Luis Rubio
Las sociedades complejas, dice Joseph Tainter,* tienden a colapsarse porque sus costos se apilan hasta hacerse disfuncionales: las inversiones arrojan retornos decrecientes y los costos de administrar estructuras sociales y políticas cada vez más intrincadas son siempre crecientes. Aunque su estudio se refiere a civilizaciones como el imperio romano, los mayas y los chacos de Paraguay, su lectura me hizo pensar en el sur de México, asunto crucial para nuestro desarrollo como país.
El retraso del sur del país no es sólo lacerante, sino que constituye un fardo para el crecimiento. La región más rica en recursos naturales, historia y perfil demográfico es también la más pobre y con menores oportunidades para el desarrollo. La pobreza es ancestral pero se preserva y reproduce por las estructuras políticas y sociales que depredan y viven del statu quo. Los diversos programas que, desde por lo menos los sesenta del siglo XX, se fueron implementando para cambiar esa realidad, han tenido muy poco impacto.
En el curso de estas décadas hemos tenido gobiernos (a todos los niveles) de izquierda y de derecha, priistas, panistas, perredistas y más recientemente, morenistas; pero nada cambia. Unos llevaron a cabo proyectos masivos de gasto, otros se abocaron a transferencia directas; algunas de esas transferencias tenían claros fines electorales, en tanto que otras siguieron criterios objetivos, no politizados. Dentro de ese rubro se constituyeron instituciones de evaluación que se han convertido en parte de la discusión, igualmente politizada. La pobreza no disminuye más que de manera marginal y eso, típicamente, debido al comportamiento de variables macroeconómicas como los precios, la tasa general de crecimiento o el tipo de cambio. Cuando fue inaugurado el actual gobierno federal, su crítica a los gobiernos previos fue implacable; cinco años después, las mismas críticas le son aplicables.
Claramente, algo está mal con el enfoque mismo: el asunto no es de gasto, directo o indirecto, sino de factores estructurales que preservan, de manera consciente o no, el statu quo. Decía Porfirio Díaz que «gobernar a los mexicanos es más difícil que arriar guajolotes a caballo» y quizá algo sabía y entendía al respecto: llevar a cabo cambios en estructuras sociopolíticas y económicas ancestrales, como es el caso de localidades como Chiapas y Oaxaca, entraña tal complejidad que nadie se atreve a intentarlo.
Me pregunto si no es tiempo de repensar toda la forma de conducir los asuntos públicos. En el último medio siglo el país ha experimentado un ritmo inusitado de cambios y reformas, mismos que le han dado nueva vitalidad y viabilidad a una buena parte del país, pero claramente no al conjunto. Algunas regiones, como Tamaulipas y al menos parte de Veracruz, han sido devastadas en sus estructuras gubernamentales más elementales por el crimen organizado, en tanto que otras se han congelado en el tiempo, padeciendo tanto a la criminalidad como a factores locales de poder que viven de que nada cambie, como es el caso de Guerrero. Sea por la criminalidad o por estructuras sociopolíticas ancestrales encumbradas -y, frecuentemente, asociadas al narco- hay estados y regiones incapaces de salir de su predicamento.
Ciertamente, no han faltado esfuerzos e intentos diversos por romper con estas circunstancias pero nada ha funcionado. Esto me lleva a pensar en soluciones drásticas, similares a las que se emplearon en otras latitudes con alto grado de éxito. En Irlanda del norte, por ejemplo, el gobierno británico impuso «gobierno directo,» es decir, desde Londres: tomó control de la provincia hasta que se crearon las condiciones para que ésta pudiese auto gobernarse una vez más. Algo similar ocurrió en el sur de Estados Unidos durante los cincuenta y sesenta, cuando el gobierno federal envió a los federal marshals y a la guardia civil para obligar a los gobiernos locales a modificar sus prácticas policiacas racistas. También hay ejemplos de países enteros convertidos en protectorados para estabilizarlos, pacificarlos y avanzar una transformación.
La clave de los ejemplos exitosos radica en una cosa muy específica: un gobierno federal con claridad sobre lo que se requiere y la disposición para lograrlo. Si observamos el caso de Michoacán en 2007 y, de nuevo, en 2013, es decir, bajo Calderón y Peña, respectivamente, el resultado fue patético: ambos enviaron a la policía federal y al ejército para pacificar al estado, pero no para transformarlo. La pacificación tuvo lugar en unas cuantas semanas, pero nunca existió un plan transformador; en contrate, tanto en Irlanda del norte como en Alabama, el proyecto mismo era la transformación. En una palabra, la clave es un gobierno con claridad de miras, brújula clara y un proyecto transformador dedicado a modificar la estructura socio política local, imponer el orden al crimen organizado y constituir un nuevo sistema de gobierno.
Nada de esto es sencillo o rápido y no se apega a calendarios sexenales: en los ejemplos citados, el control externo duró años y no se retiró sino hasta que la realidad había cambiado. No veo alternativas, pero si veo una condición sine qua non: claridad del objetivo que se persigue.
*The Collapse of Complex Societies
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@lrubiof
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05 Ago. 2018