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Paradojas

Luis Rubio

Una de las grandes paradojas que exhiben las dictaduras militares, reflexiona Tom Stevenson,* radica en que acaban haciendo a sus propios ejércitos menos eficaces por su necesidad imperiosa de protegerse a sí mismos de un golpe que acabara removiéndolos. Las paradojas del poder son siempre obtusas porque su propia racionalidad es contraria al fortalecimiento de las condiciones y circunstancias que lo hacen posible. El poder es un enorme afrodisiaco pero, cuando no enfrenta límites y contrapesos, acaba sustentado en anclas por demás endebles. Mientras más se concentra el poder, mayores las contradicciones y fragilidades de las columnas que lo soportan.

El poder ilimitado constituye una amenaza para quienes no lo tienen, razón por la cual la evolución de las sociedades, de tradicional a moderna, incorporó un proceso paralelo de institucionalización. Los que padecen la ira de los poderosos pueden ser muy distintos entre sí, pero todos comparten un mismo común denominador. Cuando Robespierre denuncia a cada vez más personas, incluidos muchos de sus correligionarios, como traidores a la revolución en el famoso octavo día del termidor, provoca la unión de toda la convención en su contra, decapitándolo dos días después. A Francia le tomó trescientos años construir las instituciones que hoy la rigen, una de cuyas características centrales, similares a las de todo el mundo moderno y civilizado, es la institucionalización del poder.

La creación del Partido Nacional Revolucionario, el abuelo del PRI, hace casi un siglo respondió precisamente a esa lógica institucional. La revolución había concluido, pero el país carecía de una estructura gubernamental funcional; además, muchas de las disputas se seguían resolviendo de manera cruenta, periodo que terminó con la muerte de Obregón, a la sazón presidente electo para una nueva vuelta. Eso provocó la decisión de Plutarco Elías Calles de construir mecanismos que encauzaran a la política y concluyeran la era de la violencia política. El mecanismo sirvió para lo que sirvió por varias décadas, aportando dos grandes virtudes y un enorme defecto: las virtudes fueron la estabilidad y el crecimiento económico; el defecto fue su extraordinaria inflexibilidad, que llevó a las crisis de los setenta, ochenta y noventa y a su dramático final con el gobierno de Peña Nieto.

La pregunta hoy es, de nuevo, cómo institucionalizar el poder pero de una manera flexible que permita la alternancia de personas y partidos en el gobierno, todos ellos acotados en su capacidad de abuso e imposición. Mucho se fue construyendo en este sentido desde los ochenta, pero todo se ha venido cayendo como un castillo de naipes en estos años al evidenciarse la enorme fragilidad de las instituciones que se desarrollaron con el propósito de encauzar el poder y limitar sus peores atropellos.

Hoy sabemos que todo ese andamiaje era frágil y mucho de ello insostenible. Paso a paso, el presidente ha ido desmantelando cada uno de los andamios que pretendían institucionalizar al poder. Lo ha hecho por las buenas y por las malas, sin jamás perder el sentido de dirección. Desde el comienzo del sexenio, el presidente cambio las reglas del juego, ignoró las existentes e impuso las suyas, éstas muy simples: yo mando. Poco a poco eliminó la relevancia de casi todas ellas. A la Suprema Corte (casi) la nulificó por medio de nombramientos y amenazas y el Instituto Nacional Electoral está ahora en el aire, pretendiendo, de facto, reincorporar sus funciones a la Secretaría de Gobernación. Es decir, como en otros campos, avanza hacia la recreación de ese mundo de fantasía de los setenta que, no obsta recordar, acabó colapsado por su inviabilidad.

Quien observa las mañaneras dudaría de inmediato de los riesgos que se ciñen sobre el país. En ese escenario novelesco y sobrenatural el control de las percepciones es inverosímil, pero absolutamente real. El presidente llena el espacio noticioso y convierte sus obsesiones en dogmas de fe. Como cuando se asiste a un acto religioso, el mensaje es profundo y se arraiga en las conciencias de millones de conciudadanos que ahí se ven representados. La gente cree en el presidente: esa es su virtud, pero también el caldo de cultivo de lo que con facilidad podría presentarse en un futuro no muy distante.

En contraste con otros gobiernos “duros,” que si algo tienen en común es un espíritu desarrollista, el actual de México procura sólo dos objetivos: el control y la popularidad. Ambos han crecido en este gobierno, pero ninguno cuenta con una fuente de sustento que pudiese perdurar. Más bien, la característica de esos dos elementos, el control y la popularidad, es su naturaleza efímera y pasajera. Pocos mexicanos, incluidos la mayoría de quienes aprueban al presidente, quieren que se perpetúe un régimen propenso al abuso como éste. El error de muchos de quienes aspiran a gobernar es el contrario: creen que lo urgente es retornar a lo que fue contundentemente reprobado por el electorado en 2018.

En la medida en que nos acercamos a 2024 la pregunta relevante, la única trascendente, es cómo institucionalizar el poder de una manera que esos contrapesos no puedan volver a ser desmantelados y, a la vez, evitar una inflexibilidad tal que paralice o haga imposible el futuro.

 

*LRB, v44 n19

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Ambivalencias

Luis Rubio 

El veredicto en el juicio de García Luna afecta directamente al acusado pero, en el camino, el interrogatorio desnudó a todo el sistema político mexicano y exhibió un mundo de ambivalencias sobre la justicia, las drogas, la criminalidad, la corrupción y la relación México-Estados Unidos. No era México, sino todo el establishment político quien estaba en el banquillo de los acusados. Y el resultado no es encomiable para nadie.

Lo extraordinario y aleccionador del juicio, más allá del drama dentro de la sala del tribunal, fueron las narrativas, emociones, opiniones que ahí se manifestaron. Para comenzar, no parece haber un solo mexicano que no piense que García Luna es culpable. Unos creen que es culpable de lo que se le acusa, los demás de muchas otras cosas, pero la mayoría considera que se merece lo que le está pasando. El juicio era sobre su contribución para el funcionamiento del narcotráfico, mientras que la mayoría de los mexicanos observó corrupción. La ambivalencia respecto a la esencia de la justicia -que la culpabilidad tiene que ser demostrada- es una sutileza que escapa a nuestra forma de ser. Décadas de un sistema judicial corrompido que nunca logra eso que promete la constitución -justicia pronta y expedita- nos han convertido en un país de cínicos cuando de criminalidad o corrupción se trata. La suposición inexorable es que todo es corrupto, contradiciendo la frecuente afirmación de que “no somos iguales.”

El juicio versó esencialmente sobre la importación de drogas de México hacia Estados Unidos y la presunta asistencia que el exsecretario de seguridad pública pudiera haber provisto. Esos cargos son percibidos por la mayoría de los mexicanos como irrelevantes (o quizá superfluos) porque se advierten como distintos a los que realmente son trascendentes, que tienen que ver, en esa línea de pensamiento, con su paso por el gobierno y los negocios que pudiera haber realizado en aquella travesía, igual vía compras de gobierno que con vínculos con el crimen organizado. Desde luego, una cosa no excluye a la otra. Sin embargo, para muchos mexicanos el asunto de las drogas sigue siendo visto como un problema estadounidense que, por derivación, afecta a México, como si no existieran los pequeños problemas de seguridad, las mafias que los producen y la incapacidad del gobierno mexicano para lidiar con ellos.

El presidente se convirtió en narrador privilegiado del juicio, seguramente porque suponía que éste le daría un golpe directo a su némesis, el expresidente Felipe Calderón (lo que ocurrió), pero la narrativa cesó el día en que los golpes le cayeron a todos, incluido al gobierno actual. Aunque casi todos los testigos en el juicio fueron criminales convictos buscando reducir sus sentencias (potencialmente sesgando sus testimonios), lo que no puede ser inventado es la corrupción que permea a todo el sistema político mexicano, del cual no se salva gobierno alguno. Ingenuos los que pensaron que los únicos salpicados serían los otros.

García Luna se convirtió en un símbolo del acontecer nacional: cualesquiera que hayan sido las fuentes de su fortuna, todas ellas parecen ligadas a su paso por la política mexicana. Y ese es el crisol a través del cual los mexicanos vemos el veredicto: el juicio sirvió de confirmación para todos los prejuicios que caracterizan a los mexicanos respecto a su sistema de gobierno. Independientemente de preferencias políticas o partidistas, todos los políticos -y el sistema en general- salen raspados. Para prueba baste recordar que las drogas (y la corrupción) siguen fluyendo sin límite a pesar de que García Luna hace diez años que dejó el gobierno. O sea, no más que un engrane en una enorme maquinaria.

El juicio evidenció la incapacidad, o indisposición, de la justicia mexicana para lidiar con asuntos de corrupción de manera abierta y transparente. Uno de los elementos centrales del proceso seguido en NY es precisamente el hecho que todos los testimonios fueron públicos, lo que contrasta gravemente con la opacidad de los procesos judiciales nacionales. El mero hecho de exhibir las prácticas corruptas se convirtió en un hito. Frente a eso, es inevitable la presunción de que todo en la justicia mexicana no es más que un tongo, una pelea arreglada.

Por sobre todo, el juicio mostró las ambivalencias que caracterizan a la relación bilateral, tanto las positivas como las negativas. Así como hay espacios naturales de cooperación y beneficio mutuo, hay otras en que privan los resentimientos y los rencores, en ambos lados de la frontera. A pesar de los enormes avances en construir cercanía entre ambas naciones, especialmente en materia económica y comercial, persiste la suspicacia.

Porque, a final de cuentas, el gobierno actual no sólo no ha enfrentado la inseguridad ni mucho menos la corrupción, ambas a niveles nunca antes vistos. Y ahora comenzará a enfrentar la rabia de los extremistas norteamericanos que creen poder resolverlo desde afuera. Los pasivos no dejan de acumularse.

Desde luego, los que parecen no sospechar nada son aquellos que perseveran en la corrupción sin percatarse que en algunos años podrían ocupar el mismo asiento en que en esos días posó el exsecretario en una corte en Nueva York.

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REFORMA

 12 Mar. 2023 

Poder y riqueza

Luis Rubio

 El gran éxito del capitalismo ha sido la generación de riqueza y prosperidad para miles de millones de habitantes del orbe y en el corazón de ese sistema de organización económica yace un concepto crucial: la separación del poder político de la riqueza. Aunque el capitalismo y la democracia, con todas sus tensiones, avanzaron por conductos distintos a lo largo del tiempo, su convergencia ha sido el mayor transformador de la historia del mundo.

La tensión entre el capitalismo y la democracia es natural e inevitable, pero disminuye o se eleva según las circunstancias. En concepto, la distinción entre ambos es lógica: el capitalismo es un sistema de organización que posibilita la participación de agentes económicos en el proceso de creación de bienes y servicios que la población demanda. Por su parte, la democracia, al menos en su versión moderna, se ejerce a través de representantes populares que son electos y que procuran satisfacer a sus votantes y a la vez avanzar los intereses de su país.

La democracia y el capitalismo se complementan y funcionan a través de un gozne crucial: el Estado de derecho, que establece las reglas del juego, los límites de acción, respectivamente, del gobierno y de los particulares. En un mundo perfecto, la tensión entre los dos ámbitos -el político y el económico- genera oportunidades de crecimiento y desarrollo. De igual manera, en momentos de dificultades o de divergencia entre ambos espacios, se producen situaciones de crisis.

Esos momentos de crisis generan excesos y abusos que son circunstancias propicias para el establecimiento de gobiernos tiránicos.

A su llegada a la presidencia, el presidente López Obrador insistía en su convicción de que el poder económico debía subordinarse al poder político. Tenía razón el presidente, excepto que su alocución ignoraba ese gozne crucial: la función nodal de la ley, y todo lo que está detrás en términos de la protección de los derechos ciudadanos, para que el país pudiese funcionar. En contraste con el principio central de la prosperidad, que separa (pero mantiene como iguales) al poder y a la riqueza, el planteamiento presidencial parte del principio de subordinación. En lugar de reglas claras, transparentes y generales, el gobierno procura acuerdos especiales para cada caso, como ocurrió con Tesla y Constellation Brands. A nadie debiera sorprender la atonía que vive el país como consecuencia de esa concepción.

El uso del verbo subordinar es revelador porque implica sumisión, sometimiento y humillación. Es decir, el objetivo no es el de la procuración del mejor equilibrio entre la economía y la política, sino el control de uno sobre la otra. Este no es un problema novedoso en nuestra historia: desde el fin de la justa revolucionaria el país ha vivido altibajos permanentes, típicamente marcados por momentos de crisis que obligan a corregir el curso previamente marcado. Esa naturaleza pendular de funcionamiento a lo largo del tiempo ha costado enormes oportunidades de desarrollo y generado una interminable propensión a pensar en el corto plazo.

Los políticos, impedidos de atender a los ciudadanos porque eso no les rinde fruto alguno, se desviven por servir al poderoso del palacio porque ahí reside la oportunidad de la siguiente chamba. Aunque evidentemente hay grandes políticos profesionales, ninguno se dedica a construir una carrera fundamentada en la especialización, como ocurre en las democracias exitosas del mundo. Esa falta de especialización facilita el control presidencial sobre todo el mundo político, pues hace imposible la consolidación de contrapesos efectivos y permanentes, factor clave para el progreso económico.

Por su parte, los empresarios se ven obligados a pensar en términos de ciclos presidenciales, pues nunca saben qué se le ocurrirá al próximo dueño del balón presidencial. Históricamente, la economía seguía un ciclo sexenal porque todo dependía del humor del gobernante en turno.

El TLC norteamericano introdujo una nueva dinámica en la economía mexicana porque creó un estanco que propiciaba inversiones de largo plazo al establecer reglas del juego claras y garantizadas por un régimen internacionalmente reconocido. Más allá de los (enormes) errores que impidieron convertir a todo el país en territorio TLC, no es casualidad que la única parte de la economía que sigue prosperando es la asociada a ese régimen legal, hoy mucho más vulnerable que al momento de su concepción por el cambio de NAFTA a TMEC.

El gran logro político del TLC fue precisamente que hizo posible, por primera vez desde la Revolución, la separación entre el poder y la generación de riqueza. El gran costo que AMLO (con ayuda de Trump) le va a haber infringido al país es el de haber vuelto a traer a la vida cotidiana el control político y la subordinación del sector productivo. En lugar de extender el “reino” del TLC para que se generalizara la separación entre el poder político y el mundo empresarial, retrotrajo al país a sus peores momentos y vicios.

En los albores de la sucesión presidencial, es tiempo de comenzar a contemplar los costos de una administración paleolítica en la era de la informática y lo que eso implica para el tamaño de la corrección que tendrá que tener lugar si se quiere evitar un colapso generalizado.

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REFORMA
05 Mar. 2023

Legislacionitis

 Luis Rubio

Es extraño el proceder del gobierno en materia legislativa. A pesar de contar con amplias mayorías en ambas cámaras, los morenistas suelen tropezar con la falta de claridad de rumbo que inspiran las iniciativas que envía el ejecutivo. Nadie puede dudar de la naturaleza despótica y frecuentemente arbitraria del proceder de ese partido, para cuyos integrantes la búsqueda de apoyos por parte de otros partidos e incluso de amplios consensos es anatema. Pero nada de eso explica la inconstancia, cuando no veleidad, de las iniciativas que les exigen procesar.

Me explico: la característica prominente del mundo de las relaciones internacionales es la ambigüedad de las reglas, pues en ausencia de un gobierno mundial, no existe capacidad para obligar a las naciones a cumplirlas, lo que les confiere enorme importancia a las naciones con mayor poder. Eso explica la frecuente inestabilidad que evidencian diversas regiones y la propensión al conflicto que es connatural a ese ámbito de las relaciones humanas.

Algo similar ocurre con los gobiernos que no cuentan con instituciones fuertes, pues ahí también suele privar la ley del más fuerte: una presidencia sin contrapesos, el crimen organizado y todas las personas e intereses que de facto gozan de impunidad.

Aunque las reglas del mundo internacional sean ambiguas e imposibles de hacerse cumplir, éstas existen y se encuentran debidamente codificadas porque los gobiernos tienen un interés en que se preserve el orden y se eviten conflagraciones bélicas injustificadas. Eso mismo también tiene lugar a nivel nacional, donde la combinación de reglas formales e informales constituye un marco de referencia para la vida política interna. Desde luego, mientras más informales sean las reglas, menos predecibles y más propensas a crear incertidumbre. Y ese es el asunto relevante para México.

México es un país dado a codificar reglas de manera natural, como si su mera existencia garantizara la convivencia y el progreso. Dice un viejo dicho que la edad de piedra no terminó porque se acabaran las piedras; lo mismo se puede decir de la propensión tan mexicana a pasar leyes, reformarlas y luego nunca cumplirlas. Lo que rara vez se contempla es el costo de tener tantas leyes, reglamentaciones y procedimientos, muchos de ellos contradictorios, que se ignoran cuando así conviene al jefe del ejecutivo en turno. Peor cuando se modifican esas leyes para justificar las acciones que el ejecutivo había decidido emprender de cualquier manera.

Pero nada de esto explica la peculiar forma en que se han avanzado diversas legislaciones en el gobierno actual. Lo típico en los sexenios es observar la manera en que comienzan con una plétora de iniciativas que luego intentan convertir en cambios en el plano de la realidad. Ese no ha sido el camino del actual gobierno, cuyas iniciativas de ley parecen surgir más de ocurrencias o, más típicamente, del súbito reconocimiento de que no las tiene todas consigo, por lo que se requieren nuevos instrumentos no para el bien general, sino para un propósito concreto y específico. Como si una serie de circunstancias, acciones y decisiones del momento cambiaran la realidad circundante, obligando a modificar el plano regulatorio.

Esa es mi hipótesis sobre el origen de las modificaciones emprendidas contra las instituciones electorales. Es bien sabido que el presidente culpa al IFE de su derrota en 2006 y que, desde entonces, alberga rencores que ahora se manifiestan en la legislación aprobada. Sin embargo, esta circunstancia era válida desde el primero de diciembre de 2018, momento en que hubiera sido más propicia una negociación seria respecto a lo que pudiera y debiera ser modificado. Una reforma a contracorriente y sin el menor interés por construir un consenso al respecto revela otras preocupaciones: una, la más probable, es una creciente falta de certeza respecto a un triunfo limpio en 2024. Otra posibilidad, que le escuché a Niall Ferguson en otra materia, es que “los gobiernos autoritarios son siempre temerosos de sus propias poblaciones.” Es decir, no es imposible que por más que el presidente presuma su popularidad, en su fuero interno dude de la lealtad de los votantes el día en que se vaya a elegir a su sucesor o sucesora. Ambos factores justificarían en la mente colectiva de Morena cualquier modificación que asegure un triunfo, independientemente de lo que prefieran los votantes o lo que logre articular la oposición.

De esta manera, lo que el presidente busca es legislar el triunfo del candidato/a de Morena en 2024, una versión más avanzada (pero también más primitiva) del viejo dedazo priista. ¿Para qué perder el tiempo en elecciones bien organizadas por parte de funcionarios profesionales cuando lo único importante es que los precandidatos de Morena se placeen sin limitación legal alguna y quien el presidente designe como corcholata ganadora sea de inmediato considerado/a Tlatoani, como en los viejos tiempos?

Desde esta perspectiva, tiene todo el sentido del mundo no sólo debilitar a las instituciones electorales, sino eliminarlas del todo. Y, ya entrados en gastos, podrían proseguir con la Suprema Corte y con el poder legislativo. Al fin, con una sola persona se resuelve todo.

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 REFORMA

 26 Feb. 2023 

 

 

 

Credibilidad

Luis Rubio

El presidente López Obrador nunca la iba a tener fácil. Su discurso, sus obsesiones y sus resentimientos entrañaban una fuente permanente de conflictividad y, por lo tanto, de polarización y trifulca. Ganar una elección en esos términos implicaba ir siempre a contracorriente. ¿Cómo, en esas circunstancias, emprender su añorada transformación?

La ventaja con la que comenzó era que no venía de los grupos políticos o partidos tradicionales. Su desventaja era que sus enemigos declarados le eran indispensables para poder lograr sus objetivos. Un gran activismo político y mucha negociación y convencimiento quizá -solo quizá- le habrían permitido crear la plataforma transformadora que el país requería. La chamba habría consistido en eso que hacen los políticos exitosos: empujar a unos, convencer a otros, contener a los demás. A México le urgía (urge) un político así porque ningún estadista nace siendo monedita de oro para todos sus conciudadanos; más bien, estos se forjan en el ejercicio de un liderazgo que suma, convence y logra.

El presidente prefirió obviar estas sutilezas para concentrarse en el poder: veni, vidi, vici, en la frase atribuida a Julio César, llegué, vi y conquisté. Pese a su nombre, el proyecto de la 4T nunca fue de transformación, sino de poder y popularidad. Lo que el presidente quería, al menos a partir de su fallida elección de 2006, era que se le respetara su triunfo; no había nada más detrás de ello. Por eso son tan trascendentes las mañaneras: eso es lo que el presidente entiende por gobernar, un extremo de la vieja noción de que gobernar es comunicar.

El presidente comunica, da línea y predica todas las mañanas y con eso cumple y satisface su cometido. Nimiedades como la economía, el empleo y la seguridad son asuntos menores que no ameritan más que retórica. Para evitar tener que lidiar con sindicatos quisquillosos o empresarios demandantes tiene al ejército: los militares no protestan, simplemente se cuadran y hacen. Extender su mandato cobra entonces una lógica impecable: permite darle continuidad a su proyecto sin tener que ensuciarse las manos o convencer a quienes tienen otros puntos de vista o intereses contrastantes, circunstancias normales y naturales en cualquier sociedad.

Evidentemente, todo esto genera conflicto, pero para eso está la descalificación permanente. Nada puede alterar el proyecto de poder, incluso si se acumula evidencia de ineficacia o corrupción. O, como dice el viejo dicho tan mexicano: aquí no pasa nada, hasta que pasa. Y ese es el problema: la realidad siempre exige rendición de cuentas. Esta puede no tener lugar a la manera de las democracias consolidadas en la forma de comparecencias, investigaciones o contrapesos efectivos, pero siempre llega, usualmente en formas poco amables, sobre todo para las administraciones salientes: devaluaciones, crisis, desprestigio. No siempre juntas: con una de las tres basta, como ilustran tantos de nuestros expresidentes.

Y con esa rendición de facto viene la siguiente etapa: volver a inventar la rueda. Porque una vez que se rompe la credibilidad y la confianza, el camino se torna fangoso. En una sociedad dividida y polarizada, las crisis se vuelven puntos de convergencia porque todos acaban perdiendo: unos terminan desilusionados y se sienten traicionados por quien supuestamente los representaba y protegía, los otros porque la experiencia vivida -y la incertidumbre- les hace ser reacios a creer, participar, ahorrar o invertir. El ámbito político está polarizado, pero no hay que perder de vista que, por más polarización que haya, persiste una amplia franja de independientes que cambia de preferencias electorales en segundos. En este sentido, todos acaban siendo perdedores, un contexto que, paradójicamente, también constituye una oportunidad para sumar y comenzar de nuevo. La oportunidad de potenciales estadistas.

Como dijo Krushchev, “los políticos son todos iguales: prometen construir un puente aún donde no hay un río.” Luego de un sexenio de atonía, destrucción y concentración del poder, el país se va a encontrar ante la necesidad imperiosa de reencontrar su camino, no el camino anterior, sino uno de concordia y reconciliación, conducente a un desarrollo integral y equitativo. La pregunta tendrá que ser similar, pero no idéntica, a la que debió enfrentar el hoy presidente: ¿cómo, en el contexto crítico actual, construir un proyecto de desarrollo al que toda la población se pudiera sumar?

Más allá de filias y fobias respecto al presidente y su 4T, nadie puede ignorar algunos hechos indisputables: primero, el sexenio ha estado saturado de acciones y decisiones que han afectado a la población, a inversionistas y a factores clave de gobernanza que entrañan consecuencias; segundo, hay una enorme porción de la población que recibe transferencias a nombre del presidente, como si fuera su dinero, abriendo severas interrogantes para el futuro; tercero, el ejército está involucrado en un interminable número de actividades que no le son naturales ni apropiadas en una sociedad abierta y democrática; y, cuarto, la manera de hacer política del gobierno que está en su última fase ha sembrado odios por doquier. La gran pregunta es cómo comenzar de nuevo, porque eso es lo que habrá que hacer, una vez más.

 

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 REFORMA

19 Feb. 2023

Punto de inflexión

Luis Rubio

“Mira el mundo a tu alrededor. Puede parecer inamovible, implacable. No lo es. Con el más mínimo empujón, en el lugar correcto, todo puede cambiar.” Así explica Malcolm Gladwell la forma en que las cosas cambian, con frecuencia de manera súbita y sin dar aviso alguno o sin que los antecedentes sugirieran que un cambio se encontraba en el reino de las posibilidades. Ante las elecciones presidenciales de 2024, lo natural es extrapolar el momento actual para concluir que lo que hoy parece obvio e inevitable se hará realidad en aquel momento. No obstante, la historia demuestra que el proceso de sucesión mismo altera la realidad, creando circunstancias que modifican el panorama. Peor cuando el embate contra las fuentes de certidumbre que quedan es incesante.

Muchas cosas en nuestro mundo cambian de manera súbita. Algunas son producto de una alteración de las circunstancias específicas (como un bombazo inmediatamente antes de una elección), otras resultan de la acumulación gradual de factores, ninguno de ellos significativo o trascendente, pero en conjunto devastador. La revelación de un caso de corrupción modifica la imagen de quien está involucrado, al igual que un liderazgo irrelevante súbitamente adquiere dimensiones cósmicas. Nadie anticipó el colapso de la URSS o la Revolución Francesa.

Por varias décadas, sucesivos gobiernos se abocaron a construir fuentes de certidumbre. Así nacieron las comisiones regulatorias (competencia, telecomunicaciones, energía, etcétera), las instituciones electorales, la “nueva” Suprema Corte y otras tantas que, con mayor o menor impacto, tenían por propósito conferirle certeza al electorado, a los agentes económicos y a la ciudadanía en general. Sin embargo, en los últimos cuatro años los mexicanos hemos presenciado un ataque sistemático a todas esas instituciones, primero minando su credibilidad y luego procurando eliminarlas, neutralizarlas o someterlas.

La gran pregunta es si es posible hacer tantos cambios sin consecuencia alguna. A la fecha la respuesta parecería obvia, toda vez que la inversión privada, especialmente la del exterior, ha crecido de manera sistemática (en buena medida gracias a la existencia del TMEC y del conflicto Estados Unidos-China). Más allá de algunas manifestaciones y quejas, el país ha seguido su curso de deterioro pero sin enfrentar ninguna crisis seria. No hay mejor evidencia de lo anterior que el tipo de cambio peso-dólar, que no sólo no ha sufrido una alteración severa, sino que ha tendido a fortalecerse.

En este contexto, es natural pensar que es posible, y hasta razonable, extrapolar el momento actual para concluir que la elección presidencial de 2024 ya se cocinó y que quien el presidente decida nominar como candidato ganará sin discusión alguna. Yo no tengo ni la menor duda que si la elección tuviese lugar el próximo domingo, ese sería el desenlace. El problema con ese escenario es doble: primero, la elección tendrá lugar en 15 meses y medio y, si la historia enseña algo, la probabilidad de que las cosas se mantengan constantes es baja. Pero el mayor de los problemas con esa lógica, y la razón para pensar que la contienda será mucho más compleja es el actuar del propio presidente, quien con su embate contra el INE demuestra que él no tiene certeza de que el resultado le favorezca, que es la razón que lo motiva a someter al INE para asegurar el control del proceso, con la lógica de Stalin: lo importante es quien cuenta los votos.

Mi impresión es que es posible realizar muchas modificaciones sin consecuencia aparente, hasta que súbitamente alguna de esas resulta excesiva y todo cambia. Hay un viejo dicho en la política mexicana que reza así: “aquí nada cambia, hasta que cambia.”

Varios colegas comentaristas han venido argumentando que el cambio propuesto para las instituciones electorales puede ser el punto de inflexión, quizá un punto de quiebre, que altere todo el escenario político. Sería el equivalente a quitarle los alfileres al statu quo. Uno podría pensar que un alfiler más o uno menos no cambia el panorama, hasta que uno de esos alfileres provoca una reacción dramática que nadie vaticinó en lo específico, pero que colma el plato. La proverbial gota que derrama el vaso. Más importante, una vez desatado el proceso, no hay nada que lo pueda parar. Si no, pregúntenle a López Portillo.

En los setenta, todo parecía ir viento en popa, hasta que subieron las tasas de interés y, con eso, la economía se vino abajo como un castillo de naipes, de facto quebrando al gobierno y provocando una década de recesión y (casi) hiperinflación. No sugiero que éste sería el escenario probable en este momento, pero es importante no perder la perspectiva. Más allá de lo que la gente pudiese decir o incluso pensar, lo que más valora el ser humano es la certidumbre, como la provista por la credencial de elector. En el momento en que la población -y sus diversos subsegmentos- comienza a percibir que las cosas pudiesen cambiar, su actitud se modifica de manera instantánea.

El país se encuentra en un momento por demás delicado en el que día a día se juega con los pocos factores de certidumbre que persisten. Nadie sabe qué puede desatar un cambio, pero el intento por probar los límites es sistemático, incesante a irredento.

 

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REFORMA
12 Feb. 2023

Desajustes

Luis Rubio

El gran éxito del presidente López Obrador no radica en una excepcional estrategia o habilidad, sino en haber descubierto un electorado informe y disímbolo que no se sentía representado. Su maestría para comunicarse con esa parte de la población le ha dado un enorme impulso, mucho de ello producto de la inexistencia de alternativas perceptibles en el medio político nacional. Es decir, su éxito se ha potenciado doblemente por la incapacidad de los partidos políticos para entender las nuevas realidades que caracterizan a la ciudadanía y adaptarse a ellas. Ahí radica el éxito de AMLO, pero también las oportunidades para las oposiciones.

El planteamiento es muy simple: el país ha experimentado enormes cambios en las últimas décadas; el electorado se transformó; el entorno -interno y externo- es otro; la ciudadanía es una nueva realidad, antes prácticamente inexistente; y la transmisión de información, ideas y dogmas instantánea. Todos y cada uno de estos elementos han construido una nueva realidad política que no empata con los paradigmas tradicionales que yacen en el corazón de las entidades e instituciones políticas nacionales. En una palabra: el país cambió, pero los políticos, especialmente los partidos políticos, permanecen en un pasado remoto que nada tiene que ver con el México de hoy.

Este desajuste explica la incoherencia entre las posturas de los partidos -todos, incluido Morena- y el electorado nacional. Baste observar los liderazgos anquilosados, torpes, corruptos y chiquitos que caracterizan a esas entelequias llamadas partidos. La fluidez del electorado no está en la mente o estrategia de los partidos y de ahí su incapacidad para motivar o atraer a los votantes.

En este contexto llegó un político astuto que identificó un electorado que no responde a marcas partidistas tradicionales, que está resentido por la corrupción imperante y que está (o estuvo, al menos en 2018) integrado por una franja extraordinariamente diversa de personas en términos de su origen o posición económica y social. La conexión de AMLO con su electorado ocurre al margen de su partido. López Obrador, como Trump (en otro contexto), descubrió un nuevo electorado y lo explota todas las mañanas, aparentemente desafiando hasta las leyes de la gravedad.

Los partidos políticos gozan de una situación privilegiada porque la ley los encumbra y protege. La ley le otorga certidumbre de permanencia, fondos y estabilidad a los tres partidos más grandes y le genera oportunidades de asociación a los chicos para beneficiarse de esas mismas mieles. Es decir, toda la estructura político-legal que da vida a los partidos está diseñada para preservar el statu quo de hace décadas y todos los incentivos que de ahí surgen fomentan el desajuste que nos caracteriza.

Si alguien tiene duda de lo anterior, no tiene más que ver la forma en que opera la reelección de legisladores o presidentes municipales: en lugar de que ésta funcione para acercar a diputados, senadores y presidentes municipales y obligarlos a que respondan a las demandas de la ciudadanía, o sea, que la representen, la reelección fortalece y afianza el poder de los liderazgos partidistas porque de ellos depende que alguien pueda perseguir la reelección. La conclusión inexorable es que los autores de las leyes electorales -esas que nos han dado certidumbre, estabilidad y menos violencia política- también hicieron posible que emergiera un fenómeno político como el de López Obrador. En lugar de que ese entramado legal favoreciera una evolución natural del sistema político, su efecto fue el de paralizarlo, anclarlo a un pasado distante, agudizando el enojo ciudadano y el resentimiento. Paradójico acaba siendo que AMLO quiera alterar el esquema que le fortalece, pero ese es otro asunto.

El problema de los partidos políticos son sus pecados, muchos de ellos históricos, especialmente los del PRI, pues son, como la corrupción, componente inherente a su historia y naturaleza. El paso del PAN por el poder no fue más encomiable, pues además de poco efectivo como partido gobernante, acabó perdido en las mismas prácticas corruptas que le precedieron. Morena pronto enfrentará los mismos dilemas porque, más allá del presidente, no es distinto a los otros. Pero lo malo no es la existencia de esos pecados, sino la incapacidad de comprender las causas del enojo ciudadano o del éxito de AMLO.

Las fortalezas que la ley le confiere a los liderazgos partidistas acaban siendo enormes debilidades, como ilustra el comportamiento reciente del PRI. La pregunta es cuándo se liberarán los partidos y sus líderes de esos fardos, los históricos y los recientes. Esa liberación tiene que ser producto no sólo de una elemental congruencia con el México de hoy o por una falsa moralina, sino de un cálculo político frío: porque estar asociado con la corrupción, el narco, el sindicalismo depredador o una concepción hace mucho rebasada del mundo arroja rendimientos decrecientes.

En la medida en que se acerca la madre de todas las batallas en 2024, la pregunta ya no es sobre AMLO, que pasará a la historia de una manera o de otra. La pregunta es si la oposición será capaz de reformarse para poder aliarse, porque sin eso seguirá cavando el hoyo de su propia extinción. Y con ella, la del país.

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  REFORMA
05 Feb. 2023

Democracia a la mexicana

Luis Rubio

El motor de la apertura política -y de la incipiente democracia mexicana- fue la sucesión de reformas electorales que, desde 1964, pero sobre todo en 1996, experimentó la sociedad mexicana. Cada una de esas reformas respondió a sus circunstancias, pero la de 1996 fue crucial porque fue producto de una negociación abierta entre las diversas fuerzas y partidos políticos, allanando el camino para una competencia transparente, equitativa y debidamente arropada, en un sentido institucional, para acceder al poder. Muy a la mexicana, dimos un gran paso adelante y luego ya no le seguimos.

En estas décadas el país experimentó dos procesos contradictorios. Por un lado, la economía se modernizó y transformó, creando una plataforma extraordinaria de crecimiento en algunas regiones y sectores, pero también una serie de enormes rezagos y obstáculos para el resto. Por otro lado, junto a elecciones competitivas, la política experimentó una creciente degradación por la violencia e inseguridad imperantes, la impunidad con que actores públicos y privados actúan sin el menor rubor y la corrupción que todo lo corroe. Se sentaron las bases para la competencia política y la funcionalidad económica pero no se construyeron las estructuras institucionales que le dieran permanencia y viabilidad a esos dos grandes logros.

La democracia florece cuando la sociedad se asume como ciudadanía, capaz de hacer valer sus derechos, lo que sólo es posible mediante instituciones sólidas, vitales y funcionales. Aunque se desarrollaron diversas instituciones, dos indicadores muestran que el resultado no es encomiable. Por un lado, la violencia e inseguridad demuestran que no se creó un sistema de seguridad y justicia idóneo para las circunstancias. Por el otro, nada ilustra mejor el déficit que la facilidad con que el gobierno actual ha destruido todo ese andamiaje con el que se pretendía que México accediera a la modernidad y la civilización.

La democracia es más que las elecciones: tiene que ver con los derechos ciudadanos, la justicia, la libertad de expresión, los pesos y contrapesos para el ejercicio del poder y los límites al potencial abuso por parte de los gobernantes. De hecho, en palabras del gran filósofo del siglo XX, Karl Popper, la democracia consiste en la certeza de que los gobernantes no abusarán de los ciudadanos. Y Popper hablaba de países con gobiernos funcionales, de lo cual el mexicano claramente no es un buen ejemplo.

En México la democracia se atoró en el primer escalón. En 1997, la primera elección federal posterior a la reforma de 1996, la oposición ganó la mayoría del congreso, a lo que siguió el triunfo de Fox en 2000. Dos sucesos excepcionales en un país que se había caracterizado por la estabilidad política pero no por la participación ciudadana. Sin embargo, nada, excepto el acceso al poder, cambió en la política mexicana. De hecho, la política se fue deteriorando en paralelo con el ascenso del crimen organizado, la ausencia de justicia y la corrupción cada vez más visible. Ahora con AMLO atacando al INE ya ni siquiera es evidente que la competencia por el acceso al poder esté garantizada.

AMLO fue una respuesta de la sociedad a una realidad insostenible, pero su estrategia de volver a centralizar el poder es una solución pobre y, en última instancia, fútil, a un problema fundamental: cómo se va a gobernar el país. Este es el gran desafío hacia el futuro, pero no es la materia que concentra la discusión pública. Lo único evidente es que el control por una sola persona no es sólo inviable, sino extraordinariamente peligroso y pernicioso.

Cambiaron las formas y el discurso, pero no la realidad. Se pretendía que había contrapesos, pero los presidentes -cada uno con lo grande o chico de su visión y capacidad- siguieron ejerciendo el poder a su antojo. Se llevaron a cabo ambiciosas reformas durante el sexenio pasado, pero sin legitimarlas a través de la discusión pública, tal y como AMLO ha venido haciendo en sus temas prioritarios. El punto es que el país no está siendo gobernado y el clima de incertidumbre es incremental y cada vez más riesgoso, poniendo en entredicho la viabilidad de la economía y la funcionalidad de la política. A meses de que comience el proceso formal de sucesión presidencial, es cada vez menos claro que las elecciones de 2024 vayan a ser limpias y reconocidas.

Los procesos electorales son apenas el primer escalón en la construcción de una democracia funcional y exitosa tanto en lo económico como en lo político. México se quedó atorado en ese primer paso, que ahora ha quedado en un limbo por las contradictorias reformas electorales que se pretenden imponer como aplanadora, como en el pasado distante y el cercano. La gran interrogante, viendo hacia el futuro, es cómo se va a salir del hoyo en que este gobierno habrá dejado al país.

El país se encuentra muy dividido, el gobierno modifica prácticas que habían sido clave para la estabilidad política e incurre en riesgos cada vez más elevados en el ámbito político, especialmente el de la sucesión. Para quienes apoyan ciegamente al presidente, estos no son temas relevantes, pero para quienes nos preocupa la construcción de un país exitoso, menos violento y con más equidad, no hay asunto más trascendente.

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  REFORMA

 29 Ene. 2023 

Oposición

 Luis Rubio

Quizá la mayor paradoja de la política mexicana hoy radica en que el principal promotor de la oposición es el presidente, en tanto que ésta se empeña en desaprovechar cada oportunidad que se le presenta. Ensimismada y perdida en sus propios laberintos, los partidos y sus patéticos liderazgos parecen carecer de la capacidad para situarse en el momento -y en la oportunidad- en que tanto el gobierno como la ciudadanía los ha colocado.

Los líderes de la oposición parecen ratificar el dicho del gran actor John Quinton: “cuando los políticos ven luz al final del túnel, corren a comprar más túnel.” Los de oposición están todavía más obnubilados porque creen que no tienen nada más que perder, aún cuando el presidente se dedica afanosamente a ponerles una charola de plata enfrente cada mañana. Mucho más trascendente es la presión de la ciudadanía, factor antes inexistente en la política mexicana, hoy una potencial oportunidad.

Hace dos meses, la ciudadanía salió a manifestarse. Más allá de los números de cada una de las marchas, el hecho político es innegable, tanto así que el presidente dedicó semanas enteras, antes y después, al asunto de la ciudadanía marchando en defensa del INE. No hay nada como una ciudadanía envalentonada que encuentra una causa concreta y tangible que defender; mucho más cuando las percepciones de los marchantes chocan tan frontalmente con la retórica política cotidiana.

Pero el hecho de la marcha ciudadana no entraña, por sí mismo, trascendencia política. Las marchas son manifestaciones ciudadanas que envalentonan a los participantes y presionan a las autoridades, pero no se traducen, de manera automática, en votos, y menos en un sistema electoral tan inflexible que hace difícil (de hecho, desincentiva) el nacimiento o muerte de partidos políticos. En una palabra, para que una marcha trascienda es indispensable que los partidos existentes activen y movilicen las expresiones, miedos, protestas y aspiraciones de la ciudadanía y de la sociedad civil en general para convertirlos en acción política y, en su momento, en votos.

La marcha cohesionó a un segmento de la ciudadanía, le abrió un reducto a la sociedad civil y le ocasionó un boquete (especialmente en la ciudad de México) al partido gobernante y a la apariencia de control absoluto que pretende el presidente, pero no constituye un factor susceptible de convertirse en agente político a la luz de los comicios de 2024. Incluso en el objetivo específico de la marcha, el INE, la ciudadanía apenas logró impedir que Morena hiciera de las suyas en ese y otros asuntos legislativos.

Para eso se requiere a los partidos políticos y ahí yace la gran incógnita de la política electoral en este momento: qué es y dónde está la oposición. La oposición hoy, con la posible excepción de Movimiento Ciudadano, no es más que un recuerdo. Desde luego, en todas las formaciones políticas hay individuos excepcionales con habilidades sobradas, pero los partidos mismos son virtuales entelequias dominadas por liderazgos lúgubres sin más ambición que la personal, ya de por sí pequeña, cuando no ruin.

El sistema electoral tan inflexible permite que se perpetúen tanto los partidos como los liderazgos, lo que incorpora un enorme grado de incertidumbre sobre la capacidad de esos partidos y liderazgos para convertirse en el vehículo susceptible de canalizar el sentir ciudadano. Para tener posibilidad de ganar una elección en 2024, la oposición tendrá que encontrar no sólo al candidato idóneo para tal propósito, sino articular un programa que atraiga a la ciudadanía, le robe al presidente el control de la narrativa y cree condiciones para que todos los partidos de oposición se coaliguen entre sí para convertirse en la fuerza transformadora que el país requiere y la ciudadanía demanda.

El reto es evidentemente enorme, pero existen tres elementos que previsiblemente asistirán en el proceso. El primero es el propio presidente, cuya obcecación continuará alienando a la ciudadanía y, por lo tanto, fortaleciendo las oportunidades de la oposición, como lo hizo con la marcha. El segundo es que estamos entrando en el periodo de sucesión, el lapso más complejo de la política de cualquier nación, donde se exacerban las vulnerabilidades, contradicciones e insuficiencias del gobierno y del sistema político en general. En este rubro, todos estos factores se van a agudizar y multiplicar precisamente por la naturaleza del presidente, de su partido y de la conflictividad que ambos le han impuesto al país. Finalmente, el tercer elemento serán las propias estructuras de la sociedad civil, que hoy son la verdadera fuente de organización, planteamientos, críticas y estudios que, de facto, han ido evidenciando el abuso del poder.

Lo que falta son los partidos de oposición, hoy perdidos en el espacio y sin mayor influencia pero con todos los elementos para convertirse en la fuerza arrolladora que el momento requiere. En su lecho de muerte, Voltaire decía que “éste no es el momento de hacer nuevos enemigos.” Los partidos que hoy caminan como zombis sin rumbo tienen en sus manos la posibilidad, y la responsabilidad, de hacer lo contrario.

En una palabra, la oportunidad está ahí. La pregunta es si la oposición, hoy patética, la podrá hacer suya.

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REFORMA
22 Ene. 2023

Regresar o cambiar

Luis Rubio

La discusión que el país debería estar teniendo es qué sigue después de este gobierno. Algunos proponen que con regresar a lo que había antes todo se resuelve; otros pretenden hacer tabula rasa -borrar todo- para comenzar de nuevo. Donde sea que uno se encuentre entre estos extremos, en 2024 el país se encontrará en condiciones por demás precarias.

La primera certeza es que no hay hacia dónde regresar. La ciudadanía votó mayoritariamente por reprobar lo que existía luego de darle una oportunidad adicional al PAN (2006) y una más al PRI (2012). AMLO ganó en 2018 porque la gente estaba harta de promesas sin resultados satisfactorios para todos. Nadie puede dudar que en las pasadas décadas se lograron cosas por demás favorables que parecían imposibles sólo unos años atrás, pero igual de absurdo sería dejar de reconocer que los resultados no fueron siempre benignos y que en el camino se habían acumulado demasiados resentimientos. Negar estas circunstancias elementales sería otro disparate más.

Una segunda certeza es que el futuro no le pertenece a nadie en lo particular, comenzando por el presidente y sus acólitos. El futuro no lo puede desarrollar un pequeño grupo, por poderoso que sea, cualquiera que fuere su ideología o posición social. El futuro es por definición una construcción social y, por lo tanto, le pertenece a la ciudadanía en su conjunto. Son sus acciones individuales que, al sumarse, producen la sociedad que se va construyendo. Se hace camino al andar.

Finalmente, una tercera certeza es que la estabilidad, funcionalidad, crecimiento y desarrollo de una sociedad y su economía requieren anclas firmes que creen circunstancias que satisfagan al menos dos criterios: uno es que protejan los derechos de la ciudadanía y sus intereses. Es decir, que creen mecanismos institucionales de acceso y participación en la toma de decisiones y establezcan procedimientos para solucionar disputas a través de métodos conocidos y accesibles a todos, no como los actuales que niegan la justicia a la mayoría. En una palabra, toda la sociedad debe sentirse parte del entramado social, y no, como AMLO demostró, una sociedad dividida, buena parte de esta alienada de los avances y éxitos que sí se han dado en parte de la sociedad y la economía. El otro criterio es que los mecanismos de redistribución de la riqueza deben ser transparentes, técnicamente desarrollados y sujetos a auditoría, de tal suerte que el erario no se utilice para promociones personales ni se distraigan recursos públicos para el enriquecimiento de quienes se encuentran (temporalmente) en el poder.

El problema de México no es “técnico,” o sea, no radica en contar con la mejor legislación para esto o la estrategia más adecuada para lo otro. Todos esos factores son obviamente necesarios, pero también asequibles. Los problemas de México no surgen de la carencia de leyes o abogados y legisladores capacitados para redactarlas y mejorarlas; lo mismo se puede decir de profesionales competentes para administrar la hacienda pública, la justicia o las estrategias de política pública que serían susceptibles de reparar los problemas o construir nuevas realidades.  A lo largo del último siglo los mexicanos hemos atestiguado la presencia de funcionarios excepcionalmente dotados y visionarios en paralelo con otros torpes, incompetentes y destructivos. El problema no es de capacidades, sino de ausencia de límites. Por ello, el desafío radica en que la ciudadanía obligue a los políticos a que actúen dentro de marcos institucionales acotados. Y ese es un reto político, de poder.

Regresar o cambiar no es la disyuntiva que enfrenta la ciudadanía mexicana. Su verdadero dilema yace en romper con las amarras que le impone una estructura política que le confiere excesivo poder a una persona, tanto así que con su mera labia puede desmantelar instituciones, cancelar proyectos de enorme calado (y costo) o iniciar procesos igual económicos que penales contra quien le plazca. Cuatro años de estas fechorías han hecho evidente que la construcción institucional de las pasadas décadas fue una mera fachada no porque (necesariamente) así lo pensaran sus autores, sino porque nunca comprendieron, y por lo tanto no calcularon, la realidad del poder que concentra la presidencia. O, en términos benignos, porque supusieron que nadie vendría a destruirlo todo como razón de ser.

El tema no es nuevo: se remonta a las reformas constitucionales emprendidas en 1933, cuyo objetivo fue fortalecer a la presidencia eliminando tanto a la Suprema Corte y al legislativo como contrapesos efectivos. En el camino, el “sistema” que tantos años de estabilidad le confirió al país tuvo por consecuencia convertirse en un impedimento al desarrollo natural de la ciudadanía, con todo lo que eso implica: un sistema educativo dedicado al control en lugar de al desarrollo; una economía con excesivos entes dominantes, comenzando por los estatales; y un sistema judicial subordinado al poder ejecutivo. En suma, una presidencia demasiado poderosa con gran capacidad de acción positiva, pero igual propensión a la destrucción.

El reto que viene será mucho mayor al que cualquier mexicano vivo haya conocido. Más vale irnos preparando.

 

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  REFORMA
15 Ene. 2023