Luis Rubio
Según el Eclesiastés, hay “un tiempo para destruir y un tiempo para edificar… tiempo para rasgar y tiempo para coser… tiempo de guerra y tiempo de paz.” La pregunta pertinente para México es cuáles de estos modos de proceder han caracterizado al presidente. Teniendo alternativas, ha hecho más por destruir, desunir y agredir que por edificar, coser y pacificar. Nada indica que vaya a alterar su naturaleza de aquí al fin del sexenio. ¿Estadista o profeta?
Los estadistas, dice Kissinger, comprenden que tienen que desarrollar un par de tareas esenciales: preservar la integridad de su sociedad, impulsando el cambio y el progreso, preservando la esencia; y atenuar las actitudes visionarias con cautela. Los estadistas tienden a ser conscientes de las muchas esperanzas que han fallado, las buenas intenciones que no se lograron y la terca persistencia en los asuntos humanos del egoísmo, el hambre de poder y la violencia. Por su parte, los profetas parten de imperativos: “los líderes proféticos invocan sus visiones trascendentes como prueba de su rectitud.” Creyentes en el destino, “los líderes proféticos tienden a desconfiar del gradualismo como una concesión innecesaria al tiempo y la circunstancia; su objetivo es trascender, no administrar el statu quo.” Entre los primeros, dice Kissinger, están Ataturk, Roosevelt y Nehru; típicos de los segundos son Robespierre, Lenin y Gandhi.
¿Dónde queda México al final del sexenio? Seis años de golpeteo sistemático, destrucción irredenta y polarización como estrategia dejarán un país dividido, en pugna permanente y sin una senda natural a seguir. Peor, la situación fiscal en que el gobierno saliente dejará al país obligará al sucesor o sucesora a enfrentar una realidad inexorable: el erario habrá sido vaciado, quizá no por funcionarios corruptos (aunque también hay muchos de esos), sino por una sistemática desviación de fondos de las funciones elementales del gobierno (como salud, educación y seguridad) hacia proyectos faraónicos y, sobre todo, a las clientelas favoritas del presidente. Un erario vacío y sin futuro obligará a revisar todo, comenzando por los dogmas destructivos que fueron la esencia del gobierno actual.
Seis años de un profeta seguro de su rectitud, pero sin la menor preocupación por los problemas cotidianos que aquejan a la ciudadanía (como empleo, seguridad e ingresos) habrán dejado al país al borde de la quiebra y con pocas opciones para salir adelante. Aunque su popularidad haya podido ser elevada, ésta ha sido un reflejo de la naturaleza de la persona y del éxito mediático-narrativo de su estrategia, más no de un gobierno capaz y exitoso en atender las necesidades inmediatas del país o a construir las estructuras e instituciones que permitirían un desarrollo de largo plazo. El profeta incapaz de entender la circunstancia del país, del mundo o de la población.
Justo cuando México demandaba la presencia de un estadista con visión clara del futuro, pero con una cimbra sólida en la realidad del país y del mundo del momento, AMLO llegó con un amplio sustento popular, pero sin comprensión (o interés por) las circunstancias del momento. Convencido de la probidad de su visión, el presidente ignoró la lógica -correcta o incorrecta, pero no deshonesta- que había animado a sus predecesores, para arrasar con todo lo existente. En lugar del pretendido “nuevo” régimen, deja una nación ayuna de oportunidades y sumida en contradicciones.
Vendrá un nuevo gobierno que no tendrá mayor alternativa que comenzar a arar de cero. A unos les preocupa que persista un gobierno de Morena, a otros les asusta que venga alguien distinto, de un partido o alianza hoy en la oposición. La verdad es que, venga quien venga, los problemas que enfrentará el nuevo presidente, hombre o mujer, serán enormes. Luego de décadas de construir estructuras fiscales diseñadas para conferirle estabilidad a la economía, el presidente ha apostado a que las cosas salgan bien por sí mismas. ¿Para qué ahorrar en años de vacas gordas si, con suerte, nunca habrá años de vacas flacas? Vació los fondos y fideicomisos, aniquiló instituciones, violó toda clase de preceptos legales y regulatorios para afianzar su popularidad. La marca de un profeta, nunca un estadista.
El liderazgo, para ser sostenido y efectivo, tiene que ser más grande que la ambición personal. Los retos que enfrentan México y los mexicanos son inconmensurables y no mejoran financiando déficits de empresas como Pemex o CFE, que no son más que entelequias, ni mucho menos se resuelven con transferencias a una población desesperada y resentida que requiere instrumentos para transformarse y salir adelante, así como oportunidades para crecer y ser parte del desarrollo. Estos seis años van a haber sido un gran desperdicio no sólo por la destrucción de posibilidades, sino sobre todo por la creación de mitos que harán tanto más difícil la labor de quien venga en 2024.
Herbert Stein, un famoso economista, acuñó una ley que lleva su nombre y que describe hacia donde vamos: “si algo no puede seguir para siempre, va a parar.” El mundo de fantasía que imaginó el presidente y al que dedicó ingentes recursos, no es sostenible, por lo que no puede seguir. No importa quien venga, la tarea comenzará por picar piedra.
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