América Economía – Luis Rubio
El principal problema económico de México, dice el presidente del PAN, es su sistema político porque ha impedido tomar las decisiones y emprender reformas que el país requiere. Nadie que haya observado la forma de funcionar del país podría objetar esta apreciación que, no por casualidad, coincide con la disposición de los tres partidos políticos a sumarse en lo que se conoció como el Pacto por México. El Pacto permitió muchos cambios necesarios pero el verdadero problema del país reside en la realidad del poder.
La gran pregunta es si el problema radica en que los procedimientos existentes no sirven para procesar las decisiones o conflictos (de ahí el Pacto), o en que las instituciones existentes no lo hacen porque son extremadamente vulnerables. Esta disyuntiva yace en el corazón de nuestra aparente incapacidad para construir proyectos de largo plazo, atraer inversiones en sectores y proyectos que entrañan tiempos transexenales y conferirle certidumbre a la población. El problema es de las últimas décadas porque en el pasado remoto el país era muy distinto: cerrado, poca población, poca información y una estructura económica auto-contenida.
El gran reto de México no reside en la definición de procedimientos (aunque esto sea indispensable), sino en la decisión del gobernante de constreñir su propio poder en aras de darle permanencia a su proyecto y, como resultado, sentar las bases para el desarrollo sostenido.
No es casualidad que enfrentemos desafíos en ámbitos tan distintos como el de la seguridad, la composición de los órganos reguladores (competencia, telecomunicaciones, transparencia, energía, elecciones) y la legislación secundaria relativa a las reformas constitucionales emprendidas el año pasado. No es que las cosas hayan empeorado sino que no se atienden de una manera consistente. Cada una de las reformas emprendidas tiene su mérito y propósito, pero sólo podrán prosperar en la medida en que satisfagan dos criterios genéricos: uno, que garanticen continuidad transexenal; y, dos, que verdaderamente “ataquen” el corazón de los problemas en el sector o actividad respectiva. Ninguna de las dos cosas es evidente.
El problema de la continuidad se remite a la concentración de poder: es tanta la concentración y tan grande la capacidad del gobernante de modificar la correlación de fuerzas que su propensión natural conduce a ignorar lo existente y construir algo totalmente nuevo. Unos gobiernos descentralizan, otros centralizan; una administración propone un modelo policial determinado, la siguiente lo reinventa. El punto es que no hay continuidad alguna, factor que yace en el corazón de la debilidad de nuestras instituciones.
En términos llanos, en la medida en que un gobierno pueda modificar el contenido de las instituciones a su antojo, la institución es incapaz de cumplir su cometido. Quizá no haya mejor prueba de lo anterior que el hecho de que los integrantes de las comisiones encargadas de procesos clave como las elecciones, transparencia y regulación (competencia y telecomunicaciones) son cambiados con regularidad pero no cuando les corresponde: esos cambios tienen el efecto de debilitar a las instituciones porque evidencian la inexistencia de autonomía real. En la medida en que ni la sociedad ni los integrantes de esas entidades tengan certeza de su permanencia, su actuar será de incredulidad o de rechazo, corrupción o acomodamiento.
En los últimos meses se creó un enorme número de entidades con supuesta autonomía constitucional, término que todavía está por precisarse en la realidad. Entiendo que el objetivo de quienes avanzaron esta noción respondía a la urgencia de fortalecer la capacidad de acción del Estado, distinta a la del gobierno, en áreas tan importantes y sensibles. La pregunta es qué será distinto en esta ocasión que justifique la certidumbre a que aspiran los reformadores. En otras palabras, ¿cómo van a garantizar la permanencia de los comisionados (o equivalente) y asegurar la independencia de sus decisiones? No es un tema sencillo de resolver dada tanto la propensión a modificar las instituciones y sus integrantes como la falta de respeto hacia éstas, ambos producto de la realidad del poder.
En el corazón de este problema yace el hecho simple y llano de que las cosas ocurren, en este caso la capacidad de modificar instituciones supuestamente autónomas, porque quienes llevan a cabo la modificación tienen el poder para hacerlo. No hay vuelta de hoja.
En términos generales, en los países en que se logró “dar el salto” hacia la institucionalización ésta fue producto de la visión de un individuo o de un pequeño núcleo que reconoció el costo de la ausencia de instituciones sólidas, susceptibles de conferirle permanencia y confiabilidad a sus propios proyectos. Es decir, fue tanto por conveniencia como por convicción. Caso tras caso, desde el imperio otomano hasta el fin de la última dinastía china y pasando por un sinnúmero de ejemplos (como Corea, Taiwán y Chile) y, en las últimas décadas, algunas naciones del este de Europa, la institucionalización ha sido producto de la visión y disposición del gobernante de utilizar su vasto poder para acotarlo. La institucionalización no ocurre porque se decrete en la constitución sino cuando el propio gobernante acepta que el futuro requiere acotar su propio poder para someterlo a procesos que no dependen de una persona. Cuando eso sucede, el país pasa a otro nivel de civilización.
El gran reto de México no reside en la definición de procedimientos (aunque esto sea indispensable), sino en la decisión del gobernante de constreñir su propio poder en aras de darle permanencia a su proyecto y, como resultado, sentar las bases para el desarrollo sostenido. Esto es imposible con el statu quo.
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