Ley terciaria

          Luis Rubio

Primero se aprobaron las reformas constitucionales, ahora todo está concentrado en las leyes secundarias. Luego vendrá la parte más importante, la ley terciaria: la realidad. «Una de las cosas bellas de la realidad, dice el filósofo James Morris, es que es lo que es, independientemente de lo que se diga al respecto». Podría haber estado hablando del proceso legislativo mexicano: en los meses pasados, la CNTE mostró lo efectiva -y trascendente- que es esta tercera etapa. Habría que incorporar esta perspectiva en el proceso de redacción de la ley secundaria en energía…

La realidad tiene distintas dimensiones. La más obvia, porque es pública, al menos en forma, es la que tiene lugar en el entorno legislativo propiamente dicho: al menos en teoría, ahí se presentan todas las posturas, intereses y actores relevantes. En un país serio ahí comenzaría y terminaría el proceso. En nuestro caso, esa dinámica está siendo muy distinta este año que la del pasado: para los que cuentan -quienes se verían afectados o beneficiados por el nuevo esquema legal- las reformas constitucionales pueden cambiar el contexto, pero lo que realmente cuenta es la ley reglamentaria y es ahí, este año, en que todos los intereses «de adentro» están haciendo sentir su peso.

Otra dimensión de la realidad es la que tiene lugar después del proceso: en las calles y en las plantas, o sea, en la realidad mundana. Esa es la verdadera prueba de la viabilidad de una ley. Las burocracias, sindicatos, contratistas, mafias y otros actores en cada uno de los sectores afectados pueden ser tan ruidosos como la CNTE o tan sutiles como sería un burócrata en control de un activo neurálgico, pero ambos tienen el mismo efecto: paralizar o “adecuar” la reforma en la práctica. En cierta forma, la CNTE fue una anomalía en este último año por el descabezamiento del sindicato. Su fuerza habría sido mucho menor bajo el escenario del statu quo ante.

Sea como fuere, en 2014 son obvios dos procesos: el legislativo y el real, la ley terciaria, y esta última suele ser mucho más trascendente y relevante que los deseos del reformador más agudo y decidido. Nuevamente, el ejemplo de la CNTE es útil simplemente por la enorme debilidad del Estado: si ni la paz puede garantizar, ¿cómo esperar que va a lograr aterrizar esa palabra exquisita del lenguaje burocrático, la «rectoría» del Estado?

No hay que ir muy lejos para imaginar lo complejo de lo que viene y, dentro de ello, el enorme número de oportunidades para paralizar una reforma como la energética. Sin conocer mayor cosa del sector, algunas áreas clave son: licitaciones, regulación, credibilidad del regulador, interconexión (ductos, cables, redes eléctricas), competencia. En el pasado ha habido infinidad de licitaciones para contratos de diverso tipo en PEMEX que, aunque formalmente internacionales y transparentes, acaban siendo acaparadas por dos o tres ingenieros porque las reglas de la licitación eran tan caprichudas que sólo ellos podían satisfacerlas. Obviamente esto no era producto de la casualidad.

Este año va a ser crucial para el futuro del país. Luego del huracán constitucional del año pasado, lo que viene va a definir qué clase de economía tendremos y, sin duda, qué clase de país construiremos. La transformación que, al menos en potencia, ha sido legislada es tan enorme que la ley secundaria va a requerir un gran cuidado y, a la vez, va a ser sujeto de presiones interminables por parte de todos los actores: desde los reformadores que aunque no tienen interés particular, con frecuencia suponen más de lo que saben, lo que lleva a plasmar errores garrafales en la ley, hasta las decenas de grupos y personas cuyos intereses van de por medio. Encima de lo anterior vendrán los actores ideológicos que, pretendiendo salvar a la república, incorporarán toda clase de restricciones en la forma de un lenguaje barroco que luego permita toda latitud a los abogados y tribunales.

Para complicar el asunto, por razones obvias de nuestra historia, en México no tenemos mayor experiencia en asuntos energéticos desde la perspectiva legal porque la realidad no lo requería. Este hecho no es bueno ni malo en sí mismo, pero implica que, cualquiera que sea el resultado del trabajo legislativo, la ley que emerja  va a ser la plataforma que se empleará para decidir litigios cuando estos se presenten. Dada la forma tan abrupta en que se aprobó la reforma constitucional, nuestra propensión a producir entuertos legislativos ininteligibles (y saturados de lenguaje confuso diseñado ex profeso para darle discrecionalidad a la autoridad), y la arbitrariedad con que se deciden cosas de manera cotidiana, el potencial de conflicto es infinito. Si el objetivo es atraer capital del exterior, capital por fuerza de largo plazo, todo mundo debe saber que los litigantes estarán un paso atrás de cada decisión.

En pocas palabras, la realidad se va a imponer independientemente de las preferencias de todos los involucrados. La ley terciaria es siempre definitiva y brutal y, peor, como decía Maquiavelo en sus historias florentinas, «los ganadores, ganen como sea, no tienen vergüenza». A quienes resulten ganadores o perdedores, en lo que salga en la reforma se les va la vida y por lo tanto harán todo lo posible por impedirla, adecuarla a sus necesidades o neutralizarla. Quizá la CNTE sea muy obvia y burda en sus formas y planteamientos pero nadie puede cerrar los ojos ante su evidente victoria en el terreno que cuenta, el de la realidad.

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La detención de El Chapo y la oportunidad de crear una estrategia de seguridad

 América Economía – Luis Rubio

La detención de El Chapo es de enorme importancia, pero su trascendencia dependerá de lo que se haga a partir de ahora. Todavía es prematuro aventurar conclusiones, pero sí es posible elucubrar sobre sus potenciales implicaciones.

La propaganda en torno a El Chapo me ha hecho recordar la caracterización que de Adolph Eichmann hizo Hannah Arendt cuando cubrió su juicio en Jerusalém. Aunque es evidente que el Holocausto nada tiene que ver -en dimensiones, escala, trascendencia, horror o maldad- con el narco, la fotografía del personaje de Sinaloa permite observar que se trata de un mero eslabón de una larga cadena donde el individuo, aislado de su mafia, no es más que un simple «funcionario» mas. Por eso, por más que sea meritoria su captura, el problema que asedia a la población –extorsión y secuestro- no cambia con la detención de un capo, sino exige atención a todo el sistema que lo hace posible. La gran pregunta es si esta detención envalentonará al gobierno para enfrentar el verdadero desafío.

El problema que asedia a la población –extorsión y secuestro- no cambia con la detención de un capo, sino exige atención a todo el sistema que lo hace posible. La gran pregunta es si esta detención envalentonará al gobierno para enfrentar el verdadero desafío.

El gobierno tiene razón en autofelicitarse y nadie puede escatimarle el crédito de haber capturado a quien, por tantos años, se había burlado del sistema de justicia. El gobierno se puede vanagloriar de su eficacia, pero ahora tendrá que demostrar que realmente está dispuesto a diseñar y hacer valer una estrategia que trascienda el asunto del individuo en cuestión o, incluso, del negocio del narco en su conjunto, para atender el tema que yace en el fondo, que es la seguridad de la población y la ausencia de un gobierno eficaz que la haga efectiva.

La captura es importante por su simbolismo: a partir de ahora se podría desarrollar un plan serio de lucha contra la impunidad, pero en esto la historia no es encomiable. A pesar de la narrativa que con celeridad se construyó respecto a la mecánica de la detención, la información proveniente del exterior sugiere que no hubo nada excepcional en el actuar de las fuerzas de seguridad. Fueron entidades estadounidenses las que aportaron los datos cruciales que hicieron posible que la Marina capturara al capo con tanta limpieza y eficacia. Nada malo en ello, pero hizo patente que no existe una nueva estrategia.

El asunto de la estrategia es más relevante de lo que se pudiera pensar. En primer lugar, cabe preguntarse si en realidad existe la convicción de que es necesario reconstituir a las instituciones responsables de garantizar la seguridad de la población. Aunque hace un año el presidente lanzó elogios a la reforma policiaca de Nuevo León, no hay indicio alguno de que ésta, u otra, se esté aplicando para lograr lo que a todas luces es medular: desarrollar capacidad policiaca y judicial a nivel estatal y local.

En segundo lugar, si efectivamente no existe una estrategia de seguridad, ¿seguimos con la estrategia estadounidense de “cortar cabezas”? En concepto, la búsqueda de capos y su “eliminación” o encarcelamiento tiene todo el sentido del mundo porque se avanza la causa de la justicia y se ataca la impunidad de frente. Sin embargo, esa estrategia quizá sea viable o idónea para el territorio norteamericano donde existen autoridades policiacas y judiciales funcionales en los tres niveles de gobierno: cuando se detiene a un capo, las policías locales actúan contra el resto de la mafia involucrada y, usualmente, logran desarticular a la organización en su conjunto. La experiencia de México y, no sobra decirlo, de Irak, sugiere que esa estrategia es contraproducente donde no existe una similar estructura de autoridad, porque la captura del capo no conduce al desmantelamiento de la organización, sino a su fragmentación, con el consecuente ascenso en los niveles de violencia. Con esto no quiero sugerir que se debe abandonar la búsqueda y captura de líderes, pero sí que no es suficiente, ni siquiera lo más relevante.

Ahí yace el problema: existe la posibilidad, nada remota, de que la detención del gran capo se convierta en un trofeo de vitrina que, como en el caso de la lideresa de los maestros, no tenga trascendencia más que en cuanto al efímero beneficio de hacer aparecer al gobierno como más eficaz de lo que realmente es. Por ello, toca ahora al gobierno determinar cómo usará la detención, confiadamente de manera más efectiva y perdurable que en el caso anterior.

Porque, a final de cuentas, el verdadero problema de México no reside en el narcotráfico, sino en la incapacidad de nuestro sistema de gobierno (en los tres niveles) de mantener la paz, proteger a la población y crear un clima de estabilidad para que sea posible que la economía progrese. Nadie le puede pedir al gobierno, a sólo un año de inaugurado, que entregue cuentas perfectas, pero es claro que no hay una estrategia que conduzca a ese fortalecimiento institucional (comenzando por policías y poder judicial), donde yace la única posibilidad de, eventualmente, resolver los problemas de seguridad del país.

Mark Kleiman afirma que la clave reside en utilizar la capacidad policiaca y judicial existente para imponerle a las mafias del narcotráfico reglas y límites tan severos –aunque modestos al inicio- como sea capaz de hacer cumplir, seguido de un fortalecimiento sistemático de esa capacidad hasta que logre imponer la paz y limitar el actuar de los narcos estrictamente al movimiento de sus mercancías hacia el norte. La captura de El Chapo permite darle vuelo a una estrategia así, pero sólo funcionará si de verdad se diseña y hace funcionar. Para eso la retórica es insuficiente: se requiere actuar.

http://www.americaeconomia.com/analisis-opinion/la-detencion-de-el-chapo-y-la-oportunidad-de-crear-una-estrategia-de-seguridad

¿Ahora qué?

Luis Rubio

La detención de “El Chapo” es de enorme importancia pero su trascendencia dependerá de lo que se haga a partir de ahora. Todavía es prematuro aventurar conclusiones, pero sí es posible elucubrar sobre sus potenciales implicaciones.

La propaganda en torno al Chapo me ha hecho recordar la caracterización que de Adolph Eichmann hizo Hannah Arendt cuando cubrió su juicio en Jerusalém. Aunque es evidente que el holocausto nada tiene que ver -en dimensiones, escala, trascendencia, horror o maldad- con el narco, la fotografía del personaje de Sinaloa permite observar que se trata de un mero eslabón de una larga cadena donde el individuo, aislado de su mafia, no es más que un simple «funcionario» mas. Por eso, por más que sea meritoria su captura, el problema que asedia a la población –extorsión y secuestro- no cambia con la detención de un capo sino exige atención a todo el sistema que lo hace posible. La gran pregunta es si esta detención envalentonará al gobierno para enfrentar el verdadero desafío.

El gobierno tiene razón en auto felicitarse y nadie puede escatimarle el crédito de haber capturado a quien, por tantos años, se había burlado del sistema de justicia. El gobierno se puede vanagloriar de su eficacia pero ahora tendrá que demostrar que realmente está dispuesto a diseñar y hacer valer una estrategia que trascienda el asunto del individuo en cuestión o, incluso, del negocio del narco en su conjunto, para atender el tema que yace en el fondo, que es la seguridad de la población y la ausencia de un gobierno eficaz que la haga efectiva.

La captura es importante por su simbolismo: a partir de ahora se podría desarrollar un plan serio de lucha contra la impunidad, pero en esto la historia no es encomiable. A pesar de la narrativa que con celeridad se construyó respecto a la mecánica de la detención, la información proveniente del exterior sugiere que no hubo nada excepcional en el actuar de las fuerzas de seguridad. Fueron entidades estadounidenses las que aportaron los datos cruciales que hicieron posible que la Marina capturara al capo con tanta limpieza y eficacia. Nada malo en ello, pero hizo patente que no existe una nueva estrategia.

El asunto de la estrategia es más relevante de lo que se pudiera pensar. En primer lugar, cabe preguntarse si en realidad existe la convicción de que es necesario reconstituir a las instituciones responsables de garantizar la seguridad de la población. Aunque hace un año el presidente lanzó elogios a la reforma policiaca de Nuevo León, no hay indicio alguno de que ésta, u otra, se esté aplicando para lograr lo que a todas luces es medular: desarrollar capacidad policiaca y judicial a nivel estatal y local.

En segundo lugar, si efectivamente no existe una estrategia de seguridad, ¿seguimos con la estrategia estadounidense de “cortar cabezas”? En concepto, la búsqueda de capos y su “eliminación” o encarcelamiento tiene todo el sentido del mundo porque se avanza la causa de la justicia y se ataca la impunidad de frente. Sin embargo, esa estrategia quizá sea viable o idónea para el territorio norteamericano donde existen autoridades policiacas y judiciales funcionales en los tres niveles de gobierno: cuando se detiene a un capo, las policías locales actúan contra el resto de la mafia involucrada y, usualmente, logran desarticular a la organización en su conjunto. La experiencia de México y, no sobra decirlo, de Irak, sugiere que esa estrategia es contraproducente donde no existe una similar estructura de autoridad porque la captura del capo no conduce al desmantelamiento de la organización sino a su fragmentación, con el consecuente ascenso en los niveles de violencia. Con esto no quiero sugerir que se debe abandonar la búsqueda y captura de líderes, pero sí que no es suficiente, ni siquiera lo más relevante.

Ahí yace el problema: existe la posibilidad, nada remota, de que la detención del gran capo se convierta en un trofeo de vitrina que, como en el caso de la lideresa de los maestros, no tenga trascendencia más que en cuanto al efímero beneficio de hacer aparecer al gobierno como más eficaz de lo que realmente es. Por ello, toca ahora al gobierno determinar cómo usará la detención, confiadamente de manera más efectiva y perdurable que en el caso anterior.

Porque, a final de cuentas, el verdadero problema de México no reside en el narcotráfico sino en la incapacidad de nuestro sistema de gobierno (en los tres niveles) de mantener la paz, proteger a la población y crear un clima de estabilidad para que sea posible que la economía progrese. Nadie le puede pedir al gobierno, a sólo un año de inaugurado, que entregue cuentas perfectas, pero es claro que no hay una estrategia que conduzca a ese fortalecimiento institucional (comenzando por policías y poder judicial), donde yace la única posibilidad de, eventualmente, resolver los problemas de seguridad del país.

Mark Kleiman afirma que la clave reside en utilizar la capacidad policiaca y judicial existente para imponerle a las mafias del narcotráfico reglas y límites tan severos –aunque modestos al inicio- como sea capaz de hacer cumplir, seguido de un fortalecimiento sistemático de esa capacidad hasta que logre imponer la paz y limitar el actuar de los narcos estrictamente al movimiento de sus mercancías hacia el norte. La captura del Chapo permite darle vuelo a una estrategia así, pero sólo funcionará si de verdad se diseña y hace funcionar. Para eso la retórica es insuficiente: se requiere actuar.

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México: no dudemos de la enorme trascendencia del Tlcan

América Economía – Luis Rubio

México lleva más de 200 años como nación independiente y los mexicanos hemos visto de todo: periodos de luz y periodos de obscuridad, eras de crecimiento y etapas de crisis, tiempos de paz y tiempos de violencia: momentos de optimismo e intervalos aciagos. También ha habido innumerables planes grandiosos, la mayoría de los cuales acabó arrojando resultados casi siempre paupérrimos. La desconfianza en el gobierno no es reciente ni producto de la casualidad.

Muchas son las razones para tan magros resultados pero destacan dos: falta de continuidad y falta de realismo. El problema de continuidad se resume en el hecho de que cada seis años se reinventa la rueda.No hay plan en México que resista un cambio de sexenio: cada gobierno tiene que imprimirle una lógica nueva a su proyecto, generalmente sin que medie una evaluación objetiva de lo existente. Lo anterior siempre fue malo, inadecuado o insuficiente, lo que exige un cambio, con frecuencia radical.

La falta de realismo se deriva del voluntarismo que suele caracterizar a los planes de gobierno: llega una nueva pandilla al poder, llena de ideas creativas e innovadoras con las que espera cambiar, transformar al país de raíz. Algunos de esos planes tienen sentido, pero la abrumadora mayoría han sido meras ocurrencias, sustentadas en la expectativa de que el gobierno, porque es el dueño del mundo, va a lograr su cometido. En adición a lo anterior, nuestros gobiernos y legisladores han sido extraordinariamente proclives a avanzar grandes planes sin llevar a cabo los cambios que serían indispensables para lograr su propio objetivo. Así, acabamos con una Constitución saturada de buenos deseos que no tienen ni la menor probabilidad de traducirse en el desarrollo del país o bienestar de la población.

El resultado es que no existe un sistema de gobierno al que un ciudadano se pueda referir o en el que pueda confiar. Todo depende del presidente en turno y su plan sexenal. Lo importante no es consolidar un sistema de gobierno  que trate a todos los ciudadanos por igual y de manera impersonal, sino la gran visión y los cuates. Por supuesto que nada de esto abona a lograr la lealtad de la ciudadanía: más bien, al contrario, ésta siempre queda a la espera –el temor- de lo que vendrá, con toda la incertidumbre que ello entraña.

Las reformas de los 80 y 90 no fueron distintas. Aunque existía un concepto transformador que las animaba, el llamado “modelo” que le daba coherencia al planteamiento rector, el plan estaba saturado de contradicciones que explican buena parte de los resultados. Algunos sectores quedaron sujetos a la competencia, otros no; las privatizaciones siguieron una lógica de maximización del ingreso fiscal en lugar de la transformación de la estructura industrial; se liberalizó pero sin desproteger a los favoritos del régimen; se eliminaron regulaciones pero se preservaron subsidios. En una palabra, se trataba de otro más de los grandiosos planes que transformarían al universo.

Con una excepción, que ha transformado al país. El TLC fue concebido para conferirle permanencia a las reformas que se habían llevado a cabo hasta ese momento. Buenas o malas, y con todas sus insuficiencias, esas reformas entrañaban la oportunidad de efectivamente transformar la realidad pero sólo si se preservaban en el largo plazo. En otras palabras, el imperativo categórico del TLC fue el de procurar darle certidumbre al factor clave de las reformas, la piedra de toque del proyecto modernizador de ese momento: la inversión.

Revelador de la naturaleza del sistema político, lo crucial del TLC reside en el reconocimiento de la inviabilidad de las instituciones existentes para conferir el tipo de garantía que el inversionista requiere. En ese sentido, aunque contenga dos mil páginas, el TLC no es otra cosa que una forma de “pedir prestadas” instituciones estadounidenses para beneficio de México. En eso yace su esencia y también sus limitaciones.

El TLC fue concebido para preservar lo logrado, pero no para avanzar lo que hacía falta. De esta forma, en otra más de las innumerables contradicciones del proyecto reformador, el TLC logró lo elemental –conferir garantías- pero hizo posible abandonar el proceso de reforma precisamente cuando éste era más importante. Todo se paralizó justo cuando el conjunto de la sociedad y economía mexicanas tenían que comenzar a experimentar una transformación en las estructuras productivas y en la educación, en la naturaleza del gobierno y en los mecanismos de regulación para elevar la productividad. Lo urgente implicaba completar una transición integral para pasar de una economía cerrada y protegida a una abierta y competitiva. Así, en lugar de que eso ocurriese, se acabó creando y preservando una economía dual donde una parte es competitiva y la otra constituye un fardo para el crecimiento.

El TLC coadyuvó a la transformación de innumerables sectores industriales, abrió oportunidades para el crecimiento de empresas y actividades, elevó la productividad de grandes porciones de la economía y logró su objetivo principal respecto a la inversión.

Cualquiera que sea la posición que uno tome respecto al TLC, nadie puede dudar de su enorme trascendencia y de su función medular en lograr prácticamente todo lo positivo que ocurre en la economía mexicana. Lo que el TLC no puede hacer es substituir las funciones esenciales de gobierno. Ese es el gran déficit que vive la sociedad mexicana y de eso depende la realización de su enorme potencial.

http://www.americaeconomia.com/economia-mercados/comercio/mexico-no-dudemos-de-la-enorme-trascendencia-del-tlcan

 

Pasado común, presente de división

Luis Rubio

 

En una película intitulada Ángel, sobre los conflictos de Irlanda del norte, hay una escena en la que un personaje le pregunta a otro: «¿eres protestante o católico?» «Ninguna de las dos» le responde: «de hecho, soy judío». «Está bien» responde el primer personaje: «pero dime, ¿eres un judío protestante o un judío católico?» Cuando vi esa película de inmediato pensé en nuestra comunidad: hay tantas divisiones internas que parecemos incapaces de ser simplemente judíos.

Pero el problema, que ha estado presente siempre, ha ido adquiriendo nuevas dimensiones y cambiado de naturaleza. Cuando salió esa película, en 1982, las divisiones tenían que ver, fundamentalmente, con el origen geográfico de nuestros abuelos o bisabuelos. Quizá no haya mejor manera de ilustrar esa época que con la forma en que se denigraban unos a otros: para algunos de nuestros hijos el empleo de términos como shajato o idishico seguramente parecerá extraño y, probablemente, nunca lo hayan escuchado en su acepción peyorativa, pero ejemplifica toda una era de nuestra evolución comunitaria. Hoy las diferencias tienen que ver con los crecientes niveles de intolerancia y discriminación -hacia distintas maneras de expresar y vivir el judaísmo o seguir prácticas comunitarias- que existen dentro de las propias comunidades y de unas respecto a otras.

El centenario de la vida institucional judía en México es una excepcional oportunidad para reflexionar sobre la evolución de la comunidad judía en México. La fundación de la comunidad Monte Sinai, la primera comunidad organizada en México, convocó y sumó a todos los judíos que habían llegado al país, no sólo a los de la comunidad siria, así fuera mayoritaria en aquel momento, sino la de todos los judíos que residían en el país. El bisabuelo de mi esposa, de origen ruso, fue uno de los fundadores. La comunidad Monte Sinai se convirtió en el centro comunitario por excelencia. ¡Qué tiempos aquellos!

Los tiempos cambiaron. Con la creciente llegada de inmigrantes de Siria, Turquía, Rusia, Polonia, Lituania y otras naciones europeas, la comunidad se fue diversificando y enriqueciendo. Se crearon nuevos templos y, poco a poco, surgieron las distintas organizaciones comunitarias que reflejaban, más que nada, el idioma y lugar de origen de sus miembros. Aún así, el espíritu siguió siendo de fraternal cooperación. Recuerdo en mi niñez que los Yeques, judíos de origen alemán, se reunían en un salón en el primer piso del templo sefaradí en la calle de Monterrey: dos comunidades que no podían ser más contrastantes en su historia, actitudes o prácticas comunitarias y, sin embargo, convivían sin problema alguno.

Pero hay un ejemplo todavía mejor que ilustra encuentros y formas de apoyo y colaboración dentro de nuestra comunidad que muchos no reconocerían como posibles hoy en día. En los setenta, antes de que construyeran su templo en Polanco, había un minian de miembros de la comunidad Maguen David que se reunía de manera sistemática en Bet El. Nadie lo objetaba y todo mundo lo veía como una forma natural de interacción y cooperación inter-comunitaria. Muchos miembros de esa comunidad hoy se rehúsan incluso a poner un pie en Bet El para una boda. Y ya para qué hablar de los Lubavitcher, que se cruzan la calle para no “pisar» el suelo de Bet El.  Los tiempos han cambiado.

Las siguientes generaciones experimentamos contrastes y distancias que reflejaban más el origen geográfico de nuestros abuelos que diferencias ideológicas fundamentales. Más allá de preservar el idioma, historia y tradiciones de cada contingente comunitario, el sistema escolar tuvo el efecto de acentuar las diferencias más que provocar la unidad judía. Sea como fuere, el tiempo acabó por erosionar esas absurdas distancias y hoy presenciamos una comunidad cada vez más integrada y lo que antes se denominaban matrimonios «mixtos» -entre miembros de comunidades distintas- ahora es la norma. Las abismales diferencias de antaño no sólo desaparecieron sino que hoy parecen tan remotas que cabe preguntarse ¿por qué?

Hoy las diferencias ya no tienen que ver con el origen de las generaciones anteriores sino con la intolerancia que han desarrollado algunas comunidades respecto a otras. En mi niñez fui miembro de los scouts que nos reuníamos en el Kadima, frente al parque México. Ahí mismo se reunía, entre otros, el Bnei Akiva, cuya sede se encontraba en la plaza Citlaltépetl, a una cuadra. Sobra decir que se trataba de dos tnuot difícilmente más contrastantes. A pesar de que los Scouts Israelitas de México era una organización exclusivamente judía, se trataba de una institución no sólo secular, sino una en la que la religión se encontraba esencialmente ausente: no era su razón de ser. Por su parte, la religión era el centro y naturaleza del Bnei Akiva. A pesar de esa diferencia fundamental, el respeto era palpable y absoluto. Se trataba de dos organizaciones diferentes pero con una liga común: ambas eran judías. Eso nunca estuvo en disputa. Muchas amistades se forjaron ahí que prevalecen cincuenta años después.

El tiempo ha cambiado. Hoy ya no existen espacios de respeto absoluto como los de entonces. Hoy no sólo se polarizan las diferencias de prácticas y concepciones sino que algunas organizaciones y comunidades se sienten dueñas no sólo de la verdad, sino del judaísmo mismo. La intolerancia ha reemplazado a la concordia y la discriminación de unas comunidades hacia otras se ha convertido en la norma: como si se tratara de católicos y protestantes en Irlanda del Norte.

Hemos llegado a situaciones absurdas en las que trámites comunes y corrientes no son reconocidos entre las comunidades. No me refiero a temas escabrosos como las conversiones, sino a asuntos elementales como el reconocimiento de ketuvot o certificados de iahadut, por citar los ejemplos más evidentes, que hoy se han vuelto uno de los nuevos frentes de contención e intolerancia. Hemos llegado al punto en que, desde la perspectiva de algunas comunidades, hay judíos de primera y judíos de segunda. Lo que nunca me ha quedado claro es cuál es cuál: el que discrimina o el discriminado.

Pero, como en la película que recordaba yo al inicio, el común denominador sigue siendo uno y sólo uno: podremos ser «judíos protestantes» o «judíos católicos» en ese ejemplo -o judíos halevi, shami, ashkenazim, sefaradim, betelianos, de Beth Israel o Lubavitcher en nuestra realidad- pero seguimos siendo judíos. Ninguno es dueño del judaísmo del que todos somos parte y componente por definición.

Por supuesto que existen diferencias en la forma en que cada una de las comunidades practica su judaísmo o lo concibe. Esas diferencias no son nuevas ni excepcionales y reflejan historias contrastantes. En Europa convivían modos distintos de practicar el judaísmo, incluyendo la religión -que de alguna manera se reflejaban con nitidez en la convivencia que yo experimenté como niño en el parque México- que son muy distintas a la historia de quienes provienen de Siria. Las circunstancias específicas eran otras, como ilustra la naturaleza misma de las comunidades y sus organizaciones. Pero sólo en México esa es materia de discriminación: en otros países las comunidades se reconocen y conviven independientemente de sus diferencias. Eso es lo que las comunidades judeo-mexicanas tienen que aprender a hacer.

Otro ángulo de esta misma perspectiva es la del Premio Nobel de Literatura, Isaac Bashevis Singer, quien contó la historia de un hombre que fue a Vilna, volvió y luego le confió a un amigo: “Los judíos de Vilna son personas extraordinarias. Vi a un judío que estudiaba todo el día. Vi a un judío que se dedicaba todo el día a pensar cómo hacerse rico. Vi a un judío que ondeaba una bandera roja y llamaba a la revolución. Vi a un judío que quería emigrar a Israel y vi un judío que era leal a su país. Vi a un judío que iba tras sus deseos y vi a un judío que evitaba toda tentación”. El otro hombre le respondió: “No sé por qué estás tan sorprendido. Vilna es una ciudad muy grande, y hay muchos judíos, de todo tipo”. “No, dijo el primer hombre, tú no entiendes, se trata del mismo judío”.

En el momento más aciago y sombrío de la Segunda Guerra Mundial, cuando Inglaterra parecía a punto de sucumbir ante el enorme poderío militar Nazi, Churchill convocaba a todos los británicos a comprender el conjunto y obviar las diferencias: «hemos diferido y hemos estado en conflicto pero ahora debemos estar unidos por el bien superior del país» o, en nuestro caso, de la concordia y convivencia comunitaria. Como ocurría hace sólo unos años. La convivencia intercomunitaria, o su ausencia, tiene consecuencias: en el enorme número de judíos que “desertan”, en las percepciones que tiene la sociedad mexicana sobre “los judíos” y en la forma en que se leen incidentes que involucran a judíos pero que nada tienen que ver con el judaísmo o la comunidad. Como diría Churchill, hay valores superiores que hemos sido incapaces de asimilar.

En su convocatoria para celebrar sus cien años de existencia, la comunidad Monte Sinai publicó un texto que afirmaba «la Sociedad de Beneficencia Alianza Monte Sinai fue la primera institución judía creada oficialmente en nuestro país, un organismo que conjuntó y hermanó a todas las familias judías que iban llegando, procedentes por igual de los países balcánicos, Europa Oriental u Occidental y del Medio Oriente». El propósito de la convocatoria es el de «dejar un legado histórico que represente la trascendencia de nuestra comunidad para futuras generaciones».

Me pregunto si el legado será el de la conjunción y hermandad que caracterizó la fundación de la comunidad Monte Sinai o el de intolerancia que hoy caracteriza a nuestra realidad comunitaria. No es un asunto menor.

Pedir prestado…

Luis Rubio

México lleva más de 200 años como nación independiente y los mexicanos hemos visto de todo: periodos de luz y periodos de obscuridad, eras de crecimiento y etapas de crisis, tiempos de paz y tiempos de violencia: momentos de optimismo e intervalos aciagos. También ha habido innumerables planes grandiosos, la mayoría de los cuales acabó arrojando resultados casi siempre paupérrimos. La desconfianza en el gobierno no es reciente ni producto de la casualidad.

Muchas son las razones para tan magros resultados pero destacan dos: falta de continuidad y falta de realismo. El problema de continuidad se resume en el hecho de que cada seis años se reinventa la rueda. No hay plan en México que resista un cambio de sexenio: cada gobierno tiene que imprimirle una lógica nueva a su proyecto, generalmente sin que medie una evaluación objetiva de lo existente. Lo anterior siempre fue malo, inadecuado o insuficiente, lo que exige un cambio, con frecuencia radical.

La falta de realismo se deriva del voluntarismo que suele caracterizar a los planes de gobierno: llega una nueva pandilla al poder, llena de ideas creativas e innovadoras con las que espera cambiar, transformar al país de raíz. Algunos de esos planes tienen sentido, pero la abrumadora mayoría han sido meras ocurrencias, sustentadas en la expectativa de que el gobierno, porque es el dueño del mundo, va a lograr su cometido. En adición a lo anterior, nuestros gobiernos y legisladores han sido extraordinariamente proclives a avanzar grandes planes sin llevar a cabo los cambios que serían indispensables para lograr su propio objetivo. Así, acabamos con una Constitución saturada de buenos deseos que no tienen ni la menor probabilidad de traducirse en el desarrollo del país o bienestar de la población.

El resultado es que no existe un sistema de gobierno al que un ciudadano se pueda referir o en el que pueda confiar. Todo depende del presidente en turno y su plan sexenal. Lo importante no es consolidar un sistema de gobierno  que trate a todos los ciudadanos por igual y de manera impersonal, sino la gran visión y los cuates. Por supuesto que nada de esto abona a lograr la lealtad de la ciudadanía: más bien, al contrario, ésta siempre queda a la espera –el temor- de lo que vendrá, con toda la incertidumbre que ello entraña.

Las reformas de los 80 y 90 no fueron distintas. Aunque existía un concepto transformador que las animaba, el llamado “modelo” que le daba coherencia al planteamiento rector, el plan estaba saturado de contradicciones que explican buena parte de los resultados. Algunos sectores quedaron sujetos a la competencia, otros no; las privatizaciones siguieron una lógica de maximización del ingreso fiscal en lugar de la transformación de la estructura industrial; se liberalizó pero sin desproteger a los favoritos del régimen; se eliminaron regulaciones pero se preservaron subsidios. En una palabra, se trataba de otro más de los grandiosos planes que transformarían al universo.

Con una excepción, que ha transformado al país. El TLC fue concebido para conferirle permanencia a las reformas que se habían llevado a cabo hasta ese momento. Buenas o malas, y con todas sus insuficiencias, esas reformas entrañaban la oportunidad de efectivamente transformar la realidad pero sólo si se preservaban en el largo plazo. En otras palabras, el imperativo categórico del TLC fue el de procurar darle certidumbre al factor clave de las reformas, la piedra de toque del proyecto modernizador de ese momento: la inversión.

Revelador de la naturaleza del sistema político, lo crucial del TLC reside en el reconocimiento de la inviabilidad de las instituciones existentes para conferir el tipo de garantía que el inversionista requiere. En ese sentido, aunque contenga dos mil páginas, el TLC no es otra cosa que una forma de “pedir prestadas” instituciones estadounidenses para beneficio de México. En eso yace su esencia y también sus limitaciones.

El TLC fue concebido para preservar lo logrado, pero no para avanzar lo que hacía falta. De esta forma, en otra más de las innumerables contradicciones del proyecto reformador, el TLC logró lo elemental –conferir garantías- pero hizo posible abandonar el proceso de reforma precisamente cuando éste era más importante. Todo se paralizó justo cuando el conjunto de la sociedad y economía mexicanas tenían que comenzar a experimentar una transformación en las estructuras productivas y en la educación, en la naturaleza del gobierno y en los mecanismos de regulación para elevar la productividad. Lo urgente implicaba completar una transición integral para pasar de una economía cerrada y protegida a una abierta y competitiva. Así, en lugar de que eso ocurriese, se acabó creando y preservando una economía dual donde una parte es competitiva y la otra constituye un fardo para el crecimiento.

El TLC coadyuvó a la transformación de innumerables sectores industriales, abrió oportunidades para el crecimiento de empresas y actividades, elevó la productividad de grandes porciones de la economía y logró su objetivo principal respecto a la inversión.

Cualquiera que sea la posición que uno tome respecto al TLC, nadie puede dudar de su enorme trascendencia y de su función medular en lograr prácticamente todo lo positivo que ocurre en la economía mexicana. Lo que el TLC no puede hacer es substituir las funciones esenciales de gobierno. Ese es el gran déficit que vive la sociedad mexicana y de eso depende la realización de su enorme potencial.

 

* Presentación del libro: Veinte años del TLC: Su dimensión política y estratégica, FCE.

 

 

 

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LO QUE VIENE

Febrero 2014

 

 FORBES – LUIS RUBIO

  “DESPUÉS DEL VENDAVAL VIENE LA CALMA”, reza un dicho popular. Y la calma en este caso podría ser corta: luego de un año de enorme efervescencia político-legislativa, la calma crea una oportunidad excepcional, quizá única, para avanzar la agenda gubernamental no en el terreno abstracto y en ocasiones etéreo de la política, sino en el concreto de la realidad cotidiana, ahí donde de verdad duele. Hasta ahora, por contencioso que haya sido el proceso de reforma, todo se ha constreñido a lo ideológico. Ahora comienza la lucha de intereses.

Innegable el éxito del gobierno en avanzar su plataforma legislativa en la dimensión constitucional. En el proceso, Enrique Peña Nieto mostró solidez, prudencia, flexibilidad y una impresionante disciplina. Desde su concepción, plasmada en el Pacto por México, la estrategia probó ser implacable y Peña Nieto no la siguió de manera dogmática sino que, como muestra el contraste entre la reforma fiscal y la de energía, se fue adaptando en el camino en aras de lograr su objetivo medular. El aplauso que se ha llevado en la prensa mundial no es gratuito.

Lo paradójico del momento es el contraste entre ese aplauso optimista y el pesimismo, o al menos escepticismo, que reina al interior del país. La explicación es simple: los mexicanos saben que la letra de la ley no tiene mucho que ver con la realidad cotidiana. En consecuencia, más que pesimismo, lo que hay en México es incredulidad: hasta no ver no creer. Y, en México, ver quiere decir implementar.

En comparación con sociedades altamente institucionalizadas, en México una buena operación política (algo inusual en las últimas décadas, razón por la cual destacan tanto los logros del año pasado), permite llevar a cabo grandes reformas. La velocidad con la que fue ratificada la reforma energética le hubiera dado un infarto colectivo a toda la sociedad danesa, donde una reforma constitucional puede dilatar hasta tres años y pocas son exitosas. De esta manera, en una sociedad poco institucionalizada como la mexicana, un buen liderazgo tiene la oportunidad de lograr transformaciones fundamentales, pero también de revertirlas, lo que alimenta el escepticismo.

En este contexto brilla de manera excepcional el TLC precisamente porque es lo único que no se ha cambiado en las últimas décadas. La apertura y liberalización han sido “moduladas”, muchos subsidios se han reintroducido y el gobierno actual se propone elevar – de manera consciente y pública – el gasto deficitario por primera vez desde la década de 1990. Estos vaivenes generan incertidumbre y cinismo entre la población porque implican el rompimiento de compromisos políticos. No así el TLC por sus anclas internacionales, exactamente lo que se buscaba lograr. Es crucial no ignorar estos factores, sobre todo por lo contencioso que puede llegar a ser la implementación de las reformas ya aprobadas.

En términos legislativos, el siguiente paso será el más trascendente. Mientras que una reforma constitucional es significativa en un sentido abstracto, la que establece las reglas del juego para los inversionistas reside en las leyes secundarias, asunto que se procesará este año en el Congreso. Para muchos analistas, ese proceso es meramente formal porque no requiere de alianzas legislativas con el PAN O PRD. Sin embargo, dada la naturaleza histórica del PRI – partido saturado de intereses particulares profundamente arraigados – la ausencia de los partidos de oposición implica carta blanca para que esos intereses actúen, directa o indirectamente, para acomodar la legislación a su conveniencia. En este sentido, el proceso será infinitamente más delicado y relevante este año. Los detalles que finalmente aparezcan en la legislación serán los que determinen su grado de éxito.

Parece probable que el gobierno había calculado que tenía que sacar su agenda legislativa en el primer año para poder comenzar a cosechar en los siguientes.  Su calendario tiene una lógica electoral (lograr resultados excepcionales para el momento de las elecciones intermedias), lo que implica emplear todos sus recursos –como el gasto y sus proyectos de infraestructura – de una manera proactiva. Quizá con lo que no contaba es con la explosión de Michoacán y, potencialmente, con lo complejo que pudiera llegar a ser la ley secundaria de energía.

Nadie debería minimizar o subestimar lo difícil que será el manejo político en 2014 sobre todo porque, como dijo Mike Tyson, “un buen golpe puede frustrar hasta el más inteligente de los planes”.

 “LOS MEXICANOS SABEN QUE LA LETRA DE LA LEY NO TIENE MUCHO QUE VER CON LA REALIDAD COTIDIANA. EN CONSECUENCIA, MÁS QUE PESIMISMO, LO QUE HAY EN MEXICO ES INCREDULIDAD”.

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LUIS RUBIO ES PRESIDENTE DEL CENTRO DE INVESTIGACION PARA EL DESARROLLO, A.C

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La propensión a las prácticas monopólicas en México

  • América Economía – Luis Rubio 

No es casualidad que en México predominen los monopolios o, más apropiadamente, las prácticas monopólicas. Todo en nuestro sistema, y en las prácticas que de ahí se derivan, conduce a formas de actuación y respuesta que van contra la competencia, la reducción de costos o la atención al consumidor. El abuso que los ciudadanos perciben por parte de proveedores de servicios, igual gubernamentales que privados, es producto de una realidad institucional que privilegia, y que por lo tanto hace inevitable, ese comportamiento. Las reformas que están en ciernes no atienden esa realidad.

La clave del funcionamiento de una economía reside en la forma en que ésta se gobierna. Si lo que la gobierna son reglas perfectamente definidas o prácticas largamente aceptadas por todos los actores, entonces los participantes en la actividad económica -inversionistas, empresarios, ahorradores, consumidores- aceptarán un largo horizonte de tiempo para la consecución de sus objetivos. En sentido contrario, cuando no existen reglas establecidas, procedimientos que obliguen a su cumplimiento y una autoridad que las hace valer, el horizonte de tiempos de todos esos mismos agentes económicos cambia radicalmente.

El gran reto de la reforma energética reside precisamente en eso: encontrar una forma en que los contratos sean creíbles para que fructifique la inversión. Además, es crucial que esas garantías sean suficientemente sólidas como para que la rentabilidad esperada no sea superior a los promedios internacionales.

Cuando un potencial inversionista confía en la permanencia de las reglas del juego, su expectativa de rentabilidad es menor que cuando esa permanencia es dudosa. Aunque pudiera parecer paradójico, esta diferencia refleja supuestos y expectativas contrastantes. Si la percepción es que todo depende de un determinado gobernante, el inversionista o empresario esperará resultados inmediatos y muy grandes; si su percepción es que el gobernante en turno es irrelevante para el desempeño de su inversión, su visión será de largo plazo y así ajustará su expectativa de rentabilidad.

Nunca deja de sorprenderme la forma en que se repavimentan las calles. En lugar de ir cuadra por cuadra para causarle la menor molestia a los automovilistas, los contratistas rompen el pavimento en todo el trayecto desde el primer minuto, aunque les tome meses concluir el trabajo. La razón es muy simple: una vez roto el pavimento nadie va a atreverse a cancelar el contrato. El comportamiento de los contratistas podría parecer abusivo, pero es absolutamente racional: sólo así garantizan el trabajo completo. El problema es de confianza en la autoridad y solidez de los contratos.

Ahora, a la luz de la posibilidad de que se inicie una era de licitaciones en materia energética, el asunto cobra inusitada relevancia. Mientras que muchos de los contratistas típicos son del sexenio y se arreglan «en lo obscurito», los potenciales licitantes en materia energética son empresas del primer mundo dispuestas a pelear lo que es suyo hasta el último día.

El asunto me vino a la mente hace unas semanas cuando leía yo sobre el conflicto entre la concesionaria y la autoridad aeroportuaria del D.F.  sobre la concesión que se otorgó para la construcción de la terminal 2 y su explotación en ciertas condiciones de rentabilidad. Yo no tengo idea quién tenga la razón, pero el altercado no es novedoso. Hace algunos años pasó algo similar con la concesión de agua en Aguascalientes al cambiar de gobernador y ahora ocurre con los ferrocarriles. El tema es de permanencia y confiabilidad de las reglas.

Lo relevante no son los casos particulares sino la ausencia de garantías para el cumplimiento de los contratos, circunstancia que inevitablemente genera suspicacias y desconfianza pero, sobre todo, propicia comportamientos anómalos. Una empresa de telefonía celular que tiene duda sobre la permanencia de su concesión va a cobrar el máximo posible por la prestación del servicio para lograr su objetivo de rentabilidad en el plazo más corto. Todo lo que venga después es la crema del pastel. Desde esta perspectiva, lo que un consumidor puede percibir como comportamiento abusivo es absolutamente lógico y racional para el prestador del servicio.

Desde luego, la gran paradoja es que, aunque los empresarios esperan un beneficio elevado e inmediato porque no confían en la permanencia de las reglas, muchas veces las reglas, o las concesiones o contratos, si permanecen, lo que implica no sólo una rentabilidad exorbitante, sino un abuso interminable al usuario y cliente. Nada es casualidad en nuestro país: la propensión a las prácticas monopólicas y al abuso son parte inherente de nuestra realidad política.

Nada de esto es novedoso, pero adquiere particular relevancia en el contexto de la apertura energética. En su propaganda, el gobierno prometió tarifas eléctricas más bajas y menor precio de las gasolinas. Independientemente de la viabilidad económica de esas promesas, no queda duda que su veracidad, o posibilidad de éxito, depende de la forma en que se garantice la credibilidad de los contratos que se lleguen a otorgar.

En su origen, el TLC fue la forma en que el gobierno de entonces encontró para crear un entorno de certidumbre para la inversión sobre todo manufacturera del exterior. El objetivo era encontrar un mecanismo que le confiriera credibilidad a la permanencia de las reglas. Lo impactante, entonces y ahora, es que no se encontró una forma en México que lo hiciera posible. El gran reto de la reforma energética reside precisamente en eso: encontrar una forma en que los contratos sean creíbles para que fructifique la inversión. Además, es crucial que esas garantías sean suficientemente sólidas como para que la rentabilidad esperada no sea superior a los promedios internacionales.

Monopolios

Luis Rubio

No es casualidad que en México predominen los monopolios o, más apropiadamente, las prácticas monopólicas. Todo en nuestro sistema, y en las prácticas que de ahí se derivan, conduce a formas de actuación y respuesta que van contra la competencia, la reducción de costos o la atención al consumidor. El abuso que los ciudadanos perciben por parte de proveedores de servicios, igual gubernamentales que privados, es producto de una realidad institucional que privilegia, y que por lo tanto hace inevitable, ese comportamiento. Las reformas que están en ciernes no atienden esa realidad.

La clave del funcionamiento de una economía reside en la forma en que ésta se gobierna. Si lo que la gobierna son reglas perfectamente definidas o prácticas largamente aceptadas por todos los actores, entonces los participantes en la actividad económica -inversionistas, empresarios, ahorradores, consumidores- aceptarán un largo horizonte de tiempo para la consecución de sus objetivos. En sentido contrario, cuando no existen reglas establecidas, procedimientos que obliguen a su cumplimiento y una autoridad que las hace valer, el horizonte de tiempos de todos esos mismos agentes económicos cambia radicalmente.

Cuando un potencial inversionista confía en la permanencia de las reglas del juego, su expectativa de rentabilidad es menor que cuando esa permanencia es dudosa. Aunque pudiera parecer paradójico, esta diferencia refleja supuestos y expectativas contrastantes. Si la percepción es que todo depende de un determinado gobernante, el inversionista o empresario esperará resultados inmediatos y muy grandes; si su percepción es que el gobernante en turno es irrelevante para el desempeño de su inversión, su visión será de largo plazo y así ajustará su expectativa de rentabilidad.

Nunca deja de sorprenderme la forma en que se repavimentan las calles. En lugar de ir cuadra por cuadra para causarle la menor molestia a los automovilistas, los contratistas rompen el pavimento en todo el trayecto desde el primer minuto, aunque les tome meses concluir el trabajo. La razón es muy simple: una vez roto el pavimento nadie va a atreverse a cancelar el contrato. El comportamiento de los contratistas podría parecer abusivo, pero es absolutamente racional: sólo así garantizan el trabajo completo. El problema es de confianza en la autoridad y solidez de los contratos.

Ahora, a la luz de la posibilidad de que se inicie una era de licitaciones en materia energética, el asunto cobra inusitada relevancia. Mientras que muchos de los contratistas típicos son del sexenio y se arreglan «en lo obscurito», los potenciales licitantes en materia energética son empresas del primer mundo dispuestas a pelear lo que es suyo hasta el último día.

El asunto me vino a la mente hace unas semanas cuando leía yo sobre el conflicto entre la concesionaria y la autoridad aeroportuaria del D.F.  sobre la concesión que se otorgó para la construcción de la terminal 2 y su explotación en ciertas condiciones de rentabilidad. Yo no tengo idea quién tenga la razón, pero el altercado no es novedoso. Hace algunos años pasó algo similar con la concesión de agua en Aguascalientes al cambiar de gobernador y ahora ocurre con los ferrocarriles. El tema es de permanencia y confiabilidad de las reglas.

Lo relevante no son los casos particulares sino la ausencia de garantías para el cumplimiento de los contratos, circunstancia que inevitablemente genera suspicacias y desconfianza pero, sobre todo, propicia comportamientos anómalos. Una empresa de telefonía celular que tiene duda sobre la permanencia de su concesión va a cobrar el máximo posible por la prestación del servicio para lograr su objetivo de rentabilidad en el plazo más corto. Todo lo que venga después es la crema del pastel. Desde esta perspectiva, lo que un consumidor puede percibir como comportamiento abusivo es absolutamente lógico y racional para el prestador del servicio.

Desde luego, la gran paradoja es que, aunque los empresarios esperan un beneficio elevado e inmediato porque no confían en la permanencia de las reglas, muchas veces las reglas, o las concesiones o contratos, si permanecen, lo que implica no sólo una rentabilidad exorbitante, sino un abuso interminable al usuario y cliente. Nada es casualidad en nuestro país: la propensión a las prácticas monopólicas y al abuso son parte inherente de nuestra realidad política.

Nada de esto es novedoso, pero adquiere particular relevancia en el contexto de la apertura energética. En su propaganda, el gobierno prometió tarifas eléctricas más bajas y menor precio de las gasolinas. Independientemente de la viabilidad económica de esas promesas, no queda duda que su veracidad, o posibilidad de éxito, depende de la forma en que se garantice la credibilidad de los contratos que se lleguen a otorgar.

En su origen, el TLC fue la forma en que el gobierno de entonces encontró para crear un entorno de certidumbre para la inversión sobre todo manufacturera del exterior. El objetivo era encontrar un mecanismo que le confiriera credibilidad a la permanencia de las reglas. Lo impactante, entonces y ahora, es que no se encontró una forma en México que lo hiciera posible. El gran reto de la reforma energética reside precisamente en eso: encontrar una forma en que los contratos sean creíbles para que fructifique la inversión. Además, es crucial que esas garantías sean suficientemente sólidas como para que la rentabilidad esperada no sea superior a los promedios internacionales.

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Otra vez Cuba en la política mexicana

 América Economía – Luis Rubio

 Cuba es siempre un tema álgido en la política mexicana. La conexión entre las dos naciones se remonta al descubrimiento de América, pero fue la revolución cubana lo que cambió la racionalidad de la política mexicana e igual  abrió espacios de interacción política interna como grietas entre sectores de la sociedad. Inevitable que cada acercamiento y cada viaje presidencial desate pasiones en ocasiones incontenibles.

Lo relevante es que, más allá de la retórica, la lógica gubernamental desde que Fidel zarpó de las costas veracruzanas ha sido solo una: la seguridad. En sus primeros años, la seguridad se definía casi exclusivamente como el intercambio de apoyo político-diplomático por una exención de actividades guerrilleras cubanas en territorio mexicano. De la revolución también surgió un acercamiento entre gobierno e izquierda que amplió grandemente el margen de maniobra político. Pero la lógica siguió siendo la misma: seguridad entendida como paz política interna. El discurso de la “atinada izquierda” que acuñó el presidente López Mateos hubiera sido inconcebible en ausencia del ímpetu revolucionario isleño.

Cuba es quizá el país más importante para México en la actualidad y eso implica lidiar con quien haya que lidiar. Eso es lo que México hace con China y con Guatemala y no hay razón para actuar de manera distinta en este caso.

El devenir de Cuba en las siguientes décadas tuvo mucho que ver con la Unión Soviética y su eventual desmantelamiento, así como con el envejecimiento de su liderazgo. En la medida en que el espíritu revolucionario fue reemplazado por una lógica de supervivencia, el gobierno cubano emprendió estrategias de apertura económica que, aunque no involucraban en mayor medida a su población, permitieron atraer turistas e inversiones en petróleo y minería. El efecto inexorable sobre México fue que disminuyó la percepción de riesgo a la seguridad.

Pase lo que pase en la política cubana en los próximos años, el impacto sobre México va a ser enorme. Ningún otro país desata pasiones internas tan grandes. La discusión respecto al reciente viaje del presidente Peña habla por sí misma: que si está legitimando a una dictadura, que si no entiende que ya no somos parte de Latinoamérica, que si hay que hablar con los disidentes. Nada semejante ocurre con relación a Estados Unidos. Aunque respeto a los críticos, creo que pierden lo esencial.

Entre los estudiosos norteamericanos de la política internacional hay dos escuelas: la de los “idealistas” que, impulsados por Woodrow Wilson hace un siglo, proponen la construcción de un mundo deseable (de ahí la búsqueda por democratizar al mundo); y la de los “realistas” que aceptan al mundo como es y propugnan por entenderse con quien sea necesario. Quizá no haya exponente más claro de esa vertiente que Kissinger. Aplicando esta perspectiva a la política mexicana, los últimos gobiernos se comportaron de manera “idealista”, es decir, tratando de influir en el devenir de la isla, calificando a su gobierno en términos morales, visitando a sus disidentes, etcétera. El gobierno del presidente Peña está retornando a la lógica “realista” que caracterizó a sus correligionarios.

Detrás de la diferencia no yace una racionalidad especialmente partidista, sino de concepción política. Para los tres gobiernos anteriores que, con mayor o menor énfasis, intentaron salirse de la lógica de seguridad que les precedió, lo importante era pregonar y presumir a la nueva democracia mexicana. Nada de malo en ello si se hubiere tratado de Nigeria. Pero, tratándose de Cuba, nuestro vecino cercano, la situación es muy distinta y por eso aplaudo la decisión del presidente de seguir el ritual que exige el protocolo cubano. Maquiavelo afirmaba que el príncipe tiene que ensuciarse las manos y que no debe tener consideraciones éticas al respecto.

Cuba es quizá el país más importante para México en la actualidad y eso implica lidiar con quien haya que lidiar. Eso es lo que México hace con China y con Guatemala y no hay razón para actuar de manera distinta en este caso. Cuba es singularmente importante por dos razones: primero porque su aparato de seguridad tiene una enorme presencia en nuestro territorio y eso crea una situación en sí misma; y, segundo, porque la isla está experimentando una transición quizá más biológica que política: si resulta que los planes que existan para esa eventualidad no  sobreviven a la dupla en la cima, México podría ser una víctima inmediata. Es en este sentido que la lógica de seguridad vuelve a ser un imperativo para México.

Cuando se colapsó la URSS, su antiguo aparato de seguridad cobró vida propia. Parte se convirtió en lo que se acabó llamando la “mafia rusa” en Europa y otras latitudes, parte se dedicó a negocios internos y, eventualmente, a recuperar el poder. De colapsarse el control centralizado que caracteriza a la isla, es enteramente posible que algo similar ocurriera aquí. La transición puede acabar siendo gradual, negociada o, al menos, administrada, pero también puede acabar siendo caótica. Si esto último ocurre, México sería la primera “línea de defensa”.

En esta lógica, todo esfuerzo que realice el gobierno mexicano para contribuir a lograr un buen desenlace en la transición que se aproxima constituye el ejercicio de la responsabilidad más elemental del gobierno en su propio territorio: la seguridad de sus ciudadanos. Nuestras debilidades institucionales son tan obvias (como ilustra la crisis de seguridad que nos caracteriza), que lo último que México requiere es adicionarle un factor “transformador” como el cubano, potencialmente de la mayor gravedad. Todo lo que deba y requiera ser negociado con el gobierno cubano abona a la seguridad de México.

 

http://www.americaeconomia.com/analisis-opinion/otra-vez-cuba-en-la-politica-mexicana