Luis Rubio
En la «esquina de los oradores,» en el Hyde Park de Londres, sucede algo muy peculiar cada domingo: unas cuantas personas se suben a un banquito y comienzan a despotricar contra el gobierno, la reina, la Unión Europea, Trump y cualquier otro blanco que se les pueda ocurrir. La clave es el banquito, que remueve a la persona que injuria del suelo inglés: eso permite, en la tradición británica, que se ejerza una plena libertad de expresión sin que haya reglas complejas al respecto. O sea, lo opuesto a nuestro estilo legislativo en que se busca controlar y regular todo (pienso en lo electoral), pretendiendo que eso nos hace una democracia cabal.
En lugar de regulaciones, los ingleses tienen tradiciones: desde la peluca que se ponen los jueces para asumir el papel de autoridad independiente, separada de lo personal, hasta la inexistencia de una constitución escrita, a pesar de que continuamente se refieren a su constitución. La explicación radica en la historia: mientras que nuestra democracia es algo reciente, la inglesa comenzó con la publicación de la Magna Carta en 1215. Eso ha generado una larga historia de prácticas que trascienden a la ley pero que todo mundo respeta porque se entienden como la esencia de la vida en sociedad y, por lo tanto, de la civilización.
La mayoría de las naciones democráticas no goza de la larga historia de democracia del Reino Unido, pero ha logrado un estadio similar porque ha hecho suyas las prácticas -por escrito o en la acción cotidiana- que las hacen democráticas. Cuando Felipe González asciende la presidencia del gobierno español en 1982, la escasa tradición democrática de esa nación se remontaba a unos cuantos años extraordinariamente convulsos de las dos eras republicanas a finales del siglo XIX y en los treinta del XX, seguidos de una férrea dictadura franquista. Al entrar al gobierno, Felipe González comprende que la mitad de la población está eufórica con su triunfo, pero que la otra está aterrorizada. Su respuesta fue fortalecer las garantías y contrapesos inherentes al Estado de derecho; contener a sus radicales; y mudar su oficina del partido a la sede del gobierno. Su objetivo fue crear condiciones de gobernabilidad con el reconocimiento, si no el apoyo decidido, de la totalidad de la población. Su éxito en sedimentar la transformación de España habla por sí mismo.
El contraste con México difícilmente podría ser mayor. En lugar de asumir la nueva era democrática en la que, desde al menos los noventa, hemos incurrido en términos legislativos (aunque la primera reforma política se remonta a 1958), la evolución política del país en las últimas décadas ha sido renuente, caprichuda y con frecuentes reversiones. Los políticos mexicanos, de todos los partidos, han preferido ser parte del juego que cambiar la realidad. Un político «ancestral» una vez me dijo que lo importante no es si el vaso está medio lleno o medio vacío, sino estar dentro del vaso. Con esa profunda filosofía nos han pretendido gobernar.
La gran carencia de México radica en la inexistencia de un gobierno funcional, pero éste no se puede construir porque no existe esa visión de Estado, esa disposición a construir un futuro en lugar de preservar el pasado. Y eso es igual para las personas y los partidos: lo importante no son las instituciones sino estar dentro de ellas para poder explotarlas para intereses propios y de los allegados. El comportamiento de los contingentes de Morena en el Congreso en las pasadas semanas no augura nada mejor.
En este contexto, no es casualidad que la esencia de la vida político-legislativa consista en comprar tiempo y hacer concesiones como táctica para que nada cambie. Independientemente de sus virtudes y defectos, legislaciones como aquellas en materia de corrupción y de la fiscalía general del Estado, son ejemplos perfectos de un proceder legislativo dedicado a construir apariencias que no cambian la esencia, algo así como las villas que Potemkin le construyera al zar para que creyera que todo funcionaba perfecto. El modus operandi tradicional no se rige por reglas democráticas o de rendición de cuentas, porque lo que importa es apegarse al dictum de Lampedusa: que todo cambie para que todo siga igual.
El problema hoy es que la incredulidad ya no da para tanta simulación, lo que explica buena parte del resultado de la elección presidencial y le crea una enorme oportunidad al nuevo gobierno. La administración saliente padece el escarnio de toda la población, resultado de sus propias acciones, pero también de toda una tradición política que concibe al gobierno como un espacio para expoliar. El presidente electo ha ofrecido un cambio, una transformación, que altere la vida política del país. El tiempo dirá si el espejo retrovisor da para ello.
Los mexicanos estamos cosechando lo que nuestros políticos sembraron a lo largo del tiempo y que no han querido practicar: una forma civilizada de acceder al poder y ejercerlo de similar forma, en el gobierno y en la oposición. La nueva realidad del poder le ofrece una gran oportunidad no sólo al nuevo gobierno, sino sobre todo a las oposiciones: que se asuman como el contrapeso que les corresponde. Como ilustra Felipe González, la esencia no radica en las leyes, sino en la disposición a crear una nueva civilización. La contundencia del resultado electoral crea una oportunidad no sólo para el próximo gobierno, sino para todo el país: practicar más y regular menos, eso que hacen las naciones civilizadas que por eso son democráticas. Y gobernables.
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16 Sep. 2018