Seguridad: pasado y presente

Luis Rubio

En su Testamento político (1640), el cardenal Richelieu sostiene que los problemas del Estado son de dos clases: fáciles o insolubles. Los fáciles son los que fueron previstos. Cuando le estallan en la cara, ya son insolubles. Esa es la historia de la seguridad en el país. El sistema de seguridad que existió entre los cuarenta y los setenta del siglo pasado funcionó porque respondía a las peculiares circunstancias de aquella era y nunca se adecuó, o transformó, para responder a lo que vino después: le estallaron al gobierno en la cara y todavía no reacciona.

«El pasado, dice un aforisma, es otro país. Ahí se hacen las cosas de manera distinta». En efecto, hasta el pueblo más modesto en los cincuenta contaba con tres instituciones bien establecidas: la Iglesia, el IMSS y el PRI. Aunque la constitución decía que éramos un país federal, esas instituciones eran testigos de la absoluta centralización del sistema de gobierno: desde el binomio PRI-presidencia hasta la más modesta representación local, los tentáculos del sistema abarcaban y cubrían a toda la población del país, hasta en el pueblo más recóndito. La información fluía en ambas direcciones y las reglas eran claras: nadie dudaba quien mandaba.

Por supuesto que existía cierto grado de autonomía local (no era un sistema soviético), pero las formas y la centralización se reproducían a todos los niveles, permitiendo un control efectivo del territorio. La ventaja del sistema era evidente y se observaba en la paz que reinaba en la mayoría del país: cuando se presentaba un problema, el sistema respondía con eficacia, con una unidad de mando vertical. Los sistemas autoritarios se  gobiernan con pocas instituciones y escasas reglas: basta la voluntad del gobernante en turno para imponer su voluntad, arbitraria o no, sobre el resto.

Funcionó mientras funcionó. El sistema era eficaz pero nunca fue flexible y su capacidad de adaptación acabó siendo prácticamente nula. Su gran virtud fue que creó condiciones para la prosperidad económica; pero esa prosperidad cambió a la sociedad mexicana y exigió la adopción de un marco económico dinámico que respondiera a un mundo que no dejó de transformarse. Así, la sociedad de los sesenta comenzó a exigir satisfactores sociales y políticos que el viejo sistema era incapaz de proveer y las crisis económicas obligaron a la liberalización, lo que virtualmente eliminó la capacidad de control vertical que había funcionado en las décadas anteriores. Es decir, el éxito del viejo sistema acabó minando su viabilidad, en todos los órdenes.

La seguridad se ejercía de manera vertical y se instrumentaba a través de los actores locales, al grado en que el propio gobierno administraba la delincuencia. Era un sistema primitivo para un país pequeño, relativamente poco poblado y sin mayores contactos con el resto del mundo. Esas circunstancias cambiaron: la población casi se quintuplicó (25 millones en 1950 vs 119 en 2015), los niveles educativos se elevaron y con ello se alteró cualitativamente la demanda de satisfactores. Todo esto fue erosionando la funcionalidad y eficacia del sistema de seguridad, hasta que éste se colapsó.

En los noventa comenzamos a observar un crecimiento dramático de la delincuencia y los secuestros. Luego vino la letal combinación de un cambio político estructural (el «divorcio» del PRI y la presidencia con la derrota del PRI en 2000), la incomprensión del momento por parte de Fox (y su desdén por gobernar) y el crecimiento del crimen organizado, en buena medida debido al éxito de los americanos en cerrar la entrada de drogas por el Caribe y el control que logró el gobierno colombiano de sus mafias de narcotraficantes, cuyos beneficiarios fueron las mafias mexicanas, que tomaron control del negocio.

Todo esto ocurrió justo cuando el viejo sistema de seguridad se colapsaba y los gobernadores le quitaron la chequera a Hacienda y, en lugar de construir un sistema moderno de seguridad a nivel local, dispendiaron  o robaron esos dineros. Es decir, lo que ya no funcionaba bien prácticamente desapareció y nada se construyó en su lugar.

Llevamos dieciséis años desde que comenzó esta nueva etapa y todavía no existe un reconocimiento de dos cosas elementales: primero, que el objetivo del sistema de seguridad debe ser el de proteger a la población. Así de básico. Segundo, que la fuerza federal puede servir para atajar el problema pero sólo una capacidad local, de abajo hacia arriba, va a resolver el problema de seguridad en el largo plazo. Las propuestas de mando único o compartido sólo funcionarán en la medida en que se conciban como un medio para construir capacidad local. La seguridad es de abajo hacia arriba o no existe.

Estos principios son iguales para estados con problemas relativamente menores como Querétaro que para los que viven en el mundo de la criminalidad como Guerrero o Tamaulipas. Lo específico cambia, pero lo genérico es igual: nuestro problema es de ausencia de gobierno, de capacidad de gobierno, en todo el territorio nacional. Cada caso requiere atención particular, pero lo relevante es para todo el país: las reformas estructurales son necesarias, pero sin seguridad, jamás arrojarán los beneficios que prometen.

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Lo que no llegó

Luis Rubio

 
Siempre me han intrigado los contrastes en la evolución política de México con respecto a las naciones sudamericanas. Si bien hay algunos paralelos, la realidad es que nuestra historia a lo largo del siglo XX en nada se parece a la de aquellos. En términos analíticos, sin adjetivar, el México de hoy arrastra más una herencia totalitaria que autoritaria: la naturaleza del PRI no es similar a las dictaduras militares del sur y la diferencia explica, al menos en alguna medida, esos contrastes. Pero el tiempo y el cambio generacional comienza a erosionar las diferencias, arrojando importantes lecciones.

Guillermo O’Donell* acuñó el término “democracia delegativa” para explicar las distorsiones que las dictaduras sureñas arrojaron. Irónicamente, muchos de los signos que hoy observo en México no son tan distintos. Para O’Donell, las democracias delegativas “No son democracias representativas y no parecen estar en camino a serlo… “. Según el autor, la clave reside en que “la instalación de un gobierno elegido democráticamente [debiera abrir] una ‘segunda transición’, con frecuencia más extensa y más compleja que la transición inicial desde el gobierno autoritario… [pero] nada garantiza que esta segunda transición se lleve a cabo.” ¿No suena esto a Fox?

“El elemento fundamental para el éxito de la segunda transición es la construcción de un conjunto de instituciones… entre un gobierno elegido y un régimen institucionalizado y consolidado… Los casos exitosos han mostrado una coalición decisiva de líderes políticos con un amplio respaldo, que prestan mucha atención a la creación y el fortalecimiento de las instituciones políticas democráticas.”

“Una democracia no institucionalizada se caracteriza por el alcance restringido, la debilidad y la baja intensidad de cualesquiera que sean las instituciones políticas existentes. En lugar de instituciones que funcionan adecuadamente lo ocupan oras prácticas no formalizadas, pero fuertemente operativas, a saber: el clientelismo, el patrimonialismo y la corrupción.” ¿Alguna duda de cómo se aprobaron las reformas del gobierno del presidente Peña? ¿No es posible ver en esta lógica las movilizaciones de la CNTE, los moches del PAN, los votos del PRI en el congreso y, el crecimiento inusitado del gasto público y, por lo tanto, de la deuda?

“Las democracias delegativas se basan en la premisa de quien sea que gane una elección presidencial tendrá el derecho a gobernar como él (o ella) considere apropiado, restringido sólo por la dura realidad de las relaciones de poder existentes y por un periodo en funciones limitado constitucionalmente… [En esta visión] otras instituciones -por ejemplo, los tribunales de justicia y el poder legislativo- constituyen estorbos que acompañan a las ventajas… de ser un presidente democráticamente elegido. La rendición de cuentas a dichas instituciones aparece como un mero obstáculo a la plena autoridad que le ha sido delegada al presidente.” ¿No suena esto al nombramiento de un secretario de la función pública a modo, el desprecio al poder judicial, la corrupción irredenta del legislativo y el pésimo manejo de Ayotzinapa y Nochixtlán?

“Lo importante no sólo son los valores y creencias de los funcionarios, sean o no elegidos, sino también el hecho de que están incorporados en una red de relaciones de poder institucionalizadas. Dado que esas relaciones se pueden movilizar para imponer un castigo, los actores racionales evaluarán los costos probables cuando consideren emprender un comportamiento impropio.”

“La democracia delegativa otorga al presidente la ventaja aparente de no tener prácticamente rendición de cuentas horizontal, y posee la supuesta ventaja adicional de permitir una elaboración de políticas rápida, pero a costa de una mayor probabilidad de errores de gran envergadura, de una implementación arriesgada, y de concentrar en el presidente la responsabilidad por los resultados.” ¿Trump? ¿tren a Querétaro?

La historia de reformas en innumerables países alrededor del mundo -ampliamente estudiada-demuestra que los errores -y las oposiciones- se acumulan en la medida en que la decisión sobre reformar se concentra en grupos sin contrapesos. Parece un libro de texto sobre el devenir del gobierno actual. La pregunta es cuáles serán las consecuencias.

“Una vez que las esperanzas iniciales se han desvanecido… la desconfianza respecto de la política, los políticos y el gobierno se transforma en la atmósfera dominante… El poder fue delegado al presidente y él hizo lo que consideró más adecuado. En la medida en que los fracasos se acumulan, el país debe tolerar a un presidente ampliamente vilipendiado, cuya única meta es resistir hasta el fin de su periodo.” México no es el primer país que padece de “mal humor social.”

El riesgo de México no reside en lo hecho sino en lo que no se haga de aquí al fin del sexenio. Un país que no cuenta con contrapesos efectivos a la presidencia y con un gobierno enquistado y dormido garantiza el resultado que todos los mexicanos, y el propio presidente, encuentran repugnante. El sexenio no termina sino hasta el último día de noviembre de 2018: de aquí a entonces es imperativo hacer efectivas las reformas para que el país salga adelante.

*Delegative Democracy, Journal of Democracy Vol 5, No 1, Enero 1994

 

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Evasión

Luis Rubio

  

El palacio de gobierno arde. Arde en un estado que tiene fama de civilizado y hasta desarrollado. No se trata de Oaxaca o Guerrero sino de Chihuahua. La responsabilidad, dijo entonces César Duarte, el gobernador saliente, es del ganador en los comicios para sucederlo. O sea, quien está en el gobierno no es responsable; responsable es el que está esperando para entrar. Con esto Duarte se constituye en el ejemplo más patente de la evasión de responsabilidad que ha caracterizado a nuestro sistema de gobierno desde 1968.

La violencia casi ha desaparecido de la discusión pública no porque haya disminuido sino porque se ha tornado en asunto cotidiano: ya ni sorprende. Los gobernantes, y muchos medios de comunicación, saltan alarmados ante cualquier hecho de violencia pero jamás reparan en las causas del fenómeno ni mucho menos se asumen responsables. El gobierno y sus personajes no está para resolver problemas de seguridad, crear condiciones para el crecimiento de la economía o proveer servicios. Su única función es preservar a los representantes del sistema, de cualquier partido, en el poder.

Otro gobernador, el Duarte de Veracruz, hasta se da el lujo de cambiar las leyes luego de su derrota para supuestamente impedirle a su sucesor el placer de iniciar procesos judiciales en su contra. El cinismo es tan grande que quien cambia la ley no imagina que su sucesor pueda hacer algo exactamente igual pero en sentido contrario. A final de cuentas, la ley es un instrumento maleable en manos de los gobernantes y no una regla de comportamiento con instrumentos punitivos para quien no se apegue a ella.

Hoy, finalmente, tenemos un gobernador que nos aclara la razón por la cual no impidió que se quemara el palacio de gobierno. Según César Duarte en un programa de radio, “no vayan a decir que soy represor; mejor que quemen el palacio”. O sea, el gobierno no está para mantener la paz, seguridad y estabilidad, sino para evadir responsabilidades. El fenómeno se repite en todas las latitudes y esquinas del país.

Noam Chomsky describió un fenómeno similar en la era de Nixon: “Aún la persona más cínica difícilmente se sorprenderá de las peculiaridades de Nixon y sus cómplices… Poco importa dónde reside, en este momento, la verdad precisa, dado el marasmo de perjurio, evasión y desprecio por los ya de por sí poco inspiradores estándares de comportamiento político”.

El fin de la era Nixon y los escándalos de Watergate forzaron a los políticos estadounidenses a adoptar un marco legal para hacer valer nuevos estándares éticos y combatir la corrupción; por supuesto que no se acabó con toda la basura que pulula a los sistemas de gobierno en todo el mundo, pero se dio un claro rompimiento con el mundo permisivo en materia de ética y corrupción del pasado.

En México, nuestros gobernantes (es un decir) han desperdiciado una oportunidad tras otra para tomar el toro por los cuernos. La burda manera en que los senadores intentaron burlarse y vengarse de la sociedad al aprobar la ley anti-corrupción es reveladora en sí misma. En lugar de aprovechar la adversidad, en el gobierno se han empeñado en abrir nuevos frentes, un día y otro también. Los casos de corrupción de los últimos años constituían una oportunidad excepcional para que el gobierno asumiera un papel de liderazgo que no sólo cambiara al país con miras hacia el futuro, sino que convirtiera al propio gobierno en un factor transformador.

Ganó la pasividad y la ausencia de visión. Ahora se acumulan los frentes y no hay respuesta alguna. ¿Es sostenible este patrón tendencial? Si uno ve hacia atrás, como uno supondría que el presidente ha hecho, la probabilidad de acabar mal es alta, pero todavía parece posible evitar que el final sea catastrófico. Sin embargo, los desafíos se acumulan ahora que hay maestros y médicos en las calles, protestas de empresarios, andanadas de toda clase de organizaciones de la sociedad civil, brotes guerrilleros y eventos violentos que hace tiempo dejaron de ser ocultables o ignorables. De Ayotzinapa pasamos a Oaxaca y entre uno y el otro se apilan casos que muchos activistas quisieran llevar a la Corte Penal Internacional lo que, aunque jurídicamente inviable, abona a desprestigiar tanto al gobierno como al Ejército Mexicano.

El problema principal que caracteriza al país reside en la ausencia de gobierno: desde 1968, un gobierno tras otro -igual el federal que los estatales y municipales- esencialmente abdicaron su responsabilidad de preservar la paz y, en una palabra, gobernar. Ante el riesgo de ser acusados de represores, prefirieron el título de incompetentes y corruptos. Hoy sólo son competentes para la corrupción.

Quedan dos años, periodo que podría ser de estabilización política para evitar una transición catastrófica y sentar las bases de una confianza que haga posible la reactivación económica. También podría ser un largo periodo de parálisis, carente de una nueva visión. El “nuevo” discurso presidencial repite lo intentado, sin reparar en que se requiere algo distinto. El problema no es (sólo) de narrativa sino de perspectiva: todavía es tiempo para construir consensos y amarres que permitan una transición tersa. Lo que no es obvio es que exista la capacidad y disposición para intentarlo.

Evasión
Luis Rubio
02 Oct. 2016

Nuevos paradigma

Luis Rubio  

¿Será posible que nos encontremos ante uno de esos cambios sísmicos de los que se lee en los libros de historia pero que sólo ocurren, en la vida real, de manera excepcional? El mundo que se construyó después del fin de la segunda guerra mundial se resquebraja minuto a minuto. Las manifestaciones y síntomas son ubicuos, pero la gran pregunta es si se trata de un momento de catarsis que pone en duda al statu quo para luego retornar a la normalidad o si, en realidad, comenzamos a ver el fin de toda una era.

Los signos están por todas partes: los votantes en Francia, Estados Unidos, España y México se manifiestan de formas inusuales y atípicas, pero todas con un mismo sentido: el desprecio y rechazo a lo existente. Así se explican fenómenos como el de Marine Le Pen en Francia, Sanders y Trump en EUA, el Bronco en Nuevo León y Podemos en España. La gente está enojada y lo manifiesta en el plano electoral.

Por su parte, la economía del mundo ya no responde a las estrategias que, por décadas, lograron transformaciones radicales, y para bien, alrededor del mundo. El Banco Mundial, el FMI, la Unión Europea y los bancos centrales del orbe se desviven por tratar de resolver la crisis de los últimos años pero parecen incapaces de lidiar con la profundidad de la convulsión que explotó en 2008. Algunas de esas instituciones propugnan soluciones ortodoxas, otras se han convertido en paladines de la heterodoxia, pero la tasa de crecimiento sigue siendo patética.

El reclamo por el estancamiento de los ingresos es universal; el avance de la tecnología, sobre todo la robótica, desplaza empleos que antes parecían permanentes e inamovibles. La gente del sur migra hacia el norte buscando mejores posibilidades, causando enormes desajustes, como ilustra Brexit.

En la última década hemos atestiguado el desmoronamiento de regímenes duros y el colapso de sistemas políticos disfuncionales. La llamada primavera árabe fue y vino, dejando inestabilidad y violencia como legado. El gobierno de Yemen se vino abajo mientras otros intentan regenerarse. En Guatemala cayó un gobierno y la presidenta brasileña fue removida; seguramente no falta mucho para que lo mismo ocurra en Venezuela. El planeta experimenta convulsiones por doquier.

El desajuste que experimenta el mundo es ubicuo y universal. Algunos países tienen gobiernos en forma que responden, o intentan responder, al reto del crecimiento y la estabilidad, otros simplemente se enconchan, confiando en que la divina providencia los acabe rescatando. China se propuso la transición más compleja que nación alguna jamás haya intentado: pasar de una nación manufacturera a una de consumo en unos cuantos años. Singapur es el único país que, con singular claridad de rumbo, logró semejante transformación, pero se trata de una ciudad-Estado, sumamente homogénea y con una población pequeña y altamente educada. China es una nación de dimensiones monumentales con cientos de millones de campesinos pobres y alienados que no se han integrado a la vida moderna.

Brasil está viviendo una extraña combinación de instituciones fuertes por el lado judicial, con enclenques pesos y contrapesos entre el ejecutivo y el legislativo. Hace algunas décadas observó la remoción de un presidente y ahora se encuentra ante una tesitura similar. Si resuelve bien el proceso actual y construye un efectivo sistema contra la corrupción y la impunidad, el país saldrá fortalecido y más democrático; si, por el contrario, resulta que todo acaba siendo un pleito entre intereses contrapuestos, habrá dejado escapar una extraordinaria ocasión.

La oportunidad del gobierno mexicano en materia de corrupción no es menor: en lugar de diluir la propuesta existente, haría mejor en constituir un sistema transformador que rompa con el pasado, incluso si eso implicara la exoneración de cualquier corrupción anterior. Si de nuevos paradigmas se trata, los momentos de crisis son únicos para implantarlos.

Incierto es el futuro de las instituciones de la posguerra, pero no tengo duda que saldrán mejor librados quienes tengan mayor capacidad de adaptación, así como estructuras institucionales flexibles. Alemania seguro saldrá mejor librada que Grecia y Túnez mejor que Libia. La pregunta es cómo acabaremos nosotros.

El surgimiento de numerosos candidatos en cada partido -muchos no tradicionales y algunos independientes- sugiere que las estructuras existentes no tienen capacidad de respuesta pero, también, que los jugadores se están adaptando, identificando formas de salir adelante. El lado anverso de cada problema es siempre una oportunidad.

Poco antes de morir, Steve Jobs dijo algo que es absolutamente aplicable al momento actual: “la innovación nada tiene que ver con cuánto se gasta en investigación y desarrollo. Cuando Apple sacó la Mac, IBM gastaba más de cien veces en investigación. Esto no es sobre dinero; este es un asunto de personas, de liderazgo y de qué tan claro tiene uno el panorama”.

Los paradigmas y los problemas cambian, pero lo único que importa es la claridad del momento, la capacidad de construir y responder, así como la flexibilidad para hacerlo de manera oportuna. ¿Dónde cree usted que estamos nosotros ante estas disyuntivas?

 

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México en 2018

Luis Rubio

 

Las pre-candidaturas a la presidencia crecen y proliferan a la velocidad del sonido. En ese parque hay hombres y mujeres, jóvenes y mayores, personas experimentadas y neófitas. Si uno tuviera que evaluar a la política mexicana por el número, diversidad e intensidad de quienes pretenden la presidencia, habría que concluir que nuestra democracia es vigorosa.

 

Lo peculiar de la contienda que se avecina es que el discurso de los aspirantes nada tiene que ver con el mundo en el que vivimos. Pero es ese mundo el que determinará las oportunidades y riesgos que el país enfrentará luego de la próxima justa presidencial.

 

El entorno tanto nacional como internacional ha tendido a deteriorarse en los últimos meses, sembrando dudas sobre la estabilidad tanto política como económica. Atrás quedó la certidumbre casi inamovible que producía el equilibrio de poder entre las potencias de la guerra fría y la solidez de las instituciones multilaterales de aquella era, mediados del siglo XX. Ese marco de certidumbre favoreció el crecimiento económico interno y la paz social. Sin embargo, a partir de los setenta, las cosas cambiaron, minando las fuentes de certidumbre y amenazando la estabilidad. Estas circunstancias han caracterizado el entorno, pero la problemática se ha acelerado en los últimos tiempos, creando un mar de dudas sobre el futuro.

 

En el entorno internacional, vivimos en una era de convulsiones. Concluyó la guerra fría, creando una sensación de esperanza y oportunidad. Sin embargo, veinticinco años después, parece claro que se desperdició la oportunidad y las expectativas idílicas de los noventa dieron paso a un mundo de terrorismo, desequilibrios y renovado conflicto. Estados Unidos, la “hiper potencia,» fue incapaz de mantener su liderazgo y, luego de dos costosas guerras y un retraimiento pobremente manejado, perdió su capacidad de mantener la paz internacional. El mundo comienza a parecerse a la segunda mitad del siglo XIX, era en la que se agotó el esquema de equilibrio de poder que había construido Metternich en 1815, y comenzamos a observar una renovada competencia entre potencias, nuevas fuentes de conflicto internacional y, sobre todo, una acusada ausencia de liderazgo. A menos que estas circunstancias cambien con la renovación de la presidencia estadounidense al inicio de 2017, los próximos años podrían ser de creciente conflictividad e incertidumbre. Se trata de un escenario que ningún mexicano vivo ha conocido.

 

Por lo que toca a la economía, no hay mucho de lo cual los mexicanos podamos estar orgullosos. El gobierno actual retornó a la era de déficit fiscal financiado con más impuestos y deuda, lo que no impidió que persistiera una patética tasa de crecimiento. Además, las medidas adoptadas tuvieron el efecto de generar incertidumbre y desconfianza. En lugar de crear condiciones para que la economía prosperara tanto como las circunstancias permitieran, seguimos aferrados a esquemas que hace tiempo probaron su obsolescencia.

 

Un escenario similar caracteriza al mundo político y de seguridad. En lugar de construir instituciones nuevas, sobre todo en materia de criminalidad, en Michoacán el gobierno optó por la vieja fórmula de cooptar a la oposición, sin entender que el crimen organizado no es una fuente de oposición política sino de corrosión que todo lo amenaza. El sexenio entra en su última fase no sólo sin haber resuelto el problema de seguridad, sino incluso sin mostrar que tiene claridad sobre la naturaleza del problema.

 

Todo esto ha generado un entorno de incredulidad, desconfianza y creciente incertidumbre. La ausencia de respuesta gubernamental ha incrementado su descrédito, afectando incluso la credibilidad de las reformas impulsadas por la administración. El encono social es creciente y el clima de confrontación, sin duda alimentado por intereses electorales, crece sin cesar. Se trata de un entorno que ningún gobierno quisiera vivir justo en antelación al inicio de la contienda por la sucesión.

 

Nos encontramos ante un escenario inédito, carente del tipo de liderazgo, nacional o internacional, que sería necesario para cimentar fuentes de certidumbre. Mucho peor, sin que exista el reconocimiento de que la confianza es clave para el desarrollo, sobre todo respecto a una buena parte de la sociedad que se siente amenazada, unos por problemas de seguridad física, otros por seguridad patrimonial y otros más por la concentración del poder, la persistencia de cotos de caza y acotamiento de las libertades políticas, económicas y personales.

 

Quizá el mayor de los errores que han sido prototípicos de varios de los gobiernos recientes (en México y en el mundo) reside en una lectura falaz de entrada. En México y en innumerables naciones, los electores han votado menos a favor de alguien que en contra de alguien más; esto en nada altera el resultado, pero entraña una realidad radicalmente distinta a la que un gobierno nuevo supone y que exige gran destreza para enfocar sus baterías. A la luz del mundo cambiante, incierto y precario que estamos viviendo, más vale que nuestro próximo gobierno entienda que tiene que resolver problemas elementales antes que imponer una visión dogmática y distante de la realidad.

 

 

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México en 2018
Luis Rubio
18 Sep. 2016

Siete días

Luis Rubio

Una semana que colapsó la visión original del presidente Peña y acabó con su estilo personal de conducir al gobierno. Lo que no hicieron las casas ni Ayotzinapa, lo hizo Trump o, más bien, la serie de ocurrencias que llevaron a su imprudente invitación. Lo que resta es observar si éste es el comienzo de un realineamiento político en aras de dejar un país más consolidado para el 2018 o si se trata de un mero intento por taparle el ojo al macho y saltar el escollo inmediato.

En un país propenso a las interpretaciones conspirativas, fue claro lo que no ha cambiado: para unos fue renuncia, para otros despido. Sin información veraz, la conspiración gana el día. De lo que no hay duda es que la presión ascendía en proporción a lo absurdo de las explicaciones de lo que se pretendía lograr con la famosa visita. Quien imaginó que era posible neutralizar o comprometer a Trump no lo comprende, y quien creyó que se puede entrometer en la política estadounidense de manera tan sesgada e intervencionista y sin costo, no entiende a los estadounidenses.

Una caricatura de Brozo en que fotografiaba a Andrés Manuel López Obrador visitando a Obama dice todo lo que el gobierno no entendió: una cosa es informar, establecer vínculos y comunicarse con los candidatos de otro país y su gobierno, y otra muy distinta es entrometerse en sus procesos. Ningún mexicano hubiera agradecido que el presidente norteamericano invitara a solo uno de los candidatos en una contienda mexicana. Así de obvio.

Pero, más allá de las personas, hay cuatro lecciones que arroja esta semana: en primer lugar, el gobierno comenzó con un control absoluto de su personal, procesos y disciplina. Mucho de lo que intentó era anacrónico (recrear el mundo del viejo sistema priista), pero su funcionamiento era impecable, al menos en lo que se podía observar desde afuera. Esa disciplina comenzó a erosionarse cuando se presentó la Casa Blanca y se colapsó con la salida de Aurelio Nuño de la presidencia; el fenómeno se exacerbó por la inexistencia de control sobre los pleitos al interior del gabinete. El gobierno lleva dos años de haber perdido la iniciativa y no hay nada que sugiera que eso cambiará. En este contexto, no es difícil imaginar que en lugar de procesos de decisión debidamente analizados, las ocurrencias dominaron la discusión, llevando a la fatídica invitación.

En segundo lugar, esta administración ha sido peculiar en su propensión a generar enemigos sin construir apoyos; desdeñar la discusión pública en lugar de liderarla; y despreciar las legítimas preocupaciones de todos los sectores y grupos de la sociedad: desde los acreedores de PEMEX hasta los periodistas censurados e incluyendo al creciente número de ciudadanos desconcertados por el crecimiento de la deuda pública. En cuatro años se sumaron suficientes agravios y agraviados como para toda una vida y todos parecen haber hecho su triunfal aparición en la última semana. No se puede gobernar sin informar y no se puede ganar la credibilidad -para no decir popularidad- sin al menos intentar convencer. Detalles de la democracia.  Peor, este gobierno ignoró lo obvio: que el precio del dólar sí le importa al electorado y que su depreciación tiene consecuencias. El sello de la casa de este gobierno ha sido el de permanecer inmutable ante la ola de dudas, preocupaciones y críticas. Por eso fue tan significativo que entre las instrucciones que el presidente le dio al nuevo secretario de hacienda estaban dos muy prominentes que el anterior no había atendido: bajar la deuda y acabar con el déficit.

En tercer lugar, el asunto Trump retrotrajo al viejo nacionalismo mexicano, pero con un agregado por demás promisorio: el nuevo nacionalismo no es anti-Yanqui. Lo sorprendente de las diversas respuestas a la invitación y la visita -y, de hecho, a toda la andanada anti-mexicana del último año- es que el mexicano ve la relación con Estados Unidos como algo normal, positiva y necesaria. El problema es con el personaje, no con el país. Quedan muchos malos resabios del viejo sistema político, pero éste fue claramente superado.

Finalmente, la última semana México vivió una auténtica rebelión popular. La visita del candidato estadounidense causó una desaprobación generalizada y el presidente se vio obligado a recular. La rebelión habla de una sociedad madura y dispuesta a defender sus derechos (y su honor), todo ello sin violencia ni excesos, lo que abre grandes posibilidades para el futuro.

La pregunta es si se trata de un reducto concebido meramente para evitar más críticas, sobre todo a la luz de la revisión del presupuesto de 2017, o si incluye al menos la intención de construir algo más sólido que le dé paso a esa sociedad madura y evite una nueva hecatombe en el proceso electoral de 2018. El tiempo dirá.

Edmundo O’Gorman, el gran historiador del siglo XIX, le dejó un recado al presidente, que es apropiado al momento actual: “Urge, pues, un despertar, no sea que cuando ocurra emule al de Rip van Winkel, amanecido en un mundo extraño y ajeno que ya no le brinda acomodo ni la posibilidad de participar en la aventura de una nueva vida incubada durante la ausencia de su letargo”. ¿Nueva vida o letargo? Esa, diría Shakespeare, es la pregunta.

 

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Consecuencias

Luis Rubio

Cuenta un cuento polaco que en un pueblo construyeron un puente pero no lo terminaron. Los vehículos subían y, al llegar a la cima, caían al vacío. Los líderes de la comarca se reunieron para decidir qué hacer y su respuesta fue construir un hospital debajo del puente para atender a los heridos que resultaban de la caída. Así parece ser nuestro gobierno: grandes iniciativas que no se concluyen, acciones desesperadas que no se piensan y, luego, consecuencias con las que hay que lidiar.

Para ahora ya es bastante clara la sucesión de circunstancias y acciones que llevaron al gobierno a invitar a México al señor Trump. También es sabido que la invitación ocurrió semanas antes y al margen de los profesionales responsables de la conducción de la política exterior. Se invitó a un candidato y, luego, al cuarto para las doce, como se dice coloquialmente, se envió otra invitación a la candidata demócrata, como para no dejar. El señor Trump llegó, fue tratado como jefe de Estado, escuchó el discurso formal y respetuoso del presidente Peña y luego se fue feliz a Arizona a reiterar sus posturas respecto a México y los mexicanos.

Además del regalo del trato, algo invaluable para Trump porque en eso su contrincante tiene amplia experiencia y reconocimiento, el candidato republicano se llevó lo más valioso con lo que cuenta México: sin que nadie se lo pidiera, el presidente mexicano fue obsequioso en ofrecerle la renegociación del TLC, algo que ningún país jamás hace porque eso implica, de facto, su anulación, justo lo que Trump ha propuesto. En unas cuantas horas, el presidente colocó al país, y a su gobierno, en la posición más vulnerable que ha estado desde la era revolucionaria.

En un artículo apropiadamente intitulado «lo indescriptible e inexplicable», la revista inglesa The Economist afirma que el presidente mexicano ayudó a Trump en su campaña por lo que «aún si gana la señora Clinton, no se lo agradecerá. Si resulta que contribuyó a elegir al Sr. Trump, muchos mexicanos jamás se lo perdonarán a él o a su partido y tampoco lo hará el resto del mundo.» No por casualidad, otros artículos se preguntan «¿en qué estaban pensando.» En unas cuantas horas, el gobierno perdió su relación privilegiada con la administración Obama, demostró actuar de manera irracional y probó ser un actor no confiable. México se convirtió en el hazmerreir del mundo.

Cualquiera que haya sido la lógica al fraguar la invitación, ésta ignoraba la naturaleza de Trump, la absoluta imposibilidad de cambiar su discurso (porque ese es el corazón de su candidatura) y, sobre todo, que todo el riesgo era para México y todo el potencial beneficio era para Trump. La noción misma de que se podría «razonar» con él y convencerlo de suavizar su discurso es absurda.

La pregunta es ¿qué sigue? Los próximos meses serán sin duda aciagos. Muchos interpretarán que se redujo la vulnerabilidad de la economía mexicana con la afirmación de Trump de que se renegociará el TLC (y, por lo tanto, que no se anularía). Esto quizá contribuya a apaciguar a los mercados financieros, al menos en el corto plazo, pero no va a satisfacer a los escépticos: no hay que olvidar que la principal justificación para poner en entredicho la calificación de grado de inversión de la deuda mexicana por parte de Moodys no fue la deuda misma sino los problemas políticos que caracterizan al país y que se reflejan en la forma en que se toman decisiones y la ausencia de Estado de derecho.

En su libro sobre las circunstancias que llevaron a la devaluación de 1994, Sidney Weintraub* concluye que fue la ausencia de mecanismos de rendición de cuentas lo que hizo posible que los funcionarios de la administración saliente y entrante hicieran apuestas brutalmente peligrosas, algo inconcebible en una democracia representativa. Eso mismo es lo que se manifestó en el affaire Trump: el gobierno emprendió una serie de acciones sin necesidad de pensar en las consecuencias, sin medir los riesgos y sin discutir las alternativas porque así es nuestra realidad política: el gobierno no le rinde cuentas a nadie y sus integrantes no pagarán los costos de sus decisiones.

Hay dos planos en los que hay que lidiar con las consecuencias. El primero es el obvio y urgente: reconstruir la relación con el gobierno de Estados Unidos y con la campaña de Clinton. No será fácil porque el problema es de confianza y, cuando ésta se ha perdido, es sumamente difícil recuperarla. Quizá esto sólo sea posible en la medida en que el presidente lleve a cabo un cambio radical en su gabinete, incorporando personas que gocen del absoluto respeto de la comunidad internacional en general, y de los estadounidenses en lo particular, en los ámbitos político, judicial, financiero y de política exterior.

El otro plano es el del futuro. El presidente Peña ha desaprovechado cada oportunidad que se le ha presentado: pudo haberse convertido en el promotor de la lucha contra la corrupción (casa blanca) y la lucha contra la impunidad (Ayotzinapa), pero no lo hizo. Ahora tiene la última oportunidad: comenzar a forjar pesos y contrapesos para que jamás se puedan volver a tomar decisiones que vulneren de manera tan dramática la viabilidad del país.

*Financial Decision Making in Mexico

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Intenciones y realidades

Luis Rubio

La intención puede ser loable pero la realidad es terca e implacable. El objetivo de las reformas fue, en la retórica gubernamental, “mover a México.” Al menos en el caso de la educación, el movido -de hecho el bailado- ha sido el gobierno. Contra muchas predicciones al inicio del sexenio, la reforma educativa, sin duda la más popular de las reformas, ha sido, con mucho, la más conflictiva. Mientras que la energética -esa contra la que se anticipaban grandes oposiciones- avanza, la educativa se evapora en negociaciones vergonzosas, vergonzantes y contraproducentes.

La reforma educativa, como varias de las reformas impulsadas en las últimas décadas, supone un cambio de concepción de lo que es el país y del papel del gobierno en la construcción del futuro. En ausencia de ese cambio de concepción, ninguna reforma será exitosa. Las reformas acaban chocando con la realidad, diluyéndose en el camino.

Aunque el discurso y discusiones en torno a la reforma educativa ha sido prolijo, no hay consenso alguno respecto a qué anima a la CNTE, qué permitiría resolver (a diferencia de posponer y prolongar) el conflicto y, sobre todo, avanzar hacia el objetivo medular: una educación del primer mundo que haga efectiva la igualdad de oportunidades. El gobierno ha dado tumbos -de mano dura a negociación a capitulación- sin haber dado muestra alguna de siquiera comprender la lógica y motivación de la CNTE y sus contingentes.

La reforma se concibió para una realidad que nada tiene que ver con la mexicana y esa realidad se ha acabado imponiendo. Puesto en otros términos, el gobierno pretende un cambio a la italiana: que todo cambie para que todo siga igual y eso, CNTE dixit, no va a pasar.

El viejo sistema político funcionaba bajo la premisa de una economía cerrada, un sistema político controlado de manera vertical y una estructura diseñada para generar beneficios para los herederos de la Revolución y sus compinches. En ese esquema, el sistema educativo tenía dos funciones: por un lado, construir y nutrir una hegemonía ideológica que sirviera para apaciguar a la población y controlarla; y, por otro lado, particularmente en el campo, el magisterio era una forma de empleo y generación de bienestar en zonas pobres. La calidad de la educación no era un asunto relevante y nadie lo pensaba en esos términos: había un patrón y una clientela, un mecanismo efectivo para mantener la paz y favorecer la depredación, la corrupción y la prosperidad de los privilegiados. Mundo perfecto.

Aunque se han avanzado reformas en materia de competencia, importaciones, inversiones y demás, el paradigma de control y privilegios no ha cambiado. Los políticos se comportan como si no hubiera competencia partidista, los empresarios presionan para eliminar la competencia, el gobierno no entiende que su responsabilidad es la de crear condiciones para el éxito de la población y se repudian los mecanismos internacionales de revisión (ej. derechos humanos) que son inherentes al siglo XXI. En una palabra, todo mundo se aferra a un pasado que (casi) ya no existe. Y el costo de preservar los viejos privilegios crece día a día.

Por supuesto que hay espacios de competencia, empresas del primer mundo y nichos, como los creados por el TLC, que ostentan una inusitada modernidad. Pero la abrumadora mayoría de los mexicanos y, virtualmente, todo el aparato político, vive en otro planeta: unos porque así explotan el sistema, otros porque lo padecen. Mi hipótesis es que, mientras el statu quo no cambie, la reforma educativa es imposible. Y eso fue igual de cierto con los panistas y con los “nuevos” priistas de hoy.

La reforma educativa atenta contra los dos pilares del sistema de educación: mina la hegemonía al permitir competencia de ideas y visiones; y, sobre todo, amenaza al sistema de empleo garantizado con beneficios del cual se deriva el matrimonio histórico entre el gobierno y el magisterio. Los políticos pretenden que los maestros acepten un cambio en las reglas del juego sin cambiar ellos su propio comportamiento. Más al punto, la reforma supone que los maestros se sometan a evaluaciones y otros mecanismos de control, un nuevo tipo de control, sin ofrecerles los medios (y la certeza), de convertirse en parte integral y exitosa del nuevo sistema. En estas condiciones, no es difícil entender el choque de lenguajes, posturas y visiones.

Quizá todavía más importante, el gobierno pretende elevar la calidad de la educación dentro del viejo sistema, una contradicción irresoluble. Al menos una parte del gobierno supuso que se podía eliminar el sistema clientelar de la noche a la mañana, sin costo y sin oposición. Lo que se encontró fue que tanto la retaguardia gubernamental (los que luego capitularon), al igual que la CNTE, siguen jugando bajo las viejas reglas y se entienden a la perfección. La violencia acaba siendo un instrumento en manos de los disidentes, sobre todo porque el gobierno vive atemorizado por el recuerdo de 1968 y, más recientemente, Nochixtlán.

La reforma educativa funcionará cuando el establishment político mexicano esté dispuesto a entrar al siglo XXI. En tanto eso no ocurra, la CNTE y los Nochixtlanes serán la norma, no la excepción.

 

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Ausencia de visión estratégica

 Luis Rubio

Pocas cosas nos distinguen tan nítidamente como país que la total ausencia de visión estratégica: el país vive al día y para el día. Los asuntos no se resuelven, simplemente se posponen; los problemas no se atienden, se compran; no se reconocen los desafíos, se ignoran. En una de las anécdotas más descriptivas del viejo sistema político, se decía que el presidente Adolfo Ruíz Cortines tenía dos charolas en su escritorio: una decía «problemas que se resuelven solos» y la otra «problemas que se resuelven con el tiempo».

Esa lógica tenía viabilidad en una época en que el gobierno gozaba de pleno control. El sistema priista era un mecanismo de control hegemónico con tentáculos hasta en el pueblo más modesto; sus operadores tenían presencia en la mayor parte del territorio nacional y servían tanto como medio para obtener información de los asuntos locales y los potenciales desafíos al sistema, como para disuadir a los potenciales revoltosos o, en su caso, aplacar cualquier disidencia. Problemas había muchos pero el sistema tenía mecanismos para lidiar con ellos y, en un mundo sin la ubicuidad de la información y los teléfonos con cámara, nadie se enteraba de la forma en que ser atendían: lo que contaba no era el cuidado sino la eficacia. Era un mundo por demás simple.

Los presidentes de las últimas décadas seguro soñaron en más de un momento con aquel mundo sin prensa, con ciudadanos sin opciones ni información y con la capacidad de desaparecer los poderes de cualquier gobernador que no se sometiera al poder central. Pero eso era antes: hoy vivimos en un caos creciente porque se pretende que nada ha cambiado.

Para funcionar en esta era, además de desarrollarse, un país requiere allanar el camino en múltiples frentes y eso implica una visión estratégica. Su ausencia en la actualidad -y en nuestra historia- es pasmosa y hasta suicida. Los problemas no se resuelven sino que, en el vernáculo, se «patea el bote». Unos miembros del gabinete sacrifican a otros con tal de ganar un punto sin importar las consecuencias, incluso para el propio gobierno, para no hablar del país; el caso de las recientes elecciones es revelador: algunos miembros del gabinete presidencial prefirieron perder las elecciones con tal de excluir a un potencial rival en el PRI. Lo importante es el hoy, el ahorita y yo. Con esta racionalidad, los problemas no desaparecen, sólo se prolongan, posponen y magnifican. El caso de la CNTE es paradigmático.

Si el problema fuese los juegos de salón en la casa de cristal, el asunto sería irrelevante. Pero estos son meros ejemplos anecdóticos. México enfrenta decisiones fundamentales en un sinnúmero de áreas para las cuales no nos hemos preparado y no hemos exhibido disposición a avanzar.

Aquí hay una serie ilustrativa de los desafíos que tenemos frente a nosotros y que, sin visión estratégica, seremos incapaces de enfrentar:

  • Consolidar la democracia: hoy tenemos un sistema de gobierno disfuncional donde no se sabe dónde termina el ejecutivo y dónde comienza el legislativo, y viceversa. No existen pesos y contrapesos ni reglas claras. Todo son incentivos al conflicto y no a un gobierno efectivo. ¿Cómo construir un modelo de gobierno?  ¿Cómo convencer a las distintas fuerzas políticas?
  • Policías: en 1968 se aprendió la lección errada (policía=represión) y eso ha impedido desarrollar una policía moderna, respetuosa de los derechos ciudadanos y respetada por la ciudadanía.
  • Sistema de justicia: se aprueban innumerables leyes pero no se modifica el paradigma. Los conflictos de intereses en el poder judicial son flagrantes; la justicia a modo sigue siendo la norma.
  • Corrupción e impunidad: todos la denuncian de boca para afuera pero nadie quiere terminar con este binomio. ¿Qué llevaría a cambiar el paradigma dominante, más allá de leyes que nadie pretende cumplir?
  • Relación con EUA: estamos en un momento crucial por su elección pero no tenemos una idea, mucho menos un plan, para redefinir la relación. ¿Qué pasa bajo cada escenario potencial? ¿Qué queremos de la relación? ¿Qué tenemos que hacer para que lo deseable sea posible?
  • Educación: llevamos décadas en un círculo vicioso donde lo importante no ha sido el desarrollo de capital humano. ¿Cómo cambiar la visión de la educación? ¿Qué hay que hacer para lograrlo? ¿cómo sumar, en lugar de combatir, a los maestros? ¿cómo desquiciar a los liderazgos dedicados a impedir el desarrollo de la educación?
  • Finanzas públicas: el modelo de gasto financiado por pocos impuestos cautivos y deuda creciente está haciendo crisis. ¿Cómo desarrollar nuevas fuentes de recaudación? ¿Qué sistema de rendición de cuentas lo haría posible?

Los desafíos que enfrentamos son ingentes y, claramente, no se pueden resolver de la noche a la mañana. Cada uno de ellos -estos y otros- requerirá comprensión, visión, liderazgo y arduas negociaciones. Pero si el único objetivo es «no moverle», «que nada pase», el país persistirá en su declive y el conflicto en ascenso.

La única forma de romper con la inercia es hablando claro: tenemos problemas que requieren una o dos generaciones de esfuerzos continuos para transformar al país. Patear el bote no es solución, así sea cómodo para algunos funcionarios.

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21 Ago. 2016

Desesperación

Luis Rubio

En los ochenta, el título de un libro sobre Indonesia resumía el momento de esa sociedad, no muy distinto al del México de hoy: “un país a la espera”. A la espera de “un cambio”.

Gobiernos van y gobiernos vienen, todos prometiendo la redención. Pero la redención no llega y todo acaba siendo excusas: la culpa siempre fue de otros.

Cuando las cosas salen bien, la sociedad mexicana se vuelca hacia el gobierno; cuando salen mal, la reacción es de despecho: el gobierno la traicionó. Es por esto que la reacción social ha sido tan brutal, haciéndole fácil la vida a los promotores de la desazón como estrategia político-electoral. Y el gobierno no podría haber actuado peor: atrincherado y convencido de su virtud, acaba siendo presa fácil de sus propios prejuicios y de una oposición a la que no comprende, ni lo intenta, todo lo cual arroja a la ciudadanía a una total incertidumbre respecto al futuro.

En los últimos lustros, los mexicanos hemos vivido dos momentos similares y, a la vez, totalmente distintos, contraste que ilustra algunas de las causas del hartazgo, desesperación y enojo ad hominem que hoy caracterizan al país. Vicente Fox y Enrique Peña Nieto no tienen nada en común en sus biografías, propuestas o habilidades, pero ambos prometieron una transformación, de la cual se olvidaron casi inmediatamente después de llegar al gobierno. Fox prometió “sacar al PRI de los Pinos” para cambiar al país; Peña Nieto prometió un “gobierno eficaz”. Ambos traicionaron a la población. Sus fallas explican la creciente popularidad de los vendedores de milagros: igual el “Bronco” que AMLO, o los que vengan.

Joaquín Villalobos, experto en movimientos sociales, dice que no hay peor estrategia de gobierno que la que se deriva de una lectura simple de una realidad compleja. Fox no entendió el tamaño de su victoria ni mucho menos la naturaleza o profundidad de la demanda de cambio en la sociedad mexicana; tampoco reconoció la debilidad del PRI en ese instante. El problema para él eran las personas y no las estructuras e instituciones, razón por la cual acabó nadando de muertito por seis largos años, creando anticuerpos para la transición político-económica que el país sigue esperando.

Peña Nieto no entendió que el México de hoy nada tiene que ver con el de los cincuenta del siglo pasado, que la economía globalizada trastocó para siempre la política interna y que el uso del déficit fiscal es por demás políticamente peligroso. El gobierno actual no sólo leyó mal la circunstancia en que llegó al poder sino también momentos cruciales que cambiaron su devenir, especialmente Ayotzinapa. Su decisión de echar para atrás la descentralización política que había experimentado el país fue de una enorme ingenuidad, como si ésta hubiera sido producto de la voluntad de un presidente y no resultado de una realidad compleja y cambiante. Al re-centralizar e imponer controles sobre los medios de comunicación, los gobernadores y otros actores sociales, además de aumentos de impuestos a los causantes cautivos, y el desdén con que administró (y sigue) los casos de corrupción, acabó en el peor de los mundos: se hizo responsable de cosas sobre las que no tenía, ni podía tener, control. Así, los problemas han acabado en la puerta de Los Pinos y, a la vez, todo mundo se siente agraviado.

El caso de Ayotzinapa es emblemático. En términos objetivos, es evidente que el asunto fue local y que el gobierno federal ni se enteró sino hasta mucho después de que ocurrió, además de que, en contraste con otras crisis, en esa no hubo participación de fuerzas federales. En esas condiciones, es increíble que el gobierno federal haya acabado cargando con la culpa, pero eso fue producto de su forma de actuar, de su necedad por proteger al gobernador y, sobre todo, de ignorar el complejo contexto. Hasta la fecha, el gobierno no parece comprender la cantidad de agravios que generó en toda la sociedad y que Ayotzinapa permitió ventilar y hacer explícitos de manera anónima.

Cuando Khrushchev denunció los crímenes del régimen soviético, uno de los delegados le gritó “Camarada Khrushchev, ¿dónde estaba usted cuando ocurrían esas barbaridades?” Krushchev volteó hacia el público y demandó “¿Quién dijo eso? ¡Levántese!” Nadie se paró. Krushchev entonces gritó de regreso “Ahí, camarada, al amparo de la obscuridad, como usted”.

El gobierno del presidente Peña no entendió a la sociedad que pretendía gobernar ni mucho menos comprendió que sus iniciativas y políticas estaban trastocando valores, tradiciones, intereses y, sobre todo, realidades y derechos ganados a pulso. En el momento en que ocurrió lo de Iguala, la sociedad se manifestó de manera brutal.

Mientras que la incertidumbre domina el panorama, el gobierno sigue atrapado en sus lecturas simples de una realidad compleja, pretendiendo que controla el proceso sucesorio. La contradicción es flagrante: la sociedad requiere definiciones hacia el futuro en tanto que el gobierno le regala cerrazón. La sociedad mexicana comprende la complejidad del momento como lo evidencia su indisposición a la violencia. Sin embargo, ningún país puede funcionar en ausencia de certidumbre respecto al futuro y, al menos, un sentido de esperanza.

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Desesperación 

Luis Rubio

14 Ago. 2016