Luis Rubio
El resultado de la elección presidencial alteró no sólo la estructura del poder, sino la naturaleza de la disputa política. La ciudadanía optó por una presidencia fuerte, con todos los poderes para emprender un cambio estructural de potencialmente enormes proporciones. Aún sin que nadie tenga conocimiento, a ciencia cierta, de la naturaleza e implicaciones de la llamada “cuarta transformación,” la elección desató un debate revelador tanto de las emociones soterradas como de los resentimientos latentes, que ahora están viendo la luz.
Tres términos resumen la naturaleza de la disputa: austeridad, transformación y contrapesos. Aunque evidentemente hay muchas formas de definir cada uno de estos vocablos, la carga política que cada uno entraña es sugerente.
López Obrador es un modelo de austeridad en su persona y ha construido una carrera política en torno a ese principio rector. Cuando se refiere a la era del desarrollo estabilizador, presenta una visión del mundo que es radicalmente distinta a la que enarbolaron las reformas posteriores. Tres factores caracterizaron al desarrollo estabilizador de los sesenta: primero, un gobierno fuerte y centralizado, con una aguda capacidad de emplear los recursos públicos para financiar grandes obras de infraestructura. En lugar de interminables negociaciones con los gobernadores y diversos grupos de poder, el gobierno federal decidía las prioridades, dedicaba los recursos a ese objetivo e imponía su visión sobre el país en su conjunto. Segundo, el gasto total del gobierno respecto al PIB era sensiblemente menor al actual: el gobierno era efectivo y austero, circunstancia que se alteró de manera dramática en los setenta en que no sólo se incrementó el gasto de forma acelerada, sino que dejó de haber prioridades claras y precisas. Finalmente, la economía funcionaba dentro de un contexto político muy distinto al actual porque el gobierno tenía control efectivo de los empresarios y sindicatos a través de una diversidad de mecanismos (sobre todo requisito de permisos) que determinaban la rentabilidad de las empresas y los límites de la acción sindical.
El cambio de modelo económico a partir de los ochenta nunca cuajó. Sus dos anclas nodales consistían en un equilibrio fiscal y en la liberalización de la economía. En lo primero, el espíritu era retornar a los sesenta, objetivo que nunca se logró: aunque hubo muchos recortes en el gasto (notablemente en inversión, sobre todo de infraestructura), el gasto corriente siguió creciendo. Es decir, el gobierno de hoy es sensiblemente más grande respecto al PIB que el de los sesenta y sigue siendo torpe y poco efectivo. Lo único que (más o menos) ha logrado es estabilizar las cuentas fiscales para evitar crisis; pero no es casualidad que las crisis financieras y cambiarias comenzaran en los setenta y sigan estando presentes pues, en contraste con aquella época, el concepto de austeridad de las últimas cinco décadas ha sido más bien laxo.
Si AMLO logra efectivamente reducir los enormes excesos de gasto del gobierno y asignar los recursos de una manera más efectiva, su impacto podría ser enorme y sumamente positivo, pero esa no es el sentido de quienes en su séquito postulan el fin de la austeridad. No hay duda que esta contradicción anticipa conflictos profundos.
La transformación que ha anunciado el próximo presidente está por precisarse, pero el mero hecho que se plantee como un cambio radical -del tamaño de la “transformación” juarista o maderista- ha desatado toda clase de propuestas, especulaciones y miedos. El cambio de modelo que se postuló a finales de los ochenta no cuajó porque no cambió la estructura política, aunque sí se alteró la realidad del poder. Me explico: el régimen político centrado en la presidencia y en la distribución de privilegios no ha cambiado ni en una coma desde el fin de la Revolución hace un siglo; pasaron gobiernos priistas y panistas pero el régimen persiste y, a pesar del ruido, podría acabar afianzándose, más que a cambiar, en el sexenio que está por comenzar.
A pesar de ello, la realidad del poder si se alteró porque las circunstancias son otras: la dinámica económica de las distintas regiones del país; el poder del crimen organizado; los abusos de los gobernadores; y la fuerza del mercado en las decisiones económicas son todos elementos que ilustran como ha cambiado la realidad del poder (para bien o para mal), a pesar de que el sistema político formal no lo haya reconocido. Sin embargo, la discrepancia entre ambas cosas es sugerente de otro de los conflictos que hacen ebullición: la noción de que el problema se resuelve centralizando el poder sólo es viable aniquilando las contrastantes dinámicas regionales y eso implicaría demoler las fuentes de crecimiento económico que hoy existen.
La disyuntiva hacia adelante acaba siendo muy simple: centralizar para controlar, con los riesgos y potenciales beneficios que eso entrañe, o construir un nuevo sistema político que haga posible una asignación efectiva de recursos para un crecimiento más equilibrado y generalizado. En una palabra: no habrá cambio mientras no se altere el paradigma del régimen unipersonal, mismo que inauguró Porfirio Díaz.
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