Luis Rubio
Cuando el divorcio no es una posibilidad, las dos partes tienen que entenderse a como dé lugar. Esa ha sido la lógica que México y Estados Unidos han seguido respecto a la frontera que las dos naciones comparten. Baste mirar alrededor del mundo para constatar que hay alternativas mucho peores y, sin embargo, todo sugiere que al gobierno mexicano no le molestaría probar esta otra posibilidad, sin comprender la caja de Pandora que ahí yace.
No es noticia que la frontera entre estos dos países es por demás compleja no sólo por la multiplicidad de asuntos involucrados, sino por las percepciones encontradas. Octavio Paz escribió que “la frontera entre México y Estados Unidos es política e histórica, no geográfica,” a lo cual luego agregó los enormes contrastes culturales que distinguen a las dos naciones. De hecho, la característica principal del siglo XX mexicano fue el intento sistemático por mantener una distancia respecto al coloso del norte. Todavía en los sesenta, en la era más exitosa de la economía mexicana, algunos políticos albergaban temores de una posible invasión.
En los ochenta, en el contexto de una crisis económica que no parecía tener fin y que había sido magnificada y profundizada por decisiones políticas (como la expropiación de los bancos en 1982) México decidió dar un viraje. La lógica de ese cambio fue doble: primero, un reconocimiento de las nuevas realidades productivas a lo largo y ancho del mundo que habían roto con la noción de que era posible prosperar con una economía aislada del mundo. Ya desde los sesenta, la economía mexicana mostraba tendencias preocupantes que quedaron obscurecidas, pero no superadas, por el descubrimiento de recursos petroleros, lo que permitió posponer por más de una década la inevitable revisión del desarrollo estabilizador.
La otra razón que llevó al gobierno a acercarse a Estados Unidos fue la búsqueda de anclas de estabilidad. La economía mexicana se había contraído y empobrecido en los ochenta por malas decisiones en los setenta y por la enorme desconfianza que el actuar gubernamental había generado. Se buscó en la relación con EUA una fuente de certidumbre que permitiera atraer ahorro e inversión para el desarrollo del país. Además, para entonces, las dos economías se habían acercado, las maquiladoras habían prosperado, los asuntos de seguridad habían adquirido un dinamismo bilateral frecuentemente contencioso y la migración crecía. Es decir, en cuestión de una década, las fuentes de potencial conflicto entre las dos naciones se habían multiplicado.
Las gestiones entre los dos gobiernos eventualmente llevaron al TLC, pero fue el acuerdo inicial, que precedió a la negociación comercial, el que resulto clave para las siguientes décadas. En 1988 los gobiernos adoptaron dos principios que han permitido resolver problemas y destensar la relación, abriendo oportunidades de interacción que antes eran impensables.
El primer principio fue una visión compartida sobre el futuro de la vecindad, que incluía una creciente integración económica, esfuerzos por evitar usar la historia como medio de distanciamiento de las dos sociedades y la apertura de espacios para un mayor intercambio entre estudiantes de las dos naciones.
El segundo principio fue el de resolver los asuntos que aquejaban a la relación sin que unos contaminaran a los otros, es decir, se adoptó el principio de la compartimentación, que ha permitido, hasta que llegó Trump, administrar esta compleja relación sin demasiados aspavientos.
Esos dos principios se han debilitado, si no es que desaparecido, en los últimos cuatro años. Primero, Trump y López Obrador no compartían la visión anterior respecto al futuro de la relación y, de hecho, ambos preferirían volver al distanciamiento que existía antes de los ochenta. Y, segundo, al vincular migración con exportaciones, Trump le dio al traste al concepto de compartimentación. Es posible que Biden quisiera retornar a esos dos principios, pero todo sugiere que ese no es el caso del lado mexicano.
En su afán por recrear su mundo idílico de los setenta, el presidente López Obrador busca reproducir la relación de “respeto y soberanía” que, en su imaginario, era la característica nodal de la relación bilateral en aquella época. La lógica con que se ha conducido desde que Biden ganó la elección en noviembre pasado es indicativa de su objetivo por disminuir la relación, alejarla y diversificarla, cortejando a China y a Rusia para tal efecto. Me parece evidente que el gobierno mexicano no está buscando un divorcio, sino una redefinición de la relación. La pregunta es a qué costo.
La relación actual no es sólo extraordinariamente compleja, demandando una acuciosa administración, sino que es sumamente profunda e indispensable para ambas naciones. La codependencia económica es enorme, al grado en que, por más que Trump y AMLO claramente hubieran preferido acabar con el TLC, las fuerzas centrípetas obligaron a renegociarlo y ratificarlo.
La gran interrogante será cómo administrar algo sobre cuya dinámica y futuro no hay visión compartida y sin el instrumento clave de la compartimentación de asuntos para evitar conflagraciones frecuentes. Lo fácil es soñar con la distancia; en la vida real, ésta es inexistente.
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28 Mar. 2021