Año nuevo, año de elecciones presidenciales: combinación de oportunidades, pero también de riesgos que ningún país saludable debería tener que vivir. Dos circunstancias entrelazan las oportunidades y los riesgos de una manera tan palpable: por un lado, aunque ha habido enormes avances en una multiplicidad de frentes, los problemas se siguen apilando y muchos, quizá la mayoría, es ignorada, como si no existieran. Por otro lado, el poder que concentra un presidente mexicano sigue siendo tan vasto que la persona misma es factor de confianza y estabilidad o, por el contrario, de riesgo e incertidumbre. Así comienza 2018.
Lo que ha avanzado no es pequeño. Para comenzar, en los últimos veinte años hemos logrado que los votos cuenten y se cuenten, hazaña no menor luego de setenta años de fraudes. Desde luego, el fraude no ha desaparecido y la capacidad de adaptación de los viejos operadores es impresionante: en el último par de años los ciudadanos pudimos ver el desarrollo de una estrategia que se podría denominar “Luis XV” por eso de “después de mi el diluvio:» el PRI ganó elecciones difíciles a un costo exorbitante tanto en dinero como en credibilidad. El tiempo dirá si esa forma de jugar canicas (a diferencia de ajedrez, que requiere de una estrategia) trae beneficios o perjuicios, pero cuando la medida de las cosas es ganar y no avanzar, el resultado habla por sí mismo.
Por el lado económico, en las últimas décadas pasamos de una economía poco productiva, propensa a interminables crisis, malos salarios y pocos satisfactores, a una economía pujante que, si bien dista de haber resuelto los problemas del sur del país, ofrece un potencial de desarrollo que antes era impensable. El país hoy cuenta con oportunidades que eran inasibles antes, la ciudadanía se ha vuelto demandante y el gobierno no tiene más remedio que responder o perder. Algunas administraciones intentaron responder, otras, como la que está por concluir, optaron por perder, pero en ambos fueron decisiones conscientes.
Es fácil criticar todo lo que no se ha hecho y, sin duda, si uno ve hacia adelante, la complejidad de lo que viene parece infranqueable. Los problemas producto de la inmovilidad política y el desinterés de nuestros gobernantes (los a cargo y los aspirantes) es tan patente que no es difícil explicar el pesimismo reinante, al que se adiciona la flagrante corrupción e impunidad -y nadie en el espectro político se salva.
Pero el otro lado de la moneda también es cierto: si uno ve hacia atrás, es impactante el cambio que ha experimentado el país en niveles de vida, competitividad industrial, longevidad, sistema de salud, balanza de pagos y un largo etcétera. Los edificios, negocios, becas y oportunidades que aparecen cada día hablan por sí solos. México no puede decir que entró a la civilización, pero claramente ha avanzado en esa dirección.
Lo que falta es mucho y también obvio: México sigue dependiendo de las decisiones de un grupo compacto al que le sobra soberbia y una absoluta impunidad. Esa arbitrariedad lleva a que se utilicen los recursos del Estado -como el fisco y las instituciones de seguridad- para espionaje político, amedrentar empresarios o intimidar a la ciudadanía. Mientras que Trump intenta cambios casi en todos los casos sin lograrlo, los presidentes mexicanos tienen facultades tan vastas y arbitrarias que no hay mexicano que pueda sentirse seguro. El riesgo inherente a la persona que llegue a ganar las elecciones en julio próximo es tan grande que todo México está a la expectativa, cualquiera que sea su preferencia partidista o de candidato. Ningún país serio puede vivir procesos similares cada seis años y pretender que es posible el desarrollo.
Hay dos tipos de desafíos: los que podrían denominarse “técnicos” y los que se refieren a la estructura del poder. Los técnicos son conocidos y, en general, no disputados: la ineficiencia de los monstruos paraestatales, la insuficiente y pésima calidad de la infraestructura, la inexistencia de un sistema educativo idóneo para la era del conocimiento y todo lo relacionado con malas regulaciones, excesos burocráticos, dispendio de los recursos fiscales y carencia de mecanismos para que los funcionarios y políticos rindan cuentas de los fondos que aporta la ciudadanía a través de sus impuestos.
Mientras que los desafíos técnicos se pueden definir, los relacionados con el poder son más complejos y explican tanto la parálisis como la razón por la cual ni los asuntos técnicos se atienden. La estructura del poder en el país está dedicada a preservar cotos de beneficios y privilegios y a impedir que prosperen iniciativas que eleven la productividad, faciliten el acceso de la población a las decisiones o, incluso, que mejoren cosas elementales como el sistema educativo. Gane quien gane, el problema es el mismo: el sistema de privilegios que todo lo controla y que, en consecuencia, propicia tanto la desazón como los movimientos anti sistémicos.
“Sería de ciegos ocultar lo obvio,” dice John Womack: “que el México contemporáneo exige una reorganización política profunda y responsable; reorganización que comporta una limpia de todos los extremos del nudo, y no de uno solo”.
¡Feliz año nuevo!
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07 Ene. 2018