Luis Rubio
Sacralizaciones y perversiones: dos lados de una moneda de uso (y abuso) particularmente frecuente en nuestro medio político. Por razones de coyuntura (y conveniencia particular) se sacraliza lo que se desea inmovilizar y poner a salvo de cualquier posible cuestionamiento, con el consabido resultado de que se pervierte la vida pública en el país: se impide el desarrollo económico, se encumbran los intereses más perniciosos y se construyen mitos y leyendas que resultan negativos para la abrumadora mayoría de los mexicanos, sobre todo los más pobres.
Basta mirar nuestro entorno diario para observar la cantidad tan impresionante de vacas sagradas con que vivimos y que fueron debidamente sacralizadas en su oportunidad. No queremos cambiar, vaya ni siquiera discutir, regímenes alternativos para la administración del agua: mejor la convertimos en un derecho constitucional, por consiguiente sagrado e intocable. En el caso de la energía eléctrica, la expoliación que lleva a cabo el Sindicato de Electricistas es, faltaba más, un derecho adquirido, y como tal sagrado e intocable que, además, hace imposible evitar el robo de luz. Permitir que se desarrollen fuentes de energía privadas, así sean renovables, constituiría un sacrilegio: mejor sacralizamos la energía eléctrica. El petróleo es por supuesto sagrado y por lo tanto intocable. El sindicato de PEMEX es sagrado (y un dechado de virtudes). Sacralizamos (o se autosacralizan) líderes sindicales y políticos, intelectuales y empresarios. Todos quieren ser intocables para hacer lo suyo sin que nada cambie ni nadie los toque.
Todo lo que no queremos cambiar se vuelve sagrado y con eso se anula cualquier discusión o análisis. El tema se torna intocable, así que ya para que hablamos del ejido o de las tierras comunales, de la supuesta gratuidad de la educación o de los pases automáticos.
Pero no por ser sagrados los temas se resuelven los problemas. El país enfrenta desafíos monumentales en todas las áreas mencionadas pero, por haber sido sacralizados, ni siquiera se pueden plantear como temas legítimos de discusión.
En algunos casos es el subconsciente colectivo el que crea las condiciones para que un determinado tema resulte ser intocable. Sin embargo, no tengo duda de que, en la mayoría de los casos, son los intereses particulares más mezquinos los que determinan la sacralización de un tema. En términos de valor y trascendencia, quizá no haya asunto más relevante que el del petróleo. En el espacio público, el petróleo ha sido sagrado por muchas décadas: todos sabemos que hay infinidad de vivales escondidos detrás del statu quo (por supuesto sagrado), pero cualquier cuestionamiento provoca la ira de los sumos sacerdotes, lo que acaba reforzando el muro protector que, por conveniencia personal o política, mantienen muchos de nuestros legisladores.
También hay un ejemplo maravilloso de cómo un grupo de interés, nada modesto, convirtió en sagrado su interés y, con ello, encumbró su posición en el mercado nacional. El lector recordará que uno de los acuerdos dentro del TLC era que se liberaría el tránsito de camiones de carga entre los tres países. La idea era que se eficientara el transporte de carga a fin de reducir costos a los productores y mejorar la competitividad de la economía mexicana.
Los primeros en oponerse fueron los poderosos sindicatos de transportistas gringos, los famosos teamsters. Acostumbrado a proteger su monopolio, el sindicato de transportistas logró que su gobierno incumpliera su compromiso de liberalizar el acceso de camiones mexicanos a ese país. Dada la historia siniestra de los teamsters, era perfectamente anticipable lo que harían, por lo que no fue sorprendente su capacidad de presión.
Lo que si fue novedoso y, en cierta manera asombroso por inteligente, fue la forma en que los transportistas mexicanos reaccionaron ante la posibilidad de enfrentar la competencia de camioneros extranjeros en México. En lugar de quejarse y presentarse como unos debiluchos incapaces de competir, como casi todo el resto de nuestra economía, los transportistas mexicanos decidieron tomar la ofensiva: demandar la apertura del mercado estadounidense. En lugar de argumentar la necesidad imperiosa de proteger su mercado, los transportistas mexicanos aprovecharon las tendencias proteccionistas de sus contrapartes estadounidenses y se dedicaron a exigir la apertura del mercado del vecino país. A sabiendas de que aquellos no cejarían en su oposición, los mexicanos se envolvieron en la bandera y crearon un mito más, sacralizando el sector. Es decir, aprovecharon el incumplimiento estadounidense para crear una nueva vaca sagrada que les garantiza una posición monopólica para siempre. Admirable.
Lo sagrado por definición es intocable. Si todos los grupos interesados en que nada cambie siguen saliéndose con la suya, van a acabar por paralizar al país en todos los frentes. Por setenta años, el PRI logró sacralizar al ejido y a la supuesta democracia mexicana (rara, inusual, poco democrática, pero sagrada a final de cuentas). El petróleo es sagrado desde los treinta. El agua en la última década. Uno por uno, nuestros intereses más mezquinos han logrado convertir en sagrado su interés particular. Paso a paso, se ha logrado pervertir la realidad nacional y crear hechos políticos que se tornan intocables.
Al mismo tiempo, cada vaca sagrada que se muere abre espacios de libertad y ciudadanía como ocurrió con el régimen electoral en 1996. Es tiempo de matar vacas sagradas.
En este momento no hay mayor vaca sagrada que el petróleo. Por buenas o malas razones, una porción significativa de la población ha aceptado, o al menos condona, la mitología de que el petróleo es de todos los mexicanos, que el sindicato sigue las prácticas ascéticas y humanistas de la madre Teresa y que cualquier modificación al régimen vigente constituye un sacrilegio, una afronta al mayor valor sagrado de nuestro régimen político. Esa parte de la población no se percata de que al aceptar esos valores, o participar en consultas, no hace otra cosa que sacrificar sus propios derechos y su capacidad para acceder al verdadero desarrollo. Serán los traumas de nuestra historia de que hablaba Edmundo Ogorman.
Aunque es de admirarse la capacidad de esos intereses particulares por protegerse, es en buena medida inexplicable la indisposición del mexicano común y corriente a desafiar esos valores e intereses, es decir, a velar por su propio interés. Gracias a esa pasividad, México se ha convertido en el reino de los intereses particulares, las vacas sagradas y los mitos. El problema es que de mitos no se come.