Luis Rubio
La democracia no se inventó para generar acuerdos o consensos sino precisamente para lo opuesto: para administrar los desacuerdos. Por su parte, la política es el espacio para la negociación sobre distintos tipos de solución a los asuntos y problemas de la sociedad e, inevitablemente, genera ganadores y perdedores. La diferencia entre democracia y política es nítida y evidente, pero en nuestro país se pierde porque no está resuelta la legitimidad del acceso al poder por la vía electoral, al menos en un partido y su actor político clave. Si yo gano fue democrático, si pierdo fue fraude y, en cualquiera de los dos casos, yo fijo la agenda política. ¿Alguna duda sobre la principal fuente de incertidumbre viendo hacia 2018?
Guillermo O’Donnell escribió que “la razón básica del desencanto de los ciudadanos latinoamericanos reside en haber creído que el ladrillo de la alternancia era la casa de la democracia.” En México apostamos a una serie de reformas electorales como vía para la transformación del sistema de gobierno, un medio incompatible con el objetivo que se perseguía; lo que se logró a lo largo de décadas de reformas fue la inclusión de fuerzas políticas alienadas del tradicional “sistema,” el objetivo central de las reformas, sobre todo la primera relevante: la de 1977. Así, llevamos casi medio siglo de reformas electorales cuyo objetivo era el acceso al poder, no la construcción de un nuevo orden político ni, mucho menos, un nuevo sistema de gobierno.
En esa dualidad se puede observar quizá el principal desafío que el país enfrenta hoy: las reformas políticas -de 1977 en adelante- fueron concebidas por los partidos políticos para ellos mismos; ninguna contempló a la sociedad o a la ciudadanía. El caos político, económico y de seguridad que hoy nos caracteriza se deriva de ese simple hecho: la prioridad ha sido la clase política que se expande con cada reforma, pero no la solución de los problemas que padece el país y que afectan de manera directa a la ciudadanía. No hay ejemplo más patente de esta peculiaridad que la reforma de 1996, en que se incorporó al segundo y tercer partido en el sistema de privilegios en lugar de crear un sistema abierto, competitivo entre los partidos.
Si uno acepta que nuestro principal problema hoy no radica en el acceso al poder sino en la funcionalidad y calidad del gobierno, la solución no se va a encontrar en los procesos electorales (más reformas, segundas vueltas). La democracia sirve para definir quien accede al gobierno y, en un sentido más amplio, cuáles son los procedimientos para la toma de decisiones en la sociedad; sin embargo, la entidad dedicada a la administración de las decisiones y al cumplimiento de las funciones esenciales que la sociedad demanda del gobierno depende del gobierno mismo y ese es el eslabón débil en la realidad mexicana actual.
Nuestro sistema de gobierno es una herencia que se remonta a la era del porfiriato y que, por mucho que haya funcionado entonces, no tiene capacidad alguna para responder a las realidades y circunstancias del siglo XXI. En aquella era, el país era pequeño en población, muy concentrado geográficamente y la economía se circunscribía, en lo fundamental, a actividades primarias. Más importante, no existían las comunicaciones de hoy ni la disponibilidad ubicua e instantánea de información y el poder del gobierno -organizado, centralizado y totalmente enfocado- mantenía el orden a como fuera necesario. La vida simple demandaba un sistema educativo simple y, en su mayoría, sesgado hacia las zonas urbanas.
Hoy en día, el país es enorme en población, su diversidad y dispersión extraordinaria, (casi) toda ella con acceso instantáneo a lo que ocurre en el resto del mundo y, en un número creciente, dependiente de sus ingresos del exterior. Además, el éxito económico de hoy no depende de la actividad manual de las personas sino de su creatividad en el más amplio sentido del término, lo que implica la necesidad de un sistema educativo de otra naturaleza. El punto es, simple y llanamente, que el sistema de gobierno que tenemos quizá sirva para gobernar el centro de la ciudad de México y de otras ciudades, pero la realidad en el resto del país es de ausencia de gobierno. Peor, aunque no hay gobierno, sí hay gobernadores que expolian y depredan.
Cuando estaba yo en la universidad, el profesor y filósofo Elliot Aristóteles Maquiavelo Montesquieu Feldman, planteó un enigma el primer día de clases: los candidatos a regidores de la ciudad de Boston se gastan hasta un cuarto de millón de dólares en sus campañas para lograr una chamba que les pagará 15 mil dólares de salario anual. “Piensen en esto y díganme a qué conclusión llegan.” Lo peculiar de la discusión subsiguiente fue que mientras que los estadounidenses se perdían en escenarios teóricamente posibles, a ninguno de los latinoamericanos le pareció algo extraño. Para estos era vida cotidiana.
Problemas no nos faltan, pero ninguno tiene las dimensiones de la carencia central de nuestra era: la falta de gobierno. Nada se compara a ello porque lo que vivimos es un sistema de extorsión y corrupción institucionalizado, eso sí, por consenso, pero sin capacidad o disposición a gobernar.
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