Luis Rubio
Algo evidentemente falló. La idea era que el país haría suyas un conjunto de estrategias y reformas económicas y que, en un tiempo razonable, la economía del país se transformaría y, con ello, se avanzaría decididamente hacia el desarrollo. Aunque hoy se critiquen mucho las reformas de las últimas décadas, es indispensable entender qué ocurrió y por qué los resultados acabaron siendo inferiores a lo deseado y prometido.
Lo primero es situarse en el contexto del viejo sistema político, en la era del PRI duro en que el presidente era todopoderoso y su capacidad para imponer su voluntad elevadísima. Las reformas se iniciaron en los ochenta cuando el país se encontraba virtualmente en la bancarrota (esa sí de verdad, con incapacidad de pagar nada) y todo lo intentado hasta entonces había fracasado. Los presidentes de los setenta habían cambiado de rumbo, contratando deuda al por mayor, sin lograr nada relevante: aunque la economía creció, la productividad se estancó y, cuando cayeron los precios del petróleo, las finanzas gubernamentales se colapsaron como el castillo de naipes que de hecho eran.
Las reformas se concibieron para forzar a los agentes económicos a elevar sus niveles de productividad, ser más competitivos, reducir los precios y generar un entorno de crecimiento que, poco a poco, fuera sumando al conjunto de la población. El esquema tenía sentido y era similar al que había seguido una caterva de países exitosos. Sin embargo, los errores y excepciones que lo acompañaron acabaron siendo perniciosos para el logro de altas tasas de crecimiento.
Un error evidente desde el comienzo fue que la liberalización que tuvo lugar (de inversión, importaciones, regulaciones y exportaciones) fue limitada por razones políticas: los gobiernos que enarbolaron las reformas se rehusaron a afectar a intereses políticamente relevantes en el mundo político, sindical y empresarial. De esta forma, quedaron protegidos los servicios, la energía y buena parte de la industria manufacturera. También, se impidió que creciera la red de gasoductos porque un grupo político era dueño de las pipas que distribuían el gas. En una palabra, las reformas estaban bien estructuradas en lo general, pero nunca se concibieron como un proyecto transformador, sino, en la práctica, como un remedio parcial, un parche.
Una parte de la economía y de la sociedad experimentaron enormes beneficios, pero otra se rezagó. El contrastante desempeño de diversos estados es más que sugerente. Por otro lado, la implementación de las reformas coincidió en el tiempo con el creciente desgaste, y eventual colapso, de buena parte de la estructura de gobierno y de seguridad que existía. El viejo sistema lo centralizaba todo y, por algún tiempo, mantuvo la paz; sin embargo, se fue desgastando y nunca se preparó para construir la capacidad de gobernanza que requeriría el futuro. Al inicio del siglo, toda la estructura se colapsó, dándole un golpe mortal a infinidad de familias que, en el proceso, perdieron hijos, padres, hermanos en el altar del crimen organizado y el narcotráfico.
El problema económico no es igual al de la capacidad de gobierno: tienen orígenes distintos y dinámicas diferentes, pero inevitablemente se retroalimentan. Pero dos cosas son inobjetables: primero, a pesar de que contamos con una economía cada vez más robusta, el desempeño económico ha sido insuficiente para incorporar al conjunto de la población. En segundo lugar, el problema político y su manifestación en la forma de criminalidad y violencia ni siquiera ha comenzado a encararse.
Santiago Levy* acaba de publicar un excelente libro que explica mucho de lo que falló: no es que estuviesen mal las reformas, sino que no se reformó todo lo que era necesario. Específicamente, faltó una estrategia de inclusión social que permitiese tanto sumar al conjunto de la población como elevar la productividad para toda la economía. Como quedaron las cosas, le productividad se elevó de manera espectacular en el sector moderno, pero la mayoría de la población se quedó atorada en una economía informal, improductiva, incierta y sin futuro. La propuesta de Levy reside en crear mecanismos que incentiven la formalización y eleven la productividad a través de una estrategia de política social que no haga recaer los costos de la formalización en microempresas. La propuesta es ambiciosa y compleja pero, viniendo de uno de los autores originales de las reformas, invaluable.
Por su parte Jesús Villaseñor**, por décadas forjador y operador de algunos de los principales bancos de desarrollo, argumenta que la banca de desarrollo es un elemento potencialmente central del progreso económico pero que los cambios sexenales, ocurrencias y errores acaban mermando su potencial y disminuyendo su impacto. Un libro con extraordinarias anécdotas, muestra no sólo la importancia de una banca de desarrollo institucionalizada y protegida de los cambios políticos, sino lo indispensable que es un cuerpo técnico capaz de conducir estos esfuerzos.
León Felipe, el poeta, entendió muy bien lo importante: “Voy con las riendas tensas y refrenando el vuelo, porque no es lo que importa llegar solo ni pronto, sino llegar con todos y a tiempo.”
*Esfuerzos mal recompensados: la elusiva búsqueda de la prosperidad en México
**El fin de la banca de desarrollo: institucionalizarse o morir
www.cidac.org
@lrubiof
a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org
}https://www.reforma.com/aplicacioneslibre/preacceso/articulo/default.aspx?id=143003&urlredirect=https://www.reforma.com/aplicaciones/editoriales/editorial.aspx?id=143003
http://hemeroteca.elsiglodetorreon.com.mx/pdf/dia/2018/09/30/30tora07.pdf?i&acceso=410d66193dce8d2c4154fab62dbb9871