Luis Rubio
Sería simplemente patético si no nos afectara de manera tan brutal: la estabilidad económica entraña riesgos sumamente grandes para el statu quo. Las empresas mexicanas, y la población en general, tiene que prepararse an
te lo que parece será una etapa prolongada de estabilidad económica, algo que la abrumadora mayoría de los mexicanos jamás ha conocido. Señas de las dificultades que entrañ
a la estabilidad las podemos observar por todos lados, pero sobre todo en la reiterada protesta de muchos empresarios respecto al tipo de cambio, a los subsidios y a las importaciones. En teoría, la estabilidad deberí
a ser favorable al desarrollo económico; pero, en nuestro caso, ésta va a desenmascarar los costos de décadas de lujuria, excesos regulatorios y otros obstáculos a la productividad que la inflación escondí
a. Si no queremos presenciar grandes quiebras y sus consecuentes estragos sociales, sobre todo en estos tiempos recesivos, tenemos que desmitificar la esencia del funcionamiento de la economía y la responsabilidad del gobierno en el proceso.
Confiadamente, la nueva realidad económica será una de estabilidad. El problema es que la mayoría de nuestros empresarios no sabe qué es eso ni mucho menos cómo vivir en ese entorno. Por décadas, la inflación determinó
la naturaleza de sus decisiones, obligándolos a privilegiar los criterios financieros sobre los productivos. No haberlo hecho hubiera entrañado la bancarrota. Lo primero que un empresario tenía que considerar era la sobreviv
encia de su empresa y eso, en un contexto inflacionario, implicaba centrarse en las decisiones financieras antes que en las productivas, o en la calidad o la competitividad de sus productos. La inflación y sus consecuentes devaluaciones resolví
an permanentemente los dilemas empresariales. Ahora estamos entrando en el otro lado del mismo círculo: ya sin inflación, o con niveles cada vez menores de la misma, las finanzas empresariales no podrán compensar la problemá
tica estructural de los procesos productivos.
Las empresas mexicanas están comenzando a enfrentar los estragos de la estabilidad, lo que afectará el desarrollo del país en su conjunto. La estabilidad económica entraña diversas características que las distorsiones en la economí
a mexicana hacían irrelevantes. Ante todo, el funcionamiento normal de una economí
a estable privilegia la calidad y precio de los productos, por encima de la estructura financiera de las empresas. Un contexto inflacionario, en cambio, orilla a las empresas explotar los benefic
ios del ajuste cotidiano de precios, lo que con frecuencia eleva sus utilidades o, en el peor de los casos, las mantiene constantes. Pero, al igual que en el juego de la ruleta, la economía inflacionaria también puede entrañar que una mala decisi
ón financiera acabe con una empresa en un abrir y cerrar de ojos.
Con tasas de inflación relativamente elevadas pero estables –como fueron las que se registraron en la economía mexicana por años–, las empresas se acostumbraron a resolver todos los problemas por la ví
a de precios. De esta manera, cualquier aumento en costos se transmitía directamente al consumidor, en tanto que la mayoría de los empresarios confiaba en que el deslizamiento en el tipo de cambio corregirí
a cualquier exceso en que hubiera incurrido.
El esquema era muy simple, pero sus consecuencias muy serias. Los consumidores nos acostumbramos a un incremento constante de precios, los asalariados a que se depreciara el poder adquisitivo de su ingreso y los empresarios a que sus problemas se resolvie
ran por la vía del ajuste de precios. Atrapados en esta inercia, no tuvimos que enfrentar la verdadera problemática estructural del país. En un entorno de estabilidad económica esa situación ya no va a ser posible. Y ahí
comienzan los nuevos problemas.
La estabilidad va a obligarnos a enfrentar los problemas estructurales que hemos eludido por décadas. Algunos de ellos se refieren a temas centrales del funcionamiento de cualquier economí
a, como la productividad, que constituye el factor medular del crecimiento económico y del incremento en los salarios. Mientras mayor sea el crecimiento de la productividad, mayores serán los salarios y má
s altos los niveles de vida. No es casualidad que los alemanes o los franceses sean mucho más ricos que los mexicanos: su nivel de productividad es varias veces má
s elevado que el nuestro. En su esencia, la productividad es resultado de tres componentes: la inversión en bienes de capital y tecnología, los costos de operación de una empresa (lo que incluye los costos de las regulaciones, las tasas de inter
és, la corrupción, así como la calidad de la administración interna de la empresa) y la capacitación de la mano de obra (que va de la mano con la calidad de la educación). En los tres frentes, nuestro país va a la zaga del mun
do desarrollado. Si queremos imitar a los países ricos, tenemos que trabajar arduamente en cada uno de estos temas.
Sin embargo, todo en nuestra realidad parece conspirar en contra del desarrollo. Una mirada a cualquier país desarrollado revelaría que muchas de las “verdades” que caracterizan al debate político nacional no son má
s que mitos y falacias que dañan profundamente al país. Algunos de estos mitos se refieren a los fundamentos elementales de la economía y las finanzas públicas, pero otros son mucho más sutiles y delicados, sobre todo porque la percepció
n generalizada es que no afectan a nadie.
Por lo que toca a la macroeconomía y las finanzas públicas, en el discurso político sigue predominando la idea de que el déficit fiscal genera crecimiento econó
mico. Aunque esto puede ser cierto en un primer momento, como ejemplifica el caso de México en los setenta, más temprano que tarde ese crecimiento se traduce en inflación y estancamiento, como ocurrió en los ochenta. En contraste, los paí
ses que han crecido de manera sistemática por décadas, como los asiáticos y Chile, tienden a tener déficit muy bajos, cuando no superávit en sus cuentas fiscales. Cuando un gobierno gasta má
s de lo que ingresa tiene que recurrir al sistema financiero (o al endeudamiento externo) para financiarse. Eso trae por consecuencia un incremento en las tasas de interés, lo que hace má
s onerosa la actividad empresarial, con una consecuente baja en la productividad, en la creación de riqueza y en los salarios. Aunque no sea obvio a primera vista, los déficit
fiscales tienen consecuencias sumamente graves para el desarrollo de cualquier país.
Lo mismo se puede decir de otros mitos que amparados en un falso nacionalismo o en un entendimiento equivocado del concepto de soberanía, han mantenido cerrados sectores clave de la economía del país. Este es el caso de los monopolios en á
reas tan diversas como la energética, la petroquímica, la eléctrica, la de telecomunicaciones y la aviación. En todos y cada uno de estos rubros el mexicano pro
medio paga en forma desmedida el costo de la ineficiencia y el abuso. De nueva cuenta, mayores costos para los consumidores (sean éstos personas o empresas) reduce la productividad y, por lo tanto, la capacidad de generació
n de riqueza y empleos. El caso de las comunicaciones es particularmente patético: mientras que otras naciones han convertido a ese sector en el pivote del crecimiento económico a través de la competencia y caí
da brutal de sus precios, nosotros seguimos permitiendo que unos cuantos accionistas se enriquezcan a costa de la economía del país.
Muchos empresarios argumentan que el fortalecimiento del tipo de cambio ha dañado la tasa de crecimiento de las exportaciones y la rentabilidad de sus empresas. Proponen como solución algo muy simple:
evitar las importaciones, proteger y apoyar al productor nacional y cambiar la política monetaria. Es decir, retornar a políticas inflacionarias porque eso les facilita su chamba. Pierden de vista que la inflació
n acaba dejando a todos peor de como estaban, incluyéndolos a ellos. Sería mejor que toda esa energía – y la pasión y excesos verbales que la acompañan- se dirigiera a reconocer y combatir los obstá
culos al crecimiento de la productividad que todavía existen, como son la baja calidad educativa, el burocratismo, los monopolios y la corrupción.
El mundo en que vivimos, y del que no nos podemos abstraer, es uno que se caracteriza por la globalización en la producción mundial. La revolución en las telecomunicaciones, permitió que los procesos productivo
s se fraccionaran y distribuyeran internacionalmente, haciendo posible este fenómeno. Pero al igual que la globalización ha permitido que muchas y diversas economí
as se beneficien del comercio internacional, ahora las somete a los efectos de la desaceleración de las principales economías mundiales. La desaceleración económica es un problema mundial. Eso quiere decir que no hay escapatoria: por má
s que se manipulara el tipo de cambio, esto no detendría la caída de las exportaciones y de la producción. Lo úni
co que puede cambiar nuestras circunstancias actuales pero, sobre todo, las futuras, es el incremento de la productividad. El problema se agrava porque todos nuestros competidores en Asia, Sudamérica y el resto del mundo está
n trabajando precisamente en ello, lo que implica que, cuando inicie la recuperación de la economía mundial, la competencia va a ser mucho más feroz de lo que era antes de esta coyuntura.
El país requiere de un cambio estructural acelerado. Esto no quiere decir que deban reproducirse los esquemas seguidos por las pasadas administraciones, sino, al contrario, atacar temas y sectores que entrañan la afectació
n de intereses a los que esas administraciones, por su origen partidista, no podían tocar. Idealmente, en lugar de prometer grandes programas de gasto público, el presidente Fox podría emplear sus excepcionales dotes de comunicació
n para erradicar la mitología que por décadas ha paralizado al país y, con ello, abrir las oportunidades que, a pesar de ser obvias, siguen cerradas. A menos de que haya alguna razón para imitar a alguna nació
n africana, la nueva democracia mexicana ganaría mucho si erradicara los mitos que sólo nos han hecho más pobres.