¡Arrancan!

Luis Rubio

Está por arrancar, al menos en términos formales, la contienda electoral que promete ser la más competitiva y disputada de nuestros tiempos. Será la primera en que los partidos compiten sin la ventaja, prácticamente infranqueable, que representaba el viejo sistema presidencialista, con todos los contubernios y complicidades con que venía acompañado. El hecho de que, literalmente, cualquier candidato pueda ganar, constituye un triunfo para la evolución democrática del país. Pero el que la contienda sea competitiva no implica que los ciudadanos puedan darse el privilegio de bajar la guardia. Al contrario.

La mayor debilidad del país en las últimas décadas se ha centrado en sus instituciones, que si bien han alcanzado cierta solidez en materia electoral y en ámbitos como el de la Suprema Corte de Justicia y el Banco de México, no es suficiente para jactarnos de contar con un andamiaje irreprochable en términos generales. Aunque muchos pretendan que el país ya logró la democracia y todo el sistema de pesos y contrapesos asociado a una democracia madura, la realidad, todos lo sabemos, es que no hay mayores certezas. El potencial de disrupción de lo poco que sí funciona es elevado y no hay garantía alguna de que el próximo gobierno sabrá lo que el país requiere y/o tenga la capacidad de enfocar todos los recursos y baterías en esa dirección.

A la luz de este panorama que inevitablemente genera incertidumbre y desconfianza, resulta fundamental para los ciudadanos contar con definiciones precisas que les permitan decidir cómo votar el próximo 2 de julio. Una primera aproximación a este proceso de discernimiento consistiría en establecer criterios precisos para evaluar cómo es cada candidato y qué haría en caso de ganar la confianza de la ciudadanía.

Como atestiguamos a lo largo de los últimos meses, el número de aspirantes a la presidencia era infinito. Pero no es evidente que quienes aspiraban o han logrado ahora la postulación por parte de sus partidos, sean las personas idóneas para enfrentar el reto que supone la realidad mexicana actual. Algunos son tan rudos que asustan; otros tan suaves que arrojan dudas sobre su viabilidad. Parece fácil, pero la presidencia no es un convento. Al mismo tiempo, un presidente efectivo requiere la entereza e integridad que le permita concebir y desarrollar el tipo de visión que el país requiere, tener la capacidad para sumar a la población detrás del mismo y hacer todo ello dentro de un marco de honestidad, pero también malicia, que lo haga posible. Como habría dicho el canciller alemán Otto von Bismark, la presidencia, al igual que una fábrica de salchichas, requiere de habilidades excepcionales que no siempre son presentables en público, pero que no por ello son efectivas en ausencia de un marco ético que las norme.

Dado que es imposible determinar a priori cómo será cada candidato, se puede adoptar una serie de criterios que permitan evaluar a cada uno de ellos. A continuación, una propuesta en este sentido.

Brújula: Más allá de la retórica, ¿sabe el candidato a dónde quiere ir? ¿Entiende el mundo en que vivimos? ¿Es realista respecto a lo que se requiere y es posible, o su planteamiento es mero jarabe de pico diseñado para entretener a la raza?

Programa de gobierno: ¿Qué ofrece el candidato? ¿Responde su propuesta a las necesidades del país o se trata de un conjunto de quejas y odios sin ton ni son?

Visión: ¿Cómo entiende el candidato al mundo? ¿Es optimista o pesimista sobre el futuro? ¿Vuela alto y pretende lo mejor para el país y cada uno de sus habitantes, o le importa un bledo la población? ¿Tiene la mirada puesta en la resolución de nuestras dificultades o meramente en el triunfo electoral? ¿Refleja grandeza o pura mezquindad?

Continuidad y disrupción: En aras de avanzar su proyecto de gobierno, ¿pretende continuidad o busca un cambio? Si es continuidad, ¿tiene la capacidad de construir sobre lo existente para salir del hoyo o nos mantendría bien cobijados dentro del agujero? Si es un cambio, ¿qué clase de cambio, qué tanta disrupción propone y es capaz de infligir? ¿Qué tanto daño haría? ¿Entiende el efecto de la continuidad y el cambio, respectivamente, sobre las empresas y las familias?

Descaro: ¿Qué tan cínico es el candidato cuando enfrenta obvias faltas a las normas más elementales de la ética, desde el uso de recursos y sus orígenes hasta su comportamiento personal, presente y pasado? ¿Se asume como responsable ante casos de corrupción y abuso o pretende que la norma del pasado es siempre aceptable y vigente?

Acompañantes: ¿Quiénes están en su derredor? ¿Quién lo acompaña? ¿Quién lo apoya? ¿En quién confía? ¿Por qué? En otras palabras, ¿con quién gobernaría?

Legalidad: En la práctica y en la retórica, ¿respeta a las instituciones? ¿Plantea un marco normativo que guíe su comportamiento en caso de ganar? ¿Entiende la importancia de que exista un marco legal que norme y limite el actuar gubernamental?

Desplantes: En todas las campañas se presentan momentos de crisis y dificultad que constituyen excepcionales ventanas para conocer a la verdadera persona detrás del candidato. ¿Cómo reacciona ante las dificultades? ¿Se enoja? ¿Se enfurece? Enojado o no, ¿reacciona de manera racional o visceral? ¿Qué hace ante una crisis: asume el costo y la responsabilidad y trata de ignorar el problema y transferirlo a alguien más?

Habilidades: ¿Cuenta con las habilidades necesarias para gobernar? ¿Tiene la capacidad para procurar, promover y lograr avanzar un proyecto y sumar a la población tanto como a las fuerzas políticas? ¿Puede lidiar con todos sus potenciales interlocutores, así sean impresentables, a la vez que mantiene su integridad?

Carácter: ¿Qué clase de persona es? ¿Tiene entereza y fortaleza interior? ¿Es honorable, íntegro y honesto? ¿De qué está hecho? ¿Qué clase de espina dorsal y moral tiene para poder afrontar situaciones difíciles, comenzando por la de responder ante todos y cada uno de los ciudadanos y habitantes del país? ¿Puede ser el líder de una transformación integral, completa y definitiva para el bien del país y todos sus integrantes?

Los temas que aquí se plantean no son exhaustivos, pero pueden ser útiles para entender a la persona que yace detrás del candidato. Es decir, la naturaleza de su programa, su postura respecto a temas centrales, tanto personales como de la función presidencial misma, y la solidez de cada uno de ellos. Informarse sobre los candidatos es la primera responsabilidad de un ciudadano, sobre todo cuando los derechos efectivos son tan escasos.

 

Autismo

Luis Rubio

El mundo está cambiando de manera incontenible y nosotros actuamos como si nada ocurriera, como si fuésemos totalmente inmunes. Las oportunidades y las amenazas se multiplican a nuestro alrededor y, sin embargo, permanecemos impávidos. Da igual si se trata de las (declinantes) reservas petroleras o del crecimiento acelerado de la economía china, los mexicanos nos parecemos cada vez más a un venado paralizado frente a las luces de un automóvil que lo deslumbra súbitamente. La pregunta es quién va a responder ante la ciudadanía si la parálisis actual acaba causando más pobreza, menos crecimiento, un mayor descontento generalizado y, por encima de todo, una gran frustración.

Hace unos años, a mediados de los ochenta, apareció una caricatura en el Pravda, el principal periódico de la era soviética, donde se ilustraba de manera fehaciente el problema de aquella nación en ese momento y que es alusivo a nuestra realidad actual. El momento era significativo: Gorbachov había tomado las riendas del Partido Comunista y había iniciado su famosa Perestroika, un proceso de reforma que comenzaba a afectar toda clase de intereses burocráticos, políticos y económicos. Como bien sabemos hoy, las reformas iniciadas por Gorbachov acabaron por destruir a la vieja Unión Soviética al inicio de los noventa. Sin embargo, a mediados de la década de los ochenta nadie imaginaba semejante posibilidad. La caricatura del Pravda presentaba a unos burócratas montados en una vía de tren con sus escritorios, archivos, máquinas de escribir y otros implementos de trabajo, como si fueran a impedir el paso del ferrocarril. El cabecilla del grupo, mientras ve al resto, se dirige hacia el horizonte de donde vendría el ferrocarril y afirma: el camarada Gorbachov no sabe lo que le espera cuando llegue a este lugar.

El México de hoy, al menos una buena parte, recuerda mucho al camarada burócrata de la caricatura. Todos los actores políticos tienen buenas razones para explicar la lógica de su posición o la racionalidad de su negativa a sumar en lugar de restar, pero el hecho es que todo el país está paralizado porque hay demasiadas agendas encontradas y muy poco sentido de la urgencia y los riesgos que el país enfrenta.

Algunos culpan al gobierno, otros al congreso. Unos analizan con detenimiento y prudencia la fallida transición política y la comparan con otras que han sido por demás exitosas, de lo cual derivan conclusiones que igual pueden ser aplicables a nuestra realidad o no. En el fondo hay muchos discursos y muy poca acción. La política mexicana transita por dos corrientes: los que quieren el poder a cualquier precio y por cualquier medio y los que quieren regresar al pasado, igual a cualquier precio y por cualquier medio. En ocasiones, las dos corrientes se encarnan en figuras individuales. Prácticamente nadie en la vida política mexicana se está concentrando en construir el futuro que necesitamos.

Más allá de los confines de los espacios formales e informales de la política nacional, existe un mundo que cambia a paso veloz. De particular importancia es el tema del crecimiento económico de China y el reto energético que en no mucho tiempo enfrentará el país. La competencia china, por ejemplo, no puede más que intensificarse y no estamos haciendo nada al respecto. El fenómeno chino está alterando la dinámica económica del mundo de una manera no sólo incontenible, sino a una velocidad que se eleva día a día. Por respuesta los políticos sólo cierran los ojos. Al pretender que con la indiferencia nada pasará, los políticos de esta estirpe prefieren apostar a la famosa solución técnica a los problemas del país (la virgen de Guadalupe). Para otros, que pretenden ser pragmáticos, la solución reside en alguna combinación de mecanismos que comenzaría por prohibir las importaciones, repudiar al Fobaproa y manifestarse ante la embajada norteamericana. Por supuesto que ninguna acción de esta naturaleza resolverá el problema, pero el efecto mediático ya habrá quedado ahí.

Sin duda China constituye una seria amenaza para la economía mexicana, pero se trata de una amenaza sólo si optamos por la inacción. La propensión de los políticos, empresarios y medios de comunicación ha sido la de presentar algunos productos importados de China como evidencia de la amenaza que esa nación representa para el país. El problema es que esa manera de actuar no sirve más que para posponer lo inevitable, a la vez que impide el desarrollo de una respuesta positiva. Mientras que nosotros nos debatimos hasta el cansancio sobre la soberanía en materia energética, los chinos han concesionado cientos de mantos petroleros y de gas a empresas extranjeras bajo el principio de que lo urgente es el desarrollo de esos recursos para acelerar el crecimiento del resto de la economía. De la misma manera, mientras que nosotros nos consumimos en debates bizantinos sobre los méritos de un régimen comercial abierto y del TLC, los chinos estrechan lazos comerciales con todos los vecinos y socios comerciales de la región. Mientras que los mexicanos evidencian una creciente frustración, la población china e hindú, otro caso de éxito, al menos relativo, comienza a otear un futuro positivo. ¿Por qué ellos sí y nosotros no?

El país no puede perseverar en su autismo. No es posible seguir ignorando al mundo de alrededor ni la realidad interior. Es imperativo comenzar a decidir, pero eso es imposible en ausencia de mecanismos capaces de sustentar decisiones efectivas en el poder legislativo. La solución a la problemática política nacional no consiste en crear un régimen parlamentario o afianzar o reconstruir el presidencialista, sino en adoptar mecanismos de negociación que permitan determinar la mejor manera de resolver la parálisis actual: o sea, en vez de discutir objetivos, hay que acordar medios de decisión. No se trata de un proceso circular; todo lo contrario.

Concentrados en su solución favorita a cualquier problema, los políticos han llegado a un impasse en todos los temas de relevancia. Lo que procede es abandonar toda discusión sobre objetivos (estructuras políticas o reformas específicas). Lo urgente es acordar una metodología para la toma de decisiones. En lugar de pretender imponer soluciones que no cuentan con una mayoría legislativa (o sea, casi todas), lo imperativo es acordar los medios a través de los cuales se decidiría. La lógica maximalista a ultranza que hoy domina el panorama político va a acabar asfixiando al país.

 

¿Otro modelo?

Luis Rubio

La discusión está en la mesa: un nuevo modelo de desarrollo, un proyecto de país, un verdadero proyecto de desarrollo, un acuerdo nacional. Las palabras y los encabezados cambian, pero el mensaje es el mismo: existe un gran descontento con la realidad actual, una percepción generalizada sobre lo inadecuado que es el desempeño económico y los nulos esfuerzos que se hacen para mejorarlo. Aunque sus manifestaciones son distintas, el descontento, sobre todo a nivel político e intelectual, es real. Lo central aquí es saber si dichas inquietudes y preocupaciones están debidamente enfocadas. Es evidente que los problemas no faltan, pues el crecimiento es insuficiente para crear empleos y para elevar los niveles de vida, además de que la distribución del ingreso sigue siendo patética. Pero, en la medida en que se persista en identificar al modelo como el problema, el agujero seguirá hondando su profundidad. El verdadero reto no es qué hacer, pues el mundo va en una dirección y -a menos que queramos arriesgar todo lo ganado en términos de estabilidad, condición sine qua non para un crecimiento económico sostenido-, no podemos abstraernos de lo que ahí ocurre. En lugar de desperdiciar recursos y tiempo en infiernillos y, sobre todo, en lo que no se puede cambiar, lo central es encontrar formas de convertir a la globalización en una palanca para nuestro desarrollo, tal y como lo han hecho con inmenso éxito naciones tan distintas como China, India y Chile.

Se suele argumentar que lo que tenemos ahora no funciona; los tiempos electorales, por lo demás, son particularmente propicios para este tipo de discusión, lo que en ocasiones da lugar a ominosas exageraciones. Pero no cabe duda de que, más allá de las campañas presidenciales en ciernes, muchos dudan de la dirección que sigue la economía mexicana. Nadie ha articulado este planteamiento como Andrés Manuel López Obrador, cuyo discurso y publicaciones han tocado los temas centrales de la problemática que nos aqueja: la pobreza, la falta de oportunidades, el pobre desempeño económico, el sesgo a favor de las empresas ya establecidas, en una palabra, la marginación que asola a casi la mitad de la población. La desazón no es producto de la casualidad.

La gran pregunta es cómo revertir las malas tendencias y comenzar a construir el edificio del desarrollo de largo plazo. Una manera de responder a esta interrogante es, muy a nuestro estilo, cancelando lo existente para volver a comenzar. Esa manera de concebir la solución ya nos ha llevado a una multiplicidad de crisis, a un enorme desperdicio y a brutales consecuencias sociales a lo largo de los últimos treinta y cinco años. Justamente, así fue como se enfocó el problema en los setenta, momento en que se hipotecó el futuro del país en aras de un súbito, pero temporal, ascenso en las tasas de crecimiento.

La otra forma de entender el problema y enfocar su solución consistiría en entender el mundo que nos rodea, evaluar las opciones reales, reconocer el momento y circunstancias actuales de nuestra economía y comenzar a replantear la estrategia. Vista así, la problemática es no sólo mucho más fácil de definir, sino que las respuestas se tornan mucho más razonables y el crecimiento alcanzable.

De lo que no hay la menor duda es que la estrategia seguida en los últimos lustros no está cumpliendo su promesa fundamental. Esto no significa que todo esté mal en la actualidad, sino que se están desperdiciando oportunidades y, sobre todo, se está dejando de crecer a tasas asequibles dado nuestro potencial. Aunque el discurso público tiende a extremar las posibles soluciones, lo cierto es que no existen muchas opciones: una de dos, o tratamos de construir la plataforma para el desarrollo futuro, lo que implica asumir la realidad del mundo en que vivimos a cabalidad, tal y como han hecho países como China e India; o, por el contrario, abandonamos toda pretensión de lograr semejante desarrollo, nos enquistamos y volvemos la vista hacia un momento en el pasado en que las circunstancias fueron mejores, así haya sido de manera excepcional y no repetible.

Puesto en otros términos, nuestra alternativa, al menos en términos hipotéticos, consiste en volver a hipotecar el futuro ahora que las cuentas fiscales han mejorado de manera notable; o aprovechar esa estabilidad financiera, que ha costado tanto alcanzar, para sentar las bases para un futuro radicalmente distinto. China, India, Chile, Canadá son ejemplos de naciones que optaron por invertir todo en aras de sumarse al mundo desarrollado. Convirtieron a la globalización en una palanca de desarrollo. Argentina, Venezuela y Bolivia (muy probablemente Perú y Ecuador también), han optado por volver a hipotecar su futuro.

Ningún país ejemplifica mejor el dilema que Brasil. Como candidato, Lula, su actual presidente, planteó un rompimiento radical con el orden existente. Pero una vez que llegó a la presidencia se percató de la ingenuidad y falta de información que sostenía su visión como candidato. O como dijera una canción: que las cosas desde aquí se ven muy distintas que desde allá. Lula no cedió en su visión; más bien, comprendió la complejidad del mundo y replanteó su estrategia. El tiempo dirá si ésta fue la adecuada, pero su probabilidad de éxito es ciertamente mayor hoy (en la economía, ignorando la corrupción) de lo que pudo haber sido de abandonar todos los cánones existentes.

El tema de fondo es que el mundo vive realidades y circunstancias inéditas: la sociedad del conocimiento, caracterizada por eficientes comunicaciones. Insertarse en los circuitos de la globalización no implica olvidar el pasado ni negar nuestra historia. Tampoco entraña adoptar costumbres de otras naciones. Al contrario: la gran virtud de la globalización es que permite –y de hecho exige–que cada nación emplee sus propios medios y estrategias para fortalecer su capacidad de ser exitosa. El reto consiste en apalancarnos en esas costumbres, tradiciones y habilidades para elevar la calidad de los servicios e incrementar los niveles de productividad, condición necesaria para el crecimiento. Así como nadie puede imaginar que naciones como Alemania o Japón dejen de distinguirse por su habilidad para convertir tradiciones en ventajas comparativas, México tiene la oportunidad de convertir las propias en una ventaja competitiva. Esa es la oportunidad. La pregunta es si quienes aspiran a liderar nuestro destino tendrán la capacidad de comprenderlo.

 

Gobernar

Luis Rubio

La vida política del país se debate en medio de grandes desencuentros. El ejecutivo no se entiende con el legislativo, los partidos están divididos, la población percibe una ausencia total de claridad sobre el futuro. Aunque las campañas presidenciales (tanto dentro de los partidos como a nivel nacional) inexorablemente (y por naturaleza) exageran las diferencias y acentúan las contradicciones, no cabe la menor duda de que el país vive agudas diferencias sobre la manera de enfrentar los problemas que existen.

Lo primero que se requiere para poder resolver un problema es diagnosticar sus causas. En el tema de la reorganización del gobierno, como en tantos otros, con frecuencia ha dominado la ideología o las obsesiones personales sobre la necesidad de partir de un diagnóstico certero. Y esto último es particularmente relevante en dicho tema porque hay un amplio acuerdo entre críticos y comentaristas políticos, así como entre académicos y teóricos en la materia, acerca de la naturaleza de la solución, aunque no necesariamente exista un similar acuerdo sobre las causas del problema.

En un plano abstracto, existe un amplio acuerdo entre los estudiosos de los temas políticos en el sentido de que la estructura de una institución tiene un enorme impacto sobre el comportamiento de los actores políticos que participan en ella. Algunos le asignan un peso importante a la cultura en el comportamiento político, pero son pocos los que disminuyen la importancia de las instituciones en este proceso. Así, la naturaleza de las reglas que establece la institución para sí, o para la relación entre instituciones, impacta de manera decisiva, al grado de llegar a condicionar en muchos casos el comportamiento de sus actores. De esta manera, un diseño institucional adecuado conduce a la colaboración, en tanto que uno deficiente lleva a la confrontación.

En el caso de la arquitectura gubernamental, domina un pensamiento que atribuye las causas de muchas de nuestras dificultades a la separación entre el poder ejecutivo y el legislativo. Se postula que sólo una estructura parlamentaria o semiparlamentaria resolvería los múltiples problemas que esta separación genera. La idea no es nueva: hace décadas que diversos estudios, sobre todo los realizados por analistas y teóricos de las transiciones políticas como Juan Linz y Guillermo ODonnell,, vienen argumentando que los sistemas presidencialistas, la mayoría inspirados por el modelo de gobierno estadounidense, no son aplicables a otras realidades. Su propuesta es la de adoptar sistemas semiparlamentarios que, sin trastocar la institución presidencial en su dimensión como jefe de Estado, permita que el gobierno surja del poder legislativo para asegurar la existencia de una coalición gobernante permanente, al menos mientras dure el gobierno. Mientras que el periodo presidencial sería fijo, el del gobierno dependería de la capacidad de los partidos en el poder legislativo para mantener una coalición en forma.

Quienes proponen este tipo de diseño institucional argumentan que todo en el sistema presidencialista latinoamericano tiende a fragmentar al sistema político, dificultar la toma de decisiones y propiciar crisis de legitimidad y gobierno. Aunque una coalición siempre es posible, la dinámica de un sistema presidencial tiende a agudizar las diferencias en lugar de propiciar el entendimiento y la negociación. Bajo un sistema parlamentario, dicen estos pensadores, el poder legislativo tiene un incentivo natural para producir gobiernos viables, además de legítimos.

En abstracto, la idea parece el colmo de la coherencia, pues enfrenta el problema de la competencia que inevitablemente existe entre los poderes ejecutivo y legislativo en un sistema presidencial, a la vez que propicia la cooperación entre los partidos dentro del poder legislativo. Desde esta perspectiva, un buen diseño de la institución parlamentaria de la que se deriva el mecanismo legislativo que a su vez tiene que producir una coalición gobernante, puede ser la pieza que hacía falta para hacer gobernable al país. Al mismo tiempo, el mecanismo le confiere flexibilidad al sistema para que cuando un gobierno resulte inadecuado o incompetente, pueda ser reemplazado por otro que sí funcione.

Dice un dicho que si algo parece demasiado bueno, probablemente lo es. Y en este tema, la propuesta de solución parece demasiado buena para ser viable. Quienes proponen la construcción de un sistema semiparlamentario tienen como objetivo resolver el entuerto que genera la fragmentación del congreso y la distancia y competencia que genera la naturaleza de la relación ejecutivo-legislativo. Pero ¿qué si el diagnóstico del problema está mal hecho? Así como se propone crear un sistema parlamentario para eliminar la competencia ejecutivo-legislativo que existe en el sistema presidencialista, se podría argumentar que la fortaleza relativa de algunos partidos en el congreso podría orillar a una inestabilidad permanente en un sistema parlamentario, como ocurrió con la cuarta república francesa y el sistema político italiano de la posguerra. Todos los diseños institucionales enfrentan desafíos y no hay un diseño que garantice la estabilidad de un gobierno o la eficacia de sus decisiones.

El diseño del sistema político es clave pero no se puede construir en abstracto. De nada sirve un sistema político que no responde a la realidad del país; si todo el problema consistiera en diseñar el mejor sistema de gobierno (o constitución o programa educativo), los problemas se podrían resolver con la contratación del consultor más agudo del mundo. La realidad es más complicada. Antes de comenzar a revolucionar el sistema político actual, quizá sería interesante hacer funcionar a la democracia para que sea la población la que decida qué es mejor. Pero el principal obstáculo a la democracia en la actualidad es la ausencia de representación política.

El problema de la representación es muy simple: el sistema político mexicano no fue diseñado para representar a la población, fortalecer a la ciudadanía o generar rendición de cuentas. Muchos políticos y estudiosos están preocupados de la disfuncionalidad del gobierno y el conflicto que caracteriza a los poderes, pero no están pensando en el ciudadano que es, o debiera ser, la razón de ser del gobierno. En lugar de preocuparse por la distancia entre el presidente y el congreso, ¿por qué no hacerlo mejor por la enorme (y hasta hoy infranqueable) distancia entre el ciudadano y el poder legislativo que se supone lo representa?

 

Incompatibilidades

Luis Rubio

Como cambian los tiempos. Hace quince años, el reclamo político e intelectual era por la apertura política en vista de que, se argumentaba, la reforma económica había avanzado mucho sin una consecuente liberalización política. Hoy la realidad ha cambiado tanto que lo opuesto parecería ser igualmente plausible. La suma de una sociedad demandante, reformas económicas con profundos efectos políticos y la alternancia de partidos en el poder modificó, de manera radical, el panorama político y económico nacional. Ahora lo único que falta es que la nueva realidad política funcione para hacer posible la prosperidad.

Hace dos décadas el país se encontraba en un momento particularmente delicado: la amenaza de hiperinflación era real y la descomposición social constituía un factor ineludible de la realidad política. Los excesos económicos de los setenta se desdoblaron de un manera violenta al inicio de los ochenta, dejando al país y a toda la sociedad en condiciones sumamente vulnerables. La deuda externa era excesiva y parecía impagable, y muchas empresas se encontraban al borde de la quiebra, todo lo cual se traducía en un patente malestar social. El país tenía que dar un viraje para evitar su colapso. Así comenzó la era de las reformas económicas.

Las reformas comenzaron como un acto de sobrevivencia política. El gobierno se sentía acosado y vislumbraba entonces un futuro incierto y peligroso tanto en términos de estabilidad política como de permanencia del PRI en la presidencia (que, para los priístas, eran una y la misma cosa). Contra lo que muchos suponen, las reformas fueron un intento por mantener el poder pero, como hemos podido constatar a lo largo de estos años, una vez puestas en marcha, éstas tuvieron un efecto político liberalizador porque debilitaron, y en muchos casos extinguieron, los mecanismos tradicionales de control político. Es decir, al darle oxígeno a la economía y atenuar la situación de crisis del momento, las reformas tuvieron el efecto inmediato de afianzar al PRI en el poder. Sin embargo, con el paso del tiempo ese efecto se revirtió, toda vez que esas mismas reformas comenzaron a erosionar el poder gubernamental. Por ejemplo, la liberalización de importaciones quitó al gobierno y a la burocracia el mecanismo más poderoso de control sobre el sector privado. Lo mismo ocurrió con regulaciones en un sinnúmero de actividades y sectores.

Con el tiempo, el péndulo comenzó a moverse de un énfasis casi exclusivo en los temas económicos hacia los temas políticos. La poca afortunada combinación de una sociedad poco preparada para la competencia económica con los errores cometidos en la instrumentación de algunas reformas llevó a la crisis de 1995 y, con ello, a un ineludible viraje político. No tengo duda que la reforma electoral se hubiera dado tarde que temprano, pero es poco probable que ésta se hubiera consolidado en 1996 de no haberse presentado los hechos violentos del 94 y la crisis del 95.

Diez años después, el país es otro. Algunas cosas han mejorado sustancialmente (es drásticamente menor la capacidad de abuso gubernamental, por ejemplo), pero otras no sólo se han estancado, sino que experimentan una franca reversión. Para comenzar, el objetivo de cualquier política pública debe ser mejorar el bienestar de la población y, para un país de nuestro perfil sociodemográfico, la mejor manera de lograrlo es a través del crecimiento económico. Las reformas no lograron ese objetivo fundamental.

Hay un debate, hiperpolitizado por la contienda electoral, sobre la razón por la que las reformas no lograron su objetivo principal. El argumento técnico es que un proyecto de liberalización económica no puede funcionar si no es integral, es decir, en la medida en que persistan áreas, sectores y actividades protegidas, subsidiadas y no sujetas a la competencia, la economía sufre y su desempeño es sensiblemente inferior al que podría o debería ser. El argumento de oposición política plantea exactamente lo opuesto: el problema no reside en lo que no se ha hecho, sino en el corazón del proyecto de liberalización que no es compatible con nuestra historia y forma de ser. Independientemente de los méritos de cada una de estas posturas, parecería evidente que, de aceptarse la segunda línea argumentativa, tendríamos que admitir que el mexicano es un ser inferior a los coreanos, chilenos o españoles, pues todos ellos sí han podido liberalizar sus economías y crecer al mismo tiempo.

A la luz de esta circunstancia, quizá habría que explorar el otro lado de la moneda. Ciertamente, la liberalización económica comenzó siendo impuesta desde arriba y al menos parte de la resaca política que hoy vivimos tiene que ver con ese hecho político. Pero el otro hecho político es que, más allá de la contienda electoral actual, la economía mexicana se encuentra estancada más por ese revanchismo que nuestra incipiente democracia ha hecho posible que por la existencia de una profunda diferencia entre las posturas partidistas. Me explico: evidentemente existen acusadas diferencias entre los partidos, pero muchas de éstas son más producto de un cálculo político y de un sentido vengativo respecto al pasado, que de una total incapacidad para llegar a un acuerdo respecto al futuro. Puesto en términos rusos, la perestroika fue insuficiente y nuestra glasnost reciente ha hecho imposible avanzar de manera contundente para hacer posible lo que los coreanos, españoles o chilenos ya dan por hecho.

Independientemente del resultado electoral del próximo año, el país tendrá que confrontar la necesidad de resolver su parálisis actual. Algunos candidatos sueñan con una mayoría real o virtual en el congreso, lo que, estiman, les permitiría gobernar al viejo estilo priísta. Lo paradójico es que, por muchas críticas y quejas que emanan de la sociedad, la población ha comenzado a reconocer en la liberalización económica y política a su principal aliado frente al potencial abuso burocrático y gubernamental. Reconociendo ese potencial de abuso, los electores han votado, de manera sistemática, por un impasse entre el poder ejecutivo y legislativo. Esto sugiere que la población no quiere a un gobierno que centralice el poder, sino a uno que sepa conducir la glasnost, la apertura política, para ponerlo al servicio del crecimiento económico. No tiene por qué haber contradicción entre apertura política y liberalización económica: la última década ha probado que las dos son indispensables para el éxito del país. El problema hoy es que hay glasnost pero no perestroika.

 

México aislado

Luis Rubio

Como México no hay dos, reza el dicho popular. Y es cierto, el México que se discute en las calles y es materia de debate político se encuentra, en la mayoría de los casos, muy distante del resto de los países del orbe. Mientras que en Asia, por citar un ejemplo, todas las naciones que hace no muchos años temían por el crecimiento económico chino han enfrentado con relativo éxito sus dilemas, en México no existe el menor sentido de urgencia. Parecería como si la economía mexicana estuviera creciendo a un ritmo tan elevado que nadie tendría porqué albergar duda alguna sobre su viabilidad futura. Pero ese México aislado del imaginario colectivo no tiene futuro y es imperativo actuar al respecto.

El problema es doble: por un lado, la economía no avanza, ciertamente no al ritmo que exige nuestra realidad demográfica y socioeconómica; y, por el otro, el país ha perdido su antigua capacidad para tomar decisiones de manera efectiva. Ambos lados del problema reflejan una nueva realidad, tanto interna como externa. El mundo en el que vivimos ha cambiado de una manera dramática en las últimas décadas, creando condiciones nuevas, de hecho inéditas, para todas las naciones del mundo. La situación de aislamiento relativo del resto del mundo que caracterizaba a las naciones hace décadas, ha desaparecido, obligando a todas y cada una de ellas a replantearse su manera de ser y actuar.

Lo que le ha ocurrido a México no es excepcional en el mundo. Todos los países se han visto impactados por un conjunto de estímulos semejantes. La diferencia reside en la forma como cada nación ha reaccionado. Algunos países se han transformado de una manera tan integral que se han convertido en ejemplo (y no poca envidia) para todos los demás. Ese es el caso de Irlanda y Estonia, pero también de Corea, Chile y España. Otras naciones han encabezado movimientos transformadores, pero es quizá la transformación de China la que más ha impactado no sólo a su región inmediata, sino al mundo en su conjunto.

El primer gran cambio ha sido tecnológico, sobre todo en materia de comunicaciones, y ha hecho insostenibles a muchos regímenes políticos que antes sobrevivían gracias a su aislamiento. Las naciones que optan por ignorar esta realidad tienden a empobrecerse con enorme celeridad, como ilustran fehacientemente los casos de Cuba o Myanmar. El mundo ha cambiado, imponiendo una nueva realidad a todas las naciones. El impacto de todo esto sobre México ha sido enorme y lo será cada vez más, nos guste o no.

Por si el cambio genérico no fuese suficiente, ahí está el gigante asiático que no sólo ha despertado, sino que hace olas por donde se mueve. El impacto de China en el mundo ha sido vasto, pero poco entendido. En los setenta, el nuevo liderazgo de aquel país reconoció tanto los límites de su aislamiento como el enorme desperdicio que representaba marginar (y condenar a la pobreza) a una población con una historia tan larga y relevante, por razones esencialmente ideológicas. La revolución emprendida por Deng Xiaoping ha obligado al resto del mundo a ajustarse.

Nuestros problemas son distintos a los de países como Japón y Brasil, pero similares en un sentido neurálgico. Al igual que esos países, hemos sufrido una situación de parálisis interna y enormes dificultades para definir un rumbo. Aunque las características de cada país son distintas, el hecho es que todos parecemos incapaces de enfrentar nuestros retos más fundamentales. A diferencia de ellos, nosotros tampoco hemos sido capaces de aprovechar las oportunidades que sí existen. Los gobiernos de Brasil, Argentina y Australia son populares no porque hayan hecho su chamba (preparándose para lo que viene a través de grandes reformas estructurales como las que caracterizan a Irlanda, Corea, Estonia y demás), sino porque han aceptado la realidad del mundo y actuado en consecuencia.

México se ha quedado electrizado y sin poder moverse como quedó aquel proverbial canguro frente a las luces de un automóvil. La realidad cotidiana nos demuestra que el país no está aislado del resto del mundo y que nuestros problemas reflejan en buena medida la incapacidad para ajustarnos a la cambiante realidad. No hemos resuelto nada: ni se ha avanzado en la reconstrucción institucional del país, de la cual se habla mucho pero no se hace nada, ni se han adoptado las medidas necesarias para hacer posible el crecimiento de la economía en el largo plazo. Aunque no faltan propuestas de solución en ambos frentes, en el económico y en el político, hemos sido incapaces incluso de definir el problema. La lógica diría que el primer requisito para poder resolver un problema es identificarlo y definirlo. Pero no hemos sido capaces de ello y existe el riesgo de que se adopten soluciones que empeoren el estado de las cosas. Si aceptamos la validez del refrán en río revuelto ganancia de pescadores, parece que en México los únicos que avanzan son los intereses particulares.

Si pretendiera uno reducir nuestros problemas a una palabra, concluiríamos que nuestro verdadero dilema reside en la productividad. A nadie, especialmente a los políticos y a quienes se interesan exclusivamente por lo político, le gusta hablar de temas tan etéreos como el de la productividad, pero ahí se resume nuestro problema. La productividad, decía un agudo analista económico, no lo es todo pero, en el largo plazo, es casi todo, pues ésta determina la tasa de crecimiento de una economía, la disponibilidad de empleos y los niveles de ingreso de la población. La productividad nunca ha sido el fuerte de nuestro país, lo que explica en buena medida nuestro nivel relativo de pobreza y riqueza.

En efecto, la productividad no lo es todo, pero constituye un buen resumen de nuestra realidad. El debate que debería tener lugar en el país es sobre cómo ajustar la economía a la realidad mundial, como atraer inversión, elevar el intercambio económico y fortalecer nuestro desarrollo tecnológico. En lugar de eso, la atención está concentrada en los videoescándalos, la grilla electoral y las novedosas formas que cobra la dinámica electoral en el país.

Lo que se requiere para avanzar es menos ambicioso de lo que se cree, pero sí requiere claridad de propósito, al menos eso. Lo fundamental es romper con el círculo vicioso que nos tiene atorados y que, en su faceta más básica, consiste en pretender que aquí no pasa nada, no hay que hacer nada y todo se va a resolver solo. No hay como la complacencia para destruir un país.

 

Tres candidatos

Luis Rubio

Tres candidatos, tres perspectivas, tres mundos. Así pueden resumirse las posturas que presentaron el trío de contendientes a la presidencia dentro del proyecto Diálogos por México, de la empresa Televisa. Lo más destacable de sus respuestas a los cuestionarios y entrevistas televisadas los pasados sábados, es la diferencia abismal que cada uno muestra con respecto al país y su futuro, así como frente al momento que vivimos. Se trata de ventanas que contribuyen a revelar las visiones de quienes aspiran a gobernarnos a partir del año próximo: quiénes son, cómo se organizan y cómo entienden al momento que vive el país.

Todo, desde la forma, es sugerente de lo que cada candidato postula y pretende para el futuro del país. Roberto Madrazo formula una plataforma de campaña que no establece más que las líneas generales de lo que presume sería su gobierno; el resultado es una visión tradicional, pero muy descuidada: tradicional en su contenido, sin compromisos específicos, planteamientos vagos y una impresionante mezcolanza de temas, ideas y posturas. Felipe Calderón pone menos atención a su campaña que a su proyecto de gobierno: los temas cuadran entre sí y no se notan mayores diferencias o contrastes entre las manos que lo integran. Se trata de un planteamiento integral sobre el futuro. Andrés Manuel López Obrador, por su lado, convoca a la lucha por la presidencia: el texto y su presentación están saturados de lemas, frases atractivas, búsqueda de apoyos en todos los ámbitos, grupos y sectores de la sociedad pero, más allá de grandes objetivos, muy poco contenido específico sobre lo que haría en caso de llegar a la presidencia (http://www.esmas.com/dialogospormexico).

Los tres candidatos entienden al mundo de maneras disímbolas y perciben su papel en el proceso de maneras radicalmente distintas. Aunque claramente este tipo de proyectos y programas está enfocado a lo que el gobierno actual denominó el “círculo rojo” (que incluye a los políticos, medios de comunicación, líderes de opinión y todo aquel que discute y procesa los temas políticos, a diferencia del “círculo verde”, integrado por el resto de la población), los candidatos vieron en estos “diálogos” televisivos oportunidades distintas, proyectando sus prejuicios, preferencias y estrategias.

Tanto en el cuestionario como en la entrevista, Calderón se asumió como un presidente en funciones que presenta su proyecto de gobierno. El cuestionario lo organizó como una estrategia para el gobierno, donde cada uno de los componentes se vincula entre sí y las piezas del rompecabezas cuadran unas con otras. A partir de cinco estrategias articuladoras sobre los temas que él concibe clave para el desarrollo, presenta un panorama de oportunidades con vistas al futuro. Más que nada, lo que distingue al planteamiento de Calderón es su convicción de que el futuro se va a anclar en el presente (en vez de ignorar o pretender modificar lo que ya existe) y que es preciso trabajar con lo que hay, con el congreso y los partidos para poder avanzar hacia adelante. Entiende al mundo como un espacio que condiciona y limita las opciones para el país, pero también como una fuente de oportunidades que no se han explotado para ser exitosos.

Para López Obrador los Diálogos fueron una ocasión para presentar su estrategia para llegar a los Pinos. Aunque el texto y su entrevista incluyen numerosas menciones de lo que haría en sectores o ámbitos de la política pública, su énfasis en el texto y la entrevista es menos el de explicar en qué consistiría su gobierno que en ganar adeptos para su objetivo exclusivo: ganar las elecciones. Su propuesta se distingue de las otras en dos vertientes muy claras: por un lado, el tono militante de su proyecto y, por el otro, en los ejes que lo articulan. El tono de la propuesta es beligerante, crítico y directo: se definen responsables y se denuncian actores, se convoca a la participación activa y se ofrecen seguridades a diversos sectores e intereses clave del país. El eje articulador es el  combate a la desigualdad social y la reorganización del gobierno para que atienda sus responsabilidades fundamentales. Por encima de todo, más que un programa de gobierno, se trata de una causa a la que se invita a la ciudadanía a sumarse a través de un conjunto de atractivos llamados.

Roberto Madrazo presenta un texto inconexo, en el cual, más allá de generalidades como “crear las condiciones para elevar en forma sostenida las tasas de crecimiento económico y un mecanismo de concertación efectivo para la generación de empleos”, no hay un eje articulador. Sin embargo, por encima de los descuidos y perceptibles diferencias de énfasis e, incluso, objetivos expresados a lo largo del texto y la entrevista, hay dos cosas que son distintivas de su enfoque. Primero, una acusada confianza en los instrumentos y medios que se pueden emplear para lograr los objetivos que plantea y, segundo, una visión de continuidad con lo existente. Es decir, Madrazo se postula como un presidente capaz de hacer posible el crecimiento económico y el desarrollo del país que tanto se prometió pero poco se logró en los últimos años. Notable en su propuesta es el tono relajado, confiado y enfático de su esquema.

Cuando un candidato diseña su estrategia, busca enfatizar sus fortalezas y minimizar sus debilidades. Esto es no sólo mercadotecnia política, sino parte integral de la naturaleza humana. Lo interesante del ejercicio realizado en estos Diálogos es que los candidatos tuvieron que atenerse a las reglas establecidas en la convocatoria y a las preguntas del cuestionario (que son las mismas para todos). Esto abre una oportunidad excepcional para analizar y comparar las posturas de cada uno de ellos, a la vez que otear las características más sobresalientes de su personalidad y modo de proceder. Al comparar los textos y entrevistas, resulta evidente quién es quién y qué quieren lograr. La oferta de López Obrador se reduce a una amplia explicación y manifiesto de por qué tiene que ser electo (para cambiar el pasado, reducir la desigualdad, etc.); la de Madrazo a mostrar que va a ser presidente (porque le toca y se lo merece); y la de Calderón a explicar para qué va a ser presidente (para construir el futuro y lograr el desarrollo).

Es su primer encuentro con Putin, Bush hizo el comentario de que, al verlo directo a los ojos “había visto su alma”. Estos cuestionarios no permiten ver tanto, pero son mucho más reveladores de nuestros candidatos de lo que uno podría imaginar.

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Otra Revolución

Luis Rubio

Los aniversarios celebran el pasado pero el país necesita concentrarse en el futuro. La Revolución Mexicana que hoy se festeja ha quedado bien consagrada en los libros de texto y en la parafernalia política; lo que hoy se requiere es una revolución pero en la manera de pensar, de organizarnos y de construir el futuro.

Sin la Revolución de 1910, México no habría podido construir la plataforma institucional que, por muchas décadas, le permitió la estabilidad política necesaria para el crecimiento económico. Pero hace mucho que esas estructuras dieron de sí. Lo que antes era estabilidad, hoy es criminalidad; y lo que antes era certidumbre, hoy ha pasado a ser impunidad. A pesar de la evolución institucional (pensemos simplemente en la democracia electoral), el país no ha logrado recobrar su camino y sentido de dirección. A México le urge una nueva manera de ver hacia adelante para efectivamente construir un futuro mejor.

En el mundo en que vivimos no es posible definir el futuro por la pura fuerza de los deseos y las preferencias. Más bien, lo indispensable es pensar al revés: evaluar las posibilidades que nos ofrece el futuro para después regresar a plantear lo que es imperativo hacer hoy para ser exitosos en aquel escenario. Esta forma de ver las cosas rompe con todo lo que es y ha sido México, así como con la forma en que ha sido conducido por décadas. Pero es la única forma de avanzar, pues la alternativa es continuar con un desempeño económico y político mediocre per secula seculorum.

Por supuesto, nadie puede predecir el futuro, pero hay elementos que nos permiten avizorar las características más sobresalientes de lo que viene o, al menos, los factores que serán determinantes del funcionamiento de los países y sus economías. Para comenzar, hay dos tendencias que parecen evidentes en nuestro devenir: una es la creciente importancia del capital humano en el desarrollo económico y la otra reside en la relevancia que tienen los mercados en el desarrollo de las sociedades y economías. Ambas tendencias tienen dinámicas propias, así como fundamentales consecuencias políticas y sociales.

Cuando uno piensa en economía, tiende a imaginar la producción de bienes materiales tanto en la agricultura como en la industria. El problema es que en la medida que un número cada vez mayor de naciones interactúa a través del comercio y la inversión, la mayor parte de esos bienes agrícolas y manufacturados se convierten en mercancías cuya rentabilidad disminuye de manera sistemática. No es casual que la planta productiva tradicional del país pierda terreno y rentabilidad de manera constante. La generalidad de los productos mexicanos son indistinguibles de los que se fabrican en otras latitudes, razón por la cual su capacidad de competir depende enteramente de su calidad y precio. El punto es que mientras nuestra producción se limite a bienes en casi nada diferentes a los del resto del mundo, su rentabilidad seguirá disminuyendo.

Lo que genera valor excepcional en la economía mundial de hoy es el raciocinio, es decir, no la fuerza física de la mano de obra tradicional, sino la capacidad intelectual que se traduce en logística, creatividad artística y desarrollo de servicios del más diverso tipo. Pero en el país, con algunas excepciones, persistimos en la vieja manera de ver y hacer las cosas: en lugar de avanzar hacia el terreno de los servicios de alto valor agregado, seguimos empeñados en mantener (y, ahora, proteger) una estructura productiva que será cada día menos atractiva tanto en términos de empleo como de remuneración.

Al mismo tiempo, si queremos reorientar la planta productiva para que ésta sea capaz de agregar cada vez más valor, y con eso generar más empleos y mucho mejor remunerados, tendremos que modificar radicalmente tanto al sistema educativo (y la forma de enseñar), como los incentivos que tienen tanto los estudiantes como los maestros. En la actualidad, el personal capacitado para esa nueva era es mínimo, circunstancia que explica, al menos en parte, el pobre desempeño de la economía en términos de generación de empleo y el poco atractivo que representa el país para la inversión productiva en los ámbitos que mejores empleos crean: los servicios de alto valor agregado.

Por su parte, los mercados se han convertido en el punto de referencia clave para el desempeño económico. Con excepción de países que cuentan con recursos naturales excepcionales para su tamaño (como el petróleo para Arabia Saudita y Venezuela), lo que les permite cierta autonomía de los mercados (hasta que se vuelvan a caer los precios de esos recursos naturales, claro está), todos los demás países viven dentro de un contexto en el que aquéllos son cada vez más determinantes para el éxito económico. Este factor puede parecer intolerable a muchos de nuestros políticos que, educados en otro contexto ideológico y/o temporal, repudian esta manera de ver al mundo, pero las últimas décadas de pobre desempeño económico deberían ser aliciente suficiente para  convencerlos de que no hay más alternativa. La evidencia mundial es contundente en otro aspecto: los países que han pretendido sustraerse de los mercados son los que peor desempeño han registrado. Esa es la razón por la cual naciones tan distintas como Rusia, China, Francia y otros escépticos de los mercados son activos partícipes en los mismos: reconocen que no hay otra opción.

Un mundo descentralizado y cada vez más interconectado obliga a cambios que eran impensables hace sólo unos cuantos años. La descentralización económica va de la mano con la política y la pérdida de poder de un gobierno federal es inevitable, además de natural. De la mano de lo anterior, se advierte una explosión de instrumentos en manos de la ciudadanía (sobre todo a partir de Internet) que va a revolucionar las formas de interacción entre ciudadanos y gobernantes. Es decir, un mundo dominado por mercados, ciudadanos cada vez mejor capacitados y descentralización de la información es también un mundo en el que el poder se dispersa, abriendo oportunidades excepcionales para el desarrollo no sólo económico, sino también democrático. Por dos décadas, en México se ha impedido que estos cambios se den, lo que se traduce en la parálisis que hoy nos caracteriza. La alternativa, como bien lo ilustra España, es no sólo aceptar la realidad del mundo de hoy, sino abrazarla de manera convencida. España muestra no sólo que se puede, sino que se puede ser extraordinariamente exitoso en el camino.

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Crecimiento económico a voluntad

Luis Rubio

Tal vez no haya tema en el debate público y en la política nacional más polémico, y al mismo tiempo más corriente, que el del pobre desempeño de la economía mexicana en las últimas décadas. Nadie puede disputar nuestros miserables resultados en este campo. Sin embargo, la discusión, ya añeja, tiene menos que ver con la economía misma que con visiones muy distintas del país y del mundo. Para unos, el desarrollo comienza y termina con el gobierno como factotum de la vida económica,  política y social. Para otros, el meollo está en la centralidad del mercado, donde el papel del gobierno es crucial, pero limitado a establecer las reglas del juego, regular la actividad económica y asegurar igualdad de oportunidades y equidad en el acceso al mercado. Como en el pasado mediato, la sociedad mexicana está, una vez más, inmersa en un debate más ideológico que práctico y más dogmático que analítico. Es tiempo de comenzar a situarnos en la realidad de hoy, que poco o nada tiene que ver con la que determinó el tipo de “modelo de desarrollo” que el país siguió hace años o décadas.

Es importante comenzar por situar el problema en su justa dimensión, es decir, los números, el contexto y la naturaleza de lo que se discute. Cada uno de estos elementos determina la conclusión a la que uno llega. En primer lugar, los números no están a discusión: la economía mexicana creció a razón de 3.6% per cápita en la era del desarrollo estabilizador (sobre todo a partir de 1952 y hasta 1970). En comparación, la economía experimentó un crecimiento poco menor a 1% en términos per cápita de 1983 a 2004. Pero antes de inferir la conclusión que parecería obvia de esta comparación, es importante entender lo que los números incluyen, pues de otra forma podríamos elegir a discreción cualquier periodo y construir un argumento convenenciero sin relevancia alguna. Resulta de particular importancia resaltar que el periodo que uno escoja para evaluar el crecimiento lleva en sí la conclusión: por ejemplo, si uno incluye la década de los ochenta, periodo en el que el país tuvo que amortizar la enorme deuda contraída en los setenta, los resultados se alteran dramáticamente. Si, en cambio, uno toma el periodo de 1989 a 2004, en lugar de 1983 a 2004, el resultado es distinto ya que el crecimiento per cápita fue de casi 2%, cifra todavía baja, pero el doble de la que resulta con el cálculo anterior.

Dado el ambiente de confrontación en que se discuten –es un decir- estos temas en la actualidad, la forma de comparar es definitiva. Para quienes pretenden ensalzar al desarrollo estabilizador, lo conveniente es ignorar la década de los setenta, pues ésta da al traste a sus prejuicios, a la vez que es imperativo incluir a los ochenta en el cálculo del desempeño de la economía bajo el “nuevo modelo”, pues eso lleva a su descalificación sin mayor necesidad de análisis. Dicho lo anterior, hay dos cosas que no aceptan discusión: una es que el país efectivamente experimentó una era de jauja en los cincuenta y sesenta, que los setenta, aunque hubo crecimiento, fueron de desperdicio, exceso y corrupción, los ochenta de crisis y desde los noventa de un cambio de modelo que no ha probado su eficacia. Lo otro que no está, o no debiera estar, en discusión es el hecho de que el mundo de los cincuenta y sesenta en nada se parece al que existe a partir de los noventa.

La economía de un país no es independiente del sistema político, por un lado, y de la realidad internacional, por el otro. De la misma manera, el desempeño de la economía mexicana en una década no se puede disociar de lo ocurrido en una anterior: los setenta no se pueden explicar sin los sesenta y los ochenta  sin la estrategia, si así se le puede llamar a lo que pasó en los setenta, seguida en ese periodo. Puesto en términos llanos, aunque el desempeño de la economía en los sesenta y setenta fue excepcionalmente robusto, la esencia del modelo que se siguió en ese periodo no fue sostenible. Es decir, aunque el gobierno de Echeverría optó por abandonar la estrategia económica seguida en las décadas anteriores, lo cierto es que dicho modelo había llegado a su límite. La economía mexicana requería un cambio de estrategia en 1970. Lamentablemente, el viraje que se dio no fue el adecuado.

Es fácil llegar a conclusiones erróneas respecto al buen desempeño del desarrollo estabilizador, sobre todo porque la realidad de entonces en nada se asemeja a la actual. La estrategia del desarrollo estabilizador dependía de dos factores fundamentales: primero, las exportaciones sobre todo agrícolas y mineras que financiaban las importaciones de materias primas, maquinaria y otros insumos para el desarrollo industrial. Segundo, el gobierno administraba la actividad económica tanto en el sentido macroeconómico (estabilidad financiera), como en el microeconómico, sobre todo a través de subsidios, permisos de importación, etcétera. El modelo del desarrollo estabilizador se vino abajo por dos razones: a) porque el descenso de las exportaciones agrícolas comenzó a generar problemas en la balanza de pagos; y b) porque, dado el tamaño del mercado mexicano, la industria no podía producir a escala competitiva, lo que se traducía en productos de baja calidad, caros y sin opciones para el consumidor intermedio o final. El punto es que se abandonó el desarrollo estabilizador porque éste estaba haciendo agua.

La visión que gobernó a la economía desde algunos años después de la Revolución y hasta 1970, respondió esencialmente a las circunstancias particulares de la época. El gobierno revolucionario era el único capaz de promover el desarrollo en una sociedad fundamentalmente rural y todo su esfuerzo se enfocó a desarrollar una plataforma industrial, una clase media y un sector agrícola de exportación. Fue gracias al gobierno que el país se estabilizó y experimentó tasas elevadas de crecimiento. Pero eso ocurrió en contexto que nada tiene que ver con la realidad de hoy: la de entonces era una sociedad exhausta por los años de desmanes revolucionarios, el gobierno era todopoderoso, los desafíos que se enfrentaban eran de orden interno y, con la mayor de las frecuencias, producto de disputas intestinas dentro del propio régimen. Mientras el gobierno cuidara los equilibrios económicos fundamentales mantuviera un control político efectivo e invirtiera en infraestructura, la respuesta del sector privado era inmediata.

La realidad de hoy nada tiene que ver con aquel mundo que tanto atrae a políticos que añoran tener el control del país en sus manos. Hoy el país cuenta con una sociedad mayoritariamente urbana, con una clase media amplia y crítica y un sector empresarial desarrollado que ya no acepta la imposición gubernamental. Todo esto existe en un entorno internacional que impide el aislamiento, así como la adopción de medidas unilaterales de promoción, subsidio o protección. De hecho, si uno analiza la dinámica política que envolvió las decisiones en materia económica desde mediados de los sesenta, lo evidente es que el problema del país fue esencialmente político, no económico: desde mediados de aquella década fue evidente que el modelo del desarrollo estabilizador era inviable y que la solución técnica residía en una apertura gradual de la economía; sin embargo, el gobierno optó por no actuar al respecto para no comprometer las posibilidades del entonces secretario de Hacienda de llegar a la presidencia. De la misma manera, el viraje de los setenta tuvo mucho que ver tanto con el movimiento estudiantil del 68 como con el deseo de retener el control gubernamental de la economía aun si eso llegara a implicar el colapso económico. En los ochenta, el gobierno no tuvo más remedio que lidiar con el exceso de deuda contraída al amparo de los sueños de gigantismo que caracterizaron a la década precedente: no había de otra.

Independientemente de la corrupción y los errores de los noventa y, de hecho, de mediados de los ochenta para adelante, el gobierno optó por emprender ambiciosas reformas económicas no porque quisiera perder control sobre la economía, sino porque estaba respondiendo a dos dinámicas fundamentalmente políticas: a) los costos políticos crecientes del estancamiento económico; y b) la urgencia de atraer inversión privada para generar empleos y crecimiento. El cambio de modelo que se verificó en ese periodo reconocía que el crecimiento ya no se podría generar a partir de las estrategias seguidas durante el desarrollo estabilizador y que la inversión no prosperaría a menos de que se crearan condiciones para atraerla. Es decir, más allá de preferencias o de errores de cualquier naturaleza, la estrategia seguida en los últimos lustros era al menos un intento de respuesta a la realidad del momento.

Hoy el país vive un momento decisivo: o camina hacia adelante o se va para atrás. El statu quo es insostenible. Es evidente que el crecimiento de la economía es insuficiente, pero las respuestas que se dan para elevarlo suelen ser tan pobres como dogmáticas. Los dogmas provienen de planteamientos ideológicos que poco sirven al proceso de decisión. Una visión sostiene que la salida depende de reconstruir las políticas de los cincuenta y sesenta, cuando esto es imposible a todas luces. Otra visión supone que dos o tres cambios específicos (las famosas reformas) transformarán al país de la noche a la mañana. La realidad es que nos hemos quedado varados en un proceso en el que el gobierno ya no tiene mayor influencia en el desempeño económico más allá de las variables macroeconómicas, en tanto que el mercado no opera más que en el plano comercial. Es decir, la mexicana ya no es una economía centralmente administrada, pero tampoco es de mercado. El peor de todos los mundos posibles.

No hay duda que es envidiable el crecimiento experimentado por sociedades como las asiáticas, Chile, Canadá o España. Pero su éxito reside precisamente en que se han adecuado a la realidad de su tiempo, han creado estructuras legales y regulatorias modernas, se orientan a la economía del conocimiento y no se pierden en sus objetivos. Nosotros, en cambio, nos empeñamos en ver para atrás en lugar de planear hacia el futuro. Lo envidiable no es el crecimiento que esos países han registrado, sino el hecho de que viven en el mundo real.

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Impunidad

Luis Rubio

Los mexicanos nos estamos acostumbrando a vivir en la absoluta impunidad y nadie sabe cuáles serán las consecuencias de ello. La impunidad está en todas partes y se aprecia hasta en los detalles más irrisorios. La partidocracia impone sus reglas y no hay nadie que lo pueda impedir; el poder judicial, sobre todo a nivel local, es corrupto, abusivo y cada vez más poderoso, sin ningún contrapeso que lo limite; los sindicatos poderosos hacen de las suyas consuetudinariamente y exprimen al erario (o sea, a los contribuyentes) en aras de su beneficio personal; el gobierno prácticamente no existe y no hay quien pueda exigirle cuentas; el congreso y el senado cacarean iniciativas fuera de toda realidad; y, por si lo anterior no fuera suficiente, la población vive entre la incertidumbre, la inseguridad física y la patrimonial, todas ellas permanentes. Ningún país puede avanzar de esta manera y no es casual que el nuestro persista paralizado.

La impunidad está en todas partes. No hay minuto del día en que el ciudadano se sienta con la certeza de que sus derechos serán protegidos o que su persona estará bien resguardada. El pequeño empresario vive expoliado por inspectores y burócratas: da lo mismo si se trata de quienes asaltan su negocio o los que le quitan el tiempo en trámites repetidos, absurdos e innecesarios. Los jueces son impredecibles: igual perdonan que castigan sin que medie explicación alguna, además que con frecuencia actúan en contubernio con burócratas, funcionarios o partes interesadas. El hecho es que el ciudadano común y corriente vive acosado por autoridades y burocracias que jamás han reparado, ni por asomo, que su empleo está subordinado a la ciudadanía o, al menos, que se le debe a ésta. La impunidad es rampante y eso sin considerar el entorno general, que, todos sabemos, no es legal ni lo pretende.

La impunidad no es algo nuevo en la sociedad mexicana, pero ahora se ha convertido en la constante que está presente en todas partes y que explica, al menos en alguna medida, el comportamiento de muchos mexicanos: desde los que se van del país en busca de una mejor oportunidad, hasta los que se agandallan todo lo que puede pues no hay futuro que valga. La impunidad produce comportamientos anómalos y antisociales, una verdadera anomia, comportamientos que pronto se tornan naturales, lógicos y, en esa perversidad, también legítimos. La asociación que muchos políticos hacen de pobreza con criminalidad es un ejemplo perfecto de cómo, en este mundo de perversión e impunidad, se tergiversa la realidad para avanzar una causa política.

Aunque la impunidad tiene una larga historia, en el pasado se trató siempre de una excepción. Por supuesto, existía la institución de la mordida, pero también mecanismos (políticos, no legales) para controlar sus excesos. Algo similar ocurría con la criminalidad, que era, literalmente, administrada por el sistema. Ese sistema, construido luego de la gesta revolucionaria, nunca logró (ni pretendió) crear un sistema basado en la legalidad y acorde con las demandas ciudadanas, pero sin duda tenía por cometido organizar a la sociedad y los procesos productivos para avanzar el desarrollo del país. Ese sistema de instituciones no era democrático ni siempre respondía al reclamo ciudadano, pero cumplía la función de limitar excesos y administrar la impunidad.

El deterioro del viejo sistema priísta, que comenzó a fines de los sesenta y se aceleró año con año, abrió la caja de Pandora. Por un lado, el gobierno, que antes recurría a controles autoritarios ante la menor provocación (como ilustra el 68 mejor que nada), se convirtió en el principal promotor de las causas ilegales. A partir de los setenta, mucho de lo que antes era institucional, pasó a ser ilegal: antes, las organizaciones medulares del sistema eran las que se integraban a los llamados sectores del partido (CNC, CNOP, CTM). A partir de ese momento, la vida partidista, y cada vez más, la urbana, comenzó a caracterizarse por organizaciones cuyo origen y realidad era la ilegalidad: invasores de predios y taxis tolerados, comerciantes ambulantes y grupos de choque. El sistema, que se percibía a sí mismo como ilegítimo, dejó de cumplir la función de administración de la impunidad que por tantos años había servido al desarrollo, para convertirse en el gran promotor de la ilegalidad, la impunidad y la corrupción.

La derrota del PRI en 2000 acabó por destruir lo poco que quedaba de la antigua estructura institucional. Pero ese cambio, aunque nada novedoso, fue dramático. Si bien la estructura institucional había experimentando un deterioro constante, persistente y sistemático a lo largo de tres décadas, la institución presidencial mantenía muchas de sus estructuras y ciertamente sus mecanismos, comenzando por los que se derivaban de la relación PRI-presidencia. Ese dúo dinámico le confería a la presidencia instrumentos y oportunidades inimaginables en cualquier democracia.

La llegada de un nuevo gobierno con otro perfil partidario en 2000, cambió al país para siempre, pero no necesariamente para bien. Aunque el viejo sistema había experimentado un deterioro sistemático, prácticamente nada se había hecho para construir y desarrollar instituciones que sirvieran para ejercer las funciones gubernamentales más elementales, comenzando por la seguridad pública. El gobierno que fue inaugurado en diciembre de 2000 no contaba con las facultades de antaño, no tenía experiencia alguna en el ejercicio de las funciones gubernamentales y no entendió la precariedad del momento. El efecto de estos tres factores fue la migración del poder.

Súbitamente, la otrora omnipotente presidencia mexicana, cedió sus poderes, sin darse cuenta, a quien supo acapararlos. Los partidos afianzaron la posición que la reforma electoral de 1996 les había otorgado como monopolio exclusivo del poder en el país. El congreso se convirtió en el gran contrapeso del poder presidencial, en tanto que los gobernadores pasaron a ser amos y señores de sus regiones, inspirando ese famoso dicho que dice que México transitó de la monarquía al feudalismo. Si esa migración de poder se hubiera limitado a los poderes legalmente establecidos, la situación hubiera sido una de desequilibrio, pero no más. Desafortunadamente, el poder no sólo pasó a esas entidades, sino que igual migró a los narcotraficantes, criminales y guerrilleros, sindicatos corporativos y toda clase de grupos e intereses particulares, muchos de ellos ilegales.

La impunidad pasó a ser la nueva realidad del país. En ausencia del viejo presidencialismo, desaparecieron los mecanismos que antes habían permitido una convivencia pacífica y un desarrollo económico insuficiente, pero más o menos funcional. Ese sistema resultó ser insostenible en una sociedad creciente y pujante, pero funcionó por décadas hasta que se murió por inanición y por falta de visión: inanición por la desaparición paulatina de sus fuentes de sustento; y falta de visión porque no fue capaz de construir estructuras institucionales nuevas, idóneas para una sociedad democrática. El resultado de ese choque de intereses y ceguera produjo la patética realidad de hoy. Peor, creó un conjunto de círculos viciosos que hacen muy difícil romper la espiral de impunidad y corrupción cotidianas.

Hay dos maneras de romper el círculo. Una es acabando con la incipiente democratización del poder que ha experimentado el país en años recientes. Eso es precisamente lo que hizo el presidente Putin en Rusia: en sólo unos cuantos meses, acabó con la elección directa de gobernadores y retornó al viejo sistema de nombramientos centralizados; de la misma manera, acorraló al parlamento, limitó la disidencia y controló sus procesos internos. Al recentralizar el poder, el presidente ruso construyó nuevas instituciones, fortaleció las policías y logró un amplio apoyo popular. Aunque la Rusia actual no se parece en nada al viejo sistema comunista, el experimento democrático de los ochenta se disipó como agua entre los dedos.

La otra manera de romper el círculo vicioso es que los partidos pierdan su monopolio absoluto del poder y comiencen a favorecer una reconstrucción institucional, en aras de, al menos, contener la impunidad. Hasta la fecha, la partidocracia en que se ha convertido este sistema, ha afianzado su poder, impidiendo cualquier bocanada de oxígeno al sistema y cancelando toda oportunidad de crear mecanismos de rendición de cuentas, representación ciudadana o efectiva participación de la sociedad en el ejercicio del poder. Los tres partidos grandes, encumbrados por la ley del 96 en dueños del poder político, controlan un espacio decreciente de la vida del país (pues su contraparte, que no es la ciudadanía, sino todos los intereses y grupos ilegales de esta sociedad, crece más rápido) y arriesgan, cada día que pasa, la posibilidad de acabar siendo rebasados por esa otra realidad del país, la impunidad.

El gobierno actual está totalmente rebasado. La impunidad crece de manera sistemática en todos los frentes. El de la inseguridad pública es tan sólo el más evidente, pero dista de ser el único. Impotente frente a los partidos políticos, el gobierno ha optado por cacarear logros por demás dudosos, además de que esa campaña resulta contraproducente, pues acaba por confirmar su estrepitoso fracaso para contener la ola de deterioro institucional que heredó en 2000. Por su parte, los tres partidos grandes, sumidos en la lucha por la sucesión, parecen incapaces de reconocer lo precario de su reino y el tamaño del riesgo que, de manera implícita, están asumiendo.

Los partidos y sus políticos tienen que decidir si conceden, por diseño o por default, el poder a las mafias de sindicatos, narcos y criminales, o si, en un acto de reconocimiento de lo obvio, comienzan a edificar mecanismos institucionales que den forma a un país moderno donde la ciudadanía es el centro de atención del gobierno y la política. Sólo así podrán comenzar a revertir la ola de la impunidad. A nadie conviene la dictadura que, en un escenario así, acabaría siendo inevitable y, todavía peor, bienvenida por vastos sectores de la población que viven sumidos en el temor, la incertidumbre y la precariedad.