Luis Rubio
El petróleo pudo haber sido una bendición -o la maldición que recetó López Velarde- pero PEMEX es el gran lastre que está hundiendo a las finanzas públicas y, con ellas, al país. La distinción es clave porque yace en el corazón de la disputa energética que vive hoy el país: no es lo mismo la empresa estatal que monopoliza (cada vez más) la explotación del petróleo, que el recurso mismo. Lo crucial es el recurso y su explotación eficiente y limpia para transformarlo en riqueza. La empresa se ha convertido en el gran obstáculo al desarrollo del país y es un fardo para las finanzas públicas que amenaza la estabilidad económica.
La paradoja es que el mayor perjudicado de la situación de PEMEX es el gobierno del presidente López Obrador, quien anticipaba convertir a la paraestatal en la principal fuente de crecimiento económico, como en los setenta. En lugar de fuente de efectivo, PEMEX está consumiendo todo el dinero del presupuesto federal, afectando a los servicios de salud, la operación normal del gobierno y hasta las universidades. Es imperativo preguntar si el presidente sabe que se encuentra frente a un barril sin fondo y ante el riesgo de perder la calificación crediticia que es clave para la estabilidad de las finanzas públicas.
La foto es clara: PEMEX es la petrolera más endeudada del mundo; su producción ha venido declinando en las últimas décadas; y su operación es altamente ineficiente. La deuda es elevadísima y se mal usó en subsidios a la gasolina, transferencias al gobierno y malas inversiones, como Chicontepec. Eso sin contar su endémica corrupción.
Por lo que toca a la producción, según me dicen expertos en el sector, el gran pecado, o mala suerte, de PEMEX, fue haberse topado con el yacimiento de Cantarell, pues el manto era tan productivo que nadie se preocupó por desarrollar otras posibilidades o entrenar a personal para una explotación menos abundante. Mientras duró ese yacimiento y los precios eran elevados, a nadie le importó la ineficiencia de la empresa o su situación financiera: cuando el costo de producir un barril era, por decir, veinte dólares y éste se vendía en cien, una ganancia nominal de ochenta dólares por barril, el que se desperdiciaran dos o tres dólares en malas prácticas o corrupción parecía irrelevante.
En el momento actual, el gobierno no tiene mayor espacio fiscal para pagar sus funciones básicas y financiar sus proyectos favoritos por lo elevado de su deuda y las altas tasas de interés. No es el caso del 2009 en que la deuda federal era de menos del 30% del PIB y las reservas de hidrocarburos sustancialmente superiores a las actuales. Tampoco es el caso de los setenta en que crecían las reservas como la espuma, impulsando al resto de la economía con la inusitada demanda de acero, tubos, cemento, carreteras, etcétera.
Entre los detractores de la reforma energética emprendida por el sexenio pasado hay una clara propensión a verla como una obsesión ideológica. Visto en retrospectiva, lo que en realidad intentó aquella administración fue algo muy distinto, porque es claro que reconocía la grave situación de PEMEX. Su objetivo fue desarrollar la industria más allá de PEMEX para generar mayor flujo de efectivo hacia la economía en general. Es decir, su objetivo era idéntico al del presidente López Obrador, excepto que no querían seguir dependiendo de una empresa ineficiente, sin la tecnología más avanzada y, sobre todo, corriendo riesgos excesivos en el desarrollo de nuevos campos. El hecho de que PEMEX sea socia de prácticamente todos los proyectos privados que surgieron de la reforma indica que la entidad no estaba siendo marginada sino protegida.
El punto crucial es que lo que le importa a México es que se utilicen esos recursos de la manera más eficiente y multiplicadora posible, pero lo que de hecho hay es no más que una enorme fuente de riqueza potencial. Lo importante no es quién lo explota sino que se explote para que se logre el beneficio. Sin embargo, en sentido contrario a sus objetivos y a lo establecido en la Constitución, el gobierno está sacrificando programas y funciones fundamentales para mantener a flote a la paraestatal. Lo que PEMEX requiere es sanear su operación, no que se subsidie su ineficiencia.
En un mundo ideal, el verdadero rescate de PEMEX involucraría: reconfigurar las refinerías, ajustar el costo laboral y renegociar los pasivos financieros y laborales de la empresa para que se apeguen a los flujos reales de la entidad. Es decir, en lugar de seguirle metiendo miles de millones de dólares escasos, tendría que ajustar las finanzas de la empresa a su realidad productiva y, una vez hecho eso, renegociar su deuda con los bancos y tenedores de bonos. Y, sin duda, parte de la renegociación inexorablemente requeriría replantear los impuestos, explícitos e implícitos, que el gobierno federal le cobra a la empresa.
El punto es que PEMEX debe convertirse en una empresa dedicada a explotar los recursos petroleros y no a ser una fuente, antes, de subsidios y, ahora, de pasivos. El verdadero rescate consiste en sanearla. La recesión obliga a revisar estas cuentas y, a la vez, lo hace posible. Si no lo hace, el mercado financiero lo hará inevitable, a un costo inenarrable.
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