Reformando lo fiscal

Luis Rubio

Todo mundo reconoce la necesidad de una reforma fiscal, pero nadie se pone de acuerdo en sus caracterí

sticas. Unos quieren que se aumente el gasto, en tanto que otros quieren que éste se “federalice” (es decir, que se transfiera directamente a los estados); muchos organismos sociales demandan la transparencia en el gasto y la rendició

n de cuentas por parte de quienes lo ejercen, en tanto que otros quieren menor burocracia y mayor desregulación. El hecho es que todo mundo tiene una postura sobre el gasto público, pero nadie quiere pagar má

s impuestos. En esto los mexicanos no nos diferenciamos del resto de la humanidad: todos queremos que no nos cuesten los servicios que demandamos. Pero ahora que el tema se encuentra en su última fase de discusión en el Congreso llegó

la hora de la verdad.

La reforma fiscal que ha propuesto el gobierno federal fue mal planteada desde el mero principio. No habían pasado más de unas cuantas semanas después del triunfo electoral del dos de julio, cuando el equipo de transició

n del hoy presidente Vicente Fox ya había comenzado a hablar del IVA en alimentos y medicinas. Desde ese momento, meses antes de que la iniciativa fuera siquiera contemplada, el tema ya se estaba discutiendo en términos del IV

A y no del gasto, de la evasión fiscal o de la rendición de cuentas como idealmente debió haber sucedido. En otras palabras, los enemigos de la reforma ganaron el primer round

y los han seguido ganando desde entonces. Pero, al igual que en el box, lo que cuenta no es el número de caídas, sino quién acaba ganando la pelea.

Las razones de la reforma no son difíciles de precisar, pues el tema lleva más de tres décadas debatiéndose en los medios gubernamentales y académicos. En su esencia, hay dos razones elem

entales que impulsan el tema. Una es que el gobierno tiene una excesiva dependencia fiscal respecto a los recursos petroleros. Cuando el ingreso por esta materia sube nadie se queja, pero cuando baja resulta ser una catá

strofe para todos los programas con los que el gobierno está comprometido, comenzando por los sueldos de maestros y mé

dicos, seguidos del gasto social. Nadie en su sano juicio puede poner en entredicho la necesidad de que el ingreso fiscal gubernamental goce de una mínima estabilidad.

La otra razón que explica la necesidad de una reforma fiscal es el sinnúmero de rezagos que caracterizan al país en materia de infraestructura física y social, así como en seguridad pública y educación. Frente al tamañ

o del reto en estos frentes, los fondos fiscales resultan a todas luces insuficientes. Por supuesto que los problemas en estos rubros no se reducen a un tema puramente financiero, pues sobra evidencia que apunta más a la corrupció

n y la impunidad, además de la falta de visión, como las causas de la crítica situación por la que atraviesan. Pero una dosis de sensatez llevarí

a a cualquiera a concluir que, efectivamente, sin una reforma fiscal es imposible resolver los problemas que aquejan al país en estas materias.

Pero los mexicanos, igual que los chinos y los franceses, no están dispuestos a pagar más impuestos por el sólo hecho de que el gobierno lo requiera. Las razones y carencias son muy grandes, pero ningú

n argumento es suficiente para persuadir a la población de la necesidad de pagar más impuestos. En esto reside el primer gran error de la estrategia gubernamental. En lugar de presentarla como un tema de impuestos, la reforma fiscal debió

ser planteada como un tema de equidad y de ciudadanía. Es decir, como una lucha frontal contra la evasión de impuestos y como la renovación de un contrato social entre el gobierno y los ciudadanos respecto al uso de los recursos pú

blicos. En otras palabras, el gobierno debió haber planteado la reforma fiscal exactamente al revés.

El resultado de ese error está a la vista: el gobierno se encuentra ahora a la defensiva, abogando por un impuesto que nunca ha sido muy popular, en lugar de encontrarse al ataque, colocando a los evasores en la mira y ganándose a la població

n con la idea de un contrato social virtual en torno a los derechos ciudadanos, la transparencia en el gasto y el fin de la impunidad. El escenario no podría ser más absurdo: el gobierno ha pasado a ser “el malo” de la pelí

cula, en tanto que “los buenos” han acabado siendo los grupos privilegiados que no pagan impuestos, pero que se benefician de los bienes pú

blicos que el resto de mexicanos hacen posibles con el pago de toda clase de impuestos. Todos aquellos que evaden el pago de sus impuestos y todos aquellos que gozan del privilegio de no tener que pagarlos, han acabado apareciendo como las ví

ctimas de un injusto embate en su contra, en vez de ser denunciados como los depredadores que de hecho son. De esta manera, los transportistas y agricultores, autores y constructores gozan de exenciones o bases especiales de tributació

n que implican, en la práctica, un pago mínimo de impuestos.

La iniciativa fiscal tiene que plantearse en términos de equidad y de ciudadanía, para luego abocarse a explicar la racionalidad de la estructura impositiva que propone. Sólo así se logrará que la població

n la entienda y que los miembros del Congreso obtengan la cobertura política que requieren frente a sus electores. Una manera de articular este planteamiento podría ser la siguiente.

En primer lugar, la recaudación fiscal se caracteriza en la actualidad por una extraordinaria inequidad. Muchos mexicanos pagan impuestos (con frecuencia muy elevados) de manera regular y sin discusión, en tanto que otros se hacen “pato”

de manera sistemática. Lo que es más, muchos causa

ntes ni siquiera ven el dinero, pues al recibir su sueldo se encuentran con que el impuesto ya les fue retenido. Este no es el caso de numerosos individuos y empresas que evaden cotidianamente el pago de sus impuestos, sin que sus acciones (má

s bien omisiones) sean castigadas. Otros más no pagan impuestos, o pagan una cantidad meramente simbólica, porque se encuentran realizando actividades que gozan del privilegio de pagar un monto fijo, sin relació

n al nivel de sus ingresos, a pesar de que se trata, en su mayoría, de sectores económicos extraordinariamente pró

speros. Si queremos construir una democracia tenemos que comenzar por establecer reglas de equidad que obliguen a todo mundo a pagar impuestos iguales respecto a ingresos iguales. La propuesta de refo

rma fiscal que el gobierno ha presentado se propone lograr esta equidad al eliminar todos los privilegios de que gozan diversos sectores, al tiempo en que compromete al gobierno a iniciar una lucha sin cuartel contra los evasores.

En segundo lugar, el gasto del gobierno se ha caracterizado por el dispendio, la corrupción y la impunidad en su ejercicio. La única manera de modificar esta realidad es transformando la relación entre el gobierno y la ciudadaní

a. Hasta el momento, el ciudadano ha tenido muchas obligaciones pero ha gozado de muy pocos derechos. La propuesta fiscal del gobierno persigue alterar esta ecuación y resarcirle al ciudadano esos derechos, comenzando por el má

s elemental, el de poder exigirle cuentas al gobierno a través de la transparenc

ia en el ejercicio del gasto. La propuesta fiscal establece mecanismos concretos para que los ciudadanos puedan supervisar ese gasto y tengan la certeza de que el gobierno va a cumplir su compromiso de acabar con la impunidad y la corrupción.

En tercer lugar, la propuesta fiscal del gobierno reitera las tres prioridades que la ciudadanía ratificó con su voto y que tienen que ser privilegiadas en la composición del presupuesto de egresos del año entrante: la educació

n, la seguridad pública y el crecimiento económico.

En cuarto lugar, la propuesta de reforma fiscal presenta una estructura de recaudación de impuestos orientada a hacer posible el cumplimiento de esas prioridades de gasto de una manera que distorsione lo menos posible la actividad económica y

contribuya al crecimiento, a combatir la evasión fiscal y a asegurar la equidad en el pago de los impuestos. La iniciativa de reforma fiscal parte del principio elemental de que, en materia econó

mica, no hay peor injusticia que la inequidad. La inequidad s

e manifiesta en la existencia de impuestos distintos para personas con ingresos similares, en las diferentes tasas del IVA, en los privilegios y subsidios de que gozan algunas actividades y en la evasión de impuestos.

En quinto lugar, por lo que toca al IVA, la reforma fiscal propone igualar el impuesto para todos los productos y servicios que se compran y venden en la economía. El objetivo de la reforma no es empobrecer a los mexicanos que ya de por sí

tienen ingresos bajos, sino hacer posible un crecimiento económico sano que asegure oportunidades para todos. Aunque parezca contradictorio, el IVA es uno de los impuestos má

s equitativos y eficientes que existen porque obliga a que todos los consumidores, entre los que se incluyen los evasores de otra clase de impuestos, lo paguen. Pero el IVA es un impuesto que só

lo funciona si se le aplica por igual a todos los bienes y servicios. Al eliminarse las exenciones y la “tasa cero”, también se eliminan las oportunidades de evasión y se asegura que todos los mexi

canos paguen sus impuestos, haciendo posible el crecimiento económico. En la actualidad hay tantas excepciones al pago del IVA que se vuelve casi imposible de fiscalizar, además de que el beneficio lo capturan quienes má

s tienen. Un IVA general, con la misma tasa para todos, hace mucho más difícil la evasión y la economía informal, lo que beneficia ante todo a los ciudadanos cumplidos.

En sexto lugar, la propuesta de reforma fiscal reconoce que la igualación de la tasa del IVA va a dañar la economía de las familias más pobres del país. Por ello, se ha diseñado un mecanismo de compensació

n para que todas esas familias reciban en efectivo una cantidad igual o mayor a la que tendrían que pagar en la compra de alimentos y medicinas de aplicarse un IVA homogéneo

, como se propone en la iniciativa de reforma. Esto es en reconocimiento de que la equidad es un principio elemental de cualquier programa de reforma fiscal.

Finalmente, contar con finanzas públicas sanas es una condición para la estabilidad y el crecimiento económico y, por tanto, para elevar los niveles de vida de la población. Es también una condición necesaria para el é

xito de nuestra incipiente democracia.

Hasta aquí el planteamiento que pudiera hacer el gobierno al Congreso y a la ciudadanía. Un enfoque como éste podría salvar la reforma antes de que la próxima caída constituya un knock out definitivo.

 

Casinos para quien

Luis Rubio

Pocos temas causan tanta confusió

n y ruido como el de los casinos. Igualmente falsos son los temores exagerados de sus detractores como las promesas irredentas de desarrollo que postulan sus proponentes. En los casinos se c

onfrontan dos mundos incompatibles: el de los moralistas y mojigatos que ven amenazada su visión del mundo, con el de los monopolistas usureros que suponen (o prometen, casi siempre en forma gratuita) que sus pingü

es ganancias son extendibles a las comunidades en que se establecen. Ambos extremos en el debate argumentan con vehemencia sus posturas, generando más barullo que información comprensible y ú

til para la sociedad y las autoridades responsables del tema. Como tema económico que es, el de los casinos tiene que evaluarse desde una perspectiva económica: ¿en qué medida contribuyen al desarrollo econó

mico del lugar en que se establecen? Es desde este punto de vista que tiene que determinarse su conveniencia.

Los males asociados a los casinos son bien conocidos. Desde tiempos remotos, los casinos han sido un vehí

culo excepcionalmente propicio al desarrollo de mafias, narcotraficantes, evasores de impuestos y otros oficios ilegales que requieren de mecanismos diversos para legalizar sus ingresos o, como se dice hoy en dí

a, para lavar su dinero. Y, en realidad, es difícil imaginar un mecanismo más simple para legitimar dineros mal habidos: una persona llega con carretonadas de dinero en efectivo, compra fichas para jugar en el casino y, luego de ganar o per

der algo de su dinero, vuelve a la caja del establecimiento para entregar las fichas y obtener un cheque. El dinero que comenzó siendo ilegal ha sido í

ntegramente lavado: el delincuente puede ahora ir a un banco y depositar el cheque, argumentando que se trata de ganancias de un buen día, lleno de suerte, en el casino más cercano.

Aunque claramente se trata de una caricatura, la escena no es del todo irreal. No por casualidad los casinos han sido uno de los blancos favoritos de las autoridades monetarias y judiciales en todos los países en que existen. Pero muchos paí

ses han logrado limpiar esos negocios e introducir reglas que impiden el lavado del dinero, lo que reduce sensiblemente la probabilidad de que éstos caigan en manos de esas mafias y sus interes

es colaterales. Una buena estructura regulatoria y una supervisión adecuada a través de la presencia inteligente y eficiente de las autoridades, así como una política de concesión de licencias que se guí

e por los criterios adecuados y cuide que las empresas concesionarias sean expertas en la operación limpia y legal de los casinos, garantizarí

a la honorabilidad de estos establecimientos. En este sentido, por lo menos en un plano conceptual, no existiría argumento alguno para impedir la operación de casinos en el paí

s. Sin embargo, dada nuestra historia de concesiones, regulaciones y efectividad en la supervisión gubernamental, las preguntas que los mexicanos nos tenemos que hacer son muy evidentes: ¿habrá la regulación idónea?, ¿la supervisió

n será eficaz? y ¿las concesiones se otorgarán por mérito?

Una segunda línea de crítica a los casinos tiene su origen en la percepción de que el juego que se practica en esos lugares corrompe y que, por esa razón, deben ser vedados en el territorio nacional. Esta fuente de preocupació

n no es nueva y los casinos no son su único blanco. Lo misma preocupación existe en torno a diversos programas televisivos, películas pornográficas, múltiples publicaciones y otras manifestaciones que atentan contra el statu quo

. A diferencia de la problemática de las mafias y el lavado de dinero, en el tema de la moralidad se enfrentan dos formas muy especí

ficas de concebir al mundo: por un lado, la de quienes creen que debe existir una moral y que todo mundo debe aceptarla y seguir sus linea

mientos, y la de quienes creen que tienen derecho a actuar y manifestarse de acuerdo a sus propios valores y principios. Se trata de diferencias filosóficas fundamentales que, simplemente, no se van a resolver. Pero el punto medular en esta discusió

n se refiere a un tema un tanto distinto: a si el gobierno debe estar facultado para velar por la integridad moral de la sociedad.

La moral y el crimen organizado tienen dinámicas propias que son parte natural de cualquier debate en torno al establecimiento de casinos y toda la parafernalia con que vienen asociados. Pero el debate sobre este tipo de actividad deberí

a centrarse en donde es más vulnerable: en el plano económico. Los argumentos en favor del establecimiento de casinos siempre ignoran los temas morales y criminales para concentrarse en los beneficios econó

micos. Sostienen que los casinos son imanes naturales del turismo y que generan una gran derrama económica, razón por la cual de autorizarse, se convertirían en una fuente inagotable de ingresos para el paí

s y para las localidades en que operan. La lógica parece impecable.

Pero la experiencia en otros países no ha sido tan exitosa. Si bien es cierto que algunos casinos funcionan de maravilla, emplean a un número importante de gente y atraen turismo,

la mayor parte de los experimentos en esta materia es bastante menos buena. El ejemplo que con má

s frecuencia se utiliza para abogar en favor de los casinos es el de Las Vegas en Estados Unidos. Sin embargo, diversos estudios muestran que Las Vegas es la excepción y no la regla. Se trata de una excepció

n por tres razones: primero, porque esa ciudad se creó ex profeso para el desarrollo de los casinos y, por lo tanto, no llegaron a sustituir u opacar a ninguna otra actividad económica; segundo, porque los c

asinos de esa localidad se encuentran tan lejos de cualquier otra cosa, que los turistas gastan todo su dinero en el lugar, generando una gran derrama económica. Esta situación difícilmente se repetirí

a en caso de que los casinos se instalaran en ciudades previamente existentes. Finalmente, Las Vegas es un ejemplo falaz porque su éxito residió en el monopolio que por décadas detentó en el vecino país. Es cierto que la competencia ha da

ñado poco a Las Vegas, pero no ha levantado al resto de los casinos que, tratando de copiar el ejemplo, se han creado a diestra y siniestra en Estados Unidos.

La experiencia, sobre todo estadounidense, ha sido mala, esencialmente por dos razones. En primer lugar, porque el supuesto milagro económico que se asocia con los casi

nos no se ha materializado. Los empleos adicionales que se han creado bajo su amparo han sido muy pocos y típicamente de bajo nivel salarial. Ademá

s, por lo general, han substituido a otras fuentes de empleo que han desaparecido como consecuencia del establecimiento de estos negocios. Es decir, el beneficio neto ha sido relativamente pequeño. Quizá má

s importante, el costo de oportunidad de esos empleos acabó siendo prohibitivo en un sinnúmero de casos: es decir, la existencia de los casinos impidió que se

desarrollaran otro tipo de inversiones por ser incompatibles con dicha actividad, lo que disminuyó el beneficio para las comunidades respectivas. Por su parte, los estados norteamericanos que han autorizado la instalació

n de casinos se han encontrado con que no constituyen una solución mágica. Aunque en algunos casos los casinos han generado beneficios importantes, la inversió

n requerida por parte de la autoridad ha sido tan grande que ha neutralizado el ingreso fiscal. Por encima de lo anterior, muchos de esos estados acabaron ofreciendo incentivos fiscales a las empresas operadoras de casinos, lo que hizo que é

stos proliferaran, reduciendo su rentabilidad y los beneficios con que supuestamente venían asociados.

Pero la experiencia norteamericana también ha sido mala por una segunda razón: las “externalidades negativas”

, como dicen los economistas, o las consecuencias no deseadas del establecimiento de los casinos han sido significativas. Algunos costos se elevaron de manera extraordinaria: desde los asociados al entrenamiento y el sueldo de más policí

as y de toda la estructura judicial y de supervisión, hasta los de mantenimiento de la infraestructura urbana, la limpieza, etcétera. Algunos estudios también incorporan el costo que para la sociedad implica el vicio, la desintegració

n familiar y demás que con frecuencia surge del juego. Un estudio al respecto concluye con una frase lapidaria: “una vez que se toman en cuenta todos los costos adicionales, es difícil saber quién se beneficia excepto los dueños de

los casinos”.

Los costos indirectos – tanto sociales como políticos- de la operación de casinos son muy difí

ciles de determinar. Cada sociedad tiene distintas perspectivas al respecto: en algunos lugares la existencia de casinos se ha asociado de manera ca

usal con el crecimiento de la criminalidad, esta vez relacionada con jugadores compulsivos que incurren en deudas enormes que no pueden sufragar. En algunos países europeos se ha establecido una correlació

n entre el juego y la baja productividad, y en todos ha crecido el gasto fiscal para supervisar la operación de los casinos y patrullar las calles aledañas y actividades colaterales.

Aunque es obvio que los costos sociales se elevan con la instalación de casinos, también lo es que una administración juiciosa tanto de la autorización de casinos, como de su operación podrí

a redundar en beneficios, ciertamente marginales, para el país. Pero lo anterior sólo sería válido en la medida en que existiera la estructura regulatoria idónea y eficacia en la supervisió

n. Dada nuestra experiencia en estos menesteres, la probabilidad de que esta condición se cumpla es irrisoria. Además, lo que la experiencia internacional muestra es que, aun si se descuentan todos los efectos negativos de la instalació

n de casinos, este tipo de negocios no constituye un instrumento para el desarrollo económico. En este sentido, es imperativo entender a los casinos como negocios para sus dueñ

os y no como panaceas para el desarrollo. La pregunta es si estamos dispuestos a cargar con los costos sociales que esos negocios generan.

 

Democracia nueva, vieja realidad

Luis Rubio

El optimismo respecto a la democracia mexicana es ubicuo. Lo que no es seguro es que se estén construyendo los andamios que la hagan funcionar, perdurar y alcanzar su cometido. Los problemas de la política y de la economí

a mexicanas son enormes y muy poco esfuerzo se está dedicando a resolverlos, circunstancia que bien podría acabar poniendo en aprietos a la nueva democracia. Lo mínimo necesario serí

a comenzar a reconocer que hay problemas, seguido de lo cual habría que construir consensos sobre las posibles vías de solución.

La problemática mexicana actual, en lo político y económico, recuerda mucho el debate que caracterizó a la política econó

mica japonesa al final de los ochenta. En aquella época, la economía de la nación asiática era pujante, las exportaciones enormes y el optimismo generalizado. Sin embargo, muchos analistas y académicos – en Japó

n y en el resto del mundo- expresaban diversas preocupaciones sobre el futuro económico de aquel país. En el curso del tiempo acabaron por definirse dos escuelas de pensamiento con visiones distintas sobre la realidad del Japó

n de entonces: la primera, que algunos llamaban la del “Miti”, por su asociación con las ideas y estrategias de desarrollo del ministerio de industria, argumentaba que Japón había encontrado el secreto del éxito económico permanente

– mismo que incluía, entre otras cosas, los círculos de calidad y la entrega de partes y componentes “justo a tiempo” para su incorporación al proceso de producción- y, por tanto, que el resto del mundo debí

a emularlo. La tentación era grande, como lo mostraba la prolífica literatura al respecto en Estados Unidos e incluso en el debate académico mexicano.

La otra escuela de pensamiento, la de los proteccionistas, argumentaba que Japón había encontrado el secreto del éxito, pero que lo habí

a hecho por medio de subterfugios ilegales, violando las reglas del comercio internacional. Esto es, sostenían que el éxito de Japón se debía a los diversos mecanismos utilizados para pr

oteger a su mercado de la competencia del exterior. Esta escuela tuvo eco principalmente en naciones como Estados Unidos y Francia, donde se proponí

a erigir barreras frente a los productos japoneses e impedir la entrada de sus exportaciones. El debate sobre Japón en aquella época recuerda mucho los actuales excesos retó

ricos del sector empresarial mexicano frente a los productos chinos, el tipo de cambio y la política económica en general.

Lo que resulta evidente a una década de distancia es que a ese debate le faltaba una tercera postura, la del realismo. Ninguna de las dos escuelas del “

optimismo japonés” anticipó el desastre que se encontraba en puerta. Justo cuando los japoneses parecían estar apunto de invadir el mundo, su realidad comenzó a ganarles. El Japón de entonces enfrentaba un sistema econó

mico profundamente desequilibrado, saturado de contrastes. Una economía en la que igual existía un sector hiperexitoso y competitivo, siempre a la vanguardia en materia tecnológica, y una sociedad rezagada, una economía “popular”

incapaz de competir y un conjunto de ventajas competitivas que se vinieron abajo en el curso de los noventa cuando la economía de la información y la innovación comenzaron a transformar, una vez más, la economía mundial. Esa otra

escuela de pensamiento, la que no tuvo un espacio en el debate japonés del momento ni era parte del consenso legítimo, hubiera anticipado que Japón se encontraba al borde de una década de recesión, en la que el país se tení

a que dar a la compleja tarea de administrar sus debilidades estructurales.

Algo parecido podría estar ocurriendo en el México actual. Mientras que un justificado y legí

timo optimismo reina en todas partes, producto del resultado electoral del año anterior, el país enfrenta problemas estructurales fundamentales que tienen que ser atendidos antes de que la realidad comience a rebasarlo. Los problemas del paí

s son tanto económicos como políticos. En ambos frentes existen grandes obstáculos que pueden ser derribados, pero es claro que eso no va a ocurrir por sí mismo.

Siguiendo la dinámica del debate japonés de antaño, se podrí

a decir que hay dos posturas en el debate sobre el futuro mexicano. Una, la optimista, nos dice que la economía se ha estado fortaleciendo, que el ahorro interno es mayor al que era hace unos cuantos años, que la planta exportadora es cada vez má

s competitiva y que, de sostenerse estas tendencias, los problemas fundamentales del país, como la pobreza y criminalidad, se van a ir resolviendo paulatinamente. Va más allá, sostiene que el cambio democrático ha traído consigo un “bono

” que se va a traducir en mayores inversiones y oportunidades para todos los mexicanos. En pocas palabras concluye que lo que hay que hacer es fortalecer lo existente y que el resultado va a ser positivo para todos. La otra postura, la de los crí

ticos, afirma que la economía del país ha beneficiado en mayor medida a los ricos, que la desigualdad ha crecido en forma acelerada, que las importaciones dañan a los empresarios menos pudientes, que los salarios han caído en té

rminos reales a lo largo de los últimos veinte años y que el desempleo oculto es enorme. Aunque reconocen que en el año 2000 se dio un cambio de régimen, rechazan su carácter democrático o sus evidentes diferencias con los gobiernos del

PRI. Para quienes defienden esta visión del México actual, lo que hay que hacer es abandonar el camino de la apertura de la economía, remover del gobierno y del poder legislativo a los partidos que han impulsado el modelo econó

mico (es decir, al PRI y al PAN) y marcar una diferencia cabal entre el nuevo y el viejo régimen.

Un análisis menos apasionado de la realidad mexicana se centraría menos en las enormes virtudes del cambio democrá

tico o en los severos contrastes que caracterizan al país y más en los problemas estructurales, políticos y económicos que van a determinar si el país logra tasas elevadas de crecimiento en las próximas dé

cadas o sigue empantanado en un proceso de cambio económico que no acaba de consolidarse y en un sistema político que no cuenta con los mecanismos de representación y participación para ser efectivamente democrá

tico. Estas dos cosas no son independientes entre sí.

Es imperativo no confundir el lugar en que nos encontramos. El cambio de régimen que resultó de las elecciones del año 2000 transformó a Mé

xico para siempre y le abrió oportunidades que hasta ese momento eran imposibles. El viejo sistema político había llegado a un límite en el cual inhibía todas las oportunidades e impedía que el país, y todo lo que se encuentra aden

tro, evolucionara de manera normal. Pero el hecho de que se haya transformado el sistema político no implica que los problemas del país hayan quedado resueltos. De hecho, éstos se hicieron mucho má

s complejos en tanto que el proceso de toma de decisiones involucra ahora no sólo a un individuo y su capacidad de negociación al interior del viejo sistema, sino a diversas instancias de gobierno que tienen responsabilidades, ademá

s de deseos e interés de participar de manera abierta, polémica y enfática. En el largo plazo, esta nueva realidad puede llegar a traducirse en un sistema de pesos y contrapesos efectivos y, por lo tanto, en un sistema cabalmente democrá

tico. Sin embargo, esa posibilidad sólo se consumará en la medida en que se institucionalicen procesos que ahora no lo están. Mientras tanto, la nueva situación política seguirá

generando un nivel extraordinario de complejidad y conflicto, una creciente propensión a la parálisis y, sobre todo, una enorme confusión que impedirá definir y llegar a consensos en torno a los objetivos clave de desarrollo del país.

Es imposible predecir si el país logrará resolver todos sus problemas de manera inercial como sugieren los optimistas, o si se rezagará todavía m

ás abriendo con ello la puerta a toda clase de conflictos, como suponen los críticos. Lo cierto es que nuestra realidad actual se caracteriza por un nú

mero tan grande de debilidades que las probabilidades de un escenario mixto son elevadas. Es decir, dada la debilidad institucional del país, por una parte, y la naturaleza conflictiva del proceso de transición política, por la otra, lo má

s probable es que no observemos resultados espectaculares en lo económico, pero tampoco veamos a la economía colapsarse. Si no se actúa en los temas señalados, lo más probable es que la economí

a crezca pero no lo suficiente para resolver los agudos problemas del país. La inauguración de la democracia abrió oportunidades, pero no borró de un plumazo la problemática que aqueja al país.

Por más que los mexicanos derramemos optimismo respecto al futuro, éste no será

muy distinto al pasado si no se llevan a cabo las reformas que son necesarias.

El meollo del asunto es que el país enfrenta problemas de fondo que no están siendo atendidos y que atenderlos resulta mucho más difícil en la actualidad porque el gobierno no cuenta con las facultades e instrumentos para actuar, como sí

los tenía en el pasado. En este sentido, una lección de los primeros meses del gobierno del presidente Fox tiene que ser que la democracia mexicana no va a prosperar si la economía no camina y viceversa: la economía no avanzará

en tanto la situación política no se resuelva. En este proceso van a ser cruciales dos factores. Por un lado, en lo inmediato, las decisiones de la Suprema Corte, quien tendrá que definir las facultades especí

ficas del ejecutivo en temas centrales del desarrollo económico como las relativas a la energía eléctrica y el gas seco. Por el otro, y no menos importante, es la relación que se desarrolle entre el poder ejecutivo y el poder legisl

ativo, toda vez que esa relación determinará el devenir del actual gobierno. Para este punto en particular sería necesario y urgente avanzar iniciativas visionarias que fortalezcan e institucionalicen la relació

n entre ambos poderes, a la vez que obligan a los legisladores a hacerse responsables ante sus votantes.

Nuestro riesgo es menos el que fracase la democracia que el que nunca llegue a consolidarse, con la consecuente desilusión y frustració

n social. Por eso es tan importante acelerar el paso en las reformas estructurales, tanto económicas como políticas, que el país ha evadido por tanto tiempo.

 

Aguantar Vara

La instrucción presidencial al Secretario de Agricultura respecto al explosivo tema del azúcar fue directa: debe “aguantar vara”. El problema es que lo que se requiere en un sector tan complejo y propenso a la violencia no es la pará

lisis que va implícita en la noción de aguantar vara, sino, simple y llanamente, el ejercicio de la autoridad. Su ausencia, a lo largo de los últimos añ

os, ha creado un entorno de crisis, conflicto e impunidad que no se va a resolver con dinero, más decretos o rescates de cualquier tipo, sino con los instrumentos con que ya cuenta la Secretarí

a del ramo. Es, como en tantos otros temas de nuestra vida pública, un problema de autoridad e impunidad.

La problemática azucarera tiene dos dimensiones: la industrial y la campesina. Todo mundo conoce el ángulo campesino porque es éste el que explota cada vez que la industria enfrenta problemas. La producción de cañ

a es muy peculiar porque involucra a toda la población de una localidad, generalmente caracterizada por el monocultivo, y porque la actividad representa la única fuente de ingresos de la regió

n entera. De esta manera, cuando hay problemas, toda la comunidad se ve afectada. Estamos hablando de un número extraordinariamente grande de personas y comunidades que dependen de esta industria para su supervivencia, lo que hace que la dimensió

n campesina de este sector de la economía sea siempre políticamente relevante (como se puede constatar en la actualidad). En virtud de la propensión al conflicto que la actividad entraña, prácticamente no hay gobierno alguno entre los pa

íses productores de azúcar que no haya creado mecanismos especiales para lidiar con esta industria.

La del azúcar es una industria muy regulada en todo el mundo y México no es la excepción. Desde los setenta existe el Decreto Cañero que establece lineamientos para producción y los precios que los ingenios tienen que pagar por la cañ

a; el Contrato Ley, por su parte, regula las relaciones laborales y un Decreto más determina lo relacionado con las exportaciones. Por si lo anterior no fuera suficiente, cada paí

s importador cuenta con una compleja estructura de cuotas orientada a regular los precios del dulce. Quizá a diferencia de otras latitudes, el problema en México radique en que las regulaciones y, más importante, su deficiente aplicació

n, inhiben el funcionamiento de la industria, deprimen los precios e impiden el crecimiento de la productividad. En su momento, los decretos se elaboraron para alinear los intereses de todas las partes, pero su errática aplicació

n ha llevado a que unos ganen y otros pierdan, creando situaciones de conflicto como la actual.

La segunda dimensión de este sector es la industrial. Desde su privatización, los ingenios han funcionado mal. Para comenzar, la privatización fue incompleta y malograda. La mayoría de los ingenios se “vendió”

a la mexicana, es decir, sin recursos constantes y sonantes que respaldaran la adquisición. Los compradores, en su mayoría, se endeudaron con los bancos de desarrollo para adquirir los

ingenios y de entonces a la fecha no se han visto en la necesidad de pagar esos créditos. Los ingenios se privatizaron sin modificar el entorno regulatorio (el Decreto Cañero y el Contrato Ley), lo que, de entrada, condenó

a los ingenios al fracaso. Aunque hubo diversos intentos por corregir esta situación, sobre todo a través de la expedición del Decreto relativo a las cuotas de exportación del azúcar, el hecho es que nadie lo ha hecho cumplir. Tambié

n a la mexicana, la autoridad emitió decretos pero no vio la necesidad de ejercer su autoridad. El resultado ha sido una flagrante impunidad.

La industria funciona con base en un esquema conceptualmente muy simple. Cada año el gobierno fija el precio del azúcar, del cual se deriva, por una fórmula establecida en el Decreto Cañero, el precio al que se pagará la cañ

a a los campesinos. El único precio que es fijo e inamovible es el de la caña. En este año, por ejemplo, el precio del azúcar se fijó en 221 pesos por bulto de 50 kilogramos, lo que automáticamente arrojó

un precio de 126 pesos por la caña. Típicamente, la industria produce el total del dulce que demanda el consumo nacional y, para mantener los precios internos, exporta sus excedentes. Pero, de nuevo, en este añ

o las exportaciones no se realizaron, lo que hizo que disminuyera el precio del azú

car a 160 pesos por bulto, sumiendo a la industria en el conflicto en que ahora se encuentra. A ese precio, los industriales del ramo no alcanzan a cubrir sus costos de operación, ni a pagar los 140 pesos (establecidos en la fó

rmula que es la esencia del Decreto Cañero) que deben a los cañeros. La pregunta es por qué se detuvieron las exportaciones.

A ninguno de los propietarios de los ingenios le conviene exportar el azúcar, pues los precios que consiguen en el e

xterior son inferiores a los internos. Sin embargo, tampoco les conviene colocar el exceso de su producto en el mercado nacional porque eso tiene el efecto de deprimir los precios. Hasta hace unos días era imposible saber qué

estaba ocurriendo en el sector porque no existían estadísticas desagregadas de exportación por ingenio. Pero eso súbitamente cambió, revelando una pieza clave del rompecabezas. Hace unos dí

as, tal vez por primera vez en la historia, la Cámara Nacional de las Industrias Azucarera y Alcoholera publicó las estadísticas relativas a las exportaciones pendientes del sector. Esas estadísticas muestran que mientras que la mayorí

a de los ingenios ha exportado una cifra más o menos cercana a su cuota, un grupo de ingenios, del Grupo Escorpión, dejó de exportar má

s de 180 mil toneladas, representando casi el 100% del rezago (Reforma, julio 16 p.8A). Es decir, un grupo fue el vival que trató de beneficiarse de un mayor precio interno a costa de la estabilidad de un sector políticamente tan volátil.

El Decreto en la materia establece que la exportación es obligatoria, y su incumplimiento está sancionado con penas muy severas. El problema es que nadie se ha tomado la molestia de aplicarlas.

Puesto en otros términos, el problema de la industria del azúcar lo han originado los propios azucareros, pero el gobierno no ha cumplido con su funció

n de autoridad. Lo que tenemos es un caso tras otro de impunidad que nadie detiene pero que a todos cuesta. No es casualidad que los cañeros estén bloqueando edificios, demandando el pago de la cañ

a y, en general, elevando el nivel de conflicto en la sociedad. Lo paradójico es que, a diferencia de otros sectores de la economía -incluyendo al resto de la actividad agrícola-, en éste no hay que inventar el hilo negro p

ara resolver la problemática que lo aqueja.

En la actualidad, los cañeros se encuentran atrapados entre dos fuerzas: un gobierno reticente a la acción y un grupo de industriales del azúcar que no ha acatado los reglamentos existentes. La problemática azuc

arera es interna y requiere soluciones nacionales que le permitan salir del hoyo en que se encuentra. El mercado interno está desquiciado y su problemática tiene que ser resuelta sin reinventar todo lo existente. Las reglas están ahí

, pero nadie las hace cumplir.

Si uno sigue la estructura de la industria implí

cita en los decretos existentes (uno de ellos posterior a la privatización, orientado a corregir los problemas que existían antes), es evidente que existe un marco apropiado para el desarrollo del

sector, pero que no funciona porque la autoridad no lo hace cumplir. Los decretos establecen las reglas del juego entre los cañeros y los ingenios, así como la mecánica de reordenació

n de la industria y de las exportaciones. Ambos componentes son suficientes para resolver el problema en que ha caído la industria. Lo que se requiere es acción.

Por lo que toca a la parte industrial, la solución tiene que venir por la ví

a de la consolidación regional de los ingenios, a fin de elevar la productividad y competitividad y, con ello, los márgenes de operación. Confiadamente esto disminuiría los conflictos reincidentes que nos ha tocado observar. La consolidació

n de los ingenios y su modernización, sobre todo en el plano laboral, requerirá de una revisión del Contrato Ley, que sin duda acabarí

a redundando en mayores ingresos para los trabajadores de los ingenios transformados. Es decir, las ganancias que generaría la modernización de los ingenios más que compensaría las pérdidas de que vendría acompañada en el corto plazo.

Pero la modernización de la industria azucarera no va a ocurrir si no existe una autoridad dispuesta a hacer cumplir la normatividad existente. Esta verdad de Perogrullo es válida para cualquier área de actividad econó

mica, pero es absolutamente crí

tica en un sector tan politizado que afecta a poblaciones tan grandes. A la fecha, sin embargo, ha ocurrido lo contrario. Nadie hace cumplir el Decreto que regula las exportaciones ni penaliza a los infractores ni hace cumplir las Reglas de Referencia de

l Precio del Azúcar, que están diseñadas para racionalizar el mercado y premiar a quienes se ajustan a las cuotas de producción y exportación. Es decir, existen leyes y reglamentos, pero la impunidad es generalizada.

El beneficio de reorganizar la industria a fin de favorecer un precio más estable debería ser evidente para todos. Tanto los cañ

eros como los industriales reconocen que todos pierden en la medida en que alguno rompe con las reglas existentes. Sin embargo, eso no ha impedido que algún vival trate de beneficiarse a costa de todos los demás. La ú

nica manera de evitar una situación como esa en un sector en el que el precio de mercado está manipulado en todo el mundo, es a través de las regulaciones y de la existencia de una autoridad que las haga c

umplir. Pero ese es precisamente el problema en el país: la autoridad no ha tenido la disposición para actuar y cumplir con su responsabilidad.

Inevitablemente la resultante de todo esto son miles de familias de cañeros manifest

ándose en las calles y un entorno político saturado de retórica que no hace sino obscurecer los problemas en lugar de contribuir a resolverlos. Aunque parezca irónico, no es descabellado pensar que quienes han sido los má

s grandes infractores a la hora de cumplir con sus cuotas de exportación sean los mismos que hayan creado el mito de que el problema de la industria del azúcar se encuentra en las cuotas de importació

n impuestas por Estados Unidos. Lo que las cifras revelan es que el problema está dentro del país y sólo aquí se puede resolver: no con retórica o gasto, rescates o créditos, sino con un poco del bien más escaso en el paí

 

Tiene futuro la política mexicana

Los incentivos y estructuras institucionales del viejo sistema político no cuadran con la nueva realidad del país o con las expectativas de la población. La pregunta es si es posible transformar el sistema, abrir nuevos cauces de participación y favorecer el desarrollo de una verdadera ciudadanía, todo ello en el contexto de una economía fuerte y pujante. Corea y España lo lograron en las últimas dos décadas. Por qué no habríamos de lograrlo nosotros.

 

Las nuevas realidades, económicas y políticas, son muy claras. La economía del país se ha transformado, pero no todos los mexicanos se encuentran incorporados a la parte moderna de esa economía, circunstancia que les impide beneficiarse del boom exportador de los últimos años y del que sin duda vendrá nuevamente en el futuro mediato. Por su parte, la realidad política del país dista mucho de ser la que añoran los priístas o el paraíso democrático por el que juran quienes apoyaron la elección del hoy presidente Fox. La verdad es que el país se encuentra frente a una difícil tesitura, tanto en lo económico como en lo político, que tiene que superar si ha de alcanzar el objetivo de elevar el nivel de vida del mexicano promedio. Ni la política económica ni la democracia tienen sentido si no se reflejan en el nivel de vida de la población. Ese es, en esencia, el desafío que enfrenta el primer gobierno emanado de un partido distinto al PRI.

 

Hay dos maneras de operar en un sistema político. Una es obedeciendo lo que dice el jefe, por conveniencia o por coerción, y la otra es ciñéndose a un conjunto de leyes y reglamentos que establecen las normas de comportamiento de todos y cada uno de los actores políticos, funcionarios públicos y autoridades gubernamentales. El sistema priísta era, en este sentido, muy sencillo: toda la estructura reflejaba una pirámide, en que cada nivel, seguía las pautas establecidas por los de arriba. Los de arriba, en cada nivel establecían los criterios, objetivos y lineamientos a los que tenían que ceñirse los de abajo. Cada nivel operaba de esta forma. En la práctica, el responsable de la política nacional, normalmente el Secretario de Gobernación, definía las reglas del juego y convocaba a los gobernadores para que las instrumentaran en forma cabal. A su vez, los gobernadores empleaban cualquier recurso a su alcance para hacer valer las reglas que les imponía su jefe político y de esta manera se hacía cumplir el orden establecido y se alcanzaba la estabilidad. Se cerraba un círculo perfecto: nadie retaba la autoridad presidencial, lo que hacía que el control político se mantuviera incólume y que la estabilidad fuera una resultante natural de la interacción cotidiana.

 

Nuestra realidad política actual nada tiene que ver con aquella era que ahora parece fantasiosa. Aunque sin duda sigue habiendo un grupo de gobernadores que jamás dudaría en ceñirse a la autoridad presidencial, muchos otros ni siquiera le contestan el teléfono y, eventualmente, ninguno lo considerará materia de preocupación o atención. En esta nueva realidad, la vieja estructura de control simplemente no existe. La vieja lógica no puede explicar lo profundo del cambio que ha ocurrido en el país. Lo paradójico, sin embargo, es que ese cambio tiene que acelerarse y profundizarse para conformar una nueva manera de proceder en lo político, pues la de antes evidentemente ya no opera.

 

Lo que hoy vemos es el final de un sistema que ya no funciona. El gobierno federal no cuenta con un partido político fundamentado en lealtades inconfesables y frente al cual puede exigir y hacer valer un conjunto de reglas del juego no escritas como antaño. Al mismo tiempo, los gobernadores y alcaldes de las principales ciudades del país ya no necesariamente provienen del mismo partido que el presidente, por lo que ni siquiera existen relaciones informales que pudiesen hacerse valer para hacer funcionar el sistema político o para resolver crisis cuando éstas se presentan. Las viejas instituciones –desde los partidos hasta el poder legislativo, pasando por el ejecutivo y los tribunales- están totalmente desalineados. Nos urge encontrar una nueva manera de interactuar, una nueva lógica para la interacción política y, por lo tanto, para la preservación de la estabilidad.

 

En la actualidad, el poder legislativo no tiene el menor incentivo para colaborar con el ejecutivo o para responderle a la ciudadanía. Aunque en teoría responsable ante los votantes, la realidad es que ni unos ni los otros perciben mayor vinculación. Los diputados y senadores, aunque en lo general se apegan a los lineamientos que establecen sus líderes partidistas, realmente no le responden a nadie, excepto a su conciencia, si es que tienen una. La aparente libertad de que gozan los legisladores acaba siendo un motivo natural de extorsión por parte de intereses creados que se benefician de la ausencia de representación, así como de las ideologías de antaño que no tienen ni la menor relevancia en la realidad cotidiana, aun cuando éstas, como la creencia en los déficit fiscales como una fuente de crecimiento económico, pueden causar un enorme daño a la economía popular. Los miembros del congreso tienen que llegar a la conclusión de que su “chamba” depende de que tan bien logren representar a la población de su localidad y de su capacidad para hacer posible el éxito de la labor gubernamental. Es decir, es imperativo que existan incentivos para que los legisladores y el ejecutivo compartan el objetivo de la gobernabilidad como natural a su actividad. No cabe la menor duda que el primer gran cambio político que el país tiene que adoptar es el de la reelección a nivel legislativo, pues sin ello no existirá ni la menor urgencia por parte de nuestros supuestos representantes para rendir cuentas o para responder ante el electorado.

 

Pero la falta de alineamiento trasciende el problema de la reelección. Ahora que la vieja lógica del sistema ha dejado de funcionar, el país tiene que comenzar a adoptar un sistema de reglas que le permita a todos los actores saber a qué atenerse. Si bien en el pasado esas reglas eran implícitas (o “no escritas”), la nueva realidad ya no permite que ese esquema funcione. El gobierno federal no tiene instrumentos para funcionar bajo la vieja lógica. Su única opción es cambiar la lógica del funcionamiento gubernamental de una manera radical y definitiva. La pregunta es por dónde comenzar.

 

El nuevo paradigma de la política mexicana tiene que partir de tres nuevas realidades: a) el gobierno federal ya no puede hacer valer la lógica del control y la disciplina (por el contrario, tiene que hacer todo lo posible para erradicarla); b) los gobiernos locales y estatales sólo pueden funcionar y sobrevivir en la medida en que respondan a sus propias bases políticas, lo que por fuerza tiene que incluir un cambio radical en la estructura de recaudación fiscal en el país, privilegiando la recaudación a nivel estatal y local; y c) la única manera de interactuar en un entorno político multipartidista en el que ningún actor tiene capacidad de control absoluto y en el que cada actor va a tener que responder, incrementalmente, a sus propias bases electorales, es mediante la existencia de reglas generales de interacción que son aceptadas por todas y que se hacen cumplir, sin misericordia, por la autoridad a cada nivel. En este nuevo entorno, el papel del gobierno federal es, simple y llanamente, el de hacer cumplir la ley, con frecuencia mediante el recurso a la violencia institucional, es decir, el recurso a las policías para contener cualquier desviación: hacer cumplir la ley.

 

La tarea esencial que le queda al gobierno federal en esta nueva era es la de concertar el acuerdo político que haga posible la adopción de un conjunto de reglas del juego que sean aceptadas por todos. Es decir, si el futuro del país depende de la existencia de un conjunto de reglas que todo mundo acepta como válidas, la tarea del gobierno es la de elaborar esas reglas y consensarlas con todos los actores políticos. Eso sólo será posible mediante una acción sistemática que, primero, le confiera credibilidad a su actuar neutral y, segundo, le permita avanzar hacia la conformación de los cimientos que, eventualmente, permitan lograr un acuerdo político nacional. Por supuesto, un acuerdo nacional puede ser precedido de una sucesión de entendidos más limitados, pero lo fundamental reside en la gradual adopción de valores y procedimientos que, por la fuerza de la costumbre, se conviertan en prácticas aceptadas por todos.

 

En nuestra realidad actual, es más que evidente que el primer gran entendido tiene que alcanzarse entre el gobierno y el PRI. El PRI es el factótum del sistema político actual, toda vez que su representación en el Congreso le confiere una capacidad virtual de veto en prácticamente cualquier legislación. Si bien muchos analistas y políticos calculan que el PRI podría retroceder todavía más en la próxima elección federal, la realidad es que, en un momento tan cambiante, nadie tiene capacidad de anticipar el ánimo de los votantes a treinta

meses de distancia. El PRI o, más bien, los priístas, son un factor de poder tanto en algunos de los estados más conflictivos como en el poder legislativo. El primer cimiento de un acuerdo político nacional necesariamente tiene que pasar por el PRI. De hecho, tiene que partir de un reconocimiento cabal de la legitimidad del PRI como institución política.  Es ahí donde el nuevo gobierno tiene que sentar las bases de cooperación política en general y legislativa en lo particular.

 

El sistema político del futuro tendrá que ser muy distinto al del pasado. El futuro va a demandar de los políticos una atención cotidiana hacia sus representados, así como el desarrollo de la industria del cabildeo, o de lobbying, donde todos los ciudadanos, cada uno a su nivel, tendrá la posibilidad de hacer sentir sus preferencias y deseos. Los legisladores tendrán claridad de mira, toda vez que enfrentarán las demandas del ejecutivo, las presiones de sus propios votantes y las exigencias de sus patrocinadores. Por su parte, el ejecutivo se verá limitado por la capacidad de los legisladores para comprender la complejidad de su propia visión. Será un sistema mucho más complejo que el de antaño, pero inherentemente más estable. La pregunta importante es si habrá la sabiduría para articularlo y, sobre todo, la conciencia para no desarrollar un nuevo ente paralítico, sino un sistema dinámico que incentiva la participación de todos, en un entorno de gobernabilidad. Queríamos la democracia; ahora hagámosla funcionar.

www.cidac.org

Los bancos y el nacionalismo

Luis Rubio

Nuestro nacionalismo es bien peculiar: es declarativo y retró

grado en lugar de ser activo y progresista. Los bancos ofrecen una buena ventana para observar ese nacionalismo en acción. Por treinta años, a partir de 1970, sucesivos gobiernos se abocaron en forma sistemática a la destrucció

n del sistema financiero. Ahora que estamos experimentando las consecuencias de aquellas acciones, la nostalgia, y la tentación de envolvernos en la bandera nacional, parecen incontenibles. El contraste con Españ

a es notable: en lugar de expropiar los bancos, acabar con la función bancaria y minar el ahorro, ese país se dedicó, con toda conciencia, a fortalecer dos instituciones bancarias y convertirlas en líderes mundiales. La pregunta obvia es qu

é gobierno entendió mejor el nacionalismo, el español o el mexicano.

Comparar a dos países permite una mirada objetiva a los resultados de políticas públicas distintas en un mismo tema. Ambas naciones, España y México, tenían bancos razonablemente eficientes y exitosos en los sesenta, de un tamañ

o compatible con las dimensiones y características de sus sociedades y economías. Cuarenta años después, la realidad bancaria de ambas naciones no guarda paralelo alguno. Hoy en día, México enfrenta la

cruda realidad de un sistema bancario saliendo de la ruina, en buena medida gracias a enormes recursos provenientes del extranjero para capitalizarse. En ese mismo lapso, España pasó

por un periodo de competencia creciente, sobre todo con motivo de su ingreso a la Comunidad Europea, de mayor participación extranjera, quiebras y consolidaciones. Hoy en día sus dos bancos más grandes no sólo dominan el mercado españ

ol, sino que son verdaderos titanes internacionales. Mientras que los gobiernos mexicanos se empeñaron en destruir y debilitar a los bancos nacionales, el gobierno español se abocó

a hacer posible su desarrollo. Un concepto distinto de nacionalismo y un mundo de diferencia en los resultados.

La destrucción del sistema financiero en nuestro país fue sistemática, casi metódica. Comenzó en los setenta, cuando el gobierno de entonces decidió

orientar todos los recursos captados por el sistema bancario al financiamiento del gasto gubernamental. Empleando toda clase de subterfugios, desde los famosos cajones de crédito hasta el encaje legal

, el gobierno fue haciendo cada vez más irrelevantes a los bancos por lo que se refiere a su función de intermediación entre la sociedad y los empresarios. Luego de haberse desarrollado con éxito a lo largo de las déc

adas postrevolucionarias, los bancos mexicanos se habían convertido en una fuente confiable de crédito, seguridad financiera y en la palanca de desarrollo que toda sociedad requiere. Con la llegada al gobierno de Luis Echeverrí

a, las cosas comenzaron a cambiar. El gobierno modificó la orientación de la política económica, constituyendo al gasto público en la principal fuente de demanda de la economía. Para el efecto, instauró

una serie de mecanismos que acabaron por convertir a los bancos en meros brazos financieros del gobierno. Para el fin de los setenta, los bancos habían dejado de cumplir su función primordial.

La expropiación de los bancos, un acto político, tuvo consecuencias tanto políticas como económicas que todavía hoy causan estertores al país. Culpando a los bancos y a los banqueros de todos los males imaginables, el presidente Ló

pez Portillo tomó la decisión de expropiar a las empresas bancarias como un último intento de reivindicar una política económica desastrosa que había sumido al país en la peor crisis de la era post-revolucionaria. Con ello no consigui

ó evitar la crisis, ni siquiera mitigarla, pero sí aseguró que el país se estancara muchos años y que, como hemos podido atestiguar, todavía hoy no tengamos un sistema bancario eficiente, capaz de recrear la funció

n central de intermediación del ahorro. Peor, con su acción, el gobierno minó la confianza de la población en las autoridades, hizo retroceder la inversión productiva y generó un entorno de polarización a ultranza que hoy es un ras

go característico de la política mexicana.

En materia bancaria, la expropiación tuvo el efecto de acabar con los banqueros profesionales a la vez que eliminó a los reguladores y supervisores del sistema bancario que, en forma paralela a la evolución del sector, se habí

an desarrollado y profesionalizado. Para el fin de los ochenta, el país ya no contaba con las instituciones financieras dinámicas y fuertes que lo habían caracterizado en los sesenta, sino con otro cúmulo de entidades burocratizadas que no pod

ían satisfacer la función bancaria. La destrucción sistemática, metódica y casi preconcebida que llevaron a cabo las autoridades a partir de 1970 habí

a logrado su objetivo: acabar con banqueros fuertes y poderosos. Lo que esas mismas autoridades no alcanzaron a entender es que con el fin de los banqueros fuertes también se acababa con los bancos capaces de sustentar el desarrollo del paí

s, hacer posible la generación de riqueza y, por lo tanto, de empleos y oportunidades. Los banqueros, supuestos traidores a la patria, ya no estaban a cargo de los bancos y los mexicanos seguían tan golpeados como siempre. La « polí

tica bancaria» de los setenta, si es que así se le puede llamar a las acciones gubernamentales emprendidas en ese frente, tuvo un costo verdaderamente inconmensurable.

Desafortunadamente, la política de privatización de los bancos al inicio de los noventa hizo caso omiso de ese pasado y de las tendencias observadas en el resto del mundo. Se vendieron títulos nobiliarios y no empresas financieras;

se inflaron los costos y se cometió tropelía y media en el proceso. Al final el gobierno pudo decir que había vendido los bancos, pero no que había sentado las bases de un sistema financiero só

lido y con futuro. Las fallas del proceso de privatización no tardaron en hacerse evidentes en el rápido crecimiento de la cartera vencida, en los bajos índices de capitalización, en los créditos « relacionados»

(es decir, autopréstamos y créditos a los cuates) y en los fraudes que aparecieron aun antes de la crisis devaluatoria del fin de 1994. Para esas fechas la mayoría de los bancos ya había quebrado y el riesgo de que se perdiera el ahorro del p

úblico, aunque pequeño en ese momento, era real.

La devaluación acabó por quitarle el piso a los bancos y puso en entredicho la sobrevivencia del sistema. Las tasas de interés se elevaron tan estrepitosamente que los créditos resultaron prá

cticamente impagables. Los banqueros intentaron cobrar los créditos de todas las formas posibles, sabedores de que la suspensión de esos pagos implicaba la pérdida del ahorro del pú

blico (que, en todo caso, estaban asegurados por el Fobaproa). En su manera de actuar, sobre todo con la suspensión de los procedimientos judiciales, el gobierno favoreció el vertiginoso desarrollo de la cultura del no pago y con ello abrió

la caja de Pandora. Quienes podían pagar sus créditos con frecuencia optaron por no hacerlo; muchos de quienes no tenían con qué pagar, suscribieron onerosísimos contratos de reestructura que acabaron por llevarlos a la quiebr

a. La combinación explosiva de una privatización bancaria mal concebida y un rescate peor ejecutado acabó, una vez más, asestando un golpe mortal al sistema bancario nacional.

Mientras que la destrucción del sistema bancario en los setenta fue producto de un acto casi premeditado y de la sucesión de decisiones que llevaron deliberadamente a ese resultado, la de los noventa fue má

s producto de la soberbia y la incompetencia que de acciones conscientes e intencionadas. Pero el resultado fue el mismo: el país se quedó sin un sistema financiero funcional. La actitud hegemó

nica gubernamental, el terror a la competencia y la necedad por controlarlo todo acabaron por llevar al país, y a los bancos en particular, al lugar en el que hoy están. Todas y cada una de la

s decisiones que se tomaron respecto a los bancos desde el fin de 1970 se presentaron y justificaron como actos nacionalistas, producto del mejor interés nacional. Hoy podemos ver que ese nacionalismo, retró

grado y proteccionista, no hizo sino cerrarle puertas al desarrollo del país. A estas alturas, envolverse de nueva cuenta en esa misma bandera nacionalista en el tema de los bancos no puede ser motivo de orgullo.

Sea cual fuere el sentido de ese nacionalismo, las consecuencias de décadas de malas decisiones no nos las podemos quitar de encima. A raíz de la crisis bancaria, el país sufrió una brutal descapitalización y un enorme nú

mero de familias perdieron todo el patrimonio que invirtieron en los bancos. Muchas de ellas ya no tienen más para invertir o no están dispuestas a volver a hacerlo. Independientemente de los enormes cambios –

sobre todo fusiones y adquisiciones- que están ocurriendo en el sector bancario alrededor del mundo, hoy en día no hay muchos mexicanos que puedan adquirir nuevamente los bancos o que, después de la experiencia reciente, esté

n dispuestos a intentarlo. En este contexto de ausencia de capital, no es casual que los tiradores naturales para cualquier empresa que se pone en venta sean extranjeros. La aversión al riesgo se ha convertido en una característica de un sinnú

mero de personas que antes eran empresarios y que, ahora, prefieren ser rentistas.

El anuncio de la adquisición de Banamex por Citibank ha desatado un enorme revuelo. Se trata del único banco en el que los inversionistas no perdieron su dinero. La indignación que muestran diversas personas parece tener má

s que ver con el hecho de que los accionistas de Banamex hayan logrado ser exitosos que con las causas, esas sí, verdaderamente indignantes, del estado actual del sistema financiero nacional. Pero la realidad es que esta adquisició

n, y todas las que le precedieron, así como las que seguramente vendrán, no puede abstraerse de treinta años de decisiones erráticas y equivocadas. Una y otra vez, sucesivos gobiernos perdier

on la oportunidad de construir un sistema financiero fuerte y competitivo, tal y como ocurrió en España. Por eso, este ya no es tiempo de lamentar lo que no se hizo, sino de reconocer cuá

ntos otros sectores y actividades siguen siendo manejados sin visión y con criterios retrógrados y proteccionistas que, lejos de abrir oportunidades, las cierran sistemáticamente.

México podría ser un país extraordinariamente rico, pero con frecuencia parece que nos empeñamos en mantenerlo en el atraso. El debate en torno a la adquisición de Banamex, tan retrógrado y corto de visión como la polí

tica gubernamental hacia el sector bancario en estas décadas, es muestra fehaciente de ello.

 

el riesgo de balcanizacion

logos prejuiciados, mentirosos y en buena medida autocomplacientes en temas como los de la reforma fiscal y los indígenas, la verdadera revolución -y riesgo- que le está sobrecogiendo se encuentra en otro lugar: en la rápida descentralizaci

ón que éste experimenta. La discusión sobre la autonomía de las comunidades indígenas entraña oportunidades evidentes de desarrollo, pero también el enorme riesgo de que el paí

s se parta en pedazos. Lo mismo ocurre con lo que respecta al gasto público, el cual se transfiere en una cada vez mayor proporción a estados y municipios. En concepto, tanto el fortalecimiento fiscal de los estados como su creciente autonomía re

presentan posibilidades de transformación política y económica; pero el riesgo de balcanización, de fragmentación del poder, también está ahí.

El problema de fondo reside en una especie de revancha contra el centralismo histórico del sistema priísta. Del centralismo sofocante, estamos pasando a la descentralización total. En concepto, la noció

n de que los estados y municipios decidan dónde y cómo gastar los fondos públicos tiene todo el sentido del mundo. A final de cuentas son estas instancias de gobierno las más cercanas a la población y no hay razó

n para pensar que el gobierno federal tiene una mejor noción de cómo promover el desarrollo que las autoridades locales. Sin embargo, en el momento actual, no contamos con una estructura de rendición de cuentas

o de responsabilidades que garantice el buen uso de los recursos o que fortalezca la integración nacional. El riesgo de balcanización es real y no debería ignorarse por consideraciones viscerales de una historia saturada de injusticias y abusos.

Aunque el debate en torno al IVA y otros cambios propuestos por el ejecutivo ha dominado el debate público, la verdadera revolución fiscal no se encuentra en el lado del ingreso gubernamental (los impuestos), sino en el del gasto. Es ahí

donde el país experimenta una transformación con profundas consecuencias políticas. El cambio no es nuevo; de hecho, lleva años cobrando forma y se ha acelerado en los últimos tiempos.

Hasta hace unas tres décadas, una abrumadora proporción del gasto público era totalmente discrecional. El gobierno federal contaba con enormes « bolsas» de recursos que asignaba a sus proyectos prioritarios. En la mayorí

a de los casos, esos proyectos constituían verdaderas prioridades que podían ir desde la electrificación de una determinada región del país o la construcción de grandes proyectos de infraestructura de un solo jaló

n. Pero el manejo discrecional de los recursos tenía también su lado obscuro: el gobierno igual podía premiar a sus gobernadores favoritos o castigar a sus detractores, así como destruir cualquier viso de oposición.

El centralismo era real y se ejercía con mano firme y sin titubeos. Los gobernadores se dedicaban a cabildear con la burocracia federal y con frecuencia se veían sometidos a toda clase de abusos y humillaciones po

r parte de funcionarios de quinta del gobierno federal. No era raro encontrar a dos o tres gobernadores haciendo antesala en oficinas menores de las secretarías de estado dedicadas a la distribución de los dineros pú

blicos. Si uno quiere buscar las causas de la revancha que en los últimos años ha animado a los partidos políticos y a los gobernadores, no tiene más que recurrir a esa historia de abusos para encontrarlas.

Pero la historia de los últimos veinte o treinta años es igualmente importante. A lo largo de este periodo, el gobierno federal se profesionalizó y el gasto comenzó

a estructurarse en forma tan apretada que los rubros de gasto se convirtieron en verdaderas camisas de fuerza. Aunque sin duda siguió existiendo algún grado de discrecionalidad, uno de los verdaderos é

xitos de la tecnocracia fue el etiquetar todos los recursos fiscales y el hacerlos transparentes. Los responsables del gasto dejaron de ser « hadas madrinas» capaces de hacer milagros porque ya no tení

an bolsas interminables de recursos a su disposición. En la actualidad, cerca del 70% de todo el gasto federal programable tiene un destino previamente definido y se transfiere directamente a los estados sin que medie una negociació

n anual. Lo anterior ha permitido a los gobernadores saber con precisión los montos de recursos que recibirán año con año. La necesidad de mendigar cada quinto ha comenzado a desaparecer.

Al gobierno federal le tomó treinta años aprender a gastar los dineros públicos de una manera más o menos profesional. Los candados que hoy existen fueron cobrando forma a lo largo de añ

os de negociaciones y altercados dentro del propio gobierno, pero sobre todo de su interacción con los gobernadores y partidos, así como con los diversos grupos de interés en el país. Si bien los criterios de asignació

n del gasto por parte de la burocracia federal pueden (y deben) ser impugnados, la noción de que todo va a ser mejor si se debilita esa estructura o si se transfieren más recursos a los estados es sumamente peligrosa.

La etiquetación de fondos presupuestales a partir de los ochenta fue una respuesta a los abusos y corruptelas de los años anteriores. Aunque la corrupción no desapareció por el hecho de que el destino de los fondos se definieran con antelaci

ón, ésta se tornó mucho más evidente y mucho más difícil de ocultar. Los problemas saltaron a la vista, sobre todo en los estados, donde con frecuencia los mecanismos de rendición de cuentas eran incluso más dé

biles que los presentes en el ámbito del gobierno federal. Un ejemplo en materia de recaudación ilustra má

s que mil palabras: el IVA es un impuesto que originalmente se recaudaba a nivel estatal; sin embargo, a partir del inicio de los noventa, el impuesto se federalizó en su recaudación, dentro del marco de los acuerdos de coordinació

n fiscal que garantizaba que esos mismos recursos serían devueltos a los estados. El objetivo era mejorar la recaudación y, sobre todo, la capacidad de fiscalización. La sorpresa fue mayú

scula cuando al introducir el nuevo esquema los recursos recaudados en algunos estados aumentaron varios cientos de veces. Es decir, al federalizarse la recaudación se evidenció

que muchos gobernadores simplemente se robaban el dinero recaudado a través del IVA a nivel estatal. Este ejemplo sugiere al menos una vertiente de la problemática que podrí

a llegar a presentarse de seguir la tendencia que hoy se empieza a vislumbrar.

Si uno compara la estructura del gasto del gobierno mexicano con la de otros países, el centralismo fiscal de antaño ya no existe. Hoy en día, el gobierno mexicano no es más centralista que la mayoría de los países de Amé

rica Latina. Sin embargo, la nueva consigna parece ser la de transferir todos los recursos adicionales del gobierno federal hacia los estados y municipios. La pregunta es cuál será la consecuencia de seguir por ese camino.

Hay dos temas que es necesario contemplar. Por un lado, las consecuencias financieras de la transferencia de montos adicionales de recursos de la federación a los estados. Por el otro, las consecuencias políti

cas. Las consecuencias financieras son de dos tipos: el primero implica la posibilidad de retroceder décadas en materia de corrupción y asignación eficiente de recursos. La mayorí

a de los estados no tiene los medios para decidir el mejor uso de los recursos. Por supuesto, esa capacidad se puede desarrollar -en los estados y en el Congreso federal- y seguramente así ocurrirá

a lo largo del tiempo. Pero la otra consecuencia financiera no es menos importante e implica que todas las prioridades de desarrollo pasará

n a ser locales, en lugar de ser nacionales. Esto es, el hecho de transferir recursos a los estados puede cancelar la posibilidad de perseguir objetivos nacionales de desarrollo. Con un país caracterizado por brutales contrastes regionales en sus nivel

es de desarrollo, este camino no augura buenos resultados: los estados ricos se van a enriquecer y los pobres se van a rezagar todavía más. Ademá

s, es de esperarse que los estados ricos desarrollen mejores habilidades para asignar sus recursos, lo que va a acentuar las desigualdades existentes.

Por el lado político, las consecuencias son igual de significativas. En primer lugar, es raro el estado en que exista una estructura social y política que permita exigirle cuentas a los funcionarios públicos. Si esto es difícil, prá

cticamente imposible, a nivel federal, se trata de un mero sueño a nivel estatal. El riesgo de acentuar la corrupción es real. Pero mucho más grave es el riesgo de división del país. Una vez que los gobernadores se percaten de que los dine

ros son suyos, muchos de ellos comenzarán a adoptar actitudes autonómicas, cuando no independentistas. Algunos estados seguramente comenzarán a desarrollar tendencias hacia el fortalecimiento regional, en desprecio de un pacto federal má

s amplio. ¿Por qué apoyar el desarrollo de Chiapas, podrían comenzar a argumentar los habitantes de algún estado norteño, si las carencias locales siguen siendo agudas? Seguramente no pasarí

a mucho tiempo antes de que se comenzaran a fracturar los convenios de coordinación fiscal, diluyendo la fortaleza de las finanzas públicas al nivel del gobierno federal.

La idea de descentralizar el gasto es intrínsecamente buena. Pero es imperativo que ésta siga dos criterios que, al calor del debate político, con frecuencia se pierden

de vista. Uno es que es necesario encontrar un equilibrio entre las prioridades nacionales y los legítimos derechos de la población a nivel estatal y municipal. Los recursos una vez transferidos se convierten en derechos adquiridos, razó

n por la cual sería deseable debatir dónde se encuentra el balance apropiado antes de crear un hecho consumado. Por otro lado, la ú

nica manera de garantizar el buen uso de los recursos es creando pesos y contrapesos. Los recursos federales no entrañan costo alguno para los gobernadores, toda vez que no entrañan una negociación con su ciudadaní

a. En lugar de transferir tantos recursos sin más, el gobierno federal podría emplearlos para incentivar la recaudación a nivel local.

Se puede especular sobre los riesgos de balcanización tanto como uno quiera. Algunos aceptarán algunos riesgos y no otros. Sin embargo, lo importante del tema no reside en la verdad de la especulació

n, sino en el reconocimiento de que existen riesgos en el camino que estamos emprendiendo. En lugar de dilapidar tiempo y recursos en monólogos prejuiciados, valdría la pena iniciar un verdadero debate sobre las implicaciones de la descentralizaci

ón del gasto público y las mejores maneras de atajarlas.

 

La política real

La política es el medio a través del cual una sociedad concilia sus diferencias, enfrenta sus conflictos y toma sus decisiones. En una democracia, así sea incipiente como la nuestra, el proceso de toma de decisiones sigue una dinámica en la que distintas instancias del gobierno, y todos los actores políticos, hacen patentes sus intereses, preferencias y puntos de vista. Las iniciativas pueden surgir, formalmente, tanto del poder ejecutivo como del legislativo. Sin embargo, la característica esencial de la democracia es que todos los actores políticos y sociales tienen la posibilidad de influir en dicho proceso y hacer valer sus posturas. La labor de los políticos es la de encontrarle la cuadratura a ese círculo. A la luz de esta enorme complejidad, la experiencia de los primeros seis meses del primer gobierno no emanado del PRI es razonablemente buena.

 

Lo irónico del momento actual es que el gobierno se siente acosado e insatisfecho, mientras que la población se manifiesta suficientemente complacida con la situación que vive el país. Lo típico es encontrar lo opuesto. Si bien la economía crece a una tasa sensiblemente menor a la del año pasado, los mexicanos parecen reconocer que el origen de la desaceleración se encuentra fundamentalmente en la economía norteamericana. De la misma manera, si bien no todas las iniciativas gubernamentales han sido aprobadas en el congreso, las encuestas indican que la población reconoce el esfuerzo de ambas partes por avanzar en lo posible la agenda gubernamental. La realidad es que, a pesar de todo, el primer experimento democrático en el país progresa sin impedimentos infranqueables.

 

Pero esta no es la evaluación que emana del gobierno. Desde la óptica gubernamental, en particular la presidencial, el congreso paralizó la iniciativa de reforma fiscal y degradó la iniciativa en materia de derechos indígenas, y la economía se encuentra varada por la dificultad de avanzar las reformas que se precisan. Si bien algo hay de verdad en todas y cada una de estas apreciaciones, la realidad es que el país comienza a adquirir los rasgos de una democracia  en tanto que se empiezan a atisbar mecanismos de pesos y contrapesos, por lo menos en el frente legislativo. Por su parte, los legisladores se sienten responsables ante la opinión pública, a pesar de que no tienen que enfrentar el juicio popular emitido a través del voto en una elección al finalizar su gestión. Como mostró el proceso de aprobación de la iniciativa en materia de derechos indígenas, los legisladores actuaron con gran responsabilidad, a sabiendas de que su decisión afectaría a todos los mexicanos y no sólo a una pequeña parte de ellos. Lo paradójico en todo ese affaire no fue el desempeño de los legisladores, sino el del presidente, quien debió haber declarado victoria y satisfacción plena a las condiciones impuestas por los zapatistas. Desaprovechó una situación privilegiada para cerrar ese desagradable capítulo de nuestra historia reciente.

 

El pasado 2 de julio los ciudadanos manifestaron su repudio al abuso gubernamental, a la ausencia de medios para hacer valer su opinión y a la propensión gubernamental a apostar el país entero una y otra vez. La ausencia de contrapesos a las decisiones gubernamentales permitió que sucesivos gobiernos tomaran riesgos excesivos e inaceptables en materia de endeudamiento, déficit fiscal, gasto público y, en general, en todas las decisiones públicas. Los gobiernos priístas no le rendían cuentas a nadie ni se sentían obligados ante la población de manera alguna. Y, aunque la opinión pública, la de quienes se expresan a través de los medios de comunicación, fue creciendo y haciéndose relevante a lo largo de los años, ésta representa tan sólo un vehículo –con frecuencia limitado y poco representativo- del proceso democrático y no el fundamental.

 

La democracia, decía Joseph Schumpeter, es un método para tomar decisiones. Bajo esta definición, lo fundamental es que existan mecanismos perfectamente estructurados para que las decisiones se tomen y que la sociedad tenga capacidad de hacerse presente. Lo que estamos presenciando ahora es un primer acercamiento al proceso democrático: todavía no tenemos una estructura democrática perfectamente acabada y desarrollada, pero al menos existen instancias que comienzan a limitar el poder presidencial. Lo que falta es ampliar el espectro de la participación ciudadana a fin de que la sociedad se sienta efectivamente representada y cuente con los medios (el voto y la reelección) para obligar a los políticos, específicamente a los legisladores, a avanzar sus intereses y demandas.

 

Pero, ¿están de verdad tan mal las cosas como sugiere el discurso presidencial? En términos de lo que sería deseable para el desarrollo del país y el bienestar de la población es evidente que los rezagos son ingentes por lo que un discurso triunfalista pecaría de frivolidad. En este sentido, el apremio del que está impregnado el discurso presidencial está plenamente justificado. Pero, en el horizonte de lo inmediato, la desesperación que muestra la retórica del presidente en poco contribuye a resolver los grandes problemas del país y puede, en cambio, complicar el avance de su agenda todavía más.

 

Cabe entonces preguntar qué es lo que permitiría avanzar la agenda presidencial. Los obstáculos en la actualidad son de tres tipos. Primero, existe un problema estructural real que obstaculiza la negociación entre los dos poderes de la unión y que tiene que ser confrontado a través de una reforma político electoral de largo alcance. Segundo, el trabajo del ejecutivo en el proceso legislativo ha sido poco efectivo, en buena medida porque el presidente ha centrado sus esfuerzos en tratar de convencer a la población de la bondad de sus iniciativas, cuando la ciudadanía no tiene medios para influir sobre los legisladores. Además, la popularidad del presidente no parece suficiente para que la ciudadanía apruebe y haga suyas reformas que por su naturaleza implican (o por lo menos lo aparentan) costos en el corto plazo. En tercer lugar, se debe considerar que el sistema político fue diseñado para operar con un legislativo controlado por el partido del presidente, situación que ya no se verifica en la actualidad. Además, para colmar el plato, el presidente y su partido se han comportado como si no existiera relación y compromiso entre ambos. Aunque algunas iniciativas presidenciales sin duda podrán navegar a través de estos complejos mares, como lo hicieron las referentes al presupuesto y los derechos y cultura indígenas, mientras no cambien estos tres factores, habrá más conflicto que cooperación entre los dos poderes públicos.

 

Por lo que toca al problema estructural, la distribución de poder que resultó de  las elecciones federales del año 2000, definitivamente no es conducente a un proceso fácil y cooperativo de toma de decisiones entre el presidente y el congreso. Por un lado, el presidente logró una victoria decisiva y legítima, pero no una mayoría absoluta que le permita sustentar y avanzar sus iniciativas. Por el otro, el congreso se encuentra dividido y sus integrantes no se sienten obligados ante el presidente o la población. Evidentemente, a todos los legisladores les preocupa la opinión pública, pero su carrera no depende, más que en contadas excepciones, de su desempeño en el congreso. Bajo este escenario, lo increíble es que sea posible avanzar en algunos temas. En algún momento, el presidente y los partidos tendrán que sentarse a diseñar una nueva estructura política que permita una representación directa y efectiva de la población y mejores mecanismos de interacción entre ambos poderes. Este no será un proceso fácil, pero será inevitable si el país ha de ser capaz de enfrentar los retos que tiene en la actualidad y que se irán presentando en el curso del tiempo.

 

El desempeño del presidente en la promoción de sus reformas es paradójico. Todo su esfuerzo se ha centrado en convencer a la población de la bondad de sus iniciativas y, sin embargo, el mensaje ha sido poco exitoso. La “venta” de la reforma fiscal ha sido defectuosa (en tanto que no enfatiza sus beneficios sino la confianza ciega que se le debe depositar a la persona del presidente) y sus resultados están a la vista. Vicente Fox, el excepcional comunicador, ha tenido un mensaje pobre que comunicar. La población no reconoce mayor virtud en un aumento de impuestos (que es la manera en que el presidente ha presentado su iniciativa) y, aunque reconoce la legitimidad del presidente, no aprueba la iniciativa que en esta materia ha promovido. Sin embargo, a diferencia del problema estructural, de “arquitectura” constitucional, que entraña el primer obstáculo,  rebasar el impedimento de la comunicación no tiene porque ser difícil para una persona con el carisma y las habilidades del presidente Fox.

 

Irónicamente, el más inexplicable de los obstáculos es también el más simple de resolver. La administración no se entiende con su partido en el congreso ni parece reconocer la importancia de hacerlo. Sus esfuerzos, loables bajo cualquier medida, se han enfocado a establecer puentes con los otros partidos, especialmente con el PRI, que tiene la llave del voto legislativo. Sin embargo, esos esfuerzos han sido infructuosos en la medida en que no se han traducido en la aprobación de la agenda legislativa presidencial. Probablemente la clave del éxito del presidente en el congreso resida en la naturaleza de la relación que logre forjar con su propio partido.

 

Los retos que el país tiene frente a sí en materia de pobreza, de crecimiento económico, de desigualdad, de educación, de productividad y de transformación institucional son verdaderamente enormes. Es evidente la necesidad de reformar al gobierno, modernizar la economía, revolucionar las empresas públicas y transformar la educación. Para ello es imperativo promover la esperanza en el discurso presidencial y abandonar el sentido de preocupación y desesperanza que lo ha caracterizado recientemente. El retroceso legislativo actual no es más que una llamada de atención. Es evidente que el barco debe ser enderezado y el liderazgo presidencial resulta fundamental para lograrlo. Lo urgente es aprender de las experiencias que han arrojado los dos periodos ordinarios de sesiones de la legislatura actual.

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La necesidad de una nueva brújula

El gobierno del presidente Fox está lleno de ideas pero carece de un proyecto integral que le permita hacer realidad sus promesas de campaña. En lugar de abocarse a los objetivos, a los propósitos básicos de sus reformas, se ha perdido en los tecnicismos, y en vez de avanzar la verdadera substancia de sus propuestas, se concentra en la retórica de los cambios. Se trata de un gobierno que sabe hacia dónde quiere llegar pero que no ha conectado sus objetivos con sus estrategias. El resultado es un resbalón tras otro y una creciente pérdida de energía que bien podría llevarlo a naufragar. Es tiempo de que el gobierno se reorganice y comience a canalizar sus esfuerzos en la dirección de sus objetivos.

 

Desde su inicio, el gobierno presentó las tres líneas de política que serían el corazón de su proyecto: la educación, el crecimiento económico y seguridad pública. Aunque planteados con títulos más pomposos, los tres objetivos del presidente Fox están estrechamente vinculados. Con ellos, el gobierno reconoce que el crecimiento (y, por lo tanto, la generación de empleos) está vinculado con la educación y con la existencia de un entorno de paz interna y de legalidad. Es decir, detrás de la retórica y del discurso abstracto y lleno de vaguedades que parecieran no tener contenido, hay una comprensión cabal de que muchos de los pilares tradicionales de la política pública en el país son extraordinariamente enclenques, como lo pone de manifiesto la pésima calidad educativa y la inseguridad jurídica y pública que reinan en el país.

 

Los objetivos propuestos por el gobierno federal son sin duda loables. A final de cuentas, uno de los rasgos más patéticos del México actual es la brecha que divide a aquellos mexicanos que logran darle la vuelta a los obstáculos existentes y aquéllos que simplemente no lo pueden hacer. Transformar esta absurda realidad facilitando a todos los mexicanos el acceso a los beneficios del desarrollo debiera ser el objetivo gubernamental central y así lo parece entender el gobierno actual. La ineficacia gubernamental en el pasado ha hecho que el éxito personal dependa, en buena medida, de la capacidad individual para saltar las trancas (ya sea ingresando a la economía informal o emigrando a los Estados Unidos, por citar dos ejemplos obvios). El proyecto de Fox justamente  propone romper con esos obstáculos. El gran problema es que no hay coherencia entre los objetivos y las acciones gubernamentales cotidianas.

 

En un país en el que la productividad sigue siendo bajísima, los empleos no pueden generar un ingreso significativo; de la misma manera, un sistema educativo ineficaz e ineficiente no puede dotar a la población de las capacidades suficientes para poder aspirar a empleos y actividades de alto valor agregado, condición elemental de la mejoría salarial sostenida en el curso del tiempo. Además, en un país en el que inseguridad jurídica, física y patrimonial sigue siendo la norma más que la excepción, la decisión gubernamental de colocar este tema en lugar prioritario es absolutamente consecuente y coherente con los otros dos propósitos, el de crecer y elevar la calidad de la educación. La pregunta es si los grandes propósitos gubernamentales, anunciados en la inauguración presidencial y reiterados en el Plan Nacional de Desarrollo, van a tener alguna relación con la estrategia de gobierno propiamente dicha.

 

El hecho de que en el gobierno se comprendan los problemas nacionales constituye un avance por demás significativo. Pero ello no implica que se esté avanzando hacia su solución. Esto es, el reconocimiento conceptual de la problemática que aqueja al país no asegura que se materialicen las decisiones y las acciones correctas para darles solución. Se corre el riesgo de que todo quede en una mera abstracción.

 

A casi siete meses de iniciada la actual administración, todavía no es evidente hacia dónde pretende el gobierno llevar al país. Sus objetivos generales son explícitos, pero no así los medios. Una cosa es definir grandes objetivos y sus planes correspondientes, y otra muy distinta es organizar las fuerzas gubernamentales y a la población en general en torno a esos propósitos. Mucho más difícil resulta una empresa de esta magnitud cuando el nuevo gobierno, novato por razones obvias e inevitables, se enfrenta a una población cínica, aburrida de tantas promesas y saturada de expectativas insatisfechas. El gran éxito del hoy presidente Fox durante su campaña consistió en renovar la esperanza de la población en el futuro. Pero ya en el gobierno, el presidente corre el riesgo de acabar siendo igual que sus predecesores.

 

El gobierno, cualquier gobierno, tiene responsabilidades fundamentales que anteceden a todas las obras que pudiera realizar o las iniciativas de ley que decidiera promover en el congreso. Si eso es cierto en los países desarrollados, con más razón lo es en países como el nuestro. El primer objetivo de todo gobierno debiera ser el hacer valer la ley y afianzar el Estado de derecho, que es condición sine qua non para el desarrollo económico. Luego de ello vendrían objetivos igualmente primordiales como el de preservar la estabilidad económica, la seguridad pública y el acceso de la ciudadanía a la información. Mientras que en los países desarrollados estos temas son condiciones de entrada, puntos de partida, en nuestro caso siguen siendo meras aspiraciones. Por ello, estos objetivos de carácter ontológico, de esencia, son, en nuestro caso, mucho más importantes que todos los proyectos e iniciativas de ley o de reforma que pudiera emprender la nueva administración. Si lo único que lograra el presidente Fox a lo largo de su sexenio fuera el hacer vigente el estado de derecho, afianzar la estabilidad económica y garantizar la seguridad pública, el México del 2006 sería uno totalmente distinto, incomparablemente mejor al del 2000.

 

Lo anterior no quita méritos al afán gubernamental de mejorar la educación, sentar las bases para alcanzar tasas de crecimiento económico superiores al promedio histórico y enfrentar la problemática de la inseguridad pública y jurídica. El problema está en cómo lograrlo. La problemática que enfrenta el país trasciende con mucho al partido que estuvo en el poder por largas décadas. En ese sentido, era totalmente absurda y falaz la expectativa de muchos miembros del nuevo gobierno, y  de la población en general, de que la sola remoción del PRI del gobierno se traduciría en oportunidades de desarrollo ilimitadas. El país enfrenta problemas reales, ninguno de ellos de carácter natural, es decir, todos ellos creados por el hombre, que tienen que ser resueltos. Ello requerirá no sólo de objetivos acertados, sino de estrategias bien articuladas y, particularmente, de una gran capacidad de negociación y estructuración de consensos con el poder legislativo. En este aspecto, los primeros meses no han sido prometedores.

 

En México seguimos debatiendo y disputando algunas de las verdades más elementales del desarrollo. Mientras que a ningún alemán, francés o norteamericano en la actualidad se le ocurriría disputar el concepto básico y general de la competencia económica o de la apertura de los mercados, en México sigue siendo común, casi cotidiano, que el empresario demande subsidios, que los sindicatos pretendan obligar a los consumidores a pagar precios estratosféricos por determinado producto o servicio, o que el político intente cambiar las reglas del juego luego de que ocurrió un determinado evento. Es decir, los mexicanos no hemos logrado siquiera el consenso más fundamental, más básico, sobre el tipo de sociedad que queremos. Como todo es negociable y todas las leyes y reglas son flexibles, lo menos que cualquier grupo de interés exige es que el gobierno sesgue todo en su beneficio.

 

El presidente Fox tiene dos opciones fundamentales. Una es la de proseguir con un discurso público en el que presenta los objetivos de su administración y, en términos generales, sedimenta su legitimidad, pero sin lograr vincular su carisma y presencia pública con el desempeño de su administración. Ese modo de actuar entrañaría, en la práctica, una continuidad con las administraciones anteriores: los funcionarios gubernamentales seguirían la inercia propia de cada secretaría, avanzarían los objetivos de la mejor manera posible y los mexicanos nos encontraríamos, al final del sexenio, con que hubo mejoría en algunos rubros, estabilidad en otros y rezagos en otros más.  Pero México seguiría siendo esencialmente el mismo. La idea de romper con el pasado y sentar las bases de un futuro distinto se habría consumido en la batalla burocrática de todos los días.

 

La alternativa sería romper con el pasado de una vez por todas. Pero no emitiendo juicios ni diseccionando los males del pasado -aunque algo de eso podría ser saludable si se concibe y organiza de una manera sumamente cuidadosa y adecuada-, sino inaugurando una nueva forma de gobernar. En lugar de ser arbitrario, el gobierno del presidente Fox podría ajustarse estrictamente al principio de legalidad; en lugar de maquillar las cuentas públicas por medio de definiciones totalmente discrecionales y autocomplacientes (sobre el déficit fiscal, por ejemplo), el gobierno podría dedicarse a preservar la estabilidad económica como un valor superior; y en lugar de torcerse ante la disyuntiva de  abrir el pasado o dejarlo donde está, el nuevo gobierno podría despolitizar la justicia y dejar que fueran las instancias responsables quienes decidan dónde se ha delinquido y dónde no. El principal vicio del viejo sistema político residía en la permanente arbitrariedad en el uso del poder. Si Fox quiere romper con el pasado, debe acabar con esa arbitrariedad milenaria.

 

Un entorno de predictibilidad y de legalidad sería sin duda novedoso para el país, aunque incompatible con las prácticas tradicionales y con la legislación existente que deja espacios a la arbitrariedad. Por ello, la decisión de avanzar por este camino implicaría también modificar substantivamente mucho de la estructura legal existente, lo que exigiría un trabajo permanente con el legislativo. Pero lo importante es que un entorno de esta naturaleza haría posible dar el paso decisivo en los tres frentes que propone el gobierno. El gran proyecto del presidente Fox no puede ser “más de lo mismo”, pero tampoco puede ser el de romper irresponsablemente con todo lo existente. Hay mejores maneras de pintar una raya.

 

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El ocaso del PRI

Luis Rubio

El reto de reorganizar la estrategia de desarrollo polí

tico corresponde al gobierno federal, pero el PRI representa la mayor fuente tanto de problemas como de oportunidades. El PRI fue por décadas el corazón del sistema político y en muchos sentidos lo sigue siendo. En ausencia de un nuevo pacto pol

ítico de las magnitudes del que dio vida al Partido Nacional Revolucionario en 1929, que transforme al conjunto de la política mexicana, tanto el gobierno federal como el PRI compa

rten un problema sumamente complejo, pero cada uno desde distintos lados de la barrera. El reto para el PRI, sobre todo ahora que Yucatán sugiere que la elección presidencial del año pasado no fue una excepció

n, es el de aprovechar la coyuntura del momento para transformarse de una vez por todas. El reto para el gobierno federal reside en contribuir a hacer posible la reforma del PRI sin pretender guiar su destino. El futuro político del paí

s puede depender de la habilidad que muestre cada una de las partes.

La tarea, y los dilemas, del PRI son evidentes a todas luces. El PRI nació para ser un partido gobernante y todas sus estructuras y formas de organización se desarrollaron al amparo de la premisa de que siempre estarí

a en el gobierno. La estructura de lealtades y disciplina era absolutamente dependiente de la capacidad de distribuir beneficios de manera sistemática y permanente. Esas características hacían muy fácil mantener viva a una coalición tan dis

ímbola. La derrota en las elecciones federales más recientes ciertamente no le ayuda al PRI a mantener su cohesión interna o su capacidad de acción concertada.

Pero la transformación del PRI es no sólo posible, sino también deseable. Aunque el PRI seguramente nunca volverá a ser el mismo, no cabe la menor duda de que su capacidad de dar cabida a las más divergentes posturas filosó

ficas e intereses representa una alternativa nada despreciable para vastos sectores de la población que no gustan del radicalismo inútil del PRD o de la mojigatería del PAN. Pero e

l PRI no tiene la menor posibilidad de enarbolar las causas de una sociedad laica y moderna a menos de que se transforme í

ntegramente, abandonando en el camino su apoyo a causas perdidas, soluciones ilegales y formas de gobierno que han acabado por ser repugnantes para buena parte de la población.

A la luz de lo anterior, los meses pasados son poco promisorios. El PRI ha ido de tumbo en tumbo. Su liderazgo, terriblemente desgastado, se ha mantenido por la incapacidad de sus caciques nacionales de ponerse de acuerdo sobre una alternativa de sucesi

ón. Además, los factores de poder dentro del PRI -esencialmente los candidatos perdedores en la pasada justa electoral- representan todo lo que llevó al partido a la derrota y todo lo que tiene q

ue ser superado para que este partido se pueda transformar. Si el PRI pretende renovarse para poder retornar al poder, tendrá que quitarse de encima el enorme fardo que representa ese pasado.

Todo, sin embargo, conspira en contra de la renovación del PRI. Las antiguas reglas del juego que el PRI promovió e hizo suyas a lo largo de sus décadas de estancia en el poder se le revierten ahora, haciendo sumamente difí

cil la emergencia de nuevos liderazgos, de nuevas formas de hacer política y, sobre todo, de alternativas de reforma hacia el interior del partido. Las estructuras de lealtad y disciplina, por ejemplo, permití

an que el presidente en turno contara con extraordinarias fuentes de poder que le permitían gobernar a voluntad. Formalmente existían contrapesos, como el Congreso, pero todo mundo sabí

a que la lealtad al presidente estaba por encima de esas consideraciones menores. Hoy en día, aunque el contingente priísta en el poder legislativo se ha logrado mantener unido en los temas más importantes, esa un

idad se les revierte cuando se trata de replantear el futuro del partido, toda vez que la lealtad y disciplina a quien fuera su candidato presidencial se ha mantenido. Peor, en ausencia del cacique mayor, no hay incentivo alguno, ni tradició

n, que lleve a la unión entre priístas. Ninguno de ellos puede negociar por el conjunto. El partido de las mayorías no puede organizarse para votar o negociar entre sí o con el resto de los actores polí

ticos. En lugar de dar cabida a la emergencia de un nuevo liderazgo partidista, uno que no represente a los cuatro candidatos que participaron en la elecció

n interna, los excandidatos mantienen secuestrado al partido. De esa manera lo condenan a su extinción.

El reto reside en reorganizarse para sobrevivir. Ese reto es (o debería ser) tan importante para los propios prií

stas como para el gobierno federal. En este momento, sin embargo, la evolución del PRI adquiere, cada vez más, el preocupante tenor del Partido Comunista de la antigua Unión Soviética. En la Rusia de hoy, el

antiguo partido comunista ni avanza ni retrocede: controla un bloque muy importante de la Duma, el parlamento ruso, pero se dedica a obstruirlo todo; propugna por retornar a los viejos tiempos y vive apostando a un pasado que ya no puede ser; sus apoyos

se reducen a la población de mayor edad que añora la certidumbre del pasado y a unos cuantos núcleos de poblaciones aisladas geográfica o funcionalmente. Como todas las entelequias, ese partido no tiene mayor opció

n que cambiar o extinguirse en el curso de los próximos años.

El riesgo para el PRI reside en permanecer estancado, sin la menor oportunidad de retomar el poder. Los priístas ciertamente pueden aferrarse a lo que tienen, argumentar que siguen siendo el partido mayoritario en el congreso y pretend

er que todo marchará bien. De seguir ese camino, seguramente acabarán como el partido comunista ruso: en la oposición y en decadencia. Proseguir por esa senda es, por supuesto, prerrogativa de los propios prií

stas. El problema es que ese futuro entrañaría severos riesgos para el desarrollo no sólo del propio PRI, sino del país en su conjunto.

Si los priístas no enfrentan sus problemas, ¿será posible que el gobierno federal les ayude a ayudarse a sí mismos? La noción misma de ayudar a que se fortalezca un partido de oposición podrí

a parecer absurda o fuera de lugar. Sin embargo, la coyuntura política actual no permite ser excesivamente dogmáticos en cuanto al desarrollo político del país. Al país y al gobierno les conviene un PRI fortalecido, efectivo y co

mpetitivo, capaz de retornar al poder en tanto que eso implicaría que la política nacional comienza a debatir sobre su futuro, en lugar de seguir permanentemente atada a un pasado que nunca más podrá retornar.

El gobierno federal podría hacer todo lo que el PRI se negó a hacer por décadas. En lugar de crear condiciones para la emergencia de partidos de oposición que, a fuer de participar activamente en los procesos políticos, adquiriera no só

lo la experiencia para gobernar, sino también la responsabilidad que va de la mano con el ejercicio del poder, sucesivos gobiernos priístas se dedicaron a hacer todo lo posible por erradicar todo vestigio de oposición, recurriendo a cualquier m

étodo y estrategia, desde la corrupción hasta el fraude electoral, pasando, probablemente, por otros medios menos dignos de una democracia. La oportunidad para el gobierno foxista reside en crear esas condiciones para el desarrollo polí

tico, comenzando por el propio PRI.

Hay dos caminos que el gobierno federal podría emprender para asistir en la transformación del PRI (y, al mismo tiempo, del conjunto del sistema político). El primero, el más ambicioso, residiría en articular un pacto polí

tico nacional que incluyera no sólo las reglas del juego en la competencia política y electoral, sino también los fundamentos de un nuevo orden legal. El otro camino, que bien podría ser un primer paso en la consecució

n del pacto nacional, consistiría en la articulación de un conjunto de incentivos que, poco a poco, vayan cambiando la escena política nacional. El primer camino es, instintivamente, el má

s atractivo porque le permite a todo gobierno vestirse de gloria y convertirse en el fundador de una nueva era política. Sin embargo, los riegos inherentes a ese camino son tan grandes, que sólo un puñ

ado de naciones ha logrado semejante empresa. Un buen pacto, diligentemente articulado, puede transformar al país, pero si sus cimientos no son lo suficientemente só

lidos -o si las contradicciones en su interior son excesivas- el pacto puede acabar destruyendo más de lo que se logró avanzar.

Un camino menos ambicioso pero más certero sería el de ir construyendo pequeños hitos que, en conjunto, transformen al país y hagan posible el nacimiento de una nueva democracia, en forma integral. Esos pequeños pasos consistirí

an, esencialmente, en acciones congruentes con un marco preestablecido de reglas del juego que el gobierno hace cumplir a cualquier precio. En Tabasco el gobierno ayudó a que los diversos partidos se entendieran entre ellos y acordaran la modali

dad de la solución al conflicto electoral. En Yucatán, el gobierno intentó repetidamente seguir la misma estrategia, encontrándose con un PRI unido, absolutamente renuente a negociar un proceso de reforma. El gobierno titubeó

al primer momento de tener que hacer cumplir la ley, pero eventualmente reivindicó, en la decisión de la Suprema Corte, su « nueva» manera de hacer las cosas. Los prií

stas, y todos los mexicanos, observan con detenimiento, a sabiendas de que el precedente de Tabasco y Yucatán va a ser determinante del futuro político del país.

El gobierno federal no tiene muchas vías frente al PRI. Ayudarlo a que se transforme implica abrirle espacios, obligarlo a que se ciña estrictamente a la ley, evitar toda discrecionalidad en la relación de uno con

el otro y, a la vez, establecer puentes que creen y afiancen una relación de confianza entre ambas partes. El gobierno no puede imponer sus preferencias sobre los priístas, pero sí

puede crear incentivos para que ellos reconozcan en la nueva estrategia -legalidad y no control- obvias oportunidades para ellos mismos. Al reconocer que el gobierno no pretende su desaparición, la confianza permitiría que los prií

stas abandonen su estado de parálisis y, sobre todo, de esquizofrenia, favoreciendo la emergencia de nuevas opciones – ideas y personas- en su interior. Al mismo tiempo, una relación de confianza permitiría una negociación má

s abierta, racional y legítima entre los contingentes del partido gubernamental y el del PRI en el Congreso, inaugurando con ello una nueva etapa de interacción civilizada y democrática. Nadie, excepto los propios prií

stas, puede salvar al PRI. Pero una buena ayudadita a nadie le cae mal.