Dos crisis

Luis Rubio

¿Qué ocurre cuando una fuerza irresistible se topa con un objetivo inamovible? El fentanilo en Estados Unidos es un asunto no sólo electoral, sino de sobrevivencia para su sociedad. Aunque es evidente que en las circunstancias que llevan a su consumo (como el de otros tantos estupefacientes) yace la clave del enigma, es absurdo pretender que México es un actor inconsecuente en esta materia. De hecho, la crisis del fentanilo en nuestro país vecino no es distinta, en concepto, a la crisis de seguridad que vive México y, más importante, ninguna de las dos naciones puede resolver su propia crisis sin la concurrencia del otro. Se trata de la historia de dos crisis que se retroalimentan.

En su novela sobre la era del terror previo a la revolución francesa, Historia de dos ciudades, Charles Dickens se mofa de los revolucionarios que ambicionan hacer compatible la libertad con la muerte: “Libertad, igualdad y fraternidad o muerte: está última mucho más fácil de obsequiar, ¡oh guillotina!” El fentanilo no es distinto para los estadounidenses que la extorsión, el narco y la muerte que acecha a infinidad de ciudades y comunidades mexicanas. La exportación de la droga, como ocurrió con sus predecesoras, alimenta el poder (y armamento) de las mafias que acosan a los mexicanos.

Quizá no sea casualidad que el presidente rechace los dos componentes de la ecuación: ni se produce fentanilo en México, ni hay crisis de seguridad en el país. Eso que padecen los ciudadanos de ambas naciones es producto de su imaginación. Pero ambas crisis son reales y tienen efectos inexorables. Cada sociedad reacciona ante sus circunstancias de manera distinta por la naturaleza de sus respectivos sistemas políticos, pero eso en nada cambia el hecho mismo de que ambas sociedades se encuentran acosadas por factores que son irresolubles exclusivamente en su fuero interno.

El consumo de drogas no es producto de la disponibilidad de éstas, sino de los factores sociales que llevan a que exista la demanda. Ese es el reto de la sociedad estadounidense. De la misma manera, la inseguridad que padece la población mexicana no es resultado exclusivamente de la disponibilidad de armas, sino de la inexistencia de fuerzas policiacas y judiciales en México que la protejan. Como dice el refrán, lo fácil es ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio.

Dos de los puntos más contenciosos en la política estadounidense actual, especialmente a la luz de su próxima contienda electoral (2024), son la migración ilegal y el fentanilo. En ambos, México es actor protagónico. Esa es la fuerza irresistible que se aproxima y que va a impactar, nos guste o no. En términos analíticos es posible discutir la sensatez de culpar a terceros por el hecho de que haya demanda, respectivamente, de drogas y mano de obra, sin la cual ninguno de estos factores sería relevante. Pero eso en nada cambia el hecho mismo de que se trata de una embestida que ya está ahí y que nadie la puede parar. La gran pregunta es si el gobierno mexicano seguirá comportándose como un objeto inamovible y, en ese caso, qué consecuencias tendría.

La inseguridad en México comenzó de manera acusada con el gradual debilitamiento de las estructuras de seguridad del gobierno federal en los noventa. Fue la época en que súbitamente se incrementaron los robos y los secuestros. Hasta entonces, desde la era de la pacificación que tuvo lugar luego de la gesta revolucionaria, el gobierno federal había tenido tal fuerza y presencia a lo largo y ancho del territorio que eso permitía una relativa calma y una convivencia en concordia. Por su naturaleza centralizadora, el sistema político nunca favoreció el desarrollo de capacidades locales, en este caso de seguridad y justicia. En este contexto, no es casualidad que el gradual, y luego acelerado, debilitamiento del gobierno federal viniera acompañado de un colapso de la seguridad en todo el país. Fue ese vacío el que llenó el crimen organizado, sin duda asistido por las armas que sus utilidades tanto de actividades criminales en México como por la exportación de drogas les permitían. Pero el problema de fondo no son las armas o las drogas, sino la inexistencia de un gobierno eficaz en México.

De nada sirve pontificar contra los norteamericanos cuando los problemas de México son tan profundos y no distinguibles, o al menos no atendibles, sin la concurrencia del otro. Ahí yace la falacia del discurso político mexicano que, a su vez, alimenta al estadounidense y lo hace creíble, como han ilustrado los recientes juicios penales de personajes mexicanos en aquella nación. En lugar de actuar como objeto inamovible, México podría estar buscando formas de cooperación mutua orientadas a dos objetivos inexorablemente vinculados: las drogas allá y la violencia aquí.

“La muerte bien podría provocar la vida, pero la opresión no provoca nada más que a sí misma” concluye Dickens en la novela referida. La historia de dos crisis que sólo se pueden resolver en la medida en que ambas naciones cooperen y cada una actúe en su fuero interno. Ambas viven en la negación, una culpando a la otra de sus males cuando sus problemas son internos, pero requieren de la asistencia del otro para atacarlos.

 

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  REFORMA
23 Abr. 2023

A modo

Luis Rubio

El propósito es evidente. La pregunta es si cuadra con las necesidades de la ciudadanía, que, claramente, no son las de quienes redactaron la iniciativa de ley. La “iniciativa en materia administrativa del ejecutivo federal” es el sueño de cualquier burócrata: el gobierno decide qué se hace, cómo se paga, quién se beneficia y, si no le gusta lo que ve en el camino, puede suspender la adquisición o contrato sin indemnización. Nunca, en las décadas que he observado el proceder de los políticos mexicano, he visto algo tan perverso y sesgado como esto.

La iniciativa de ley tiene por evidente propósito quitarle toda latitud y libertad de acción al próximo gobierno: perseverar en el paraíso que hoy caracteriza al país, asegurando que la economía se mantenga en recesión, el ingreso no se incremente y el país siga respondiendo a las obsesiones de una sola persona.

La iniciativa presenta un conjunto de objetivos que, en términos retóricos, aparecen como sensatos, pero que en realidad ocultan su megalomanía: el propósito nominal es fortalecer la rectoría del Estado en la economía. Los cambios que propone se refieren a las facultades del gobierno en materia de concesiones, permisos, autorizaciones y licencias; modificación (disminución) de las potenciales indemnizaciones en el caso de expropiación; eliminación del resarcimiento de daños o perjuicios cuando se revoque un contrato; e incorporación de una cláusula de terminación anticipada (cláusula exorbitante) en todos los contratos. En el camino se deroga la preeminencia que en la actualidad se le otorga a los tratados internacionales y convenios arbitrales. En una palabra, le confiere plenas facultades al gobierno para conducir los asuntos públicos sin limitación alguna.

Se trata de un virtual sabadazo, presentado justo al inicio de semana santa, orientado a alterar el marco normativo de manera radical. De aprobarse esta legislación, desaparecería toda inversión privada pues dejaría de haber protección jurídica. A menos que la iniciativa fuese eventualmente declarada anticonstitucional por la Suprema Corte, la nueva legislación acabaría con la única fuente de inversión que ha prosperado en los últimos cuatro años: la que ingresa bajo la protección de los tratados comerciales vigentes, incluido el más importante, aprobado ya en este gobierno, el TMEC.

El objetivo expreso no es el de acabar con la inversión privada, sino sujetarla a las preferencias del gobierno en turno. Muy al estilo de la 4T, el propósito es que quien invierta le deba el favor al gobierno el cual preserva la facultad legal de quitarle la autorización cuando así lo decida. Esto es exactamente lo opuesto a lo que se había venido construyendo en las décadas pasadas, cuando el objetivo era consolidar, y darle credibilidad, a reglas generales que se aplicaban de manera neutral e imparcial. Como hemos visto en estos años en que el gobierno ha ido negociando (o intentando negociar) acuerdos particulares con cada empresa, especialmente en el ámbito eléctrico, el objetivo es extender esta práctica al conjunto de la economía, confiriéndole un halo de legitimidad jurídica. El caso de Iberdrola es ejemplificativo: dado que la empresa no estuvo dispuesta a negociar en los términos gubernamentales, acabó vendiendo sus activos. Parece obvio que el gobierno tuvo una victoria política, en tanto que México y los mexicanos empobrecieron en el camino.

Lo que los redactores de la iniciativa no entienden, o no reconocen, es que los empresarios e inversionistas, de cualquier nacionalidad, tienen el mundo como espacio para su desarrollo. Ciertamente, la vecindad con Estados Unidos ofrece un aliciente excepcional que ha servido de protección frente al embate que ha emprendido este gobierno; sin embargo, eso ha funcionado (muy por debajo de su potencial) bajo el marco normativo existente. De modificarse el contexto legal como propone esta iniciativa, la situación sería otra, muy distinta.

Un viejo axioma dice que “Cuando una entidad gubernamental no puede, o preferiría no realizar adecuadamente su función principal, o cuando siente que su función principal no es lo suficientemente grandiosa, ésta ampliará su misión, distrayendo así la atención de la incompetencia que le caracteriza.” Eso es lo que se propone lograr esta iniciativa: avanzar lo mediocre de la realidad actual para congelarlo en el tiempo y hacer imposible el desarrollo y la prosperidad del país.

Cada uno juzgará lo deseable de esta iniciativa, pero las consecuencias serían inexorables porque, además de dañar la credibilidad general del gobierno y del sistema normativo, se constituiría en una camisa de fuerza para la próxima administración, incluso si ésta es de Morena.

Hasta hoy, lo peor del actual gobierno ha sido la falta de resultados en materia de crecimiento económico, del empleo y del ingreso (como se puede apreciar en la creciente emigración hacia EUA). Es decir, no ha habido una crisis significativa. De convertirse en ley, esta iniciativa cambiaría la realidad, haciendo mucho más probable un acusado empobrecimiento de la población.

Como dijo el gran novelista Roberto Louis Stevenson, “tarde o temprano todo mundo se sienta en el banquete de las consecuencias.” Vamos corriendo hacia allá.

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  REFORMA

 16 Abr. 2023 

14 meses

Luis Rubio

 

Al inicio del año 2000 el país enfrentaba una encrucijada. La contienda electoral cobraba forma, las instituciones electorales habían sido debidamente instaladas, y la expectativa, por demás justificada, era que los comicios serían limpios, competitivos y pacíficos. Sin embargo, nadie sabía cuál sería el resultado de la elección. Es decir,  México entraba en lo que luego se conoció como “normalidad democrática” donde hay certidumbre respecto al proceso pero no en el resultado, justo lo contrario a la historia del siglo XX en que el resultado era por todos conocido desde que salía nominado un candidato. Ahora hemos vuelto al mundo de la incertidumbre tanto del proceso como del resultado, lo que abre una infinidad de posibilidades, la mayoría de ellas mala.

 

Cuando comenzaba ese año insigne para la política mexicana, el 2000, escribí lo siguiente: “Quizá la mayor de las fuentes de riesgo reside en el recuerdo de la violencia política que se registró la última vez en que presenciamos un proceso electoral para elegir al ejecutivo federal [1994], un momento sumamente destructivo. Es en este contexto que queda por dilucidar si los próximos meses nos acercarán más al modelo shakespeariano o al modelo chejoviano. En sus tragedias, los personajes de Shakespeare siempre acaban logrando reivindicar un sentido de justicia, pero todos acaban muertos; en las tragedias de Chéjov todo mundo acaba triste, desilusionado, enojado, desencantado, peleado, amargado, pero vivo. Los conflictos inherentes a la sociedad mexicana no van a desaparecer de la noche a la mañana; pero lo que los mexicanos requerimos es que el manejo de la política nos acerque a Chéjov, porque lo otro es simplemente inaceptable.”

 

Veintitrés años después, y a catorce meses de la próxima elección, el país ha avanzado en ciertos aspectos, pero ha retrocedido en muchos otros y, gracias a las leyes promovidas por el gobierno en materia electoral (el famoso “Plan B”),  la probabilidad de un mayor deterioro tanto político como en materia de seguridad ya no puede descontarse. Para comenzar, el gran logro en materia electoral -certidumbre sobre el proceso, pero no sobre el resultado- bien podría estarse revirtiendo en aras de intentar imponer un resultado independientemente de la voluntad del electorado. Un gran triunfo ciudadano -quizá el mayor de nuestra historia- podría estar viendo sus últimos días.

 

Y esto es tanto más importante a la luz de lo poco que ha avanzado la democracia mexicana en todos los demás rubros.Aunque se avanzó en materia electoral de 1997 en adelante, el país difícilmente podría llamarse democrático cuando no más del 58% del electorado se dice ciudadano (versus el 42% que se asume como “pueblo”), apenas una mayoría dispuesta (y capacitada) para defender sus derechos. Más al punto, nadie podría argumentar con seriedad que el país goza de paz, un sistema efectivo de gobierno, justicia “pronta y expedita” y transparencia y rendición de cuentas por parte de las autoridades responsables. Claramente, las cosas han cambiado, en muchos casos mejorado, respecto a la era del PRI “duro,” pero México no califica como democrático bajo las medidas internacionales convencionales.

 

¿Hacia atrás o hacia adelante? Esa es la disyuntiva. Hacia atrás, el camino que marca el nuevo entramado electoral avanzado por el ejecutivo implicaría un grave deterioro en materia democrática, pero sobre todo un creciente riesgo de violencia. Ni los más avezados abogados del régimen podrían argüir que el país ha mejorado en materia económica, política, de justicia o de seguridad. La narrativa gubernamental es prolija, pero los avances en el mundo real son inexistentes y todo eso se va acumulando para crear un entorno incierto y crecientemente más propenso a escenarios poco deseables.

 

Catorce meses para los próximos comicios son muchos meses de alta política y bajas pasiones. Tiempo para que cobren forma las candidaturas, tanto del partido en el gobierno como de la oposición, tiempo para que se exprese la sociedad en todas sus formas y características, circunstancia de una sociedad plural que no acepta la imposición de etiquetas o cartabones falaces y descalificadores. Tiempo para que la ciudadanía asuma su papel y responsabilidad como corresponde a una sociedad libre y soberana.

 

El INE -esa entidad compleja y pesada- nació así por la enorme incertidumbre que existía, por el potencial de conflicto que cada justa electoral generaba y porque, en última instancia, la ciudadanía no había podido o querido hacer suya la responsabilidad de limitar el abuso de los partidos políticos y del gobierno. Casi tres décadas después, la ciudadanía tiene que asumir ese papel paragarantizar que el proceso sea limpio, competitivo y pacífico y que el resultado, cualquiera que sea éste, sea respetado por todos los participantes. Este es el momento de la ciudadanía: con su voto mayoritario debe garantizar que el resultado sea abrumador e indisputable.

 

Shakespeare o Chéjov, ese es el dilema. Como en toda democracia que se respeta, algunos no saldrán contentos con el resultado, pero todos deben salir vivos, respetados y debidamente reconocidos. Con INE o sin INE, más vale que los ciudadanos así lo garanticemos.

 

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 REFORMA

09 Abr. 2023

 
 

 

Híbridos

Luis Rubio

¿En qué momento se rompe el orden social? ¿Cuándo es más probable que una sociedad entre en procesos de confrontación fuera de los canales institucionales establecidos? Preguntas como éstas son materia de permanente discusión y análisis tanto en instancias académicas como gubernamentales alrededor del mundo. Unos quieren explicar potenciales estallidos, otros intentan prevenirlos. Lo interesante es que hay cada vez mayor coincidencia en los criterios que emplean estos dos sectores tan contrastantes y esa coincidencia le anuncia a México elevados riesgos.

El tema no es particularmente nuevo: el asunto se remonta a los cincuenta, etapa en la que comenzaron a darse golpes de estado, dictaduras, guerras civiles y otros fenómenos similares en diversas naciones alrededor del mundo. El momento en que esto ocurría no era producto de la casualidad: concluida la guerra (1945), tanto las Naciones Unidas como las potencias ganadoras se dedicaron a impulsar el desarrollo de naciones en Asia, África y América Latina. Algunos de esos países se habían independizado recientemente, otros habían sido derrotados en la etapa bélica y muchos más simplemente intentaban elevar las tasas de crecimiento de sus economías. Pronto resultó que estos cambios tenían efectos desestabilizadores.

Primero la academia, y luego las instancias internacionales y de inteligencia de las naciones más poderosas (de ambos lados de la barrera de la guerra fría), se abocaron a intentar entender e interpretar el fenómeno. Así nació la teoría de la modernización, cuyo objetivo inicial consistió en comprender los procesos de cambio social y político que acompañaban a la industrialización. Algunos argumentaban que había etapas en el proceso de desarrollo, otros observaban la manera en que evolucionaban las sociedades y sus sistemas políticos.

La situación cambió cuando comenzaron a darse situaciones de conflicto, rompimiento social y golpes de estado. Algunos gobiernos, especialmente el norteamericano y soviético, respectivamente, reaccionaron de manera radical, buscando imponer su ley por medio de la fuerza, frecuentemente sin éxito o, al menos, no sin consecuencias negativas de largo plazo. Por su parte, los estudiosos y analistas empezaron a buscar explicaciones para el fenómeno. La nueva era de interpretación, a lo largo de los setenta, concluyó que el problema no era el subdesarrollo ni la modernidad (o del desarrollo mismo) sino del tránsito entre uno y el otro: al inducirse procesos económicos de cambio acelerado se desequilibraba el orden social, provocando conflicto y, con frecuencia, inestabilidad.

Cincuenta años después el asunto ha vuelto a la discusión pública por una nueva ola de situaciones de inestabilidad, pero sobre todo un fenómeno novedoso. La característica de este periodo ha sido la democratización en cada vez más naciones. Algunas lograron una transición cabal, alcanzando una inusitada estabilidad (como ilustran casos como España o Corea del sur). Pero, de manera creciente, los procesos de democratización han experimentado retrocesos significativos, lo que ha llevado a la acuñación de términos como “democracia iliberal,” “anocracia,” “oclocracia” o, simplemente, autocracia. Una institución noruega, el Instituto para la Investigación Sobre la Paz se ha dedicado a codificar eventos de esta naturaleza alrededor del mundo para categorizar los conflictos.

La conclusión principal de todos estos estudios* es que lo que conduce a la inestabilidad en esta era es la falta de consolidación de las instituciones democráticas: son más propensas al conflicto las naciones que se quedaron en la etapa de la democracia electoral y/o que no llegaron a constituirse en verdaderas democracias liberales. El momento más delicado para esas democracias es aquel en que las promesas de democratización no empatan con la capacidad de sus gobiernos y economías para satisfacerlas, lo que lleva al riesgo de inestabilidad o, más frecuentemente en esta era, a líderes extremistas que llegan al poder por la vía democrática para luego dedicarse a desmantelar las instituciones que les permitieron ascender.

México vive un momento álgido en estas materias. El país logró dar un gran paso adelante en los noventa al crear instituciones electorales excepcionalmente fuertes que facilitaron la competencia equitativa entre los partidos políticos y candidatos, iniciando una nueva etapa política. Sin embargo, ese enorme avance no se tradujo en un mayor bienestar para toda la población, en buena medida porque los gobiernos que resultaron de procesos electorales democráticos no siempre tuvieron la habilidad o disposición para avanzar sus proyectos o legislaciones, pero sobre todo porque la democratización no vino acompañada de instituciones fuertes que efectivamente se constituyeran en contrapesos entre sí.

Fue en ese contexto que llegó al poder en México, por vía democrática, un presidente que, desde el día cero, se ha abocado a construir una creciente autocracia, sin que ésta haya sido un mejor conducto para la solución de los problemas del país. El riesgo de esta evolución radica en una creciente radicalización. La ciudadanía tiene que responder ante un reto tan trascendente porque la alternativa es inaceptable y mucho más costosa para todos.

*un buen resumen se encuentra en Walter, Barbara F, How Civil Wars Start, Crown, 2022

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 REFORMA
02 Abr. 2023

Confusiones

Luis Rubio

La vecindad es no sólo complicada sino extraordinariamente contrastante. Aunque la región fronteriza entre México y Estados Unidos constituye un espacio excepcional, distante tanto de la ciudad de México como de Washington, la realidad es que se trata del punto de conflagración más crítico a la luz del año 2024, momento en que coincidirán las elecciones presidenciales de México y Estados Unidos. Ahí van a converger los miedos de los estadounidenses con las fallas del obradorismo y el resultado es todo menos certero.

Octavio Paz escribió que la frontera marca una diferencia cultural más que geográfica, un encuentro de civilizaciones contrastantes. Nada ilustra esto mejor que la forma en que el gobierno mexicano ha respondido ante el creciente clamor estadounidense porque México enfrente sus problemas de seguridad, control fronterizo y migración. No hay ni la menor duda que las llamadas de legisladores y gobernadores estadounidenses tienen una evidente connotación política y electoral encaminada a atraer a sus propios votantes, pero eso no altera el hecho de que lo que impacta a los mexicanos no son los discursos de figuras prominentes estadounidenses, sino la extorsión y violencia que afectan a prácticamente toda la población. Envolverse en la bandera es muy emotivo, pero eso en nada cambia el reino de la impunidad y miedo en el que viven prácticamente todos los mexicanos.

Igual de evidente es el sesgo que el gobierno actual le ha imprimido a la estrategia hacia Estados Unidos. Reconociendo, así sea de manera implícita, que la geografía es inalterable, el gobierno ha mantenido una política un tanto esquizofrénica hacia el vecino del norte: miedo respecto a Trump, desdén hacia Biden; desinterés por las reglas del juego inherentes al TMEC vs respuestas particulares ante el riesgo de que los americanos emprendan acciones punitivas; control de la migración centroamericana, pero parálisis ante la crisis migratoria que percola a lo largo de la frontera. Si fuese posible, el gobierno habría distanciado a México de Estados Unidos; como esa no es una opción, hace lo posible por provocarlo. El riesgo radica en que, cuando las cosas se compliquen, opte por detonar el equivalente de una bomba nuclear. No es un riesgo pequeño o menor.

La solución a los problemas de México no reside en la presencia de tropas (o asesores) estadounidenses en nuestro territorio, pero igual de obvio es que muchos de los problemas centrales que caracterizan a México no pueden ser atendidos sin la concurrencia de los estadounidenses, ni se pueden divorciar de la realidad de ese país. Lo fácil es envolverse en la bandera y tirarse (metafóricamente) del castillo de Chapultepec, pero eso no cambia las circunstancias de una región en la que unos dependen de los otros.

La situación recuerda a la muy repetida frase de Marx en el sentido que la historia se repite, la primera vez como tragedia, la segunda como farsa y ahora estamos en la etapa de la farsa. Similares disquisiciones tuvieron lugar en los ochenta y la decisión final entonces fue que era imposible resolver problemas clave de México sin la concurrencia del gobierno estadounidense.

La noción de que es posible divorciar a los dos países es no sólo nostálgica, sino falaz, meramente ideológica. El verdadero problema de México, que se exacerba por el hecho de la vecindad, radica en la existencia de un gobierno que no tiene capacidad (o disposición) para resolver problemas tan elementales como los de seguridad, justicia y crecimiento económico, todos ellos críticos para salir adelante.

La respuesta visceral es siempre de ataque ante las acciones (casi siempre sólo discursivas) del lado estadounidense, pero eso no resuelve el problema que se enfrenta en México, que no es de drogadicción o fentanilo, sino de la seguridad más elemental que le ha sido negada a la población. No tengo ni la menor duda que las armas que vienen de Estados Unidos contribuyen, incluso de manera decisiva, a afianzar el poder de los narcos, pero el problema mexicano no es ese. Como en tantas otras cosas que caracterizan a la relación bilateral, sea esto de manera directa o indirecta, las armas son un factor meramente incidental.

El presidente sueña con restaurar el viejo sistema político y ha dedicado su gobierno, en su totalidad, a ese propósito. Sin embargo, en lo que toca al asunto de la relación bilateral y de seguridad, el viejo sistema es irreproducible. A mediados del siglo pasado el gobierno federal era hiper poderoso, lo que le confería la posibilidad de imponerle condiciones y límites a los narcos de aquella época, todos ellos colombianos. Hoy los narcos son mexicanos, tienen regiones enteras bajo su control y el gobierno federal es un enclenque. Peor cuando se acentúa la debilidad al limitar la capacidad de acción del ejército y la marina. Mucho peor, porque ese es el asunto de fondo, cuando no se invierte en la construcción de un sistema de seguridad de abajo hacia arriba, el único susceptible de modificar la realidad de impunidad y violencia en el largo plazo.

La vecindad es una realidad inalterable. La pregunta es si México la verá como una oportunidad o como una maldición. Como con Marx, hemos vuelto a la era de la maldición. La única que funciona es la de la oportunidad.

 

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  REFORMA
26 Mar. 2023
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Paradojas

Luis Rubio

Una de las grandes paradojas que exhiben las dictaduras militares, reflexiona Tom Stevenson,* radica en que acaban haciendo a sus propios ejércitos menos eficaces por su necesidad imperiosa de protegerse a sí mismos de un golpe que acabara removiéndolos. Las paradojas del poder son siempre obtusas porque su propia racionalidad es contraria al fortalecimiento de las condiciones y circunstancias que lo hacen posible. El poder es un enorme afrodisiaco pero, cuando no enfrenta límites y contrapesos, acaba sustentado en anclas por demás endebles. Mientras más se concentra el poder, mayores las contradicciones y fragilidades de las columnas que lo soportan.

El poder ilimitado constituye una amenaza para quienes no lo tienen, razón por la cual la evolución de las sociedades, de tradicional a moderna, incorporó un proceso paralelo de institucionalización. Los que padecen la ira de los poderosos pueden ser muy distintos entre sí, pero todos comparten un mismo común denominador. Cuando Robespierre denuncia a cada vez más personas, incluidos muchos de sus correligionarios, como traidores a la revolución en el famoso octavo día del termidor, provoca la unión de toda la convención en su contra, decapitándolo dos días después. A Francia le tomó trescientos años construir las instituciones que hoy la rigen, una de cuyas características centrales, similares a las de todo el mundo moderno y civilizado, es la institucionalización del poder.

La creación del Partido Nacional Revolucionario, el abuelo del PRI, hace casi un siglo respondió precisamente a esa lógica institucional. La revolución había concluido, pero el país carecía de una estructura gubernamental funcional; además, muchas de las disputas se seguían resolviendo de manera cruenta, periodo que terminó con la muerte de Obregón, a la sazón presidente electo para una nueva vuelta. Eso provocó la decisión de Plutarco Elías Calles de construir mecanismos que encauzaran a la política y concluyeran la era de la violencia política. El mecanismo sirvió para lo que sirvió por varias décadas, aportando dos grandes virtudes y un enorme defecto: las virtudes fueron la estabilidad y el crecimiento económico; el defecto fue su extraordinaria inflexibilidad, que llevó a las crisis de los setenta, ochenta y noventa y a su dramático final con el gobierno de Peña Nieto.

La pregunta hoy es, de nuevo, cómo institucionalizar el poder pero de una manera flexible que permita la alternancia de personas y partidos en el gobierno, todos ellos acotados en su capacidad de abuso e imposición. Mucho se fue construyendo en este sentido desde los ochenta, pero todo se ha venido cayendo como un castillo de naipes en estos años al evidenciarse la enorme fragilidad de las instituciones que se desarrollaron con el propósito de encauzar el poder y limitar sus peores atropellos.

Hoy sabemos que todo ese andamiaje era frágil y mucho de ello insostenible. Paso a paso, el presidente ha ido desmantelando cada uno de los andamios que pretendían institucionalizar al poder. Lo ha hecho por las buenas y por las malas, sin jamás perder el sentido de dirección. Desde el comienzo del sexenio, el presidente cambio las reglas del juego, ignoró las existentes e impuso las suyas, éstas muy simples: yo mando. Poco a poco eliminó la relevancia de casi todas ellas. A la Suprema Corte (casi) la nulificó por medio de nombramientos y amenazas y el Instituto Nacional Electoral está ahora en el aire, pretendiendo, de facto, reincorporar sus funciones a la Secretaría de Gobernación. Es decir, como en otros campos, avanza hacia la recreación de ese mundo de fantasía de los setenta que, no obsta recordar, acabó colapsado por su inviabilidad.

Quien observa las mañaneras dudaría de inmediato de los riesgos que se ciñen sobre el país. En ese escenario novelesco y sobrenatural el control de las percepciones es inverosímil, pero absolutamente real. El presidente llena el espacio noticioso y convierte sus obsesiones en dogmas de fe. Como cuando se asiste a un acto religioso, el mensaje es profundo y se arraiga en las conciencias de millones de conciudadanos que ahí se ven representados. La gente cree en el presidente: esa es su virtud, pero también el caldo de cultivo de lo que con facilidad podría presentarse en un futuro no muy distante.

En contraste con otros gobiernos “duros,” que si algo tienen en común es un espíritu desarrollista, el actual de México procura sólo dos objetivos: el control y la popularidad. Ambos han crecido en este gobierno, pero ninguno cuenta con una fuente de sustento que pudiese perdurar. Más bien, la característica de esos dos elementos, el control y la popularidad, es su naturaleza efímera y pasajera. Pocos mexicanos, incluidos la mayoría de quienes aprueban al presidente, quieren que se perpetúe un régimen propenso al abuso como éste. El error de muchos de quienes aspiran a gobernar es el contrario: creen que lo urgente es retornar a lo que fue contundentemente reprobado por el electorado en 2018.

En la medida en que nos acercamos a 2024 la pregunta relevante, la única trascendente, es cómo institucionalizar el poder de una manera que esos contrapesos no puedan volver a ser desmantelados y, a la vez, evitar una inflexibilidad tal que paralice o haga imposible el futuro.

 

*LRB, v44 n19

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Ambivalencias

Luis Rubio 

El veredicto en el juicio de García Luna afecta directamente al acusado pero, en el camino, el interrogatorio desnudó a todo el sistema político mexicano y exhibió un mundo de ambivalencias sobre la justicia, las drogas, la criminalidad, la corrupción y la relación México-Estados Unidos. No era México, sino todo el establishment político quien estaba en el banquillo de los acusados. Y el resultado no es encomiable para nadie.

Lo extraordinario y aleccionador del juicio, más allá del drama dentro de la sala del tribunal, fueron las narrativas, emociones, opiniones que ahí se manifestaron. Para comenzar, no parece haber un solo mexicano que no piense que García Luna es culpable. Unos creen que es culpable de lo que se le acusa, los demás de muchas otras cosas, pero la mayoría considera que se merece lo que le está pasando. El juicio era sobre su contribución para el funcionamiento del narcotráfico, mientras que la mayoría de los mexicanos observó corrupción. La ambivalencia respecto a la esencia de la justicia -que la culpabilidad tiene que ser demostrada- es una sutileza que escapa a nuestra forma de ser. Décadas de un sistema judicial corrompido que nunca logra eso que promete la constitución -justicia pronta y expedita- nos han convertido en un país de cínicos cuando de criminalidad o corrupción se trata. La suposición inexorable es que todo es corrupto, contradiciendo la frecuente afirmación de que “no somos iguales.”

El juicio versó esencialmente sobre la importación de drogas de México hacia Estados Unidos y la presunta asistencia que el exsecretario de seguridad pública pudiera haber provisto. Esos cargos son percibidos por la mayoría de los mexicanos como irrelevantes (o quizá superfluos) porque se advierten como distintos a los que realmente son trascendentes, que tienen que ver, en esa línea de pensamiento, con su paso por el gobierno y los negocios que pudiera haber realizado en aquella travesía, igual vía compras de gobierno que con vínculos con el crimen organizado. Desde luego, una cosa no excluye a la otra. Sin embargo, para muchos mexicanos el asunto de las drogas sigue siendo visto como un problema estadounidense que, por derivación, afecta a México, como si no existieran los pequeños problemas de seguridad, las mafias que los producen y la incapacidad del gobierno mexicano para lidiar con ellos.

El presidente se convirtió en narrador privilegiado del juicio, seguramente porque suponía que éste le daría un golpe directo a su némesis, el expresidente Felipe Calderón (lo que ocurrió), pero la narrativa cesó el día en que los golpes le cayeron a todos, incluido al gobierno actual. Aunque casi todos los testigos en el juicio fueron criminales convictos buscando reducir sus sentencias (potencialmente sesgando sus testimonios), lo que no puede ser inventado es la corrupción que permea a todo el sistema político mexicano, del cual no se salva gobierno alguno. Ingenuos los que pensaron que los únicos salpicados serían los otros.

García Luna se convirtió en un símbolo del acontecer nacional: cualesquiera que hayan sido las fuentes de su fortuna, todas ellas parecen ligadas a su paso por la política mexicana. Y ese es el crisol a través del cual los mexicanos vemos el veredicto: el juicio sirvió de confirmación para todos los prejuicios que caracterizan a los mexicanos respecto a su sistema de gobierno. Independientemente de preferencias políticas o partidistas, todos los políticos -y el sistema en general- salen raspados. Para prueba baste recordar que las drogas (y la corrupción) siguen fluyendo sin límite a pesar de que García Luna hace diez años que dejó el gobierno. O sea, no más que un engrane en una enorme maquinaria.

El juicio evidenció la incapacidad, o indisposición, de la justicia mexicana para lidiar con asuntos de corrupción de manera abierta y transparente. Uno de los elementos centrales del proceso seguido en NY es precisamente el hecho que todos los testimonios fueron públicos, lo que contrasta gravemente con la opacidad de los procesos judiciales nacionales. El mero hecho de exhibir las prácticas corruptas se convirtió en un hito. Frente a eso, es inevitable la presunción de que todo en la justicia mexicana no es más que un tongo, una pelea arreglada.

Por sobre todo, el juicio mostró las ambivalencias que caracterizan a la relación bilateral, tanto las positivas como las negativas. Así como hay espacios naturales de cooperación y beneficio mutuo, hay otras en que privan los resentimientos y los rencores, en ambos lados de la frontera. A pesar de los enormes avances en construir cercanía entre ambas naciones, especialmente en materia económica y comercial, persiste la suspicacia.

Porque, a final de cuentas, el gobierno actual no sólo no ha enfrentado la inseguridad ni mucho menos la corrupción, ambas a niveles nunca antes vistos. Y ahora comenzará a enfrentar la rabia de los extremistas norteamericanos que creen poder resolverlo desde afuera. Los pasivos no dejan de acumularse.

Desde luego, los que parecen no sospechar nada son aquellos que perseveran en la corrupción sin percatarse que en algunos años podrían ocupar el mismo asiento en que en esos días posó el exsecretario en una corte en Nueva York.

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REFORMA

 12 Mar. 2023 

Poder y riqueza

Luis Rubio

 El gran éxito del capitalismo ha sido la generación de riqueza y prosperidad para miles de millones de habitantes del orbe y en el corazón de ese sistema de organización económica yace un concepto crucial: la separación del poder político de la riqueza. Aunque el capitalismo y la democracia, con todas sus tensiones, avanzaron por conductos distintos a lo largo del tiempo, su convergencia ha sido el mayor transformador de la historia del mundo.

La tensión entre el capitalismo y la democracia es natural e inevitable, pero disminuye o se eleva según las circunstancias. En concepto, la distinción entre ambos es lógica: el capitalismo es un sistema de organización que posibilita la participación de agentes económicos en el proceso de creación de bienes y servicios que la población demanda. Por su parte, la democracia, al menos en su versión moderna, se ejerce a través de representantes populares que son electos y que procuran satisfacer a sus votantes y a la vez avanzar los intereses de su país.

La democracia y el capitalismo se complementan y funcionan a través de un gozne crucial: el Estado de derecho, que establece las reglas del juego, los límites de acción, respectivamente, del gobierno y de los particulares. En un mundo perfecto, la tensión entre los dos ámbitos -el político y el económico- genera oportunidades de crecimiento y desarrollo. De igual manera, en momentos de dificultades o de divergencia entre ambos espacios, se producen situaciones de crisis.

Esos momentos de crisis generan excesos y abusos que son circunstancias propicias para el establecimiento de gobiernos tiránicos.

A su llegada a la presidencia, el presidente López Obrador insistía en su convicción de que el poder económico debía subordinarse al poder político. Tenía razón el presidente, excepto que su alocución ignoraba ese gozne crucial: la función nodal de la ley, y todo lo que está detrás en términos de la protección de los derechos ciudadanos, para que el país pudiese funcionar. En contraste con el principio central de la prosperidad, que separa (pero mantiene como iguales) al poder y a la riqueza, el planteamiento presidencial parte del principio de subordinación. En lugar de reglas claras, transparentes y generales, el gobierno procura acuerdos especiales para cada caso, como ocurrió con Tesla y Constellation Brands. A nadie debiera sorprender la atonía que vive el país como consecuencia de esa concepción.

El uso del verbo subordinar es revelador porque implica sumisión, sometimiento y humillación. Es decir, el objetivo no es el de la procuración del mejor equilibrio entre la economía y la política, sino el control de uno sobre la otra. Este no es un problema novedoso en nuestra historia: desde el fin de la justa revolucionaria el país ha vivido altibajos permanentes, típicamente marcados por momentos de crisis que obligan a corregir el curso previamente marcado. Esa naturaleza pendular de funcionamiento a lo largo del tiempo ha costado enormes oportunidades de desarrollo y generado una interminable propensión a pensar en el corto plazo.

Los políticos, impedidos de atender a los ciudadanos porque eso no les rinde fruto alguno, se desviven por servir al poderoso del palacio porque ahí reside la oportunidad de la siguiente chamba. Aunque evidentemente hay grandes políticos profesionales, ninguno se dedica a construir una carrera fundamentada en la especialización, como ocurre en las democracias exitosas del mundo. Esa falta de especialización facilita el control presidencial sobre todo el mundo político, pues hace imposible la consolidación de contrapesos efectivos y permanentes, factor clave para el progreso económico.

Por su parte, los empresarios se ven obligados a pensar en términos de ciclos presidenciales, pues nunca saben qué se le ocurrirá al próximo dueño del balón presidencial. Históricamente, la economía seguía un ciclo sexenal porque todo dependía del humor del gobernante en turno.

El TLC norteamericano introdujo una nueva dinámica en la economía mexicana porque creó un estanco que propiciaba inversiones de largo plazo al establecer reglas del juego claras y garantizadas por un régimen internacionalmente reconocido. Más allá de los (enormes) errores que impidieron convertir a todo el país en territorio TLC, no es casualidad que la única parte de la economía que sigue prosperando es la asociada a ese régimen legal, hoy mucho más vulnerable que al momento de su concepción por el cambio de NAFTA a TMEC.

El gran logro político del TLC fue precisamente que hizo posible, por primera vez desde la Revolución, la separación entre el poder y la generación de riqueza. El gran costo que AMLO (con ayuda de Trump) le va a haber infringido al país es el de haber vuelto a traer a la vida cotidiana el control político y la subordinación del sector productivo. En lugar de extender el “reino” del TLC para que se generalizara la separación entre el poder político y el mundo empresarial, retrotrajo al país a sus peores momentos y vicios.

En los albores de la sucesión presidencial, es tiempo de comenzar a contemplar los costos de una administración paleolítica en la era de la informática y lo que eso implica para el tamaño de la corrección que tendrá que tener lugar si se quiere evitar un colapso generalizado.

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REFORMA
05 Mar. 2023

Legislacionitis

 Luis Rubio

Es extraño el proceder del gobierno en materia legislativa. A pesar de contar con amplias mayorías en ambas cámaras, los morenistas suelen tropezar con la falta de claridad de rumbo que inspiran las iniciativas que envía el ejecutivo. Nadie puede dudar de la naturaleza despótica y frecuentemente arbitraria del proceder de ese partido, para cuyos integrantes la búsqueda de apoyos por parte de otros partidos e incluso de amplios consensos es anatema. Pero nada de eso explica la inconstancia, cuando no veleidad, de las iniciativas que les exigen procesar.

Me explico: la característica prominente del mundo de las relaciones internacionales es la ambigüedad de las reglas, pues en ausencia de un gobierno mundial, no existe capacidad para obligar a las naciones a cumplirlas, lo que les confiere enorme importancia a las naciones con mayor poder. Eso explica la frecuente inestabilidad que evidencian diversas regiones y la propensión al conflicto que es connatural a ese ámbito de las relaciones humanas.

Algo similar ocurre con los gobiernos que no cuentan con instituciones fuertes, pues ahí también suele privar la ley del más fuerte: una presidencia sin contrapesos, el crimen organizado y todas las personas e intereses que de facto gozan de impunidad.

Aunque las reglas del mundo internacional sean ambiguas e imposibles de hacerse cumplir, éstas existen y se encuentran debidamente codificadas porque los gobiernos tienen un interés en que se preserve el orden y se eviten conflagraciones bélicas injustificadas. Eso mismo también tiene lugar a nivel nacional, donde la combinación de reglas formales e informales constituye un marco de referencia para la vida política interna. Desde luego, mientras más informales sean las reglas, menos predecibles y más propensas a crear incertidumbre. Y ese es el asunto relevante para México.

México es un país dado a codificar reglas de manera natural, como si su mera existencia garantizara la convivencia y el progreso. Dice un viejo dicho que la edad de piedra no terminó porque se acabaran las piedras; lo mismo se puede decir de la propensión tan mexicana a pasar leyes, reformarlas y luego nunca cumplirlas. Lo que rara vez se contempla es el costo de tener tantas leyes, reglamentaciones y procedimientos, muchos de ellos contradictorios, que se ignoran cuando así conviene al jefe del ejecutivo en turno. Peor cuando se modifican esas leyes para justificar las acciones que el ejecutivo había decidido emprender de cualquier manera.

Pero nada de esto explica la peculiar forma en que se han avanzado diversas legislaciones en el gobierno actual. Lo típico en los sexenios es observar la manera en que comienzan con una plétora de iniciativas que luego intentan convertir en cambios en el plano de la realidad. Ese no ha sido el camino del actual gobierno, cuyas iniciativas de ley parecen surgir más de ocurrencias o, más típicamente, del súbito reconocimiento de que no las tiene todas consigo, por lo que se requieren nuevos instrumentos no para el bien general, sino para un propósito concreto y específico. Como si una serie de circunstancias, acciones y decisiones del momento cambiaran la realidad circundante, obligando a modificar el plano regulatorio.

Esa es mi hipótesis sobre el origen de las modificaciones emprendidas contra las instituciones electorales. Es bien sabido que el presidente culpa al IFE de su derrota en 2006 y que, desde entonces, alberga rencores que ahora se manifiestan en la legislación aprobada. Sin embargo, esta circunstancia era válida desde el primero de diciembre de 2018, momento en que hubiera sido más propicia una negociación seria respecto a lo que pudiera y debiera ser modificado. Una reforma a contracorriente y sin el menor interés por construir un consenso al respecto revela otras preocupaciones: una, la más probable, es una creciente falta de certeza respecto a un triunfo limpio en 2024. Otra posibilidad, que le escuché a Niall Ferguson en otra materia, es que “los gobiernos autoritarios son siempre temerosos de sus propias poblaciones.” Es decir, no es imposible que por más que el presidente presuma su popularidad, en su fuero interno dude de la lealtad de los votantes el día en que se vaya a elegir a su sucesor o sucesora. Ambos factores justificarían en la mente colectiva de Morena cualquier modificación que asegure un triunfo, independientemente de lo que prefieran los votantes o lo que logre articular la oposición.

De esta manera, lo que el presidente busca es legislar el triunfo del candidato/a de Morena en 2024, una versión más avanzada (pero también más primitiva) del viejo dedazo priista. ¿Para qué perder el tiempo en elecciones bien organizadas por parte de funcionarios profesionales cuando lo único importante es que los precandidatos de Morena se placeen sin limitación legal alguna y quien el presidente designe como corcholata ganadora sea de inmediato considerado/a Tlatoani, como en los viejos tiempos?

Desde esta perspectiva, tiene todo el sentido del mundo no sólo debilitar a las instituciones electorales, sino eliminarlas del todo. Y, ya entrados en gastos, podrían proseguir con la Suprema Corte y con el poder legislativo. Al fin, con una sola persona se resuelve todo.

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 REFORMA

 26 Feb. 2023 

 

 

 

Credibilidad

Luis Rubio

El presidente López Obrador nunca la iba a tener fácil. Su discurso, sus obsesiones y sus resentimientos entrañaban una fuente permanente de conflictividad y, por lo tanto, de polarización y trifulca. Ganar una elección en esos términos implicaba ir siempre a contracorriente. ¿Cómo, en esas circunstancias, emprender su añorada transformación?

La ventaja con la que comenzó era que no venía de los grupos políticos o partidos tradicionales. Su desventaja era que sus enemigos declarados le eran indispensables para poder lograr sus objetivos. Un gran activismo político y mucha negociación y convencimiento quizá -solo quizá- le habrían permitido crear la plataforma transformadora que el país requería. La chamba habría consistido en eso que hacen los políticos exitosos: empujar a unos, convencer a otros, contener a los demás. A México le urgía (urge) un político así porque ningún estadista nace siendo monedita de oro para todos sus conciudadanos; más bien, estos se forjan en el ejercicio de un liderazgo que suma, convence y logra.

El presidente prefirió obviar estas sutilezas para concentrarse en el poder: veni, vidi, vici, en la frase atribuida a Julio César, llegué, vi y conquisté. Pese a su nombre, el proyecto de la 4T nunca fue de transformación, sino de poder y popularidad. Lo que el presidente quería, al menos a partir de su fallida elección de 2006, era que se le respetara su triunfo; no había nada más detrás de ello. Por eso son tan trascendentes las mañaneras: eso es lo que el presidente entiende por gobernar, un extremo de la vieja noción de que gobernar es comunicar.

El presidente comunica, da línea y predica todas las mañanas y con eso cumple y satisface su cometido. Nimiedades como la economía, el empleo y la seguridad son asuntos menores que no ameritan más que retórica. Para evitar tener que lidiar con sindicatos quisquillosos o empresarios demandantes tiene al ejército: los militares no protestan, simplemente se cuadran y hacen. Extender su mandato cobra entonces una lógica impecable: permite darle continuidad a su proyecto sin tener que ensuciarse las manos o convencer a quienes tienen otros puntos de vista o intereses contrastantes, circunstancias normales y naturales en cualquier sociedad.

Evidentemente, todo esto genera conflicto, pero para eso está la descalificación permanente. Nada puede alterar el proyecto de poder, incluso si se acumula evidencia de ineficacia o corrupción. O, como dice el viejo dicho tan mexicano: aquí no pasa nada, hasta que pasa. Y ese es el problema: la realidad siempre exige rendición de cuentas. Esta puede no tener lugar a la manera de las democracias consolidadas en la forma de comparecencias, investigaciones o contrapesos efectivos, pero siempre llega, usualmente en formas poco amables, sobre todo para las administraciones salientes: devaluaciones, crisis, desprestigio. No siempre juntas: con una de las tres basta, como ilustran tantos de nuestros expresidentes.

Y con esa rendición de facto viene la siguiente etapa: volver a inventar la rueda. Porque una vez que se rompe la credibilidad y la confianza, el camino se torna fangoso. En una sociedad dividida y polarizada, las crisis se vuelven puntos de convergencia porque todos acaban perdiendo: unos terminan desilusionados y se sienten traicionados por quien supuestamente los representaba y protegía, los otros porque la experiencia vivida -y la incertidumbre- les hace ser reacios a creer, participar, ahorrar o invertir. El ámbito político está polarizado, pero no hay que perder de vista que, por más polarización que haya, persiste una amplia franja de independientes que cambia de preferencias electorales en segundos. En este sentido, todos acaban siendo perdedores, un contexto que, paradójicamente, también constituye una oportunidad para sumar y comenzar de nuevo. La oportunidad de potenciales estadistas.

Como dijo Krushchev, “los políticos son todos iguales: prometen construir un puente aún donde no hay un río.” Luego de un sexenio de atonía, destrucción y concentración del poder, el país se va a encontrar ante la necesidad imperiosa de reencontrar su camino, no el camino anterior, sino uno de concordia y reconciliación, conducente a un desarrollo integral y equitativo. La pregunta tendrá que ser similar, pero no idéntica, a la que debió enfrentar el hoy presidente: ¿cómo, en el contexto crítico actual, construir un proyecto de desarrollo al que toda la población se pudiera sumar?

Más allá de filias y fobias respecto al presidente y su 4T, nadie puede ignorar algunos hechos indisputables: primero, el sexenio ha estado saturado de acciones y decisiones que han afectado a la población, a inversionistas y a factores clave de gobernanza que entrañan consecuencias; segundo, hay una enorme porción de la población que recibe transferencias a nombre del presidente, como si fuera su dinero, abriendo severas interrogantes para el futuro; tercero, el ejército está involucrado en un interminable número de actividades que no le son naturales ni apropiadas en una sociedad abierta y democrática; y, cuarto, la manera de hacer política del gobierno que está en su última fase ha sembrado odios por doquier. La gran pregunta es cómo comenzar de nuevo, porque eso es lo que habrá que hacer, una vez más.

 

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 REFORMA

19 Feb. 2023