Luis Rubio
En una película intitulada Ángel, sobre los conflictos de Irlanda del norte, hay una escena en la que un personaje le pregunta a otro: «¿eres protestante o católico?» «Ninguna de las dos» le responde: «de hecho, soy judío». «Está bien» responde el primer personaje: «pero dime, ¿eres un judío protestante o un judío católico?» Cuando vi esa película de inmediato pensé en nuestra comunidad: hay tantas divisiones internas que parecemos incapaces de ser simplemente judíos.
Pero el problema, que ha estado presente siempre, ha ido adquiriendo nuevas dimensiones y cambiado de naturaleza. Cuando salió esa película, en 1982, las divisiones tenían que ver, fundamentalmente, con el origen geográfico de nuestros abuelos o bisabuelos. Quizá no haya mejor manera de ilustrar esa época que con la forma en que se denigraban unos a otros: para algunos de nuestros hijos el empleo de términos como shajato o idishico seguramente parecerá extraño y, probablemente, nunca lo hayan escuchado en su acepción peyorativa, pero ejemplifica toda una era de nuestra evolución comunitaria. Hoy las diferencias tienen que ver con los crecientes niveles de intolerancia y discriminación -hacia distintas maneras de expresar y vivir el judaísmo o seguir prácticas comunitarias- que existen dentro de las propias comunidades y de unas respecto a otras.
El centenario de la vida institucional judía en México es una excepcional oportunidad para reflexionar sobre la evolución de la comunidad judía en México. La fundación de la comunidad Monte Sinai, la primera comunidad organizada en México, convocó y sumó a todos los judíos que habían llegado al país, no sólo a los de la comunidad siria, así fuera mayoritaria en aquel momento, sino la de todos los judíos que residían en el país. El bisabuelo de mi esposa, de origen ruso, fue uno de los fundadores. La comunidad Monte Sinai se convirtió en el centro comunitario por excelencia. ¡Qué tiempos aquellos!
Los tiempos cambiaron. Con la creciente llegada de inmigrantes de Siria, Turquía, Rusia, Polonia, Lituania y otras naciones europeas, la comunidad se fue diversificando y enriqueciendo. Se crearon nuevos templos y, poco a poco, surgieron las distintas organizaciones comunitarias que reflejaban, más que nada, el idioma y lugar de origen de sus miembros. Aún así, el espíritu siguió siendo de fraternal cooperación. Recuerdo en mi niñez que los Yeques, judíos de origen alemán, se reunían en un salón en el primer piso del templo sefaradí en la calle de Monterrey: dos comunidades que no podían ser más contrastantes en su historia, actitudes o prácticas comunitarias y, sin embargo, convivían sin problema alguno.
Pero hay un ejemplo todavía mejor que ilustra encuentros y formas de apoyo y colaboración dentro de nuestra comunidad que muchos no reconocerían como posibles hoy en día. En los setenta, antes de que construyeran su templo en Polanco, había un minian de miembros de la comunidad Maguen David que se reunía de manera sistemática en Bet El. Nadie lo objetaba y todo mundo lo veía como una forma natural de interacción y cooperación inter-comunitaria. Muchos miembros de esa comunidad hoy se rehúsan incluso a poner un pie en Bet El para una boda. Y ya para qué hablar de los Lubavitcher, que se cruzan la calle para no “pisar» el suelo de Bet El. Los tiempos han cambiado.
Las siguientes generaciones experimentamos contrastes y distancias que reflejaban más el origen geográfico de nuestros abuelos que diferencias ideológicas fundamentales. Más allá de preservar el idioma, historia y tradiciones de cada contingente comunitario, el sistema escolar tuvo el efecto de acentuar las diferencias más que provocar la unidad judía. Sea como fuere, el tiempo acabó por erosionar esas absurdas distancias y hoy presenciamos una comunidad cada vez más integrada y lo que antes se denominaban matrimonios «mixtos» -entre miembros de comunidades distintas- ahora es la norma. Las abismales diferencias de antaño no sólo desaparecieron sino que hoy parecen tan remotas que cabe preguntarse ¿por qué?
Hoy las diferencias ya no tienen que ver con el origen de las generaciones anteriores sino con la intolerancia que han desarrollado algunas comunidades respecto a otras. En mi niñez fui miembro de los scouts que nos reuníamos en el Kadima, frente al parque México. Ahí mismo se reunía, entre otros, el Bnei Akiva, cuya sede se encontraba en la plaza Citlaltépetl, a una cuadra. Sobra decir que se trataba de dos tnuot difícilmente más contrastantes. A pesar de que los Scouts Israelitas de México era una organización exclusivamente judía, se trataba de una institución no sólo secular, sino una en la que la religión se encontraba esencialmente ausente: no era su razón de ser. Por su parte, la religión era el centro y naturaleza del Bnei Akiva. A pesar de esa diferencia fundamental, el respeto era palpable y absoluto. Se trataba de dos organizaciones diferentes pero con una liga común: ambas eran judías. Eso nunca estuvo en disputa. Muchas amistades se forjaron ahí que prevalecen cincuenta años después.
El tiempo ha cambiado. Hoy ya no existen espacios de respeto absoluto como los de entonces. Hoy no sólo se polarizan las diferencias de prácticas y concepciones sino que algunas organizaciones y comunidades se sienten dueñas no sólo de la verdad, sino del judaísmo mismo. La intolerancia ha reemplazado a la concordia y la discriminación de unas comunidades hacia otras se ha convertido en la norma: como si se tratara de católicos y protestantes en Irlanda del Norte.
Hemos llegado a situaciones absurdas en las que trámites comunes y corrientes no son reconocidos entre las comunidades. No me refiero a temas escabrosos como las conversiones, sino a asuntos elementales como el reconocimiento de ketuvot o certificados de iahadut, por citar los ejemplos más evidentes, que hoy se han vuelto uno de los nuevos frentes de contención e intolerancia. Hemos llegado al punto en que, desde la perspectiva de algunas comunidades, hay judíos de primera y judíos de segunda. Lo que nunca me ha quedado claro es cuál es cuál: el que discrimina o el discriminado.
Pero, como en la película que recordaba yo al inicio, el común denominador sigue siendo uno y sólo uno: podremos ser «judíos protestantes» o «judíos católicos» en ese ejemplo -o judíos halevi, shami, ashkenazim, sefaradim, betelianos, de Beth Israel o Lubavitcher en nuestra realidad- pero seguimos siendo judíos. Ninguno es dueño del judaísmo del que todos somos parte y componente por definición.
Por supuesto que existen diferencias en la forma en que cada una de las comunidades practica su judaísmo o lo concibe. Esas diferencias no son nuevas ni excepcionales y reflejan historias contrastantes. En Europa convivían modos distintos de practicar el judaísmo, incluyendo la religión -que de alguna manera se reflejaban con nitidez en la convivencia que yo experimenté como niño en el parque México- que son muy distintas a la historia de quienes provienen de Siria. Las circunstancias específicas eran otras, como ilustra la naturaleza misma de las comunidades y sus organizaciones. Pero sólo en México esa es materia de discriminación: en otros países las comunidades se reconocen y conviven independientemente de sus diferencias. Eso es lo que las comunidades judeo-mexicanas tienen que aprender a hacer.
Otro ángulo de esta misma perspectiva es la del Premio Nobel de Literatura, Isaac Bashevis Singer, quien contó la historia de un hombre que fue a Vilna, volvió y luego le confió a un amigo: “Los judíos de Vilna son personas extraordinarias. Vi a un judío que estudiaba todo el día. Vi a un judío que se dedicaba todo el día a pensar cómo hacerse rico. Vi a un judío que ondeaba una bandera roja y llamaba a la revolución. Vi a un judío que quería emigrar a Israel y vi un judío que era leal a su país. Vi a un judío que iba tras sus deseos y vi a un judío que evitaba toda tentación”. El otro hombre le respondió: “No sé por qué estás tan sorprendido. Vilna es una ciudad muy grande, y hay muchos judíos, de todo tipo”. “No, dijo el primer hombre, tú no entiendes, se trata del mismo judío”.
En el momento más aciago y sombrío de la Segunda Guerra Mundial, cuando Inglaterra parecía a punto de sucumbir ante el enorme poderío militar Nazi, Churchill convocaba a todos los británicos a comprender el conjunto y obviar las diferencias: «hemos diferido y hemos estado en conflicto pero ahora debemos estar unidos por el bien superior del país» o, en nuestro caso, de la concordia y convivencia comunitaria. Como ocurría hace sólo unos años. La convivencia intercomunitaria, o su ausencia, tiene consecuencias: en el enorme número de judíos que “desertan”, en las percepciones que tiene la sociedad mexicana sobre “los judíos” y en la forma en que se leen incidentes que involucran a judíos pero que nada tienen que ver con el judaísmo o la comunidad. Como diría Churchill, hay valores superiores que hemos sido incapaces de asimilar.
En su convocatoria para celebrar sus cien años de existencia, la comunidad Monte Sinai publicó un texto que afirmaba «la Sociedad de Beneficencia Alianza Monte Sinai fue la primera institución judía creada oficialmente en nuestro país, un organismo que conjuntó y hermanó a todas las familias judías que iban llegando, procedentes por igual de los países balcánicos, Europa Oriental u Occidental y del Medio Oriente». El propósito de la convocatoria es el de «dejar un legado histórico que represente la trascendencia de nuestra comunidad para futuras generaciones».
Me pregunto si el legado será el de la conjunción y hermandad que caracterizó la fundación de la comunidad Monte Sinai o el de intolerancia que hoy caracteriza a nuestra realidad comunitaria. No es un asunto menor.