Desde abajo

Luis Rubio

En su afán por imponer su manera de ver al mundo, el gobierno federal nos ha regalado una fotografía fehaciente de lo que no funciona y que por eso no debe ser. Décadas -si no es que siglos- de gobierno centralizado con estructuras verticales de control tuvieron el efecto de estabilizar al país, pero no de lograr su desarrollo. La descentralización que nos ha caracterizado en las últimas décadas no se tradujo en un renacimiento generalizado de creatividad local, quizá en buena medida por el enorme peso de la idea de control central que el presidente intenta recrear. Como escribiera Marx hace casi doscientos años, lo que es tragedia la primera vez, resulta ser una farsa la segunda.

Acostumbrados a poderosos gobiernos centrales, a los mexicanos nos cuesta trabajo entender la trascendencia de la gobernanza local y, sobre todo, los costos de la imposición desde “el centro.” Los grandes éxitos económicos de las últimas décadas han surgido en estados y regiones que se dedicaron a promover el crecimiento y se abocaron a crear condiciones para que eso fuera posible. El auge experimentado por Querétaro, Aguascalientes, Yucatán, Nuevo León y otras entidades no ha sido producto de la casualidad, sino de estructuras efectivas de gobierno local.

En sentido contrario, tanto la incapacidad para erradicar la violencia, la extorsión y otras formas de actividad criminal, como la pobreza que sigue imperando en muchas regiones del país, especialmente en el sur, reflejan gobiernos locales incapaces o, más al punto, dedicados al control y la expoliación.

Los números muestran que el deterioro en materia de seguridad avanzó de manera paralela al debilitamiento de las estructuras de control centralizado desde los noventa y, aunque hubo alguna mejoría al inicio de la segunda década del siglo, ésta no se consolidó. Los controles centralizados de antaño resultaron inviables en un país que se diversificaba y democratizaba, pero nada se hizo, especialmente a nivel local, para construir capacidad de gobierno, comenzando por policías, poder judicial y mecanismos de interacción y comunicación entre la ciudadanía y las autoridades electas.

Con el “divorcio” del PRI y la presidencia en 2000, los gobernadores, organizados en un sindicato, le “robaron la chequera” al gobierno federal, pero no usaron la súbita cauda de recursos para transformar sus estructuras con miras hacia el desarrollo de sus entidades, sino para enriquecerse y/o promover sus propias carreras políticas. En confesión manifiesta de sus prioridades, los gobernadores no encontraron motivación alguna para proteger a la ciudadanía a la luz del brutal crecimiento del crimen organizado.

Desde entonces hemos sido testigos de dos respuestas igualmente erradas y absurdas: por un lado, Felipe Calderón movilizó al ejército para confrontar a los criminales. El valor de su decisión radicó en el reconocimiento de la amenaza que el crimen organizado constituye y su impacto sobre la sociedad y la economía; pero el envío del ejército no constituyó una respuesta idónea porque los militares, no siendo policías, saben pacificar una región, pero no construir capacidad para la seguridad de largo plazo. Fuera de unos meses de paz, retornaron los criminales y nada cambió para la población.

La segunda respuesta es la del presidente López Obrador, que ha ido en sentido opuesto: argumentando que hay que atender las causas últimas de la criminalidad, ha impedido que la guardia nacional actúe, con lo que de hecho ha promovido una nueva ola de criminalidad, la que se expresa en la forma de extorsión, secuestro, derecho de piso y toda clase de negocios ilegales. La mitad del país vive ese terror.

Lo que ninguna de estas estrategias contempla es que el bienestar -desde la seguridad hasta el desarrollo- comienza desde abajo, desde el gobierno municipal. Las ciudades más exitosas del mundo cuentan con policías de manzana o de barrio que conocen a sus habitantes y son garantes, tanto por su presencia física como por la autoridad que representan, de la paz y seguridad de la población. En México se ha intentado imponer la seguridad sin reconocer que el objetivo, y la razón de ser del gobierno, es (o debiera ser) la ciudadanía y su seguridad.

El país es demasiado grande y diverso para pretender controlarlo desde el gobierno federal. El intento que representa el gobierno actual en esa materia va a fracasar como le ocurrió a todos los experimentos anteriores.

Resolver la inseguridad sólo es posible en la medida en que se reconozca, primero, que la razón de ser del gobierno es el bienestar de la población y, segundo, que eso sólo es posible con la concurrencia y participación de la ciudadanía. Es posible que, en sociedades con culturas autocráticas, o bajo dictaduras, se pueda imponer el orden desde arriba, pero ese no es el México de hoy, por lo que todos los experimentos en ese sentido seguirán fallando.

La democracia mexicana adolece de múltiples carencias porque la ciudadanía sigue siendo impedida, en tanto que el crimen organizado prolifera. El conjunto ha arrojado un país cada vez más inestable y con su potencial económico mermado. Hay que comenzar por reconocer a la ciudadanía como el corazón del futuro y construir desde abajo. No hay de otra.

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 REFORMA
 26 Jun. 2022

Sin piedad

Luis Rubio

En la novela El cero y el infinito de Arthur Koestler, Ivanof, un burócrata leal a las órdenes del Número 1 de la Revolución, interroga a Rubachof, uno de los viejos líderes revolucionarios que ha sido arrestado por tener dudas sobre el destino de la Revolución. Rubachof, desilusionado, increpa a Ivanof con una afirmación lapidaria: «Nosotros hicimos historia; ahora vosotros hacéis política». Rubachof había peleado para cambiar la historia y mejorar la situación del pueblo. Sin embargo, para él, el partido y el Estado dejaron de representar los verdaderos intereses del progreso después del triunfo revolucionario. Los gobernantes, dirigidos con mano de hierro por el Número 1, se dedicaron más a conservar el poder que a promover el bienestar. La realidad política eclipsó al idealismo histórico. ¿Ivanof o Rubachof? La eterna disyuntiva de los que gobiernan.

En la medida en que avanza el sexenio, aparecen los dilemas interminables del poder, que se van presentando sin misericordia porque resumen lo que se hizo y lo que no se construyó, lo que avanzó y lo que retrocedió. A estas alturas, lo único que no para, y que no es reparable, es el tiempo y el del presidente López Obrador comienza a pagar las facturas.

Todos los gobiernos, en México y en el mundo, siguen un ciclo natural que comienza con grandes esperanzas y promesas, asciende en la medida en que se consolida y luego empieza a declinar en paralelo con los albores de la sucesión que inexorablemente llega. Los gobiernos más exitosos invierten con clarividencia al inicio para poder cosechar hacia el final del periodo y terminar con broche de oro. Cualquiera que sea la percepción que uno tenga del presidente López Obrador, este escenario no es el que le espera.

El presidente López Obrador ha seguido un patrón muy peculiar: ocurrencias soportadas sobre creencias y prejuicios muy profundamente arraigados en lugar de análisis y diagnóstico derivados de la situación concreta que encontró. Aunque su campaña se dedicó a temas de pobreza, desigualdad, bajo crecimiento y corrupción, ninguno de sus programas emblemáticos ni sus estrategias de políticas públicas se han encaminado a atenderlos. Esta peculiaridad determina las características del inexorable cierre del ciclo. Lo que queda por determinarse es la forma específica que cobrará.

Por supuesto, no hay duda alguna de los elevados niveles de popularidad, pero estos se refieren a la persona del presidente, más no a sus políticas, donde las divergencias son grandes. En tanto que sus predecesores mostraban similitud entre su popularidad personal y la de sus gobiernos, en el caso del presidente actual esto no ocurre. Esto confirma lo que todos sabemos: el presidente goza de un apoyo substancial, aunque declinante, de una base política que ha cifrado sus expectativas y creencias en el individuo. Nadie sabe cómo evolucionará este fenómeno pero, más allá de la base dura de creyentes (alrededor de 16 millones a juzgar por el revocatorio), el resto presumiblemente irá en paralelo con los resultados que arroje la administración en los próximos dos años y con el inexorable proceso de sucesión, que enfocará al electorado en las carencias del gobierno. Las transferencias clientelares sin duda ayudarán, pero irán de la mano del ciclo sexenal.

Todo lo cual nos retrotrae al dilema planteado por Koestler hace casi un siglo: cuando el fervor revolucionario se topa con la realidad del poder, lo que queda es un gobierno que no pensó en sembrar un mejor futuro, que cifró su destino en tres proyectos costosísimos sin mayor viabilidad y con poco impacto sobre el crecimiento, la desigualdad o la pobreza y que apostó por la personalidad del presidente en lugar de cambiar la realidad cotidiana. Nada lo describe mejor que su incapacidad por reconocer que la corrupción que corroe a su gobierno -nada distinto a la del pasado- no puede ser barrida debajo del tapete.

Al final del día, la enfermedad de todos los gobiernos mexicanos, independientemente de su color, eficacia o popularidad, es la misma: todos se consideran intocables e impunes, hasta que viene la sucesión y comienza la verdadera rendición de cuentas. El ciclo político no es sólo del gobierno: también lo es de sus personajes, todos los cuales se vuelven arrogantes, se cierran y se ciegan ante lo que desde afuera es evidente, pero que deja de serlo una vez dentro del aparato y la sensación de poder se torna adictiva. Cuando ese proceso cobra forma, nada lo para y todos los gobernantes y sus funcionarios acaban padeciéndolo.

Estamos al inicio del ciclo descendente del gobierno actual y no hay poder humano que lo pueda evitar o impedir, por más que desde la cima del poder las cosas se vean brillantes e impecables. Falta dilucidar los cómos, pero los qués están claros no porque yo lo diga, sino porque así son todos los sexenios: el desgaste es natural e incontenible.

El arte del estadista, escribió Talleyrand, consiste en prever lo inevitable y acelerar su acaecimiento. La mayor parte de los presidentes mexicanos, a pesar de su engolosinamiento con el poder, sabían que éste termina y todo cambia. No así el presidente López Obrador, para quien la salida por eso será tanto más compleja.

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 REFORMA
19 Jun. 2022 

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No me salgan con que…

Luis Rubio

“No me salgan con que la ley es la ley” dijo el presidente López Obrador. En esto, el planteamiento no constituye un rompimiento respecto al pasado reciente, excepto en que el presidente no expresa ni el más mínimo resquemor porque la ley sea la guía de funcionamiento para las relaciones entre el gobierno y la sociedad y entre los distintos integrantes de esta última. La diferencia es que antes se “guardaban las formas” en el argot político mexicano, mientras que ahora la realidad de arbitrariedad queda expuesta al desnudo. Pero el desprecio a todo concepto de legalidad por parte del jefe de Estado constituye un permiso para delinquir.

Cuando un gobierno se asume dueño de la verdad y su actuar un modelo de comportamiento, todo ello sin reglas conocidas por todos, sus acciones se convierten en la ley de la selva e invitan a que todo mundo se comporte de esa manera. Las elecciones de la semana pasada mostraron ese comportamiento en ambos lados del espectro político, producto de esa forma extraordinariamente perniciosa en que se conduce el presidente.

La ley no es asunto de blancos y negros: no es que un día hay Estado de derecho y otro día éste desaparece. Tampoco es asunto de grados: más bien, se trata de un proceso acumulativo que va sedimentando prácticas, instituciones y experiencias hasta que el cumplimiento de la ley se torna inevitable y, por lo tanto, obligatorio para todos. En sentido contrario, cuando la práctica y la experiencia constituyen evidencia fehaciente de la inexistencia de un marco de leyes que se conocen, se respetan y se hacen cumplir, todo el entramado institucional se colapsa y el país entra en el reino de la incertidumbre permanente.

Históricamente, siempre se ha hablado del Estado de derecho con enorme laxitud, generalmente de manera retórica, pero el discurso es importante porque tiene consecuencias, sobre todo frente a la realidad de indefinición -y frecuentemente indefensión- jurídica que afecta a todos los mexicanos. Se habla de leyes y reglamentos, pero la realidad es una de arbitrariedad permanente en su aplicación, presiones sobre los jueces y corrupción de los ministerios públicos. El gobierno actual no concibe a la ley como un instrumento para proteger a la ciudadanía, sino como un mecanismo para acosarla e impedir que se convierta en un factor político relevante.

Cuando un presidente -en su calidad de jefe de gobierno y, sobre todo, como jefe de Estado- abandona hasta la pretensión de cumplir la ley o cuando ataca a los otros poderes públicos denominándolos traidores a la patria, la pregunta pertinente acaba siendo si él considera que su palabra o su voluntad se encuentran por encima de cualquier principio básico de convivencia social. Porque una cosa es la laxitud histórica con que se tratan estos asuntos y otra es la de eliminarlos por completo del panorama: dos mundos muy distintos.

Para la mayoría de los mexicanos, la ley y la justicia son dos entelequias que sólo sirven para abusar de ellos o para beneficiar a los ricos y poderosos, factor clave en el apoyo que recibe el presidente. Quienquiera que haya pasado por procesos judiciales sabe que éstos no están diseñados para lograr justicia “pronta y expedita” como promete la constitución, circunstancia que acerca a parte de la ciudadanía a la retórica presidencial. Sin embargo, la solución correcta sería transformar al sistema judicial para hacerlo efectivo y al servicio de toda la población por igual, sin distingo de condición económica o social.

Los políticos mexicanos siempre han cambiado las leyes para que se ajusten a sus objetivos, sin reparar en la implicación de su actuar. En lugar de fortalecer su mandato, lo diluyen, toda vez que evidencian un apego a las formas, pero un desprecio completo al Estado de derecho. AMLO ni siquiera pretende.

El principio elemental del Estado de derecho radica en la protección del ciudadano respecto al actuar arbitrario de la autoridad. Esto es, implica ante todo la protección política y jurídica de los derechos individuales y de propiedad; la existencia de un poder judicial eficiente que limite en forma efectiva el comportamiento predatorio de la autoridad y que sea accesible a toda la ciudadanía independientemente de su status socioeconómico; y la existencia de un entorno de seguridad jurídica con reglas conocidas de antemano y con la certeza de que las autoridades no emplearán el poder coercible en su contra en forma arbitraria.

En términos prácticos, el Estado de derecho implica que las leyes sean conocidas de antemano, que no se puedan modificar con facilidad y sin contrapesos efectivos y que la autoridad no emplee sus instrumentos de presión, incluyendo la amenaza de cárcel (como ahora se usa la prisión preventiva oficiosa) como medio para imponer la voluntad gubernamental sobre los derechos de los ciudadanos.

El objetivo de un régimen de legalidad es la convivencia pacífica entre los integrantes de una sociedad a fin de hacer posible el desarrollo económico y la paz social. Es claro que en nuestro país existen enormes fallas que impiden la consolidación de un Estado de derecho igual para toda la población, pero esa no es excusa para desdeñarlo, porque la alternativa es la ley de la jungla, a cuya puerta claramente estamos.

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REFORMA

12 Jun. 2022

 

Nuevo futuro

Luis Rubio

“Hay décadas en que nada pasa y hay semanas en las que pasan décadas” escribió Lenin. Los grandes virajes en la historia usualmente no se aprecian en el momento en que se dan los puntos de inflexión, porque la vida cotidiana para la mayoría de los habitantes del orbe no cambia de manera radical. Sin embargo, vistos en retrospectiva, esos momentos resultan cruciales. Todo indica que la invasión de Ucrania apunta hacia una de esas instancias, con enormes implicaciones para el futuro del mundo.

Los grandes puntos de quiebre, como el fin de la segunda guerra mundial, el colapso de la URSS, la constitución de la Unión Europea o el distanciamiento de China respecto a occidente sobre todo a partir de la crisis financiera de 2008, son todos puntos de inflexión que alteraron la manera de funcionar del mundo, en algunos casos de manera dramática.

La invasión de Ucrania marca otro momento de transición. Aunque algunos de los componentes del “nuevo” futuro ya comenzaban a cobrar forma, como son las islas artificiales que China había venido construyendo en el mar del sur de China para eventualmente convertirlo en un “lago” interior, la confrontación directa que está teniendo lugar entre el bloque occidental y Rusia inaugura una nueva era. Sobre todo, anuncia el fin de las “vacaciones respecto a la historia” como alguna vez escribió George Will. La noción de que es posible abstraerse de los intereses de las potencias y suponer que todos juegan bajo las mismas reglas parece haber llegado a su fin. La geopolítica está de vuelta.

Aunque tarde algún tiempo en consolidarse, las piedritas en el camino son sugerentes. Luego del fin de la guerra fría cobraron preeminencia las decisiones económicas y todas las naciones se dedicaron a competir por atraer a los inversionistas para generar nuevas fuentes de crecimiento económico y desarrollo para sus países. Fukuyama escribió su famoso artículo sobre “el fin de la historia,” concepción que se convirtió en mantra para empresas y gobiernos: el sistema capitalista había ganado y todo el mundo era “plano” según Thomas Friedman, por lo que no había distinción entre Alemania y Zambia para fines de la localización de una inversión. Mientras tanto, Samuel Huntington, maestro de Fukuyama y un observador más cauto y profundo, argumentaba que las diferencias culturales y políticas no desaparecían por el hecho de haber criterios económicos similares, pero el “mundo Davos,” por llamarle de alguna manera, se convirtió en el dogma dominante.

En retrospectiva, el ascenso al poder de una caterva de gobernantes “duros” a lo largo de la última década anunciaba un cambio en ese modelo, toda vez que, más allá de sus atributos o defectos, su aparición respondía a nuevas realidades sociopolíticas en países tan diversos como Brasil, Estados Unidos, Hungría, Turquía, China y México. Cuando el presidente mexicano habla de que las decisiones económicas se subordinen a las políticas el mensaje es preclaro: al carajo con el modelo Davos. Para los ciudadanos y los empresarios esto implica un gobierno mucho menos preocupado por el desarrollo y más por la subordinación y el control.

Estas circunstancias muestran una tendencia muy clara, la que Huntington había identificado y que, ahora, con Ucrania, promete convertirse en una nueva realidad geopolítica. El gobierno estadounidense siempre ha sido proclive a tomar decisiones que ignoran sus compromisos comerciales: su tamaño y naturaleza le lleva a suponer que todo mundo tiene que alinearse. Una muestra reciente de esto es el subsidio a los automóviles eléctricos, lo que desincentiva su instalación en México (y Canadá), y es prueba de que la racionalidad económica se ha subordinado a factores políticos. Para México esta es apenas una señal de lo que podría venir el día en que nuestro principal motor de crecimiento, la economía americana, comience a actuar bajo criterios de poder, como lo hizo, a pequeña escala, Trump respecto a la migración.

La vuelta de las zonas de influencia no será una repetición de lo que existió en la era de la guerra fría, pero cambiará la forma en que las naciones se relacionan entre sí. La economía de la información y la era de la inteligencia artificial cambian la naturaleza de la actividad económica y política a la vez que hay varias potencias en ciernes, como India, que tienen capacidad para limitar el impacto de las dos o tres nuevas zonas de influencia (EUA, China y Rusia) que previsiblemente se irán conformando. En su acepción histórica, las zonas de influencia implican la preeminencia de potencias con capacidad de ejercer control o algún grado de disciplina sobre las naciones de una determinada región. En la era digital y con factores reales de poder permanentemente en el radar, como la competencia de China y EUA en diversas demarcaciones, un nuevo esquema de esta naturaleza seguramente implicará mayor conflicto de lo que caracterizó a la era de la guerra fría.

Por otra parte, la mayor protección que una nación puede lograr ante esta nueva realidad radica en lo obvio: en la fortaleza de su propio desarrollo, solamente posible en el contexto de un gobierno con claridad de rumbo y una sociedad sin mayores crispaciones. La ausencia de esta condición anticipa un futuro complicado.

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REFORMA

05 Jun. 2022

Descontento

Luis Rubio

Por muchas décadas, la democracia era percibida como el mecanismo ideal para procesar las demandas de la sociedad y, a la misma vez, generar condiciones para el progreso de las naciones. No por casualidad Churchill acuñó aquella frase de que la democracia es el peor de los sistemas, con excepción de todos los demás. Sin embargo, en las últimas dos décadas han ocurrido dos fenómenos que han puesto en duda la primacía de la democracia. Mucho del descontento que llevó a gobiernos como el del presidente López Obrador se deriva de ahí.

Primero, algunas naciones han logrado producir mejores resultados en términos de progreso económico que las democracias emblemáticas. En particular, es impactante el éxito de China en lograr elevadas y sostenidas tasas de crecimiento económico por varias décadas y lo que eso ha implicado para cientos de millones de personas que han salido de la pobreza. El éxito de un gobierno autocrático ha puesto en duda la trascendencia de la democracia como el mejor sistema de gobierno, lo que ha creado un cisma para el mundo en desarrollo entre las autocracias y las democracias.

En segundo lugar, el cambio tecnológico que ha venido experimentando el planeta ha dislocado a todas las sociedades y producido resultados poco encomiables en términos de desigualdad, expectativas no satisfechas y ausencia de oportunidades para el desarrollo de las personas. Aunque el discurso político culpa al peyorativamente llamado “neoliberalismo” de los males que aquejan a prácticamente todas las naciones del orbe, lo interesante es que nadie disputa el sistema económico en el mundo; la esencia de la disputa yace en las prioridades políticas y sus consecuencias. El mundo digital crea una extraordinaria disrupción porque sólo aquellas personas que cuentan con la preparación necesaria para prosperar en ese espacio tienen algún grado de certeza respecto al futuro.

Estas dos circunstancias -la efectividad de los gobiernos autocráticos y la disrupción que se deriva del advenimiento del mundo digital- se convirtieron en un verdadero maná caído del cielo para políticos listos a explotar el descontento social. El problema es que esos políticos -y nuestro presidente es un ejemplo perfecto de ello- no ofrecen una mejor solución a los problemas que causaron su éxito electoral.

Yascha Mounk* argumenta que el patrón general de los gobiernos que han emergido como resultado de explotar el descontento social es el debilitamiento de los elementos que hicieron posible su ascenso político, como son las instituciones liberales previamente existentes. La concentración de poder va minando los pocos o muchos vestigios de estructura de legalidad y la independencia de las instituciones, fortaleciendo al líder político, pero sin resolver los problemas que prometió enfrentar, lo que se convierte en la causa última de su eventual decaimiento.

La “lucha existencial” que describe Mounk es sugerente: “En tanto que la oposición intenta revertir el deslizamiento hacia un sistema iliberal, los líderes populistas buscan obtener un control cada vez mayor. Si tienen éxito, la democracia iliberal resulta ser solo una estación de paso en el camino hacia la dictadura electa.” Sin embargo, dice Mounk, el gran reto de los líderes carismáticos es que su popularidad tiende a erosionarse en la medida en que la gente demanda satisfactores tangibles que no está obteniendo.

La peculiaridad del gobierno del presidente López Obrador es que no ha empleado el poder para construir una plataforma económica sustentable para el largo plazo. En contraste con Singapur o China, dos casos muy distintos pero emblemáticos, México no va en el camino a la consolidación de una economía moderna, exitosa y transformadora para la población. Sólo para ejemplificar, si México estuviera imitando a China en su proceso de desarrollo, el presidente habría sido el primer campeón del aeropuerto de Texcoco, similar al nuevo de Beijing. El hecho de que haya optado por un aeropuerto provinciano y sin futuro muestra su verdadera inclinación. Es decir, la situación de México no es parte del debate autocracia-democracia que caracteriza al mundo porque nuestra economía no exhibe las características de una nación exitosa y pujante como aquellas. Por lo tanto, su devenir será muy distinto.

Los proyectos señeros del gobierno -refinería, aeropuerto y tren maya- no son obras que vayan a alterar el descenso gradual que experimenta el país. Son mucho más monumentos a la persona del presidente que vehículos hacia un nuevo estadio de desarrollo. Cuando el electorado que con entusiasmo eligió al presidente en 2018 voltee y vea todo lo que no se hizo y las soluciones que nunca se contemplaron, la pregunta será qué sigue. O, puesto en otros términos, ¿hasta dónde alcanzará la popularidad?

México no logró consolidar su democracia antes de que llegara un gobierno dedicado a disminuirla si no es que a eliminarla, pero ésta sigue siendo la mejor manera de resolver nuestros problemas por una razón muy simple: ni siquiera con todo el poder acumulado, la actual administración pudo construir una mejor calidad de gobierno o mejores resultados. La ciudadanía tiene que forzar la construcción de un sistema de pesos y contrapesos que lo hagan inevitable.

*Journal of Democracy, Vol 31 #1, January 2020

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 REFORMA

29 May. 2022

 

Elucubraciones

Luis Rubio

El discurso gubernamental de los pasados tres años ha modificado los vectores de la política mexicana. Muchos elementos que se daban por hechos han quedado expuestos como enclenques o insustanciales, en tanto que han proliferado los intentos por explicar el fenómeno que representa el presidente, así como de lo que quedará después del sexenio, comenzando por la justa electoral de 2024.

Por supuesto, nadie sabe cómo acabará este gobierno ni cuál será el devenir de aquella elección, pero los factores que determinarán ambos resultados están a la vista. Explorarlos o, al menos, ponerlos sobre la mesa, es un ejercicio necesario para elucubrar sobre lo que le espera a la sociedad mexicana.

Una primera discusión se refiere a la profundidad del cambio que ha encabezado el presidente López Obrador o, en otros términos, qué tanto de la realidad política anterior probará haber sido una constante y qué parte se habrá modificado de raíz. Muchos estudiosos cercanos al gobierno han hablado de un supuesto cambio de régimen y no de un mero cambio de matiz y de prioridades.

No se requiere mayor clarividencia para observar que el presidente ha seguido todas las prácticas, criterios y estrategias del viejo PRI: el control del poder como objetivo y el desarrollo de mecanismos para asegurar su permanencia más allá de los procesos electorales formales. Es decir, la constante es el poder y sus instrumentos. Lo que sin duda ha cambiado es la fachada que por treinta años se fue edificando para crear la apariencia de una sociedad crecientemente institucionalizada, con mecanismos de contrapeso para limitar los excesos presidenciales. La fachada se ha venido abajo, pero el objetivo de controlarlo todo está tan vivo como lo fue siempre en el viejo sistema político. Ningún cambio de régimen; éste sólo ha sido desnudado.

Un segundo elemento es el de la base de poder del presidente. La revocación de mandato mostró que la base dura que lo sostiene es de aproximadamente la mitad de la que votó por él en 2018. Buena parte de ella lo sigue de manera acrítica, como si se tratara de la grey que sigue a su predicador. El tiempo dirá qué tan permanente realmente prueba ser, pero lo que no es desdeñable es que existe otra parte de la población que rechaza al presidente, de manera incrementalmente visceral. Jan-Werner Müller, un estudioso de la democracia, dice que no se puede ignorar un contra fenómeno que se manifiesta en los momentos populistas de nuestra era: que así como hay creyentes que siguen al líder, también hay una mayoría silenciada a través de los mecanismos retóricos de la descalificación, la polarización y la deslegitimación.

Müller* afirma que este tipo de liderazgo fuerte pero excluyente tiene por característica la de pretender tener el monopolio de la representación de la ciudadanía cuando, en realidad, se trata de una disputa entre liderazgos y partidos. La debilidad de muchas, quizá la mayoría, de las instituciones que existían ha sido el factor crucial que le confirió al presidente la enorme capacidad de manipular la vida cotidiana y neutralizar tantos espacios de la sociedad, a la vez que intimidó a vastos sectores de la población. Todo lo cual no implica que haya logrado control de la sociedad, sino su aplacamiento, lo que arroja la interrogante obvia de que tan permanente será ese amansamiento.

Un tercer elemento del momento actual es precisamente el del control. A nadie le cabe la menor duda que el presidente ha logrado concentrar y centralizar el poder en el país, pero lo ha hecho al costo del crecimiento de la economía, la alienación de vastos sectores de la sociedad y la acumulación de un número siempre creciente de víctimas y enemigos que inevitablemente esperan el momento para revertir su circunstancia y, quizá, vengarse. La paradoja del control es que no es duradero: sigue un ciclo que comienza y termina con el sexenio y se va debilitando en el proceso. Así, otra interrogante clave es qué tan grave habrá sido el daño infligido a la economía, a la sociedad y a esas víctimas. La respuesta determinará el potencial de conclusión benigna, o en crisis, del gobierno actual.

Finalmente, el cuarto elemento es el de la oposición. La democracia no es un asunto de consenso, sino del manejo del conflicto por cauces institucionales. Parece absurda la pretensión de que es posible retornar a la era del partido único y monopólico como sugeriría la reciente iniciativa de reforma electoral, pero esa ha sido la lógica presidencial aunque, paradójicamente, es el crimen organizado el que ha ido avanzando en la dirección de recrearlo. Por ello, una interrogante más es quién se aliará con quien para la elección de 2024. Quizá hoy no haya pregunta más trascendente que ésta.

Al final del día, el problema del gobierno actual es que no resolvió ni uno solo de los problemas que esbozó en su propuesta de campaña. El país está peor en todos los índices convencionales. Viendo hacia adelante, la pregunta clave no es quién encabezará al próximo gobierno, sino qué estrategia adoptará para confrontar los problemas que enfrenta el país -los que ya existían y los que innecesariamente creó el gobierno actual- todo ello atendiendo los agravios que llevaron al momento actual.

*Democracy Rules, Farrar

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en REFORMA

(22 May. 2022).-

  

Fracturas

 Luis Rubio

El presidente goza de un elevado índice de popularidad, superior, por primera vez (así sea por un par de puntos porcentuales) al de sus predecesores recientes a estas alturas del partido. Esa popularidad tiene dos características relevantes: por un lado, no guarda relación alguna con el desempeño del gobierno, donde la calificación es abismal, por decir lo menos. Por otro lado, el sustento principal de su alta calificación está en las transferencias en efectivo de los programas sociales del gobierno. El presidente no apostó al crecimiento de la economía, al empleo o a la consolidación de proyectos previamente existentes, sino a la construcción de una estructura de dependencia de su base social. Esto arroja dos preguntas: primero, ¿qué tan sólida es esa base de apoyo? Y, segundo, ¿se trata de una fuente de poder y popularidad que pudiese trascender al sexenio o refleja una relación meramente transaccional, como solía ocurrir en la era del PRI? La respuesta a estas interrogantes bien podría determinar el devenir del sexenio y la naturaleza del próximo gobierno.

El gran éxito del presidente ha sido precisamente la aprobación de que goza en lo personal y su traducción en una elevada popularidad. En esto, su gestión ha sido excepcional no por lo elevado de los números, sino por su desconexión con la forma en que la población evalúa las cosas que le afectan directamente, como seguridad, empleo y capacidad de consumo. Es decir, la población no se siente satisfecha en términos de su bienestar y, sin embargo, aprueba la gestión presidencial. La contradicción parece evidente, pero ahí es donde destaca el presidente: en su capacidad de comunicación con su base, sustentada en transferencias, no resultados.

Virtualmente todos los gobiernos del mundo comienzan con elevadas expectativas que reflejan la esperanza de que la nueva administración será capaz de lidiar exitosamente con los retos que se presentan en la vida cotidiana. El presidente mismo planteó cuatro retos fundamentales (pobreza, corrupción, crecimiento y desigualdad), pero la población no ha experimentado alivio en ninguno de ellos: los indicadores muestran un creciente deterioro. Peor, no hay razón alguna para esperar una mejoría en el desempeño de la economía -o de la propia actividad gubernamental- en los próximos dos años, de aquí al fin del sexenio, porque el gobierno no ha invertido en proyectos susceptibles de mejorar el bienestar de la población, resolverle sus problemas o atraer inversiones que pudiesen lograr lo anterior.

En realidad, el gobierno ha hecho todo lo posible por impedir la inversión privada, a la vez que sobrecarga las cuentas gubernamentales de obligaciones que ya se han convertido en un fardo para el desarrollo futuro del país. Luego de vaciar todos los fideicomisos, reservas y fondos de contingencia para seguir financiando las transferencias en efectivo, las finanzas públicas comienzan a experimentar una creciente fragilidad porque la ausencia de crecimiento trae por consecuencia una disminución en la recaudación. Aunque a primera vista manejadas con responsabilidad, las finanzas del gobierno evidencian una artificialidad porque se ha eliminado toda promoción para el crecimiento, la ausencia de nuevas fuentes de ingreso y los crecientes compromisos que demandan las inversiones y déficits de PEMEX y CFE. Es decir, la pretendida ortodoxia fiscal es inestable y va a ser un factor de enorme riesgo en la medida en que avance el sexenio, se sigan elevando las tasas de interés y sigan sin resolverse los problemas más elementales que afectan a la vida cotidiana de la población.

El sexenio progresa, con lo que se agudizan los problemas inherentes al ciclo político. El control presidencial comienza a disminuir, las luchas intestinas por el poder se intensifican (por haber destapado la sucesión tres años antes de tiempo), y las insuficiencias del gobierno se hacen cada vez más patentes. Además, las fracturas en Morena no son pequeñas. Sin duda, el control de la narrativa y las transferencias en efectivo contribuyen a mantener un alto índice de popularidad, pero éste sólo es garantizado por parte de la base social que mantiene una conexión casi religiosa con el presidente. Como demostró la revocación de mandato, esa base ya no es lo que era y la erosión no puede más que acelerarse. El presidente se ha beneficiado de la falta de brújula y capacidad de los liderazgos de oposición, pero esto también tiene límites. El ciclo político es incontenible y eso provocará que se aceleren los procesos políticos y se reviertan las que hoy parecen virtudes, y eso si las cosas le salen bien al presidente.

La revocación de mandato determinó el techo del apoyo irrestricto al presidente. El resto -unos 70 millones de votantes potenciales- está en juego. Es evidente que el índice de popularidad incluye a muchos de esos 70 millones, pero ese apoyo, históricamente, es circunstancial, dependiente casi siempre de un intercambio de beneficios por votos: ahí no hay creencias sino intereses de por medio. El presidente ha sido sumamente hábil en utilizar los fondos gubernamentales para afianzar su base de apoyo, pero nada substituye al bienestar. Ahora es la oposición quien tiene que probar que tiene un mejor proyecto para lograrlo.

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 15 May. 2022 

El cobre

Luis Rubio

El objetivo es claro: perseverar en el poder más allá de 2024 a cualquier precio. Enseñar el cobre es la última novedad de los transformadores de cuarta.

La legislación electoral vigente en materia electoral se remonta a los noventa, en el contexto de interminables disputas electorales que impedían gobernar en una multiplicidad de estados y municipios. El Instituto Nacional Electoral (INE) -y su predecesor, el IFE- nació para resolver, de una vez por todas, los conflictos de aquella época. Sus promotores soñaban con que, resuelto el asunto electoral, el futuro del país sería virtuoso. La elección presidencial de 2006 -en la que AMLO perdió, pero nunca concedió- probó lo errado de esa hipótesis, y constituye el origen remoto de la nueva iniciativa.

La reforma propone disminuir el costo del sistema electoral, reducir el número de legisladores en ambas cámaras, eliminar las instituciones electorales como hoy existen y modificar la estructura de representación a nivel estatal y municipal, también con una lógica presupuestal. Si uno se adentra en el espíritu de la iniciativa, es claro que el objetivo es tanto presupuestal como político.

Dos rubros de gasto constituyen el corazón del asunto presupuestal en el ámbito electoral: uno son las transferencias hacia los partidos políticos (parte para su funcionamiento y parte para las campañas); el otro es la estructura del aparato electoral mismo. La iniciativa es peculiar porque el financiamiento gubernamental de los partidos políticos fue una demanda expresa del PRD en las negociaciones de 1996 con el argumento de que a) con eso se eliminaría el riesgo de convertir a los partidos en medios para el lavado de dinero; y, b) para asegurar iguales condiciones de acceso y competencia electoral.

En su esencia, el planteamiento consistía en adoptar el modelo europeo para el sistema electoral en vez del norteamericano, donde cada partido busca sus propias fuentes de financiamiento. No era un mal argumento, pero es irónico que un gobierno originalmente emanado del PRD sea el que quiere desmantelar aquella estructura.

Por lo que toca al aparato electoral, éste es sin duda pesado porque se trata de una estructura permanente que funciona a toda intensidad sólo en periodos de campaña: antes, durante y después de cada vez que hay comicios. La mayoría de las naciones no mantiene una burocracia electoral de manera permanente, pero su existencia la explican los conflictos que originalmente dieron pie a la creación del IFE: las desconfianzas eran tales que los partidos acordaron una estructura costosa, pero confiable, para garantizar que se cumpliera religiosamente con el mandato popular.

Es obvio que se pueden disminuir muchos de estos gastos, pero antes habría que preguntar a) si ¿hay garantía de que no volvería la conflictividad y las desconfianzas bajo un nuevo esquema, siendo que es el partido en el gobierno el que siempre disputa los resultados? y b) ¿hacia dónde se dirigirían los fondos ahorrados?

Por el lado político, la reforma propone reducir drásticamente el número de legisladores con la lógica de bajar su costo. Significativo en su planteamiento es que no hay una sola consideración en el texto de la iniciativa que muestre preocupación por la representación de la población en el congreso, la capacidad de los legisladores para cumplir con su responsabilidad o los efectos de un menor número de legisladores sobre el sistema de división de poderes. O sea, al diablo los contrapesos.

No hay discusión alguna sobre estos rubros por una sola razón: el presidente no concibe al poder legislativo como parte de un sistema de pesos y contrapesos, sino como un instrumento para ratificar las decisiones presidenciales. Como en la vieja era priista, el presidente no quiere discusión ni argumentos, o que se le cambie “ni una coma” a sus iniciativas, sino que se voten tal y como él las envía.

En una palabra, se trata de recrear el viejo sistema político monopólico que respondía a una sola persona y donde la ciudadanía no existía ni tenía presencia o derechos. Se trata de centralizar el poder, eliminar contrapesos y garantizar la permanencia de la actual pandilla gobernante en el poder.

La pregunta pertinente sería sobre las consecuencias de implementar un sistema como el propuesto por el presidente. El tiempo daría la respuesta, pero es necesario especular sobre sus implicaciones: ante todo, la iniciativa supone que la ciudadanía es una acumulación amorfa de zombis que se alinean y responden a la voluntad presidencial sin chistar. Segundo, el objetivo es disminuir o eliminar a los partidos políticos de oposición (lo cual, presumiblemente, incluiría a los satélites de Morena como el Verde y el PT porque ya no le serían útiles); y, finalmente, en tercer lugar, el enorme ahorro que representaría la disminución de instituciones, entidades, legisladores y paleros se encaminaría directamente a las transferencias para sus clientelas, o sea, para hacer dependiente del presidente a una población cada día mayor.

El plan es maquiavélico para quien está en el poder. Para la ciudadanía, el mensaje lo articuló Stalin hace varias décadas: “no importa por quien se vote; lo que es extraordinariamente importante es quién cuenta los votos y cómo.”

 

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  REFORMA

 08 May. 2022

Democracia ‘fake’

Luis Rubio

Los mexicanos nos hemos acostumbrado a vivir en un mundo de realidad alternativa: las cosas no son como son y en lugar de llamarlas por su nombre, las endulzamos con sinónimos pretensiosos y eufemismos para que parezcan lógicas y comunes, aunque todo mundo sepa que no lo son. Cuando uno observa lo que ocurre en otras latitudes o escucha cómo se conducen los habitantes de países normales, súbitamente resulta patente lo anormal que es la vida mexicana en cada vez más ámbitos y explica el éxito de AMLO en minar los avances de hecho alcanzados.

La inseguridad rampante acaba siendo natural y normal; la falta de oportunidades de empleo se torna natural; las trabas que impone la burocracia -incluyendo prácticas de extorsión- terminan siendo ordinarias; la pésima educación resulta ser neoliberal, para ser substituida por el libro rojo de Mao; las crecientes limitaciones a la libertad de expresión aparecen respetables; eliminar la certeza electoral inherente al INE un triunfo de la democracia. El mundo al revés. Lo que funciona tiene que ser erradicado.

La democracia mexicana es otra de esas realidades alternativas a las que nos hemos acostumbrado los mexicanos. No hay duda de que la ciudadanía vota, los votos se cuentan y los representantes populares y los candidatos que son electos ejercen su función por el periodo que les corresponde. Si la democracia se define en términos estrictamente electorales, gracias al INE México tiene una de las democracias más exitosas y consolidadas del mundo. Sin embargo, México está lejos de ser una democracia entendida ésta como un sistema político en el que la ciudadanía goza de libertades, protección efectiva a sus derechos y representación real a través del Congreso y rendición de cuentas por parte de quienes ejercen el poder ejecutivo a todos los niveles de gobierno.

Basta ver las noticias para constatar lo distante que la democracia mexicana se encuentra del parangón más elemental. Lo usual es enterarnos de la intervención telefónica que experimentó algún político o funcionario; el asesinato de un periodista; la publicación de información que debería ser confidencial; la clasificación de  determinados proyectos gubernamentales como “privilegiados,” con lo que la ciudadanía deja de tener acceso a la información a la que debería tener para entender la forma en que el gobierno gasta los recursos que recauda de sus impuestos; o la impunidad crasa de cada vez más funcionarios. Ni hablar de la Suprema Corte o del Congreso. El punto es claro: la democracia mexicana es muy fuerte en el ámbito electoral, pero enclenque en todos los demás.

Hay al menos tres hipótesis sobre la razón por la que los mexicanos acabamos en estas circunstancias. Una es que los autores de la reforma electoral de 1996 -la que fue definitiva en crear condiciones de igualdad para la competencia política- fueron excesivamente optimistas respecto a la forma en que se puede cambiar un orden social y político. Para ellos, con sólo introducir la competencia electoral todo el resto se reorganizaría, cosa que evidentemente no ocurrió. Aunque la derrota del PRI trajo como consecuencia el debilitamiento de la presidencia y una mayor libertad de expresión, veinticinco años después es claro que el cambio fue menos definitivo o trascendente de lo que sus promotores imaginaron. Una segunda hipótesis, que no excluye a la anterior, es que el gobierno de Fox, el beneficiario inmediato de la derrota del PRI, adoleció de la visión y capacidad para transformar al sistema político. Tampoco hay duda alguna de la veracidad de este factor.

Una explicación más avanzada proviene de otro lado. Según Waller Newell,* un tipo de tiranía es aquella que reforma el orden existente para mejorar la calidad de vida de la población pero sin el menor objetivo de alterar el orden centralizado que, además, facilita la concentración del poder y de los medios ilícitos de enriquecimiento, o sea corrupción. Es decir, se trata, en palabras del autor, de una tiranía benevolente.** Una manera de entender al México del pasado medio siglo es la de ver a las administraciones reformadoras como dedicadas al objetivo de mejorar la vida y economía de la población, pero sin cambiar el statu quo político, hipótesis que no es contradictoria, sino más bien complementaria, con las anteriores. Pero explica porqué la democracia nunca pudo prosperar.

La democracia mexicana ha resultado enclenque en cuanto a mejorar la calidad de vida de la población porque, si bien por tres décadas logró una transformación económica que favoreció a todo el país, no llevó a consolidar la liberación de la ciudadanía en términos de justicia, seguridad, educación y derechos fundamentales. Es esa debilidad democrática la que hizo posible un régimen como el actual.

Las disputas de hoy, sin duda enardecidas por el presidente, se derivan de la pobreza de los resultados de muchas reformas clave que, por no afectar intereses políticos, sindicales o empresariales que se benefician del statu quo, obstaculizan e impiden el desarrollo del país en general.

El gran déficit es el democrático pero no el del Instituto Nacional Electoral, que es clave y ejemplo para el mundo, sino del sistema tiránico de gobierno que sigue siendo la norma y no la excepción.

*Tyrants. **las otras dos son tiranías cleptocráticas como Mugabe o Al Assad y tiranías milenarias como Stalin o Pol Pot.

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REFORMA
01 May. 2022

¿Garantes?

 Luis Rubio

El sistema de división de poderes ideado por Montesquieu tenía por propósito central proteger las libertades y derechos de la ciudadanía. La idea era que la separación provocaría un equilibrio que haría imposible el abuso de cualquiera de los tres: el ejecutivo, el legislativo y el judicial. Lamentablemente, nuestra experiencia no ha validado la concepción del filósofo del siglo XVIII. En lugar de garantes de las libertades y derechos, una minoría de ministros de la Suprema Corte de Justicia ha logrado convertir en una parodia la esencia de la democracia y la civilidad en el país.

La era priista se distinguió por la sumisión al ejecutivo de toda la estructura, formal e informal, de poder en el país. La esperanza era que la alternancia de partidos en la presidencia produciría una nueva estructura de equilibrios, para lo cual se edificaron diversas instituciones, concebidas todas ellas para impedir los abusos que, históricamente, el ejecutivo le había proferido a la ciudadanía y a toda la estructura de poder. La primera entidad en ser reformada fue precisamente la Corte, a lo cual siguió el Instituto Federal Electoral y luego una diversidad de órganos y entidades dedicados a conferirle predictibilidad, certidumbre y estabilidad a la conducción de los asuntos nodales de la vida nacional, en todos sus ámbitos.

Es evidente que aquella visión no se aterrizó para la totalidad del país. Más bien, a partir de la crisis financiera de 1995 y sus consecuencias sociopolíticas, se abandonó la pretendida expansión del “México moderno” hacia el resto de la sociedad, con lo que el país se partió en dos: la nación de la formalidad, las exportaciones y la creciente productividad; y el país de la informalidad y la extorsión. El primero genera el crecimiento, empleo y oportunidades, pero en el segundo habita la mayoría de la población. El abandono de este otro México ha sido patente.

López Obrador llegó a subvertir la visión del México moderno pero, fuera de enquistarse en su mundito idealizado de los setenta, no aportó ninguna propuesta positiva para la construcción de un mejor futuro. En lugar de ello, se ha dedicado a desmantelar las estructuras del México moderno, el que funcionaba más o menos bien, con lo que está condenando a todo el país al ocaso. A los promotores de la visión presidencial les pueden parecer visionarias las propuestas de subordinar a SCJ, desmantelar al INE o acabar con la diversificación energética, pero ninguna de éstas viene acompañada de un plan proactivo, susceptible de darle viabilidad o mayor equidad al futuro. Todo lo que se está haciendo es retornar a un pasado inasible e imposible que, en todo caso, no era atractivo ni equitativo.

Visto desde esta perspectiva, es claro que la Suprema Corte de Justicia no ha estado a la altura de su responsabilidad fundamental, que es la de proteger las libertades y derechos esenciales de la ciudadanía. La Corte no sólo ha sido omisa en atender asuntos de primera importancia para la democracia y la integridad de la población -quizá no haya mejor ejemplo de esto que la prisión preventiva oficiosa sin la intervención de un juez- sino que su desempeño ha sido por demás pobre en asuntos clave, como ilustró la torcida manera en que se encaró la constitucionalidad de ley en materia de electricidad.

En honor a la verdad, el problema no es “La Corte” sino el extraño requisito de contar con una mayoría de dos tercios: es esto lo que le ha dado un poder excesivo al presidente y a la minoría de cuatro ministros la capacidad de imponerse sobre la mayoría en decisiones trascendentales. Además, el control procesal que radica en la oficina del presidente de la Corte le permite determinar qué asuntos son tratados y cuales se quedan congelados, favoreciendo intereses particulares en lugar de avanzar el interés general.

El resultado neto es que la Corte no cumple con su función clave de proteger a la ciudadanía. Más bien, se dedica a proteger al gobierno de la ciudadanía. ¿Cómo es posible, uno tiene que preguntarse, que el cuerpo colegiado que es responsable de asegurar que ninguno de los otros dos poderes públicos abuse o limite las libertades o derechos de la población haya acabado sometido al ejecutivo y dedicado a protegerlo? En una palabra: ¿quién defiende a la ciudadanía?

Lo evidente en el proceder de varios de los ministros de la Corte es que sus criterios son más políticos que legales. Y aunque la política es, de manera natural, parte del contexto en que actúan los integrantes de la Corte, la ciudadanía tiene que esperar autonomía e independencia de criterio, que es la única razón por la cual sus nombramientos son de quince años: para gozar de la libertad de actuar sin temor.

En el mundo de la realidad, lo crucial no es la visión teórica de un filósofo de hace doscientos años, sino los elementos con que cuenta la ciudadanía para protegerse. La Corte es o, más bien, debiera ser, el garante de esos derechos, por lo que la pregunta pertinente es cuándo asumirán los ministros su responsabilidad de proteger a la ciudadanía frente a los abusos del poder ejecutivo. Es decir: ¿para quién trabajan los ministros que se empeñan en avanzar una agenda que claramente contradice a la constitución y a las libertades y derechos ciudadanos?

 

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 REFORMA
 24 Abr. 2022