Nuevas instituciones para un mundo convulso*

Luis Rubio **

 Nos tocó vivir en un mundo complejo y en una etapa de la historia en que la complejidad y el cambio, en todo el orbe, son las características determinantes del bienestar y del desarrollo. La pregunta relevante que propongo contemplar es si existen oportunidades para establecer puentes y vínculos políticos y económicos a través del Océano Atlántico para fortalecer el potencial de desarrollo de nuestros países.

El ritmo del cambio difícilmente podría exagerarse: la tecnología ha transformado no sólo la forma de producir, comunicarnos e interactuar, sino también la forma de vivir. Al mismo tiempo, los cambios geopolíticos que hemos observado a lo largo de las últimas décadas -desde la caída del muro de Berlín hasta la “gran recesión” de 2009, y pasando por los ataques de septiembre 11 a Estados Unidos, el factótum del poder mundial y vecino de México- han creado un entorno muy distinto al que se vivía en la segunda mitad del siglo XX.

Desde por lo menos 1815, las potencias mundiales de cada época han intentado construir situaciones de estabilidad a partir de equilibrios en el poder regional o mundial. Para el mundo en desarrollo, el orden que emergió de la segunda guerra mundial le permitió acelerar el paso del crecimiento económico, abriendo nuevas oportunidades de desarrollo. El crecimiento generó una potente clase media, una enorme expansión urbana y una industria cada vez más significativa. La liberalización de las economías a partir de los ochenta le dio nueva vida a la actividad económica y sentó las bases para un potencial desarrollo, solo limitado por la compleja red de regulaciones que, en la mayoría de nuestras naciones, persiste, obstaculizando el progreso integral.

Los cambios sufridos en el orden de la posguerra han afectado la forma de funcionar de todas las naciones. Las instituciones, tanto nacionales como internacionales, han probado ser insuficientes para lidiar con los retos que se van presentando, generando crisis recurrentes y una permanente inestabilidad tanto interna como en el ámbito externo.

Al mismo tiempo, la proliferación de tecnologías disruptivas ha cambiado la forma de relacionarse de las sociedades, alterando las viejas formas de gobernar, convirtiendo al ciudadano en el corazón del proceso de desarrollo económico. Viejos criterios y normas han dejado de funcionar y, en términos generales, no ha surgido una nueva forma de visualizar el desarrollo.

Es decir, ya no hay reglas generales sino procesos permanentes de cambio, lo cual arroja tanto oportunidades como riesgos.

En todo esto, hay contradicciones que se han vuelto la norma. Empresas y empleados híper productivos por un lado, frente a empresas que se colapsan. Ingresos crecientes para algunos segmentos de la población pero inciertos y declinantes para otros. Menores costos de acceso a mercados, pero mayor demanda de capital humano para poder ser exitosos en ellos. Mayor desigualdad en los ingresos frente a mayores oportunidades de desarrollo- Sistemas políticos obsoletos frente a una ciudadanía con mayor información que sus gobiernos y mayor capacidad de acción.

La nueva norma es la polarización en todos los ámbitos, lo que explica los fenómenos electorales que se han presentado en todo el mundo.

En prácticamente todas las naciones, la parte de la sociedad que se ha modernizado goza de oportunidades que nunca antes fueron posibles y está bien pertrechada para asirlas, pero la parte que se ha rezagado no sólo no goza de esas oportunidades, sino que ni siquiera cuenta con un esquema que le permita modernizarse. En lugar de buscar oportunidades y ajustarse a los tiempos cambiantes, la mayor parte de las naciones ha sido incapaz de adaptar sus sistemas políticos; todo lo contrario: la tendencia es hacia el enquistamiento y la parálisis, lo que obstaculiza el desarrollo.

Un nuevo mundo

El mundo que nos ha tocado vivir y que cobró forma a partir de la segunda guerra mundial, hoy experimenta resquebrajamientos en múltiples planos. Han desaparecido las circunstancias y preocupaciones que llevaron a construir lo que por muchas décadas se conoció como “orden mundial” y no se vislumbra ninguna alternativa evidente. La pregunta crucial para las naciones del orbe que no son superpotencias es cómo actuar para preservar la estabilidad y generar condiciones para un desarrollo substancial, y sostenido.

El orden mundial de la postguerra se caracterizó por la existencia de dos bloques hegemónicos que establecieron sus áreas de influencia, mismas que protegían con gran celo, a la vez que procuraban subvertir el orden en las zonas marginales del contrincante respectivo. Cada uno de los bloques desarrolló estrategias tanto políticas como económicas para avanzar su desarrollo y consolidar su posición. Por lo que concierne al lado político (e, inevitablemente, militar), la era posterior a la guerra conoció una serie de conflictos regionales que fueron no sólo promovidos y alentados por cada uno de los bloques, sino que constituían parte de una estrategia que como su nombre lo dice, era una guerra fría. El conflicto no concluyó sino hasta el inicio de los noventa con el final de la Unión Soviética.

Por el lado económico, la característica más común del mundo occidental, incluyendo a las naciones que eventualmente se sumaron en el movimiento de los “no alineados,” fue el intento de industrialización por substitución de importaciones. Este modelo de desarrollo surgió de manera casi automática cuando el esfuerzo bélico europeo y estadounidense consumió todos sus recursos, forzando a las otrora naciones consumidoras de bienes industriales a buscar alternativas para mantener sus economías en funcionamiento. Luego de la guerra, el modelo se preservó, constituyéndose en la plataforma que dio surgimiento a la industria manufacturera latinoamericana y asiática, aunque estas dos regiones siguieron patrones de crecimiento muy distintos, toda vez que las naciones latinoamericanas nunca enfatizaron el desarrollo de una industria exportadora.

El orden internacional surgido de la segunda guerra mundial se caracterizó por un entramado institucional que incluía a las grandes instituciones económicas orientadas a estabilizar la economía del mundo, particularmente el Fondo Monetario Internacional, así como a las entidades dedicadas a la promoción del desarrollo, como el Banco Mundial, y el comercio, como el entonces Acuerdo General sobre Comercio y Aranceles, conocido como GATT. Pronto, con el nacimiento de las Naciones Unidas, se conformaron otras organizaciones regionales, como la Comisiones Económicas para América Latina, Asia y África. En el tiempo se agregaron lo que hoy es la Unión Europea y una miríada de instituciones financieras multilaterales, como el Banco Interamericano de Desarrollo, BID, el Banco Islámico de Desarrollo y el Banco Europeo de Inversión. Por el lado militar, surgió la Organización del Tratado del Atlántico Norte, OTAN, y el Pacto de Varsovia.

Al inicio de los años sesenta se constituye el Movimiento de los No Alineados, naciones que procuraban mantener una distancia, e independencia, respecto a las dos potencias mundiales, sentando las bases para modelos alternativos de interrelación e interacción política. A eso siguieron esfuerzos enfocados a avanzar la integración económica regional, donde destacan la Unión Africana, fundada en 1978 y la Asociación Latinoamericana de Integración, ALADI, en 1980. La mayoría de estos esfuerzos no fructificó, pero establecieron la tónica para lo que vendría dos décadas después con el fin de la guerra fría.

Lo relevante de esta referencia histórica es que tanto el bloque occidental como el soviético establecieron reglas del juego que obligaban a todos los integrantes a jugar un papel determinado esencialmente por su localización geográfica o estratégica. Al mismo tiempo, ese orden internacional permitió preservar la paz y, con excepción de conflictos regionales (como Vietnam, Corea, Angola y Cuba), se caracterizó por grandes oportunidades de desarrollo económico, alentado en buena medida por la reducción sistemática de impedimentos al comercio.

El fin de la URSS

El fin de la guerra fría conllevó la construcción de nuevos arreglos, particularmente entre Rusia y Estados Unidos, que llevaron a una modificación radical del mapa europeo y al nacimiento de lo que, en retrospectiva, fue pomposamente denominado “nuevo orden mundial.” Hoy sabemos que aquellos arreglos fueron tan diestramente administrados que permitieron una transición pacífica hacia una era de mayor cooperación, pero también promovieron, de manera no planeada, una serie de fuerzas centrífugas que alteraron las estructuras, instituciones y reglas del juego que, por cuatro décadas, habían preservado la paz y el crecimiento económico.

La nueva realidad internacional vino asociada, a la vez que, en buena medida, fue producto, de lo que se ha dado por llamar globalización económica, cuyos orígenes se remontan a dos procesos, uno financiero y otro industrial.

Por el lado industrial, la crisis petrolera de 1973 llevó a que Japón, nación altamente importadora de hidrocarburos, reorganizara su industria y, con ello, revolucionara la forma de producir en el mundo. Primero que nada, consolidó diversas unidades de producción en un solo lugar para elevar las economías de escala; segundo, especializó sus plantas para para elevar la productividad y, con ello, la calidad de sus productos; tercero, localizó sus plantas en lugares estratégicos a lo largo y ancho del mundo, cerca de materias primas o de sus mercados; y, cuarto, logró una extraordinaria disminución en sus costos, convirtiéndose en quizá la nación más productiva del mundo en este ámbito. Por el lado financiero, se eliminaron barreras regulatorias para las transacciones financieras, favoreciendo con ello los flujos de crédito, el acceso a los mercados de deuda y la colocación de empresas en las bolsas del mundo.

La liberalización financiera, en complemento con la globalización industrial, se convirtieron en acicates para la búsqueda de acuerdos regionales que aceleraran la integración económica, elevaran las economías de escala, mejoraran la productividad y, presumiblemente, con todo ello favorecieran mejores niveles de vida de las poblaciones respectivas. Es así como la Comunidad Económica Europea avanza hacia la Unión Europea de hoy; Canadá negocia un tratado de Libre Comercio; Canadá, Estados Unidos y México negocian el NAFTA; Brasil promueve el Mercosur y así sucesivamente.

En el curso de los noventa, China adquiere una importancia económica creciente que ha acabado por ser definitoria de la dinámica internacional de hoy. Por un lado, el crecimiento del gigante asiático generó una ingente fuente de demanda para naciones productoras de alimentos y materias primas, demanda que crece en la medida en que se incorporan decenas de millones de chinos a la vida productiva cada año. Por otro lado, las prácticas comerciales y, en general, económicas de la nación asiática se han convertido en un factor disruptivo en innumerables países y, en los últimos tiempos, en un elemento de conflicto con Estados Unidos y, en menor medida, Europa.

La combinación de cambios políticos sensibles dentro de Estados Unidos y Europa con la emergencia de China como factor político y económico nodal, ha cambiado el mapa institucional del mundo, anunciando el fin de una era del mundo.

El legado de un orden mundial que nunca se consolidó

Todos estos factores han ido resquebrajando los arreglos de la post guerra mundial, al punto en que algunos han dejado de funcionar del todo, en tanto que otros permanecen como fuente esencial de estabilidad y de desarrollo. Este factor es central para el asunto que nos trae a este foro y que se refiere a los elementos externos que, en muchas naciones de ambos lados del Océano Atlántico, han sido cruciales para facilitar el crecimiento económico.

Los países que comúnmente llamamos desarrollados tienen una característica común: cuentan con sistemas políticos efectivos anclados en pesos y contrapesos que le confieren certeza jurídica y de estabilidad económica a sus poblaciones y a los inversionistas y ahorradores. Los países desarrollados cuentan con mecanismos, formales e informales, que constituyen contrapesos para que ningún componente del sistema abuse o se imponga sobre los otros. Evidentemente, cada nación tiene sus características propias, producto de su historia y experiencia; sin embargo, el común denominador de todos los desarrollados es que cuentan con mecanismos institucionales e instituciones formales que obligan a los distintos componentes a negociar, interactuar y seguir procedimientos transparentes en la toma de decisiones.

La gran carencia –y característica- de las naciones que no han logrado ese nivel de civilización y desarrollo es precisamente su debilidad institucional, circunstancia que es casi universal en las naciones que no son desarrolladas. Algunas de estas naciones, quizá la mayoría, ha sido incapaz de construir instituciones por sus circunstancias políticas propias; algunas otras han procurado crear anclas de institucionalidad que permitan conferirle estabilidad a sus poblaciones y confianza a potenciales inversionistas. Es en este ámbito que un diálogo conducente al establecimiento de mecanismos institucionales en la región del Atlántico podría contribuir a una mayor estabilidad y, con ello, mejor desempeño económico en ambos lados del océano.

Para México, citando a mi propio país, el llamado NAFTA ha sido, ante todo, una institución concebida para conferirle certeza a los inversionistas por los mecanismos de regulación y resolución de controversias que son su espina dorsal. Medido en términos de su capacidad para atraer inversión y generar una extraordinariamente competitiva industria de exportación, NAFTA ha sido un gran éxito. Por otra parte, el gobierno mexicano no ha sido capaz de convertir al tratado comercial en un factor transformador del conjunto de la economía. En adición a lo anterior, hoy, México, como tantas otras naciones alrededor del mundo, vive la incertidumbre generada por la administración del presidente Trump, cuyo gobierno rechaza la mayoría de los andamios que sustentaban el orden mundial de la postguerra.

La administración Trump no es el único factor de incertidumbre que caracteriza al mundo en la actualidad. En esta “nueva” era, hay innumerables factores que inciden en ella, mismos que van desde la pobreza, los flujos migratorios, las crisis financieras, el renovado impulso a gobiernos autócratas y el conflicto soterrado que caracteriza a las tres potencias mundiales y que tiene un impacto directo sobre otras naciones en su entorno.

Desde mi perspectiva, la incertidumbre que hoy padecemos debe ser entendida como una nueva normalidad. Yo entiendo al presidente Trump y a otros líderes de similar perfil en Europa, Asia y América Latina más como un síntoma que como la causa de los desarreglos actuales. La globalización económica ha acelerado el ritmo de cambio económico, ha facilitado la transmisión de nuevas tecnologías, muchas de ellas disruptivas y, por lo tanto, generadoras de altibajos súbitos en las fuentes de producción –y en los productos mismos-, todo lo cual ha gestado miedos en la ciudadanía de las naciones desarrolladas, mismos que se manifiestan en elecciones de liderazgos radicales.

Hacia dónde

Hoy la característica del mundo es de un creciente desorden con fuertes tendencias centrífugas. La crisis -esencialmente fiscal, y el cambio tecnológico experimentado en los últimos años- ha llevado a innumerables países a enconcharse. Nada de eso, sin embargo, cambia dos factores esenciales: uno, que la tecnología avanza de manera incesante y nadie puede abstraerse de ella o de sus consecuencias. El otro es que la globalización, aunque sujeta a regulaciones gubernamentales, ha alterado tan profundamente la forma de producir, consumir y vivir, que es impensable su desaparición.

En este contexto, las naciones que aspiran al desarrollo no tienen más alternativa que actuar proactivamente para preparar a su población para la ola de crecimiento que viene y que va a caracterizarse por elementos para los que difícilmente estamos preparados o, como sociedad, dispuestos.

Parece claro que la tecnología seguirá avanzando, que ya no existen mercados masivos sino nichos especializados (y rentables) y que la revolución digital, que privilegia el conocimiento y la creatividad, dominará la producción y la generación de valor en el futuro. Estas realidades nos colocan ante el desafío central: cómo sumar a la población que no ha contado con las oportunidades para beneficiarse del nuevo entorno económico, tecnológico e internacional.

El reto que esto entraña es enorme porque se trata de procesos que, por definición, llevan décadas en consolidarse, lo que implica que cada día que se pierde se pospone la oportunidad, algo particularmente preocupante dada la transición demográfica: si los jóvenes de hoy no se incorporan a la economía del conocimiento, las naciones en desarrollo acabarán caracterizándose por la pobreza de sus poblaciones ancianas en unas cuantas décadas.

La pregunta acaba siendo cómo generar anclas de certidumbre en un mundo convulso en que las viejas instituciones mundiales y multilaterales ya no cumplen, en muchos casos, su cometido y donde las naciones desarrolladas han abandonado su papel como garantes del crecimiento a través tanto de la inversión como del comercio.

La gran interrogante es cómo enfocarnos hacia ese futuro. No faltan diagnósticos, algunos buenos y otros malos, encaminados a resolver los distintos problemas y carencias que caracterizan a nuestras naciones. Lo evidente es que cada país requiere reenfocar sus esfuerzos en un sinnúmero de áreas, desde lo educativo hasta la infraestructura, pasando por la reforma de las instituciones gubernamentales.

Sin embargo, la lección del NAFTA y la que arrojan los países que efectivamente han logrado transformarse (como España, Chile, Corea, Taiwán, Singapur y China) es una muy simple: el desarrollo no es cuestión de políticas específicas, aunque éstas se requieran, sino de visión y enfoque. La visión de construir instituciones y el enfoque de encontrar medios para acelerar ese proceso o, incluso, desarrollar medios transitorios para avanzar.

Una segunda lección es que la certidumbre que caracteriza a las naciones desarrolladas es producto de su propio proceso histórico. Ninguna sociedad nace con todos sus problemas o contingencias resueltas: el tiempo y las circunstancias van obligando a que se ajusten leyes, se modifiquen prácticas y se construyan formas de interactuar que permitan lograr estabilidad y funcionalidad. Es así como cobran forma las instituciones. Lo que en Inglaterra tomó setecientos años y en Estados Unidos doscientos, las demás naciones lo tenemos que construir en un lapso muy breve. Aunque hay mecanismos externos (como ha sido el NAFTA para México), la verdadera institucionalización surge de iniciativas internas y de procesos que suman a toda la población en el proceso.

Lograr el entorno de certidumbre que requiere el desarrollo implica abandonar la naturaleza arbitraria de la función gubernamental. Es decir, una revolución política.

La tarea central es interna, pero existen oportunidades que deben ser aprovechadas porque contribuyen a acelerar el proceso. La construcción de puentes entre naciones similares tiene la virtud de que se acompañan en el proceso de toma de decisiones. Fuera del mundo desarrollado, históricamente, los puentes más comunes han sido entre naciones del sur con las del norte; la mayoría de los procesos de acercamiento institucional entre naciones en desarrollo han sido poco fructíferos, pero esa no es razón para obviarlos.

La oportunidad de crear vínculos institucionales entre las naciones de América Latina y África constituye un vehículo promisorio para desarrollar mercados mutuos, complementar procesos productivos, generar economías de escala y, sobre todo, fortalecer procesos internos de institucionalización política. Una noción como ésta hubiera sido impensable en el contexto de la guerra fría, pero hoy constituye el tipo de oportunidad que es imperativo experimentar.

Peter Drucker, un pensador europeo que se avecindó en Estados Unidos, lo dijo de manera por demás preclara: “La mejor manera de predecir el futuro es crearlo.”

* Ponencia presentada en el Congreso Internacional “Partenariado mundo Arabe-America Latína y el Caribe: Una Dinámica Renovada”.

** Presidente del Consejo Mexicano de Asuntos Internacionales