La democracia, un herramienta sectaria en México

 América Economía – Luis Rubio

Los políticos y los intereses, además del llamado círculo rojo, llevan años debatiendo la construcción de un nuevo aeropuerto para la ciudad de México. En estos lustros, China ha construido diez aeropuertos por año y así planea seguir hasta el 2020. Todavía más significativo es que el proyecto de cada uno de estos aeropuertos no se limita a la construcción física de la terminal aérea, sino que involucra una visión integral de desarrollo urbano y regional. En contraste con China, que no es una democracia ni pretende serlo, México no sólo no ha podido acabar de construir el famoso aeropuerto sino que hemos creado un entorno social de corrupción, impunidad, descalificación, odio, mentiras y complicidades que hace imposible que incluso una obra de infraestructura necesaria llegue a buen puerto.

En las últimas dos décadas transitamos de la era priista de control vertical al desorden y a un intento, en ocasiones pírrico, de reconstruir el viejo sistema. En el camino la sociedad cambió sin haberse consolidado un contexto democrático: no existe una cultura de diálogo, las redes sociales son cada vez más violentas y viscerales y la prensa tiende a identificar periodismo con juicios sumarios. El resultado es que perviven algunas formas democráticas con comportamientos absolutamente pre-modernos.  De esta forma, en lugar de construir pesos y contrapesos, lo que se observa es el crecimiento de dos mundos paralelos que no se comunican: el de la sociedad y el de la política, cada uno con sus vicios.

La democracia es, o debería ser, un método para tomar decisiones en una sociedad. En México, se ha convertido en un mero instrumento sectario donde se le utiliza meramente como escudo cuando es útil o conveniente.

Lo que llamamos democracia ha involucionado hacia un tipo de fundamentalismo secular que es provinciano, ensimismado y profundamente anti-liberal. Ningún ejemplo mejor que el de nuestro sistema electoral, donde se ha construido una estructura de simulaciones e impunidades que, escondida detrás de un mundo de reglas interminables, no hace sino coartar la libertad. A nadie debe sorprender que un sistema tan poco liberal arroje tantos conflictos y disputas como resultado. Si existiera confianza, como en las democracias consolidadas, no se requeriría tanta parafernalia legaloide.

Para comenzar, es patente el creciente divorcio entre el mundo político y el de la sociedad. Mientras que en los medios se discuten temas como si el mundo estuviera a punto de colapsarse, los políticos no sólo no se inmutan, sino que siguen un script perfectamente definido de antemano. En el caso de las comisiones supuestamente autónomas, como el INE, IFAI y similares o en lo concerniente a la Suprema Corte, no hace diferencia lo que se discuta en los periódicos: las cuotas partidistas son intocables y determinan el resultado mucho antes de que el asunto haya sido materia de debate público. La discusión abierta nada tiene que ver con los arreglos entre los partidos. Los partidos y la política no responden al supuesto clamor democrático, mucho de este carente de todo profesionalismo.

Quizá no haya mayor déficit en el devenir político del país que el de la falta de evolución hacia una sociedad liberal y democrática. En lugar de avanzar hacia una discusión respetuosa y seria de los asuntos públicos, el camino favorito es el de la denuncia, el denuesto y, sobre todo, la descalificación. La contraparte política es que los negocios, la corrupción y su necesaria impunidad siguen intactas. Refiriéndose a cierta revista, los críticos solían decir nunca puede reconocer una flor bonita, una buena cena o una amistad verdadera. Hoy esa es la naturaleza del debate político. Se denuncia de manera definitiva sin que los afectados tengan derecho a réplica. Los críticos conocen de antemano los hechos y su versión es indisputable. No existe otra posible explicación: el candidato al consejo de tal o cual  entidad es un bandido porque así lo decidió un locutor radiofónico. La agenda política rebasa el debate y el debate es irrelevante: como en las dictaduras.

A pesar de las diatribas interminables que caracterizan a diversos actores y sectores, la sociedad mexicana dialoga cada vez menos, espera imposiciones cada vez más y rechaza el derecho de los otros, no importa quienes sean, a aportar su granito de arena en el debate. La paradoja es que en los medios y las redes sociales se actúa exactamente igual que como ocurre entre los políticos: con absoluta impunidad. La sociedad mexicana, y su democracia, han acabado siendo antiliberales. En una democracia tradicional –liberal- todo mundo tiene derecho a expresarse y a defenderse, independientemente de que otros compartan su punto de vista. En nuestra sociedad hemos acabado con una infinidad de monólogos donde solo hay una verdad y la democracia solo se logra cuando yo gano. Nadie más tiene derechos porque mía es la verdad. La única verdad.

El fundamentalismo* es “un apego y una creencia que cada palabra en el texto sagrado (cualquiera que este sea) proviene de inspiración divina y, por lo tanto, es cierto”. El texto sagrado puede ser la biblia o el koran, pero también el discurso retórico de cualquier politiquillo o merolico. Lo crucial es la negación de una visión alternativa y, sobre todo, de un método para construirla. En eso nada distingue a un gobierno que tiene la verdad absoluta en la mano de los críticos que son igualmente intransigentes.

La democracia es, o debería ser, un método para tomar decisiones en una sociedad. En México, se ha convertido en un mero instrumento sectario donde se le utiliza meramente como escudo cuando es útil o conveniente.

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