Luis Rubio
Soñar con arribar al nirvana en un plazo récord es siempre grandioso; convencer a los votantes de que semejante empresa es posible, al alcance de la mano, es lo que hacen los políticos, sobre todo los candidatos en campaña, en todo el orbe. Si eso se adereza con ideas atractivas como un mundo sin corrupción y sin desigualdad, el planteamiento parecería imbatible. La política es precisamente eso: impulsar mejores horizontes y sumar a la población para alcanzarlos.
Pero décadas de grandes sueños insatisfechos deberían habernos convencido que, sin estrategias sólidas y políticas idóneas, la grandiosidad resulta inasible y, con frecuencia, contraproducente porque aliena al votante y lo radicaliza. En la medida en que se acerca el 2024, sería mejor comenzar a ver las cosas al revés: en lugar de prometer lo imposible, desarrollar los escenarios menos atractivos, más aberrantes y más peligrosos para de ahí echarnos hacia atrás y comenzar un proyecto de gobierno susceptible de, efectivamente, transformar al país. O sea, comprender lo que no quisiéramos que ocurra para asegurarnos que no llegaremos ahí.
¿Cómo se verá el país en 2030, al final del próximo sexenio? ¿Se habrá logrado romper con la inercia de un país partido en regiones que corren (o se retrasan) a distintas velocidades, que niegan oportunidades a los más necesitados y purifican la corrupción en lugar de erradicarla? O sea, ¿se habrá logrado construir un basamento sostenible de concordia, paz, certidumbre y prosperidad en el que toda la población pueda participar y cuente con las condiciones que lo hagan posible? En lugar de imaginar un mundo de fantasía como hacen proclive, e inevitable, las campañas electorales, ¿por qué no mejor comprender las tendencias actuales -casi todas malas- para revertirlas, corregirlas y acabar mucho mejor de lo que se comienza?
Habría que comenzar por reconocer la necesidad de romper con los dogmas que han paralizado al país y conllevado a décadas de oportunidades perdidas, así como a los bandazos político-económicos recientes. Todo ello por la indisposición a reconocer dos factores elementales: primero, que el país ha avanzado mucho en las últimas décadas pero, de igual manera, que ese avance no ha incluido al conjunto de la población ni es susceptible de lograrlo en su estado actual. Y, segundo, que el enojo, hartazgo y reclamo de la población por contar con oportunidades para romper con las ataduras que determina el origen social, económico y regional es legítimo, de la misma manera que la pobreza, corrupción, inseguridad, violencia y desigualdad son factores inexorables no sólo en un sentido moral, sino en sentido práctico: una sociedad que enfrenta males como esos es también una nación que sabe a dónde va y está dispuesta a lograrlo.
Las promesas de los reformadores y de los transformadores -vocablos distintos que son sinónimos en la práctica- no han alcanzado su cometido porque el país no cuenta con las capacidades básicas para transformarse ni con el compromiso de los liderazgos políticos para hacer lo necesario para lograrlo. Más allá de grupos de interés creado que pululan al sistema político y que han sido exitosos en impedir el éxito de reformas y transformaciones, el país no cuenta con un gobierno susceptible de liderar hacia el futuro; un sistema educativo idóneo para conferirle las habilidades, visión y oportunidades a las poblaciones más pobres y menos favorecidas; una estructura de seguridad pública construida de abajo hacia arriba (y no al revés) para crear condiciones de seguridad y tranquilidad para la ciudadanía; y un conjunto de instituciones que garanticen contrapesos efectivos, un marco legal concebido para hacer posible un país moderno y que confiera certidumbre y claridad de rumbo. Aunque hay pequeños ejemplos de éxito en casi todos estos rubros, el país no cuenta con lo necesario para efectivamente transformarse.
Es más que evidente que ninguno de los gobernantes de las últimas décadas jamás meditó sobre los peores escenarios que podrían acontecer, pues prácticamente todos concluyeron arrojando resultados sensiblemente inferiores a los prometidos y, en algunos casos, dramáticamente peores. Sus programas, proyectos y estrategias fueron todos concebidos de manera voluntarista: porque yo lo quiero va a suceder, incurriendo en el más básico de los errores, creer que las intenciones equivalen a resultados. Ningún gobierno del último medio siglo se salva de esta circunstancia.
Los países que realmente se han transformado -en el sentido de haber logrado elevadas tasas de ingreso per cápita, eliminado (o francamente reducido) la pobreza y construido un andamiaje institucional serio, confiable y sólido -es decir, un entorno de desarrollo y concordia- comparten al menos tres factores cruciales: a) la edificación de un sistema de gobierno eficaz (casi todos tomando como ejemplo a Singapur y sus imitadores); b) una obsesión por el crecimiento económico (y su consecuente disposición a eliminar obstáculos para que esto sea posible); y c) un sistema educativo concebido para transformar a la población y conferirle las oportunidades que nunca antes habían sido posibles.
Es tiempo no de soñar, sino de construir ese futuro y el 2024 ofrece una oportunidad excepcional para lograrlo.
*Fragmento del libro ¡En sus marcas! México hacia 2024, Editorial Grijalbo, 2023
www.mexicoevalua.org
@lrubiof
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14 May. 2023
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