La industria del azúcar es compleja en todo el mundo, pero nosotros la hemos complicado aún más. Se trata de una industria que afecta a grandes poblaciones, lo que la politiza de manera extrema. En gran parte por la misma razón, casi todos los países del mundo, hasta los más liberales en sus políticas comerciales, han incorporado algún tipo de ordenamiento gubernamental. Pero en México la industria ni se ha ordenado ni se ha administrado de manera adecuada; más bien, se privatizó sin que existiera una estructura regulatoria funcional. Los resultados son la quiebra de ingenios, millones de mexicanos dependientes de una actividad con la que nadie se compromete y una bola de abusos por parte tanto de algunos empresarios como de un sinnúmero de burócratas y funcionarios. Un cochupo en pleno.
La industria tiene dos características que la diferencian del resto. Por un lado, se distingue por ser un gran empleador. En el país es típico encontrar comunidades enteras que dependen para su subsistencia de un ingenio, con frecuencia en las zonas más recónditas del país. De hecho, en algunas regiones, el ingenio y todo lo que éste trae consigo, desde la siembra de la caña hasta la venta del azúcar, representan la única fuente de empleos e ingresos. Varios millones de mexicanos viven del azúcar. Por otro lado, casi todos los gobiernos del mundo han creado mecanismos de control a la producción, a la importación o a la exportación del dulce para evitar fluctuaciones extraordinarias en el precio que afecten a los productores o a los consumidores. Se trata, en suma, de una industria extraordinariamente politizada. En México, la industria se privatizó en 1991 sin que existiera una estructura regulatoria idónea u orden en el mercado.
La industria azucarera es una de las más complejas del mundo. El sector de la economía que se encuentra protegido y subsidiado en prácticamente todos los países: Estados Unidos, país deficitario en la producción, ha establecido un complejísimo sistema de cuotas a la importación, en tanto que la Unión Europea, la región de mayor producción de azúcar del mundo, exporta el dulce a la tercera parte del precio interno, lo que produce distorsiones extraordinarias en el resto del mundo. En ambas regiones se han creado mecanismos regulatorios para asegurar la estabilidad del precio.
El tema del precio es particularmente significativo para nosotros. Como herencia del sistema ejidal, la caña representa alrededor del 70% del costo de los insumos que requieren los ingenios para la producción del dulce, problema que nos hace muy poco competitivos respecto a otros países fuera de norteamérica. El peso de este insumo es tan grande, que cualquier fluctuación en el precio del azúcar afecta los márgenes de utilidad de los ingenios, pudiéndose traducir en la vida o la muerte de la fuente de ingresos de cientos de miles de personas en cualquier momento. Aunque el problema de los márgenes es similar en otras industrias, probablemente ninguna otra tiene un efecto tan directo sobre poblaciones tan grandes. Esa es la razón por la cual desde los estadounidenses hasta los franceses, dos naciones con filosofías de administración pública casi opuestas, se dedican a regular el mercado con gran atención.
En México, la industria, que producía esencialmente para el mercado interno, comenzó a entrar en problemas en los años setenta como resultado de las medidas populistas que adoptó el gobierno de entonces a través de la publicación del Decreto Cañero y de la firma del Contrato Ley para los trabajadores de la industria. El Decreto establecía que el precio de la caña y, por lo tanto, los ingresos de los cañeros, se actualizaría anualmente con la inflación, independientemente del precio del azúcar. Como el precio del azúcar estaba controlado y no subía a la par de la inflación, con el paso de los años la mayoría de los ingenios acabó quebrando. Por su parte, el Contrato Ley de la industria complementaba los absurdos que había impuesto el Decreto Cañero al hacer extraordinariamente inflexible la administración de los ingenios. El objetivo gubernamental era, sin la menor duda, el beneficiar a los trabajadores cañeros, que suman una enorme cantidad de personas y familias, a través de generosas prestaciones y salarios. Sin embargo, esos beneficios eran tan grandes -y tan superiores a la productividad del sector- que acabaron por destruir la viabilidad de los ingenios como actividad económica. En este contexto, no es sorprendente que la suma de estos dos instrumentos de la política gubernamental haya acabado por paralizar y quebrar a la mayoría de las empresas que producían el dulce.
Diez años después, cuando el gobierno decidió proceder a reprivatizar los ingenios, la industria se encontraba devastada. Gracias a los controles de precios que se habían impuesto a partir de los setenta, prácticamente no había habido inversión en el sector. La maquinaria era anticuada y obsoleta y la industria seguía regulada a través del Decreto Cañero y del Contrato Ley de antaño. El gobierno cometió el grave error de intentar privatizar los ingenios sin modificar estos factores, lo que llevó a que, de entrada, ninguno de los inversionistas potenciales estuviese dispuesto a arriesgar su dinero en el sector. El gobierno acabó financiando la adquisición de los ingenios, prometiendo que se modificaría tanto el Decreto como el Contrato Ley. Desde el momento mismo en que se decidió “privatizar” era evidente que el éxito sería endeble.
Los ingenios privatizados se encuentran en serios problemas. Si bien se modificó el Decreto Cañero de tal forma que el precio de la caña se encuentre asociado al precio del azúcar, el gobierno no siempre ha estado dispuesto a hacerlo cumplir. Por su parte, el Contrato Ley sigue siendo una fuente de enormes ineficiencias, dificultades para la modernización de los ingenios y un factor de conflicto permanente. Además, mientras que algunos empresarios acabaron pagando el crédito que originalmente les extendió el gobierno, otros han seguido apilando sus deudas, con la certeza de que el gobierno jamás les cobrará. El resultado es que los cumplidos han quebrado, mientras que los vivales –y sus confabulados en la burocracia- viven como dueños: con todos los beneficios pero sin la menor responsabilidad.
El desorden que caracteriza a la industria es tal, que las finanzas de la mayoría de los ingenios están destrozadas y muchos ingenios, si no es que la mayoría, enfrenta el riesgo de la quiebra. De esta forma, la suma de una estructura empresarial inadecuada -producto del Decreto Cañero y del Contrato Ley-, de la ausencia de un gobierno capaz de hacer cumplir sus propios decretos, de tasas de interés reales sumamente elevadas y de cochupos entre algunos de los empresarios y la burocracia, ha acabado por condenar a este sector a la insolvencia financiera, si no es que a la total inviabilidad empresarial.
La industria azucarera se encuentra en crisis y no va a mejorar hasta que el gobierno se decida a actuar en todos los frentes que la han orillado a esa situación. Aunque hace algunos años se resolvió el problema cañero, al menos en papel, el gobierno nunca hizo cumplir las nuevas reglas del juego. Al mismo tiempo, el Contrato Ley, que manda términos contractuales idénticos para un ingenio localizado en Tabasco y otro en Culiacán, ha paralizado a la industria por las extraordinarias rigideces que incorpora al proceso de la zafra. Sin embargo, el nuevo gobierno ha convocado a una revisión del Contrato Ley, en lugar de proceder a lo conducente, que es su eliminación. Además, el gobierno ha seguido tolerando el no pago (lo que se traduce en un oneroso subsidio con endoso al erario) a todos los empresarios que nunca capitalizaron sus adquisiciones, que son la mayoría. Y, por encima de lo anterior, la mayor de las ironías reside en que aquellos que efectivamente aportaron capital y se endeudaron en los mercados internacionales, han acabado siendo los malos de la película.
La industria se aproxima al caos porque el gobierno ha sido sumamente timorato. Aunque la prensa sugiere que el problema se reduce a las exportaciones y, sobre todo, a las restricciones que imponen las cuotas norteamericanas a la importación, la realidad es que el problema de las exportaciones representa menos del 4% de la producción total.
Dadas las características del sector, la única solución posible reside en un ordenamiento de toda la industria de edulcorantes (el azúcar y todos sus substitutos, incluyendo a la fructuosa), en la región norteamericana. Para ello existen claros precedentes tanto en Estados Unidos como en Canadá. En México, la oportunidad de llevar a cabo una reestructuración reside en que los verdaderos impedimentos a cualquier cambio –los líderes cañeros y sindicales- no tienen con el gobierno actual la relación corporativa que mantuvieron por años con gobiernos emanados del PRI. En esto reside la ventaja del gobierno del presidente Fox.
El problema real -el de la producción y subsidio a los productores- sólo se va a resolver cuando el gobierno decida actuar en tres frentes extraordinariamente complejos: el de los cañeros, el de los trabajadores y el de los empresarios. Obviamente, la solución tiene que venir a expensas de los vivales –tanto empresariales como sindicales y cañeros- y no de los trabajadores que, como siempre, acaban siendo los que pagan el pato. Pero lo signficativo es que, por sus dimensiones, el problema evidentemente tiene solución. La alternativa es el caos, pero un caos que involucra a millones de mexicanos demandantes de satisfactores. Mucho mejor sería comenzar a introducir un poco de orden en una industria que igual podría ser sólida y rentable.