implicaciones y consecuencias. El dilema es claro: luego de mover las aguas, todos los incentivos del gobierno claman por restaurar la calma, apaciguar a los perdedores y agraviados y construir sobre lo existente. Ese lado del dilema grita por un tiempo de paz, tranquilidad y restablecimiento de relaciones afectadas en el proceso de reforma legislativa.

Por otro lado, en contraste con los países desarrollados, el proceso legislativo es apenas el inicio de la reforma. En una nación civilizada e institucionalizada, la disputa en torno a lo que se propone reformar se manifiesta en el contexto legislativo: es ahí donde todos los intereses presionan, juegan y procuran sacar ventaja. Pasado el proceso legislativo, todo mundo acata el resultado, le guste o no.

La situación es muy distinta en nuestro país, donde el fin del proceso legislativo marca apenas el inicio de la disputa. Los legisladores (y los pactistas) pueden treparse a las lámparas, pero en realidad su actuar no es más que abstracto, operando en la estratósfera. La verdadera batalla ocurre después de lo legislativo: en ocasiones en las calles, en otras en las luchas soterradas entre intereses que procuran avanzar, modificar o impedir el proceso de cambio. Las reformas tienen efecto luego de ese proceso político. La CNTE evidenció el caso con su movilización callejera inmediatamente posterior a la aprobación de la ley y fue a partir de ese momento en que comenzó la negociación real.

Desde esta perspectiva, el fin del primer año de gobierno dio lugar a la terminación del primer round de una pelea de quince. Los otros catorce determinarán el resultado.

Lo que viene tendrá dos entramados políticos distintos. Por un lado, el proceso mismo de implementación que, como ilustran los «logros» de la CNTE, es crucial para que las reformas propuestas avancen o queden paralizadas. Cada reforma entraña clientelas y afectados por lo que la dinámica política varía (no es lo mismo una empresa establecida que un grupo de presión). Por otro lado se encuentra la problemática que a mí me parece la central: ¿seremos capaces de crear el entorno necesario para que puedan ser exitosas las reformas, especialmente la que el gobierno ha identificado como medular, la energética?

“¿SEREMOS CAPACES DE CREAR EL ENTORNO NECESARIO PARA QUE PUEDAN SER EXITOSAS LAS REFORMAS, SPECIALENTE LA ENERGETICA?”

Todo sugiere que hay dos componentes cruciales para el éxito de una reforma energética en un entorno de competencia brutal, producto de la llamada «revolución» que ha sobrecogido al sector y que implica que hay muchos proyectos con los que competirá México y pocos jugadores relevantes.

El primer componente tiene que ver con los factores técnicos que debe incorporar la legislación secundaria y que determinan la posibilidad de que se interese una empresa en participar en el mercado. Estos tienen que ver con la posibilidad de registrar las reservas como propias y la existencia de obstáculos (como requerimientos de contenido local, sociedad con Pemex o la participación del sindicato petrolero en las nuevas inversiones). En términos generales, si lo primero no es posible y lo segundo es una condición, los potenciales inversionistas no se interesarán.

Suponiendo que se resuelve satisfactoriamente el asunto técnico, el otro componente tiene que ver con la autoridad que será responsable de regular el funcionamiento de la industria. Esa autoridad sería responsable de contratos, supervisión, administración de las reservas y, en general, la regulación del mercado de hidrocarburos. Los países exitosos en esta materia son aquellos que han logrado consolidar una autoridad regulatoria fuerte, independiente y con una autonomía tal que goce de la confianza de los inversionistas. La reforma constitucional no creó una entidad fuerte para ello.

Esto último es un problema real. Si observamos al resto de la economía y la sociedad, hemos sido prácticamente incapaces de  consolidar un sistema institucional de pesos y contrapesos, susceptible de lograr esa autonomía crucial. Con frecuencia hablamos con orgullo de instituciones como el IFE, la Comisión de Competencia, el IFAI o la Cofetel, pero la realidad es que cada que una de estas hace algo que molesta a los políticos, se desmantela su consejo y se elimina la fuente de molestia (como ocurrió en casi todos esos casos en 2013). Es decir, la autonomía dura sólo hasta que se ejerce de manera real. ¿Cómo, en este contexto, suponer que será posible lograrlo en energía?

Hay una razón de optimismo: hasta la década de 1990, los partidos políticos invertían más en los procesos post-electorales que en la campaña porque es ahí donde se negociaba. Hoy eso ya no es cierto. El avance ha sido real. Lo mismo puede ocurrir con la energía, pero no será fácil.

LUIS RUBIO ES PRESIDENTE DEL CENTRO DE INVESTIGACION PARA EL DESARROLLO, A.C

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¿Es eficaz el gobierno mexicano?

  • América Economía – Luis Rubio

Al inicio del gobierno del presidente Enrique Peña Nieto estuvo de moda la noción de que ésta era la gran oportunidad de México, el llamado “momento mexicano”, y que todo lo que hacía falta para consagrarlo en realidad era un gobierno eficaz. Como planteamiento era poderoso y fue convincente para una proporción suficiente del electorado para asegurar su triunfo. La experiencia de estos meses confirma algo que todos los mexicanos instintivamente sabemos: aunque la eficacia gubernamental es necesaria, por toda la retórica que se emplee, no hay certeza alguna de que el país logre el desarrollo.

El éxito en el desarrollo no tiene que ver con el potencial del país (infinito), sino con su desempeño, y éste depende más que de un gobierno eficaz. Se requieren instituciones fuertes, un gobierno competente (que no es lo mismo que eficaz) y, sobre todo, de un Estado de derecho consolidado.

La experiencia de estos meses confirma algo que todos los mexicanos instintivamente sabemos: aunque la eficacia gubernamental es necesaria, por toda la retórica que se emplee, no hay certeza alguna de que el país logre el desarrollo.

En la actualidad, el país exhibe una enorme propensión al caos, definido este como corrupción, mal gobierno, incertidumbre, violencia, criminalidad y volatilidad. Hay regiones del país que están inmersas en un caos permanente, lo cual puede no impedir que funcione la vida diaria, pero hace imposible pensar en el desarrollo como una posibilidad real. Lo mismo es cierto para las regiones menos caóticas, pero ahí la esencia de la falta de predictibilidad (condición sine qua non para el Estado de derecho) yace en la impunidad imperante.

Millones de mexicanos han desarrollado una extraordinaria capacidad para adaptarse, funcionar con cierto grado de normalidad y ser exitosos. Prácticamente todos los que lo logran se precian de que su triunfo fue a pesar del gobierno. Al mismo tiempo, es evidente que sin un gobierno competente, confiable y eficaz, el éxito es siempre relativo, volátil y sujeto a tantos vaivenes y circunstancias -caos en potencia- que no hay forma de hacerlo perdurable. La clave, entonces, reside en la conformación de un sistema competente de gobierno.

Un gobierno eficaz es indispensable para el funcionamiento de un país, pero siempre y cuando esa eficacia no se identifique con arbitrariedad. Es claro que en el país pervive un sinnúmero de abusos, vividores, desorden y criminales, circunstancia que exige un gobierno fuerte, capaz de establecer orden, limitar esos excesos y crear un entorno propenso al desarrollo. Pero ese gobierno eficaz tiene que existir y operar en un contexto institucional que lo acote y evite su propio potencial de excederse.

Un gobierno tiene que contar con suficientes facultades para poder actuar, y con un margen de discreción que le permita cumplir con su cometido. Sin embargo, esas facultades no pueden ser tan amplias como para que le permitan flagrante impunidad, el viejo dilema de quien cuida a los cuidadores.

En México con frecuencia no distinguimos entre discrecionalidad y arbitrariedad, pero la diferencia es la que separa a un gobierno eficaz de uno impune. En una ocasión presencié un proceso de auditoría conducido por la comisión de valores estadounidense (SEC) y me impresionaron dos cosas: por un lado, la ilimitada discrecionalidad de esa agencia gubernamental; por el otro, sin embargo, también me impactó la total ausencia de arbitrariedad en sus procesos. Cuando finalmente emitió el resultado de su pesquisa, entregó un enorme “ladrillo” donde la resolución propiamente dicha se encontraba en una sola cuartilla hasta arriba de un enorme documento. Todo el resto era una explicación de qué fue lo que motivó su decisión, por qué modificó su criterio respecto a los precedentes existentes y cuál era su visión hacia el futuro. Es decir, aunque su decisión había sido severa, no existía un milímetro de víscera en ella y todos los actores en el proceso tuvieron claridad precisa de lo que seguía. Esto contrasta con las resoluciones típicas de nuestras agencias reguladoras (como la vieja comisión de competencia) donde se resuelve en una página sin explicación alguna e independientemente de que una decisión contradiga a las previas o a las posteriores. Este asunto es particularmente importante a la luz de la reforma energética.

Para poder ser exitoso México tiene que construir instituciones sólidas que le confieran certidumbre a la ciudadanía: que le permitan confiar que existen autoridades competentes que no van a actuar impunemente ni solapar la impunidad. Una institución fuerte implica limitar el potencial de abuso de la autoridad gubernamental sobre la ciudadanía, sin con ello mermar su funcionamiento. Es en este contexto que la arquitectura de las instituciones es tan trascendente: un mal diseño –pienso en el bodrio político-electoral reciente- puede no contener sino multiplicar la corrupción del sistema.

Otro beneficio, no menor de la existencia de instituciones fuertes reside en el meollo de la Fábula de las Abejas, el poema de Mandeville: las sociedades humanas pueden prosperar si tienen las instituciones correctas, como ocurre con las de las abejas, incluso cuando algunos de sus integrantes actúan de manera violenta o simplemente se comportan mal. Es decir, la clave para un buen desempeño del país –elevado crecimiento, más empleo, mejores salarios, paz y seguridad- reside en que se construyan fundamentos institucionales sólidos que, sin obstaculizar el funcionamiento del gobierno, impidan sus excesos.

Otra forma de decir lo mismo es que, para ser exitosos, los mexicanos tememos que construir un país normal, uno no tan excepcional que le haga imposible ser exitoso.

La eficacia del gobierno

Luis Rubio

Al inicio del gobierno del presidente Peña estuvo de moda la noción de que ésta era la gran oportunidad de México, el llamado “momento mexicano”, y que todo lo que hacía falta para consagrarlo en realidad era un gobierno eficaz. Como planteamiento era poderoso y fue convincente para una proporción suficiente del electorado para asegurar su triunfo. La experiencia de estos meses confirma algo que todos los mexicanos instintivamente sabemos: aunque la eficacia gubernamental es necesaria, por toda la retórica que se emplee, no hay certeza alguna de que el país logre el desarrollo.

El éxito en el desarrollo no tiene que ver con el potencial del país (infinito), sino con su desempeño, y éste depende más que de un gobierno eficaz. Se requieren instituciones fuertes, un gobierno competente (que no es lo mismo que eficaz) y, sobre todo, de un Estado de derecho consolidado.

En la actualidad, el país exhibe una enorme propensión al caos, definido este como corrupción, mal gobierno, incertidumbre, violencia, criminalidad y volatilidad. Hay regiones del país que están inmersas en un caos permanente, lo cual puede no impedir que funcione la vida diaria, pero hace imposible pensar en el desarrollo como una posibilidad real. Lo mismo es cierto para las regiones menos caóticas, pero ahí la esencia de la falta de predictibilidad (condición sine qua non para el Estado de derecho) yace en la impunidad imperante.

Millones de mexicanos han desarrollado una extraordinaria capacidad para adaptarse, funcionar con cierto grado de normalidad y ser exitosos. Prácticamente todos los que lo logran se precian de que su triunfo fue a pesar del gobierno. Al mismo tiempo, es evidente que sin un gobierno competente, confiable y eficaz, el éxito es siempre relativo, volátil y sujeto a tantos vaivenes y circunstancias -caos en potencia- que no hay forma de hacerlo perdurable. La clave, entonces, reside en la conformación de un sistema competente de gobierno.

Un gobierno eficaz es indispensable para el funcionamiento de un país, pero siempre y cuando esa eficacia no se identifique con arbitrariedad. Es claro que en el país pervive un sinnúmero de abusos, vividores, desorden y criminales, circunstancia que exige un gobierno fuerte, capaz de establecer orden, limitar esos excesos y crear un entorno propenso al desarrollo. Pero ese gobierno eficaz tiene que existir y operar en un contexto institucional que lo acote y evite su propio potencial de excederse.

Un gobierno tiene que contar con suficientes facultades para poder actuar, y con un margen de discreción que le permita cumplir con su cometido. Sin embargo, esas facultades no pueden ser tan amplias como para que le permitan flagrante impunidad, el viejo dilema de quien cuida a los cuidadores.

En México con frecuencia no distinguimos entre discrecionalidad y arbitrariedad, pero la diferencia es la que separa a un gobierno eficaz de uno impune. En una ocasión presencié un proceso de auditoría conducido por la comisión de valores estadounidense (SEC) y me impresionaron dos cosas: por un lado, la ilimitada discrecionalidad de esa agencia gubernamental; por el otro, sin embargo, también me impactó la total ausencia de arbitrariedad en sus procesos. Cuando finalmente emitió el resultado de su pesquisa, entregó un enorme “ladrillo” donde la resolución propiamente dicha se encontraba en una sola cuartilla hasta arriba de un enorme documento. Todo el resto era una explicación de qué fue lo que motivó su decisión, por qué modificó su criterio respecto a los precedentes existentes y cuál era su visión hacia el futuro. Es decir, aunque su decisión había sido severa, no existía un milímetro de víscera en ella y todos los actores en el proceso tuvieron claridad precisa de lo que seguía. Esto contrasta con las resoluciones típicas de nuestras agencias reguladoras (como la vieja comisión de competencia) donde se resuelve en una página sin explicación alguna e independientemente de que una decisión contradiga a las previas o a las posteriores. Este asunto es particularmente importante a la luz de la reforma energética.

Para poder ser exitoso México tiene que construir instituciones sólidas que le confieran certidumbre a la ciudadanía: que le permitan confiar que existen autoridades competentes que no van a actuar impunemente ni solapar la impunidad. Una institución fuerte implica limitar el potencial de abuso de la autoridad gubernamental sobre la ciudadanía, sin con ello mermar su funcionamiento. Es en este contexto que la arquitectura de las instituciones es tan trascendente: un mal diseño –pienso en el bodrio político-electoral reciente- puede no contener sino multiplicar la corrupción del sistema.

Otro beneficio, no menor de la existencia de instituciones fuertes reside en el meollo de la Fábula de las Abejas, el poema de Mandeville: las sociedades humanas pueden prosperar si tienen las instituciones correctas, como ocurre con las de las abejas, incluso cuando algunos de sus integrantes actúan de manera violenta o simplemente se comportan mal. Es decir, la clave para un buen desempeño del país –elevado crecimiento, más empleo, mejores salarios, paz y seguridad- reside en que se construyan fundamentos institucionales sólidos que, sin obstaculizar el funcionamiento del gobierno, impidan sus excesos.

Otra forma de decir lo mismo es que, para ser exitosos, los mexicanos tememos que construir un país normal, uno no tan excepcional que le haga imposible ser exitoso.

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@lrubiof

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Apostar al desarrollo antes que a la influencia de México

  • América Economía -Luis Rubio

¿Apostar por el desarrollo o por la influencia? Para las grandes potencias no existe distinción: una cosa se deriva de la otra. Pero la disyuntiva es real para un país que todavía está por lograr el desarrollo y satisfacer las necesidades, incluso las más elementales, de su población. El asunto se tornó álgido cuando un brasileño derrotó a Herminio Blanco como cabeza de la Organización Mundial de Comercio.Muchos le recriminaron al gobierno por haberse concentrado en sus relaciones económicas con el exterior en lugar de construir una capacidad de influencia en el mundo. La derrota duele, pero el país ha tomado la apuesta correcta, aunque no con la intensidad requerida.

Parafraseando a Clausewitz, la política exterior es un instrumento de la política interna, no un objetivo en sí mismo. En los 80, el gobierno mexicano optó por una estrategia de desarrollo centrada en la construcción de una economía competitiva, inserta en la globalización. El enfoque implicaba romper con la apuesta fundamentada en una economía cerrada, protegida y saturada de subsidios. En lugar de altos niveles de impuestos destinados a financiar un enorme gasto público, el país procuraría dejar que funcionaran los mercados, la economía se especializara y el mexicano promedio saliera ganador. El TLC se convirtió en la piedra angular de la estrategia: su fuente de certidumbre.

 

Muchos de los avatares políticos de los últimos años, y no pocas de nuestras dificultades económicas, han sido producto de apuestas al corto plazo, mismas que nunca resultan bien. El TLC es el mejor ejemplo de que el largo plazo es lo que trae resultados.

Veinte años después de la entrada en vigor del TLC la estructura de la economía ha experimentado una extraordinaria transformación que, si bien inconclusa, rinde frutos significativos: se consolidó una economía estable; se han logrado tasas de crecimiento superiores al promedio del mundo, aunque sin duda inferiores a lo deseable; se ha construido una plataforma industrial hiper competitiva, que compite con las mejores del mundo; y virtualmente todas las nuevas inversiones que se realizan están concebidas dentro de una lógica de competencia en una economía global. El reto no debería ser el replanteamiento del modelo, sino concluir el proceso para apalancar el crecimiento futuro en los enormes activos ya existentes.

Entonces, ¿se debería mejor apostar por la influencia en lugar del desarrollo? Brasil, el país que nos derrotó en la OMC, tiene una concepción del mundo y de sí mismo radicalmente distinta a la nuestra. Ellos se conciben como potencia emergente, mientras que nosotros somos más introspectivos y nos percibimos como víctimas. Brasil ha desarrollado una política exterior que trasciende a sus gobiernos y está orientada a proyectar el poderío del gigante sudamericano con una visión geopolítica. En México contamos con un servicio diplomático profesional que no tiene una estrategia independiente del gobierno y su visión se acota a la que establece la presidencia. La influencia brasileña se nota cuando se dan casos como el de la OMC, donde cosechó décadas de inversión.

Pero nuestra respuesta ha sido la correcta: la prioridad es el desarrollo. El mexicano promedio vive mejor que el brasileño promedio, tiene mejores niveles de escolaridad y de ingreso, las tasas de interés que pagan aquellos son superiores a las de México. La industria mexicana se ha transformado mientras que la brasileña sigue relativamente protegida. Por supuesto que algunos indicadores favorecen a Brasil, pero donde México ha fallado no es en el sentido de la apuesta, sino en la convicción de lograrlo y la disposición de hacer lo necesario para hacerlo posible. Contrario a lo que afirman muchos críticos de la estrategia de apertura, el problema no es que se hayan aplicado una serie de prescripciones de manera dogmática, sino que se han aplicado sin convicción y sin determinación. El resultado es que la tasa de crecimiento económico es muy inferior a la que podría ser. Es ahí donde se debe invertir, no en una escurridiza influencia internacional que contribuye poco a las necesidades de la población.

Nada ejemplifica mejor la diferencia en la estrategia brasileña y la mexicana que la industria aeronáutica. Aunque Embraer es un ícono visible en todas partes, México ha construido una impresionante industria aeronáutica que hoy emplea más gente que la brasileña y agrega mayor valor que la de aquel país. La diferencia es que no existe una marca “Mexair” que sea tan visible y proyecte poderío. Sin embargo, ¿a qué país le va mejor en esta industria, qué población tiene mayor probabilidad de acceder a la riqueza? El caso es emblemático porque ilustra dos concepciones radicalmente distintas del mundo.

Nuestro problema es que no hemos concluido la revolución que se inició en los 80. El país vive los restos del sistema protegido de antaño donde conviven –pero no se comunican- empresas inviables con las más productivas y exitosas de la economía globalizada. La fusión no ha sido muy feliz porque ha limitado la capacidad de crecimiento de las más modernas y competitivas, a la vez que ha preservado una industria vieja que no tiene capacidad alguna de competir. El dilema es cómo corregir estos desfases. La tesitura es obvia: avanzar hacia el desarrollo o preservar la mediocridad.

A 20 años del inicio del TLC resulta evidente que en la política (y política económica) es la inversión de largo plazo la que paga dividendos. Muchos de los avatares políticos de los últimos años, y no pocas de nuestras dificultades económicas, han sido producto de apuestas al corto plazo, mismas que nunca resultan bien. El TLC es el mejor ejemplo de que el largo plazo es lo que trae resultados.

http://www.americaeconomia.com/analisis-opinion/apostar-al-desarrollo-antes-que-la-influencia-de-mexico

Apostar al desarrollo

          Luis Rubio

¿Apostar por el desarrollo o por la influencia? Para las grandes potencias no existe distinción: una cosa se deriva de la otra. Pero la disyuntiva es real para un país que todavía está por lograr el desarrollo y satisfacer las necesidades, incluso las más elementales, de su población. El asunto se tornó álgido cuando un brasileño derrotó a Herminio Blanco como cabeza de la Organización Mundial de Comercio. Muchos le recriminaron al gobierno por haberse concentrado en sus relaciones económicas con el exterior en lugar de construir una capacidad de influencia en el mundo. La derrota duele, pero el país ha tomado la apuesta correcta, aunque no con la intensidad requerida.

Parafraseando a Clausewitz, la política exterior es un instrumento de la política interna, no un objetivo en sí mismo. En los ochenta, el gobierno mexicano optó por una estrategia de desarrollo centrada en la construcción de una economía competitiva, inserta en la globalización. El enfoque implicaba romper con la apuesta fundamentada en una economía cerrada, protegida y saturada de subsidios. En lugar de altos niveles de impuestos destinados a financiar un enorme gasto público, el país procuraría dejar que funcionaran los mercados, la economía se especializara y el mexicano promedio saliera ganador. El TLC se convirtió en la piedra angular de la estrategia: su fuente de certidumbre.

Veinte años después de la entrada en vigor del TLC la estructura de la economía ha experimentado una extraordinaria transformación que, si bien inconclusa, rinde frutos significativos: se consolidó una economía estable; se han logrado tasas de crecimiento superiores al promedio del mundo, aunque sin duda inferiores a lo deseable; se ha construido una plataforma industrial hiper competitiva, que compite con las mejores del mundo; y virtualmente todas las nuevas inversiones que se realizan están concebidas dentro de una lógica de competencia en una economía global. El reto no debería ser el replanteamiento del modelo sino concluir el proceso para apalancar el crecimiento futuro en los enormes activos ya existentes.

Entonces, ¿se debería mejor apostar por la influencia en lugar del desarrollo? Brasil, el país que nos derrotó en la OMC, tiene una concepción del mundo y de sí mismo radicalmente distinta a la nuestra. Ellos se conciben como potencia emergente, mientras que nosotros somos más introspectivos y nos percibimos como víctimas. Brasil ha desarrollado una política exterior que trasciende a sus gobiernos y está orientada a proyectar el poderío del gigante sudamericano con una visión geopolítica. En México contamos con un servicio diplomático profesional que no tiene una estrategia independiente del gobierno y su visión se acota a la que establece la presidencia. La influencia brasileña se nota cuando se dan casos como el de la OMC, donde cosechó décadas de inversión.

Pero nuestra respuesta ha sido la correcta: la prioridad es el desarrollo. El mexicano promedio vive mejor que el brasileño promedio, tiene mejores niveles de escolaridad y de ingreso, las tasas de interés que pagan aquellos son superiores a las de México. La industria mexicana se ha transformado mientras que la brasileña sigue relativamente protegida. Por supuesto que algunos indicadores favorecen a Brasil, pero donde México ha fallado no es en el sentido de la apuesta sino en la convicción de lograrlo y la disposición de hacer lo necesario para hacerlo posible. Contrario a lo que afirman muchos críticos de la estrategia de apertura, el problema no es que se hayan aplicado una serie de prescripciones de manera dogmática, sino que se han aplicado sin convicción y sin determinación. El resultado es que la tasa de crecimiento económico es muy inferior a la que podría ser. Es ahí donde se debe invertir, no en una escurridiza influencia internacional que contribuye poco a las necesidades de la población.

Nada ejemplifica mejor la diferencia en la estrategia brasileña y la mexicana que la industria aeronáutica. Aunque Embraer es un ícono visible en todas partes, México ha construido una impresionante industria aeronáutica que hoy emplea más gente que la brasileña y agrega mayor valor que la de aquel país. La diferencia es que no existe una marca “Mexair” que sea tan visible y proyecte poderío. Sin embargo, ¿a qué país le va mejor en esta industria, qué población tiene mayor probabilidad de acceder a la riqueza? El caso es emblemático porque ilustra dos concepciones radicalmente distintas del mundo.

Nuestro problema es que no hemos concluido la revolución que se inició en los ochenta. El país vive los restos del sistema protegido de antaño donde conviven –pero no se comunican- empresas inviables con las más productivas y exitosas de la economía globalizada. La fusión no ha sido muy feliz porque ha limitado la capacidad de crecimiento de las más modernas y competitivas, a la vez que ha preservado una industria vieja que no tiene capacidad alguna de competir. El dilema es cómo corregir estos desfases. La tesitura es obvia: avanzar hacia el desarrollo o preservar la mediocridad.

A veinte años del inicio del TLC resulta evidente que en la política (y política económica) es la inversión de largo plazo la que paga dividendos. Muchos de los avatares políticos de los últimos años, y no pocas de nuestras dificultades económicas, han sido producto de apuestas al corto plazo, mismas que nunca resultan bien. El TLC es el mejor ejemplo de que el largo plazo es lo que trae resultados.

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La asimetría de poder, una gran oportunidad para México

  • América Economía – Luis Rubio

En una conferencia sobre el futuro del Medio Oriente  me encontré una respuesta a uno de nuestros dilemas. Se trata de una región por demás compleja, donde los temas religiosos, políticos, territoriales y geopolíticos se traslapan y son absolutamente contenciosos. En una de las presentaciones,  un participante de Qatar resumió su perspectiva así: “en la reciente comparecencia del nominado secretario de defensa estadounidense, Chuck Hagel, se mencionó más veces a Irán, Israel y China que a Canadá o México. De hecho, estos países no fueron mencionados una sola vez”. El comentario pretendía mostrar la importancia de la región para EE.UU., pero la discusión me hizo meditar sobre las implicaciones de esa afirmación para nosotros: ¿es bueno o malo? En todo caso, ¿cuál es su consecuencia?

Si uno recuerda, a lo largo de la campaña presidencial estadounidense del 2012, no fue infrecuente la queja de que México no se mencionó en los debates entre candidatos, discursos de campaña o de inauguración del presidente Obama. De manera subyacente, se lee la ausencia de mención de México como desprecio, como que no les importamos. Esa manera de leer el discurso político entraña la expectativa de que de ellos dependen las soluciones a nuestros problemas o que su poder es tanto que no podemos hacer nada sin su anuencia.

México no es un tema que genere discordancia entre los partidos políticos o que amerite discusiones y polémicas interminables. Lo anterior no quiere decir que les plazca nuestra situación, sólo que no hay polémica al respecto. Puesto en otros términos, es mucho mejor que no se nos mencione a que se nos equipare con Corea del Norte o Irán, por mencionar dos casos obvios.

 

Mi perspectiva es otra. La ausencia de mención implica que México no es un tema contencioso en su lectura y diagnóstico, y menos cuando se le compara con lo que ocurre en el resto del mundo. México no es un tema que genere discordancia entre los partidos políticos o que amerite discusiones y polémicas interminables. Lo anterior no quiere decir que les plazca nuestra situación, sólo que no hay polémica al respecto. Puesto en otros términos, es mucho mejor que no se nos mencione a que se nos equipare con Corea del Norte o Irán, por mencionar dos casos obvios.

Hay casi 200 países en el mundo, para la abrumadora mayoría de los cuales EE.UU. es un punto de referencia fundamental y con quien pretenden avanzar sus intereses. Visto desde la óptica de los estadounidenses, hay algunos países más importantes que otros, pero su concentración inevitablemente se dispersa entre tanta demanda de atención. No es lo mismo la perspectiva de Roma que la de las provincias distantes.

Pero la distancia, y la percepción (y, para muchos, queja) de asimetría no es necesariamente tal ni implica imposibilidad de actuar. Hace tiempo, Joseph Nye, profesor de Harvard, hacía referencia a esta situación al referirse a Cuba: “nosotros siempre hemos creído que tenemos control de la situación, pero en Cuba enfrentamos a un actor que tiene la vista fijamente puesta en nosotros y cada rato nos deja un ojo morado”. El tema clave es que con mucha frecuencia hemos percibido a la asimetría de poder y tamaño como una calamidad, cuando en realidad, como ilustra Castro, puede ser una enorme oportunidad.

Así como a quien trae un martillo en la mano le parece que todo lo que hay en el mundo son clavos, desde la perspectiva de la potencia, todo el mundo amerita una respuesta similar. De esa concepción han surgido igual esquemas de conducción económica que estrategias de combate a la criminalidad. Como en todo, algunas funcionan y otras no. Pero el punto clave es que la nación más débil en esa relación no tiene por qué aceptar de manera dogmática o acrítica todos sus planteamientos ni que una perspectiva distinta tenga por qué implicar un conflicto.

En una relación asimétrica, la nación débil tiene que definir la naturaleza de la vinculación y dedicarse a avanzarla de manera permanente y sistemática. El tamaño de la potencia y la diversidad y dispersión de sus intereses exige que la nación pequeña o menos poderosa defina la agenda y convenza a la grande. En términos generales, nosotros hemos hecho exactamente lo contrario: hemos esperado a que ellos definan la agenda y luego nos hemos dedicado a protestar.

La gran excepción, y la mejor muestra de la forma en que debemos conducirnos, es el TLC norteamericano. Ahí fue México quien definió la agenda, forzó a Washington a responder, desarrolló una amplia y ambiciosa estrategia de redefinición de la relación y se dedicó a “venderla” de manera integral: a todos sus públicos, grupos de interés y actores clave.

Lo más destacable del planteamiento mexicano a Washington en aquel momento fue su deliberado abandono de viejas formas de actuar. México no pretendía defender el orden existente  sino utilizar un acuerdo comercial (y, sobre todo, de inversión) para apalancar su propio desarrollo y crear un nuevo orden económico. En lugar de recurrir al gastado recurso de intentar poner en la mesa de negociación el statu quo, México se dedicó a intentar construir uno nuevo. México no pretendió modificar el statu quo de EE.UU., sino que escogió sus batallas: por ejemplo, haber pretendido incorporar el tema migratorio en esa instancia previsiblemente habría descarrilados la negociación.

En su Leviatán, Thomas Hobbes escribió que “Así hallamos en la ‘naturaleza’ del hombre tres causas principales de discordia. Primera, la competencia; segunda, la desconfianza; tercera, la gloria. La primera causa impulsa a los hombres a atacarse para lograr un beneficio; la segunda, para lograr seguridad; la tercera, para ganar reputación”. La naturaleza de los países no es muy distinta. Las iniciativas que se emprendan deben avanzar  nuestro desarrollo y no esperar que otros lo limiten o impongan. A cada sapo su pedrada.

http://www.americaeconomia.com/analisis-opinion/la-asimetria-de-poder-una-gran-oportunidad-para-mexico