Nadie está a salvo

Luis Rubio

Nadie está a salvo

Luis Rubio

“Yo soy Dios” me dijo el flamante procurador. “Esta institución confiere un enorme poder de perseguir o perdonar.” Esas son las palabras que recuerdo de una visita a la procuraduría hace un tiempo y no me parecieron sorprendentes: el poder del gobierno mexicano no tiene parangón en el mundo civilizado: cuando un funcionario acumula tanto poder -facultades tan vastas como para unilateralmente decidir quien vive y quien muere, quien queda libre y quien va a la cárcel- la civilización simplemente no existe; todos somos perdedores. En la era del viejo sistema, muchos creíamos que el país contaba con instituciones fuertes cuando, en realidad, se trataba de una estructura autoritaria que mantenía la disciplina a través de mecanismos de control y lealtad que, en retrospectiva, demuestran el enorme primitivismo que nos caracteriza.

El poder que evidenciaba el entonces nuevo procurador, no es algo excepcional. Desde el funcionario más encumbrado hasta el más modesto, todo el país funciona así: todos los operadores del sistema -secretarios, procuradores, inspectores, auditores- cuentan con vastas facultades para perdonar o perseguir, cada uno en su espacio y circunstancia. Un ciudadano que lleva a cabo una pequeña obra en su casa -un cuarto adicional, una remodelación- enfrenta ese exceso de facultades en el inspector municipal: facultades tan enormes que pueden hacer la diferencia entre “resolver” el asunto en unos minutos o pasarse el resto de su existencia en los vericuetos burocráticos que hacen de Kafka el famoso autor costumbrista.

Todos los mexicanos vivimos en esa entretela del potencial abuso. Cualquiera que haya leído los periódicos de los últimos meses sabe que nadie está a salvo: “¿Hay investigaciones abierta contra Marcelo Ebrard en la procuraduría capitalina?”, le preguntaron a Miguel Ángel Mancera: “Nosotros en la CDMX no tenemos una indagatoria abierta”, respondió. El fraseo resulta revelador: no la tenemos, al menos ahora, pero siempre puede iniciarse; más importante: yo decido. No importa que tan poderoso haya sido el funcionario, hoy está sujeto al capricho que produce el enorme poder burocrático de que gozan los funcionarios en turno. Hace unas semanas la víctima fue Manlio Fabio Beltrones: nadie está a salvo del poderoso del momento.

Todo depende de los vientos que soplan, no del apego o violación de la ley. Ejemplos son infinitos y proliferan en todos los ámbitos; en algunos casos, quizá la mayoría, esas facultades arbitrarias de que goza la autoridad en turno existen para propiciar el enriquecimiento del funcionario; en otras, las más visibles, son instrumento de quienes están en el poder para disciplinar, controlar o subordinar a sus enemigos.

El primer caso es el de los inspectores municipales, que pueden permitir o cerrar una obra, un antro, una calle o un restaurante. ¿Cuánto tiempo estuvieron abiertas arterias principales de la Condesa en la ciudad de México hace unos meses como medio para propiciar “donativos” a la campaña futura del delegado? ¿En qué se distingue esa táctica de los que cobran “derecho de piso”? Sólo en el uso posterior del dinero. En el mismo rubro entran los inspectores de la CFE que vienen a contar el número de focos, pero cuyo propósito no es otro que el de utilizar su credencial para cobrar una mordida, algo no distinto a lo que hacen los policías de tránsito de manera cotidiana. Todos tienen facultades tan vastas para “perseguir o perdonar” no son sino medios de extorsión.

Si los ejemplos anteriores explican parte del odio que guarda la ciudadanía respecto a la autoridad, los que siguen ilustran el uso personal y político de las instituciones del Estado: el empresario que es auditado por apoyar al candidato equivocado o a la causa políticamente incorrecta; el candidato al que súbitamente le encuentran cargos de “lavado de dinero,” interviniendo y congelando sus cuentas y las de su familia, sólo para declarar que “no hay denuncia alguna” tan pronto concluye el periodo electoral, o sea, una vez que el daño ha sido absoluto. El uso de las instituciones del Estado -en este caso la Comisión Nacional Bancaria, la Procuraduría, el Banco de México- para fines particulares del poderoso del momento.

Si hay una medida de la civilización o el primitivismo, seguro la persecución judicial se encuentra al principio de la lista porque se trata de la libertad, el derecho más esencial del ser humano. Ese poder, que se manifiesta de distintas maneras en cada nivel y tipo de autoridad, revela todo lo que nos falta avanzar y cuan lejos se encuentra la realidad de la retórica política cotidiana. La realidad evidencia un país primitivo; la retórica pretende una concreción inexistente, y todos los funcionarios y gobernantes, sin distingo de partido, funcionan de esa manera cuando se encuentran en el poder: el poder para fines personales y partidistas, no para el desarrollo del país.

El día en que desaparezcan esas facultades excesivas -arbitrarias- podremos comenzar a vivir el mundo de la civilización; mientras tanto, los que aspiran a remover a los que están salivan por ser los poderosos, sin percatarse que, tarde o temprano, estarán del otro lado. Nadie está a salvo.

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18 Feb. 2018

Otro gran ajuste

Luis Rubio

En una de las grandes pifias de la segunda guerra mundial, Francia supuso que, cuando viniera una nueva confrontación, Alemania repetiría el patrón de invasión de 1914. Con esa lógica se preparó respondiendo a los fallos de la confrontación anterior y acabó invadida. Me pregunto si nuestro enfoque -de México y de nuestros dos socios norteamericanos- podría estar cayendo en algo similar.

México se ha convertido en una potencia manufacturera a escala mundial, circunstancia que ha permitido reducir, si bien no eliminar, las restricciones que históricamente nos había impuesto la balanza de pagos y que fueron la causa última de muchas de las crisis y debacles financieras de las décadas pasadas. Las exportaciones han cambiado la faz de la nuestra economía y han creado un poderoso motor de crecimiento, empleos bien pagados y oportunidades de desarrollo. Esas exportaciones, producto del giro que el país dio en su economía en los ochenta y que se consolidó con el TLC, han aliviado algunos de nuestros problemas, pero obviamente se trata tan sólo de un elemento entre muchos de los que deben ser atendidos en el panorama nacional.

La estrategia de liberalización económica, incorporación en los circuitos comerciales, tecnológicos y financieros del mundo -todo ello visible en las exportaciones- sigue siendo tan vigente hoy como lo fue hace treinta años. Muchas de las naciones más ricas del orbe han seguido esa estrategia, logrando una enorme estabilidad y progreso, mismo que no se limita a naciones-estados, como Hong Kong y Singapur, países totalmente incorporados en esos circuitos, sino que incluye a otros como Chile, Corea y Taiwán, además de los países más desarrollados. Desde esta perspectiva, es evidente que lo que se requiere es una mayor y mejor incorporación en esos circuitos y no una retracción. Es decir, nuestro reto se encuentra en la ampliación del marco en el que funciona la economía moderna del país: incorporar a la parte rezagada, y a quienes no han tenido oportunidad de romper con las formas tradicionales de producir, en la parte exitosa.

El reto no es meramente económico o regulatorio, aunque hay mucho que resolver en esos planos, sino que abarca una enorme complejidad de situaciones en ámbitos como el educativo, de infraestructura y sin duda político. Oaxaca y Chiapas no se han rezagado por falta de infraestructura y a la vieja industria mexicana que se sigue rezagando no le sobran contactos políticos que la protegen y, con ello, la condenan. Como en tantos otros ámbitos de la vida nacional, nuestros principales obstáculos son internos y, en casi todos los casos, perfectamente visibles y explicables en la forma de intereses, beneficios y privilegios especiales.

Sin embargo, me temo que el reto es más grande y complejo del que estos asuntos involucran. Una visita reciente a una fábrica en el norte del país me hizo reflexionar sobre la versión más generalizada del triunfo de Trump hace un año: según esa narrativa, el menor costo de la mano de obra en lugares como China y México había desplazado a la mano de obra estadounidense. Eso implicaría, para ser consecuente, que las pérdidas de empleo en estados como Michigan y Ohio se traducirían en ganancias de empleo en otras latitudes. Algo de eso sin duda ha ocurrido, pero lo que yo observé en la planta a la que visité fue una proliferación impresionante de enormes robots que son operados por un puñado de trabajadores. Los cientos de miles de empleos que han perdido las regiones industriales norteamericanas en las últimas décadas no están en México. No habría forma que los diez o quince empleados que yo vi hayan tenido un efecto cascada del tamaño que ocurrió en Estados Unidos para que perdiera la candidata demócrata en estados tradicionalmente industriales.

Mi punto es que el gran desafío no radica en la industria manufacturera en que hemos cifrado nuestras esperanzas para el desarrollo del país, sino en que ésta no va a ser la solución al problema del empleo, como hace tiempo que ya no lo es en los países tradicionalmente industriales. Las manufacturas y las exportaciones seguirán creciendo, pero no así el empleo, un asunto distinto. Es decir, el cambio tecnológico está arrastrando con el empleo mexicano como lo hizo antes con el europeo y americano. Siendo así las cosas, la pregunta es qué estamos haciendo al respecto y, en todo caso, qué es lo que debería incluirse en las negociaciones del TLC para que las tres naciones de la región se adapten con celeridad a esta nueva era, sin consecuencias políticas negativas para México.

La revolución digital está avasallando a nuestra economía en formas no anticipadas y con una población que no está preparada para asumirla, beneficiarse de ella y salir bien librada. En contraste con las revoluciones anteriores, como la industrial, la capacidad de adaptación en la era digital entraña un nuevo enfoque no sólo del aparato educativo y de salud, lo que se llama capital humano, sino también de la manera en que se concibe a la persona en términos políticos. Los trabajadores de la era industrial se organizaban en sindicatos; los ciudadanos de la era digital emplean redes sociales y son altamente móviles.

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Aciertos y confusiones

 Luis Rubio

La propuesta de Enrique de la Madrid hace imperativo discutir el asunto: reconozcamos la realidad y hagamos más seguros nuestros destinos turísticos removiendo una de las causas de la inseguridad, la provocada por el mercado ilícito y sumamente violento de las drogas, especialmente la mariguana. La sola mención de una propuesta tan seria, pero controvertida en nuestro entorno político, ha llevado a conectar dos cosas que no tienen conexión, al menos no la que pretenden los críticos de la estrategia de seguridad iniciada hace una década.

Hay dos temas relevantes: por un lado, el de la liberalización del mercado de las drogas y sus efectos; por el otro, el de los potenciales vínculos entre seguridad y drogas. Se trata de dos asuntos distintos que, aunque obviamente vinculados, siguen dinámicas diferentes: los factores que norman el funcionamiento del mercado de las drogas, igual si es legal o ilegal, no son los que determinan el comportamiento de las mafias del narcotráfico y sus pares en el crimen organizado.

El punto de partida es obvio porque sólo hasta ahora una autoridad se ha atrevido a decirlo: el consumo de las drogas en México existe y es fácil de acceder. O sea, aunque las drogas estén prohibidas, existe un mercado en el que es fácil comprar algunas drogas, especialmente la mariguana.

Los países que han caminado la senda de la legalización ofrecen valiosas lecciones: al liberalizar, el consumo aumenta porque se transparenta el mercado previamente existente, pero soterrado. Esas experiencias muestran que los riesgos asociados con el consumo disminuyen porque el producto se estandariza (eliminando substancias tóxicas de que frecuentemente viene asociado el mercado negro) y que, al ser un mercado abierto, desaparece la violencia y el riesgo inherente al proceso de adquisición del producto. En otras palabras, las ventajas y virtudes de la liberalización en cuanto al consumo son obvias.

El problema de las referencias internacionales es que no son muy relevantes a la realidad mexicana en un aspecto crucial: todas las experiencias significativas, comenzando por Holanda, Uruguay y más recientemente Colorado y California, suponen la existencia de un gobierno capaz de regular el mercado ahora liberalizado. En todos esos casos, el gobierno ha asumido la función de supervisor que se asegura de la calidad del producto, de los límites al consumo y de los requisitos que debe satisfacer el consumidor, especialmente la edad.

Cuando uno parte de la existencia de un gobierno funcional, capaz de supervisar un mercado y mantener la seguridad de los ciudadanos, la discusión sobre las drogas adquiere una naturaleza esencialmente moral: debe el gobierno cuidar de la salud de los ciudadanos o es potestad de los propios ciudadanos decidir sobre su propia vida. Esa es una discusión esencialmente filosófica que con rapidez adquiere un cariz ideológico que generalmente se torna imposible de romper.

En México somos peculiares porque tenemos una doble moral respecto a las drogas o una gran confusión respecto a la relación entre éstas y la seguridad. La discusión respecto a la liberalización generalmente supone que en el instante mismo en que se eliminara la prohibición se restablecería el orden público. Y ahí yace la falacia del binomio drogas-seguridad.

Mi posición es que las drogas, al menos la mariguana, deben ser legalizadas, pero no bajo la expectativa de que con eso se resolvería el problema de la seguridad. Sin duda, la eliminación de las rentas (utilidades excesivas) de que gozan las mafias de las drogas reduciría su poder y, por lo tanto, ayudaría a equilibrar la balanza entre policías y criminales. Sin embargo, más allá del espacio inmediato (ciertamente es posible mejorar la seguridad en una colonia o ciudad), el mercado relevante para estos fines no es el local, sino el estadounidense, y el más importante no es el de la mariguana (de la que cada vez exportamos menos), sino el de las drogas más rentables para los carteles, como son la cocaína, heroína y metanfetaminas.

Es crucial reconocer que nuestro problema no es de drogas, corrupción o violencia per se, sino de ausencia de gobierno y esa ausencia se debe a dos factores: uno, que nuestro sistema político centralizado se creó hace un siglo y nada se ha hecho para ajustarlo a la era de la descentralización política; en una palabra, los gobernadores no han construido capacidad policiaca, judicial y administrativa para mejorar la vida de sus ciudadanos. La otra causa de nuestra problemática se debe al enorme poder que derivan las mafias de sus (enormes) negocios billonarios en otro país. Así, la liberalización de las drogas en México no cambiaría la dinámica de los carteles ni afectaría las industrias de secuestro, extorsión y robo.

Por lo tanto, la inseguridad se deriva de la ausencia de gobierno y del enorme poderío (corruptor y de violencia) de las mafias y eso no se afectaría más que marginalmente por la legalización de la mariguana en México. Debemos discutir estos dos temas -drogas y seguridad- como dos asuntos independientes y ser honestos respecto a la urgencia de atender cada uno de ellos en su justa dimensión. Liberalizar es necesario, pero no es la panacea.

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04 Feb. 2018

 

MEXICO El ocaso del viejo regimen

La Razon – España
Luis Rubio

México atraviesa por tres procesos simultáneos, pero diferentes, que se retroalimentan. Primero que nada, el país experimenta una larga transición económica, política, social y demográfica sin que nadie la conduzca, pero que tiene consecuencias en todos los ámbitos. En segundo lugar, el país vive una difícil relación con Estados Unidos, su principal socio comercial y, hasta ahora, a través del Tratado de Libre Comercio (TLC), su principal fuente de estabilidad y certeza jurídica. Finalmente, en julio próximo la ciudadanía votará por un nuevo presidente, en un contexto de violencia física y política y un gran enojo entre el electorado. Cada uno de estos asuntos entraña sus propias dinámicas que, al interactuar, generan desajustes y choques de expectativas.

En México es frecuente comparar los cambios que ha experimentado el país en las últimas décadas con la transición política española. Sin embargo, las diferencias son mucho más grandes que las similitudes: para comenzar, en España la muerte de Franco determinó el inicio de una nueva era política; en el caso de México, no se trató de una persona, sino de un régimen político personificado por el PRI, un sistema de control político que ha tenido una extraordinaria capacidad de adaptarse a los tiempos, por lo que nunca se fue. De esta forma, los mexicanos hemos visto un proceso de cambio político que ha sido reactivo en naturaleza, sin que nunca se presentara una definición clara y consensada respecto al final del proceso. En consecuencia, aunque se han adoptado diversas iniciativas en materia electoral, de transparencia y de justicia, incluyendo a las formidables instituciones electorales, el sistema político sigue atrincherado y protegido respecto a la ciudadanía. En lugar de abrir el sistema a una competencia real, el PAN y el PRD (en su momento los partidos en segundo y tercera posición), fueron incorporados en el sistema de privilegios que caracterizó al viejo régimen. Todo esto crea un entorno de conflicto, rispidez y disputa sobre el futuro del país, especialmente de las políticas que deberían seguirse para construirlo.

La disputa electoral tiene tres personajes que la definen. En primer lugar, Andrés Manuel López Obrador (AMLO) quien, en su tercer intento, encabeza las preferencias electorales con una denuncia persistente de la desigualdad, la corrupción y la pobreza. José Antonio Meade, el candidato del PRI, se distingue por su exitosa experiencia como funcionario de dos gobiernos pero su característica medular es no ser miembro del PRI, el partido que lo postula; este hecho constituye un reconocimiento evidente del desprestigio que distingue al gobierno de Peña Nieto. Finalmente, Ricardo Anaya, el candidato del llamado Frente (que agrupa al PAN, PRD y Movimiento Ciudadano) inició con una propuesta liberal y poco a poco se ha ido moviendo hacia un lenguaje no muy distinto al de AMLO. A estos tres candidatos se sumarán dos o tres independientes que, aunque sin posibilidades de ganar, podrían tener un efecto importante en reducirle puntos a los principales. Todavía es demasiado temprano para poder anticipar el resultado pues, dado que no hay segunda vuelta, el peso de las maquinarias partidistas puede ser determinante y esto todavía no hay forma de calibrarlo a seis meses del día del voto.

Las tensiones y disputas respecto a si la mexicana debe ser una economía abierta o tendiente a la autarquía y, en particular, respecto al papel del gobierno en la conducción de los asuntos públicos, son añeja y no muy productivas, pero yacen en el corazón de la elección presidencial. En los ochenta, México optó por liberalizar su economía e incorporarse en los circuitos comerciales del mundo, de lo cual se derivó la negociación del TLC. Un ala del PRI de entonces rechazó esas reformas y lo sigue haciendo hasta el día de hoy bajo el cartabón de Morena, de la que es dueño AMLO.

Todas estas tensiones se han exacerbado por las amenazas de Trump de cancelar el TLC, el principal motor de la economía y  factor crucial de estabilidad porque representa un espacio excepcional donde reina el Estado de derecho. En este contexto, México atraviesa por un momento único, extraordinariamente sensible que, con TLC o sin éste, debería obligar a construir fuentes internas de certidumbre, es decir, límites a las facultades arbitrarias de los gobernantes, algo a lo que un gobierno tras otro en el último medio siglo se ha rehusado. Ese es el reto y, gane quien gane la presidencia, determinará el devenir del país.

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Proyectos y resultados

Luis Rubio

En una entrevista, Woody Allen dijo que estaba “estupefacto de que la gente quisiera conocer el universo cuando ni siquiera sabe navegar dentro del barrio chino”. Así parecen haber sido muchos de los cambios que ha experimentado el país en los últimos tiempos.

En las pasadas cinco décadas, el país experimentó un gran colapso y dos respuestas incompletas. El sistema político y económico que se construyó a partir del fin de la gesta revolucionaria había dado de sí, hasta acabar colapsado. Quienes hoy fustigan los diversos cambios experimentados en estas décadas asumen que las reformas tanto en materia política como económica fueron voluntarias cuando, en realidad, fueron producto de la falta de alternativa.  En los sesenta, el país comenzó a vivir el principio del fin del viejo sistema: en la economía, la balanza de pagos sufría estragos como consecuencia de la disminución acelerada de exportaciones de granos, clave para financiar las importaciones de maquinaria y equipo. En ausencia de esa fuente de financiamiento, el proyecto de substitución de importaciones dejó de ser sustentable. En la política, el movimiento estudiantil de 1968 anunciaba el inicio de fuertes tensiones que se habían acumulado a lo largo del tiempo, hasta acabar rompiendo el monopolio de la hegemonía priista.

De esta manera, con mayor o menor claridad de rumbo y de sentido común, luego de las locuras populistas de los 70 se inicia un intento de transformación, originalmente encaminado a no alterar el orden político. Los dos grandes procesos de reforma emprendidos en los últimos treinta años dicen mucho de nuestra forma de ser y proceder: enorme ambición para soñar, pero poca disposición para aterrizar; objetivos grandiosos, pero metas pequeñas; comprensión de la urgencia de cambiar, pero sin alterar lo esencial; discurso altisonante, pero tolerancia a los intereses más cercanos. En una palabra, entendimiento de que el statu quo es insostenible pero falta de decisión o capacidad de aterrizar y llevar a buen puerto los proyectos de reforma que se emprendieron.

Fue así como acabamos con reformas incompletas, muchas de ellas extraordinariamente preclaras, pero inacabadas al fin. La visión transformadora, tanto en los 80 y 90 como en los últimos tres años, ha acabado siendo rebasada por la terca realidad. Algunas reformas se atoraron porque se encontraron con poderosos intereses que las paralizaron; otras naufragaron por la mezquindad y/o errores de los implementadores, los conflictos de intereses que los animaban y, en general, por la percepción de costos excesivos de la afectación de los beneficiarios del statu quo, en muchos casos los propios reformadores y sus aliados. Las razones del estancamiento reformista son muchas, pero las consecuencias pocas y específicas: el conjunto de la economía no crece (aunque sí muchas de sus partes) y los costos de la parálisis se apilan en la forma de pobreza, informalidad y desempleo, todo a cuenta de la legitimidad y desprecio del gobernante.

En el ámbito político nunca hubo un proyecto visionario e integral como el que, desde los 80, estuvo presente en la economía. En lo político-electoral el proceso fue de negociaciones parciales que finalmente permitieron una plataforma de competencia equitativa a partir de 1996. Sin embargo, aunque se hablaba de transición, nunca se comprendió que una transición requiere una definición precisa y consensuada del punto de partida y del de llegada. Como quedaron las cosas, nadie sabe cuándo comenzó la transición política mexicana ni hay acuerdo sobre cuándo concluirá: la conflictividad actual no es producto de la casualidad.

El asunto de fondo es que, cualquiera que sea la causa, los mexicanos no hemos podido dar “el gran salto hacia adelante”. Esto contrasta con los hallazgos de Soifer* en su estudio sobre la construcción del Estado: según Soifer, México destaca, junto con Chile y en contraste con Colombia y Perú, por haber logrado construir un Estado fuerte, resultado de la habilidad de sus élites para organizarse, imponer un orden y desarrollar una ideología común que le diera coherencia a la nación. Su estudio también sugiere algunas de las razones por las cuales algunos estados o regiones del país nunca consolidaron un sistema de gobierno eficaz. Pero el punto de fondo, lo interesante del libro, es que desde fines del siglo XIX hubo gran capacidad de construcción del Estado, misma que se renovó luego de la revolución. La pregunta es por qué nos hemos atorado ahora.

La parálisis en la toma de decisiones gubernamental –algunos le llaman oclocracia- es un tema frecuente en el mundo. Las democracias consolidadas han venido sufriendo el fenómeno de la existencia de grupos de interés que, para defender sus posiciones, han paralizado la toma de decisiones. Ejemplos de esto no solo es México sino también EUA y muchos países de Europa. Es en este contexto que el Pacto por México fue tan aplaudido en el mundo porque, aunque no muy democrático, parecía permitir romper con el cerco de la parálisis. Ahora es claro que, para lograrlo, tendremos que aprender algo más que navegar en el barrio chino. Y solo la sociedad lo podrá hacer.

*State Building in Latin America, Cambridge, 2015

 

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Luis Rubio

28 Ene. 2018

Lidiando con Trump

Luis Rubio

México ha estado paralizado desde que comenzó la novela ¿tragedia? Trump. El hoy presidente estadounidense utilizó una serie de símbolos fáciles de visualizar por el electorado para ganar su elección, sobre todo el muro y el TLC, muchos de los cuales eran contrarios a nuestros intereses y denigrantes para los mexicanos. En la etapa electoral había buenas razones para no responder a sus acusaciones e insultos, evitando con ello darle más pólvora a sus amenazas e injurias. De hecho, hubo un análisis de Nate Silver que mostraba una correlación entre las declaraciones que hacía Vicente Fox y la mejoría de Trump en las encuestas: cuando se le respondía, sus números mejoraban, factor que se extremó con la inusitada invitación al personaje. La estrategia de no responderle durante la campaña tenía una lógica impecable pero, una vez resuelta aquella contienda, la racionalidad de aquella estrategia dejó de tener sentido. A pesar de ello, esa concepción parece persistir en la forma de conducir las negociaciones sobre el TLC, misma que, claramente, no está funcionando.

En la novela Matar a un ruiseñor hay un pasaje en el que al abogado, Atticus Finch, le escupen en la cara y éste no responde, se queda impávido, sin reacción alguna. Más tarde, él explica que es preferible dejarse escupir a que le dieran una paliza a su cliente, la víctima de violación. En contraste con Finch, que entendía perfectamente el contexto racista con el que tenía que lidiar, el gobierno mexicano no parece comprender el poderoso simbolismo que para Trump y su base representa el famoso muro y el TLC. En una palabra, Trump tiene que lograr una victoria, así sea simbólica, que le permita decirle a su base “yo cumplí.” El equipo mexicano de negociación no parece reconocer este elemento clave en su estrategia.

El equipo mexicano (en tándem con el canadiense) ha actuado de una manera absolutamente profesional, organizada e inteligente. Estudió con ahínco y cuidado cada uno de los planteamientos de Trump y del equipo negociador estadounidense y ha buscado soluciones dentro del contexto de una negociación técnica. En este sentido, ha propuesto formas de mejorar el comercio, eliminar obstáculos y mejorar los números relativos al déficit comercial que tanto obsesiona a Trump como criterio para denominar al TLC como un fracaso. En el camino, ha hecho propuestas inteligentes y creativas para mejorar el TLC existente y llevarlo a un nuevo estadio que permita hacer más eficientes los intercambios y facilitar el comercio y la inversión. O sea, un trabajo impecable y absolutamente profesional. Sin embargo, a muchos meses de iniciadas estas rondas de negociación, parece evidente que Trump permanece insatisfecho, amenazando de manera reiterada con la cancelación del TLC.

Algunos estiman que esas amenazas no son otra cosa que una táctica de negociación y, sin duda, tienen razón. Su libro, The Art of the Deal, resume toda una forma de ser y ver al mundo: en esencia, todo es negociable y toda la vida es una negociación permanente en la cual unos ganan y otros pierden, por lo que hay que poner contra la pared a todo interlocutor. Desde esta perspectiva, es indudable que mucho del teatro que circunda a las rondas de negociación entraña un continuo de intentos por “ablandar” a los negociadores. Pero, más allá de los asuntos concretos que están en la mesa, esta negociación no se refiere a la adquisición de un predio o un hotel, sino que entraña un innumerable conjunto de actores e intereses -incluyendo a muchos de los estados que concentran a la base dura de Trump- y frente a los cuales él necesita salvar cara. Es decir, por más que la negociación se refiera a cosas técnicas -déficit comercial, resolución de disputas, reglas de origen, compras gubernamentales, propiedad intelectual, comercio electrónico y así sucesivamente- detrás de ello yace un compromiso político que fue clave para su triunfo electoral. Sin sus gritos sobre el muro o sus promesas por terminar con el TLC, Trump jamás habría sido presidente. En consecuencia, él necesita más que soluciones técnicas: requiere satisfactores simbólicos que respondan a sus promesas en campaña.

Está claro que México no va a aportar fondos para que construya un muro o ceder en elementos centrales al funcionamiento del comercio o los flujos de inversión. Sin embargo, así como ha habido una enorme creatividad en la parte técnica de la negociación (algo que ha caracterizado a los equipos negociadores mexicanos desde que comenzó la primera negociación al inicio de los noventa), es imperativo encontrar formas de satisfacer sus requerimientos simbólicos. Ante todo, hay que reconocer que éstos son al menos tan importantes para el gobierno norteamericano como lo demás. Tal vez más.

Hace unos meses, Paco Calderón, mi vecino en esta página y entrañable amigo, propuso que el equipo negociador adoptara una vaca morada -como si fuera algo sacrosanto- como un activo creíble que ceder en las negociaciones. Es tiempo de reconocer que Trump tiene unas vacas moradas muy grandes en su mente y que hay que encontrar la forma en que las deje ir sin, en el camino, perder su credibilidad ante el electorado. Ciertamente, no es ciencia del espacio.

 

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21 Ene. 2018

Es la maquinaria, estúpido

Luis Rubio

La contienda va a todo lo que da, meses antes de que inicie formalmente. Los candidatos hacen lo posible por tener presencia, atraer votantes nuevos y responder a los desafíos (y bretes) en que los colocan sus contendientes. Todo eso es lo normal en la vida democrática, aunque ésta se vea plagada de spots, discursos y alharacas. Los candidatos hacen lo que tienen que hacer para elevar su visibilidad y, confiadamente, ganar el voto adicional que permitiría lograr la victoria. La pregunta es qué está haciendo la ciudadanía para exigirle respuestas a los candidatos. Uno sin lo otro no es más que una invitación a la perpetuación de la impunidad.

La pregunta clave es dónde estamos, porque sólo así es posible responder a lo trascendente: cómo lo resolvemos. Los candidatos se desviven por avanzar su mensaje (y descontar a los otros), pero eso no responde al asunto medular que interesa a los ciudadanos: cómo vamos a salir del bache.

Por situación lógica e inevitable, el candidato del partido en el gobierno tiene la difícil situación de tener que proponer algo distinto sin alejarse de donde proviene y con demasiados jefes que, además, no comprenden el sentir del electorado; por su parte, los dos contendientes tienen mayor facilidad para atacar y denunciar, sin molestarse en proponer. AMLO se ha distinguido a lo largo de todos estos años por plantear algunos de los dilemas y problemas más fundamentales que enfrenta el país; sus planteamientos para resolverlos son vagos, muchos de ellos absurdos y casi todos a-históricos, pero eso no le quita el mérito de obligar a enfocar hacia problemas reales como los de la pobreza, la desigualdad y la corrupción. Anaya traía un discurso más moderno e innovador, pero se ha dedicado a competir por el voto anti sistémico, perdiendo con ello su ventaja comparativa: la herencia liberal de su partido, que es lo que lo hace (hacía) distinto. José Antonio Meade cuenta con la experiencia y la visión que permitiría romper con los entuertos que mantienen empinado al país, pero sólo lo lograría en la medida en que rompiera con mucho de lo que hereda del gobierno del que emana. Ninguno la tiene fácil.

Pero esa perspectiva es en abstracto. En el mundo real, la contienda es muy distinta a lo que sugieren las encuestas en este momento. Una contienda de más de dos candidatos sin segunda vuelta tiene características muy específicas que determinan mucho del devenir del proceso electoral. El primer efecto es el de la fragmentación del voto; un segundo efecto es que alguna porción de la población, típicamente cercana al 10% en nuestro pasado reciente, abandona a su candidato si éste o ésta va en tercer o cuarto lugar para evitar un resultado que le es inaceptable: es decir, una porción del electorado de hecho actúa como si hubiera segunda vuelta. El tercer efecto es el más trascendente: con la fragmentación del voto, disminuye el umbral de triunfo, lo que le otorga un enorme peso al voto duro; es decir, la contienda se convierte en una en la que las maquinarias partidistas se tornan críticas.

Aunque todos los partidos tienen sus aparatos y maquinarias, ninguno tiene la organización con que cuenta el PRI que, por razones obvias de nuestra historia, tiene presencia incluso en estados y localidades en las que hace décadas no gobierna. Esto implica que si Meade logra consolidar la base priista, su probabilidad de ganar rebasa con mucho las apariencias que reflejan las encuestas.

Desde luego, la maquinaria no lo es todo, pero en una contienda en la que la base dura del electorado es crucial, la maquinaria adquiere una importancia excepcional. AMLO tiene su base dura (que, según diversas encuestas, anda alrededor del 25%) en regiones del centro del país históricamente saturadas de operadores, clientelas y organizaciones. El PRI, con la maquinaria más aceitada y distribuida, arroja un voto duro, si todos esos electores de hecho votan, de alrededor del 18%, en tanto que el PAN tiene cerca del 15%. Si al voto priista se le suma el Verde y el PANAL, el candidato del PRI prácticamente se empareja con AMLO. Con estos números, la verdadera contienda se concentraría en los 5%-6% adicionales que el ganador tendría que lograr de la ciudadanía.

Este análisis supone que Meade logra sumar al 100% de los priistas, comenzando por los que no se sienten representados por el candidato que no es miembro del partido que lo postula, y que todos sus operadores actúan de manera coordinada el día de la elección. Sin el voto duro priista, la probabilidad de éxito de Meade disminuye porque el voto ciudadano estaría muy disperso y casi sin duda sería insuficiente para reemplazar a la base dura.

En este contexto, el Frente se encuentra ante la tesitura que explica el discurso anti-sistémico de su candidato, así como la manera en que juega con fuego el gobernador de Chihuahua. Con una maquinaria menos grande y con un voto duro más pequeño, su única probabilidad de éxito, como ocurrió en 2006, es que alguno de los otros dos candidatos falle, cometa una pifia o se desmorone.

Nada de esto garantiza un resultado -de hecho, cualquier cosa es posible- pero sugiere que esta elección estará de morderse las uñas.

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Nuevo inicio

Luis Rubio

 

Año nuevo, año de elecciones presidenciales: combinación de oportunidades, pero también de riesgos que ningún país saludable debería tener que vivir. Dos circunstancias entrelazan las oportunidades y los riesgos de una manera tan palpable: por un lado, aunque ha habido enormes avances en una multiplicidad de frentes, los problemas se siguen apilando y muchos, quizá la mayoría, es ignorada, como si no existieran. Por otro lado, el poder que concentra un presidente mexicano sigue siendo tan vasto que la persona misma es factor de confianza y estabilidad o, por el contrario, de riesgo e incertidumbre. Así comienza 2018.

Lo que ha avanzado no es pequeño. Para comenzar, en los últimos veinte años hemos logrado que los votos cuenten y se cuenten, hazaña no menor luego de setenta años de fraudes. Desde luego, el fraude no ha desaparecido y la capacidad de adaptación de los viejos operadores es impresionante: en el último par de años los ciudadanos pudimos ver el desarrollo de una estrategia que se podría denominar “Luis XV” por eso de “después de mi el diluvio:» el PRI ganó elecciones difíciles a un costo exorbitante tanto en dinero como en credibilidad.  El tiempo dirá si esa forma de jugar canicas (a diferencia de ajedrez, que requiere de una estrategia) trae beneficios o perjuicios, pero cuando la medida de las cosas es ganar y no avanzar, el resultado habla por sí mismo.

Por el lado económico, en las últimas décadas pasamos de una economía poco productiva, propensa a interminables crisis, malos salarios y pocos satisfactores, a una economía pujante que, si bien dista de haber resuelto los problemas del sur del país, ofrece un potencial de desarrollo que antes era impensable. El país hoy cuenta con oportunidades que eran inasibles antes, la ciudadanía se ha vuelto demandante y el gobierno no tiene más remedio que responder o perder. Algunas administraciones intentaron responder, otras, como la que está por concluir, optaron por perder, pero en ambos fueron decisiones conscientes.

Es fácil criticar todo lo que no se ha hecho y, sin duda, si uno ve hacia adelante, la complejidad de lo que viene parece infranqueable. Los problemas producto de la inmovilidad política y el desinterés de nuestros gobernantes (los a cargo y los aspirantes) es tan patente que no es difícil explicar el pesimismo reinante, al que se adiciona la flagrante corrupción e impunidad -y nadie en el espectro político se salva.

Pero el otro lado de la moneda también es cierto: si uno ve hacia atrás, es impactante el cambio que ha experimentado el país en niveles de vida, competitividad industrial, longevidad, sistema de salud, balanza de pagos y un largo etcétera. Los edificios, negocios, becas y oportunidades que aparecen cada día hablan por sí solos. México no puede decir que entró a la civilización, pero claramente ha avanzado en esa dirección.

Lo que falta es mucho y también obvio: México sigue dependiendo de las decisiones de un grupo compacto al que le sobra soberbia y una absoluta impunidad. Esa arbitrariedad lleva a que se utilicen los recursos del Estado -como el fisco y las instituciones de seguridad- para espionaje político, amedrentar empresarios o intimidar a la ciudadanía. Mientras que Trump intenta cambios casi en todos los casos sin lograrlo, los presidentes mexicanos tienen facultades tan vastas y arbitrarias que no hay mexicano que pueda sentirse seguro. El riesgo inherente a la persona que llegue a ganar las elecciones en julio próximo es tan grande que todo México está a la expectativa, cualquiera que sea su preferencia partidista o de candidato. Ningún país serio puede vivir procesos similares cada seis años y pretender que es posible el desarrollo.

Hay dos tipos de desafíos: los que podrían denominarse “técnicos” y los que se refieren a la estructura del poder. Los técnicos son conocidos y, en general, no disputados: la ineficiencia de los monstruos paraestatales, la insuficiente y pésima calidad de la infraestructura, la inexistencia de un sistema educativo idóneo para la era del conocimiento y todo lo relacionado con malas regulaciones, excesos burocráticos, dispendio de los recursos fiscales y carencia de mecanismos para que los funcionarios y políticos rindan cuentas de los fondos que aporta la ciudadanía a través de sus impuestos.

Mientras que los desafíos técnicos se pueden definir, los relacionados con el poder son más complejos y explican tanto la parálisis como la razón por la cual ni los asuntos técnicos se atienden. La estructura del poder en el país está dedicada a preservar cotos de beneficios y privilegios y a impedir que prosperen iniciativas que eleven la productividad, faciliten el acceso de la población a las decisiones o, incluso, que mejoren cosas elementales como el sistema educativo. Gane quien gane, el problema es el mismo: el sistema de privilegios que todo lo controla y que, en consecuencia, propicia tanto la desazón como los movimientos anti sistémicos.

“Sería de ciegos ocultar lo obvio,” dice John Womack: “que el México contemporáneo exige una reorganización política profunda y responsable; reorganización que comporta una limpia de todos los extremos del nudo, y no de uno solo”.

¡Feliz año nuevo!

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07 Ene. 2018

Ahora y mañana

Luis Rubio
NEXOS – Enero 2018

Por mucho tiempo fue posible imaginar que la transición político-económica que hemos vivido conduciría a un nuevo nivel de civilización y desarrollo. No faltaban razones para pensarlo; aun cuando era evidente que no se estaban realizado los cambios y reformas requeridos para llegar a esa otra ribera del río, al inicio de los noventa el futuro parecía promisorio porque inaugurábamos nuevos tiempos en todos los ámbitos: la economía se recuperaba, las exportaciones crecían, surgía una clase media, las elecciones arrojaban un activo mosaico partidista, inconcebible hacía solo unos lustros antes. Por supuesto que había luces ámbar por todos lados, pero el país parecía avanzar en una nueva dirección que gozaba de un amplio reconocimiento social.

Luego de años de disputas políticas aparentemente interminables, esas que habían llevado a las crisis de los setenta y a una década de estancamiento y (casi) hiperinflación en los ochenta, el debate político entraba en una etapa de menor belicosidad y conflicto. La apertura de la economía rendía frutos, el TLC avanzaba y el camino hacia el futuro parecía asegurado. Años de crisis quedaban atrás y un cauto optimismo reinaba.

El principio del fin llegó más pronto de lo que se podía haber vislumbrado. La crisis de 1995 dislocó a la sociedad mexicana, particularmente a su incipiente clase media, abriendo una nueva etapa de disputa política, que es la que ahora, en 2018, experimentará su tercera ¿y última? confrontación electoral.

En 1996 se abrió una nueva ventana de esperanza con la aprobación unánime de la reforma electoral que, se esperaba, conduciría a una era democrática. Lamentablemente, visto en retrospectiva, las sucesivas reformas electorales no resolvieron la legitimidad en el acceso al poder ni mucho menos la forma de gobernarnos.

Quizá ese sea el mayor déficit del presente: nuestro sistema de gobierno nunca se ajustó. Surgido de la era post revolucionaria, con una economía cerrada, sindicatos y empresarios estrechamente controlados y sin tolerancia para el debate o la rendición de cuentas, el sistema no cedió. Cambió la estructura de la economía, se democratizaron los medios de acceso al poder y se perdió la capacidad de decidir y actuar. La antigua forma de gobernar dejó de ser posible (al menos a nivel federal) y nada la substituyó. La realidad es que vivimos un sueño porque no construimos el andamiaje de un futuro civilizado y desarrollado y el no haber hecho la tarea ha abierto toda clase de espacios para fuerzas regresivas en todos los ámbitos de la vida nacional.

El mundo que viene puede ser de dos tipos: el que se dé por inercia y el que se construya por decisión política. La inercia es la salida más fácil, pero no la obvia por una razón muy simple y, a la vez, paradójica: el sexenio que está por terminar fue a la vez progresista y reaccionario y esa rara mezcla deja un legado difícil de imitar. Fue progresista porque avanzó una agenda de reformas que abren grandes oportunidades potenciales para un desarrollo más equilibrado que alcance a más mexicanos. Fue reaccionario porque se dedicó a revertir avances institucionales, eliminó mecanismos de transparencia y rendición de cuentas y violentó los pocos contrapesos que existían.

Esto nos deja con un panorama potencialmente optimista: la oportunidad de que se abandone la inercia y se construya sobre las reformas que se hicieron y cuyo costo ya se pagó, lo que implicaría alterar radicalmente la estructura de privilegios y beneficios de que gozan toda clase de grupos y personas y que impide el desarrollo. El contraste entre el sur y el norte habla por sí mismo: donde las barreras socio-políticas al desarrollo son virtualmente infranqueables bajo el paradigma actual, como ocurre en Oaxaca o Guerrero, la oportunidad es mínima. Si, por el contrario, el próximo gobierno hace suyo el proyecto de combatir esas estructuras de privilegios, el potencial de desarrollo es literalmente infinito.

La inercia implicaría una tasa de crecimiento económico lo suficientemente elevada como para que el país funcione, como lo ha hecho a lo largo de las últimas tres décadas: insuficiente para lograr una transformación, pero satisfactorio para la demanda de empleo y la atención a las consecuencias de nuestra mala estructura socio económica, que se traduce en pobreza. En lo político, un escenario inercial entraña una conflictividad constante, aunada a una permanente insatisfacción social, pero no una situación catastrófica. Este escenario podría complicarse de desaparecer el TLC.

Al final del día, el país ha llevado a cabo reformas extraordinarias, si bien incompletas. Las reformas abren ingentes oportunidades; su falta de cabal implementación las limita grandemente. En esa tesitura hemos andado por varias décadas, circunstancia que explica el humor colectivo que nos caracteriza. Yo me mantengo optimista, al estilo del primer ministro Harold Wilson: “Soy un optimista, pero un optimista que lleva consigo un paraguas.”

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Desarrollo en la nueva geopolítica

En ¿Y ahora que? México ante el 2018.
Penguin Random House

Luis Rubio

Nos tocó vivir en un mundo complejo y en una etapa de la historia en que la complejidad y el cambio, dentro y fuera de México, son las características determinantes del bienestar y del desarrollo.

El ritmo del cambio difícilmente podría exagerarse: la tecnología ha transformado no sólo la forma de producir, comunicarnos e interactuar, sino también la forma de vivir. Al mismo tiempo, los cambios geopolíticos que hemos observado a lo largo de las últimas décadas -desde la caída del muro de Berlín hasta la “gran recesión” de 2009 y pasando por los ataques de septiembre 11 a Estados Unidos, el factótum del poder mundial y nuestro vecino- han creado un entorno muy distinto al que México vivió en la segunda mitad del siglo XX.

Ahora que el país se encuentra inmerso en una nueva justa electoral, es imperativo analizar cómo puede aprovechar la coyuntura mundial para avanzar su desarrollo. Lo que resulta evidente es que, a pesar del cambiante entorno internacional, los principales retos del país se encuentran en su fuero interno.

Desde por lo menos 1815, las potencias mundiales de cada época han intentado construir situaciones de estabilidad a partir de equilibrios en el poder regional o mundial. Para México, el orden que emergió de la segunda guerra mundial le permitió acelerar el paso del crecimiento económico, abriendo nuevas oportunidades de desarrollo. El crecimiento generó una potente clase media, una enorme expansión urbana y una industria que, en el tiempo, se ha convertido en una de las potencias manufactureras del mundo, sobre todo en sectores como el automotriz, aviación y electrónico. La liberalización de la economía a partir de los ochenta le dio nueva vida a la actividad económica y sentó las bases para un potencial desarrollo, solo limitado por la compleja red de regulaciones que han hecho desigual el proceso de apertura, obstaculizando el progreso integral del país.

Los cambios sufridos en el orden de la posguerra han afectado la forma de funcionar de nuestro país, de la región en que vivimos y del mundo en general. Las instituciones, tanto nacionales como internacionales, han probado ser insuficientes para lidiar con los retos que se van presentando, generando crisis recurrentes y una permanente inestabilidad tanto interna como en el ámbito externo.

Al mismo tiempo, la proliferación de tecnologías disruptivas ha cambiado la forma de relacionarse de las sociedades, alterando las viejas formas de gobernar, convirtiendo al ciudadano en el corazón del proceso de desarrollo económico. Viejos criterios y normas han dejado de funcionar y, en términos generales, no ha surgido una nueva forma de visualizar el desarrollo.

Es decir, ya no hay reglas generales sino procesos permanentes de cambio, lo cual arroja tanto oportunidades como riesgos.

Hay contradicciones que se han vuelto norma. Empresas y empleados híper productivos por un lado, frente a empresas que se colapsan. Ingresos crecientes para algunos segmentos de la población pero inciertos y declinantes para otros. Menores costos de acceso a mercados, pero mayor demanda de capital humano para poder ser exitosos en ellos. Mayor desigualdad en los ingresos frente a mayores oportunidades de desarrollo- Sistemas políticos obsoletos frente a una ciudadanía con mayor información que sus gobiernos y mayor capacidad de acción.

La nueva norma es la polarización en todos los ámbitos, lo que explica los fenómenos electorales que se han presentado en todo el mundo.

Para México, la victoria del presidente Donald Trump en Estados Unidos representa un reto adicional, toda vez que el principal motor de crecimiento de nuestra economía es la estadounidense, tanto por el lado de la exportación de bienes industriales (incluyendo la agro industria), como por las remesas que envían mexicanos residentes en esa nación a sus familiares en México.

Lo cierto es que el país ha evolucionado en estas décadas sin un plan de vuelo socialmente aceptado. Las reformas estructurales han creado nuevas oportunidades, abierto nuevos mercados y generado fuentes de ingresos antes inconcebibles. Al mismo tiempo, han sido parciales, en muchos casos insuficientes y, en prácticamente todos los casos, limitadas por el objetivo de no afectar los intereses del sistema político tradicional. Por esta razón, a pesar de las reformas, muchas de ellas trascendentales, el país no está preparado para lidiar exitosamente con los retos del cambiante entorno internacional y la demanda de habilidades que exige la economía en la era del conocimiento.

La parte de la sociedad que se ha modernizado goza de oportunidades que nunca antes fueron posibles y está bien pertrechada para asirlas, pero la parte que se ha rezagado no sólo no goza de esas oportunidades, sino que ni siquiera cuenta con un esquema que le permita modernizarse. Quizá no haya mejor evidencia de los rezagos políticos que vive el país que ésta: el país se ha rezagado porque el sistema político se ha cerrado y convertido en un obstáculo al desarrollo.

 

Pasado y futuro

 

México lleva décadas confrontando el pasado con el futuro sin querer romper con el primero para abrazar decididamente al segundo. La evidencia es abrumadora y particularmente visible en la interminable colección de acciones gubernamentales orientadas a pretender cambiar sin querer que haya cambio alguno.

En los dos ámbitos en que mayor ha sido el activismo político-gubernamental de las últimas décadas -lo electoral y lo económico-comercial- el país se ha caracterizado por enormes reformas con relativamente pobres resultados, aunque hay regiones que crecen a ritmos casi asiáticos.

Dudo que haya muchos países en el mundo que hayan experimentado tantas reformas electorales en tan pocos años y, a pesar de que éstas han arrojado un sistema extraordinariamente ejemplar y profesional, imitado alrededor del mundo, seguimos viviendo una incontenible disputa electoral y de credibilidad, cada vez que hay elecciones.

En la economía, el país se ha desvivido por concertar acuerdos comerciales a lo largo y ancho del mundo y ha llevado a cabo ambiciosas reformas que nunca acaban de aterrizarse o implementarse a cabalidad.

No sería exagerado afirmar que, gracias al TLC norteamericano y a las oportunidades de empleo que la economía estadounidense aportó por décadas, la clase política mexicana no ha tenido que cambiar sus costumbres o disminuir sus privilegios. Si bien el desempeño económico promedio ha sido, por decir lo menos, mediocre, éste ha sido suficiente para mantener el bote a flote.

Pero México ha avanzado mucho más de lo que parecería a primera vista: si uno ve hacia atrás, la magnitud del cambio es impactante. Aunque nuestra forma de avanzar es peculiar (dos pasos hacia adelante y al menos uno para atrás), el avance es real y se puede observar en la poderosa industria que ha crecido, en la clase media urbana y rural, en el comercio internacional y, en general, en la mejoría de los índices de desarrollo humano. México ha cambiado mucho y, en general, para bien, pero ese cambio ha sido renuente y con frecuencia a regañadientes.

El proceso reformador comenzó en los ochenta en un entorno internacional radicalmente distinto al actual. Aunque no lo sabíamos entonces, la guerra fría estaba a punto de concluir y la globalización desataba fuerzas incontenibles que pocos comprendieron en el momento. Hoy la característica del mundo es de un creciente desorden con fuertes tendencias centrífugas. La crisis, esencialmente fiscal, y el cambio tecnológico experimentado en los últimos años ha llevado a innumerables países a enconcharse.

Nada de eso, sin embargo, cambia dos factores esenciales: uno, que la tecnología avanza de manera incesante y nadie puede abstraerse de ella o de sus consecuencias. El otro es que la globalización, aunque sujeta a regulaciones gubernamentales que han alterado tan profundamente la forma de producir, consumir y vivir, que es impensable su desaparición.

En este contexto, México no tiene más alternativa que actuar proactivamente para preparar a su población para la ola de crecimiento que viene y que va a caracterizarse por elementos para los que difícilmente estamos preparados o, como sociedad, dispuestos.

Parece claro que la tecnología seguirá avanzando, que ya no existen mercados masivos sino nichos especializados (y rentables) y que la revolución digital, que privilegia el conocimiento y la creatividad, dominará la producción y la generación de valor en el futuro. Estas realidades nos colocan ante el desafío central del país: como sumar a la población que no ha contado con las oportunidades para beneficiarse del nuevo entorno económico, tecnológico e internacional.

El reto que esto entraña es enorme porque se trata de procesos que, por definición, llevan décadas en consolidarse, lo que implica que cada día que se pierde se pospone la oportunidad, algo particularmente preocupante dada la transición demográfica: si los jóvenes de hoy no se incorporan a la economía del conocimiento, México acabará siendo un país de viejos pobres en unas cuantas décadas.

El país medio funcionó en las pasadas décadas porque el TLC proveía una fuente de certidumbre indisputable, en tanto que el mercado de trabajo estadounidense liberaba la presión social. Pase lo que pase con Estados Unidos en los próximos meses (y yo creo que será benigno), la certidumbre importada ya no será confiable.

Ahora todo mundo sabe que ésta puede desaparecer y eso crea un momento de extremo riesgo, pero también de oportunidad: el riesgo de destruir todo lo existente (sin la penalidad que era inherente al TLC) y la oportunidad de encarar nuestros desafíos para construir fuentes de certidumbre fundamentadas en arreglos políticos internos.

Es importante recapitular sobre la razón por la cual el TLC ha sido trascendental en crear una economía moderna. El TLC -NAFTA por sus siglas en inglés- fue la culminación de un proceso de cambio que comenzó en un debate dentro del gobierno en la segunda mitad de los sesenta y que, en los setenta, llevó al país al borde de la quiebra.

La disyuntiva era abrir la economía o mantenerla protegida, acercarnos a Estados Unidos o mantenernos distantes, privilegiar al consumidor o al productor, más gobierno o menos gobierno en la toma de decisiones individuales y empresariales.

Es decir, se debatía la forma en que los mexicanos habríamos de conducirnos para lograr el desarrollo.

En los setenta, la decisión había sido más gobierno, más gasto y más cerrazón, y el resultado fueron las crisis financieras de 1976 y 1982. A mediados de los ochenta, en un entorno de casi hiperinflación, se decidió estabilizar la economía y comenzar un sinuoso proceso de liberalización económica.

Se privatizaron cientos de empresas, se racionalizó el gasto público, se renegoció la deuda externa y se liberalizaron las importaciones. El cambio de señales fue radical y, sin embargo, el ansiado crecimiento de la inversión privada no se materializó. Se esperaba que el cambio de estrategia económica atraería nueva inversión productiva susceptible de elevar la tasa de crecimiento de la economía y, con eso del empleo y del ingreso.

El TLC acabó siendo el instrumento que desató la inversión privada y, con ello, la revolución industrial y las exportaciones. Pero el TLC fue mucho más que un acuerdo comercial y de inversión: fue una ventana de esperanza y oportunidad.

Para el mexicano común y corriente, se convirtió en la posibilidad de construir un país moderno, una sociedad fundada en el Estado de derecho y, sobre todo, con un camino abierto al desarrollo.

Quizá esto explique la extraña combinación de percepciones respecto a Trump en México: por un lado, un desprecio a la persona, pero no un antiamericanismo ramplón entre la población en general. Por el otro, una terrible desazón: como si el sueño del desarrollo estuviese en la picota.

 

En términos “técnicos”, el TLC cumplió ampliamente su cometido: ha facilitado el crecimiento de la inversión productiva, generado un nuevo sector industrial, convertido a México en una imponente potencia exportadora y conferido certidumbre a los inversionistas respecto a las “reglas del juego.” Indirectamente, también creó esa sensación de claridad respecto al futuro, incluso para quienes no participan directamente en actividades vinculadas con el TLC. En una palabra, el TLC se convirtió en la puerta de acceso al mundo moderno. El amago que Trump le ha impuesto entraña una amenaza no sólo a la inversión, sino a la visión del futuro que compartimos la mayoría de los mexicanos.

 

En su esencia, el TLC fue una forma de limitar la capacidad de abuso de nuestros gobernantes: al imponer nuevas reglas del juego, estableció una base de credibilidad en el modelo de desarrollo. El efecto de esa visión hizo posible la apertura política que siguió que, aunque enclenque, redujo la concentración del poder y cambió, al menos un poco, la relación de poder entre la ciudadanía y los políticos.

Al mismo tiempo, una paradoja le permitió a los políticos seguir viviendo en su mundito de privilegios, sin molestarse en llevar a cabo las funciones elementales que les correspondían, como gobernar, crear un sistema educativo moderno y garantizar la seguridad de la población.

Nadie sabe qué ocurrirá con el TLC, pero no hay duda que el golpe ha sido severo. Trump no sólo expuso las vulnerabilidades políticas que nos caracterizan, sino que destruyó la fuente de certeza que entrañaba ese “boleto a la modernidad” inherente al TLC. Aunque acabemos con un TLC modernizado y transformado, el golpe dado ya nadie lo quita. Las percepciones -y, con ello, las esperanzas y certezas- ya no serán las mismas.

No es casualidad que reaparezcan planteamientos de volver a enquistarnos, vengarnos de los estadounidenses y volver al Estado eficaz (¿?) de antaño. Quienes eso proponen no entienden que el TLC fue mucho más que un instrumento económico: fue la oportunidad de un futuro distinto.

Nuestro verdadero dilema es el mismo que hace cincuenta años, pero ya es ineludible. El país requiere una cabal transformación política fundada en una población efectivamente representada, un sistema de gobierno que le responda y un gobierno que tenga por propósito ese verbo ausente: gobernar.

 

El desafío geopolítico de México es interno

 

La prioridad del país tiene que ser el desarrollo. Nuestro problema es que no hemos concluido la revolución que se inició en los ochenta. En el país conviven –pero no se comunican- empresas inviables con las más productivas y exitosas de la economía globalizada. La fusión no ha sido muy feliz porque ha limitado la capacidad de crecimiento de las más modernas, a la vez que ha preservado una industria vieja que no tiene capacidad alguna de competir. El dilema es cómo corregir estos desfases. La tesitura es obvia: avanzar hacia el desarrollo o preservar la mediocridad.

A un cuarto de siglo del inicio del TLC resulta evidente que en la política (y la política económica) la inversión de largo plazo es la que paga dividendos. Muchos de los avatares políticos de los últimos años, y no pocas de nuestras dificultades económicas, han sido producto de apuestas al corto plazo, que nunca resultan bien. El TLC es el mejor ejemplo de que el largo plazo es lo que trae resultados. Por esa razón, es crucial reconocer que la “filosofía” que lo enmarca es la que es imperativo promover: reglas claras, mecanismos para hacerlas cumplir y ninguna interferencia política.

 

¿Qué hacer?

 

La gran interrogante es cómo enfocarnos hacia ese futuro. El país vive saturado de diagnósticos, algunos buenos y otros malos, todos ellos intentos de abrir brecha y romper los obstáculos de la vida cotidiana. Es evidente que el país requiere reenfocar sus esfuerzos en un sinnúmero de áreas, desde lo educativo hasta la infraestructura, pasando por la reforma de la que nadie habla pero que es la crucial, la del gobierno.

Sin embargo, la lección del TLC y la que arrojan los países que efectivamente han logrado transformarse (como España, Chile, Corea, Taiwán, Singapur y China) es una muy simple: el desarrollo no es cuestión de políticas específicas, aunque éstas se requieran, sino de visión y enfoque.

 

En su esencia, el dilema es: hacia atrás o hacia delante. La disyuntiva medular es pretender resolver todos los problemas desde la cima del gobierno, crear condiciones para que el desarrollo sea posible, estableciendo condiciones generales, atendiendo los problemas claves del desarrollo, como la educación y reformando, de una vez por todas, el sistema de gobierno tanto a nivel federal como en sus relaciones con los estados y municipios.

 

Los proyectos desarrollistas del siglo XX se centraron en un gobierno “fuerte” y el control de la población y del aparato productivo. La economía creció con celeridad en aquella época (aunque no más que otras economías similares, como Brasil o Argentina).

Hoy la clave radica en la forma de gobernar, muy distinta al control que caracterizó al pasado y que inspira a muchos de nuestros políticos. Gobernar no consiste en imponer preferencias desde arriba, sino en resolver problemas, crear condiciones para el progreso y la prosperidad de la población. En una palabra, contribuir a que la ciudadanía goce de una vida mejor.

Nuestro sistema político fue creado hace cien años para estabilizar al país y controlar a la población. Hoy, cien millones de mexicanos después, ese sistema ha sido totalmente rebasado y sus remiendos -como el electoral de las últimas décadas- ya no son suficientes. México tiene que construir un nuevo sistema de gobierno que dé certidumbre y obligue a los gobernantes a gobernar y a servir al ciudadano.

De nada sirven muchas reformas si no existe el entorno idóneo para que éstas avancen y de nada sirve la promoción del mercado interno si no se eleva la productividad. Las reformas son meros instrumentos; sin una estrategia que las articule, el desarrollo es imposible.

Las dos anclas del desarrollo de las últimas décadas, la migración y el TLC, ya no arrojarán los mismos frutos en el futuro. La migración ha cambiado en parte porque ha disminuido la demanda de mano de obra en Estados Unidos, pero también porque la curva demográfica en México se ha transformado; además, las crecientes dificultades para cruzar la frontera ciertamente desalientan la migración.

Por su lado, la trascendencia del TLC ha disminuido de manera radical: con Trump desapareció la noción de que es intocable y eso ha provocado que se colapse la inversión. A menos que construyamos fuentes de certidumbre internas, el TLC ya no será el motor de crecimiento que ha sido hasta hoy. Sin inversión, la economía no va a crecer por más que se hagan reformas o se enfatice el mercado interno. Lo único que queda como posibilidad es la creación de condiciones que hagan posible el desarrollo y eso no es otra cosa que elevar la productividad.

¿Cómo hacer eso? La productividad es resultado de un mejor uso de los recursos tecnológicos y humanos y eso requiere de un sistema educativo que permita desarrollar conocimientos, habilidades y capacidades para el proceso productivo; es decir, se requiere que la educación deje de estar al servicio del control político que ejercen los sindicatos para su propio beneficio y se concentre en el desarrollo de las personas para prepararlas para una vida productiva y exitosa.

Lo mismo vale para la infraestructura, las comunicaciones, el trato que la burocracia le da a la ciudadanía y, por supuesto, para el poder judicial. El punto es que el desarrollo no es gratuito ni se puede imponer por decreto: es resultado de la existencia de un entorno que hace posible elevar la productividad y todo debe dedicarse a ello.

Lograr el entorno de certidumbre que requiere el desarrollo implica abandonar la naturaleza arbitraria de la función gubernamental. Es decir, r una revolución política.

Nuestro sistema de gobierno ha hecho imposible el desarrollo porque está diseñado para que unos cuantos controlen procesos clave que generan poder y privilegios, como en el caso de la educación. Mientras eso no cambie, la economía seguirá estancada, sea el proyecto uno de grandes reformas o del mercado interno. Da igual.

Lo que ha cambiado es el entorno: los subterfugios que sirvieron para evitar acciones decididas hacia el desarrollo y el futuro han desaparecido; hacemos la chamba o nos quedamos atorados.

“La mejor manera de predecir el futuro, escribió Peter Drucker, es crearlo.”

 

  1. Con TLC o sin éste, México tiene que redefinir su relación con Estados Unidos, lo que implica precisiones internas y una negociación global de la interacción y de la vecindad.
  2. Es urgente que México encuentre y desarrolle fuentes internas de certidumbre, es decir, que haga suyo el objetivo de institucionalizar a la política mexicana, construir pesos y contrapesos y hacer cumplir la ley.
  3. México debe abandonar el siglo XX y abrazar íntegramente al futuro, lo que implica construir las instituciones y formas de interacción propias de un país moderno y deseoso de ser exitoso.

*en ¿y ahora qué? México ante el 2018, Penguin