El efecto Peña

Luis Rubio

Al fin de la guerra fría, Fukuyama escribió un artículo intitulado “el fin de la historia” donde postulaba que el mundo había llegado a un consenso sobre el camino hacia el futuro. Veinte años después, con las guerras en medio oriente en boga, Jennifer Welsh publicó “el regreso de la historia,” sugiriendo que ésta nunca cesa. El equivalente para el México de hoy bien podría ser “el regreso de la política.”

La elección intermedia de 1997 constituyó un hito en la política mexicana por ser el primer congreso desde la Revolución en que el PRI no logró una mayoría. La era del monopolio en el poder pasaba a la historia, o al menos esa fue la lectura casi unánime del momento. Los optimistas confiaban que los partidos y sus políticos comenzarían a negociar para lograr acuerdos consensuados sobre los asuntos trascendentes para el futuro del país. Sin embargo, los siguientes tres lustros se caracterizaron menos por la armonía que por la crispación y la imposibilidad de confrontar los desafíos hacia el futuro en innumerables frentes.

Todo cambió con la llegada de Peña Nieto a la presidencia. Haciendo eco a su fama de ejecutivo eficaz, el presidente estructuró el llamado “pacto por México” con el PAN y el PRD, con lo que se lograron acuerdos sobre la agenda de reformas que requería el país y que los tres partidos (el PRI incluido) se comprometían a avanzar sin dilación. El famoso pacto, de triste memoria, fue algo extraño, sobre todo para el PAN y el PRD, pues había muy poco beneficio potencial para aquellos: si las cosas salían extraordinariamente bien, esos partidos quedaban igual, mientras que el PRI lograba un éxito casi sobrenatural; si las cosas salían mal, los tres partidos perdían. A mí siempre me pareció que el pacto tenía un sentido muy racional visto desde el bienestar del país, pero absolutamente inexplicable -absurdo- desde la perspectiva de la realpolitik de los partidos que lo acordaron. Y así les fue.

El pacto tuvo el efecto de sacar de la discusión pública los componentes de las reformas. En lugar de que se orearan y debatieran, todo se decidía en Hacienda, con un pequeño grupo de líderes partidistas, para luego votarse sin debate en el poder legislativo. Los operadores priistas movilizaban a sus huestes y compraban los votos -Lozoya dixit- que faltaban para completar los paquetes. Los gobernadores se desvivían por ser los primeros en lograr que las reformas se ratificaran por sus legislativos locales, para lo cual seguramente también se empleaban “aportaciones.”

El beneficio de la operación “en lo obscurito” era obvio: el país finalmente contaba con legislaciones modernas y necesarias en diversos rubros, pero especialmente en lo laboral, la educación y la energía. El costo de aquel aquelarre lo padecemos hoy en día con amplitud: reformas que no se socializaron, que no obtuvieron legitimidad son ahora desmanteladas sin el menor recato porque no fueron asumidas como relevantes y trascendentes. Los arreglos entre unos cuantos son desarreglados por otros cuantos. La política puede ser onerosa, azarosa y demorada, pero sin política los costos son desmesurados y desproporcionados.

Porque, además, aquellas reformas no fueron meros ajustes al marco legal existente. Las tres reformas emblemáticas del sexenio pasado trastocaron los tres pilares cardinales de la constitución de 1917. Desde mi perspectiva las reformas eran necesarias y urgentes, pero nadie puede negarle razón a quienes afirmaban, con malestar, que se había desnaturalizado, si no es que anulado, el documento y simbolismo principal de la gesta revolucionaria. Todo eso por no considerar necesario procurar y lograr el apoyo popular para conferirle permanencia y legitimidad a las reformas logradas.

Todo en el sexenio pasado se operaba de manera ejecutiva, aséptica, como si el asunto fuese meramente de tener pantalones (y dinero) para que las cosas avanzaran. Y, claro, comparado con los tres sexenios anteriores, las cosas avanzaron con enorme eficiencia y celeridad. Pero ahora vemos que con una eficiencia y similar celeridad se viene cayendo el castillo de naipes. Van dos: educación y trabajo.

Falta la última de las reformas, la más trascendente en el ámbito económico y quizá la más compleja de desarmar por la cantidad de intereses involucrados y los litigios que vendrán, pero la que está más cerca del corazón del presidente. Será la primera prueba del nuevo congreso, donde Morena y sus aliados formales no cuentan con mayoría constitucional. Será la primera prueba para el PRI, que tiene la llave para hacer o deshacer la reforma. Seguiría el senado, que sería la última instancia.

Sea como fuere, la lección es absoluta: los grandes cambios en una sociedad tienen que ser de la sociedad: no se le pueden imponer porque no se trata de decisiones técnicas, sino de procesos políticos que entrañan consecuencias, afectan emociones y trastocan intereses, además de dogmas arraigados.

La sociedad mexicana tiene frente a sí la disyuntiva de apoyar el desmantelamiento de la reforma energética o rechazarlo. Más vale que se decida pronto porque, si no, se le impondrán cambios que afectarán su vida, sin duda para mal. Tiempo de política, a todos niveles y en todos los espacios.

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  REFORMA
 17 Oct. 2021

Mundo cambiante

Luis Rubio

La manera como funciona el gobierno de Morena, especialmente las mañaneras del presidente López Obrador, me recuerda un viejo chiste ruso: “un campesino se entera que uno de sus vecinos ahorró suficiente para comprar una cabra. Envidioso, se comunica con dios y le pide que corrija esta intolerable situación. Dios le responde con una pregunta: ¿qué quieres que haga yo? Mata la cabra fue la respuesta.”

Ensimismado y abstraído de lo que ocurre en el mundo, la solución es destruir lo existente. No vaya a ser que prospere el país.

El mundo exterior cambia, con frecuencia de manera acelerada; los vectores que parecen fijos o constantes un día son distintos al siguiente: la multiplicidad de factores y variables que interactúan en el mundo alteran el entorno de manera inesperada. Ante un panorama como éste, la propensión natural para muchos es la de enquistarse, encerrarse y pretender que la mejor protección radica en aislarse. El problema es que eso no funciona.

En un mundo interconectado, donde la vida cotidiana depende de la interacción constante y continua entre personas, empresas, gobiernos e instituciones a través de fronteras nacionales, la pretensión de aislarse es, además de pueril, imposible. Sólo para ejemplificar, el 8% de las llamadas por teléfono en el mundo son entre México y Estados Unidos; el siguiente par es entre Estados Unidos e India, con 3.2%.* México es de las naciones más interconectadas y su economía depende de la demanda por exportaciones mexicanas. Un país con estas características debería estar creando condiciones para acelerar esas oportunidades, tanto en términos de preparar a su población para asirlas, como construyendo la infraestructura para aterrizarlas.

Lo que de hecho ocurre es al revés: la educación y la salud no son prioridad para el gobierno, cuyas lealtades son con los sindicatos dedicados a preservar el mundo del siglo XX. La infraestructura está paralizada y, por si eso no fuese suficiente, la iniciativa constitucional enviada por el ejecutivo al congreso en materia eléctrica va dirigida al control de precios, mecanismo ideado en los setenta para hacer inviables las inversiones privadas y luego expropiarlas.

Mientras México actúa como el proverbial avestruz que prefiere esconder su cabeza en la arena antes que encarar los desafíos que el mundo (del cual depende) le impone. Sin embargo, parafraseando a Trotsky, el gobierno mexicano puede no estar interesado en lo que ocurre en el exterior, pero el resto del mundo está interesado en México. Por más que intente abstraerse de lo que ocurre en el mundo, esto resulta imposible.

Aquí van algunos ejemplos de cómo ocurre esto:

  • La incorporación de China a la OMC en 2001 alteró la expectativa mexicana de convertirse en el principal proveedor de manufacturas hacia Estados Unidos
  • La crisis hipotecaria estadounidense de 2008 llevó a una contracción económica en México de casi 8%
  • Esa crisis condujo a la creación del G20, donde México fue un actor prominente con el objetivo de proteger la permanencia del mercado para nuestras exportaciones
  • Ese mismo foro obligó a China a comprometerse a no devaluar su moneda como mecanismo para la promoción de sus exportaciones
  • La respuesta de China fue enfatizar su mercado interno y un enorme gasto en infraestructura para atraer mano de obra barata de sus regiones remotas.
  • La pandemia ha acelerado la tendencia hacia la consolidación de tres regiones cada vez más interconectadas: Norteamérica, Europa y Asia.
  • La ruptura creciente entre China y Estados Unidos desestabiliza cadenas de suministro largamente establecidas. En lugar de aprovechar la oportunidad, México se distancia.
  • El mecanismo financiero-monetario empleado por los bancos centrales para proveer liquidez a los mercados, primero por la crisis de 2008 y luego por la pandemia, comienza a disminuir, amenazando con cambios en las unidades de intercambio entre las monedas del mundo.

El panorama mundial cambia minuto a minuto y cada una de esas alteraciones entraña potenciales consecuencias para la economía mexicana. Excepto por el hecho de que no se han consumado nuevas inversiones, el repliegue respecto al mundo y, especialmente, de EUA que viene persiguiendo la actual administración, aún no se manifiesta en riesgos inmediatos, pero estos irán en aumento. La falta de inversión amenaza al crecimiento futuro, en tanto que los movimientos financieros ponen en riesgo la estabilidad cambiaria.

Ninguno de estos factores es novedoso o excepcional. Lo que sí es novedoso es la indisposición del gobierno a reconocer que su actuar, en lo interno y en lo externo, entraña consecuencias tanto para la estabilidad como para el futuro de la economía y la sociedad. Es insostenible la noción de que se puede ignorar lo que ocurre en el exterior o de que cambios aparentemente inocentes al interior no conllevan consecuencias desde y hacia el exterior.

La reforma eléctrica es una necedad que ignora no sólo al mundo exterior, sino a los requerimientos del país en la actualidad. Se trata del proverbial balazo en el pie.

La pregunta es ¿cuál es el tamaño del riesgo que está dispuesto a asumir el gobierno en estos rejuegos?

 

 

* https://qz.com/290868/this-map-of-international-phone-calls-explains-globalization/

 

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 REFORMA
 10 Oct. 2021 

Consecuencias

Luis Rubio

Toda acción entraña una reacción igual y en dirección opuesta, la tercera ley de Newton, es aplicable igual a la física que a la política. Los gobiernos definen sus objetivos y medios para alcanzarlos y la población tiene que lidiar con las consecuencias: nadie ni nada puede esquivar este principio elemental. La situación se agrava y profundiza cuando la distancia entre la retórica y el mundo de la concreción se ensancha hasta que se pierde todo sentido de realidad, como ocurre con las mañaneras en las que no hay asunto que no amerite una réplica descalificadora como “yo tengo otros datos” o “no voy a caer en provocaciones.” Los resultados -o ausencia de estos- no se hacen esperar.

Las consecuencias de un gobierno que vive en su propia estratósfera las habrán de pagar todos y cada uno de los mexicanos de diversas maneras, pero hay tres que me parecen especialmente trascendentes por su crudeza, trascendencia y gravedad. La primera tiene que ver con la destrucción del capital humano que es inherente a la 4T. La estrategia del gobierno ha consistido en eliminar toda la capacidad técnica con que contaba el gobierno, promover la fuga de cerebros, la terminación de proyectos de investigación, la cancelación de becas a estudiantes y becarios que se encontraban estudiando en el extranjero (y las miles que ya no se han otorgado), la persecución judicial de científicos y el enorme desperdicio y dispendio de recursos en proyectos innecesarios y retrógradas, como el que ejemplificó el propio presidente al promover su famoso trapiche para producir jugo, una tecnología claramente superada y que no contribuía, antes o ahora, a disminuir la pobreza o mejorar los niveles de vida de la población.

Una segunda consecuencia se deriva de la distracción de dineros gubernamentales hacia proyectos y rubros de gasto que no sólo no son rentables, sino que en muchos casos implican pérdidas sistemáticas y de largo plazo, reduciendo recursos para administraciones futuras. La cancelación de proyectos emblemáticos como el aeropuerto, la cervecera y, más recientemente, la exclusión de la empresa Talos Energy para la explotación del yacimiento Zama son todos ejemplos de decisiones que envían el mensaje inconfundible de que la inversión privada, igual nacional que extranjera, no es bienvenida. En adición a esto, la insidia y desprecio a la importancia de la relación con Estados Unidos incide en decisiones y trae impactos, quizá no inmediatos, pero sin duda inconfundibles.

Cada una de esas decisiones tendrá su explicación y racionalidad política, pero todas tienen consecuencias y todas entrañan un enorme desperdicio por la inversión ya erogada y por el costo de oportunidad. El costo del aeropuerto va a ser doble: lo que se perdió y lo que se debe a los bonistas y otros participantes; y la nueva inversión en un aeropuerto que difícilmente podrá operar de manera exitosa. El caso de Zama será infinitamente mayor tanto por el ingreso que el gobierno dejará de percibir como por la indemnización que deberá pagar a Talos, así como los recursos requeridos para intentar desarrollar el yacimiento (para lo que Pemex no tiene experiencia). Se trata de un costo auto infligido que pagarán generaciones de mexicanos en el futuro. Peor, totalmente innecesario.

La tercera consecuencia, esa que el presidente pretende que no existe, es la de la destrucción de toda fuente de institucionalidad, la que genera confianza entre la población, evita extremismos y genera oportunidades para el desarrollo económico. El presidente puede creer que sus palabras y sus clientelas son suficientes para crear un futuro promisorio, pero se equivoca: igual lo fundamenta que lo mina y, todo indica, ocurre más de lo segundo que de lo primero. El despido de la cabeza de su proyecto de manipulación y control político después de la intermedia confirma que su prioridad no es el desarrollo sino el control y el poder. El presidente podrá atraer nuevo talento a su gabinete pero, en la medida en que sus palabras y sus acciones digan lo contrario, el beneficio se diluye y lo que queda es cerrazón, polarización y desdén.

Los estudiantes que vieron sus estudios cercenados buscarán otras opciones, muchos no regresarán y todos acabarán frustrados y resentidos. Nuestros científicos, profesores, investigadores, empresarios y líderes sociales -los de hoy y los del futuro- verán esta etapa como lo que es: de destrucción y cancelación de oportunidades. Los estadounidenses no se quedarán con los brazos cruzados.

El proyecto que prometía acabar con la pobreza, la corrupción, la violencia y la desigualdad acabará acentuando todas y cada una de estas lacras. Los aplausos de hoy serán dedos flamígeros en el futuro: la eterna historia sexenal. En lugar de mejorar la realidad, ésta habrá empeorado. Otro sexenio perdido, pero peor.

“Hay algunas cosas, escribió Hemingway, que no pueden ser aprendidas rápido pero el tiempo, que es todo lo que tenemos, cuesta mucho para adquirirlas.” El tiempo perdido no tiene substituto y este gobierno va a haber retrasado el desarrollo del país mucho más que los seis años que le correspondían, todo por el mero prurito de intentar reinventar la rueda, esa que, en el siglo XXI, es digital: nada más distante del tan mentado trapiche.

 

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 REFORMA
 03 Oct. 2021

Falsas disyuntivas

  Luis Rubio

 

Alexander Pope, un poeta inglés del siglo XIX, escribió que “solo los tontos entran corriendo donde los ángeles temen pisar.” La relación con Estados Unidos es, fue y siempre será compleja. Eso en tanto no logremos resolver nuestro propio desarrollo, lo que presumiblemente elevaría los niveles de vida, haciendo irrelevantes las fuentes actuales de conflicto, como ocurre con Canadá. De ahí a tener que enfrentar una disyuntiva -todo o nada- sobre nuestras prioridades de política exterior -EUA o América Latina, por ejemplo- es, simplemente, un absurdo o, como dirían los iniciados, un non sequitur.

México tiene su futuro económico fuertemente asociado con sus vecinos del norte a través no solo de la obvia cercanía, sino por medio de un mecanismo contractual que garantiza el acceso de mercancías mexicanas, convirtiéndose las exportaciones en el principal motor de nuestra economía. Nadie en su sano juicio pondría en entredicho una relación tan fundamental, por más que su administración no siempre sea fácil y donde las prioridades casi siempre son las del socio más poderoso.

En las más de cuatro décadas en que México optó por convertir a la relación bilateral en una palanca de desarrollo, ningún gobierno, incluyendo al actual, ha dejado de reconocer la complejidad de la relación o de resolver los problemas que se van presentando en el camino. El presidente López Obrador, el único de todos los gobiernos desde 1982 que seguramente hubiera preferido mayor distancia en lugar de mayor cercanía, no sólo acomodó las demandas de Trump cuando en mayo de 2019 (en franca violación del TLC entonces vigente) amenazó vincular migración con exportaciones, en detrimento de nuestro país, sino que prosiguió con la negociación sobre la ratificación del nuevo tratado, el T-MEC, hasta consumarlo. Es decir, más allá de la retórica, todos los gobiernos de los ochenta para acá han aceptado y ratificado la trascendencia de la relación con Estados Unidos y hacen lo necesario para que ésta funcione.

Pero la cercanía con Estados Unidos no implica distancia respecto a América Latina o restricciones respecto al marco de acción de México en esa región. Por supuesto, es de sentido común que debe haber congruencia en el ejercicio de la política exterior con los valores nacionales esenciales y con el reconocimiento de los factores reales de poder que son inherentes a la situación geopolítica de cada nación. Desde esta perspectiva, mucho de lo que con frecuencia se percibe como contradictorio u ofensivo (y por lo tanto intocable) para preservar la relación con los estadounidenses no es más que una limitante autoimpuesta. En una palabra, no hay razón alguna que obligue a optar entre CELAC y la OEA o el T-MEC.

México tiene una larga historia de relación con Cuba sin que eso constituya un factor de agravio con Washington. El gobierno actual optó por abandonar al grupo de Lima, que aglutinaba a naciones críticas del régimen venezolano, sin que eso se tradujera en conflictos hacia el norte. El punto es que no es necesario optar entre una cosa y la otra. Mientras la política exterior no contravenga de manera directa los intereses directos de Estados Unidos o suponga tolerancia infinita por su parte, el margen de acción es tan amplio como el gobierno quiera. Sólo para ejemplificar, promover la independencia de Puerto Rico o una cercanía excesiva con China implicarían una confrontación directa. Lo mismo ignorar el asunto migratorio. Por otro lado, a Washington le es funcional que México promueva negociaciones entre los venezolanos, como antes lo hizo con los salvadoreños. Como hubiera dicho Jesús Reyes Heroles, “lo que resiste apoya.”

Un panorama siempre cambiante como el latinoamericano, donde los gobiernos experimentan grandes virajes de vez en vez, obliga a definir y redefinir alianzas regionales, eso sin perder de vista que no es lo mismo democracias que dictaduras. La semana pasada el gobierno mexicano cruzó esa raya al darle preeminencia a Díaz-Canel, provocando el desencuentro con que cerró la reunión de CELAC. El interés nacional de México no tiene porqué optar entre sur y norte, pero sí tiene que reconocer, y hacer valer, las diferencias pasmosas que dividen al continente, comenzando por el hecho de que México es una democracia, así sea incipiente.

Defender nuestra democracia y no aceptar imposiciones. Trump no sólo puso en riesgo al TLC, sino que amenazó con cerrar el acceso a nuestras exportaciones. Pero el hecho de contar con un tratado como el T-MEC, con todo y que tenga que ser renegociado con regularidad, implica un amplio margen de maniobra. La noción de que es necesario optar entre una región y la otra o entre la cabeza y el corazón es absurda. Todo mientras no se cruce la raya.

La política exterior de una nación es un instrumento central de su desarrollo y debe ser concebida como un medio para avanzar intereses y reducir vulnerabilidades. La clave no radica en escoger entre amigos y enemigos o cercanos y lejanos, sino en afianzar el desarrollo del país, que debería ser el objetivo central. Avanzar decididamente por ese camino reduciría conflictos y exigencias porque habrían dejado de tener razón de ser. El día que logremos eso habremos alcanzado el desarrollo integral.

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 REFORMA
26 Sep. 2021

Corrupción

 Luis Rubio

Cuando era un cómico en la televisión guatemalteca, Jimmy Morales se vestía como prisionero y criticaba la corrupción de los políticos, acusándolos de ateos y de no poder imaginar una vida mejor que la que les proveía la corrupción reinante. Tres años después, ya como presidente, resultó que su hijo y su hermano fueron acusados de corrupción. Nada nuevo bajo el sol. La corrupción es un mal endémico que afecta a casi todas las naciones del mundo, pero sus manifestaciones y efectos cambian de país a país.

Yuen Yuen Ang, profesora universitaria experta en China, afirma que todo mundo supone que la corrupción afecta al crecimiento económico, pero que la evidencia al respecto es tenue. Luego de analizar docenas de países y compararlos a lo largo del tiempo, su conclusión es que la corrupción cambia en la medida en que los países se desarrollan y que algunos logran erradicarla casi del todo. En su libro, La era dorada de China,* concluye que lo que distingue a esa nación ha sido su capacidad para lograr tasas tan elevadas de crecimiento por tantas décadas a pesar de la enorme corrupción que la caracteriza. Su análisis es de particular relevancia para México.

La definición convencional de corrupción es: “el abuso de un puesto gubernamental para beneficio privado” la cual, dice la autora, abarca demasiados tipos de corrupción, lo que obscurece más que aclara, porque no todas las variedades impiden el crecimiento, lo que explica diferencias entre naciones en lo que a este fenómeno atañe. Aclarar las diferencias permite comprender los impactos que la corrupción tiene y explica por qué persiste en muchas naciones, en ocasiones de manera legal o de facto legalizada.

Ang distingue entre corrupción que involucra intercambios entre oficiales gubernamentales y actores sociales (incluyendo sobornos), de la corrupción que involucra robo, malversación y extorsión. A lo anterior le agrega una segunda dimensión, diferenciando la naturaleza de los actores involucrados: no es lo mismo políticos y líderes sociales (en un sentido amplio) que funcionarios de bajo rango como policías, inspectores, funcionarios aduanales y oficinistas gubernamentales. Esta dimensión permite diferenciar los sobornos que una persona común y corriente realiza para agilizar un trámite de las grandes decisiones gubernamentales cuando se asignan fondos, contratos, concesiones y otros recursos valiosos sobre los que el gobierno tiene jurisdicción.

A partir de estas diferencias, Ang llega a definir cuatro tipos de corrupción: a) robo menor “actos que involucran robar, mal uso de fondos públicos o extorsión por parte de burócratas a nivel de la calle” (que afecta a los ciudadanos comunes y corrientes al interactuar con funcionarios menores o policías); b) robo mayor: “malversación o apropiación indebida de grandes sumas de dinero público por parte de las élites políticas que controlan las finanzas estatales” (robo al erario a través de la sobrefacturación de compras gubernamentales u otros mecanismos similares); c) dinero rápido: “pequeños sobornos que las empresas o los ciudadanos pagan a los burócratas para sortear obstáculos o acelerar las cosas” (“propinas” que emplea la gente para facilitar un trámite, producto de requisitos engorrosos e inspectores abusivos); y d) dinero que permite acceso: “abarca recompensas de alto riesgo otorgadas por actores comerciales a funcionarios poderosos, no solo para acelerar un proceso, sino por el acceso a privilegios valiosos” (regalos caros, sobornos, compartir utilidades de un proyecto a cambio de favores extraordinariamente rentables). “Mientras que las primeras tres categorías son casi siempre ilegales, el acceso puede involucrar acciones legales o ilegales.” Las ilegales pueden ser grandes sobornos, pero el acceso puede involucrar “intercambios ambiguos o completamente legales que no involucran sobornos” como conexiones, financiamiento a campañas, tráfico de influencias, etcétera.

Jagdish Bhagwati, un profesor de economía, decía que por mucho tiempo se afirmaba, de manera exagerada, que India era una “tortuga” frente a la “liebre” china. “Una diferencia crucial entre los dos países es el tipo de corrupción que tienen. La de India es la clásica ‘búsqueda de rentas’, donde la gente se apresura a hacerse de una parte de la riqueza existente. Los chinos tienen lo que yo llamo corrupción orientada a compartir los beneficios: el Partido Comunista mete un popote en la malteada, lo que les permite tener interés en que la malteada crezca.”

El método de diferenciar a la corrupción por sus características le permite a Ang distinguir entre la cantidad y la calidad de la corrupción y, al verlo en el curso del tiempo, le lleva a concluir que la evolución del capitalismo con frecuencia ha involucrado no la erradicación de la corrupción, sino su transición de formas “mafiosas” y robo, a intercambios sofisticados de poder y utilidades. En esto, dice la autora, China no es muy diferente a como era Estados Unidos al inicio del siglo XIX y su forma de evolucionar la distingue de innumerables naciones que se han quedado atoradas en formas primitivas de corrupción que, lejos de facilitar el desarrollo económico, lo obstruyen. No se por qué, pero México se parece mucho a eso.

 

*China’s Gilded Age, Cambridge

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  REFORMA

 19 Sep. 2021 

Cuando era un cómico en la televisión guatemalteca, Jimmy Morales se vestía como prisionero y criticaba la corrupción de los políticos, acusándolos de ateos y de no poder imaginar una vida mejor que la que les proveía la corrupción reinante. Tres años después, ya como presidente, resultó que su hijo y su hermano fueron acusados de corrupción. Nada nuevo bajo el sol. La corrupción es un mal endémico que afecta a casi todas las naciones del mundo, pero sus manifestaciones y efectos cambian de país a país.

Yuen Yuen Ang, profesora universitaria experta en China, afirma que todo mundo supone que la corrupción afecta al crecimiento económico, pero que la evidencia al respecto es tenue. Luego de analizar docenas de países y compararlos a lo largo del tiempo, su conclusión es que la corrupción cambia en la medida en que los países se desarrollan y que algunos logran erradicarla casi del todo. En su libro, La era dorada de China,* concluye que lo que distingue a esa nación ha sido su capacidad para lograr tasas tan elevadas de crecimiento por tantas décadas a pesar de la enorme corrupción que la caracteriza. Su análisis es de particular relevancia para México.

La definición convencional de corrupción es: “el abuso de un puesto gubernamental para beneficio privado” la cual, dice la autora, abarca demasiados tipos de corrupción, lo que obscurece más que aclara, porque no todas las variedades impiden el crecimiento, lo que explica diferencias entre naciones en lo que a este fenómeno atañe. Aclarar las diferencias permite comprender los impactos que la corrupción tiene y explica por qué persiste en muchas naciones, en ocasiones de manera legal o de facto legalizada.

Ang distingue entre corrupción que involucra intercambios entre oficiales gubernamentales y actores sociales (incluyendo sobornos), de la corrupción que involucra robo, malversación y extorsión. A lo anterior le agrega una segunda dimensión, diferenciando la naturaleza de los actores involucrados: no es lo mismo políticos y líderes sociales (en un sentido amplio) que funcionarios de bajo rango como policías, inspectores, funcionarios aduanales y oficinistas gubernamentales. Esta dimensión permite diferenciar los sobornos que una persona común y corriente realiza para agilizar un trámite de las grandes decisiones gubernamentales cuando se asignan fondos, contratos, concesiones y otros recursos valiosos sobre los que el gobierno tiene jurisdicción.

A partir de estas diferencias, Ang llega a definir cuatro tipos de corrupción: a) robo menor “actos que involucran robar, mal uso de fondos públicos o extorsión por parte de burócratas a nivel de la calle” (que afecta a los ciudadanos comunes y corrientes al interactuar con funcionarios menores o policías); b) robo mayor: “malversación o apropiación indebida de grandes sumas de dinero público por parte de las élites políticas que controlan las finanzas estatales” (robo al erario a través de la sobrefacturación de compras gubernamentales u otros mecanismos similares); c) dinero rápido: “pequeños sobornos que las empresas o los ciudadanos pagan a los burócratas para sortear obstáculos o acelerar las cosas” (“propinas” que emplea la gente para facilitar un trámite, producto de requisitos engorrosos e inspectores abusivos); y d) dinero que permite acceso: “abarca recompensas de alto riesgo otorgadas por actores comerciales a funcionarios poderosos, no solo para acelerar un proceso, sino por el acceso a privilegios valiosos” (regalos caros, sobornos, compartir utilidades de un proyecto a cambio de favores extraordinariamente rentables). “Mientras que las primeras tres categorías son casi siempre ilegales, el acceso puede involucrar acciones legales o ilegales.” Las ilegales pueden ser grandes sobornos, pero el acceso puede involucrar “intercambios ambiguos o completamente legales que no involucran sobornos” como conexiones, financiamiento a campañas, tráfico de influencias, etcétera.

Jagdish Bhagwati, un profesor de economía, decía que por mucho tiempo se afirmaba, de manera exagerada, que India era una “tortuga” frente a la “liebre” china. “Una diferencia crucial entre los dos países es el tipo de corrupción que tienen. La de India es la clásica ‘búsqueda de rentas’, donde la gente se apresura a hacerse de una parte de la riqueza existente. Los chinos tienen lo que yo llamo corrupción orientada a compartir los beneficios: el Partido Comunista mete un popote en la malteada, lo que les permite tener interés en que la malteada crezca.”

El método de diferenciar a la corrupción por sus características le permite a Ang distinguir entre la cantidad y la calidad de la corrupción y, al verlo en el curso del tiempo, le lleva a concluir que la evolución del capitalismo con frecuencia ha involucrado no la erradicación de la corrupción, sino su transición de formas “mafiosas” y robo, a intercambios sofisticados de poder y utilidades. En esto, dice la autora, China no es muy diferente a como era Estados Unidos al inicio del siglo XIX y su forma de evolucionar la distingue de innumerables naciones que se han quedado atoradas en formas primitivas de corrupción que, lejos de facilitar el desarrollo económico, lo obstruyen. No se por qué, pero México se parece mucho a eso.

*China’s Gilded Age, Cambridge

 

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El mundo y México

 Luis Rubio

En Nueva Zelandia, los maorís siguen un ritual al inicio de los juegos de rugby llamado “haka,” que consiste en una serie de muecas, gesticulaciones y movimientos -desde sacar la lengua hasta dar brincos y hacer toda clase de ruidos amenazantes- con el objeto de amedrentar a sus contendientes. Todos sus competidores conocen el ritual y lo aprecian como arte pero, luego de años de practicarlo, nadie se siente intimidado. Me pregunto si, luego de Trump y ahora de Afganistán,  el mundo comenzará a acostumbrase a una realidad internacional distinta respecto a la nación que mantuvo el liderazgo en el mundo internacional a partir del fin de la segunda guerra mundial.

El triunfo de Donald Trump como presidente de Estados Unidos sorprendió al mundo no sólo por el hecho de ganar, sino sobre todo porque no moderó su discurso una vez llegando a la presidencia. Biden se ha dedicado a desbancar todo lo posible de Trump, pero preserva un objetivo común con su predecesor: modificar las premisas que caracterizaron su país al menos desde 1945. Trump llegó a la presidencia en buena medida por los desajustes que creó la era de la globalización, pero también por la velocidad con que avanza la tecnología y que ha tenido el efecto de disminuir las distancias, creando nuevas vulnerabilidades -o, al menos, la sensación de vulnerabilidad- donde antes no había razón alguna para ello. Biden llegó a la presidencia en buena medida como reacción a Trump, pero con objetivos muy similares: una visión introspectiva que, más allá de la retórica, repliega a EUA del mundo.

Lo peculiar del momento, fenómeno que bien puede tener enormes implicaciones para México, es que estos cambios ocurren en paralelo con el ascenso de China como potencia mundial. China ha seguido un proceso transformativo que le ha permitido no sólo el crecimiento acelerado de su economía -al punto de rivalizar en tamaño al de la estadounidense- sino que su liderazgo cuenta con una visión estratégica que hoy se ha vuelto excepcional en el mundo. En contraste con los presidentes norteamericanos de la era de la guerra fría, los dos presidentes más recientes ni siquiera perciben la necesidad de pensar de manera estratégica, reaccionando ante las circunstancias que se presentan de manera súbita y visceral, como demostró la caótica salida de Afganistán: objetivo quizá loable, pero patético en su ejecución.

El ascenso chino, y su estrategia de construcción de un imperio logístico, constituyen lo que Parag Khanna describió como la recreación del viejo imperio británico pero no con posesiones coloniales sino a través de una red de carreteras, vías férreas, puertos y comunicaciones que permiten integrar a toda la región asiática entre sí y con África y Europa. Se trata del proyecto geopolítico más ambicioso que se haya concebido que, sin duda, representa una amenaza al poderío estadounidense, ahora bajo un liderazgo que no tiene la capacidad, pero mucho menos el interés, por comprender o al cual reaccionar.

Para muchos, esto constituye una oportunidad para disminuir la profundidad de nuestra vinculación con EUA e iniciar una diversificación en nuestras relaciones comerciales. Y, sin duda, como argumenta Luis de la Calle,* el conflicto comercial -y político- que caracteriza a las dos potencias, abre ingentes posibilidades para que México “reafirme su posición como competidor creíble en las dos economías líder,” substituya importaciones chinas en EUA y atraiga nuevas fuentes, y líneas, de inversión extranjera. La oportunidad es enorme, pero requiere una estrategia concertada para colocar a México en la envidiable posición de ser la alternativa natural respecto a esas dos naciones; pero la ventana no será eterna: si no se aprovecha se pierde.

El marco más amplio del futuro de México en el cambiante entorno internacional demanda contemplar las implicaciones del ascenso de China y los potenciales cambios políticos en Estados Unidos en los años próximos, pues la interacción entre ambos determinará el panorama en el que habremos de movernos. China cuenta con un liderazgo estratégico excepcional, una extraordinaria capacidad de adaptación y su naturaleza política le permite asociaciones que las naciones democráticas ni siquiera contemplarían.

Por otro lado, no es posible menospreciar los desafíos que China enfrentará en materia tanto económica como política en las próximas décadas. Por su parte, los estadounidenses carecen de un liderazgo preclaro y experimentan una gran polarización política que permite visualizar bandazos en su política interna antes de que logren recuperar su claridad estratégica tradicional, como tantas veces en el pasado. Es fácil menospreciarlos en este momento, pero su sistema político abierto les permite regenerarse con celeridad. Nada está escrito.

México cuenta con oportunidades excepcionales si aprovecha con inteligencia las fisuras que se presentan entre EUA y China, pero eso requerirá de un gran ejercicio de liderazgo y visión, algo que no ha sido una de nuestras características más notables. Por otro lado, la acelerada desaparición de la visión liberal que, al menos en concepto, privó en la política económica, constituye un impedimento formidable para asir esta oportunidad.

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   REFORMA

12 Sep. 2021

¿Hacia dónde?

 Luis Rubio

Tres años de un gobierno con claridad de propósito pero sin más proyecto que el de imponerlo dogmáticamente, a rajatabla y sin miramiento. Las circunstancias van cambiando pero el presidente persiste en su camino, sin preocuparse por las consecuencias. ¿No era eso lo que el propio presidente y sus seguidores le reclamaban a los tecnócratas: que querían ajustar la realidad a sus teorías? A tres años de iniciado el gobierno, ya es posible vislumbrar lo que sigue y no es atractivo. Como escribió Thomas Sowell, “los daños a una sociedad pueden ser mortales sin ser inmediatos.”

Los daños son palpables. En un sentido inmediato, cuando se comparan las cifras de 2021 con las de 2018 (para evitar el año de la pandemia) se puede observar la gravedad de lo que estamos viviendo: comparado con 2018, el ingreso de los hogares disminuyó en 5.8%, mientras que la economía (PIB) se encuentra 4% abajo en el primer trimestre de este año. El daño es enorme y comenzó con la decisión de suspender el nuevo aeropuerto. En un mundo en que la información fluye instantáneamente, cada acción (y hasta declaración) de un gobernante tiene consecuencias y, para México, esas acciones han sido todas perniciosas para el crecimiento de la economía y, por lo tanto, para el logro de los objetivos que el presidente se propuso en términos de crecimiento, desigualdad y pobreza. Lo único que ha atenuado la caída ha sido el crecimiento en las remesas, producto de las enormes transferencias que el gobierno americano ha venido realizando con motivo de la pandemia a toda su población.

Los daños en el terreno político institucional son también palpables, pero estos son, en buena medida, resultado de la estrategia de confrontación que ha sido característica del presidente. Convencido de que su camino es el único que vale, el presidente no ha visto necesario (o útil) negociar con los integrantes de partidos de la oposición o de otros actores sociales. Aunque de vez en cuando reconoce públicamente las carencias que ha provocado su estrategia (como cuando habló de la seguridad como el mayor reto del país o en su encuentro con empresarios para promover la inversión privada), la línea general de su gobierno no ha cambiado ni en una coma.

El presidente no reconoce que es imposible aislar un fenómeno del conjunto y que, en esta era, todo afecta a todo lo demás, lo que implica que debe haber plena congruencia entre el discurso gubernamental y su actuar cotidiano. El efecto de que no exista coherencia es que todo siga paralizado, con los consecuentes daños tanto económicos como políticos y sociales. Muchos, sobre todo los creyentes acríticos del presidente, podrán pensar que se trata de costos menores en el camino a la redención o que hay factores (como la pandemia) que han impedido el cambio profundo que prometía la 4T, pero nadie puede evitar ver el deterioro que se va acumulando. Como dice Sowell, el daño puede ser mortal aunque no se perciba en lo inmediato.

La pregunta clave es cómo lidiar con las consecuencias de este periodo de deterioro sistemático, claramente auto infligido. La ciudadanía ganó libertades efectivas, especialmente en materia de expresión, cuando se dio la alternancia de partidos en el gobierno en 2000, mismas que ahora se han venido mermando por la intimidación que, desde el púlpito presidencial, se propicia día a día. Desde luego, muchas de esas libertades son un tanto abstractas para familias que viven al día y que requieren satisfactores indispensables. A esto se suma la ubicuidad de la información, que genera expectativas imposibles de ser satisfechas, máxime cuando se exige satisfacción instantánea. ¿Qué ocurrirá cuando las expectativas alimentadas por el presidente hacia esa (todavía enorme) población resulten insatisfechas?

El presidente ha lanzado una campaña para “recuperar” a las clases medias urbanas (a las mismas que tilda de ignorantes) sin reconocer que el fenómeno no se puede resolver con sus tácticas clientelares favoritas. Dado que su objetivo es la subordinación de todos los sectores de la sociedad, le es imposible recurrir a los mecanismos que serían susceptibles de efectivamente “recuperar” a esos sectores de la sociedad.

La contradicción, y paradoja, es flagrante: quien se asume como de clase media ha logrado una estabilidad económica mínima que le permite no depender del gobierno, razón por la cual tratar de conquistarla con dádivas clientelares resulta contraproducente. Lo que realmente atraería a ese segmento social sería un entorno real de seguridad, mejores servicios públicos y de salud, escuelas que permitan la movilidad social y acción efectiva en materia de corrupción. Al presidente la puede parecer muy atractivo atacar presidentes de hace cuatro décadas, pero la mayoría de los ciudadanos, por edad, no tiene más memoria que la del predecesor al que el presidente protege. Las contradicciones no dejan de ser emblemáticas.

Tres años dedicados a intentar recrear un obsoleto e irreproducible sistema de control social y político. Tres años de deterioro sistemático y tres más que vienen adelante: el daño será inconmensurable. Es posible, aunque no certero, que el presidente evite una crisis financiera, pero no el resultado de un sexenio de daños potencialmente mortales.

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05 Sep. 2021  

El desarrollo

Luis Rubio

El objetivo, nos dice una y otra vez el presidente, es un cambio de régimen. Sin embargo, a juzgar por sus acciones, su verdadera misión es la de concentrar el poder y eliminar cualquier fuente de oposición o contrapeso. Quizá sea un nuevo régimen, pero ciertamente no es esa la razón por la cual el electorado se volcó por el hoy presidente en 2018.

El verdadero problema que enfrenta México, la razón por la que el presidente López Obrador ganó la presidencia en 2018, es que la población estaba hasta la coronilla de tres décadas de reformas de los cuales percibían pocos beneficios. Y tiene razón ese electorado. Lo que el país ha vivido en los últimos tiempos no fue un camino errado, sino un proceso sesgado que no resolvió -de hecho, ni siquiera enfrentó- los problemas estructurales que acabaron traduciéndose en concentraciones enormes de poder y riqueza, así como disparidades regionales intolerables.

La pregunta clave no es quién es el culpable, el asunto cotidiano de las mañaneras, sino cuál es la causa de estos malos o sesgados resultados. Si México hubiera sido la única nación en el planeta en haber emprendido ese proceso de reformas, procedería determinar quién se equivocó y porqué. Sin embargo, dado que la estrategia que se siguió fue característica virtualmente universal, la pregunta pertinente es otra: ¿por qué los resultados de naciones como Corea, Taiwán, China, Chile y otras naciones similares fueron tanto más exitosos?

En una palabra, qué es lo que no se hizo en México -o se hizo mal- que en otras latitudes se hizo bien. En los sesenta, por ejemplo, tanto Corea como México hicieron suya la oportunidad creada por un cambio en la ley de aduanas estadounidense que permitía importar a ese país bienes manufacturados pagando arancel sólo por el valor agregado, lo que conocemos como maquila: se importan componentes y se exportan productos elaborados. En Corea, las maquilas se instalaron en los centros industriales de esa nación para estimular el desarrollo de una amplia industria de proveedores, al grado en que, décadas después, más el 80% de los insumos venían de empresas locales. En México, ese número nunca fue mayor al 10%. En nuestro país se circunscribió el establecimiento de esas empresas a la franja fronteriza para evitar que se “contaminara” el resto de la industria.

Algo similar ocurrió a partir de los ochenta en que se abrió la economía a las importaciones para promover el crecimiento de una planta industrial moderna, generar una base exportadora y elevar la productividad general de la economía. El objetivo era claro e indisputable, idéntico a lo que ocurría en otras naciones que luego acabaron siendo más exitosas. ¿Cuál fue la diferencia? Que en esas naciones se entendió la apertura como un proceso integral de cambio donde no habría vacas sagradas: no hay ejemplo más claro de esto que China. En esa nación se decidió que lo importante era lograr elevadas tasas de crecimiento y que no habría obstáculo alguno que lo impidiera; paso seguido, se afectaron sindicatos, cacicazgos locales e intereses particulares en aras de lograr el objetivo. En México seguimos teniendo mafias a cargo de la educación, sindicatos abusivos extorsionando tanto a las empresas como a los trabajadores e intereses políticos y empresariales intocables.

El resultado es una potencia industrial pero acompañada de una vieja planta manufacturera que vive en un limbo de productividad y es incapaz de competir en el mundo.

Un ejemplo dice más que mil palabras: con todo el conflicto que caracteriza la relación Estados Unidos-China, muchos especulan que serán miles de plantas las que migrarían de este último país hacia otras locaciones, incluido México. Sin embargo, la experiencia de Apple con el iPhone sugiere algo muy distinto. La producción de este sofisticado artefacto requiere de una fuerza laboral altamente calificada, extraordinariamente disciplinada y con habilidades específicamente desarrolladas para procesos de alta tecnología. Apple ha explorado otras opciones, pero ninguna ofrece un sistema educativo capaz de generar esa fuerza laboral, un gobierno dedicado a resolver problemas para que su proceso productivo sea exitoso y la escala necesaria para satisfacer su mercado. Muchas naciones soñarían con atraer a los Apple de este mundo -que pagan excelentes sueldos y contribuyen al desarrollo general- pero nadie se aboca a crear las condiciones para que eso ocurra.

Una fuerza laboral como la de Apple -un ejemplo entre miles- permite que crezca la clase media, se eleve el bienestar y se propague la prosperidad. Es decir, que cambie el régimen de concentración de la riqueza y disminuyan las disparidades regionales.

Las empresas pueden crear empleos y producir artefactos excepcionales, pero sólo los gobiernos pueden crear condiciones para que prospere una clase media de manera acelerada, como lo han logrado las naciones mencionadas. Nada de eso ocurre en nuestro país.

En lugar de refinerías obsoletas y aeropuertos inoperables, el gobierno debería abocarse a remover mafias sindicales y crear un nuevo sistema educativo con los maestros a la cabeza. Es decir, reformar todo lo que no se quiere tocar porque amenaza al verdadero objetivo, que no es el desarrollo sino el poder.

https://www.reforma.com/el-desarrollo-2021-08-29/op211183?pc=102
https://www.elsiglodetorreon.com.mx/noticia/1980495.el-desarrollo.html

 REFORMA

29 Ago. 2021

 

Intertemporalidad

Luis Rubio

La clave del desarrollo radica en el actuar acumulado de millones de individuos ejerciendo su libertad y decidiendo por su cuenta, dentro del marco de reglas que establece el Estado. Cuando esas reglas son coherentes y, sobre todo, parten del reconocimiento de la naturaleza humana como es y no como algún político preferiría que fueran, el desarrollo se da y florece. Quizá no haya mejor manera de ejemplificar lo anterior que el contraste entre Mao y Deng: el primero se dedicó a perseguir y empobrecer a su población; el segundo hizo posible que floreciera su nación. En palabras de Deng, “no importa si el gato es negro o blanco, lo importante es que cache ratones.” La diferencia: Deng aceptó la naturaleza humana en lugar de tratar de acomodarla a sus preferencias políticas o ideológicas.

Deng reconoció que la gente busca su beneficio personal y que la suma de millones de personas tomando decisiones en materia económica se traduce en un enorme beneficio colectivo y que, de esa manera, se avanzaba el desarrollo de su país. Las decisiones de esos millones de ciudadanos a lo largo del tiempo -la inter temporalidad- contribuyen al desarrollo y son posibles en la medida en que exista un marco de certidumbre al que esos individuos se puedan apegar. La diferencia entre Mao y Deng acabó siendo que Deng, al reconocer esta faceta de la naturaleza humana, se abocó a crear el marco político-normativo que la hiciera florecer. El resultado fue que el gobierno chino le confirió un entorno de certidumbre a su población, la explicación más integral del enorme éxito de su economía en las pasadas décadas.

La lección para México es obvia: el país ha prosperado en los momentos en que existe certidumbre y se ha estancado o retraído cuando ésta desaparece. Por muchas décadas, esa certidumbre dependía de cada sexenio; si uno observa los ciclos económicos mexicanos, estos siempre fueron sexenales: el primer año era recesivo porque los ahorradores e inversionistas esperaban a ver cómo reinventaría la rueda el nuevo gobierno; cuando las reglas del juego quedaban claras, comenzaba el ciclo ascendente, sólo para amainar hacia el sexto año, cuando el proceso comenzaba de nuevo. Es decir, todo dependía del presidente en turno porque su poder era (es) tan vasto, que podía cambiar las reglas en cualquier momento. Esta es la razón por la que el factor confianza en el gobernante adquirió tan enorme trascendencia.

Esta manera de funcionar entrañaba tres costos obvios: primero, nunca se desarrollaban proyectos de largo plazo; segundo, la propensión a que se agudizaran los ciclos recesivos era enorme; y, tercero, al todo depender del presidente, cada una de sus expresiones adquiría dimensiones cósmicas, igual para bien que para mal. La falta de factores de certidumbre de largo plazo llevó la era de crisis en los setenta, ochenta y noventa y no fue sino hasta que se consolidó el TLC norteamericano que el país experimentó, por primera vez desde la Revolución, una era de estabilidad y claridad de reglas, al menos para una parte de la economía.

Un gobierno inteligente, capaz de reconocer la naturaleza del fenómeno de fondo, habría extendido las reglas del juego inherentes al TLC a toda la economía y a todo el territorio nacional. Sin embargo, como se dieron las cosas, el país entró en una era de dos Méxicos y dos velocidades que permitió que hubiera gran crecimiento en una parte del país y estancamiento en otra. Para colmo, luego llegó Trump, el primer presidente estadounidense dentro de la era del TLC que no tenía conocimiento ni mucho menos interés en la relevancia política del TLC para México, a quitarle “los alfileres” a todo el entramado.

El T-MEC tiene muchas virtudes, pero no entraña la misma fuente de certidumbre que el TLC original y a eso se viene a sumar la retórica del presidente López Obrador, que tiene el efecto inmediato de minar la certidumbre y generar desconfianza en un amplio espectro de la población, como se pudo apreciar en los recientes procesos electorales. En contraste con los presidentes de la era priista a los que parece admirar, López Obrador no tiene ni la menor intención de generar un marco de confianza para la inversión. Su retórica y su trato de adversarios (cuando no de enemigos) a todos aquellos que no comulgan con él ha resultado en estancamiento económico.

En la era de la ubicuidad de la información, los mensajes públicos y los privados son indistinguibles porque todos se suman en el proceso político y arrojan un resultado binario: generan confianza o no la hay. La estrategia de confrontación, diseñada expresamente para dividir, agudiza el encono social, cierra los espacios de potencial diálogo y tiene el efecto de generar incertidumbre. En lugar de crearse un entorno de paz y de tranquilidad, crucial para atraer inversión y ahorro, éste se torna imposible.

Fue el propio Mao quien afirmó, en una entrevista con Edgar Snow, que para gobernar se requiere «Un ejército popular, alimento suficiente y confianza del pueblo en sus gobernantes.” “Si sólo tuviera una de las tres cosas, ¿cuál preferiría?», preguntó Snow. «Puedo prescindir del ejército. La gente puede apretarse los cinturones por un tiempo. Pero sin su confianza no es posible gobernar.”

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 REFORMA
  22 Ago. 2021 

El árbitro

 Luis Rubio
En memoria de mi querido Chacho

La función de un árbitro en materia constitucional es la de resolver las diferencias entre los otros poderes públicos. En los últimos años, con un poder legislativo en control del poder ejecutivo, la única garantía de estabilidad política e institucional radica en la Suprema Corte de Justicia; pero ¿qué pasa cuando el árbitro renuncia a su responsabilidad constitucional y su presidente se subordina públicamente ante el presidente?

La reforma a la Corte de 1994 fue concebida justo para un momento como el actual. El objetivo era conferirle certeza al proceso de cambio político que comenzaba a cobrar forma con la modernización de la estructura del poder judicial. Muy en el estilo de la época, se dieron dos pasos hacia adelante y uno hacia atrás: por ejemplo, no hay ninguna Corte en el mundo democrático que requiera más de una mayoría simple para sus decisiones; en México se requieren ocho de los once votos. De la misma manera, se le confirió un enorme poder de control de los procesos internos al presidente de la Corte. Estos pecados de origen ponen de manifiesto, una vez más, la falta de visión de nuestros presidentes y su perenne compromiso con el statu quo, en aquel caso uno no muy democrático o encomiable.

Las anomalías con que nació la Corte son las que han creado el galimatías en que estamos en este momento porque le permitió al presidente López Obrador tomar control de la institución al forzar la salida de un ministro, nombrar a dos que le correspondían y subordinar al presidente de la Corte. En un santiamén, el presidente acabó en control del árbitro quien, a través de su presidente, congela todos los asuntos vitales que minan y amenazan los derechos y garantías más elementales de la ciudadanía. Cuando el árbitro deja de serlo, el país entra en un terreno por demás pantanoso.

La lista de asuntos pendientes en la Corte crece minuto a minuto; algunos de esos pendientes hablan de lo más elemental para la vida de una nación, como son la libertad de las personas, los derechos de propiedad y la permanencia de las reformas que se fueron adoptando en las décadas pasadas. Estos asuntos competen y afectan a toda la ciudadanía porque se refieren a la esencia de las relaciones entre la sociedad y el gobierno, entre el gobierno federal y los estados y, sobre todo, a los mecanismos de contrapeso que toda sociedad democrática y civilizada requiere para funcionar. Una sociedad que carece de esos mecanismos o cuando esos mecanismos se ponen en entredicho y no existen instancias capaces de protegerlos, deja de poder concebirse en términos de civilización y democracia. México no ha cruzado ese umbral, pero la subordinación de la Corte, especialmente de su presidente, al poder ejecutivo federal, nos pone en esa tesitura.

El ex ministro de la Corte, José Ramón Cossío, argumenta que “la función central de la justicia constitucional es -precisamente- retener esos intentos de apoderarse de ella. La justicia constitucional requiere de jueces que sostengan una plaza que es la Constitución.” Cuando esos jueces permiten la subordinación de la última instancia constitucional al ejecutivo, no sólo convierten a la justicia en una mera burla, sino que atentan contra la estabilidad del país.

El resultado electoral del pasado 6 de junio reduce parcialmente la gravedad del brete en que la Corte ha colocado a la ciudadanía. La pérdida de la mayoría calificada por parte de Morena y aliados cambia, al menos parcialmente, el panorama político, pero no resuelve el daño en que ya se ha incurrido y que son los asuntos que el ministro presidente de la Corte guarda celosamente y bajo llave en su cajón, como la prisión preventiva y la extinción de dominio, por citar dos especialmente abominables y ominosos.

La pregunta es qué sigue. Una posibilidad, la preferida de los políticos mexicanos, ahora acelerada por la decisión del presidente de “quitarle la corcholata” al proceso de sucesión y destapar a potenciales candidatos de Morena, es la de “nadar de muertito” por los siguientes tres años. Dada la presión a la que están sometidos los integrantes de la Suprema Corte de Justicia, ésta podría parecer una opción atractiva en su calidad de individuos, especialmente su presidente, pero implicaría una absoluta irresponsabilidad en términos de su compromiso constitucional.

Otra posibilidad sería la que proponen Jemabar Denis y Roucate Yves en su famoso libro Elogio de la traición. Es tiempo de que el presidente de la Corte reconozca el momento histórico y rompa cualquier compromiso en que haya incurrido: “no traicionar es perecer: es desconocer el tiempo, los espasmos de la sociedad, las mutaciones de la historia. La traición, expresión superior del pragmatismo, se aloja en el centro mismo de nuestros modernos mecanismos republicanos… La traición es la expresión política –es el marco de las normas que se da la democracia- de la flexibilidad, la adaptabilidad, el anti-dogmatismo; su objetivo es mantener los cimientos de la sociedad, en tanto el de la cobardía criminal es disgregarlos.”

Lo mínimo que merece el país es que se asuma la máxima de José María Morelos: “Que todo el que se queje con justicia tenga un tribunal que lo escuche, lo ampare y lo defienda contra el arbitrario.”

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 15 Ago. 2021