Luis Rubio
En 2000 Fox tuvo la oportunidad de modificar la estructura del poder que ha mantenido subyugado al país, pero no tuvo la visión o los pantalones para hacerlo. Hoy el electorado le ha dado a Andrés Manuel López Obrador una nueva -¿última?- oportunidad para llevarla a cabo y evitar que el país siga a la deriva. La clave no reside en cambiar per se, sino en qué cambiar y, sobre todo, para qué.
AMLO ha postulado tres prioridades centrales a lo largo de sus campañas: crecimiento económico, pobreza y desigualdad. Si le agrega el problema de seguridad que aqueja a cada vez más mexicanos, esa es la agenda que tiene que ser atendida. La pregunta es cómo, porque estos fenómenos no son causas sino síntomas y consecuencias de los males que enfrenta el país.
Desde los setenta, todos los gobiernos han tratado de elevar la tasa de crecimiento. Unos lo intentaron con deuda, otros con inversión pública y otros más buscando atraer la inversión del exterior; con aciertos y errores, se lograron resultados contrastantes pero no se resolvió el asunto central, detrás del cual yacen las otras dos prioridades de AMLO, la pobreza y la inequidad. El proyecto más acabado y más longevo de todos los que se han intentado es el que personifica el TLC porque ha tenido un éxito desmedido en algunas partes del país, aunque casi ningún impacto en otras.
El diagnóstico que realice el gobierno en ciernesva a ser crucial en determinar lo que hay que hacer. De ese diagnóstico dependerá su devenir y la probabilidad de éxito que tenga. Como dice el dicho, no es lo mismo borracho que cantinero, por lo que ahora ya no es un asunto retórico sino de responsabilidad y de oportunidad.
Los gobiernos de los setenta intentaron resolver el problema con gasto y deuda y acabaron creando la crisis financiera que hizo quebrar al gobierno en 1982 y determinó el empobrecimiento generalizado que siguió. Las tan denostadas reformas que siguieron tuvieron dos características: una, permitieron dinamizar la actividad económica en algunas industrias y regiones; la otra fue que no se implementaron de manera cabal porque siempre hubo algún interés político, burocrático, empresarial o sindical que lo impidió. Las reformas se hicieron para reactivar la economía pero siempre y cuando no afectara el statu quo político. Ahí es donde el nuevo gobierno puede hacer una diferencia decisiva: romper el statu quo para darle una oportunidad igual a todos los mexicanos para ser exitosos.
El éxito del TLC radica en que creó un espacio de actividad económica que se encuentra aislado de todos esos intereses y entuertos políticos. Así, el TLC no es sólo el motor de la economía, sino que sirve de escaparate para ver lo que está mal en el país y que ha provocado la permanencia de la pobreza y la desigualdad: lo que está asociado con el entramado institucional que caracteriza al TLC funciona; lo demás vive sometido a los intereses caciquiles que matan toda oportunidad. Solo para ejemplificar, no es casualidad que el país tenga muchos menos kilómetros de gasoductos -clave para el desarrollo industrial- que otros países de similar nivel de desarrollo: porque había un monopolio de pipas en manos de un político que tenía el poder para impedirlo. Eso condenó al sur y al oeste del país a muchas menos oportunidades de crecimiento. La pobreza no viene de las reformas sino de la ausencia de reformas políticas que creen un nuevo sistema de gobierno de abajo hacia arriba.
El sistema político post revolucionario se apuntaló en la asignación de privilegios, que se han preservado en formas por demás creativas. No es sólo los puestos que crean oportunidades de corrupción con plena impunidad o los contratos y concesiones de siempre, sino incluso los mecanismos de asignación de senadurías y diputaciones que permiten que sigan estando ahí los de siempre, dedicados a sus intereses personales y partidistas en lugar de atender a la ciudadanía.
Si AMLO quiere cambiar al país -el mandato de las urnas- la disyuntiva es muy clara: abrir el sistema político para quitárselo a los políticos y sus favoritos y transferírselo en vez a la ciudadanía; o intentar recrear el viejo sistema político con su presidencia imperial, algo imposible por la realidad de diversidad y complejidad poblacional y económica actuales.
El primer curso de acción llevaría a construir confianza por parte de la población de manera permanente porque tendría que estar institucionalizada en un nuevo sistema de gobierno levantado de abajo hacia arriba. La alternativa sería destruir lo existente sin la menor probabilidad de éxito.
El problema del sur del país no es que el norte vaya bien, sino que el sur está dominado por cacicazgos, grupos políticos y sindicales intrincados que depredan y someten a la ciudadanía, impidiendo el desarrollo económico. Por ello, la solución radica en enfrentar esos cacicazgos y construir un nuevo sistema de gobierno, no en recrear algo que hace mucho murió.
En contraste con Fox, López Obrador tiene las habilidades para llevar a cabo cambios estructurales. La pregunta es si será para romper obstáculos respetando las libertades y derechos ciudadanos o para reconstruir un pasado autoritario. Sólo lo primero sería una revolución digna de lograrse.
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22 Jul. 2018