Pelearse con la realidad

FORBES- OPINION LUIS RUBIO — EN PERSPECTIVA

  PARECERÍA UNA VERDAD DE PEROGRULLO QUE EN POLÍTICA NO HAY PEOR MAL que el de pelearse con la realidad, pero eso es precisamente lo que ha estado haciendo el gobierno recientemente. Al gobierno le puede gustar lo que el relator de las Naciones Unidas ha concluido sobre la tortura o no, pero no puede simplemente rechazar su investigación. Incluso si el análisis fuera equívoco, la peor estrategia es la del rechazo tajante: exactamente el mismo manejo que hace con la crítica interna, como si todos fuesen sus enemigos. Maquiavelo escribió que “Hay tres tipos de inteligencia: una que entiende las cosas por sí misma; otra que aprende de lo que otros entienden, y la tercera que ni entiende por sí misma ni de otros. La primera es excelente, a segunda buena y la tercera como si no existiera”. En esta materia el gobierno parece comportarse como en la tercera definición de Maquiavelo.

En los 80 el país optó por integrarse económicamente al mundo pero, en su primera iteración, pretendió que podía ser parte de los circuitos internacionales de comercio, atraer inversión y tecnología del exterior pero mantener las formas primitivas de hacer política en el ámbito interno. La contradicción era flagrante y condujo a interminables disputas en los más diversos foros. En ocasión de su visita de Estado a Washington, por ejemplo, el presidente de la Madrid se desayunó con la noticia de un artículo de un Jack Anderson denunciando diversos casos de corrupción en su gobierno. La columna no podía haber sido peor en contenido o timing para infligir un severo daño a la visita antes de que estaba por comenzar. El gobierno rechazó la información con toda vehemencia, pero no logró neutralizar a los críticos. Lo mismo ocurrió con el asesinado de Enrique Camarena y las evaluaciones anuales sobre la cooperación de México en materia de narcotráfico. Cada caso hundía más al gobierno

Más allá de la indignación que le causaran a nuestros políticos ese tipo de denuncias, sobre todo por la superioridad moral que entrañan, para nadie es secreto que en el país pervive una infinidad de casos de corrupción, tortura, abuso policiaco, incompetencia del poder judicial y falta de respeto a los derechos ciudadanos. Igual de evidente es que no hay soluciones fáciles a estos males, así hubiera la mejor voluntad y estrategia. Lo que es absurdo es pretender que tales males no existen, que son ajenos a nuestra realidad.

Para cuando Carlos Salinas tomó la presidencia, la lección había sido aprendida. La gran diferencia entre las dos administraciones no fue la estrategia general sino el reconocimiento de que era imposible mantener la ficción de que el mundo externo es distinto al interno, que se puede mantener un doble discurso o que se puede tapar el sol con un dedo. En lugar de rechazar tajantemente las denuncias que provenían del exterior, Salinas optó por asumirlas y al menos pretender resolverlas. Fue así como surgió, por ejemplo, la Comisión Nacional de Derechos Humanos. En lugar de confrontar, sumaba a los críticos, aunque a final de cuentas la solución no fuese más que cosmética. Visto en retrospectiva, el verdadero cambio fue menos de esencia –no se inició una modernización política orientada a crear un país desarrollado- que de forma, pero la forma fue crucial porque al menos existió una mínima congruencia entre el discurso interno y el del exterior.

Treinta años después parece que hemos retornado a los ochenta, solo que, como decía Marx, la segunda vez como farsa. Yo no se si se practica la tortura en el país ni me es obvio que catorce casos sean suficientes para hacer un juicio sumario al respecto; dicho eso, me parecería infinitamente más sensato, en este ejemplo, solicitarle a las Naciones Unidas ayuda para combatir los casos que existan y circunstancias que los producen, que negar la realidad y pelearse con la comunidad de naciones. Todavía peor, ningún país miembro de la Corte Penal Internacional (ICC) y otras similares, puede reaccionar de esa forma. No es lógico y, peor, es contraproducente. Un gobierno debe sumar antes que cualquier otra cosa.

El tema más amplio es que no se puede retornar al pasado ni se puede negar la realidad del mundo en que vivimos, misma que entraña la ubicuidad de la información y la globalización no solo de la economía sino de los valores y criterios. Mientras más tarde el gobierno en aceptar que ese no es camino hacia el futuro peor será su propia gestión y, sobre todo, el desempeño económico y político del país. No son cosas menores.

www.cidac.org

@lrubiof

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El tiempo en política

Luis Rubio

¿Qué implica el “timing” u oportunidad en el mundo político?
En la vida pública, dicen los políticos, no hay nada más importante que el timing. Una misma acción puede tener efectos dramáticamente distintos, dependiendo del momento en que se emprenden. Eso no le hubiera sorprendido a San Agustín, quien desde el siglo V había afirmado que “el tiempo es presente en tres facetas: el presente como lo experimentamos; el pasado como memoria presente; y el futuro como expectativa presente”. El problema de nuestra era es que esos tres momentos se han comprimido, convirtiendo al famoso “timing” en la variable más importante de la administración económica, si no es que, de facto, la única relevante.
¿Por qué ha cambiado la relevancia del tiempo?
Se dice fácil, pero lo toral del mundo de hoy es el tiempo en nuestros tiempos. Antes, el tiempo era una variable inexistente en las políticas económicas que por décadas aconsejaron el FMI y una pléyade de economistas. La lógica en esa era era simple y llana, pero también estática porque así lo permitía un mundo que cambiaba relativamente poco y no con celeridad: se podía pasar de un punto de equilibrio a otro siguiendo un recetario conocido. Eso es lo que intentó el gobierno con los resultados que están a la vista. Antes, la política económica seguía un recetario conocido y, por lo tanto, el que una reforma tomara más o menos tiempo en madurar era irrelevante. Hoy eso ya no existe.
En el mundo de la globalización y, sobre todo, de las expectativas crecientes, el tiempo ya no es solo importante: es lo único que importa. Dice David Konzevik que “las expectativas van por el elevador y el nivel de vida por la escalera” y esa incongruencia tiene profundas implicaciones políticas, mismas que explican en buena medida la desazón que aqueja al país en la actualidad. El tiempo no es importante: es todo.

¿Cómo debería alterar esto la estrategia de un gobernante?
En este contexto, es una ingenuidad creer que, en términos políticos y de credibilidad, los resultados pueden esperar sin que la gente vaya viendo progresos palpables, no en las cifras macro económicas sino, como dijo Perón, “en el órgano más sensible del cuerpo humano: el bolsillo”. En este mundo, la única forma de hacer compatible el contraste entre la velocidad en que crecen las expectativas y la realidad cotidiana es con un liderazgo capaz de mantener la esperanza, eso que no hay hoy.

La noción de que no importa el tiempo, que éste es un recurso infinito y que las cosas se resuelven solas es muy atractiva, pero falaz y constituye un entorno fenomenal para liderazgos disruptivos que prometen soluciones milagrosas que jamás podrían satisfacer.

El problema del tiempo se complica aún más con otro cambio que está revolucionando nuestra realidad: todo se sabe de manera instantánea. La combinación de la ubicuidad de información con un desempeño tan pobre de la economía y alto desempleo indigna a la población, haciendo que otros males se vuelvan cruciales: así es como la corrupción se ha tornado en un factor revolucionario que, a su vez, le da un golpe letal a la clase política tradicional. Baste observar el contraste en las respuestas de Brasil y Chile frente a México: independientemente de si lo han hecho bien o mal, allá tuvieron que responder; aquí el gobierno cree que un resultado no muy malo en los próximos comicios lo saca del hoyo.

¿Cuál es el reto del gobierno ante las expectativas de la población?
La paradoja es que, en tanto que la clase política podría responder ante reclamos comunes (educación, transporte, salud), le es prácticamente imposible eliminar la corrupción, porque ésta constituye el oxígeno de su actividad. Peor, la presión que ejerce la sociedad, sobre todo a través de las redes sociales, crece no de manera lineal sino exponencial. Igualmente exponencial es la presión por mejorar los niveles de vida de las mayorías que deciden las elecciones, por lo que el argumento de que se puede esperar hasta que las cosas maduren es ilusorio. La única verdad es la realidad de hoy. Es a ese reto que el gobierno tiene que responder.

La gran ventaja, así sea efímera y poco edificante, con que cuentan los políticos mexicanos respecto a los de Brasil y Chile es que México es un país infinitamente menos democrático que aquellos. Si los políticos mexicanos comprendieran este factor y, sobre todo, el hecho de, por más que lo quisieran, que este no es infinito o inamovible, podrían convertirlo en un instrumento transformador. Mientras que las sociedades brasileña y chilena han acorralado, cada una a su manera, a sus respectivos gobiernos, forzándolos a responder, en México nada ha pasado. Su oportunidad reside en anticiparse a esa demanda.

El gobierno se paralizó ante los sucesos de septiembre, más por su propia incapacidad de respuesta y su expectativa de que el resultado electoral lo reivindicará y liberará del escarnio social, que de la probabilidad de que los casos de corrupción lo pudieran tumbar, algo no inconcebible en nuestros vecinos sureños. Aquí es evidente que, por más que las elecciones sean libres y los votos se cuenten, persiste una enorme distancia entre la sociedad y el gobierno. Es decir, por más que haya corrupción, el riesgo de que un político de las primeras líneas pierda su empleo es irrisorio.

El tiempo en nuestros tiempos acabará dando al traste a ese privilegio, que tarde o temprano desaparecerá, circunstancia que le confiere la enorme oportunidad de anticiparse. A no ser que el desempeño económico cambie súbitamente, lo que el gobierno no puede hacer es pretender que el tiempo no importa y que estará eternamente protegido de la presión social. Nunca han sido más importantes el liderazgo y la esperanza.

El tiempo en política
Luis Rubio
DOMINGO 24 DE MAYO DE 2015

Las reformas que necesita México: una realidad, sólo si se gobierna

 América Economía – Luis Rubio

La complejidad de nuestra vida política, la violencia y la corrupción, pero sobre todo la ausencia de un debate real sobre los problemas nacionales, ha generado mil y un diagnósticos sobre la naturaleza de nuestros dilemas. Parecería obvio que nuestro problema de esencia no es la corrupción, la violencia o la criminalidad, sino la ausencia de un sistema de gobierno funcional: es decir, los tres niveles de gobierno y los tres poderes públicos. Este no es un asunto de culpas, de buenos o malos, sino de esencia. La pregunta es cómo va a gobernarse México.

Gobernar es la suma de liderazgo y estructura. Implica reglas del juego y límites al poder, imponer de manera pareja las reglas del juego al todo, sin miramiento. Asumir la ley como una obligación, no como una facultad discrecional. Nada de negociar las reformas una vez aprobadas. Reconocer que ninguna reforma va a ser exitosa si no se avanza en el terreno de la legalidad. Por eso, gobernar es cumplir con la ley y hacer que todos los demás la cumplan, sin excepción. Esta no es una característica típica priista pero es lo que el país requiere.

Antes parecía imposible cambiar la ley; hoy las reformas parecen fáciles. Pero solo serán realidad cuando se implementen, es decir, cuando se gobierne. Todo el resto es ficción.

Una cosa es gobernar, o sea hacer que la vida cotidiana sea posible sin exabruptos, y otra cosa es crear las condiciones para que esa vida sea mejor. Lo primero requiere instituciones y estructuras permanentes que funcionen al margen de cada administración. Así debería ser el tema de seguridad y de justicia, la regulación económica y la hacienda pública. Lo segundo exige un gran liderazgo para mejorar la realidad cotidiana. El presidente Peña fue un mago en este segundo proceso, logrando modificar el marco regulatorio de una manera prodigiosa. Ahora viene la chamba de gobernar, lo que implica alterar el statu quo, remover intereses creados y hacer realidad el nuevo marco normativo. Algo de esto es inmediato, parte toma tiempo, pero todo requiere un enorme liderazgo presidencial. El presidente Peña ha sido excepcional en la aprobación de las reformas; ahora falta que su implementación sea igualmente exitosa. Una cosa es liderazgo, otra es gobernar.

Desde esta perspectiva, no hay solución mágica para nuestros males, pero ninguno de ellos puede ser resuelto sin un gobierno funcional. Dicho en otras palabras, se pueden aprobar todas las reformas que uno quiera, pero si éstas no se pueden implementar, el país va a seguir igual. Esta no es una crítica al gobierno actual ni a ninguno en lo particular. Antes se podía impone un cambio; ahora, sin estructuras autoritarias, eso es imposible. En este sentido, falta la reforma más importante: la del gobierno, la del poder.

Más allá de filosofías de gobierno y preferencias en materia de políticas públicas, lo esencial de un gobierno no es, o no debería ser, lo que cambia de una administración a otra, sino lo que permanece, es decir, las instituciones básicas del Estado. Entre éstas están las policías, el poder judicial, la capacidad de regulación. Es decir, la esencia de lo que es gobernar.

En México hemos confundido las reformas estructurales que se requieren para que los diversos componentes de la economía y la sociedad tengan viabilidad, con el funcionamiento de las cosas cotidianas, incluyendo a esas reformas. Se trata de dos asuntos distintos: uno es cambiar lo que no funciona, el otro es crear condiciones para que todo funcione. Por ejemplo, una cosa es que exista una estructura adecuada para que la población esté segura y otra muy distinta es que se reformen las policías para reforzar o mejorar esa seguridad.  Se ha discutido mucho sobre las reformas pero muy poco de cómo se van a implementar. Los cambios no pasan solos.

Mientras que la constitución encarna un robusto marco legal que refleja las distintas aspiraciones de las cambiantes fuerzas y coaliciones políticas a lo largo del tiempo, no ha habido similar énfasis en la construcción de capacidad de Estado, esa que permitiría gobernar. Hoy es obvio que lo que se suponía era un gobierno muy institucional en el viejo sistema no era más que una estructura autoritaria. La capacidad de gobernar era producto de control que se ejercía a través de la amenaza implícita, el PRI y la cooptación. Una vez que esos mecanismos comenzaron a debilitarse, el sistema resultó -como el rey con sus ropajes del cuento- ser más autoritario que institucional. David Konzevik resume el dilema de una manera excepcional: “el arte de gobernar en una dictadura es el arte de manejar el miedo; el arte de gobernar en una democracia es el arte de manejar las expectativas”.

Un gobierno exitoso en esta era requiere, ante todo, ser funcional. John Stuart Mill lo dijo en su brillante manera: “El progreso incluye al orden, pero el orden no incluye al progreso”. El sistema fue bueno para el orden pero, en las últimas décadas, malo para el progreso. Si México quiere progresar tendrá que llevar a cabo una reforma del sistema de gobierno que, en su esencia, es una reforma del poder. Sin eso no habrá orden ni progreso que, por sonar porfiriano, no deja de ser cierto.

Héctor Aquilar Camín afirma que “el tiempo de maduración que necesitan (las reformas)… rebasa con mucho los tiempos y tribulaciones del actual gobierno”. Obviamente tiene razón; pero también, esa puede una excusa singular para justificar que no se tomen las difíciles decisiones de implementación que entraña alterar el statu quo.

Antes parecía imposible cambiar la ley; hoy las reformas parecen fáciles. Pero solo serán realidad cuando se implementen, es decir, cuando se gobierne. Todo el resto es ficción.

 

 

 

http://www.americaeconomia.com/analisis-opinion/las-reformas-que-necesita-mexico-una-realidad-solo-si-se-gobierna

 

Gobernar

Luis Rubio

De acuerdo con tu lectura de la situación actual en México, ¿cuáles son los problemas más apremiantes?

La complejidad de nuestra vida política, la violencia y la corrupción, pero sobre todo la ausencia de un debate real sobre los problemas nacionales, ha generado mil y un diagnósticos sobre la naturaleza de nuestros dilemas. Parecería obvio que nuestro problema de esencia no es la corrupción, la violencia o la criminalidad, sino la ausencia de un sistema de gobierno funcional: es decir, los tres niveles de gobierno y los tres poderes públicos. Este no es un asunto de culpas, de buenos o malos, sino de esencia. La pregunta es cómo va a gobernarse México.

¿Qué ha faltado para que México sea gobernado?

Gobernar es la suma de liderazgo y estructura. Implica reglas del juego y límites al poder, imponer de manera pareja las reglas del juego al todo, sin miramiento. Asumir la ley como una obligación, no como una facultad discrecional. Nada de negociar las reformas una vez aprobadas. Reconocer que ninguna reforma va a ser exitosa si no se avanza en el terreno de la legalidad. Por eso, gobernar es cumplir con la ley y hacer que todos los demás la cumplan, sin excepción. Esta no es una característica típica priista pero es lo que el país requiere.

Una cosa es gobernar, o sea hacer que la vida cotidiana sea posible sin exabruptos, y otra cosa es crear las condiciones para que esa vida sea mejor. Lo primero requiere instituciones y estructuras permanentes que funcionen al margen de cada administración. Así debería ser el tema de seguridad y de justicia, la regulación económica y la hacienda pública. Lo segundo exige un gran liderazgo para mejorar la realidad cotidiana. El presidente Peña fue un mago en este segundo proceso, logrando modificar el marco regulatorio de una manera prodigiosa. Ahora viene la chamba de gobernar, lo que implica alterar el statu quo, remover intereses creados y hacer realidad el nuevo marco normativo. Algo de esto es inmediato, parte toma tiempo, pero todo requiere un enorme liderazgo presidencial. El presidente Peña ha sido excepcional en la aprobación de las reformas; ahora falta que su implementación sea igualmente exitosa. Una cosa es liderazgo, otra es gobernar.

¿Cuál es el primer paso para resolver las problemáticas actuales?

No hay solución mágica para nuestros males, pero ninguno de ellos puede ser resuelto sin un gobierno funcional. Dicho en otras palabras, se pueden aprobar todas las reformas que uno quiera, pero si éstas no se pueden implementar, el país va a seguir igual. Esta no es una crítica al gobierno actual ni a ninguno en lo particular. Antes se podía impone un cambio; ahora, sin estructuras autoritarias, eso es imposible. En este sentido, falta la reforma más importante: la del gobierno, la del poder.

Más allá de filosofías de gobierno y preferencias en materia de políticas públicas, lo esencial de un gobierno no es, o no debería ser, lo que cambia de una administración a otra, sino lo que permanece, es decir, las instituciones básicas del Estado. Entre éstas están las policías, el poder judicial, la capacidad de regulación. Es decir, la esencia de lo que es gobernar.

¿Por qué no han tenido éxito las reformas aprobadas hasta ahora?  

En México hemos confundido las reformas estructurales que se requieren para que los diversos componentes de la economía y la sociedad tengan viabilidad, con el funcionamiento de las cosas cotidianas, incluyendo a esas reformas. Se trata de dos asuntos distintos: uno es cambiar lo que no funciona, el otro es crear condiciones para que todo funcione. Por ejemplo, una cosa es que exista una estructura adecuada para que la población esté segura y otra muy distinta es que se reformen las policías para reforzar o mejorar esa seguridad.  Se ha discutido mucho sobre las reformas pero muy poco de cómo se van a implementar. Los cambios no pasan solos.

Mientras que la constitución encarna un robusto marco legal que refleja las distintas aspiraciones de las cambiantes fuerzas y coaliciones políticas a lo largo del tiempo, no ha habido similar énfasis en la construcción de capacidad de Estado, esa que permitiría gobernar. Hoy es obvio que lo que se suponía era un gobierno muy institucional en el viejo sistema no era más que una estructura autoritaria. La capacidad de gobernar era producto de control que se ejercía a través de la amenaza implícita, el PRI y la cooptación. Una vez que esos mecanismos comenzaron a debilitarse, el sistema resultó -como el rey con sus ropajes del cuento- ser más autoritario que institucional. David Konzevik resume el dilema de una manera excepcional: “el arte de gobernar en una dictadura es el arte de manejar el miedo; el arte de gobernar en una democracia es el arte de manejar las expectativas”.

¿Debe cambiar el sistema de gobierno de nuestro país?

Un gobierno exitoso en esta era requiere, ante todo, ser funcional. John Stuart Mill lo dijo en su brillante manera: “El progreso incluye al orden, pero el orden no incluye al progreso”. El sistema fue bueno para el orden pero, en las últimas décadas, malo para el progreso. Si México quiere progresar tendrá que llevar a cabo una reforma del sistema de gobierno que, en su esencia, es una reforma del poder. Sin eso no habrá orden ni progreso que, por sonar porfiriano, no deja de ser cierto.

Héctor Aquilar Camín afirma que “el tiempo de maduración que necesitan (las reformas)… rebasa con mucho los tiempos y tribulaciones del actual gobierno”. Obviamente tiene razón; pero también, esa puede una excusa singular para justificar que no se tomen las difíciles decisiones de implementación que entraña alterar el statu quo.

Antes parecía imposible cambiar la ley; hoy las reformas parecen fáciles. Pero solo serán realidad cuando se implementen, es decir, cuando se gobierne. Todo el resto es ficción.

La clase política mexicana… ya no tiene a nadie a quien culpar

América Economía – Luis Rubio

 ¿En qué se parecen el tren rápido a Querétaro y el flamante Instituto Nacional Electoral?Lamentablemente, la semejanza es menos altruista de lo deseable. Hace unos meses, el Secretario de Comunicaciones fue al Congreso a defender el proyecto de tren rápido a Querétaro, pero tan pronto llegó a su oficina dio media vuelta y anunció que éste se suspendía. La orden le había llegado de arriba. Su jefe, en uso de sus facultades ejecutivas, decidió cancelar y el secretario, como subordinado que es, hizo caso omiso de la evidente contradicción para anunciar que el proyecto se cancelaba.

El caso del INE fue similar, excepto que el presidente no es, o supuestamente no es, su jefe. El asunto es el anuncio electoral del PAN en el cual se criticaba el viaje del presidente a Londres con un grupo de (supuestamente) 200 invitados. Independientemente de la veracidad del spot, tan pronto se hizo público, el PRI protestó; el INE realizó su evaluación y concluyó que el anuncio no violaba las reglas establecidas y rechazó la protesta, permitiendo que el anuncio continuara. Sin embargo, al día siguiente, el INE recibió una carta de la presidencia en que se solicitaba la prohibición del anuncio, a lo que el consejo del INE accedió, modificando su decisión anterior (luego revertida por el Tribunal). El problema es que, a diferencia del secretario de Comunicaciones, el INE es una entidad supuestamente autónoma. En esta decisión mostró los límites reales a su acción y renunció a su autonomía.

i no fuera porque hay explicaciones para cada una de estas instancias, uno pensaría que todo el proyecto político de las últimas décadas ha consistido no sólo en lo obvio (cambiar para que todo siga igual), sino para engañar a la ciudadanía con la promesa de una democracia que jamás podría llegar.

El tema no es nuevo. El IFE, antecesor del INE, había estado integrado por consejeros nombrados por un plazo de ocho años pero en dos ocasiones se modificó la ley, misma que alteró no sólo la legislación respectiva sino la composición del consejo, por lo que ninguno de aquellos consejeros duró los ocho años comprometidos. Cabe la pregunta: ¿se modificó la ley para remover a los consejeros? Como no hay forma de comprobar lo contrario, uno tiene que concluir  que al menos la supuesta autonomía no fue un freno para removerlos. Es decir, la autonomía vale sólo mientras no se ejerce. En consecuencia, es de suponerse que el actual consejo del INE, al aceptar su subordinación al presidente, está actuando para preservar sus ocho años.

El mismo fenómeno se ha repetido en los órganos reguladores (telecomunicaciones y competencia), que también han sido modificados con frecuencia. Ahora hasta hay cuotas partidistas para la integración de la Suprema Corte de Justicia. El asunto sería risible si no fuera tan grave y preocupante.

La conformación de órganos autónomos fue una idea creativa para responder a la enorme crisis de credibilidad que ha azotado a la sociedad mexicana por décadas. El objetivo era crear “islas” de credibilidad sostenidas por individuos intachables que pudiesen “prestar” su credibilidad y honestidad a la sociedad, confiriéndole certidumbre de que al menos en el ámbito específico, podría haber confianza de que las cosas se harían bien. El primer caso que recuerdo fue el de la Comisión Nacional de Derechos Humanos que, con altibajos, ha satisfecho ese mandato de manera al menos decorosa. Aunque no cabe exactamente bajo el mismo rasero, el TLC fue concebido exactamente con la misma lógica: conferirle certidumbre a los inversionistas de que las reglas no cambiarían de manera caprichosa.

El IFE, en el asunto más conflictivo, supuestamente probó su relevancia en la elección del 2000, dado que el PRI fue derrotado y el IFE así pudo atestiguarlo sin disputas. En retrospectiva, parece evidente que aquel IFE logró la credibilidad que tuvo más porque el candidato del PRI, Francisco Labastida, y el entonces presidente Zedillo tuvieron la entereza de reconocer la elección que por la autonomía del consejo del IFE. Tan pronto un candidato posterior disputó la elección, la autonomía valió lo mismo que una sombrilla.

El fenómeno no es atribuible al gobierno, pues toda la clase política ha sido cómplice de lo mismo: son los partidos los que han creado cuotas partidistas para estos órganos y cuerpos colegiados; ellos mismos han desmantelado a las entidades autónomas cada que les ha parecido conveniente o expedito. También, en contubernio con diversas administraciones, han creado leyes absurdas y atrabiliarias que excluyen a la ciudadanía de la participación política, distancian a sus supuestos representantes de la población y le impiden a esta última a manifestarse libremente en asuntos que, en una democracia que se respeta, serían de su incumbencia.

El Pacto por México, que tan importante fue para el proceso de reformas, se fundamentó en la exclusión explícita de los órganos de representación de la ciudadanía. Es decir, ni siquiera hubo la pretensión de que las reformas fueron discutidas por los representantes quienes, a la vieja usanza del PRI, no hicieron más que alzar el dedo. Peor, el Pacto vino acompañado de una estructura de corrupción que involucró a todos los participantes, lo que explica en buena medida el enorme desprestigio del que hoy gozan todos los institutos partidistas. Si no fuera porque hay explicaciones para cada una de estas instancias, uno pensaría que todo el proyecto político de las últimas décadas ha consistido no sólo en lo obvio (cambiar para que todo siga igual), sino para engañar a la ciudadanía con la promesa de una democracia que jamás podría llegar.

Erica Jong, una escritora, escribió: “tomas tu vida en tus manos y ¿qué pasa? Una cosa terrible: no hay a quién culpar”. Así está nuestra clase política.

 

http://www.americaeconomia.com/analisis-opinion/la-clase-politica-mexicana-ya-no-tiene-nadie-quien-culpar

Autonomía valiente

Luis Rubio

¿En qué se parecen las situaciones del tren rápido a Querétaro y el Instituto Nacional Electoral?
Lamentablemente, la semejanza es menos altruista de lo deseable. Hace unos meses, el Secretario de Comunicaciones fue al Congreso a defender el proyecto de tren rápido a Querétaro, pero tan pronto llegó a su oficina dio media vuelta y anunció que éste se suspendía. La orden le había llegado de arriba. Su jefe, en uso de sus facultades ejecutivas, decidió cancelar y el secretario, como subordinado que es, hizo caso omiso de la evidente contradicción para anunciar que el proyecto se cancelaba.
El caso del INE fue similar, excepto que el presidente no es, o supuestamente no es, su jefe. El asunto es el anuncio electoral del PAN en el cual se criticaba el viaje del presidente a Londres con un grupo de (supuestamente) 200 invitados. Independientemente de la veracidad del spot, tan pronto se hizo público, el PRI protestó; el INE realizó su evaluación y concluyó que el anuncio no violaba las reglas establecidas y rechazó la protesta, permitiendo que el anuncio continuara. Sin embargo, al día siguiente, el INE recibió una carta de la presidencia en que se solicitaba la prohibición del anuncio, a lo que el consejo del INE accedió, modificando su decisión anterior (luego revertida por el Tribunal). El problema es que, a diferencia del secretario de Comunicaciones, el INE es una entidad supuestamente autónoma. En esta decisión mostró los límites reales a su acción y renunció a su autonomía.

¿Qué indica que se trata de un problema más grave que este evento?
El tema no es nuevo. El IFE, antecesor del INE, había estado integrado por consejeros nombrados por un plazo de ocho años pero en dos ocasiones se modificó la ley, misma que alteró no sólo la legislación respectiva sino la composición del consejo, por lo que ninguno de aquellos consejeros duró los ocho años comprometidos. Cabe la pregunta: ¿se modificó la ley para remover a los consejeros? Como no hay forma de comprobar lo contrario, uno tiene que concluir  que al menos la supuesta autonomía no fue un freno para removerlos. Es decir, la autonomía vale sólo mientras no se ejerce. En consecuencia, es de suponerse que el actual consejo del INE, al aceptar su subordinación al presidente, está actuando para preservar sus ocho años.
El mismo fenómeno se ha repetido en los órganos reguladores (telecomunicaciones y competencia), que también han sido modificados con frecuencia. Ahora hasta hay cuotas partidistas para la integración de la Suprema Corte de Justicia. El asunto sería risible si no fuera tan grave y preocupante.

¿Por qué no ha funcionado la idea de la autonomía institucional?
La conformación de órganos autónomos fue una idea creativa para responder a la enorme crisis de credibilidad que ha azotado a la sociedad mexicana por décadas. El objetivo era crear “islas” de credibilidad sostenidas por individuos intachables que pudiesen “prestar” su credibilidad y honestidad a la sociedad, confiriéndole certidumbre de que al menos en el ámbito específico, podría haber confianza de que las cosas se harían bien. El primer caso que recuerdo fue el de la Comisión Nacional de Derechos Humanos que, con altibajos, ha satisfecho ese mandato de manera al menos decorosa. Aunque no cabe exactamente bajo el mismo rasero, el TLC fue concebido exactamente con la misma lógica: conferirle certidumbre a los inversionistas de que las reglas no cambiarían de manera caprichosa.
El IFE, en el asunto más conflictivo, supuestamente probó su relevancia en la elección del 2000, dado que el PRI fue derrotado y el IFE así pudo atestiguarlo sin disputas. En retrospectiva, parece evidente que aquel IFE logró la credibilidad que tuvo más porque el candidato del PRI, Francisco Labastida, y el entonces presidente Zedillo tuvieron la entereza de reconocer la elección que por la autonomía del consejo del IFE. Tan pronto un candidato posterior disputó la elección, la autonomía valió lo mismo que una sombrilla.

¿Es culpa del gobierno que no se haya concretado la autonomía?
El fenómeno no es atribuible al gobierno, pues toda la clase política ha sido cómplice de lo mismo: son los partidos los que han creado cuotas partidistas para estos órganos y cuerpos colegiados; ellos mismos han desmantelado a las entidades autónomas cada que les ha parecido conveniente o expedito. También, en contubernio con diversas administraciones, han creado leyes absurdas y atrabiliarias que excluyen a la ciudadanía de la participación política, distancian a sus supuestos representantes de la población y le impiden a esta última a manifestarse libremente en asuntos que, en una democracia que se respeta, serían de su incumbencia.
El Pacto por México, que tan importante fue para el proceso de reformas, se fundamentó en la exclusión explícita de los órganos de representación de la ciudadanía. Es decir, ni siquiera hubo la pretensión de que las reformas fueron discutidas por los representantes quienes, a la vieja usanza del PRI, no hicieron más que alzar el dedo. Peor, el Pacto vino acompañado de una estructura de corrupción que involucró a todos los participantes, lo que explica en buena medida el enorme desprestigio del que hoy gozan todos los institutos partidistas. Si no fuera porque hay explicaciones para cada una de estas instancias, uno pensaría que todo el proyecto político de las últimas décadas ha consistido no sólo en lo obvio (cambiar para que todo siga igual), sino para engañar a la ciudadanía con la promesa de una democracia que jamás podría llegar.
Erica Jong escribió: “tomas tu vida en tus manos y ¿qué pasa? Una cosa terrible: no hay a quién culpar”. Así está nuestra clase política.

2015-05-10 9:04 GMT-05:00 Velia Luz Hernández <cidacmx@gmail.com>:

 

Gobernabilidad: ¿para qué?

Luis Rubio

03 May. 2015

¿Cuáles son los retos particulares de gobernabilidad en México?

En su exilio en París, Porfirio Díaz afirmó que “gobernar a los mexicanos es más difícil que arrear guajolotes a caballo”. Algo debe haber sabido luego de casi treinta años de intentarlo. Sin embargo, el hecho de que haya perdurado tanto tiempo y la forma en que culminó su gestión es sugerente del problema del país que no acaba de resolverse.

En su libro La política del desarrollo mexicano, Hansen dice que el sistema priista no fue otra cosa que la institucionalización del porfiriato. Fue, en realidad, una forma creativa de responder ante los problemas a los que se refería Díaz y una respuesta que le dio al país décadas de paz y algunas de desarrollo económico. Funcionó hasta que comenzó a hacer agua de manera más o menos simultánea tanto en el ámbito económico como en el político: en los sesenta el sistema llegó a sus límites y, a pesar de muchos malabares legales, constitucionales y políticos, el problema sigue ahí.

 

¿Por qué es importante abordar el tema de la gobernabilidad?

La gobernabilidad del país sigue siendo el corazón del problema y se nota en todos los ámbitos: en la falta de seguridad, en una justicia enclenque, en la discontinuidad permanente de la política económica, en las altas tasas de desempleo y, en general, en la falta de oportunidades. De haber un sistema efectivo y funcional de gobierno el país no estaría padeciendo los males de inestabilidad, criminalidad y bajo crecimiento económico. La gran pregunta es cómo resolver el acertijo de la gobernabilidad: ¿cómo crear un régimen político que sea a la vez funcional y que rinda cuentas?

 

¿Son necesarios cambios al marco legal?

Por años, el mantra político-intelectual era que se requería una serie de reformas y que éstas, casi como por arte de magia, resolverían los problemas del país. Ahora que se ha reformado la Constitución en tantos artículos que muchos dicen ya no reconocerla, uno supondría que deberíamos estar en el umbral del desarrollo y, sin embargo, nada de eso está ocurriendo. Con esto no quiero sugerir que las reformas emprendidas son malas o innecesarias; todo lo contrario: creo que algunas de ellas pueden ser profundamente transformadoras. Dicho eso, estoy convencido que sin un sistema de gobierno efectivo y adecuado para el siglo XXI las reformas son claramente insuficientes.

 

¿Qué elementos son importantes para abordar una solución al problema de fondo?

Tres textos recientes me hicieron reflexionar sobre la complejidad del problema y la falta de acuerdo sobre la naturaleza de la solución. En agudo texto intitulado La ley del cinismo*, Sergio López Ayllón dice que “tenemos un sistema jurídico cínico, saturado de derechos y obligaciones sin instituciones con las capacidades para hacerlos efectivos… Si queremos un Estado de derecho creíble entonces necesitamos leyes en serio”. O sea, el énfasis ha sido el equivocado: nuestros políticos creen que con cambiar la ley cambia la realidad y su trabajo ha sido satisfecho. Como bien apunta López Ayllón, el problema no es de leyes por sí mismas sino de estructuras que hagan posible un Estado de derecho.

Héctor Aguilar Camín** enfoca su análisis en otra dirección: “la gobernabilidad de un régimen presidencial depende en gran medida de que hay siempre una mayoría absoluta en el Congreso en manos de un partido, sea del gobierno o sea de la oposición, para que ese partido sea responsable claramente de las decisiones que toma el Congreso en todas las materias”. Es decir, nuestro problema radica en la falta de concentración de poder y responsabilidad, esto luego de que el gobierno actual logró reformas que parecían imposibles a lo largo de los quince años anteriores, sin mayoría alguna.

En un análisis sobre China*** David Shambaugh desmenuza los desafíos que enfrenta el sistema político de ese país, en buena medida porque la excesiva concentración de poder –que ha hecho tan efectivo a ese gobierno en materia económica a lo largo de los últimos cuarenta años- está generando conflictos que parecen crecientemente inmanejables, además de que limitan el potencial de ese país de acceder a tecnologías cuyo desarrollo depende en buena medida de un sistema político abierto.

Ambos países, China y México, enfrentan el desafío de la gobernabilidad en la era del conocimiento, lo que demanda un sistema político abierto pero eficaz. No cabe duda que crear un sistema de esa naturaleza va a requerir la construcción de instituciones capaces de hacer valer el Estado de derecho como afirma López Ayllón, pero también que es imperativo reconfigurar al sistema político como infiere Aguilar Camín.

 

¿Hay un modelo que podamos seguir para esta reconfiguración?

El reto del Estado de derecho es descomunal y, aunque hay casos exitosos de construcción institucional en el mundo, ningún ejemplo es aplicable nada más porque sí. Lo que es claro es que la solución no reside en un gobierno monolítico con férreo control partidista. Más bien, me parece que debemos comenzar por estudiar los incentivos a la polarización que genera el actual sistema electoral, evaluar los aciertos y errores de las sucesivas reformas –de 1996 a la fecha- para determinar no sólo como se representa mejor a las fuerzas políticas y se evitan los abusos que cada partido ha identificado (correctamente o no), que ha sido la lógica a la fecha, sino cómo se construye capacidad para gobernar.

El énfasis de los últimos veinte años ha estado en resarcir agravios de la era priista. Lo imperativo ahora es construir capacidad de gobierno, junto con instrumentos institucionales en manos de la sociedad para que ésta pueda exigir rendición de cuentas. La gran interrogante es si esto se tendrá que construir de abajo hacia arriba o a la inversa. La respuesta no es obvia.

 

*Universal Marzo 9, ** Milenio Marzo 24, ***WSJ Marzo 6

 

 

 

¿Importan las elecciones?

FORBES- Abril 2015

OPINION  — EN PERSPECTIVA

EL CRÍTICO SATÍRICO DE ORIGEN ESTADOUNIDENSE HL. MENCKEN  PENSABA QUE «la vida más triste es la de un aspirante a la política dentro de la democracia. Su fracaso es ignominioso y su éxito vergonzoso». Cada que leo esa cita pienso en las elecciones mexicanas, particularmente en las intermedias de junio próximo.

De acuerdo al principio más elemental de la democracia electoral, los comicios son el medio a través del cual los votantes eligen a sus representantes y gobernantes. México ha avanzado mucho en esa dimensión de la democracia y ha construido instituciones electorales sólidas que gozan de (generalmente) amplio reconocimiento. Dicho eso, la trascendencia de las elecciones próximas es distinta, desde mi perspectiva, a lo que comúnmente se asume. Lo que sigue es mi evaluación de lo que realmente importa en esta ocasión. Primero, habrá elecciones para gobernador en nueve estados, poderes legislativos locales en 17 y se elegirá a la totalidad de la cámara de diputados federal. Las elecciones estatales tienen una evidente relevancia local, sobre todo las que eligen gobernadores, típicamente señores y amos de sus tierras. Desde un punto de vista nacional, importa cuántas gubernaturas gana o pierde cada partido, pero es más un juego de vencidas (quién puede más) que un factor de trascendencia universal.

Segundo, el caso del poder legislativo federal es diferente. El gobierno del presidente Peña ha demostrado que puede lograr la aprobación de cualquier iniciativa de ley, razón por la cual la verdadera importancia de la elección es estrictamente simbólica, pero en política los símbolos son de esencia. Para el gobierno federal es fundamental lograr un triunfo, mismo que presentaría como una ratificación popular de su proyecto, sobre todo a la luz de su descrédito actual. Por la misma razón, para los partidos de oposición es imperativo que el PRI no alcance el umbral del 42.8% del voto popular, negándole con ello la mayoría absoluta. En cualquier caso, el asunto es de simbolismo.

Tercero, no está en disputa qué partido va a ser el más grande de la cámara de diputados. Es evidente que el PRI seguirá siendo el factótum, independientemente de que logre la mayoría absoluta. Tampoco está en disputa que la combinación PRI-Verde probablemente será mayoritaria. Como ese no es el caso en el Senado, que sigue igual por el resto del sexenio, la negociación con otros partidos será similar a lo vivido hasta ahora.

Cuarto, habrá dos contiendas particularmente relevantes. La primera es entre el PRD y Morena. Aunque el voto total de la izquierda seguirá siendo de alrededor del 22% del total, la forma en que esos votos se distribuyan, ahora entre esos dos partidos, será de gran trascendencia. Por una parte, Morena, encabezado por López Obrador, busca crear condiciones para su presunta candidatura presidencial en 2018. Por otro lado, el PRD quiere seguir manteniendo el liderazgo de la izquierda en general. Hay mucho de por medio en esa distribución de votos.

Quinto, otra contienda relevante será por el tercer lugar global. La legislación electoral consagra a tres partidos «grandes», a los que le otorga extraordinarias prebendas y prerrogativas. Al día de hoy, los tres partidos grandes son el PRI, PAN y PRD. Una primera pregunta es cuál de los dos partidos de la izquierda que resultaron de la división del PRD quedará arriba. Pero una segunda pregunta, no menos relevante, es si el Partido Verde, apéndice del PRI, logrará superar a los de izquierda.

En la última elección, el partido Verde obtuvo casi el 6% del voto, cifra que sugiere una baja probabilidad de convertirse en tercera fuerza. Sin embargo, hay encuestas que colocan a ese partido hasta en el 13% de las preferencias, lo que abre toda clase de posibilidades. En contraste con el PRD y Morena, el Verde es un negocio cuasi-familiar, lo que, potencialmente, colocaría a un partido que claramente no está preparado para gobernar (ni es su objetivo histórico) en el corazón de las negociaciones legislativas y  políticas del país.

Finalmente, el resultado de la elección legislativa dependerá casi totalmente de los niveles de participación el día de la elección. La estrategia priista está orientada a elevar la abstención, medida que, dada su aceitada maquinaria electoral, le permitiría elevar el número de curules potenciales. Y eso es lo trágico: en lugar de competir por un mejor gobierno, la contienda es por quién se apropia de más fondos públicos y fuentes de poder.

Nada nuevo bajo el sol.

www.cidac.org

@lrubiof

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Si el presidente no asume el liderazgo, México seguirá a la deriva

América Economía – Luis Rubio

La denuncia de supuestos actos de corrupción se ha convertido en un deporte nacional. No hay día en que las redes sociales dejen pasar fotografías de un funcionario subiéndose a un helicóptero gubernamental o que la esposa de un político sea fotografiada entrando a una tienda en Los Ángeles. El fenómeno atraviesa el espectro político, pero la mirada está fijamente puesta en el gobierno federal.Las fallas de la izquierda aparecen como menores en la lógica de los denunciantes. ¿Se trata de un exceso o meramente de un acto patriótico y, por lo tanto, democrático?

Establezco mi perspectiva de entrada: por un lado, todo mundo tiene absoluto derecho a expresarse libremente: la libertad está por encima de cualquier discusión. Por otro lado, es evidente que en el país existe una enorme propensión al abuso, la corrupción y el exceso. La libertad es un instrumento extraordinario en manos de una ciudadanía comprometida para exhibir y combatir el abuso, el exceso y la corrupción y nadie puede objetar ese principio fundamental.

«Arde Troya» habría dicho Homero, pero el gobierno actual parece indiferente. Un país como EE.UU. podrá navegar «de muertito», pero México no goza de ese privilegio porque la certidumbre depende enteramente del gobernante en turno. En tanto el presidente no asuma ese liderazgo, el país continuará a la deriva y el costo, como ocurrió en la llamada «docena trágica», lo acabará pagando el país y el gobierno actual.

Pero una definición tan amplia de la libertad no es igualmente libre, valga la redundancia, cuando las redes sociales se utilizan como estrategia concertada, como un instrumento de ataque, difamación y odio ilimitado. No propongo límite alguno a la libertad, pero tampoco es posible pretender que una acción concertada es producto de decisiones libres de individuos actuando por sí mismos.

¿En este contexto, tiene derecho una persona –funcionario o familiar- a ir de compras a donde le venga en gana? ¿Ese hecho constituye, por sí mismo, un acto de corrupción? Desde luego, no es lo mismo el uso de medios o activos propiedad del gobierno para fines personales o privados, que la libertad de cada individuo de hacer lo que le plazca con su patrimonio y su vida. Si la esposa del presidente quiere ir de compras con su propio dinero, ¿desde cuándo es ese un asunto que nos concierna al resto de los mexicanos?

En el pervertido circo político-mediático que vivimos se han amalgamado dos asuntos que no son iguales: en primer lugar se encuentra la libertad de cada persona, desde el presidente y su familia y allegados -funcionarios o no-, hasta el más modesto de los mexicanos, a hacer lo que sea su preferencia con su vida y dinero. Pretender que unos cuantos opinadores o «twiteros» tienen el monopolio de la verdad y el derecho a decidir, sin responsabilidad alguna, qué es legítimo y qué no, no es solo arbitrario sino potencialmente letal. Ninguna sociedad puede sobrevivir si no se respeta la vida privada de sus gobernantes.

Lo anterior no implica que sea igualmente legítimo el uso de recursos públicos para fines personales. En los casos en que la ley sanciona un determinado comportamiento, ésta debe aplicase sin miramiento, pues la alternativa sería aceptar y reconocer un rasero distinto para los políticos respecto a los comunes mortales. Pero, de igual manera, donde la ley no tipifica una situación de potencial corrupción o cuando se trata de un caso de la vida privada de un funcionario o su familia, no es suficiente la pretensión, por sí misma, de que se trata de un delito: eso lo debe decidir un juez. En las últimas semanas y meses se han confundido los dos asuntos a un grado tal que se amenaza la viabilidad política del país como sociedad organizada.

El problema es que esto último no es producto de la casualidad. Mucho de lo que acontece en el país de manera cotidiana responde mucho más a las querellas y causas de personas y grupos dedicados a la denuncia como instrumento político. Al mismo tiempo, mucho de esto ha ocurrido y, de hecho, ha sido posible, porque el gobierno ha dejado un inmenso vacío: es el gobierno el que ha creado el caldo de cultivo para la desconfianza que abruma al país. Cuando en una sociedad caracterizada por instituciones débiles el gobierno se descuida, rápido se convierte en la fuente de todo mal y corrupción.

A falta de acción gubernamental, uno tiene que remitirse a lo que existe, y eso es un vacío que ha sido llenado por grupos, intereses y actores, algunos organizados y otros no, muchos de ellos con agendas obvias. En ausencia del gobierno, la agenda la determina el colectivo público que, en un país con instituciones tan disfuncionales y manipulables, entraña el riesgo de descarrilarse. Que es precisamente lo que ha estado ocurriendo.

La defensa gubernamental, expresada en una entrevista en El País en diciembre pasado, es francamente patética: «no vamos a sustituir las reformas por actos teatrales con gran impacto, no nos interesa crear ciclos mediáticos de éxito de 72 horas. Vamos a tener paciencia en este ciclo nuevo de reformas. No vamos a ceder aunque la plaza pública pida sangre y espectáculo ni a saciar el gusto de los articulistas. Serán las instituciones las que nos saquen de la crisis, no las bravuconadas». El país no reclama bravuconadas sino liderazgo, claridad de miras y certidumbre. Tampoco se trata de actos teatrales sino de, simplemente, alguien a cargo, eso que comúnmente se llama «gobernar».

«Arde Troya» habría dicho Homero, pero el gobierno actual parece indiferente. Un país como EE.UU. podrá navegar «de muertito», pero México no goza de ese privilegio porque la certidumbre depende enteramente del gobernante en turno. En tanto el presidente no asuma ese liderazgo, el país continuará a la deriva y el costo, como ocurrió en la llamada «docena trágica», lo acabará pagando el país y el gobierno actual. A nadie le conviene tal desenlace.

 

http://www.americaeconomia.com/analisis-opinion/si-el-presidente-no-asume-el-liderazgo-mexico-seguira-la-deriva

 

El ausente

Luis Rubio

 

¿Cuál es la explicación detrás del estancamiento económico del país?

El gran ausente en las décadas recientes ha sido el crecimiento económico. Diversos observadores, en particular Gordon Hanson, han analizado el fenómeno y la paradoja de haber realizado una amplia gama de reformas sin lograr el ansiado resultado. Y es cierto, México ha emprendido todo tipo de reformas y acciones supuestamente conducentes a lograr elevadas tasas de crecimiento, pero éste no acaba por materializarse. Hanson argumenta que no es que falten “grandes” reformas sino arreglos y ajustes en las existentes para que liberen el potencial creativo y productivo del país. El gobierno del presidente Peña ha sido particularmente incisivo en la necesidad de reenfocar las baterías gubernamentales para asegurar que, esta vez, el resultado sea distinto. Sin embargo, sus acciones a la fecha no sugieren que logrará su cometido.

¿Cuál ha sido la estrategia del gobierno?

El gobierno ha planteado dos grandes líneas de política pública. Primero, estimular la demanda con un rápido crecimiento del gasto público, lo que logró que creciera el déficit fiscal y la deuda más que la actividad económica. Independientemente de su viabilidad, esta opción es ahora imposible por los precios del petróleo. Por otro lado, ha hablado mucho de elevar la productividad, pero a la fecha ha incrementado subsidios y protegido a los productores nacionales tradicionales (ej. textiles), más que creado condiciones que hagan competitiva –y por lo tanto más productiva- a la vieja planta industrial. La gran pregunta es si hay algo mejor que se pudiera hacer para, de una vez por todas, sentar las bases para una transformación económica cabal.

¿Qué decisiones han sido clave para dar lugar a la situación actual?

En un artículo reciente, producto de un viaje a México, Dani Rodrik, profesor de Princeton, afirma que “la incapacidad para crecer constituye un enigma para el cual no hay explicaciones simples”. En sus libros ha argumentado que el éxito de los países del sudeste asiático residió en que hubo una combinación óptima entre apertura económica y estrategias industriales que contribuyeron a que las empresas locales se ajustaran para ser capaces de competir en los mercados internacionales. Es decir, que no solo se abrió la puerta a las importaciones (como en México) sino que, dice Rodrik, más como ingenieros que como economistas, los asiáticos se abocaron a asegurar que las empresas locales tuvieran oportunidades de desarrollo.

No es obvio que ese tipo de estrategias hubiera funcionado en el contexto mexicano, pero el hecho es que la economía nacional acabó partida en dos pedazos, uno altamente productivo, el otro rezagado y sin futuro. Por otro lado, reformas como la energética, si se conciben como instrumentos para promover y facilitar el crecimiento (que, dada nuestra muy peculiar forma de ser, es mucho más probable en CFE que en Pemex), podrían tener un efecto similar al asiático. La reforma energética podría constituir una oportunidad excepcional para que se desarrolle un «nuevo» sector privado en una rama económica hasta hoy vedada a los mexicanos.

¿Cuál es el potencial de transformación de la reforma energética?

La oportunidad es evidente, pero también lo es el riesgo. Así como la CFE se está transformando con una clara visión de largo plazo, orientada a convertirse en un instrumento para el desarrollo del país (lo que presumiblemente podría generar posibilidades para que empresas mexicanas compitan directamente con las internacionales), en Pemex es claro que la empresa se está enquistando, tratando de recrear el viejo monopolio pero ahora de manera relativamente independiente del gobierno.

El contraste entre estas dos empresas difícilmente podría ser mayor. Si uno piensa en los términos que plantea Rodrik, es concebible que la CFE cree condiciones para que se establezcan empresas competitivas, libres de interferencia política. Por otro lado, también existe la posibilidad, mucho más clara en Pemex en este momento, de que se promuevan oportunidades para los cuates con mecanismos implícitos de protección. Lo primero contribuiría a acelerar el paso del crecimiento, lo segundo a más de lo de siempre: corrupción, improductividad y compadrazgos.

¿Qué lecciones sería importante tomar en cuenta para impulsar el crecimiento?

No es necesario ir muy lejos: basta con observar el pasado. En México nunca hubo una estrategia orientada a hacer competitiva a la planta productiva tradicional -ni antes ni después del TLC-, pero ha habido otra que es infinitamente más perniciosa: en lugar de promover la transformación de la planta industrial tradicional, lo que se ha hecho es protegerla, provocando informalidad e impidiendo lograr el objetivo central en la lógica de Rodrik: crecimiento económico amplio y sustentado desde la base.

La estrategia «museográfica» que el gobierno mexicano ha seguido en las últimas décadas tiene una explicación político-social (la planta tradicional emplea alrededor del 70’% del sector), pero no deja de ser una estrategia perdedora. Si el gobierno se empeña en una política industrial, lo mejor sería crear condiciones de competencia en el sector energético que hagan posible el desarrollo de una nueva planta industrial, pero si de verdad quiere que ésta contribuya al desarrollo, el entorno tendría que ser libre de interferencias burocráticas, subsidios y compadrazgos. O sea, algo que es poco natural para nuestros gobernantes.

El gobierno ha acertado en definir el problema del crecimiento como uno de improductividad. Su reto es atacar las causas, más que los síntomas de esa condición. La paradoja es que el beneficio político real se deriva de una economía creciente y pujante y no de una entelequia que se apoya sin sentido ni dirección.

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