Reforma y reacción

Luis Rubio

La noción de reformar cobró inusitada –de hecho monumental- relevancia en las últimas décadas en buena medida porque la primera etapa de modificaciones estructurales, a fines de los ochenta y principios de los noventa, quedó trunca. El mantra acabó siendo que faltaba un conjunto de reformas y que en el momento en que éstas se consumaran, el país entraría, de inmediato, al Nirvana. Con el nuevo ímpetu reformista, es importante reflexionar lo que significa reformar y los riesgos y oportunidades que el país tiene frente a sí.

El país lleva prácticamente medio siglo estancado y, salvo pequeños momentos de luz, y acciones conducentes a ello, no ha encontrado su camino hacia el desarrollo. El desarrollo estabilizador murió en los sesenta porque ya no tenía gasolina que le diera vida: el esquema funcionó mientras el país exportó suficientes granos y minerales para financiar la importación de maquinaria e insumos para una industria cerrada y protegida; cuando declinaron las exportaciones de granos (consecuencia de una fallida política agraria), todo el modelo se colapsó. Los gobiernos de la docena trágica (1970-1982) intentaron todo lo existente para sostener ese modelo y lo único que dejaron fue un país en crisis, una enorme deuda externa y una sociedad en conflicto consigo misma y con el gobierno. No me es obvio por qué querría uno retornar a ese momento paradisiaco.

Para los ochenta México ya estaba retrasado una década: en ese lapso se experimentaron cambios económicos y políticos fundamentales en el mundo (económicos en Asia, políticos en el sur de Europa) de los cuales nosotros estábamos abstraídos, como si nada pudiera afectarnos. A mediados de los ochenta, se comienza a enfrentar el toro por los cuernos: se inicia la era de las reformas, dándole oxígeno y oportunidad de transformación a innumerables empresas y sectores. El gran mérito de Salinas fue que cambió la visión imperante: en lugar de ver hacia atrás, forzó a ver hacia adelante; en lugar de ver hacia adentro, obligó al país a enfocarse hacia afuera. Parece poco, pero su gran legado fue la visión estratégica. Nada de eso hubo en los años anteriores y sigue estando ausente.

“La experiencia enseña que el momento más peligroso de un mal gobierno normalmente ocurre cuando comienza a reformarse. Solo un gran genio puede salvar al gobernante que está presto a aliviar de su sufrimiento a los súbditos luego de un largo proceso de opresión”.  Aunque se refiere a la Francia pre-revolucionaria, parecería que de Tocqueville visitó a México en años recientes. Su argumento es muy claro: “En la medida en que la prosperidad avanzaba, la mente de los hombres reflejaba cada vez mayor ansiedad y parecía más descompuesta. El desasosiego de la población se agudizaba; el desprecio hacia las instituciones crecía. La nación claramente marchaba hacia una revolución”.

Reformar implica alterar el orden establecido porque entraña la afectación de intereses y exige la adaptación a nuevas realidades. En este sentido, toda reforma representa un desafío para las empresas, instituciones y gobierno. Los que pierden se revelan e intentan asirse al pasado o plantar minas en el camino del cambio; los merolicos buscan la oportunidad de capturar clientelas y encabezar una marcha, hacia donde sea, usualmente hacia el pasado. La administración política del proceso se torna crucial pero generalmente no se entiende esa demanda y es en ese contexto que se presentan las crisis.

La crisis de 1994-1995 se debió a una estrategia financiera de déficit fiscal y endeudamiento  pero también al choque que produjeron las reformas, incluyendo la pérdida del activo priista más fundamental: el control centralizado y autoritario. El caos de 1994 –asesinatos, rebeliones, devaluación- anunciaba una reestructuración de las relaciones de poder en la sociedad que, bien a bien, no acaba de resolverse. Esto quizá no sea del tamaño de los huracanes que llevaron a la Revolución Francesa, pero los resultados en México han sido patéticos.

Veinte años después no hemos acabado de abandonar el pasado y no hay visión de futuro. Las reformas del año pasado son importantes pero su devenir va a depender mucho más de la calidad del liderazgo y la visión con que se convenza a la población de su importancia que de su contenido inmediato. En un país cuyas instituciones no gozan de prestigio o capacidad, la letra de la ley es siempre relativa.

Al mismo tiempo, no es posible minimizar los riesgos que el propio proceso de reforma genera. La complejidad de los intereses y potenciales afectados que yace detrás de los retrasos en materia de leyes secundarias no se puede desestimar. En su análisis comparativo de diversos procesos de reforma, Samuel Huntington concluía que existe un severo riesgo de provocar la unificación de las oposiciones a diversas reformas. “En lugar de intentar resolver todos los problemas de manera simultánea… hay que separar unos de otros para lograr la aquiescencia e incluso el apoyo hacia una reforma de quienes se podrían oponer a otras… el crecimiento de la economía requiere la modernización cultural; la modernización cultural demanda la existencia de autoridad efectiva; y la autoridad política efectiva tiene que anclarse”.

Las reformas de la era anterior avanzaron en un contexto autoritario que ya no existe por más que se concentre el poder. El gran reto es construir hacia adelante o correr el riesgo de enfrentar una resaca fulminante en contra. O, peor, otra oportunidad perdida.

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