El salario de Ambrosio

Luis Rubio

Para nadie es noticia que el salario mínimo (SM) sea sumamente bajo. Quienes propugnan por un incremento por decreto siguen una lógica que parece impecable: se eleva el salario, la gente consume más, eso provoca un crecimiento en la producción que, a su vez, se traduce en una mayor demanda de empleo. O sea, un círculo virtuoso.

La idea es atractiva porque permite imaginar la solución, de un plumazo, de un gran número de males. Casi todas las propuestas por elevar el salario mínimo sugieren un incremento relativamente modesto. Yo me pregunto: ¿por qué mejor no pensar en grande y elevarlo de 67 pesos a 250? O, ya entrados en eso, ¿por qué no mejor a $1000? Si fuera tan sencillo resolver los problemas de nuestra economía hace mucho que esto ya se habría hecho.

Comencemos por los números: 52 millones de personas integran la población económicamente activa (PEA). De ellos, 12.5% percibe un salario mínimo. El 23.2% recibe entre 1 y 2 SM. Esto quiere decir que el 35.6% de la PEA recibe a lo más 2 SM (ENOE). Por su parte, el salario diario promedio de quienes cotizan en el IMSS es de: $282. Esto implica un salario de $8,478 al mes, o sea cuatro veces el salario mínimo.

En el sector primario, el 26% recibe un SM mientras que sólo el 8% de quienes trabajan en la industria se encuentran en esta condición y 12% en servicios. En total, 25% de los empleados del sector primario reciben entre 1 y 2 SM, 24% del sector secundario y 24% del sector terciario. En el gobierno el 13% recibe un máximo de dos SM. El número más importante, porque refleja el problema de fondo, es el relativo a la concentración de empleados que perciben salarios mínimos: en los micro-negocios, el 51% percibe menos de dos SM. Dado que las empresas micro o pequeñas representa al 66% de todos los empleados en el sector manufacturero, es claro que el salario refleja la productividad del negocio. Como demostró el estudio de Mckinsey* el problema de México es un problema de productividad y los bajos salarios no son otra cosa sino un mero síntoma de ello.

La baja productividad yace en el corazón del problema económico, mucho de ello concentrado –y perpetuado- en la economía informal. La economía mexicana se ha dividido en dos grandes grupos: uno que contribuye aceleradamente a la creación de riqueza, está íntegramente conectado a la economía global, paga salarios elevados y aporta un crecimiento de la productividad de 6.5% anual; y otro que está integrado por empresas típicamente de menor tamaño que pagan bajos salarios, compiten precariamente con las importaciones y apenas logran sobrevivir, aportando una productividad negativa de 5.8%.

Los números nos dicen dos cosas: primero, las personas que perciben menos de 2 SM se concentran abrumadoramente en empresas pequeñas y medianas; y, segundo, que la productividad tiende a ser mucho menor (en ocasiones negativa) en negocios pequeños. Puesto en otros términos, quienes abogan por un incremento en los salarios por decreto pretenden que los principales empleadores del país –las empresas pequeñas y micro, o sea, quienes menos capacidad tienen de afrontar un incremento en sus costos- eleven los salarios.

Para sobrevivir con mayores sueldos, esos negocios tendrían que elevar los precios de sus bienes y servicios, lo que reduciría sus ventas, lo que llevaría a despidos. La única forma de evitar caer en este círculo vicioso sería elevando la productividad que es, a final de cuentas, la causa del problema. Elevar el SM sin resolver las causas de la baja productividad que exhibe nuestra economía tendría la consecuencia de disminuir el empleo y, por lo tanto, sus supuestos beneficios.

Lo anterior no niega que los salarios pudieran ser muy bajos. En las últimas décadas se han construido muchos absurdos en torno a los SM: desde convertirlos en un ancla contra la inflación (el pacto de los 80) hasta utilizarlos como índice para toda clase de multas y similares. Es claro que se requiere liberar al SM de estos fardos y sujetarlo a un mecanismo de mercado que logre lo que los economistas denominan el precio «óptimo». Lo que sería un desastre es aumentarlos por decreto con criterios políticos. El salario, como todos los demás precios, debería ser fijado por la oferta y la demanda, mecanismo que, además, tendría la virtud de compensar más una mayor y mejor educación (crucial en la era de la información), incentivando movimiento en frentes estancados como el sindical.

Pretender que un aumento en los salarios va a resolver el problema de la economía mexicana recuerda al cuento de la carabina de Ambrosio, un asaltante sevillano que utilizaba una carabina que no tenía pólvora. Sin embargo, a diferencia de aquella historia, elevar el salario mínimo por decreto sí tendría consecuencias serias, provocando el ciclo perverso de desempleo mencionado antes. También exhibiría la incapacidad gubernamental de hacer cumplir su decreto.

En el largo plazo, los salarios aumentarán en la medida en que crezca la productividad y ésta está hoy atorada por burocratismos, privilegios, regulaciones y otros impedimentos políticos. La respuesta correcta al reto de la productividad es crear condiciones para que proliferen nuevas empresas y empresarios, todos ellos en un mundo de simplificada formalidad. En el mundo, lo que produce crecimiento de la productividad son empresas pequeñas que crecen con celeridad. La discusión sobre el SM muestra qué tan lejos estamos de enfrentar los verdaderos problemas de desarrollo del país.

*http://www.mckinsey.com/insights/americas/a_tale_of_two_mexicos.

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@lrubiof

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Las reformas y el futuro de México

INFOLATAM – Luis Rubio

 Con la promulgación de la reforma energética, el gobierno del presidente Enrique Peña Nieto concluyó la primera etapa de su proyecto de gobierno. El conjunto de reformas que se llevaron a cabo, cada una con sus características y algunas siendo más trascendentes que otras, crea una plataforma legal radicalmente distinta a la que existía antes de iniciar su mandato. Quizá no sea exagerada la afirmación que algunos de sus críticos de izquierda le endilgan: que cambió la esencia de la constitución de 1917.

Correcta o no, la apreciación tiene mérito al menos en cuanto a que dos de las reformas constituyen modificaciones fundamentales del marco legal previamente existente y, en el caso de la energía, la reforma entraña el fin de la vaca sagrada más querida del viejo sistema: el monopolio petrolero en manos del Estado.

Cerrada la primera etapa, vale la pena reflexionar sobre el qué, los porqués y el cómo de las reformas, para evaluar el potencial transformador no de las leyes sino de lo que realmente importa: la realidad. A final de cuentas, México tiene leyes y reglamentos para todo pero muy pocos de ellos se aplican en la realidad. El hecho de que se modifique la ley no implica que ha cambiado la vida cotidiana, las prácticas empresariales o las reglas del juego políticas.

Primero el por qué. La noción de que, para poder volver a crecer a tasas elevadas, la economía debía ser reformada, ha gozado de una amplia aceptación desde hace por lo menos veinte años. Aunque en ese periodo hubo menos acuerdo respecto al contenido que debían tener esas reformas de lo que la retórica política y académica sugería, había un vasto consenso sobre la necesidad de reformar. De hecho, ese consenso era tan amplio que el vehículo empleado para avanzar las reformas, el llamado Pacto por México, fue iniciativa del PRD.

Desde tiempo antes de ser formalmente ungido candidato, Enrique Peña Nieto había hecho clara su convicción de la necesidad de llevar a cabo reformas. A cerca de dos años de iniciado su periodo presidencial, no me queda duda alguna de su convicción política sobre la importancia de reformar, pero me es menos claro que tenga la misma convicción y claridad respecto a las implicaciones de las reformas: a los cambios que éstas entrañan y que, de implementarse a cabalidad, implicarían vastas afectaciones de intereses encumbrados, muchos de ellos parte integral de la coalición priista tradicional.

La primera etapa de las reformas, en el plano constitucional, avanzó sin mayor disputa. En la mayoría participaron los tres principales partidos, en otras sólo dos de ellos, pero ninguna fue motivo de mayor confrontación política entre los partidos. El PRD objetó la reforma constitucional en materia energética pero, a juzgar por la falta de movilización callejera, es posible que se tratara de una forma de evitar un rompimiento interno más que una protesta sustentada en principios fundamentales. La única reforma constitucional que fue, y sigue siendo, conflictiva, fue la educativa, donde el sindicato disidente, la CNTE, sigue movilizando en contra. Significativo para quien intenta anticipar futuros posibles, el gobierno ha hecho hasta lo indecible por neutralizar esa reforma para no atizar un mayor conflicto.

Las disputas afloraron, como era de esperarse, una vez que se pasó del plano abstracto y hasta etéreo, típico del lenguaje constitucional, a las leyes reglamentarias. Ahí los intereses directamente afectados, quienes esperan beneficiarse y quienes intentan echar para atrás la esencia de las reformas, participaron con singular intensidad. En la ley de telecomunicaciones se pudo observar la competencia entre los factótums del sector –Telmex y Televisa- y la forma en que los políticos hicieron alianzas a favor o en contra de estas empresas.

En el caso de la energía fueron muchas las viñetas relevantes, pero dos son especialmente reveladoras: por un lado, el sindicato de PEMEX hizo valer su peso al final del proceso, sobre todo en materia de prebendas y pensiones. Por otro lado, el PRD, que no participó en la reforma constitucional, se concentró en revertir todo lo posible de aquella en la ley reglamentaria. No es que su impulso careciera de apoyo o simpatizantes en el gobierno o en el PRI, pero la ley reglamentaria es infinitamente menos ambiciosa y atractiva para potenciales inversionistas del exterior que lo que parecía prometer la reforma constitucional.

Al final del día, PEMEX seguirá siendo el factótum de la industria petrolera y, con la excepción de áreas en que la entidad no cuenta con capacidad, experiencia o tecnología, es de esperarse que la mayor parte de la inversión privada que se materialice será en la forma de contratos con el otrora monopolio petrolero.

No me queda duda que, al menos en el mediano plazo, el verdadero impacto de la reforma energética, quizá la más importante de todas, será en cuanto a que se liberaliza el comercio internacional de petrolíferos y energéticos, lo que permitirá acceder a gas barato proveniente de Estados Unidos y de otros insumos antes vedados al sector privado mexicano. El potencial que este cambio ofrece es inmenso y, no menos importante, de muy rápida materialización.

¿Qué se puede anticipar de estas reformas viendo hacia el futuro? El gran activo del presidente Peña ha sido su extraordinaria capacidad de operación política. La evidencia es contundente en su habilidad para emplear todos los recursos –desde torcer brazos hasta comprar votos, pasando por intercambios de apoyos legislativos- con el fin de sacar adelante su agenda.

Es irónico que fue el PRI el partido que sacó adelante reformas, muchas de ellas de espíritu muy panista, pero que el PAN fue incapaz de sacar durante su tiempo. Por otro lado, es paradójico que a pesar de que el PAN estuvo doce años en la presidencia, la estructura de la vieja presidencia priista siguió intacta, haciendo posible que un presidente con mayor destreza política la convirtiera de la máquina de control que antes fue. En contraste con la transición española, en que hubo un cambio integral del régimen político, en México el viejo sistema priista sigue vivo y en franco proceso de reconstrucción.

El futuro va a depender de dos factores: por un lado, la capacidad de ejecución que demuestre el gobierno, proceso mucho más descentralizado que lo visto hasta hoy. Por otro lado, la disposición –y capacidad- de afectar intereses que son los beneficiarios del viejo orden. Lo primero implica fundamentalmente procesos técnicos, reorganizaciones, modificación de reglamentos, etcétera. Lo segundo constituye un proceso político –potencialmente muy conflictivo- de negociación, imposición, control y eliminación de privilegios en ámbitos tan diversos, en el caso de PEMEX, como el sindicato, las mafias de ingenieros, los contratistas, los políticos que viven de favores y, no menos importante, el propio gobierno federal que se ha vuelto adicto a la renta petrolera. El potencial de conflicto e incluso violencia no es pequeño.

El proceso formal de reforma ha concluido. Ahora comienza la verdadera disputa: la de los intereses reales. Esa es la que marcará la historia.

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Lo que debería seguir

Luis Rubio

 Para gobernar, un sistema autoritario requiere no más que habilidad, algunas instituciones y reglas mínimas, porque todo gira en torno a la capacidad del gobernante para imponer su voluntad. Los sistemas políticos abiertos –tanto las democracias consolidadas como naciones en transición- requieren reglas conocidas por todos, que son cumplidas y que se hacen cumplir. El México de hace medio siglo era autoritario y, por sus características, relativamente fácil de gobernar. El México de hoy es grande, complejo y con una amplia y diversa población que requiere reglas y procedimientos, pues sin eso es imposible conciliar diferencias naturales de intereses, objetivos y modos de pensar en ámbitos disímbolos y encontrados: en lo electoral, económico, político y social. Las recientes reformas no hacen sino potenciar la necesidad de avanzar en esa dirección pues, inevitablemente, se va a multiplicar el número de actores y partes interesadas (inversionistas, contratistas, operadores, analistas, burócratas etc.) y, con ellos, los conflictos.

La experiencia del último medio siglo no es encomiable como ejemplo de habilidad y aptitud para construir capacidad de Estado, entendiendo por esto los instrumentos y competencia para mantener la paz, responder ante un cambiante entorno económico, regular mercados y, en una palabra, construir un Estado moderno que haga posible el desarrollo del país. Los cambios que se han experimentado en el último medio siglo han sido tan enormes que requerían de la construcción de un nuevo régimen político: un nuevo sistema de gobierno en reemplazo del viejo sistema autoritario. En lugar del cambio que se requería, hemos atestiguado la construcción de innumerables remiendos. Muchos de esos “parches” pueden ser valiosas instituciones (v.gr. Comisiones de derechos humanos, entes reguladores) y no pretendo despreciarlas, pero no dejan de ser substitutos de una verdadera transformación institucional, la única susceptible de darle viabilidad a una sociedad demandante y desesperada por la inseguridad, ausencia de oportunidades, malos empleos y, no menos importante, expectativas sistemáticamente destrozadas.

En los últimos meses hemos observado un aluvión de reformas y nueva legislación, mucho de ello modificando “vacas sagradas” de antaño. Pero las leyes, por sí mismas, no pueden provocar un cambio. El cambio es producto de la implementación de las leyes. Puesto en otros términos, ahora existen los instrumentos en manos del gobierno para llevar a cabo una extraordinaria transformación. La pregunta es si hará suya la oportunidad, asunto no trivial pues conlleva en sus entrañas el enorme costo de afectar intereses que obstaculizan el camino para hacer realidad lo que ha quedado plasmado en ley.

A menos de que se trate de un cambio revolucionario dedicado a socavar el orden existente por una vía no institucional, el cambio inherente a las reformas adoptadas sólo puede venir del lado del gobierno, es decir, de la clase política y la burocracia, ambos actores con múltiples intereses en el proceso. ¿Qué, en otras palabras, sería necesario para llevar a cabo el gran cambio que las leyes suponen?

Parte de la respuesta depende de la ambición con que se quiera llevar a cabo una transformación. En los noventa vimos una ambiciosa estrategia de cambio pero limitada en su alcance: se llevaron a cabo enormes modificaciones estructurales pero se evadió la reforma integral de la economía y, en general, del país. Aquellos cambios fueron suficientemente grandes como para ser transformadores, pero su limitado alcance acabó sembrando la semilla de muchos de los problemas que hoy padecemos, incluyendo la exacerbada informalidad, el subempleo, la improductividad en una buena parte del sector industrial y el rechazo de parte de la sociedad a cualquier cambio.

Las reformas de reciente aprobación son, al menos en potencia, infinitamente más trascendentes. En este sentido, una posibilidad radicaría en meramente atacar los sectores que la ley ha modificado, una tarea titánica en sí misma porque, de llevarse a cabo de manera integral, implicaría modificar el statu quo en actividades y sectores con enorme reverberancia política y económica, comenzando por los monstruos energéticos, pero igualmente en las telecomunicaciones si realmente se pretende crear un mercado competitivo. Una modificación sustantiva de la realidad limitada a estos ámbitos sería válida en sí misma, pero correría el riesgo de acabar siendo parcial, tal y como fue el caso en la era anterior de reformas.

La alternativa más ambiciosa residiría en una transformación adicional en ámbitos como el de la justicia y la legalidad. Aunque ha habido reformas diversas en materia de justicia, ésta no tiene nada de expedita, a la vez que sigue siendo extraordinariamente politizada: las procuradurías siguen actuando a nombre de sus jefes políticos y no, pues, procurando la justicia. Lo mismo es cierto de la legalidad: la corrupción es tan flagrante en tantos ámbitos por demás visibles para toda la población -y la concomitante impunidad tan costosa para la legitimidad del gobierno- que es dudoso que reformas que involucran concursos internacionales, tribunales supranacionales y otros similares puedan ser exitosas sin una reforma mucho más ambiciosa en el régimen político.

Con sus reformas, el gobierno ha desatado la enorme oportunidad de lograr el desarrollo. Ahora solo falta la parte más compleja pero también la más trascendente.

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¿Más control o más competencia? El dilema del futuro de México

América Economía – Luis Rubio

Es rara la discusión sobre las causas del bajo crecimiento de la economía en la que la corrupción no surja como un factor explicativo y más si el intercambio tiene lugar fuera del país. El supuesto implícito es que la corrupción inhibe el funcionamiento de los mercados y eso desincentiva la inversión, limitando con ello su crecimiento. Aunque quizá comprobable en algunos casos, el argumento es viejo y gastado. Hay ejemplos, sobre todo en Asia, que claramente lo desmienten: países que crecen con celeridad a pesar de la prevalencia de la corrupción. ¿Cuál es, entonces, el problema?

En su último libro, Mancur Olson preguntaba ¿qué es peor: un gobierno tiránico y autoritario, o el asalto infrecuente de alguna banda de guerrilleros y ladrones? Olson asegura que, a lo largo de la historia, ha sido mucho mejor para las sociedades humanas vivir bajo el yugo de un gobierno autoritario y despótico que estar sujetas a los abusos frecuentes de una punta de ladrones. Aunque ambos tipos de gobierno puedan ser depredadores y abusivos, a un gobierno tiránico le conviene que la economía logre el mejor desempeño posible, pues de ello extrae un flujo constante de impuestos y tributos. No sucede así con ladrones que llegan, roban todo lo que pueden, destruyen lo que encuentran a su paso y huyen. En otras palabras, un déspota (un ladrón sedentario) mantiene los impuestos lo suficientemente bajos como para hacer posible el crecimiento constante de la economía y hasta puede llegar a desarrollar incentivos para afianzar la inversión, acelerar el crecimiento de la productividad, todo en aras de generarse ingresos. Mientras que el ladrón o guerrillero asalta cada que le da la gana, llevándose consigo lo que encuentra a su paso, el déspota tiene un interés creado en el desarrollo económico de mediano plazo. ¿Será lo mismo con la corrupción?

 

Existen sectores que compiten a muerte y funcionarios públicos intachables. Muchas empresas son impecables pero enfrentan un entorno de prácticas corruptas por parte de sus competidores y servidores públicos que se sirven con la cuchara grande.

 

Jagdish Bhagwati  avanza el argumento y ofrece una explicación mucho más simple y convincente: “una diferencia crucial entre India y China es el tipo de corrupción que las caracteriza. India padece del tipo clásico de corrupción, el del rentismo, donde la gente se avoraza por agarrar lo que puede de la riqueza existente. Los chinos se caracterizan por lo que yo llamo corrupción de ‘utilidad compartida’: el partido comunista mete un popote en la malteada lo que hace que tenga un interés creado en que crezca la malteada”. Este refinamiento del argumento de Olson explica mucho de lo que diferencia a México de los países que crecen con celeridad: no es la corrupción en sí sino el tipo de corrupción que nos caracteriza porque mata a la gallina que pone los huevos de oro. El problema es el rentismo, no la corrupción per se.

Lo importante del argumento de Bhagwati es que el rentismo no es exclusivo de un sector, grupo o actividad. La forma en que él define el rentismo es tal que es igual si se trata de un empresario que controla a un sector de la economía o un burócrata que “compra” bienes para Pemex que nunca se entregan pero ambos, el vendedor y el burócrata, se dividen el beneficio. La corrupción definida como la erosión de la riqueza existente entraña la explicación de lo que mata al desarrollo en el país: sindicatos que depredan, empresarios que controlan, burócratas que expolian, políticos que roban, funcionarios que compran terrenos donde se construirá una obra pública. En todos y cada uno de estos casos, el interés de quien es rentista es el de quedarse con un pedazo del pastel existente, lo que, de hecho, hace imposible que la economía crezca.

Desde luego, no todo en el país es corrupto. Existen sectores que compiten a muerte y funcionarios públicos intachables. Muchas empresas son impecables pero enfrentan un entorno de prácticas corruptas por parte de sus competidores y servidores públicos que se sirven con la cuchara grande. Igual, hay obreros que se desviven por hacer crecer la productividad pues de eso depende la viabilidad de su empleo.

El problema es que mucho de la estructura de la relación gobierno-sociedad y de un conjunto de decisiones políticas a lo largo del tiempo (que van desde las privatizaciones hasta la inflación, los monopolios estatales y la protección a empresas públicas y privadas) ha generado un país de rentistas, de sectores y grupos que depredan y viven de acaparar la riqueza existente y no de fomentar la creación de mayor riqueza. Ahí yace el corazón del problema.

Desde luego, hay que acabar con la corrupción, pero eso es más fácil de decirse que de lograrse. Por su lado, la solución cínica residiría en que el gobierno se abocara a modificar la naturaleza de la corrupción a fin de, sin afectar a grupos poderosos, cambiar la dinámica de corrupción: es decir, tratar de imitar a China en lugar de parecernos a India bajo el principio de que si no los puedes derrotar únete a ellos.

Al margen de la factibilidad (y ética) de semejante planteamiento, la verdadera solución reside en la eliminación de los factores e incentivos que favorecen el tipo de corrupción que nos caracteriza. Algunos propondrían realizarlo mediante la coerción (o sea, creando nuevos instrumentos y mecanismos para combatirla –más burocracia controladora) pero lo lógico sería incorporar mecanismos competitivos en, por ejemplo, los contratos de compras del sector público, las licitaciones de nuevas cadenas de televisión y otros espacios donde la corrupción rentista prolifera.

El dilema es: ¿más control o más competencia? Quizá ahí resida el futuro del país.

 

http://www.americaeconomia.com/analisis-opinion/mas-control-o-mas-competencia-el-dilema-del-futuro-de-mexico

 

Corrupción y crecimiento

Luis Rubio

Es rara la discusión sobre las causas del bajo crecimiento de la economía en la que la corrupción no surja como un factor explicativo y más si el intercambio tiene lugar fuera del país. El supuesto implícito es que la corrupción inhibe el funcionamiento de los mercados y eso desincentiva la inversión, limitando con ello su crecimiento. Aunque quizá comprobable en algunos casos, el argumento es viejo y gastado. Hay ejemplos, sobre todo en Asia, que claramente lo desmienten: países que crecen con celeridad a pesar de la prevalencia de la corrupción. ¿Cuál es, entonces, el problema?

En su último libro, Mancur Olson preguntaba ¿qué es peor: un gobierno tiránico y autoritario, o el asalto infrecuente de alguna banda de guerrilleros y ladrones? Olson asegura que, a lo largo de la historia, ha sido mucho mejor para las sociedades humanas vivir bajo el yugo de un gobierno autoritario y despótico que estar sujetas a los abusos frecuentes de una punta de ladrones. Aunque ambos tipos de gobierno puedan ser depredadores y abusivos, a un gobierno tiránico le conviene que la economía logre el mejor desempeño posible, pues de ello extrae un flujo constante de impuestos y tributos. No sucede así con ladrones que llegan, roban todo lo que pueden, destruyen lo que encuentran a su paso y huyen. En otras palabras, un déspota (un ladrón sedentario) mantiene los impuestos lo suficientemente bajos como para hacer posible el crecimiento constante de la economía y hasta puede llegar a desarrollar incentivos para afianzar la inversión, acelerar el crecimiento de la productividad, todo en aras de generarse ingresos. Mientras que el ladrón o guerrillero asalta cada que le da la gana, llevándose consigo lo que encuentra a su paso, el déspota tiene un interés creado en el desarrollo económico de mediano plazo. ¿Será lo mismo con la corrupción?

Jagdish Bhagwati  avanza el argumento y ofrece una explicación mucho más simple y convincente: “una diferencia crucial entre India y China es el tipo de corrupción que las caracteriza. India padece del tipo clásico de corrupción, el del rentismo, donde la gente se avoraza por agarrar lo que puede de la riqueza existente. Los chinos se caracterizan por lo que yo llamo corrupción de ‘utilidad compartida’: el partido comunista mete un popote en la malteada lo que hace que tenga un interés creado en que crezca la malteada”. Este refinamiento del argumento de Olson explica mucho de lo que diferencia a México de los países que crecen con celeridad: no es la corrupción en sí sino el tipo de corrupción que nos caracteriza porque mata a la gallina que pone los huevos de oro. El problema es el rentismo, no la corrupción per se.

Lo importante del argumento de Bhagwati es que el rentismo no es exclusivo de un sector, grupo o actividad. La forma en que él define el rentismo es tal que es igual si se trata de un empresario que controla a un sector de la economía o un burócrata que “compra” bienes para Pemex que nunca se entregan pero ambos, el vendedor y el burócrata, se dividen el beneficio. La corrupción definida como la erosión de la riqueza existente entraña la explicación de lo que mata al desarrollo en el país: sindicatos que depredan, empresarios que controlan, burócratas que expolian, políticos que roban, funcionarios que compran terrenos donde se construirá una obra pública. En todos y cada uno de estos casos, el interés de quien es rentista es el de quedarse con un pedazo del pastel existente, lo que, de hecho, hace imposible que la economía crezca.

Desde luego, no todo en el país es corrupto. Existen sectores que compiten a muerte y funcionarios públicos intachables. Muchas empresas son impecables pero enfrentan un entorno de prácticas corruptas por parte de sus competidores y servidores públicos que se sirven con la cuchara grande. Igual, hay obreros que se desviven por hacer crecer la productividad pues de eso depende la viabilidad de su empleo.

El problema es que mucho de la estructura de la relación gobierno-sociedad y de un conjunto de decisiones políticas a lo largo del tiempo (que van desde las privatizaciones hasta la inflación, los monopolios estatales y la protección a empresas públicas y privadas) ha generado un país de rentistas, de sectores y grupos que depredan y viven de acaparar la riqueza existente y no de fomentar la creación de mayor riqueza. Ahí yace el corazón del problema.

Desde luego, hay que acabar con la corrupción, pero eso es más fácil de decirse que de lograrse. Por su lado, la solución cínica residiría en que el gobierno se abocara a modificar la naturaleza de la corrupción a fin de, sin afectar a grupos poderosos, cambiar la dinámica de corrupción: es decir, tratar de imitar a China en lugar de parecernos a India bajo el principio de que si no los puedes derrotar únete a ellos.

Al margen de la factibilidad (y ética) de semejante planteamiento, la verdadera solución reside en la eliminación de los factores e incentivos que favorecen el tipo de corrupción que nos caracteriza. Algunos propondrían realizarlo mediante la coerción (o sea, creando nuevos instrumentos y mecanismos para combatirla –más burocracia controladora) pero lo lógico sería incorporar mecanismos competitivos en, por ejemplo, los contratos de compras del sector público, las licitaciones de nuevas cadenas de televisión y otros espacios donde la corrupción rentista prolifera.

El dilema es: ¿más control o más competencia? Quizá ahí resida el futuro del país.

 

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Las reformas en México y los que se benefician del statu quo

  • América Economía – Luis Rubio

Ralf Dahrendorf, profesor germano-británico, afirmaba  que “el conflicto es un factor necesario en todos los procesos de cambio”. En la medida en que las reformas que el gobierno ha propiciado comiencen a ser implementadas, comenzará a ser clara la complejidad que semejante proceso entraña.

En su dimensión económica, el planteamiento inherente a las reformas es que se requiere alinear los incentivos de todas las partes –sectores, grupos sociales, gobierno- para que el país progrese. Implícito en esa visión se encuentra el reconocimiento de que en el país pervive una divergencia de acciones y motivaciones entre los actores económicos y políticos y que todo lo que hay logar es alinearlos. El planteamiento es impecable pero padece de una contradicción de arranque: el problema no yace en los incentivos sino en los objetivos. Es decir, no es que algunos de los participantes en la sociedad o en los mercados estén errando su camino, sino que efectivamente tienen objetivos distintos.

No es que el país sea incapaz de reformarse (las reformas que no avanzaron por años o las que se mediatizan en la etapa secundaria), sino que hay poderosísimos intereses que se benefician del statu quo.

Desde el punto de vista del funcionamiento de los mercados, la informalidad –un ejemplo prototípico- presenta un reto fundamental porque es muy difícil llevar a cabo transacciones entre actores formales e informales cuando estos últimos no pueden emitir facturas. Por razones similares, las empresas informales no pueden crecer porque su condición les impide obtener crédito o atraer personal con habilidades que son comercializables en los mercados modernos. La pregunta es si la informalidad es lo que los economistas llaman un “error” de mercado (una mera distorsión) o si se trata de un fenómeno distinto.

Mucho de la informalidad se deriva de la complejidad de los trámites que involucra el registro de empresas nuevas y el mantenimiento de la condición de formalidad, sobre todo en el sentido de satisfacer todo tipo de requerimientos fiscales, laborales, de seguridad social y demás. En adición a lo anterior, existen circunstancias que hacen atractiva la informalidad y no solo porque se evitan ciertas erogaciones (como impuestos) o costos (como el de llevar una contabilidad fiscal y laboral), sino que la electricidad aumenta de precio cuando se eleva el consumo o cuando el usuario es una empresa y los costos de registro laboral se elevan cuando aumenta el número de empleados.

Todos estos factores hacen costosa la formalización de empresas pero, como en el caso de las transiciones políticas inconclusas (o fallidas), no son la única explicación. Si todo el problema residiera en los costos de formalización, las autoridades fiscales, laborales y del Seguro Social tendrían un enorme incentivo en disminuir esos costos para promover su legalización. Sin embargo, el problema es más complejo y tiene una explicación distinta.

Mucho del costo de registro de empresas se refiere a autoridades municipales, mismas que han convertido a los comerciantes informales en una base política. Para esas autoridades el incentivo no yace en que los comerciantes se formalicen, crezcan y prosperen, sino en que se mantenga su base de sustento político para que prospere la carrera del presidente municipal, diputado o líder social o partidista. Es decir, los incentivos del político están perfectamente alineados con la informalidad y no existe razón alguna, desde esa perspectiva, para modificar el statu quo. En adición a la lógica política, existe una racionalidad económica inherente al esquema clientelar, pues lo que no se cobra en la forma de impuestos con frecuencia se cobra en la forma de derecho de piso, tradicionalmente por parte de representantes de la autoridad formal y, más recientemente, por parte del crimen organizado.

Algo similar ocurre con el sector manufacturero que no se ha modernizado, que no es altamente productivo y que sufre el embate de importaciones, que con frecuencia entran al país por medio del contrabando. Ese sector industrial no moderno y altamente improductivo, ha sobrevivido en su estado actual en buena medida gracias a subsidios y otros medios de protección como aranceles a la importación. Todos estos instrumentos preservan vivo y sin modernizarse a un vasto sector de la economía porque las autoridades temen el desempleo que pudiera generarse de colapsarse estas empresas.

Pero, igual que con la informalidad, la protección comienza, con una lógica de servicio a la población. Si bien desde una perspectiva económica sería mejor inducir una liberalización gradual que tuviera el efecto de modernizar a esas empresas, no le toma mucho tiempo a los políticos identificar el beneficio de preservar un coto de caza. De esta manera, lo que comienza como una estrategia de preservación de empleos, rápidamente se convierte en un mecanismo de desarrollo de clientelas políticas al servicio de una causa particular.

La informalidad y la protección, esas fuentes de improductividad que le restan crecimiento a la economía mexicana, tienen una impecable lógica clientelar que las hace permanentes.  Además, en el contexto de la transición política que viene experimentando el país, el clientelismo tiene el efecto de impedir la maduración democrática del país porque ésta atenta con los beneficiarios del control. Es decir, el clientelismo yace detrás de la informalidad y ambos minan el crecimiento de la economía: le restan.

De esta manera, no es que el país sea incapaz de reformarse (las reformas que no avanzaron por años o las que se mediatizan en la etapa secundaria), sino que hay poderosísimos intereses que se benefician del statu quo.

 

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El otro lado de las reformas

Luis Rubio

Ralf Dahrendorf, profesor germano-británico, afirmaba  que “el conflicto es un factor necesario en todos los procesos de cambio”. En la medida en que las reformas que el gobierno ha propiciado comiencen a ser implementadas, comenzará a ser clara la complejidad que semejante proceso entraña.

En su dimensión económica, el planteamiento inherente a las reformas es que se requiere alinear los incentivos de todas las partes –sectores, grupos sociales, gobierno- para que el país progrese. Implícito en esa visión se encuentra el reconocimiento de que en el país pervive una divergencia de acciones y motivaciones entre los actores económicos y políticos y que todo lo que hay logar es alinearlos. El planteamiento es impecable pero padece de una contradicción de arranque: el problema no yace en los incentivos sino en los objetivos. Es decir, no es que algunos de los participantes en la sociedad o en los mercados estén errando su camino, sino que efectivamente tienen objetivos distintos.

Desde el punto de vista del funcionamiento de los mercados, la informalidad –un ejemplo prototípico- presenta un reto fundamental porque es muy difícil llevar a cabo transacciones entre actores formales e informales cuando estos últimos no pueden emitir facturas. Por razones similares, las empresas informales no pueden crecer porque su condición les impide obtener crédito o atraer personal con habilidades que son comercializables en los mercados modernos. La pregunta es si la informalidad es lo que los economistas llaman un “error” de mercado (una mera distorsión) o si se trata de un fenómeno distinto.

Mucho de la informalidad se deriva de la complejidad de los trámites que involucra el registro de empresas nuevas y el mantenimiento de la condición de formalidad, sobre todo en el sentido de satisfacer todo tipo de requerimientos fiscales, laborales, de seguridad social y demás. En adición a lo anterior, existen circunstancias que hacen atractiva la informalidad y no solo porque se evitan ciertas erogaciones (como impuestos) o costos (como el de llevar una contabilidad fiscal y laboral), sino que la electricidad aumenta de precio cuando se eleva el consumo o cuando el usuario es una empresa y los costos de registro laboral se elevan cuando aumenta el número de empleados.

Todos estos factores hacen costosa la formalización de empresas pero, como en el caso de las transiciones políticas inconclusas (o fallidas), no son la única explicación. Si todo el problema residiera en los costos de formalización, las autoridades fiscales, laborales y del Seguro Social tendrían un enorme incentivo en disminuir esos costos para promover su legalización. Sin embargo, el problema es más complejo y tiene una explicación distinta.

Mucho del costo de registro de empresas se refiere a autoridades municipales, mismas que han convertido a los comerciantes informales en una base política. Para esas autoridades el incentivo no yace en que los comerciantes se formalicen, crezcan y prosperen, sino en que se mantenga su base de sustento político para que prospere la carrera del presidente municipal, diputado o líder social o partidista. Es decir, los incentivos del político están perfectamente alineados con la informalidad y no existe razón alguna, desde esa perspectiva, para modificar el statu quo. En adición a la lógica política, existe una racionalidad económica inherente al esquema clientelar, pues lo que no se cobra en la forma de impuestos con frecuencia se cobra en la forma de derecho de piso, tradicionalmente por parte de representantes de la autoridad formal y, más recientemente, por parte del crimen organizado.

Algo similar ocurre con el sector manufacturero que no se ha modernizado, que no es altamente productivo y que sufre el embate de importaciones, que con frecuencia entran al país por medio del contrabando. Ese sector industrial no moderno y altamente improductivo, ha sobrevivido en su estado actual en buena medida gracias a subsidios y otros medios de protección como aranceles a la importación. Todos estos instrumentos preservan vivo y sin modernizarse a un vasto sector de la economía porque las autoridades temen el desempleo que pudiera generarse de colapsarse estas empresas.

Pero, igual que con la informalidad, la protección comienza, con una lógica de servicio a la población. Si bien desde una perspectiva económica sería mejor inducir una liberalización gradual que tuviera el efecto de modernizar a esas empresas, no le toma mucho tiempo a los políticos identificar el beneficio de preservar un coto de caza. De esta manera, lo que comienza como una estrategia de preservación de empleos, rápidamente se convierte en un mecanismo de desarrollo de clientelas políticas al servicio de una causa particular.

La informalidad y la protección, esas fuentes de improductividad que le restan crecimiento a la economía mexicana, tienen una impecable lógica clientelar que las hace permanentes.  Además, en el contexto de la transición política que viene experimentando el país, el clientelismo tiene el efecto de impedir la maduración democrática del país porque ésta atenta con los beneficiarios del control. Es decir, el clientelismo yace detrás de la informalidad y ambos minan el crecimiento de la economía: le restan.

De esta manera, no es que el país sea incapaz de reformarse (las reformas que no avanzaron por años o las que se mediatizan en la etapa secundaria), sino que hay poderosísimos intereses que se benefician del statu quo.

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VIÑETAS SOBRE DESIGUALDAD

FORBES – LUIS RUBIO 

 EL LIBRO DE THOMAS PIKETTY, Capital in the Twenty-First Century (Harvard University Press) sobre la desigualdad, ha creado un enorme revuelo porque toca una fibra sensible en todo el mundo. Los excesos financieros, las extraordinarias valuaciones de las empresas tecnológicas y de Internet, y la apreciación del valor del trabajo intelectual por encima del manual, han creado una nueva realidad social que es la materia prima natural tanto de políticos responsables como de oportunistas.

El argumento de Piketty es muy simple y muy relevante: comparando datos del censo y del fisco explica que el ingreso crece mucho más lentamente que la riqueza, lo que lleva inexorablemente a su concentración. Según Piketty, la tasa de retorno de las inversiones financieras es sistemáticamente superior a la tasa de crecimiento de la economía, tendencia incontenible. De su análisis estadístico hace una serie de extrapolaciones a partir de las cuales concluye que, a menos de que se controle el crecimiento de la riqueza (por medio de impuestos), la concentración y la polarización crecerán sin límite. Para Piketty, la solución reside en la incorporación de mecanismos gubernamentales de control.

Las objeciones al argumento del estudioso francés no se han hecho esperar. Algunas son extraordinariamente técnicas; otras meramente superficiales. Algunos abrazan sus argumentos sin contemplación. He aquí algunos ejemplos:

Para Tyler Cowen la riqueza se deriva de la asunción de riesgo y no del hecho de que ésta exista; es decir, ésta no crece de manera natural, sino como resultado de decisiones que con frecuencia resultan erradas, lo que conlleva inmensas pérdidas para sus dueños. lyler argumenta que al inicio del siglo xix, David Ricardo afirmaba algo similar a Piketty sobre la propiedad de la tierra pero que, sin embargo, esta fuente de riqueza dejó de tener relevancia. Su conclusión es que los dos factores que han incidido en la creación de riqueza no son financieros, sino que se derivan del cambio tecnológico y la globalización. La solución que Tyler propone reside en encontrar formas de agregar mayor valor en la economía o sea, que crezca la riqueza de todos pues ese sería el camino más efectivo para combatir la desigualdad.

“EN MÉXICO ES MÁS PROBABLE QUE EL GOBIERNO RECURRAA QUIEN ES YA SON RICOS PARA HACER NEGOCIOS NUEVOS, A QUE CREE LAS CONDICIONES PARA QUE EMERJAN NUEVOS EMPRESARIOS”.

Donald J. Boudreaux utiliza una metáfora para disputar a Piketty: Paso unas seis horas a la semana haciendo pesas en el gimnasio. La modestia de mi esfuerzo garantiza que nunca lograré la musculatura de los jóvenes que pasan mucho más tiempo que yo haciendo ejercicio. Es decir, hay una gran desigualdad en mi musculatura, resultado de la forma en que he decidido qué hacer y qué no. En consecuencia, no envidio a quienes dedican más tiempo a ese propósito ni tengo derecho a expropiar los frutos de su esfuerzo.

Paul Krugman realiza un interesante análisis en una publicación analítica (The  New York Review of Books), a la vez que lanza una diatriba político-ideológica en su artículo de The New York Times. En la primera, estudia el fenómeno de la desigualdad a partir del empobrecimiento de las clases medias estadounidenses, sin abrazar el argumento fiscal de Piketty. En cambio, en su artículo periodístico acusa a los apologistas de los oligarcas de tapar el sol con un dedo. Lo que Krugman evidencia es que, efectivamente, hay un problema, sin llegar a sus causas.

¿Son similares las circunstancias en México? Nadie podría disputar el hecho de la desigualdad, pero su dinámica es radicalmente distinta. En Estados Unidos, la ley fiscal promueve la distribución de las grandes fortunas a través de fundaciones. Los dos hombres más ricos de ese país Bill Gates y Warren Buffet se dedican a repartir su dinero a causas que consideran valiosas: o sea, al final de sus días, buena parte de su fortuna habrá desaparecido o se habrá transformado en otra cosa, negando parte del argumento del autor. Por otra parte, el mercado estadounidense es infinitamente más dinámico que el mexicano y su apertura a la competencia con frecuencia implica que así como se hacen grandes fortunas, otras desaparecen: las pérdidas para miles de inversionistas en estos años han sido ingentes. Aunque en México hay algo de lo segundo, lo primero ciertamente es (casi) inexistente.

En México, es más probable que el gobierno recurra a quienes ya son ricos para que hagan negocios nuevos, a que cree las condiciones para que emerjan nuevos empresarios. El éxito de tantos mexicanos en Estados Unidos debería decimos mucho: por qué allá sí y aquí no. Lo mismo es cierto, de la incapacidad de nuestros gobernantes para enfrentar el problema educativo y crear condiciones para una verdadera igualdad de oportunidades. La desigualdad no es privativa de México, pero aquí nos empeñamos en preservarla y hacerla permanente.

LUIS RUBIO ES PRESIDENTE DEL CENTRO DE INVESTIGACIÓN PARA EL DESARROLLO, A.C.

 

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Gobierno y democracia

Luis Rubio

Entre nuestras primeras lecciones de aritmética, todos aprendemos que el orden de los factores no altera el producto. Eso que es tan claro en las cuentas no siempre es válido en la política: ahí sí importa quién hace qué y cuándo. La euforia democrática de las últimas décadas y sus resultados obligan a reflexionar sobre las condiciones que son necesarias para construir un sistema de gobierno funcional y a la vez responsivo ante la demanda ciudadana.

En el último medio siglo se dieron una serie de transiciones a la democracia que resultaron por demás exitosas (España, Corea, Taiwán) pero también otras que claramente fallaron. Las protestas que hace un cuarto de siglo acabaron violentamente acalladas en la plaza Tiananmen no fueron sino una más de las manifestaciones de transiciones, pocas de ellas tan exitosas. Casos como la primavera árabe, Ucrania, Rusia, Irak, Tailandia y México, cada uno con sus características y circunstancias, ilustran la complejidad de construir un régimen a la vez funcional y democrático.

Algunos muestran la contradicción que frecuentemente yace entre la demanda de transparencia y rendición de cuentas y la capacidad del gobierno para de hecho ser transparente y rendir cuentas. Más allá de la disposición del gobernante a responder a la ciudadanía, quizá el principal obstáculo al desarrollo exitoso de un nuevo sistema de gobierno tiene menos que ver con las personas que con las estructuras del gobierno que deben ser modificadas.

La característica preponderante (y común denominador) de las transiciones a la democracia es el precedente autoritario, circunstancia que explica mucho de su anterior capacidad para gobernar y funcionar. El autoritarismo hacía fácil la conducción política; su desaparición hace muy difícil gobernar, como es el caso de México en estos años.

Es evidente que el “viejo” sistema funcionaba en buena medida por su inmensa capacidad de imposición. La vinculación PRI-presidencia permitía instrumentar las decisiones del ejecutivo de una manera generalmente eficaz y el sistema de control que el partido y diversos instrumentos del gobierno servían para evitar o “aplacar” disidencias inmanejables. El tiempo fue erosionando al sistema de control y la primera alternancia en la presidencia “divorció” al PRI del gobierno. Lo que siguió no fue una transición de terciopelo sino un colapso parcial de las funciones del gobierno. Es posible que manos más diestras hubieran podido conducir un proceso de cambio con más éxito, pero lo que es claro es que, en lugar de enfocarse hacia la construcción de un nuevo régimen político e institucional,  el país entró en una espiral de deterioro progresivo. En algunos ámbitos el deterioro fue parcial, en otros dramático (ej. seguridad). El conjunto arrojó un país desordenado que constituyó la invitación que el PRI requería para poder afirmar, a decir de alguno de sus próceres, que “seremos corruptos pero sabemos gobernar”.

Los últimos tiempos no han comprobado la veracidad y validez de la segunda parte de esa afirmación. Y quizá ahí radique parte de la explicación de nuestras dificultades: el problema no es de personas sino de estructuras y aunque son las personas las que dan forma a las instituciones y estructuras de gobierno, el hecho relevante es que en las últimas décadas se ha hecho muy poco por construir capacidad de gobierno que es, a final de cuentas, la clave para que el país pueda funcionar.

En las últimas décadas se han construido múltiples instituciones gubernamentales o de Estado: desde las entidades electorales y de regulación económica hasta las comisiones de derechos humanos y las dedicadas a la apertura a la información. Todas y cada una de estas instituciones ha ido avanzando en su ámbito y creado nuevas realidades políticas, ampliando los espacios de participación ciudadana y obligando a los diversos niveles de gobierno a responder. Lo que esas instituciones no hacen –no fueron diseñadas para hacer- es mejorar la capacidad de gobierno: la esencia de la función propiamente gubernamental, como seguridad, justicia, etc.

El caso de la transparencia es sugerente: se creó el IFAI como entidad dedicada a garantizar el acceso a la información, condición necesaria para el desarrollo político en toda  sociedad democrática. Lo que no se hizo fue crear los mecanismos necesarios dentro de las entidades gubernamentales para que el gobierno pudiera responder. El resultado fue un choque de paradigmas: el sistema de gobierno, construido para controlar a la población y no para informarla, carece de los instrumentos (o lógica interna) para responder a la ciudadanía ni cuenta con sistemas de archivo adecuados para hacerlo de manera efectiva. De esta forma, en lugar de crear un sistema cooperativo de desarrollo ciudadano e institucional, se provocó un choque entre la lógica burocrática y la de los activistas políticos.

El caso de transparencia ilustra la naturaleza del problema: a México le urge una transformación integral de su sistema de gobierno. Las estructuras actuales provienen de la era del fin de la Revolución, época que en nada se asemeja a las realidades y demanda ciudadana de hoy. Donde se requiere cooperación tenemos conflicto; donde urge apoyar adaptación (por ejemplo de maestros temerosos de no aprobar un examen) se incentiva confrontación. La lógica de control de antaño es incompatible con la realidad de una economía globalizada y un país ansioso de desarrollarse. Urge un sistema de gobierno del siglo XXI.

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¿Somos los mexicanos desordenados por naturaleza?

América Economía – Luis Rubio

¿Qué tienen en común el fútbol, la reforma de telecomunicaciones y la Suprema Corte de México? A primera vista, parecería que se trata de asuntos inconexos. Sin embargo, el hilo que une a estos y otros temas es el del enorme desorden que caracteriza a nuestra sociedad, desorden que tiene muchas manifestaciones pero sobre todo una consecuencia: la renuncia a la responsabilidad.

Los síntomas y ejemplos del desorden son ubicuos: unos mexicanos acaban en la cárcel en Brasil por manosear a una mujer y suponen que allá quedarán impunes como acá; un gobierno regala enormes beneficios a las televisoras como compromiso de campaña; un sindicato bloquea calles a su antojo y el gobierno local lo protege, dejando a la ciudadanía como rehén; un gobierno deja las finanzas nacionales amarradas «con alfileres»; un «activista social» recibe carretonadas de efectivo (con ligas) y no pasa nada; un empresario toma control de unas antenas de televisión con un comando armado; el gobierno asigna contratos saltándose el resultado de los concursos; el congreso no decide sobre asuntos que le competen, obligando a la Corte a pronunciarse sobre temas que no son sobre su competencia; un gol en contra siempre es culpa del árbitro. Por donde uno le busque, todo México -sociedad, políticos y gobernantes- nos caracterizamos por un enorme desorden en el que no hay reglas que se respeten y en el que todo mundo -padres, maestros, gobernantes, legisladores, empresarios, etc.- renuncia a su responsabilidad.

No es que los mexicanos seamos desordenados por naturaleza o por cultura: el problema es que, aunque hay miles de reglas para todo, en la práctica no hay reglas para nada y no hay sanción para quien las viole, excepto cuando así le conviene a un poderoso.

Cuando murió Franco, la sociedad española se «deschongó», como decía una crónica de la época. Los jóvenes se lanzaron a un mundo de lujuria sexual y los adultos comenzaron a otear un mundo de libertad que no habían conocido por décadas. (Casi) toda la sociedad española, cada quien a su forma, le dio la bienvenida al nuevo momento de su historia. Lo interesante es que aunque de pronto se pudiera escribir cualquier cosa, decir todo lo que la gente quisiera y hacer lo que fuera, la vida en sociedad continuaba: los automovilistas respetaban las reglas de tránsito, la policía sancionaba a los infractores, los procesos civiles y comerciales funcionaban, los impuestos se pagaban. O sea, el fin de la dictadura no entrañó el fin del orden: libertad no acabó siendo equivalente a desorden.

La pregunta es por qué en México hemos evolucionado hacia tal grado de desorden, impunidad y desazón (o, como decía muy propiamente un maestro de derecho, un «desorden con acento en la m»). En un análisis sobre Saddam Hussein, Robert Kaplan decía que su régimen era «una anarquía disfrazada de tiranía» que sofocaba a la sociedad y que funcionaba gracias al temor que le infundía a la población. Aunque parecía un gran orden, debajo de las apariencias no había más que caos en potencia. Tan pronto desapareció el régimen, se desvaneció todo vestigio de orden y el país se colapsó.

Sin pretender equiparar a México con Irak, existen algunas semejanzas evidentes con el viejo régimen priista: como diversos observadores apuntaron a lo largo del tiempo, el régimen se sostenía menos por su aparente legitimidad que por el autoritarismo (generalmente) benigno que lo caracterizaba. Las reglas «no escritas» funcionaban por el temor que inspiraba el régimen y no por su credibilidad. Ilustrativo de esta realidad fue que el proceso de descomposición (que comenzó desde los setenta) se convirtió en un incontenible desorden quizá en la cúspide de su aparente poderío: fue en 1994 que observamos, por primera vez desde los veinte, una oleada de asesinatos políticos, secuestros de muy alto perfil y el inicio de la era de inseguridad.

Lo relevante es que, en contraste con España, el fin del viejo régimen evidenció la total ausencia de un marco institucional funcional. Hasta los sesenta, la gente temía a los policías, hoy les da una propina como cuidadores de coches. La impunidad quizá sea más visible entre los poderosos de cualquier estirpe, pero la realidad es que todos los mexicanos actuamos de la misma forma, así sea en cosas mundanas como la basura, los semáforos, el estacionamiento en segunda fila o la falta de responsabilidad en asuntos de nuestra vida cotidiana. El fin de la era priista no vino acompañado de una sociedad con el potencial de alcanzar el desarrollo sino  de un grado de anarquía que, aunque afortunadamente distante de lo que ocurre en Irak, no es distinto en concepto. En México no ha habido una transición institucional.

El asunto del desorden es uno que el hoy presidente Peña Nieto abordó desde su campaña. Sin embargo, la respuesta que ha dado como gobierno es inadecuada porque no responde al origen y causa del asunto. No es que los mexicanos seamos desordenados por naturaleza o por cultura: el problema es que, aunque hay miles de reglas para todo, en la práctica no hay reglas para nada y no hay sanción para quien las viole, excepto cuando así le conviene a un poderoso.

El problema no es de control sino de reglas. A menos de que el gobierno crea que es posible volver a meter la pasta de dientes dentro de su contenedor -o su equivalente político, que consistiría en someter a toda la población, a todos los medios de comunicación y a todos los políticos- su esfuerzo no fructificará en orden sino en una todavía mayor desazón. Lo que México requiere es un liderazgo efectivo que avance hacia el establecimiento de un marco de reglas que permitan una convivencia pacífica, eliminen la impunidad y sienten las bases de un desarrollo político sostenible.

http://www.americaeconomia.com/analisis-opinion/somos-los-mexicanos-desordenados-por-naturaleza