¿Transición?

 Luis Rubio

Nadie puede albergar la menor duda de que el país ha cambiado, y cambiado mucho, a lo largo de las últimas décadas. Si bien una observación de la realidad cotidiana muchas veces arroja desesperación y pesimismo, cualquier mirada hacia atrás no puede más que mostrar que ha habido cambios y avances significativos. La economía, aunque claramente imperfecta, tiene fuentes de fortaleza que antes no existían; los cambios que ha experimentado el sistema político han creado nuevas realidades de participación y, hasta cierto punto, representación. También es cierto que no todos esos cambios han sido buenos y nada como las granadas que fueron arrojadas en el centro de Morelia esta semana para comprobarlo.

Entre políticos y académicos se discute mucho la idea de una transición del viejo sistema político a la democracia. La polémica tiende a reducirse a qué tan acotado debe contemplarse el término «transición». Para algunos, la transición se da en el momento en que se establecen nuevas reglas del juego y éstas comienzan a operar en la siguiente elección. Quienes así argumentan tienden a combinar la reforma electoral de 1996 con la elección de 2000 para probar su postura. Para otros, la transición tiene que medirse en términos de un cambio de régimen y, aseguran, éste todavía no se ha dado. Entre quienes así argumentan hay de todo, pero los más prominentes tienden a ser de izquierda y sustentan su planteamiento en que la transición no concluirá hasta que ellos lleguen al poder.

Sea como fuere, lo relevante no es la discusión sobre conceptos y visiones sino la realidad cotidiana. Independientemente de la caracterización técnica o conceptual que uno prefiera, hay dos elementos que nadie puede ignorar: uno, que en las últimas décadas México ha experimentado cambios dramáticos en todos los órdenes. El otro, que seguimos padeciendo toda clase de obstáculos e impedimentos diversos a la transformación del país. En muchos sentidos, México no ha logrado dejar de ser la sociedad patrimonialista, corporativista, clasista y carente de rendición de cuentas que siempre ha sido.

Puesto en otros términos, México todavía tiene la tarea de transformar su esencia, abandonar el viejo régimen, ese que comenzó a formarse desde 1521 cuando se inicia la conquista española, para avanzar hacia la constitución de una sociedad moderna, democrática, capitalista y viable. El llamado de atención que se presentó esta semana en la forma de la explosión de unas granadas en el centro de Morelia debería alertarnos a todos sobre las carencias, las insuficiencias y la parálisis que caracterizan al país. Por demasiado tiempo, nuestros políticos han privilegiado los beneficios de corto plazo como fuente de conflicto interesado, obviando los problemas centrales que el país enfrenta y que afectan a todos por igual.

En Morelia esta semana se abrió un nuevo capítulo en la historia de México. Hasta ahora, el tema del narcotráfico se había concentrado en la disputa por territorios, primero entre las propias bandas de narcotraficantes y, en el último año y medio, entre éstas y los órganos del Estado. Se trata de una guerra que el gobierno tiene que dar pero que, hasta esta semana, no había involucrado más que a narcotraficantes, policías y soldados. Las granadas de esta semana cambian todo el escenario porque, por primera vez, involucran a la sociedad en su conjunto. Para quienes pretendían que ésta era una disputa innecesaria que había iniciado el gobierno del presidente Calderón, más vale que ahora se percaten que en este momento es el país el que está de por medio. Unas cuantas granadas lo cambian todo.

Por supuesto, este acto terrorista no es el comienzo de la historia. La población ha vivido años, décadas, de inseguridad y criminalidad que la atosigan y que sin duda afectan la capacidad de la economía de crecer y crear empleos y riqueza. Hay regiones del país dominadas por bandas criminales que cobran impuestos en la forma de secuestros y venta de protección, como si fueran autoridades formalmente constituidas. Si bien hay muchas posibles explicaciones de la incapacidad del país para lograr una transformación como la que caracteriza a otras naciones exitosas del orbe, no hay duda que es plausible la hipótesis de que detrás de todo esto yace nuestra incapacidad para romper con el viejo régimen y sus formas de ser.

Muchos políticos pretenden que se trata de un asunto partidista («aquéllos no saben gobernar»), de la estrategia de política económica («la criminalidad es producto de la pobreza») o del partido en el gobierno («no tienen experiencia»). La evidencia empírica reprueba todas estas versiones: estados como Michoacán, Tamaulipas y Baja California donde las mafias del narco tienen consolidado su dominio territorial, tienen historias partidistas diversas y mixtas (PAN en la gubernatura de Baja California, PRI en Tijuana; PRI en Tamaulipas, PAN en Reynosa; PRD en Michoacán). Dada nuestra estructura política y la forma en que está organizado nuestro sistema de gobierno (en tres niveles), el reto fundamental reside a nivel local porque el gobierno federal no cuenta con los instrumentos necesarios para poder actuar. Quizá eso deba cambiar, pero ésa no es la realidad de hoy.

El país vive una extraña mezcla de formas viejas de ser con nuevas realidades en todos los ámbitos. La mezcla no es muy feliz. En el ámbito de la seguridad, la descentralización del poder ha llevado a la feudalización del país y, con ello, al crecimiento del crimen organizado. La descentralización es deseable y factor indispensable de una mejor distribución del poder, pero el resultado ha sido atroz. En la economía, seguimos siendo un país clasista y patrimonialista que cancela la competencia y cierra puertas de acceso a la población. Hay ámbitos de la economía en que la competencia es feroz, pero otros en los que ésta ni se conoce. En la política reina el corporativismo. Desde luego, las elecciones se han convertido en un factor real de competencia política, pero nadie puede argumentar con seriedad que los gobernantes rinden cuentas a la población.

Éste fue un importante llamado de atención para toda la sociedad, para los políticos y para sus partidos: un desafío al Estado en su conjunto. En el mejor de los casos, los narcos están aprovechando las rencillas y mezquindades entre políticos; en el peor, le están declarando la guerra a la sociedad. Mientras más tardemos en aceptar este hecho, más difícil será comenzar a enfocar la salida. El país tiene que enfrentar al crimen organizado, pero también tiene que hacer, de hecho comenzar, su verdadera transición. Y ambos van de la mano.

 

Impunidad

Luis Rubio

La impunidad está en todo. Tendemos a asociar impunidad únicamente con delincuencia y criminalidad, pero la realidad es que se trata de una característica de nuestra forma de ser. La impunidad está igual en las compras de gobierno que en la educación, en la forma en que se comportan los grandes grupos económicos y en la naturaleza de nuestros sindicatos. El país es un gran espacio de impunidad.

La impunidad tiene muchas caras y formas de manifestarse. Si aceptamos el principio de que todo aquello que entraña una ausencia de rendición de cuentas implica impunidad, el país está saturado de situaciones de esta naturaleza.

Históricamente, la rendición de cuentas seguramente se remite a la relación que proponen las religiones de cada persona con el Creador. En nuestro sistema político tan peculiar, las cuentas se le rendían, cuan rey, al presidente imperial. Mientras que en una democracia la rendición de cuentas debería ser ante la justicia, en México a ésta ya no la contemplamos ni como concepto.

No es posible vivir ni un minuto en nuestro medio sin encontrarnos con la impunidad en pleno. Los taxistas los formales y los tolerados- cobran lo que les da la gana y viven en la impunidad. Los revendedores de espacios de estacionamiento en la vía pública son parte de la decoración cotidiana que ya tomamos por natural. Los automovilistas cometemos faltas frecuentes y hasta nos ofendemos cuando un policía nos para y, peor, cuando nos sugiere compensar nuestra violación al reglamento con un pago a su criterio. Muchos empresarios consideran que sus objetivos son la ley y ni siquiera se ponen a pensar que su manera de actuar pudiera implicar una violación a leyes, reglamentos o a los derechos de los demás; algunos se han convertido en verdaderos extorsionadores de funcionarios, competidores y otros empresarios. Todo el que puede evade algún impuesto, sobre todo el IVA. En alguna medida, todos vivimos en la impunidad.

El candidato perdedor del 2006 invadió las calles del DF y no hubo poder humano que lo quitara de ahí. Acusar, con la idea de descalificar, a alguien tildándolo de neoliberal o privatizador es vivir en la misma impunidad.

La impunidad está en todas partes y no es exclusiva del gobierno. Los sindicatos se han vuelto verdaderos depredadores de la sociedad: demandan cada vez mayores beneficios sin mejorar su productividad o calidad.

Quizá lo más divertido de nuestro régimen de impunidad es que nadie está al margen. Muchos ex funcionarios viven de dictar cátedra a los responsables actuales, cuando muchos de ellos son los causantes de la patética realidad actual. Por ahí está un ex director del IMSS que siempre tiene la verdad revelada para enfrentar los problemas financieros de la institución cuando fue él mismo quién, al estar al frente, los provocó al concederle al sindicato prestaciones que nunca se podrían pagar.

En funciones, los responsables tienden a optar por las salidas fáciles; como ex funcionarios son expertos en el deber ser. Ahí está la entonces diputada y líder sindical que impidió que se privatizaran las dos líneas aéreas cuando éstas valían más de mil millones de dólares, cifra que no le hubiera caído mal al erario. También está el gobernante de la ciudad de México que decide que la enseñanza del náhuatl es esencial para el desarrollo de los niños e impone su preferencia, justo en el momento en que el país requiere fortalecer su capital humano, es decir, la capacidad de nuestros niños para valerse por sí mismos en el mundo globalizado y competitivo que les tocará vivir. ¿A quién le rinden cuentas esos funcionarios y políticos que tanto le cuestan al país?

Otro ejemplo de impunidad es la forma en que se condujo la apertura tanto económica como política de las últimas décadas: ambas eran necesarias e impostergables, pero tenían que haber sido construidas debidamente: con mecanismos de apoyo e información para el sector productivo a fin de sesgar su probabilidad de éxito, como se hizo en Canadá; y con la construcción de instituciones y mecanismos institucionales para evitar los terribles desencuentros que caracterizan a nuestro mundo político en la actualidad. Como ilustra Mandela en Sudáfrica, una transición exitosa, en cualquier campo, no implica destruir fuerzas e instituciones sino transformarlas.

Hace unos días nos amanecimos con la noticia de que dos terceras partes de los aspirantes a las plazas de profesores no pasaron el examen, incluyendo a más de doce mil profesores que están ya en funciones. Es decir, si extrapolamos estos números, tal vez sea posible concluir que dos terceras partes del total de profesores en el país no aprobaría el examen de calificación mínimo. Y nadie les dice nada, sus prebendas quedan incólumes. Lo impactante del caso educativo es que ahora tenemos números, datos objetivos que nos permiten darle una dimensión real al tamaño de la impunidad que caracteriza a esa actividad.

¿No es revelador y terrible- que un policía de tránsito acabe siendo un acomodador de coches y que sea natural darle una propina para estacionar un vehículo, usualmente de manera ilegal? ¿Qué nos dice eso de nuestras policías, de las instituciones, de la desigualdad social y de las posibilidades de desarrollo del país?

Todo en el país está diseñado para diluir la responsabilidad de quien ostenta cargos públicos. La Secretaría de la Función Pública sirve para encubrir más que para transparentar. Apenas una mínima porción de las compras del gobierno se sujeta a subastas públicas y transparentes. Funcionarios corruptos son perdonados sin más o castigados con penas irrisorias. Todo premia la impunidad.

La impunidad es producto de que nadie tiene que rendir cuentas y de que la justicia es irrelevante en todos los planos. Ningún funcionario parece obligado a atenerse a marcos institucionales y muy pocos institucionalizan sus decisiones. Aquí y allá hay buenos programas, como el reputado en Sinaloa para los secuestros pero, al no institucionalizarse, desaparece con el sexenio, para desventura de los secuestrables.

La impunidad es parte de nuestra naturaleza, pero no es algo inevitable, no es parte de nuestro DNA colectivo. Nuestras leyes e instituciones promueven la impunidad: si tuviésemos leyes y reglamentos transparentes y cumplibles, el país sería otro. Ha habido algunos avances modestos en estos rubros, como ilustra el caso de aduanas, pero la propensión a incrementar la discrecionalidad y la arbitrariedad es permanente. El problema es que hay demasiados beneficiarios, o personas que creen que se benefician, del statu quo. Mientras esa siga siendo la norma, la impunidad seguirá vivita y coleando.

 

Autoengaño

Luis Rubio

Hay verdades que son mentiras. Hay mentiras que, repetidas mil veces con la conocida táctica de Joseph Goebbels, el experto en propaganda nazi, acaban siendo creíbles. Pero no por repetirse una mentira, o un mito, éste deja de ser mentira. En el tema de las refinerías que se discute como parte sustantiva de la reforma petrolera, las mentiras y los mitos son interminables y pueden llevar a decisiones torpes, costosas y absurdas.

Lo que todos escuchamos, y se repite constantemente en el discurso político, artículos periodísticos y hasta anuncios en radio y televisión es que a México le urge construir refinerías nuevas para que no se tenga que importar gasolinas y para que los beneficios económicos de la refinación se queden en México. Es un discurso bonito que no por eso es cierto.

El negocio petrolero es extraordinariamente rentable. El costo de producir un barril de petróleo en el país fluctúa entre 5 y 20 dólares, dependiendo del campo y las condiciones específicas. A los precios de hoy, superiores a los 100 dólares por barril, la utilidad es enorme. Ese dinero, bien empleado, podría traducirse en infraestructura, educación, un sistema moderno de salud, un aparato eficaz y bien pagado de seguridad pública y muchos otros beneficios que durarían décadas después de que se agoten los campos petroleros, porque habría servido para trasformar la capacidad de cada mexicano para ser exitoso en la vida. Es decir, habría elevado la calidad y cantidad del capital humano del país, abriendo con ello puertas y oportunidades que hoy son inimaginables.

En lugar de eso, nos empeñamos en malgastar el dinero que genera la parte esencial de la industria, la de exploración y explotación, en toda clase de aventuras inútiles. Con ese dinero se construyó una industria petroquímica que fue prácticamente obsoleta desde el día en que se inauguró, se construyeron refinerías que nunca han sido rentables y se mantiene una estructura administrativa y sindical que es la más costosa del planeta. Para colmo, como dice la canción de Chava Flores, lo que sobra (que es muchísimo) se desperdicia en corrupción y proyectos personales de funcionarios y gobernadores. Tenemos un recurso hiper rentable que se está agotando por no invertir en lo que deja dinero porque dispendiamos en todo lo demás.

El caso de la refinación es particularmente interesante porque ilustra nuestros excesos. Hoy en día, el país importa alrededor del 40% de las gasolinas que consume. Este hecho se ha tornado en un hito y en un mito: según la retórica, estamos haciendo algo terrible: exportamos petróleo para importar gasolina cuando podríamos estar produciendo la gasolina en el país, beneficiándonos del proceso mismo de refinación. La verdad es otra.

La realidad es que este esquema –exportar petróleo e importar gasolina- es absolutamente racional. El negocio de la refinación es de márgenes (utilidad) muy bajos y sólo unas cuantas empresas especializadas en la refinación hacen dinero. Los grandes consorcios internacionales ganan en la producción del petróleo y en diversos segmentos de la cadena productiva, pero prácticamente ninguno gana dinero en la refinación, y menos con fluctuaciones tan grandes en los precios del petróleo.

Además, hay un exceso de capacidad instalada para la refinación de petróleo en el mundo. Muchas empresas sobre invirtieron en capacidad de refinación (inversiones que fluctúan entre 4 y 10 mil millones de dólares por planta), por lo que están disponibles para refinar nuestro crudo y nos evitan tener que invertir esos enormes montos en plantas de refinación cuya rentabilidad es microscópica en el mejor de los casos. En otras palabras, está perfectamente bien lo que estamos haciendo. Lo ideal sería que la reforma petrolera contemplara la posibilidad de que inversionistas privados se instalen en el país para que, por su cuenta y riesgo, y con su tecnología y capacidad administrativa y de operación, se incremente la capacidad de refinación en el país. Sin embargo, dada la realidad del mercado, es poco probable que eso ocurra: ¿quién invertiría cuando hay capacidad de sobra a unos cuantos kilómetros de nuestras fronteras? Si, a pesar de lo que sugiere la lógica, nuestros políticos se empeñan en contar con refinerías de propiedad nacional, lo único racional en este momento sería comprar refinerías en el exterior que ya están instaladas y listas para funcionar, a una fracción del costo que tendría construir nuevas. Aunque fuera un mal negocio, al menos el berrinche resultaría menos costoso.

La industria petrolera nacional constituye un símbolo fundamental de la realidad del país y de la retórica política. Pero eso no justifica que se dispendien los recursos que de ahí se derivan o que se mantenga incólume el statu quo de la corrupción que caracteriza tanto la operación de PEMEX como el uso de los recursos que éste genera. La discusión sobre qué debe hacerse con la industria se ha desviado hacia asuntos que son poco relevantes para su operación, todo ello disfrazado bajo acusaciones falsas de que se le intenta privatizar. La realidad es que todas las propuestas que se han presentado ignoran la estructura de la industria y, en general, se orientan hacia la transformación de pedazos aislados de la cadena productiva sin jamás tocar lo esencial. Algunos de los componentes de las iniciativas dejarían mucho peor al sector de lo que ya de por sí se encuentra.

En lugar de apegarse a las iniciativas que circulan en el congreso, lo idóneo sería repensar a la industria en su conjunto, reflexionar sobre el hecho de que el petróleo se va a agotar en las próximas décadas y concentrarse en lo único relevante: cómo emplear los recursos de la explotación del petróleo de la manera más inteligente posible para contribuir a afianzar una base de desarrollo que transforme al país en las próximas décadas. Es decir, olvidar los sueños elefantiásicos del pasado (petroquímica, refinación, etc.) para dedicar la totalidad de los fondos que arroja la producción y exportación de petróleo al financiamiento del desarrollo futuro del país.

Tenemos que reconocer que el petróleo se está agotando. Se puede y debe corregir el problema de producción petrolera, pero ésta se va a agotar en unos cuantos años. La pregunta que harán nuestros hijos y nietos no será por qué no construyeron más elefantes blancos sino por qué dispendiaron los recursos petroleros cuando sabían que se estaban agotando. Lo inteligente no es seguir haciendo lo mismo sino cambiar hacia la economía del conocimiento, construir la infraestructura y el capital humano del mañana. Todo el resto es perder el dinero y el tiempo.

www.cidac.org

El Estado soy yo

Luis Rubio

Luis XIV hubiera estado orgulloso. El gobernante mexicano no tiene por qué rendirle cuentas a nadie: su responsabilidad es tan grande que sus funciones tienen que estar por encima de cualquier reclamo o escrutinio. Esa, al menos, ha sido la reacción de los líderes de los partidos políticos: la ciudadanía no tiene por qué molestar a los políticos ni dudar de su competencia porque los ciudadanos no cuentan y sus reclamos entrañan la disolución del Estado. Punto. Reacciones torpes y ciertamente innecesarias, pero que revelan una de las grandes grietas de la vida política nacional: la desconexión entre políticos y ciudadanía.

El reclamo no podía ser más lógico: si no pueden cumplir o no saben cómo hacerlo, renuncien. En cualquier democracia que se respete, los políticos hubieran respondido con modestia y un compromiso creíble de actuar. Pero nuestra democracia no es tan ambiciosa. Aquí la respuesta ante el reclamo ciudadano por la ola de criminalidad que invade al país desde hace al menos dos décadas fue un tanto peculiar: ustedes no tienen derecho a reclamar: ¿quiénes se creen? En lugar de estadistas, actores centrales en un proceso del que están a cargo y en control (como políticos que entienden el poder), la respuesta ha sido dura, tajante y defensiva. Como si el hecho de cuestionar los resultados de su gestión fuera algo impropio e indigno y no un derecho elemental de la ciudadanía en una democracia consolidada o en construcción.

La respuesta de los políticos se deriva de la estructura de poder que caracteriza al país en la actualidad. Partidos desvinculados de la sociedad, políticos con muchas y notables excepciones de honestidad y devoción al servicio público- que permanecen en el poder, o alrededor, sin jamás tener que hacer otra cosa. Mientras que cuando sus contrapartes europeos o estadounidenses concluyen su mandato (por retiro o por perder una elección) reconocen que terminó su ciclo y es tiempo de dedicarse a alguna otra actividad (así sea para cosas menores como ganarse la vida), los nuestros permanecen por siempre, a la espera de la famosa rueda de la fortuna que caracterizó la era priísta donde siempre era posible que la Revolución les hiciera justicia. Esperar aguantar vara- era una parte inherente del viejo sistema que no ha desaparecido a pesar del fin de la era del PRI. La diferencia ahora es que ya no son sólo los priístas quienes se sienten vulnerables frente a una ciudadanía demandante. Ahora los políticos de todos los partidos aborrecen a la ciudadanía y reaccionan con la misma torpeza. Como si el Estado fueran ellos y éste no tuviera vinculación con la realidad.

Pero la actitud de desprecio a la ciudadanía tiene consecuencias. La ciudadanía no reclamaba, al menos no de manera intensa, cuando el gobierno cumplía y entregaba resultados. El crecimiento del reclamo ciudadano tiene que ver con las crisis que ha vivido el país, crisis que surgieron en la era priísta, en las administraciones que muchos perredistas (los ex priistas) ven como modelo para su gestión (1970-1982) y las que no han desaparecido en las administraciones panistas recientes. Algunas de esas crisis fueron de orden político, otras económicas y otras más de seguridad, pero todas afectaron a la ciudadanía. Todas ellas destruyeron familias y patrimonios pero, sobre todo, la certeza que toda persona requiere para vivir con tranquilidad y confianza de que un futuro próspero y digno es posible.

La ciudadanía en México es resultado de reclamos y quejas, no de aportes y construcción de futuro. No podía ser de otra forma: el sistema autoritario de la era priísta, que tanta nostalgia genera, nunca permitió que la ciudadanía fuera un factor de influencia y por eso los políticos de esa escuela (casi todos), consideran a la ciudadanía como un intruso inaceptable y, ciertamente, indeseable. Su problema es que la realidad les está ganando.

El desempeño económico, político y de seguridad se encuentra muy por debajo de lo que cualquier persona en un país normal consideraría aceptable. La economía funciona muy por debajo de su potencial, la criminalidad se ha tornado en un factor intolerable de la convivencia social, en un obstáculo al desarrollo del país, y el sistema político funciona como un ente aparte, divorciado de la sociedad e inmutable frente a sus necesidades. Al país le urgen acciones y soluciones fundamentales en una multiplicidad de frentes ante los cuales los políticos permanecen inmutables. Nada cambia, nada avanza. Mientras que el gobierno chino sabe que la inamovilidad puede acabar destruyendo a su nación y por eso reforma todo lo que sea necesario, independientemente de los intereses involucrados, en México nada cambia, aún si ese no hacer trae por consecuencia la destrucción del país. ¿De qué otra manera explicar la parálisis política frente al colapso de la producción petrolera, cuyos principales beneficiarios, paradójicamente, son los propios políticos y sus generosas cuentas de gastos en todos los niveles de gobierno?

La disyuntiva es muy simple: el país no puede funcionar, mucho menos prosperar, en su estado actual. Los priístas se encuentran envalentonados porque la población les reconoce capacidad de operación política, pero sobre todo porque su formidable estructura territorial les garantiza un excepcional desempeño en las elecciones intermedias del próximo año. Pero nada de eso cambia el hecho -que todo mundo sabe- que, en lo fundamental, la vieja estructura priísta en la economía y en la política, que persiste, sigue siendo la causa fundamental del pobre desarrollo del país en todos sus ámbitos. Los panistas no han tenido la visión o la disposición para cambiar esa circunstancia y los perredistas solo quieren echar para atrás el reloj y recrear esa vieja era en todo su esplendor autoritario, si es necesario tumbando al gobierno. La ciudadanía no existe para ninguno de esos partidos y por eso no funciona el país. No es que se requiera eliminar al Estado; se requiere un Estado que represente y responda ante la ciudadanía, no ante sí mismo.

A pesar de lo que suponen nuestros políticos, la ciudadanía no quiere reemplazar al Estado: lo único que espera de sus políticos es un liderazgo efectivo, gobernantes que cumplan su responsabilidad, respondan ante la ciudadanía y le generen confianza. Mao insistía que por muchas armas o poder que tuviera a su disposición, sin la confianza de la ciudadanía ningún país puede funcionar. Lamentablemente, nuestros políticos siguen otra tradición, esa que llevó a que María Antonieta, con arrogancia, dijera si no hay pan, denles pastel. En nuestro caso, atole con el dedo.

 

Lo trascendente

Luis Rubio

La transición política que México ha vivido a lo largo de las últimas décadas ha sido accidentada y compleja, caracterizada por más vaivenes que constantes y más dudas que certezas. Aunque a los mexicanos nos encanta debatir sobre el tema de la transición en los términos que lo hacen los españoles, la verdad es que se trata de realidades radicalmente distintas. Por esta razón, es imperativo reconocer nuestra realidad específica para avanzar hacia la construcción de un sistema político que sea a la vez democrático y funcional, representativo y exitoso.

Quienes nos reunimos para promover un amparo por las modificaciones al Artículo 41 constitucional lo hicimos pensando en esto: el entramado institucional que heredamos del fin de la era del PRI no permite una convivencia política saludable, mantiene relegada a la ciudadanía a un status de tercera y la propensión al abuso del ciudadano por parte de partidos y gobierno es infinita. No murió el corporativismo, simplemente se transformó, con todo lo que eso implica. Es decir, no es sólo que la libertad de expresión, motivo específico del amparo, sea fundamental para el desarrollo democrático de una sociedad, sino que el ciudadano no tiene protecciones legales y no cuenta con derechos efectivos frente a los poderosos del país en todos sus ámbitos. Dado que nuestra democracia no nació con la fortaleza institucional que hubiera sido deseable, la decisión de ampararnos responde a nuestra percepción de que es fundamental que instituciones como la Suprema Corte de Justicia asuman una función, en este caso de tribunal constitucional, para desarrollar el cuerpo de protecciones a la ciudadanía que no surgieron del proceso original de transición política.

No cabe ni la menor duda que hemos experimentado un proceso de enorme y profundo cambo político. El contraste de la institución de la presidencia actual con la de la era gloriosa del PRI debería convencer hasta al más escéptico. Si a eso se agrega el nuevo protagonismo del poder legislativo, la independencia (aunada al dispendio y arrogancia) de los gobernadores y la capacidad de chantaje y extorsión de los sindicatos más importantes del país, es evidente que el viejo sistema ya no existe, al menos en su forma original. El problema es que el nuevo esquema no es democrático, representativo ni funcional.

En su origen, la transición política mexicana guarda una diferencia fundamental con la española o con los procesos de construcción nacional que experimentaron naciones desde Estados Unidos en el siglo XVIII hasta Sudáfrica en los noventa. Aquellos procesos fueron pactados y negociados, en tanto que el nuestro fue, pues, a la mexicana. La estructura del poder político en nuestro país, léase la enorme concentración del poder que existía en la presidencia y en el PRI, fue la circunstancia que llevó a que se introdujeran los menores cambios posibles. Todo se hizo para mantener los privilegios antes existentes, así se compartieran con un pequeño núcleo adicional de beneficiarios (el PRD, el PAN y los gobernadores)

El contraste con los otros casos es extraordinario. En España, las fuerzas políticas, hijas todas ellas de una sangrienta guerra civil, estaban decididas a evitar que la confrontación de entonces impidiera la construcción nación moderna, democrática y exitosa. Eso les llevó a pactar, abandonar las viejas rencillas y orientarse hacia el futuro. Algo similar ocurrió en Sudáfrica, donde el fin del gobierno del apartheid no se tradujo en ataques a los blancos, sino que toda la energía se dedicó a la redacción y adopción de una constitución moderna. En Estados Unidos la discusión, que duró más de diez años, se dedicó a la construcción de instituciones que permitieran pesos y contrapesos efectivos, confiriéndole al sistema de gobierno un equilibrio conducente a la estabilidad y viabilidad a la entonces nueva nación. Con todo y sus enormes diferencias, las tres naciones colocaron al ciudadano, y a las protecciones necesarias para que éste pudiera actuar, en el centro del entramado institucional que construyeron. Aquí los privilegios se sustentan en la limitación de las libertades y derechos de la ciudadanía.

Cada caso refleja sus circunstancias y peculiaridades, pero lo relevante para nosotros es que nuestro proceso de transición no ha consistido, más que marginalmente, en la construcción de nuevas instituciones, desarrollo de pesos y contrapesos ni mucho menos en la construcción de mecanismos para el desarrollo de una ciudadanía pujante, colocada en el corazón de la vida política nacional. Más bien, nuestra transición adquirió tintes defensivos: en lugar de orientar al país hacia el futuro, todos los esfuerzos se han concentrado en defender el statu quo y proteger los derechos adquiridos, cualquiera que sea su origen. Los partidos y políticos que negociaron los cambios en materia electoral de 1996 tuvieron más interés en encumbrar a tres partidos grandes y poderosos que en representar a la ciudadanía o crear un entramado institucional democrático. Ese déficit sigue ahí y tiene que ser atendido.

Desde una perspectiva ciudadana, el país ha ganado mucho con la disminución del poder de la presidencia porque se ha reducido de manera drástica la probabilidad de abuso por parte de una persona todopoderosa. Sin embargo, lo que en realidad ha ocurrido es que esa concentración de poder que antes existía en la presidencia ahora ha reaparecido en el liderazgo de los partidos en el poder legislativo, en los gobernadores y en los propios partidos. En cierta forma, esto constituye un avance dado que se trata de un poder de alguna manera negociado. Sin embargo, desde el punto de vista ciudadano, los costos de nuestra nueva realidad son abrumadores. El ciudadano no tiene acceso a la justicia y no existen protecciones cuando los partidos políticos deciden restringir sus libertades (como ocurrió con el caso que motivó el amparo). El punto no es defender el derecho de unos cuantos a comprar propaganda política sino reclamar derechos amplios, con sus debidas protecciones, para el conjunto de la ciudadanía.

La debilidad institucional que nos caracteriza es legendaria y quizá sea una de las explicaciones del pobre desempeño de nuestra economía. Ningún inversionista ni ahorrador con visión de largo plazo invertiría en un país donde los derechos ciudadanos no cuentan ni están protegidos. El tema, pues, no es electoral o de propaganda política sino de la esencia del desarrollo, del tipo de país en que queremos vivir.

 

¿Acordar qué?

Luis Rubio

La inseguridad pública ha adquirido un nuevo nivel de importancia política. Eso es lo que se puede derivar de la enorme cantidad de intercambios entre políticos que los ciudadanos hemos observado en estos días. Aunque hay muchas propuestas, conceptos e ideas en los medios, en el corazón de esos intercambios hay una gran confusión: todos los políticos quieren responder ante el reclamo ciudadano, pero sus propuestas son políticas, no relacionadas con la seguridad. Peor, ahora ya encontraron una solución mágica, un acuerdo nacional, que de pronto lo va a resolver todo.

Han sido días terriblemente reveladores de que a pesar de que la inseguridad lleva décadas de ser un flagelo para la ciudadanía, nuestros gobernantes siguen sin tener idea de cómo responder. De hecho, fue interesante poder observar que tuvo que ser una organización de la sociedad, México Unido Contra la Delincuencia, quien forzara el tema central al ámbito de la política: el problema de fondo es la falta de autoridad y legitimidad del sistema de gobierno y, en este caso, de las policías y del aparato judicial. Es decir, se trata de un problema institucional: el problema de fondo es la debilidad del Estado, en su más amplia acepción, por lo que cualquier respuesta que se pretenda dar tiene que pasar por ese tamiz.

El nuevo deus ex machina, la solución integral y súbita al problema de la inseguridad en el ámbito político, reside en un acuerdo nacional. Ahora nos encontramos con que nuestros políticos están seguros y convencidos de que todo se resolverá en el momento en que todos los gobernantes del país se reúnan y acuerden mayor coordinación, mejores procedimientos y, seguro, nuevas policías. Desde luego, no hay duda que al país le urge mejor coordinación, menos mezquindad y estrategias comunes, susceptibles de resolver el problema. Sin embargo, nada de eso avanzará si no se atienden los problemas de esencia o si, a final de cuentas, todo acaba en una feria de protagonismos personales.

Los acuerdos tienen un lugar en la política: de hecho, son su esencia. Pero si lo que se requiere es recobrar, o construir, la credibilidad de nuestro aparato policiaco y judicial, entonces los acuerdos propuestos sólo pueden servir en la medida en que creen instituciones capaces de transformar el tema específico y, confiadamente, a la larga, al país en general. Un pacto nacional tiene sentido si el objetivo es dejar a un lado los protagonismos, subordinar los objetivos personales y construir instituciones. Todo el resto es grilla, en el sentido más peyorativo de la palabra.

Desafortunadamente esa no ha sido la forma en que nuestros políticos están encarando el tema. Lo trascendente ha sido publicitar ideas impactantes, hacer anuncios que parezcan novedosos y desviar la atención mediática hacia lo irrelevante (como si tal o cual gobernante asistirá a la reunión o no). Por supuesto, no hay nada de malo en que proliferen tantas ideas sobre el tema de la inseguridad como sean posibles, aunque se trate de un tema técnico que, en muchos casos, requiere menos ideas que decisión política y un conjunto de expertos capaces de enfrentar el tema con pleno apoyo social y político.

Muchas de las ideas que flotan en el ambiente tienen sentido, aunque no siempre en nuestro contexto. Es lógico, por ejemplo, que se quieran importar ideas exitosas de otras latitudes, pero no es evidente que lo que funciona en un lugar como Italia, por citar un ejemplo exitoso en materia de seguridad pública, funcione en nuestro país: a pesar de su pésima estructura gubernamental, allá la institución nacional más sólida y respetada es el poder judicial y las policías. Gracias a esa solidez, que aquí obviamente no existe, los italianos vencieron a las mafias y han dado enormes avances en materia de seguridad pública.

En México el problema central es el institucional. Al margen de las técnicas y mecanismos específicos que los expertos pondrían en práctica, el mayor déficit lo tenemos en la debilidad de nuestras instituciones. Gracias a esa circunstancia, nuestras leyes sirven para justificar posturas pero no para cambiar la realidad. Las leyes sirven cuando existe un compromiso de cumplimiento y una capacidad de hacer cumplir ese compromiso. Evidentemente, ese no es nuestro caso. De esta forma, aunque hay ejemplos exitosos de actuación contra la criminalidad en diversos lugares y momentos, estos tienden a ser perecederos toda vez que dependen de la voluntad de un gobernante o actor y no de instituciones fuertes y sólidas que trasciendan en el tiempo.

En el país existen suficientes historias de fracaso y de éxito que muestran qué es lo que hay que hacer y quién lo tendría que hacer. El problema, en otras palabras, no es técnico. El problema es político: nuestras instituciones no permiten que el combate contra la inseguridad sea eficaz. Las experiencias exitosas muestran que las personas se adaptan al marco institucional, que los policías hoy incompetentes o delincuentes pueden transformarse y convertirse en una fuerza positiva en la lucha contra la delincuencia.

Un acuerdo o pacto nacional en materia de inseguridad tendría que partir del reconocimiento de que no contamos con ninguno de los elementos que son cruciales para enfrentar el problema de la inseguridad, como policías profesionales y competentes, además de respetados y respetables; ministerios públicos igualmente profesionales y competentes; jueces incorruptibles; cárceles realmente controladas desde donde sea imposible administrar la criminalidad; y una estrecha coordinación entre todos los integrantes del aparato que integra la seguridad gubernamental que no dependa de jefes políticos temporales. Sólo un reconocimiento de que no existe una solución mágica y que ninguno de los pactantes la puede aportar podría permitir comenzar a avanzar en esta materia.

Un pacto nacional sólo tiene sentido si el objetivo es que todas las fuerzas y autoridades políticas en el país aceptan la legalidad existente a falta de una adecuada o mejor como base para la interacción entre ellos. Una vez acordado eso, como ocurrió en la España post franquista, comenzarían a fluir acuerdos específicos, decisiones concretas y, confiadamente, la atención que requiere, por parte de expertos, la seguridad pública. La inseguridad no se puede resolver a través de protagonismos mediáticos.

La gran pregunta es si algo de esto es posible. Un acuerdo nacional es un instrumento, no un objetivo en si mismo: sirve en la medida en que contribuya a crear un marco institucional para el propósito específico. Todo el resto es demagogia y de esa la ciudadanía ya está harta.

 

Inseguridad

Luis Rubio

Bastó el secuestro y asesinato despiadado del joven Fernando Martí para que todo el mundo político se desviviera por tener una amplia presencia mediática, pero lamentablemente no para avanzar hacia la solución del problema de inseguridad que aqueja al país desde hace dos décadas. La vida de este niño y de todos los que, como él, ven cercenada o destrozada su vida y, en muchos casos, la de sus familias, reclama respuestas que vayan más allá de las declaraciones necias y de la aprobación de más leyes irrelevantes que nadie cumplirá.

La inseguridad pública en el país no es producto de la casualidad sino de una estructura institucional inadecuada que no se reforma, no se atiende y no se transforma. Seguramente habrá muchos argumentos que expliquen los rezagos, la descoordinación, la calidad de nuestras policías, ministerios públicos, sistema penitenciario y jueces pero es evidente que dos décadas de vejación sistemática de la sociedad no han sido suficientes para que gobiernos y legisladores, se pongan de acuerdo para enfrentar y resolver el problema. El ejemplo de Colombia, que en una década se transformó a cabalidad, debería servirnos si no de acicate, sí de argumento para acallar a todos aquellos que, debiendo ser responsables, no se responsabilizan.

No soy experto en la materia, por lo que carezco de ideas grandiosas sobre cómo debe enfrentarse el flagelo de la inseguridad. Lo que sí tengo es una serie de preguntas y planteamientos de sentido común, algunos propios y otros de terceros, que tienen que ser atendidos y pronto. Aquí van algunos obvios:

1. La inseguridad y los secuestros no son un fenómeno nuevo en nuestra sociedad. Sin embargo, las policías, con contadas excepciones, siguen siendo las mismas. Cada administración inventa una nueva academia de policía para alimentar a entidades e instituciones policiacas corruptas que acaban corrompiendo a los nuevos reclutas. ¿Qué no es obvio que urge transformar a esas instituciones para acabar con la corrupción y la incompetencia de las policías a todos los niveles?

2. A los políticos, sobre todo a los legisladores, les encanta proponer nuevas leyes, en este caso penas más severas, para enfrentar la inseguridad. ¿Por qué nadie se pregunta qué diferencia harían mayores penas cuando prácticamente ningún delincuente es capturado? Con la increíble tasa de impunidad que caracteriza a la delincuencia en el país, el castigo no hace diferencia alguna; hay que concentrarse en la calidad de las policías y la efectividad de la procuración de justicia.

3. Existen ejemplos de instituciones gubernamentales que fueron transformadas y profesionalizadas, eliminando la corrupción de sus fuerzas policiacas y de seguridad. El CISEN es quizá el mejor ejemplo. ¿Por qué no imitar ejemplos exitosos en lugar de inventar, una vez más, el agua tibia? El espectacular rescate de Ingrid Betancourt en Colombia debería al menos hacernos reflexionar que sí es posible, además de necesario, crear un cuerpo de seguridad competente, moderno y profesional.

4. Pervive una infinidad de mitos sobre las razones por las cuales no había inseguridad pública hasta los 80 ó 90; cualquiera que sea la explicación, es obvio que las circunstancias de antaño nada tienen que ver con las actuales: la población ha crecido, la complejidad del entramado social es extraordinaria, la diversidad política complica las cosas, la tecnología le otorga enormes ventajas al delincuente. Además, nuestro experimento democrático no ha sido muy feliz en términos de coordinación policiaca: en lugar de cooperar e intercambiar información, las instancias políticas compiten y desdeñan los temas de seguridad. Parecería obvio que se requiere una nueva concepción institucional y legal para atender de manera profesional los problemas de inseguridad que nuestros gobernantes han sido incapaces de resolver. Algunos países tienen sistemas de seguridad centralizados, otros manejan estructuras híbridas (federal-estatal) de diverso tipo. En el México de hoy la seguridad pública es tema del gobierno local, pero las entidades federales cuentan con instancias especializadas en temas graves como el secuestro. En lugar de resolver el problema, esta estructura crea vacíos que hacen posible la proliferación de la delincuencia. Yo no se cuál es el mejor modelo para nosotros, pero me parece evidente que el actual es totalmente inadecuado: si no otra cosa, el caso de Fernando Martí debería ser prueba suficiente de que las rencillas entre instancias y niveles de gobierno impiden que se atiendan los temas de seguridad pública. Habría que pensar en esquemas que trasciendan los tiempos políticos de funcionarios cambiantes.

5. Parece claro que el país necesita una visión de seguridad anclada en más inteligencia y menos fuerza bruta; un énfasis en atacar la rentabilidad de la industria del secuestro; más prevención y una atención decidida a las fuentes del persistente mal desempeño de nuestra economía: menos dogmas y más pragmatismo. Sobre todo, menos complacencia.

6. No hay tema más fundamental, de esencia, que defina la función de un gobierno que el de la seguridad pública. Tanto en la teoría como en la práctica cotidiana, el gobierno mexicano, tanto a nivel estatal como federal, ha sido rebasado por la criminalidad y ha demostrado una absoluta incapacidad para responder ante lo más esencial de su responsabilidad. El sociólogo alemán Max Weber afirmaba que el gobierno tiene el monopolio de la violencia. La realidad mexicana prueba lo contrario: la violencia está hoy en manos de la delincuencia y por lo tanto los delincuentes son el verdadero Estado. Y todo en la sociedad refleja esa situación, como lo ilustra el debilitamiento de valores esenciales como la honestidad y la verdad. La decisión de la Iglesia de no discriminar limosnas por su origen lo dice todo.

En estos días los ciudadanos hemos podido observar cómo se pavonean nuestros políticos respecto al tema de la seguridad. No resuelven nada, pero cómo quieren sacarle raja política al padecimiento ajeno. En algunos casos, como los brillantes retenes que inventó la policía capitalina, el resultado fue hacerle fácil el trabajo a los secuestradores. Ni la evidencia empírica ha servido para que nuestros gobernantes desarrollen un poco de humildad y dediquen al menos una parte de su valioso tiempo a temas como el de la seguridad pública. Por encima de los detalles, nuestros políticos quieren el voto de la ciudadanía pero no quieren atender sus preocupaciones y problemas.

La seguridad pública es un tema demasiado importante como para dejarlo en manos de políticos cuya única preocupación es su siguiente chamba.

 

Mezquindades

Luis Rubio

Aunque podría orientarse a la grandeza, al desarrollo y al futuro, la política mexicana vive, navega y se reproduce en la mezquindad. Todo nuestro mundo político, con excepción, claro está, de las ambiciones personales e individuales, es chiquito. Chiquita es la visión y chiquitos son los criterios con que se eligen equipos de trabajo. Esa forma de ser ha creado incentivos por demás perniciosos para el comportamiento de toda la sociedad política activa: igual quienes cobran como favores lo que deberían hacer por obligación, que los medios que chantajean sin el menor rubor; el gobierno que es pusilánime a la hora de regular a la economía y a sus actores prominentes, y el legislativo que siempre está presto a congelar cualquier iniciativa, buena o mala. ¿Qué no habrá una mejor manera de hacer política?

He aquí algunas consideraciones al respecto:

1.    Política ¿para qué? Esta es una vieja forma de discusión que emplean sobre todo los historiadores para definir su marco de referencia y acción. Lo mismo debemos preguntarnos sobre la política: ¿es un instrumento para lograr algo o un objetivo en sí mismo? Una definición de diccionario diría que se trata del «arte de gobernar» o «el arte de lo posible». Ambas definiciones, que desde luego no son exhaustivas, entrañan un sentido de propósito: la política sirve para lograr algo, así sea meramente «lo posible». En México parece que hemos caído en lo más primitivo: la búsqueda del poder por el poder a cualquier precio y sin reparar en costo alguno. Ahí están los plantones y la toma de la tribuna; también la llamada «congeladora», el basurero al que se envían las iniciativas de ley que nuestros legisladores decidieron no tocar, no porque fueran buenas o malas, sino para evitar controversia o la afectación de intereses. Ahí están las consultas diseñadas para impedir en lugar de proponer, resolver o construir. Mezquindad pura.

2.    ¿Actuar dentro de las instituciones? Sólo cuando me convenga parece ser la lógica de algunos prominentes actores políticos. Trabajan dentro de los marcos institucionales mientras eso favorezca sus intereses o avance sus preferencias. Pero la alternativa no institucional se mantiene siempre vigente y disponible. La mezquindad no se limita a los que ostentan cargos públicos. Pero, a diferencia de aquellos, quienes coquetean con la violencia y la no institucionalidad constituyen un riesgo de estabilidad para todos.

3.    La política social es motivo de permanente conflicto. Quien está en el poder cree que tiene derecho absoluto sobre su diseño; quien está en la oposición quiere institucionalizarla y transformarla en «política de Estado». Ninguno de los dos bandos repara en el hecho de que la política social corresponde hoy al reino de los gobiernos estatales, ese hoyo negro que se ha convertido en uno de los intocables de la política nacional, a pesar de sus cada vez más deleznables prácticas. Razonable pretender limitar los excesos, pero una política de Estado, si eso es lo que se va a construir, tiene que ser integral, incluyendo a la totalidad de sus participantes y no sólo a los de la oposición, quien sea que se encuentre en el gobierno en un momento dado.

4.    Las llamadas «políticas de Estado» son una gran idea en concepto, pero en nuestro país no son más que un medio para limitar al gobierno federal. ¿Por qué no comenzar por ponernos de acuerdo en cuál debe ser el contenido de, por ejemplo, la política exterior y, si eso se logra, entonces incorporarlo en ley? Nuestra naturaleza mezquina lleva a primero aprobar la ley, para luego intentar los acuerdos o, usualmente, imponer una postura partidista: la carreta adelante de los bueyes.

5.    Los equipos de trabajo son siempre chiquitos, para que no opaquen al jefe o jefa. Tampoco hemos logrado trascender el amiguismo. Baste observar los gabinetes estatales o federal para atestiguar lo obvio: hay personajes incompetentes, contraproducentes y hasta peligrosos para el cumplimiento de su función pero, eso sí, son amigos del gobernador o del presidente y que «el jefe les tenga confianza» es carta suficiente para dejarlos ahí. Nadie quiere funcionarios destacados y competentes que pudiesen opacar al superior. Lo importante es la imagen y la apariencia, no la trascendencia de la actividad política en la forma de progreso y desarrollo del país. ¿Alguien piensa en el ciudadano? ¿Hay visión de país?

6.    La mezquindad parece perenne. Pasan los años pero no cambian las perspectivas. Nixon perdió la presidencia por corrupto y trató de recuperar su credibilidad a través de una renovada visión del futuro de su país. Aquí seguimos en las rencillas de antaño. Lo importante es seguir saldando cuentas, no intentar inducir una nueva visión de grandeza y prosperidad.

7.    Los medios de comunicación, los líderes religiosos, los empresarios, los líderes sindicales, todo ese submundo que es parte integral de la política nacional, vive de los favores y los intercambios. Nadie construye nada más que imperios personales o intereses grupales. Fiel reflejo de la política, con la que guardan una relación simbiótica, todas estas personas y grupos viven en la rayita entre la legalidad y la ilegalidad, el chantaje y la extorsión. Como la ley no se aplica, la ilegalidad no existe: un inmenso lodazal que juega, como espejo, al estancamiento y a la mezquindad.

8.    Parecería que hemos pasado a la posmodernidad, aquella etapa en la que los actores políticos (como los partidos políticos) y los proveedores de servicios públicos (igual empresarios que gobiernos) se regulan solos. Aquí ya no requerimos autoridad que limite los abusos de los medios de comunicación o de los proveedores de energía, comunicaciones y demás. La autoridad es innecesaria y la Suprema Corte puede limitarse a lo formal: ¿para qué entrar al fondo de los asuntos si eso se puede esquivar?

9.    Los ciudadanos no nos quedamos atrás. Quizá como efecto reflejo, la ciudadanía rechaza todo proyecto de desarrollo (como puede ser un puente o un segundo piso). Buenas razones hay para ello, pero nadie piensa más allá de lo inmediato.

 

La mezquindad y bajeza es posible porque así lo hemos permitido los ciudadanos. En lugar de forzar a los políticos a responder a las necesidades y reclamos de la población y a las realidades evidentes caos vial, calidad de servicios, insuficiente crecimiento económico y, sobre todo, el rezago creciente del país respecto al resto del mundo-, la ciudadanía se ha contentado con evitar males mayores. Mucha historia justifica actitudes como esa, pero si los ciudadanos no estamos dispuestos a pelear por nuestros derechos nadie más lo hará.

 

www.cidac.org

Sacralizacion

Luis Rubio

Sacralizaciones y perversiones: dos lados de una moneda de uso (y abuso) particularmente frecuente en nuestro medio político. Por razones de coyuntura (y conveniencia particular) se sacraliza lo que se desea inmovilizar y poner a salvo de cualquier posible cuestionamiento, con el consabido resultado de que se pervierte la vida pública en el país: se impide el desarrollo económico, se encumbran los intereses más perniciosos y se construyen mitos y leyendas que resultan negativos para la abrumadora mayoría de los mexicanos, sobre todo los más pobres.

Basta mirar nuestro entorno diario para observar la cantidad tan impresionante de vacas sagradas con que vivimos y que fueron debidamente sacralizadas en su oportunidad. No queremos cambiar, vaya ni siquiera discutir, regímenes alternativos para la administración del agua: mejor la convertimos en un derecho constitucional, por consiguiente sagrado e intocable. En el caso de la energía eléctrica, la expoliación que lleva a cabo el Sindicato de Electricistas es, faltaba más, un derecho adquirido, y como tal sagrado e intocable que, además, hace imposible evitar el robo de luz. Permitir que se desarrollen fuentes de energía privadas, así sean renovables, constituiría un sacrilegio: mejor sacralizamos la energía eléctrica. El petróleo es por supuesto sagrado y por lo tanto intocable. El sindicato de PEMEX es sagrado (y un dechado de virtudes). Sacralizamos (o se autosacralizan) líderes sindicales y políticos, intelectuales y empresarios. Todos quieren ser intocables para hacer lo suyo sin que nada cambie ni nadie los toque.

Todo lo que no queremos cambiar se vuelve sagrado y con eso se anula cualquier discusión o análisis. El tema se torna intocable, así que ya para que hablamos del ejido o de las tierras comunales, de la supuesta gratuidad de la educación o de los pases automáticos.

Pero no por ser sagrados los temas se resuelven los problemas. El país enfrenta desafíos monumentales en todas las áreas mencionadas pero, por haber sido sacralizados, ni siquiera se pueden plantear como temas legítimos de discusión.

En algunos casos es el subconsciente colectivo el que crea las condiciones para que un determinado tema resulte ser intocable. Sin embargo, no tengo duda de que, en la mayoría de los casos, son los intereses particulares más mezquinos los que determinan la sacralización de un tema. En términos de valor y trascendencia, quizá no haya asunto más relevante que el del petróleo. En el espacio público, el petróleo ha sido sagrado por muchas décadas: todos sabemos que hay infinidad de vivales escondidos detrás del statu quo (por supuesto sagrado), pero cualquier cuestionamiento provoca la ira de los sumos sacerdotes, lo que acaba reforzando el muro protector que, por conveniencia personal o política, mantienen muchos de nuestros legisladores.

También hay un ejemplo maravilloso de cómo un grupo de interés, nada modesto, convirtió en sagrado su interés y, con ello, encumbró su posición en el mercado nacional. El lector recordará que uno de los acuerdos dentro del TLC era que se liberaría el tránsito de camiones de carga entre los tres países. La idea era que se eficientara el transporte de carga a fin de reducir costos a los productores y mejorar la competitividad de la economía mexicana.

Los primeros en oponerse fueron los poderosos sindicatos de transportistas gringos, los famosos teamsters. Acostumbrado a proteger su monopolio, el sindicato de transportistas logró que su gobierno incumpliera su compromiso de liberalizar el acceso de camiones mexicanos a ese país. Dada la historia siniestra de los teamsters, era perfectamente anticipable lo que harían, por lo que no fue sorprendente su capacidad de presión.

Lo que si fue novedoso y, en cierta manera asombroso por inteligente, fue la forma en que los transportistas mexicanos reaccionaron ante la posibilidad de enfrentar la competencia de camioneros extranjeros en México. En lugar de quejarse y presentarse como unos debiluchos incapaces de competir, como casi todo el resto de nuestra economía, los transportistas mexicanos decidieron tomar la ofensiva: demandar la apertura del mercado estadounidense. En lugar de argumentar la necesidad imperiosa de proteger su mercado, los transportistas mexicanos aprovecharon las tendencias proteccionistas de sus contrapartes estadounidenses y se dedicaron a exigir la apertura del mercado del vecino país. A sabiendas de que aquellos no cejarían en su oposición, los mexicanos se envolvieron en la bandera y crearon un mito más, sacralizando el sector. Es decir, aprovecharon el incumplimiento estadounidense para crear una nueva vaca sagrada que les garantiza una posición monopólica para siempre. Admirable.

Lo sagrado por definición es intocable. Si todos los grupos interesados en que nada cambie siguen saliéndose con la suya, van a acabar por paralizar al país en todos los frentes. Por setenta años, el PRI logró sacralizar al ejido y a la supuesta democracia mexicana (rara, inusual, poco democrática, pero sagrada a final de cuentas). El petróleo es sagrado desde los treinta. El agua en la última década. Uno por uno, nuestros intereses más mezquinos han logrado convertir en sagrado su interés particular. Paso a paso, se ha logrado pervertir la realidad nacional y crear hechos políticos que se tornan intocables.

Al mismo tiempo, cada vaca sagrada que se muere abre espacios de libertad y ciudadanía como ocurrió con el régimen electoral en 1996. Es tiempo de matar vacas sagradas.

En este momento no hay mayor vaca sagrada que el petróleo. Por buenas o malas razones, una porción significativa de la población ha aceptado, o al menos condona, la mitología de que el petróleo es de todos los mexicanos, que el sindicato sigue las prácticas ascéticas y humanistas de la madre Teresa y que cualquier modificación al régimen vigente constituye un sacrilegio, una afronta al mayor valor sagrado de nuestro régimen político. Esa parte de la población no se percata de que al aceptar esos valores, o participar en consultas, no hace otra cosa que sacrificar sus propios derechos y su capacidad para acceder al verdadero desarrollo. Serán los traumas de nuestra historia de que hablaba Edmundo Ogorman.

Aunque es de admirarse la capacidad de esos intereses particulares por protegerse, es en buena medida inexplicable la indisposición del mexicano común y corriente a desafiar esos valores e intereses, es decir, a velar por su propio interés. Gracias a esa pasividad, México se ha convertido en el reino de los intereses particulares, las vacas sagradas y los mitos. El problema es que de mitos no se come.

 

Costos ocultos

Luis Rubio

En México hay un virtual consenso sobre la importancia del crecimiento económico como factor de movilidad social, generación de riqueza y disminución de la pobreza. A pesar de esa obviedad, llevamos años sin poder determinar, ni mucho menos atacar, las causas del pobre desempeño que ha caracterizado a la economía del país. Se han hecho muchos esfuerzos por reformar la economía, elevar la productividad, atenuar la pobreza y, sin embargo, los resultados son magros. En este contexto es que es particularmente interesante la tesis de que al menos una parte importante de los pobres resultados económicos que hemos experimentado se debe a una serie de contradicciones que emanan de la política social.

Además del consenso sobre el crecimiento como un factor clave para el desarrollo, los economistas también comparten la noción de que la productividad es el factor determinante del crecimiento económico y del bienestar de la población. Mientras mayor la tasa de crecimiento de la productividad, mayor el crecimiento económico y mejores los ingresos de la población. La productividad crece en la medida en que los trabajadores van cambiando de empleos poco productivos hacia actividades de mayor valor agregado, algo que normalmente tiene que ver con la introducción de nuevas tecnologías. En abstracto, el consenso sobre estos conceptos es prácticamente universal. Los problemas comienzan en cómo lograr que esto suceda en la vida real.

En términos generales, la discusión sobre los problemas del crecimiento económico en el país se ha centrado en temas como los costos de la energía, el efecto de las distorsiones que causan los monopolios de electricidad, comunicaciones y petróleo, los endebles derechos de propiedad, rigideces en el mercado laboral, el sistema educativo, la enclenque recaudación fiscal o los míseros niveles de inversión en infraestructura. Todos estos son sin duda factores que impactan al desempeño de la economía. Sin embargo, como argumenta Santiago Levy en un extraordinario libro que publicó recientemente*, sin menospreciar todos esos elementos, hay otras posibles explicaciones para el fenómeno que caracteriza a nuestra economía.

Para Santiago Levy, excepcional analista y funcionario público, hoy economista en jefe del BID, un problema medular de la economía mexicana reside en la existencia de una política social contradictoria e incoherente que incentiva a los trabajadores a buscar empleos poco productivos, en tanto que propicia que las empresas inviertan en proyectos rentables pero de poco impacto social. En otras palabras, que la política social no es consistente y esa inconsistencia se traduce en incentivos que tienen el efecto de perpetuar una tasa muy baja de crecimiento de la productividad.

En concreto, su argumento es que algunos elementos clave de la política social, como el seguro popular, que sólo está disponible para quien no tiene un empleo formal (y, por lo tanto, no tiene acceso a los sistemas de salud), lleva a que la gente se mantenga en la informalidad, lo que implica que seguirá en actividades económicas de muy baja productividad. El conjunto de medios orientados a proteger a la población de diversos riesgos de salud, pobreza, desigualdad, etc. tiene por efecto el de propiciar que la gente no entre a la economía formal. El no hacerlo tiene efectos por demás perniciosos: se perpetúa la agricultura de subsistencia se subsidian las formas más ineficientes de auto empleo, se toleran formas ilegales de empleo asalariado y, en una palabra, se hace imposible que los trabajadores busquen empleos más productivos o que las empresas se aboquen a su propia modernización mediante la adopción de nuevas tecnologías. Es decir, la política social acaba impidiendo que se creen las condiciones para que la economía pueda crecer.

El argumento de Levy resulta ser escandaloso y se fundamenta en un acucioso análisis estadístico que concluye que, lejos de resolver o atenuar los problemas de desigualdad que caracterizan a nuestra sociedad, la política social constituye un fardo para el proceso de desarrollo. Levy es muy claro en que el problema no es de intenciones o buena fe ni tampoco propone eliminar la política social, algo que sería absurdo para la persona que concibió el programa Progresa, antecesor al actual Oportunidades. Más bien, la tesis que Levy esgrime es que algunos de los programas que integran la política social tienen efectos no anticipados como el de impedir que la gente entre a la economía formal (donde la absorción de tecnologías nuevas es casi automática), lo que lleva a que se perpetúe la informalidad, donde el efecto es exactamente el contrario. De esta forma, una buena idea, como el seguro popular, acaba siendo una trampa porque incentiva la permanencia de la informalidad; de hecho, premia la informalidad.

En suma, el argumento de fondo es que la política social incentiva la informalidad y la informalidad disminuye la productividad del conjunto de la economía mexicana. Lo que es peor, estos incentivos perpetúan la pobreza porque son los pobres quienes mayor probabilidad tienen de ser informales. De ahí que la propuesta de Levy sea que es imperativo redefinir la política social, hacer universal la cobertura de la seguridad social (para eliminar el incentivo a quedarse en la informalidad por no tener acceso a instituciones de salud) y modificar la política fiscal para que, por vía de impuestos al consumo, se financie un amplio programa de redistribución del ingreso hacia la población más pobre del país.

Las buenas intenciones, nos dice Santiago Levy, tienden a tener costos ocultos muy elevados y extraordinariamente perniciosos.

Derechos de la niñez

UNICEF-México está convocando tanto a organizaciones de la sociedad civil dedicadas a las promoción y protección de los derechos de la niñez y los adolescentes como a todos los investigadores, académicos, estudiantes de nivel superior y posgrado a participar en sendos concursos sobre las mejores prácticas para la protección de los derechos de los niños y los mejores trabajos de investigación en estos temas. Se trata de un gran esfuerzo por concienciar a la sociedad mexicana de los temas de la niñez, promover estudios y proyectos sobre estos temas y, sobre todo, avanzar en la protección de estos derechos tan fundamentales. En un país caracterizado por tanto abuso de la niñez baste observar el trágico fenómeno de los niños de la calle- el esfuerzo de UNICEF México debe ser apoyado por todos.

*Good Intentions, Bad Outcomes: Social Policy, Informality, and Economic Growth in Mexico, The Brookings Institution, 2008