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Y México se movió…

 Luis Rubio

El presidente Enrique Peña ofreció “mover a México.” Dudo que su definición de movimiento sea la que ocurrió el pasado primero de julio, pero no cabe ni la menor duda de quién es responsable. En un sistema presidencial tan centralizado como el nuestro, donde todo funciona en torno al presidente, éste constituye, para bien y para mal, el corazón y la brújula del país. De quien ostenta esa oficina depende que exista confianza entre los ciudadanos, que los ahorradores e inversionistas cuenten con la suficiente certeza como para guardar o invertir su dinero y, en general, que el país goce de una claridad de rumbo.

Cuando desaparece ese sentido de dirección o la persona que ocupa esa oficina ignora los factores elementales de su función, todo el país entra en catatonia. El presidente Peña llegó con grandes planes y una enorme arrogancia a restaurar la presidencia imperial de los sesenta, pero entre todos esos proyectos no se encontraba el propósito de gobernar. Grandes reformas fueron aprobadas por el Congreso, pero la ciudadanía no vio mejoría en las cosas que más le importaban: seguridad, ingresos y empleos.

Lo que la población si vio fue a un presidente distante, frívolo y siempre indispuesto explicar y convencer, terminando como ejemplo de todo lo que la población desprecia: impunidad, corrupción y mal gobierno. Peor, utilizó los recursos de la presidencia para perseguir a un candidato, favorecer a sus favoritos y vengarse de sus enemigos. Nunca entendió que gobernar en el siglo XXI consiste en explicar, liderar y convencer a la ciudadanía, quien tiene acceso a tantas fuentes de información como las del presidente. Cuando el presidente abandona su responsabilidad de liderar en un país tan centralizado y sin pesos y contrapesos, el país entra en problemas. Enrique Peña no entendió el momento de México.

A partir de Ayotzinapa, el presidente abdicó a sus funciones elementales: despareció del mapa, creando un vacío que fue llenado con diligencia y clarividencia por Andrés Manuel López Obrador, quien es hoy presidente electo gracias a su trabajo de décadas y claridad estratégica. No es necesario estar de acuerdo con sus propuestas y posturas para reconocer su extraordinaria habilidad y trabajo para lograr lo que la ciudadanía le concedió en la elección.

Los candidatos ganan por su habilidad para convencer a los ciudadanos de su proyecto y personalidad, pero a los presidentes se les juzga por la forma en que responden a circunstancias inesperadas. Algunos presidentes crecen ante a adversidad, otros se amilanan. En países serios y desarrollados, el presidente es importante en cuanto a avanzar una agenda determinada de gobierno y en la medida en que éste o ésta logra convencer a la población y a las instancias legislativas de la relevancia de su propuesta, pero no tiene capacidad de afectar la vida de la población de una manera dramática o excesiva. En México, un error presidencial puede conducir a una crisis financiera en cuestión de segundos o puede provocar una crisis política de enormes magnitudes. Ejemplos sobran.

La paradoja de Enrique Peña fue que avanzó la agenda que ofreció y luego se quedó sin proyecto, pero su insistencia en demostrar que él estaba a cargo y en control del país (algo que hace décadas es imposible) no hizo sino subrayar sus errores y fracasos. La realidad es que ningún presidente puede controlarlo todo sino, más bien, en esta era tan convulsa, con frecuencia no es más que un rehén de circunstancias sobre las que no tiene influencia alguna, como ocurre ahora con el TLC. Lo que hace distinto -y exitoso- a un presidente, es su capacidad para responder ante las dificultades: importa más el liderazgo que despliega que el problema mismo porque de ahí surge, o desaparece, la confianza. El presidente abandonó su responsabilidad antes de concluir la mitad de su mandato y, peor, no supo responderle a Trump, algo que AMLO sin duda gozará haciendo, aún con los potencialmente enormes riesgos que eso entrañaría.

La casa blanca y luego Ayotzinapa marcaron a esta administración de manera definitiva. A partir de ese momento, su suerte estaba marcada, pero el presidente se empeñó en empeorar las cosas.

Para mí es incomprensible que un presidente se dedique a quejarse de los votantes, pero este presidente lo hizo sin reparo y, peor, de manera repetida. La campaña publicitaria de “Ya chole con tus quejas” pasará al historial de la arrogancia presidencial, seguida de la última edición: “haz bien las cuentas.” En el curso del tiempo he escuchado a muchos políticos, en México y en el extranjero, quejarse del electorado, al que en general consideran, casi de manera universal, como un estorbo, cuando no una pinta de tontos (con otra palabra). Sin embargo, hasta que vieron la luz estas campañas, nunca había visto a un político decirle lo que piensa de ellos a los ciudadanos. Lo ocurrido el pasado primero de julio fue ganado a pulso.

Con nuestro voto, los mexicanos somos responsables de elegir a un gobernante. La falta de pesos y contrapesos efectivos crea una presidencia con poderes excesivos, haciendo dependiente el bienestar colectivo del humor y capacidad de una persona. Acaba un sexenio así y comienza otro que ojalá sea mejor.

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15 Jul. 2018

Mito vs. oportunidad

Luis Rubio 

 

Ya hay presidente electo y ahora es tiempo de reconciliación. Un nuevo gobierno, especialmente uno expresamente enfocado a cambiar el paradigma reinante, tiene la excepcional oportunidad de transformar al país. Para acabar con el clima rijoso que nos caracteriza y, sobre todo, para construir un nuevo futuro. Construir sobre lo existente para así enfrentar exitosamente los tres asuntos que AMLO planteó como prioritarios en esta campaña: el crecimiento económico, la pobreza y la desigualdad.

 

En las últimas tres décadas, los mexicanos pasamos de un sistema político autoritario abocado al control de la población que no toleraba competencia, hacia un régimen electoral competitivo pero sin instituciones que generen certidumbre y protejan a la ciudadanía. Sin embargo, el común denominador sigue siendo el mismo: las elecciones constituyen una apuesta irreductible donde se juega “la vida” cada seis años. Ningún país serio puede sobrevivir semejante espada de Damocles, permanentemente amenazando la estabilidad política y económica.

 

En el régimen emanado de la Revolución, la figura central fue siempre la del presidente, cuyas facultades efectivas rebasaban con mucho las expresadas en la Constitución. La concentración del poder, combinada con el liderazgo de la estructura de control que ejercía el PRI, rebasaba el entramado legal y le confería facultades meta constitucionales al presidente. Aquellos poderes no sólo se expresaban en sus propias decisiones sino que le confería un papel central a las lealtades personales y grupales al presidente, mismas que se compensaban con la corrupción y, por ende, la impunidad. Ese es el régimen con el que los mexicanos hemos vivido desde hace casi cien años y que no se modificó ni en un ápice con los gobiernos del PAN. Ese régimen ha impedido un verdadero desarrollo y ha sido propenso a crisis recurrentes.

 

Tan central es la figura presidencial que cualquier elección –o decisión errada- entraña el riesgo de convertirse en un cisma. El problema no reside en una persona sino en que la presidencia ostenta poderes tan vastos que puede afectar, en el viejo dicho, vidas y haciendas. En el pasado -en la era priista que, al menos en esto, concluyó en 2000- la sucesión presidencial era parte de un proceso acotado en el que el mandatario saliente procuraba limitar la probabilidad de que su sucesor rompiera los cánones y pusiera en riesgo la viabilidad del país, lo que ocurrió a partir de 1970. La oportunidad hoy es terminar con ese régimen político sin sacrificar lo que se ha construido para generar riqueza y empleos como nunca antes.

 

Las cosas cambiaron desde el 2000 porque los poderes inherentes a la presidencia disminuyeron (producto de su «divorcio» del PRI), pero surgieron poderes cuasi autónomos, como los gobernadores, a la vez que, con la competencia democrática, emergieron candidatos que no comparten los paradigmas previamente existentes. La suma de poder excesivo y ausencia de paradigmas compartidos exacerbó el potencial de dislocamiento asociado al cambio de gobierno, produciendo miedos, desequilibrios y crisis. Hoy existe la oportunidad casi única de dejar todo eso en el pasado.

 

México ya no es un país marginal en el mundo internacional. Cuando la economía mexicana estaba cerrada y (casi) todas las variables se encontraban bajo control gubernamental, los riesgos inherentes a la sucesión podían ser contenidos. Hoy, en el contexto de un sistema financiero abierto, una economía orientada a la exportación y una competencia inmisericorde por atraer inversión (en esto la inversión mexicana y la del exterior son indistinguibles) de la que depende el bienestar de la población, la capacidad para contener los riesgos es, simplemente, inexistente. No hay país que resista los embates de los mercados cuando se rompen los equilibrios financieros o políticos clave. Eso es lo que le pasó al imperio británico en 1992.

 

El México de 2018 es muy distinto al de mediados del siglo pasado, excepto en un factor: el régimen político sigue siendo, en su esencia, el mismo, pero ahora, en lugar de generar certidumbre, se ha convertido en la fuente de desequilibrios, riesgos y, de hecho, amenazas a la estabilidad. Los vastos poderes permitían que el gobierno actuara de manera concertada, como ocurrió durante la etapa del desarrollo estabilizador, pero también permitían toda clase de abusos burocráticos y políticos que quizá eran tolerables en una era anterior a la de las redes sociales. Hoy, con el acceso universal a la información, ha desaparecido la capacidad de control que era la esencia de aquel sistema.

 

La oportunidad radica en llevar a cabo la reforma política que el sistema anterior siempre rechazó, para construir pesos y contrapesos efectivos que le den viabilidad económica y política al país para el próximo siglo, una verdadera transformación. Sólo un presidente fuerte puede lograr esa revolución.

 

México necesita un cambio de régimen para construir un futuro distinto, sin pobreza y con equidad. El país requiere un sistema político fundamentado en el Estado de derecho, lo que quiere decir una sola cosa: pesos y contrapesos que protejan al ciudadano. Para lograr el desarrollo tan añorado y acabar con el clima de odio y confrontación.

 

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08 Jul. 2018

El país del imaginario

Luis Rubio

En el corazón de la disputa política que hoy concluye se encuentra la gran ausencia que México padece desde hace décadas: capacidad de gobierno o gobernabilidad. Esa capacidad de actuar y resolver desapareció en la vorágine que produjo una combinación letal de circunstancias -crisis financieras, (casi) hiperinflación, globalización, crimen organizado y ceguera de la clase política- entre los setenta y lo que va del milenio. En lugar de soluciones, la parálisis condujo al declive de las capacidades gubernamentales y esto generó una interminable nostalgia.

La nostalgia, esa añoranza por un pasado mítico, es fácilmente explicable por las carencias y complejidades cotidianas que padece la población: inseguridad, malos servicios públicos, pésima educación, pobreza. Pero la nostalgia fácilmente se puede convertir en un instrumento propagandístico de control político y no de buen gobierno.

El gobierno que emergió de la gesta revolucionaria era más autoritario que institucional, circunstancia que le permitió lidiar eficazmente con la criminalidad y asignar recursos de manera discrecional, todo lo cual favoreció algunas décadas de estabilidad política y crecimiento económico. Al mismo tiempo, su inherente rigidez le impidió adaptarse a los cambios que ocurrían tanto dentro del país como en el entorno externo.

Y esos cambios acabaron minando sus estructuras, tornándolo cada vez más ineficaz. Las primeras manifestaciones fueron las crisis económicas de los setenta, las insuficientes y, en ocasiones, inadecuadas reformas de los ochenta y la crisis de seguridad a partir de los noventa. Todos estos factores fueron producto de cambios en el entorno externo que el gobierno mexicano no tenía capacidad -o disposición- a enfrentar. En una palabra, México no se preparó para los cambios que se dieron en Colombia y Estados Unidos y que tuvieron el efecto de alterar los patrones de operación del crimen organizado; ni creó condiciones integrales para que todo el país se insertara exitosamente en el mundo de la globalización. Ambos fenómenos transformaron al mundo, pero en México el gobierno no se adaptó y así fue incapaz de evitar la crisis de seguridad o de generar un marco para una mejor distribución de los beneficios de la globalización.

En este contexto, es fácil caer en la nostalgia de regresar a un mundo en que las cosas aparentemente funcionaban, donde la economía crecía y no había violencia: un momento en la historia que es irrepetible. La nostalgia por la estabilidad viene de la mano del sueño de mando unipersonal, el control de la población y el sometimiento de los sindicatos y de los empresarios; le permite al votante imaginar una solución mágica a los problemas que le aquejan, sin costo alguno.

A quienes viven en ese momento idílico del pasado les es imposible comprender que el mundo cambió no por nuestra voluntad sino porque se dieron circunstancias que acabaron con los sustentos de aquella era: la tecnología evolucionó de manera prodigiosa, las comunicaciones aceleraron los intercambios y la integración de los procesos productivos elevó las economías de escala, mejorando la calidad de los bienes y su precio. Quien maneja un automóvil en la actualidad no puede concebir que hace treinta años había que llevar los coches al taller cada rato porque las descomposturas eran frecuentes: la vida ha mejorado dramáticamente.

El reto es corregir los males del presente sin crear una mega crisis y eso requiere del reconocimiento que no hay más recursos; la (supuesta) austeridad de los gobiernos de los ochenta hacia acá no fue producto de su deseo, sino de falta de alternativa. Hubo poca austeridad y no hubo ahorros.

Es evidente que los mexicanos vivimos contradicciones interminables. Las cosas no están organizadas para que sea fácil prosperar: todo se hace difícil por burocratismos, intereses dedicados a obstaculizar la vida cotidiana y gobernantes cuidando más de sus propios asuntos que de generar condiciones para el desarrollo. Esto habla de la necesidad de un cambio político para que la economía prospere.

Las estructuras económicas que tenemos han hecho posible que vastas regiones del país crezcan a tasas asiáticas, pero las viejas estructuras políticas y sociales han preservado cacicazgos y, con ello vastos espacios de pobreza. No ha habido un gobierno capaz de romper obstáculo: el problema no es el modelo económico en sí, sino los impedimentos políticos que mantienen a estados como Oaxaca y Chiapas paralizados. La disyuntiva no radica en reconstruir el pasado manteniendo lo bueno del presente, algo imposible, sino en cambiar los vectores actuales para hacer posible el desarrollo. Y este es el gran desafío político hacia adelante.

La paradoja de esta elección radica en que las regiones que sufren son aquellas en las que el modelo económico tan criticado no ha sido implementado. La inequidad y la pobreza son producto de intereses intrincados: cambiar esa realidad implica un cambio de régimen con dos características: un gobierno moderno y funcional y un régimen de legalidad.

La nostalgia, dice un religioso, “es una forma de indulgencia. Como todos los miembros del clero saben, las indulgencias vienen con un alto precio.”

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01 Jul. 2018

 

Nuestro futuro

Luis Rubio 

«Quien piense que las cosas no se pueden poner peor no conoce la historia de Argentina,» dice el agudo observador David Konzevik. En 1913, Argentina ocupaba el décimo lugar del mundo en producto per cápita; hoy se encuentra en el lugar 57. La razón: décadas de malas políticas económicas ostensiblemente dirigidas a resolver problemas de corrupción, bienestar y pobreza. En lugar de avanzar, el país se ha retraído y los argentinos han ido de crisis en crisis por más de un siglo. Cuando escucho que «las cosas ya no podrían estar peor,» recuerdo la historia de Argentina: podrían estar mucho peor, muy rápido. Solo pregúntele a los venezolanos, el país con las mayores reservas de petróleo del mundo, que hoy viven en la miseria, la desesperanza y la peor crisis social y política de su historia.

La contienda en que estamos inmersos tiene tres dinámicas claramente diferenciables: primero, la disputa entre el futuro y el pasado; segundo, el desenvolvimiento de la administración del presidente Peña y la percepción de corrupción abrumadora que de ella emana; y, tercero, las personas de los candidatos, sus virtudes y defectos. Cada uno de estos elementos contribuye a las percepciones que la ciudadanía tiene de los candidatos mismos y de la forma de votar.

La disputa entre el futuro y el pasado yace en el corazón de esta contienda: se trata de dos proyectos y perspectivas de país los que presentan, por una parte, Anaya y Meade y, por la otra, AMLO. Los primeros, cada uno con sus características y capacidades, coinciden en la necesidad de construir el país del futuro por medio de su transformación integral, con la mira hacia el futuro y siguiendo a los países más exitosos.

AMLO, por su parte, plantea un retorno a los orígenes: el país funcionaba mejor antes cuando no se pretendía la modernidad, cuando el gobierno imponía su visión sobre la sociedad y el presidente era todopoderoso. Su planteamiento parte del principio que las cosas estaban bien y que las reformas que comenzaron en los ochenta le dieron al traste al desarrollo que el país ya estaba logrando. Su modelo es el México de entonces; el problema es que la sensación de certidumbre que da el pasado no resuelve la pobreza, la desigualdad ni la falta de crecimiento.

Independientemente de la viabilidad de cualquiera de los planteamientos, explícitos o implícitos, de los candidatos, se trata de dos maneras de ver y entender al mundo radicalmente distintas. Así, esta elección no es sobre políticas concretas sino sobre la dirección que debe seguir el país en el futuro: hacia adelante o hacia atrás.

La administración del presidente Peña es un factor central de la elección de este año, esencialmente por sus carencias, pero sobre todo por su distancia respecto a la realidad cotidiana de la población. Sus campañas publicitarias -en resumen, ya no molesten- y sus paseos por el país revelan una absoluta incapacidad para comprender el enojo de la ciudadanía con la corrupción, la desidia y el desinterés por la vida diaria del mexicano. El resultado es que un componente nodal de esta elección será el enojo con Peña frente al miedo a retornar al pasado que entraña AMLO. El enojo con Peña es real; por lo tanto, el futuro de Meade depende de ser percibido como independiente del presidente. El futuro de Anaya depende de que pueda convencer de su capacidad para ser presidente. Meade y Anaya han tratado de diferenciarse entre sí a la vez que buscan presentarse como personajes del futuro. Hasta hoy, ninguno ha crecido lo suficiente como para diferenciarse entre sí y tornarse en una opción real frente al electorado.

La naturaleza de los candidatos mismos es clave en la elección. En orden alfabético, Anaya ha sido un legislador exitoso y encabeza una coalición de fuerzas políticas y partidos que hace tiempo hubiera sido considerada inconcebible, pero su tesón y rudeza lo llevó a donde está. López Obrador lleva décadas en la política, fue un exitoso jefe del gobierno del DF y ha logrado mantenerse en el pandero porque ha demostrado integridad y honestidad como persona, a la vez que plantea las preguntas relevantes que México todavía tiene que resolver, como pobreza, desigualdad y crecimiento económico. Meade ha sido funcionario gubernamental por décadas, conoce mejor que nadie los vericuetos de la burocracia y tiene una visión clara y estructurada de los desafíos que enfrenta el país.

En los estudios norteamericanos sobre su presidencia, una rama de la ciencia política de vieja raigambre, el elemento clave con el que se evalúa a los presidentes es su «carácter,» un término que se traduce como entereza; cómo lidiaría ante problemas que no son previsibles o anticipables y que obligan a la persona a responder, momento en el cual es la entereza lo único que cuenta. Es en esas condiciones que emergen figuras como Lincoln y que los convierten en parangones de liderazgo e integridad.

Los mexicanos tenemos frente a nosotros una elección que conjuga visiones radicalmente distintas del mundo, personalidades con historias y habilidades contrastantes y una decisión fundamental que determinará hacia dónde iremos. ¿Resolveremos los problemas del país o repetiremos la historia de Argentina?

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24 Jun. 2018

El problema de fondo

Luis Rubio

México es una contradicción andante. Se han implementado ambiciosísimas reformas y, sin embargo, los resultados, al menos en promedio, no son encomiables. El problema es el promedio: el país vive contrastes extremos entre un sur pobre que apenas se mantiene vivo y un norte que crece a tasas casi asiáticas. Hay regiones enteras que se han transformado, hay una industria híper moderna que compite con las mejores del mundo, hay ejemplos de virtud en el desempeño de las funciones de gobiernos locales y, por supuesto, empresas mexicanas que son exitosas dentro y fuera del país. ¿Cómo es posible que convivan estos extremos?

Hay partes del país que funcionan como en el primer mundo y hay fuerzas -tradiciones, intereses y grupos poderosos, tanto económicos como políticos y sindicales- que han logrado atorar cambios y reformas para preservar el statu quo. En la práctica, esto implica que, mientras una parte de la población -y del país en general- prospera, hay otra que experimenta un deterioro continuo en los niveles de vida. En otras palabras,  son dos verdades indisputables y realidades contrastantes con las que los mexicanos convivimos todos los días.

Si uno observa el crecimiento del PIB per cápita, las exportaciones, el empleo formal o el acceso a Internet, por citar indicadores obvios, el país ha avanzado de manera definitiva. Por otra parte, los rezagos son igualmente evidentes, como se puede apreciar en las tasas contrastantes de crecimiento entre Oaxaca y Aguascalientes, los dos casos más extremos. Las disparidades en la economía mexicana son pasmosas tanto en términos de desempeño como de actitud, ambos producto de una realidad que no es coherente ni consistente.

Tanto la disfuncionalidad política como la transformación económica son reales; de hecho son dos caras de una misma moneda: la combinación de sobre concentración del poder con gobierno disfuncional (donde lo primero explica a lo segundo) lleva a la parálisis porque impide la institucionalización del poder. Las leyes y reglas del juego cambian de acuerdo a las preferencias de quien se encuentra en el gobierno, lo que se convierte en la fuente de disfuncionalidad y causa de la ausencia de instituciones capaces de ejercer funciones autónomas y de contrapeso. Estos fenómenos son históricos y el sistema emanado de la Revolución los agudizó.

Por otra parte, el crecimiento del país en términos tanto económicos como demográficos generó una dislocación del sistema político tradicional porque los viejos mecanismos de control dejaron de ser funcionales.  Lo paradójico es que la respuesta que han dado sucesivos gobiernos a la pérdida de capacidad de gobernar y la consecuente desaparición de la legitimidad del Estado no ha consistido en el reforzamiento o reconstrucción de las capacidades del propio gobierno o, incluso, la redefinición de sus funciones, sino en la adopción de parches, componendas y soluciones temporales.

El punto de todo esto es que el problema del país no es económico sino político. Si uno ve las cifras agregadas de crecimiento, la economía ha experimentado un desempeño patético (de 2% anual en promedio); sin embargo, si uno ve región por región, hay partes del país que experimentan una transformación inconcebible. La pregunta relevante es: ¿por qué no crece a la misma velocidad el sur del país? La realidad es que las reformas emprendidas desde los ochenta hasta la actualidad han sido transformadoras donde ha habido liderazgo (político o empresarial); por otro lado, donde las estructuras político-sociales se han enquistado y privilegian a grupos retardatarios como sindicatos, burócratas y empresarios tradicionales, el crecimiento ha sido muy bajo o nulo.

El asunto acaba siendo político, no económico. La economía del país va bien y podría ir mucho mejor de llevarse a cabo profundas reformas políticas. En este sentido, la propuesta de AMLO de echar para atrás las reformas económicas no haría sino empobrecer al país. Si lo que quiere es resolver los entuertos que nos caracterizan, debería estar proponiendo una reforma política de avanzada que tenga por ejes medulares la institucionalización del poder, la construcción de pesos y contrapesos y la apertura del sistema político a la participación abierta y activa de la ciudadanía. No lo hace porque su visión es la de concentrar el poder. Es decir, no reconoce que el país ha avanzado en lo económico y su problema es justamente la parálisis y disfuncionalidad política.

México ha sido un caso peculiar de transformación parcial e incompleta. Muchas naciones han procurado reformas, pero pocas han sido tan parciales en su proceso de reforma como nosotros. Chile, España, Corea y otras naciones paradigmáticas asumieron la modernización como un proceso integral; aunque evidentemente han encontrado problemas y crisis en el camino, su instinto ha sido el de reformar más para poder avanzar. En México, las reformas económicas se emprendieron para no reformar la estructura del poder y ese es el problema que yace en el corazón de nuestro “mal humor social.” Anular las reformas destruiría lo que sí funciona.

La solución está ahí: en una reforma integral, no en la recreación del desarrollo estabilizador.

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17 Jun. 2018

Reingeniería

Luis Rubio

 

Los síntomas -y paradojas- son evidentes en todas partes. Nadie puede dejar de verlos, cualquiera que sea su posición, pertenencia partidista o actividad. El país hace agua por todas partes y, al mismo tiempo, cuenta con impactantes fortalezas que no se explotan a cabalidad porque algo las limita y entorpece. Hemos hecho ingentes avances en un sinnúmero de áreas y, sin embargo, hay algo que no acaba de cuajar: el cambio se da, pero no se consolida y la población no ve beneficios. Las disputas políticas cotidianas, que naturalmente se magnifican en periodos electorales, tienen razón de ser porque reflejan un sentir nacional.

Quien quiera que vea el panorama general no podrá dejar de observar los contrastes que nos caracterizan porque revelan nuestra forma de ser, pero también las limitaciones auto impuestas al desarrollo. Aquí va una pequeña muestra de lo cotidiano, claramente no exhaustiva:

  • Tenemos una pujante economía de exportación, pero no construimos la infraestructura necesaria -incluyendo seguridad- para que ésta se multiplique.
  • No existe una sola economía nacional, sino al menos tres, con tasas de crecimiento dramáticamente diferenciadas (de Aguascalientes que parece un enclave asiático a Guerrero que apenas se mantiene a flote), pero el discurso político se concentra en cómo proteger al sur en lugar de qué sería necesario hacer ahí para imitar al norte.
  • Los gobernadores no hacen su chamba: en lugar de gobernar – ser eficaces en la seguridad, infraestructura idónea para atraer inversión y empleos y mejorar la vida de sus poblaciones-, se dedican a la frivolidad y a construir sus siguientes chambas políticas o a financiar las de sus cuates. Algunos se adentran en las contiendas políticas nacionales como misión, abandonando su razón de ser. ¿Para eso se les paga?
  • Hemos construido un costoso y no muy representativo poder legislativo que no le reporta a la ciudadanía, sino a los intereses particulares de los propios legisladores y sus jefes políticos. Las decisiones no se toman luego de debates relevantes, negociaciones entre partidos o convencimiento individual, sino de «intercambios» no siempre sacrosantos. Las oficinas privadas de algunos legisladores son prueba fehaciente de los criterios que animan sus decisiones y acciones.
  • Las empresas elevan su productividad de manera prodigiosa, pero sus clientes se ven acosados por extorsionadores que demandan «derecho de piso.»
  • El gobierno federal restaura el control de las finanzas públicas, pero todo mundo demanda más gasto.
  • Los legisladores aprueban leyes electorales y en materia de corrupción, pero en el camino crean mecanismos para violarlas, como ilustra, particularmente, el financiamiento de campañas.
  • Se promueven ambiciosas reformas, pero luego no se quiere pagar el costo de implementarlas.
  • Se construye infraestructura con frecuencia mediocre que usualmente es insuficiente el día en que se inaugura. Peor, no se mantiene o vigila: cualquiera que haya circulado por el circuito mexiquense podrá observar la presencia de huachicoleros y asaltantes, pero no la de un policía que cuide a quienes por ahí transitan.

Ejemplos hay miles y todos sabemos y vemos estas y muchas otras manifestaciones de lo que es nuestro país: los extraordinarios avances y el enorme desperdicio. Se emprenden proyectos de enorme alcance y valía -igual en materia de reformas estructurales que de infraestructura, construcción de instituciones (como la Suprema Corte) y liberalización de mercados- pero luego se les limita por los absurdos de nuestro sistema político y, muy especialmente, por la indisposición del viejo sistema político a abrirse y ceder en sus privilegios.

Como en la novela del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde, relativa a una misma persona que tiene dos caras, una buena y una perversa, el gobierno mexicano -en realidad, el sistema político, porque incluye a todos los que ahí participan- es dos cosas a una misma vez: un ente progresista y promotor de cambios y desarrollo, por un lado, y un bodrio que explota a la población, depreda de ella y pretende que nadie se da cuenta, por el otro. Desde luego, es imposible ver cada una de las fechorías que ocurren en todos los ámbitos del sector público, a todos los niveles de gobierno, desde el municipio más modesto hasta la presidencia, pero lo que es indudable es el efecto general: las cosas no se concluyen porque eso implicaría afectar a alguno de los beneficiarios del sistema. Y, en esto, todos los partidos son iguales.

Todo esto hace perfectamente explicable la incredulidad del ciudadano común y corriente cuando un funcionario afirma que la obra pública que realizó va a transformar a su municipio o cuando un secretario de estado elogia una determinada reforma. Difícil de creer porque los beneficios toman tiempo, pero también porque muchas veces estos no son como se anunció: el segundo piso en la CDMX resolvió el transporte entre extremos de la ciudad pero no se pensó en las bajadas a la realidad cotidiana, la de los embotellamientos interminables.

El país va a cambiar, y dejar de ser tan rijoso, cuando deje de haber un Jeckyll y un Hyde, cuando el gobierno se dedique a resolver problemas y gobernar para todos, no sólo para sí mismo.

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10 Jun. 2018

Como debiera funcionar

Luis Rubio

Impactante el contraste entre las reformas económicas de las últimas décadas y las de naturaleza político electoral. Las primeras han seguido una lógica impecable y se caracterizan por su claridad de propósito. Las segundas han sido todas reactivas, chiquitas y de brújula cambiante. Uno puede estar de acuerdo o en desacuerdo con unas o las otras, pero es indiscutible que se trata de dos “animales” distintos.

La necesidad de reformar surge cuando el statu quo resulta insuficiente para poder satisfacer las necesidades de la población. En este sentido, la noción de reformar implica un cambio en la realidad circundante y, por lo tanto, la afectación de intereses que se benefician del estado de cosas.

Las reformas comenzaron a discutirse en los sesenta porque los factores que habían sostenido al orden político-económico comenzaron a hacer agua. Hasta entonces, la economía operaba dentro del contexto de la substitución de importaciones, lo que requería de la importación de diversos insumos para funcionar. Como no exportábamos prácticamente nada en materia industrial, el declive de las exportaciones de granos a partir de los sesenta constituyó una señal de alarma. Lo mismo fue cierto del movimiento estudiantil de 1968 para el sistema político. Lo que había funcionado por varias décadas estaba haciendo crisis.

México requería reformas para lidiar con las dos crisis en ciernes, pero lo que ocurrió fue el inicio de una disputa por el futuro que se resolvió, en un primer momento, a favor de un crecimiento en el gasto público y la inflación (1970-1982) como medio para intentar satisfacer a toda la población. La idea era que un mayor gasto se traduciría en mayor crecimiento y menores tensiones políticas. El resultado fue veinte años de crisis económicas y una explosiva polarización política.

Luego de la debacle de 1982 (una crisis de deuda externa que llevó dos décadas resolver), comenzaron las reformas económicas, al principio con timidez, después con mayor celeridad, pero siempre con un claro sentido de dirección así como con una gran limitación: se liberalizaron las importaciones, se abrió el régimen de inversión y se privatizaron empresas que en prácticamente ningún país del mundo son gubernamentales. La gran limitación también fue obvia: si bien el objetivo era consecuente (generar tasas elevadas de crecimiento económico), nada ser haría para alterar el monopolio del poder, lo que, en la práctica, protegió a diversos grupos, actividades y sectores en aras de mantener la paz política y los privilegios que la acompañan. Es decir, aunque consistentes, las reformas económicas estuvieron siempre encajonadas -y, por lo tanto, impedidas de lograr íntegramente su cometido- por razones políticas.

Las reformas políticas fueron otro cantar: el monopolio del poder era intocable y no se modificó más que para evitar crisis (generalmente cuando éstas ya estaban por explotar). Si bien algunas de esas reformas fueron inteligentes y proactivas -como la de 1977 que procuraba incorporar a las izquierdas en el espacio de plena legitimidad política- o la de 1996, que creó una autoridad electoral independiente, el común denominador fue que siempre se reaccionaba ante el problema del momento en lugar de pretender construir, como en el caso de la economía, un nuevo orden político. La razón es simple: cómo dijo el Fidel Velázquez, líder de la CTM por muchos años, “por las armas llegamos y sólo por las armas nos quitarán.”

El contraste entre los dos procesos explica nuestra circunstancia actual. En primer lugar, persiste la disputa por el futuro y ésta ha cobrado enorme trascendencia en la contienda presidencial actual; en segundo lugar, como ilustró la enorme dificultad que enfrentaron los candidatos independientes para lograr su registro, el sistema político no se abrió, sino que al viejo sistema se le sumaron dos nuevos partidos (el PAN y el PRD); finalmente, en tercer lugar, por más que la población vota y su voto se cuenta (algo no menor en nuestra historia), la capacidad de la población para influir en las decisiones que le afectan es casi inexistente porque el sistema político es absolutamente refractario a la ciudadanía.

Lo que México requiere es un nuevo régimen político. Gane quien gane en esta justa electoral, el ciudadano seguirá siendo el perdedor: aunque los candidatos prometan resolver esto o aquello, nuestro problema nodal es que seguimos esperando que una persona nos resuelva problemas que requieren de la participación de toda la población. En esta contienda se juega la dirección de la economía y de la sociedad, algo que jamás debiera ponerse en entredicho en un país serio porque nadie debiera tener tanto poder como para tomar decisiones tan trascendentes sin contrapesos.

Para evitar que eso se repita en el futuro, requerimos un sistema político nuevo que contenga pesos y contrapesos efectivos, elimine las facultades arbitrarias con que de facto cuentan nuestros políticos y burócratas, haga posible un gobierno funcional y profesional, todo ello dentro de un entorno de rendición de cuentas real.

¿Será mucho pedir? Sin duda, pero sin eso ni siquiera bailar en Chalma. La pregunta es quién contribuye mejor a esta posibilidad.

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Luis Rubio

03 Jun. 2018

Tiempos mejores

Luis Rubio

La nostalgia es perniciosa como guía de acción para los gobernantes, pero eso no parece disuadirlos. La noción de que se puede recrear un pasado que, en retrospectiva, parece idílico, tiene un atractivo tan obvio, que invita a crear utopías mentales y propuestas que capturan las emociones, pero no por eso resultan menos engañosas. En esto no es muy diferente el protagonista electoral a los de otras latitudes (Trump, Brexit, etc.). Por su naturaleza, el discurso político siempre apela a las emociones, pues lo que se persigue es cautivar al votante sin tener que explicar nada más que: la solución “soy yo.” No es necesario decir cómo o porqué.

El planteamiento es simple pero poderoso: el país funcionaba mejor cuando el gobierno federal lo centralizaba y controlaba todo, pero ahora, por las reformas de las últimas décadas, se generó una corrupción que explica todas las desviaciones. No importa el tema (criminalidad, crecimiento económico, pobreza o relaciones con Estados Unidos), la solución es acabar con la corrupción a través de la elección de Andrés Manuel López Obrador, cuya persona es imponente y, por lo tanto, susceptible de acabar con la corrupción meramente por su advenimiento. Todo el resto es comentario.

El planteamiento es emotivo: se busca atraer a quienes no se han incorporado, o no se han podido incorporar, a la economía digital, a las víctimas de la criminalidad y a los viejos sectores corporativos, para hacer posible la recreación de un pasado nostálgico, a pesar de una obviedad: el pasado no es repetible.

Hace unos veinte años tuve la oportunidad de charlar con don Antonio Ortiz Mena, secretario de hacienda en una de las eras más estables y de mayor crecimiento económico. La charla giró en torno a su estrategia como autor del «milagro mexicano.» Su explicación sigue resonando en mi cabeza hasta hoy: en esencia, me dijo que no había similitud posible con el momento en que a él le había tocado la responsabilidad financiera del país, porque antes las cosas eran, comparativamente, muy fáciles: el gobierno era todopoderoso, los tipos de cambio eran fijos, la economía estaba cerrada, el control sobre sindicatos, empresarios y prensa enorme y, en resumen, que la clave de su éxito en aquellos años había radicado en la disposición del propio gobierno a controlarse a sí mismo. O sea, un mundo absolutamente contrastante con el actual, en todos sentidos. Me impresionó su humildad y su claridad mental, que le llevaba a visualizar al mundo actual como radicalmente distinto al que a él le tocó protagonizar.

El gobierno del presidente Peña llegó decidido a recrear el pasado pero nunca lo pudo lograr y ahí se atoró. López Obrador está convencido que no sólo es posible sino necesario y por ello sus propuestas son todas retrospectivas y nostálgicas. A menos que esté dispuesto a destruir todo lo existente, no hay razón para pensar que a él le irá mejor.

Estos tiempos electorales le obligan al elector a dilucidar entre las opciones, aquellas que persiguen resolver los entuertos que quedan o aceptar la solución nostálgica, cada una con sus consecuencias.

Me pregunto si sería posible lidiar con las emociones y, al mismo tiempo, avanzar el desarrollo del país. Parte de la razón por la que la nostalgia es tan atrayente es el hecho que, a pesar de haber avanzado en algunos frentes, la población se siente acosada y paralizada. Enfrentada a la criminalidad y a la aparente ausencia de opciones, la nostalgia se vuelve extraordinariamente seductora.

La única forma de romper el círculo vicioso es salir de ahí: confrontar a la nostalgia con un proyecto distinto que, construyendo sobre lo existente, plantee soluciones y no retornos a lo que dejó de funcionar, oportunidades en lugar de utopías. Esto puede implicar un nuevo arreglo federal, reformas sociales de diversa índole o iniciativas políticas y económicas que hagan posible la consecución de un nuevo estadio educativo, de infraestructura y de salud, pero sobre todo una nueva visión.

Hasta ahora, por varias décadas, toda la estrategia gubernamental, independientemente de persona o partido, se ha abocado a mejorar marginalmente lo existente, pero siempre sin romper con el statu quo político. Quizá sea tiempo de replantear el arreglo político, pues es ahí donde todo se ha atorado. Un nuevo régimen político no implica la destrucción de lo existente, pero sí entraña una modificación fundamental: ante todo, cambia el para qué del gobierno y, por lo tanto, de sus prioridades.

Si la prioridad ya no es la preservación del statu quo a cualquier costo, las oportunidades se tornan infinitas y las promesas, que apelan a las emociones, se vuelven creíbles. Todo mundo sabe que lo esencial es seguridad física y patrimonial, certeza jurídica, eliminación de las causas de la corrupción, educación de verdad e infraestructura (en el sentido más amplio) para un gran futuro. Todo mundo lo sabe pero un gobierno tras otro ha soslayado esa responsabilidad. La clave radica en romper con los círculos viciosos en que llevamos décadas sumidos y que, a pesar de avances reales, muchos enormes, mantienen paralizado y desmoralizado al país. No es ciencia del espacio, pero sus implicaciones casi lo son.

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27 May. 2018

Cambio de régimen

  1. Luis Rubio

 

 

Cambio de régimen

Luis Rubio

Desde su independencia, México vivió disputando su forma de gobierno. Edmundo O’Gorman describe con enorme vehemencia los debates, disputas y desencuentros que hubo respecto a si el país debía ser republicano o monárquico, centralista o federalista, conservador o liberal. En años más recientes la discusión se ha dado en torno a si el sistema político debiera ser presidencialista o parlamentario y se plantea esa discusión en términos de un “cambio de régimen.” En realidad, la forma en que se organiza un gobierno no constituye la esencia del régimen sino, más bien, ésta es una manifestación del mismo en la operación política cotidiana. Desde esta perspectiva, la discusión relevante no debiera concentrarse en la forma del gobierno sino en su esencia.

El régimen que vivimos opera a través de una estructura formal de tres poderes separados inspirada en el sistema norteamericano y, en su origen, en la concepción de Montesquieu. Sin embargo, su esencia se remite al régimen que emergió de la Revolución Mexicana y cuya característica nodal radica en el poder unipersonal que representa el presidente. Por varias décadas a lo largo del siglo XX, el régimen revolucionario funcionó acorde a su diseño, garantizando la estabilidad política y creando condiciones para el crecimiento de la economía. La centralización del poder permitía dirimir conflictos y, en ausencia de otros medios efectivos de resolución de disputas, coadyuvó al desarrollo del país.

Cuando las premisas económicas y políticas empezaron a fallar, sobre todo entre 1965 y 1968, el sistema comenzó su declive, mismo que no ha concluido. Los gobiernos que emergieron de aquella época -desde Echeverría hasta Peña- enfrentaron retos derivados de la creciente diversidad de la sociedad, la aparición del crimen organizado y la extraordinaria complejidad del mundo económico en la era global, para los cuales el anquilosado sistema político no estaba preparado ni contaba con los medios o la flexibilidad para adaptase. El viejo régimen, de los veinte, fue concebido para enfrentar el caos que había dejado el fin de la revolución y respondía al momento y circunstancias en que fue organizado. Su vigencia y viabilidad fue extraordinaria, pero por un periodo limitado.

Por varias décadas, el régimen permitió lograr tasas de crecimiento económico cercanas al 7% anual en promedio, con una inflación de alrededor del 2%. Se trató de una época excepcional en que la combinación de un férreo control político con un equilibrio en la balanza de pagos del país logró una prosperidad inusitada y sostenida entre los cuarenta y los sesenta. El sistema político que existía favoreció dichos logros pero, al no adaptarse a los tiempos cambiantes, acabó siendo disfuncional. Sin embargo, el hecho de que sea disfuncional, se caracterice por enormes deficiencias y no tenga capacidad para lidiar con los desafíos cotidianos y estructurales -desde la inseguridad hasta el dispendio- no le ha impedido garantizar su permanencia frente a viento y marea, incluyendo la transición política de 2000 hacia dos gobiernos de otro partido. El sistema político -el régimen revolucionario- ha permanecido intocado.

La diferencia entre los años exitosos del viejo régimen y el momento actual radica en la legitimidad del sistema. Lo que antes era un régimen hegemónico que gozaba no sólo de amplio apoyo sino incluso de gran prestigio, pasó a ser un sistema desacreditado e ilegítimo. La legitimidad se perdió porque el sistema dejó de ser funcional: a pesar de la mejoría económica, creó vastas diferencias sociales y ha sido incapaz de lidiar con la violencia y la inseguridad.

Las circunstancias del siglo XXI son radicalmente distintas a las que dieron origen al movimiento encabezado por Plutarco Elías Calles en 1929. La tesitura hoy ha sido planteada de manera nítida: regresamos de lleno al viejo sistema como propone Andrés Manuel López Obrador o construimos un nuevo régimen político, rompiendo, de una vez por todas, con el viejo orden.

El viejo régimen se sustenta en facultades metaconstitucionales para la presidencia, un sistema de infinitas lealtades cruzadas, discrecionalidad en el ejercicio del poder público, arbitrariedad en la toma de decisiones y corrupción como medio para el apaciguamiento de las clientelas que lo integran, todo ello envuelto en un mundo de impunidad. O sea, un sistema que le confiere facultades absolutas al presidente y que, aunque distorsionado en el tiempo, permite decisiones unipersonales sin contrapeso. Ese es el régimen al que promete regresarnos el candidato de Morena.

Lo que México necesita es un nuevo régimen fundamentado en pesos y contrapesos efectivos, equilibrios constitucionales debidamente arraigados, transparencia plena, amplios derechos y protecciones para la ciudadanía, todo ello envuelto en un régimen de legalidad y de un Estado de derecho integral. O sea, un régimen radicalmente distinto que parte del principio que el gobierno está para servir al ciudadano y generar condiciones para el desarrollo del país.

Dos proyectos contrastantes que deben ser asumidos con claridad por los candidatos, definiendo su postura a cabalidad: por o contra la ciudadanía, sin miramientos ni excepciones.

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Gobernar ¿para qué?

 Luis Rubio

 “Los próximos cinco años serán clave en las decisiones que tomemos para mover a México hacia una economía del conocimiento,” afirman José Antonio Fernández y Salvador Alva en su reciente libro Un México Posible. La afirmación parecería de Perogrullo, pero choca con el entorno imperante: unos se congratulan de las reformas y avances que se han logrado, en tanto que los otros critican los efectos no deseados (ni deseables) de los cambios promovidos, entre lo que incluyen los que son resultado del cambio tecnológico que arrastra al mundo. Tan concentrados en el pasado, pocos reparan en los retos que el país enfrenta hacia adelante y sus implicaciones, algunas de ellas ominosas.

El argumento central del libro es que, para ser exitoso, el país tiene que transformar su sistema educativo a fin de incorporarse en pleno a la economía del conocimiento, que es donde se encuentra, cada vez más, la creación de valor y, por lo tanto, de riqueza y empleos. Sin ese enfoque, el país quedará atrapado en el pasado y en la pobreza. Por eso, dicen los autores, es absurdo vanagloriarse fuera de contexto: es posible que hayamos realizado muchas reformas, incluso algunas trascendentes pero, en la medida en que otras naciones hayan ido más lejos y más rápido, en lugar de avanzar, nos retrasamos.

El mundo cambia, y lo hace de manera acelerada, y nosotros seguimos discutiendo si la modestísima reforma educativa de este sexenio debe ser avanzada o desmantelada. Muchas naciones, sobre todo desarrolladas, se están enquistando y orientando por el espejo retrovisor, pero las naciones que realmente nos deberían importar –como el sudeste asiático, India y China- van corriendo para intentar ocupar los espacios que abandonan los países ricos.

En Corea y Tailandia el debate educativo es sobre cómo ir más rápido que sus competidores para poder agregar un mayor valor, no cómo proteger el statu quo. Los niños de hace cincuenta años competían por los empleos y las oportunidades con sus pares de escuela; hoy, un niño que cursa primaria competirá con egresados de escuelas en Mumbai, Lagos o Helsinki. El espacio de competencia es el mundo y la clave es el consumidor, no el productor, lo que evidencia lo absurda -y a-histórica- de la noción de retornar a un pasado aparentemente certero.

Más allá de la persona que gane las elecciones, los desafíos que enfrenta el país no dejan de estar ahí; un presidente puede desear que el país se acomode a su estrecha visión, pero eso no cambia la realidad. Por eso, en esta era, no existen soluciones únicas ni garantías permanentes.

El debate electoral ha enfatizado el hecho evidente que los beneficios de las reformas de las últimas décadas -tardías en casi todos los casos- no se han distribuido de manera equitativa. La gran pregunta es qué hacer al respecto. Una posibilidad, la que promueve AMLO, consistiría en refugiarnos en un pasado incierto e idílico (que, por cierto, desapareció porque no funcionaba). De triunfar AMLO ¿ganarían los radicales que representa Taibo o el pragmatismo que AMLO mostró en el DF? En todo caso, ambas perspectivas son inadecuadas e insuficientes para el reto actual.

Cuando la tecnología cambia a la velocidad de la luz y la población está tan informada como el más consolidado de los gobernantes, las soluciones tienen que ser descentralizadas, es decir, deben conferirle el mayor peso de las decisiones a ciudadanos íntegramente formados con las habilidades necesarias para adaptarse de manera constante y sistemática. La apuesta debe ser por un sistema educativo radicalmente distinto al existente y a un sistema político abierto porque ningún gobernante, ni el presidente más sabio y consumado, tiene la capacidad, o la posibilidad, de entender esa enorme y cambiante complejidad. En lugar de centralizar, es imperativo apostar por habilidades para un mundo cambiante donde la única constante es la intensa y creciente competencia. La pretensión de refugiarnos en el pasado es patética.

Un México Posible ofrece una salida infinitamente más racional y efectiva: sólo una descentralización, pero real, de las decisiones podría cambiar la dirección del país y esto implica, en la práctica, “empoderar” a la población con las capacidades necesarias para poder competir en el mundo del siglo XXI. Es decir, reconocer que no hay varita mágica que permita enfrentar los problemas de desigualdad y pobreza, que son reales y lacerantes; más bien el énfasis debe colocarse en una estrategia de capital humano que otorgue a las personas en lo individual la capacidad de decidir sobre su propio futuro.

Centralizar el poder y el control suena atractivo, pero sólo si estuviésemos en Moscú en 1923. La realidad de hoy, que nadie puede evitar por más que quiera, es que sólo las personas en lo individual pueden enfrentar sus problemas. Obviamente, el gobierno debe crear condiciones para que eso suceda. México claramente ha fallado en proveerle a cada ciudadano la oportunidad para ser exitoso. Centralizar el control no hace sino posponer la solución y, de hecho, la hace todavía más difícil. La salida, guste o no, es una educación del primer mundo que le confiera, a cada ciudadano, capacidades efectivas para resolver sus problemas.

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13 May. 2018