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Crecimiento

Luis Rubio

México está padeciendo las consecuencias de todas las crisis que sufrió de los setenta a los noventa. Esa es la conclusión a la que llegó un panel de discusión sobre las causas del pobre desempeño económico*. El planteamiento principal es que los mexicanos no le creen al gobierno y suponen que ningún cambio los va a beneficiar porque todo está sesgado para preservar los privilegios de unos cuantos (“los de siempre”). Es decir, más allá de asuntos técnicos, detrás de la parálisis que caracteriza a la economía mexicana y a sus ínfimos niveles de productividad promedio, lo que hay es una profunda desconfianza de la población en su gobierno y en las instituciones. De ser válida esta conclusión, las reformas que ha promovido el gobierno no van a resolver nada porque ahí no radica el problema.

Los análisis y explicaciones –el supuesto “sobre diagnóstico”- de lo que aqueja a la economía mexicana normalmente se concentran en asuntos igual coyunturales que estructurales: la falta de crecimiento de la economía americana; la crisis de la industria viviendera; la reforma fiscal; los excesos de facultades y atribuciones que está acumulando el gobierno; la alienación de los empresarios por parte del gobierno; el Estado de derecho; la sobre regulación; las arbitrariedad burocrática; la falta de reformas. Todos estos asuntos son reales y constituyen impedimentos a la aceleración de la economía. Sin embargo, la conclusión del panel es que todo eso tiene que ser atendido, pero que el verdadero desafío es la confianza. De vuelta al futuro.

Este es el resumen de lo que yo aprendí del panel:

  • La economía está creciendo con enorme rapidez pero solo una parte: la moderna. Hay una enorme brecha en el crecimiento de la productividad: mientras que en unos sectores y empresas ésta crece al 6.5% anual, en otros se contrae al 5.7%. Es decir, el promedio no nos dice nada y, por lo tanto, es indispensable entender las causas de la brecha. Según el sapo la pedrada.
  • Existe un profundo sesgo en contra del mercado, del capital y de la actividad empresarial que se expresa de las más diversas formas. Por un lado el gigantismo que exhiben los monopolios: en México todo es grande y se promueve la consolidación de grandes entidades, igual en el mundo empresarial que en el sindical y en el político. En otros países no hay partidos políticos tan grandes y poderosos ni empresas como Pemex. No es solo empresas grandes: en todos los ámbitos hay una enorme concentración de poder y riqueza. Hasta los carteles del narco son enormes. Se trata de un fenómeno político: es producto de las regulaciones existentes y no del tamaño de los activos. Su permanencia responde a una decisión política.
  • Por otro lado, nuestra cultura castiga y fustiga la creación de riqueza. Deirdre Mccloskey afirma que el crecimiento sólo es posible cuando la creación de riqueza adquiere legitimidad. No es casualidad que en México pocos quieran arriesgar su capital, requisito indispensable para el crecimiento de la economía.
  • La estructura institucional no es conducente al crecimiento: hay demasiadas reglas para todo pero éstas no se hacen cumplir y, cuando se hacen cumplir, es de manera discrecional. Muchas de las reformas recientes (ej. competencia) han acumulado instrumentos para amenazar a los empresarios e inversionistas, confiriéndole vastas facultades discrecionales a la autoridad. Hace veinte años, con el TLC, el gobierno se comprometió a no modificar las reglas del juego para la inversión. Las nuevas facultades amenazan ese enorme logro, que explica virtualmente la totalidad del crecimiento en estos años.
  • Además de ausencia de visión estratégica, el contenido de muchas de las reformas sugiere que no ha habido capacidad, o disposición, para entender la naturaleza del problema, sobre todo su complejidad (problemas distintos en cada sector o actividad) y una gran propensión a apilar cambios sin lógica ni coherencia. Ninguna de las reformas se aboca a crear instituciones que garanticen estabilidad o transparencia.
  • En suma, en el fondo del problema económico yace un profundo déficit de confianza. Mientras éste no se resuelva, todo lo que se haga no cambiará la trayectoria pero sí podría tener el efecto de desacreditar a los partidos y políticos tradicionales, abriéndole la puerta a los populistas de antes y a los que vengan.

Gordon Hanson, profesor de Economía de UCSD, lleva tiempo argumentando que pocos países han llevado a cabo tantos cambios y reformas como México y, a pesar de ello, han logrado cosechar muy poco. Su conclusión es que más reformas, aunque se requieran, no resolverán los problemas “idiosincráticos” que México enfrenta. Esos problemas se reducen en buena medida a lo único que el gobierno actual no ha estado dispuesto a hacer: dedicarse a convencer a la población y a los actores clave para el crecimiento de su compromiso con las reglas del juego, la permanencia de las reformas y la confiabilidad de su proyecto. En el camino, arriesga minar lo único que sí ha funcionado bien en los últimos veinte años: la certidumbre con que cuenta (¿contaba?) el empresario e inversionista.

Alguna vez le preguntaron a Tolstoy cómo había sido posible que treinta mil ingleses sometieran a 200 millones de hindúes. Su respuesta fue lógica pura: “Las cifras hacen evidente que no fueron los ingleses quienes esclavizaron a los hindúes, sino los hindúes quienes se esclavizaron a sí mismos”. Algo similar parece ocurrir con el crecimiento económico en nuestro país.

*http://www.wilsoncenter.org/event/mexico-today-1

 

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¿Funcionará la reforma energética?

FORBES – Junio, 2014

México enfrenta dilemas extraordinariamente complejos y simultáneos. Por un lado, una economía que lleva décadas arrojando un desempeño en el mejor de los casos mediocre. Por otro lado, un sistema de gobierno añejo, inadecuado a las realidades y circunstancias de la actualidad y, en todo caso, ineficaz. Las manifestaciones más evidentes de estos retos se observan en la inseguridad que vive la población, comenzando por la extorsión y el secuestro, la bajísima productividad promedio y la desazón generalizada. Por más que se ha impulsado una multitud de reformas, no hay evidencia alguna, luego de año y medio de gobierno, que la administración del presidente Peña tenga idea de cómo resolver el problema.

El discurso presidencial enfatiza que “no venimos a administrar sino a transformar”. Sin embargo, luego de varias décadas en que no se ha administrado, el país requiere un gobierno funcional, apropiado a la realidad de hoy. Por supuesto que se requieren transformaciones fundamentales, pero no es evidente que las impulsadas sean las adecuadas, que el gobierno tenga la comprensión de lo que su implementación exige o que tenga la disposición para llevarlas a buen puerto. Todavía más importante, no hay conciencia en el gobierno de que muchas de sus acciones efectivamente son la causa de un todavía peor desempeño económico que el histórico.

Este es el contexto en el que se aproxima la discusión legislativa en torno a la reforma energética: muchas reformas, alta inseguridad, enormes expectativas, gobierno ineficaz y un entorno de conflicto político que no cede. En el tema energético la apuesta es enorme no sólo por el hecho de que ésta pudiera, potencialmente, liberar los enormes recursos con que cuenta el país, sino por su potencial impacto en el conjunto de la economía. La transformación legal que entraña la reforma constitucional de 2013 es monumental. Lo que no es obvio es que la reforma secundaria vaya a hacerla posible.

Hay cuatro enormes desafíos que tendrán que ser bien resueltos para que la reforma energética sea exitosa: el papel de Pemex, la estructura legal, el regulador y la seguridad. Por lo que toca a Pemex, el factótum de la industria, la pregunta es si quedará algo para otros potenciales inversionistas luego de que los legisladores –y todos los intereses que yacen detrás- hagan de las suyas. En un sentido conceptual, el PRI propuso una reforma modesta, el PAN demandó una apertura real y eso fue lo que en su esencia arrojó la reforma constitucional. Hoy en día la lucha es por retornar a la propuesta modesta, de la cual los dos grandes promotores naturales son Pemex y el PRD. Una reforma que permita coinversiones con Pemex no sería mala, pero es imperativo reconocer que un Pemex no reformado, ahora sin toda la parafernalia de controles federales, va a ser la cueva de Ali Babá llevada a su máxima expresión. Supongo que no muchos de los inversionistas-objetivo invertirían en ese contexto.|

El segundo desafío es el de la estructura legal que caracteriza al país. Para invertir, los potenciales inversionistas requieren un marco legal que sea claro y transparente. Lo más importante para ellos no son grandes incentivos sino claridad de las reglas del juego, pues en eso fundamentarán su decisión. Acostumbrados a invertir en Cuba, Indonesia, Rusia, Vietnam y otras naciones con regímenes legales y políticos poco consolidados, lo que requieren es claridad. Nuestra historia legal no ofrece mucha certidumbre en esa materia: es rara la ley que no le confiere enormes poderes discrecionales a la autoridad para cambiar las reglas del juego en cualquier momento. Strike two.

El tercer desafío es el relativo al regulador. De la misma forma en que el potencial inversionista requiere certidumbre en las reglas del juego, su principal fuente de confianza reside en el regulador. Un regulador percibido como independiente y capaz de hacer valer las reglas establecidas en la ley es la única forma en que los inversionistas estarían dispuestos a participar en el proceso. Al menos al día de hoy, no es obvio que la legislación producirá un regulador confiable e independiente. En el país no hay muchos de esos, así que este pre-requisito invoca a Sisifo.

Finalmente, el gran problema de México no son las drogas ni las importaciones o el gasto público. El problema de México es la pésima calidad de su gobierno. La inseguridad es producto de esa circunstancia y la decreciente popularidad del presidente no es más que una manifestación de lo mismo. Sin gobierno funcional pero acotado, el país seguirá a la deriva, así sea el presidente infinitamente más capaz como político de llevar a cabo cambios legales.

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Déjà vu

Luis Rubio

Déjà vu, la ilusión que resulta de recordar un mundo anterior. Esa parece ser la lógica de la política económica: recrear un mundo que ya no existe y que ya no es posible. Pero el intento entraña enormes costos y riesgos, comenzando por la ilusión de que es posible separar y diferenciar al mundo externo del interno. La globalización de los procesos productivos transformó no sólo la fabricación de bienes sino también las relaciones políticas entre actores de la sociedad. A menos que el gobierno esté dispuesto a imitar a Corea del Norte u otras dictaduras represivas, su margen de acción es infinitamente menor al que cree.

Hace medio siglo la abrumadora mayoría de la actividad humana tenía lugar dentro de un espacio territorial acotado. Un automóvil se fabricaba íntegramente en una planta a partir de materias primas. Ese esquema productivo venía asociado a sistemas de gobierno con responsabilidad y soberanía plena sobre su territorio. Las regulaciones y mecanismos de supervisión y control ignoraban lo que ocurriera fuera del país: eso no tenía relevancia. En lo político, los gobiernos de aquella época ejercían control absoluto y con frecuencia censuraban la información que se publicaba en periódicos, libros o medios electrónicos. En lo económico, el gobierno establecía regulaciones generalmente orientadas a proteger a los productores nacionales y fomentaba el crecimiento de la actividad económica por medio de la inversión en infraestructura. No era un mundo perfecto pero era sin duda el paraíso de los gobiernos y políticos.

Ese mundo se colapsó con el desarrollo de la llamada globalización que, en su esencia, consiste en la integración de procesos productivos a través de fronteras. En lugar de que un automóvil se fabrique en un solo lugar geográfico, hoy existen fábricas de partes y componentes, cada una más especializada que la otra. Siguiendo la lógica de la productividad, la especialización permite elevar la calidad de los componentes, incrementar las economías de escala y de enfoque y reducir costos. La especialización se ha traducido en mejores automóviles que se descomponen menos y que rinden más. Lo mismo es cierto para aparatos electrónicos, muebles, computadoras, fármacos y demás.

El cambio en la forma de producir trajo consigo una alteración de las relaciones políticas. Con el irredento cruce de fronteras que entraña la globalización, cambiaron las reglas del juego. En lugar de controlar o regular a la inversión (ej. LEA, 1973) hoy se le busca con desesperación. El poder antes radicaba en el gobierno: hoy en la empresa que tiene infinidad de alternativas para localizar su inversión. Los gobiernos tuvieron que adecuar sus regulaciones y formas de conducirse para competir por la inversión, atraerla, ofrecerle las perlas de la virgen y confiar que los beneficios otorgados se traduzcan en empleos, generación de riqueza y mejores oportunidades. De entidades controladoras, los gobiernos se convirtieron en oficinas de promoción.

Esta afirmación podría parecer excesiva pero, al menos en concepto, está lejos de serlo. Todo lo que ha intentado el gobierno mexicano a lo largo de las últimas tres décadas responde a esta lógica: cómo atraer más inversión. Para ello ha realizado un sinnúmero de ajustes en leyes y regulaciones, firmado tratados de libre comercio, establecido oficinas de promoción para la inversión (ej. Proméxico) y dedicado infinidad de tiempo del presidente a cortejar inversionistas potenciales. Muchísimo más los secretarios y gobernadores.

Es claro que a los políticos tradicionales no les gusta esta realidad, pero nada ilustra mejor su vigencia que el reciente llamado del presidente del PRD a los potenciales inversionistas en energía que no se acerquen a México. Lo impactante es que la declaración fue en Washington: si hubiera creído que el gobierno tiene el control del proceso jamás se le hubiera ocurrido hablar así.

La pérdida de poder por parte de los gobiernos respecto a los mercados, inversionistas, empresas y actores cosmopolitas es una realidad ineludible. Esa transferencia de poder no es sólo a los actores internacionales (vgr. empresas multinacionales) sino a todos los actores económicos integrados al mundo global. Esta circunstancia hace inexplicable la forma en que el gobierno ha intentado diferenciar a los inversionistas del exterior respecto a los internos, para no hablar de la ciudadanía en general.

Desde mucho antes de ser electo, el hoy gobierno ya había dedicado grandes esfuerzos a cultivar inversionistas y medios del exterior, llegando incluso a articular o promover la expectativa de un “momento mexicano”. Lo paradójico es que ese esfuerzo (que persiste) ha ido de la mano de una estrategia obviamente consciente de ignorar, rechazar y fustigar a los inversionistas y ciudadanos mexicanos, como si en esta era de las comunicaciones instantáneas esos actores no se comunicaran entre sí. La pretensión de que es posible diferenciar lo interno de lo externo es una costosa (y riesgosa) ilusión.

La conectividad inherente a la globalización hace que todo sea relativo y que la población sólo estará satisfecha en la medida en que esté mejor que otros en el mundo. Desaparecieron los absolutos y desapareció la viabilidad del gobierno que impone. Hoy lo necesario es un gobierno que construye y ejerce un liderazgo positivo. Hoy el gobierno depende de actores económicos y ciudadanos, no al revés. Pretender que es posible regresar al pasado es una costosa ilusión.

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Signos ominosos

Luis Rubio

¿Qué nos dice la más reciente reforma electoral sobre el futuro del país? Sin duda, fue un gran éxito que los legisladores de los tres partidos grandes hayan logrado resolver diferencias que parecían imposibles de zanjar. Sin embargo, el hecho de aprobar una legislación no implica que ésta constituya una mejoría sobre la existente o que su implementación vaya a mejorar la vida política (para qué hablar del bienestar) de los mexicanos. La nueva legislación me recuerda al intercambio que Alicia (la del país de las maravillas) sostiene con Cheshire, el gato: Alicia: “¿Podrías por favor decirme qué camino debo seguir de aquí?” El gato: “Eso depende fundamentalmente de hacia dónde quieres ir”; Alicia “No me importa hacia dónde”; gato: “entonces no importa qué camino tomes”; Alicia “… mientras vaya hacia algún lado”; gato: “Ah! Seguro lo lograrás mientras camines por suficiente tiempo”. A diferencia de Alicia, a los mexicanos si nos hace diferencia hacia donde nos conducen los políticos y el camino que han escogido no augura nada bien.

Hay muchos detalles que incorpora la nueva legislación en materia tanto procedimental como de financiamiento de las campañas que ameritan elogios. Sin embargo, lo preocupante no son los detalles sino el conjunto. En contraste con muchos de los críticos, a mí me parece que debe existir la opción de las candidaturas independientes, pero la ley no debe promoverlas porque en un minuto acabaríamos con un mundo de oportunistas. Dicho en otros términos, si un aspirante a la presidencia no puede lograr 780 mil firmas que mejor ni lo intente. Por el lado del financiamiento de las campañas, Lewis Carroll, el autor de Alicia en el País de las Maravillas, jamás hubiera podido imaginar el surrealismo que caracteriza a la política mexicana: todos los que votaron por todavía más restricciones y controles en esta materia saben perfectamente bien que ellos serán los primeros en violar sus preceptos en la próxima campaña. En lugar de transparencia optan por la opacidad que es prima hermana de la corrupción. El caso de la reelección es todavía más patético.

Lo específico de la ley entraña algunos avances y algunos retrocesos, pero el tenor general es uno de negación de la realidad y de la naturaleza humana. En 1996 se logró una legislación electoral que abría oportunidades de participación política, esbozaba la posibilidad de construir una polis democrática y colocaba al ciudadano en el corazón de la política mexicana. No era una ley perfecta (como ninguna lo es), pero constituía el final de una lucha épica por romper con el control monopólico de un partido sobre la política nacional.

A partir de entonces, todas las reformas subsecuentes han ido en sentido opuesto. Cada nueva versión entraña mayores restricciones, controles e impedimentos. Cada una de ellas es más ignorante y distante de las realidades políticas y de la naturaleza humana: cada restricción invita respuestas subrepticias que no hacen sino negar el propósito de la legislación. Los detalles nos dicen que los políticos y los partidos tratan de resolver diferendos de fondo por medio de reglas inaplicables en la vida real. Pero lo paradójico es que esta forma de actuar tiene el efecto opuesto al deseado: en lugar de fortalecer la credibilidad en los procesos electorales y conferirle confianza a la ciudadanía en la veracidad de los resultados, lo que se logra es la mayor incredulidad y desconfianza que evidencian las encuestas.

La razón de lo anterior no es difícil de dilucidar: los detalles responden a problemas particulares, sospechas y situaciones previamente vividas que se tratan de resolver o al menos atenuar con un número cada vez mayor de artículos en la ley. Pero, claramente, el propósito general no es el de resolver sino el de afianzar el oligopolio de tres partidos en que se ha convertido la política mexicana donde la competencia ya no es lo importante (como  sí lo era en 1996) porque ha sido reemplazada por el clientelismo, la apropiación de los dineros y la permanencia eterna en el poder. El mundo de los moches.

Entre 1997 y 2000, cuando el PRI perdió la mayoría en el congreso, los partidos de oposición hicieron gala de la nueva realidad, pero no era grandeza lo que los animaba, sino vanidad. En sendos discursos como respuesta al Informe Presidencial, Porfirio Muños Ledo (entonces en el PRD) y Carlos Medina Plascencia del PAN se aparecieron como jóvenes imberbes atacando a la institución presidencial y clamando por la paridad de poderes. Ofensivos en su estilo, al menos mostraban una apuesta a la apertura y a la competencia franca. Hoy ningún político se animaría a leer un discurso similar: lo ofensivos se ha tornado permanente, pero ya ninguno apuesta a un sistema político abierto y competitivo. Los partidos y los legisladores se han convertido en uno más de los muchos monopolios que tanto critican en otros ámbitos.

El asunto se torna todavía más grave cuando uno compara lo logrado con los desafíos reales del país: el problema político no es de financiamiento de campañas o de autoridades electorales sino de gobierno. El país carece de gobierno en muchas regiones del país y su naturaleza general es por demás mediocre. Los legisladores se concentran en reformitas retardatarias en lugar de construir un sistema político efectivo que permita el desarrollo de un sistema de gobierno susceptible de enfrentar los problemas de seguridad y crecimiento económico, los dos asuntos que realmente importan a la ciudadanía.

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El problema del poder en México

América Economía – Luis Rubio

El principal problema económico de México, dice el presidente del PAN, es su sistema político porque ha impedido tomar las decisiones y emprender reformas que el país requiere. Nadie que haya observado la forma de funcionar del país podría objetar esta apreciación que, no por casualidad, coincide con la disposición de los tres partidos políticos a sumarse en lo que se conoció como el Pacto por México. El Pacto permitió muchos cambios necesarios pero el verdadero problema del país reside en la realidad del poder.

La gran pregunta es si el problema radica en que los procedimientos existentes no sirven para procesar las decisiones o conflictos (de ahí el Pacto), o en que las instituciones existentes no lo hacen porque son extremadamente vulnerables. Esta disyuntiva yace en el corazón de nuestra aparente incapacidad para construir proyectos de largo plazo, atraer inversiones en sectores y proyectos que entrañan tiempos transexenales y conferirle certidumbre a la población. El problema es de las últimas décadas porque en el pasado remoto el país era muy distinto: cerrado, poca población, poca información y una estructura económica auto-contenida.

El gran reto de México no reside en la definición de procedimientos (aunque esto sea indispensable), sino en la decisión del gobernante de constreñir su propio poder en aras de darle permanencia a su proyecto y, como resultado, sentar las bases para el desarrollo sostenido.

No es casualidad que enfrentemos desafíos en ámbitos tan distintos como el de la seguridad, la composición de los órganos reguladores (competencia, telecomunicaciones, transparencia, energía, elecciones) y la legislación secundaria relativa a las reformas constitucionales emprendidas el año pasado. No es que las cosas hayan empeorado sino que no se atienden de una manera consistente. Cada una de las reformas emprendidas tiene su mérito y propósito, pero sólo podrán prosperar en la medida en que satisfagan dos criterios genéricos: uno, que garanticen continuidad transexenal; y, dos, que verdaderamente “ataquen” el corazón de los problemas en el sector o actividad respectiva. Ninguna de las dos cosas es evidente.

El problema de la continuidad se remite a la concentración de poder: es tanta la concentración y tan grande la capacidad del gobernante de modificar la correlación de fuerzas que su propensión natural conduce a ignorar lo existente y construir algo totalmente nuevo. Unos gobiernos descentralizan, otros centralizan; una administración propone un modelo policial determinado, la siguiente lo reinventa. El punto es que no hay continuidad alguna, factor que yace en el corazón de la debilidad de nuestras instituciones.

En términos llanos, en la medida en que un gobierno pueda modificar el contenido de las instituciones a su antojo, la institución es incapaz de cumplir su cometido. Quizá no haya mejor prueba de lo anterior que el hecho de que los integrantes de las comisiones encargadas de procesos clave como las elecciones, transparencia y regulación (competencia y telecomunicaciones) son cambiados con regularidad pero no cuando les corresponde: esos cambios tienen el efecto de debilitar a las instituciones porque evidencian la inexistencia de autonomía real. En la medida en que ni la sociedad ni los integrantes de esas entidades tengan certeza de su permanencia, su actuar será de incredulidad o de rechazo, corrupción o acomodamiento.

En los últimos meses se creó un enorme número de entidades con supuesta autonomía constitucional, término que todavía está por precisarse en la realidad. Entiendo que el objetivo de quienes avanzaron esta noción respondía a la urgencia de fortalecer la capacidad de acción del Estado, distinta a la del gobierno, en áreas tan importantes y sensibles. La pregunta es qué será distinto en esta ocasión que justifique la certidumbre a que aspiran los reformadores. En otras palabras, ¿cómo van a garantizar la permanencia de los comisionados (o equivalente) y asegurar la independencia de sus decisiones? No es un tema sencillo de resolver dada tanto la propensión a modificar las instituciones y sus integrantes como la falta de respeto hacia éstas, ambos producto de la realidad del poder.

En el corazón de este problema yace el hecho simple y llano de que las cosas ocurren, en este caso la capacidad de modificar instituciones supuestamente autónomas, porque quienes llevan a cabo la modificación tienen el poder para hacerlo. No hay vuelta de hoja.

En términos generales, en los países en que se logró “dar el salto” hacia la institucionalización ésta fue producto de la visión de un individuo o de un pequeño núcleo que reconoció el costo de la ausencia de instituciones sólidas, susceptibles de conferirle permanencia y confiabilidad a sus propios proyectos. Es decir, fue tanto por conveniencia como por convicción. Caso tras caso, desde el imperio otomano hasta el fin de la última dinastía china y pasando por un sinnúmero de ejemplos (como Corea, Taiwán y Chile) y, en las últimas décadas, algunas naciones del este de Europa, la institucionalización ha sido producto de la visión y disposición del gobernante de utilizar su vasto poder para acotarlo. La institucionalización no ocurre porque se decrete en la constitución sino cuando el propio gobernante acepta que el futuro requiere acotar su propio poder para someterlo a procesos que no dependen de una persona. Cuando eso sucede, el país pasa a otro nivel de civilización.

El gran reto de México no reside en la definición de procedimientos (aunque esto sea indispensable), sino en la decisión del gobernante de constreñir su propio poder en aras de darle permanencia a su proyecto y, como resultado, sentar las bases para el desarrollo sostenido. Esto es imposible con el statu quo.

 

http://www.americaeconomia.com/analisis-opinion/el-problema-del-poder-en-mexico

 

El problema del poder

 Luis Rubio

El principal problema económico de México, dice el presidente del PAN, es su sistema político porque ha impedido tomar las decisiones y emprender reformas que el país requiere. Nadie que haya observado la forma de funcionar del país podría objetar esta apreciación que, no por casualidad, coincide con la disposición de los tres partidos políticos a sumarse en lo que se conoció como el Pacto por México. El Pacto permitió muchos cambios necesarios pero el verdadero problema del país reside en la realidad del poder.

La gran pregunta es si el problema radica en que los procedimientos existentes no sirven para procesar las decisiones o conflictos (de ahí el Pacto), o en que las instituciones existentes no lo hacen porque son extremadamente vulnerables. Esta disyuntiva yace en el corazón de nuestra aparente incapacidad para construir proyectos de largo plazo, atraer inversiones en sectores y proyectos que entrañan tiempos transexenales y conferirle certidumbre a la población. El problema es de las últimas décadas porque en el pasado remoto el país era muy distinto: cerrado, poca población, poca información y una estructura económica auto-contenida.

No es casualidad que enfrentemos desafíos en ámbitos tan distintos como el de la seguridad, la composición de los órganos reguladores (competencia, telecomunicaciones, transparencia, energía, elecciones) y la legislación secundaria relativa a las reformas constitucionales emprendidas el año pasado. No es que las cosas hayan empeorado sino que no se atienden de una manera consistente. Cada una de las reformas emprendidas tiene su mérito y propósito, pero sólo podrán prosperar en la medida en que satisfagan dos criterios genéricos: uno, que garanticen continuidad transexenal; y, dos, que verdaderamente “ataquen” el corazón de los problemas en el sector o actividad respectiva. Ninguna de las dos cosas es evidente.

El problema de la continuidad se remite a la concentración de poder: es tanta la concentración y tan grande la capacidad del gobernante de modificar la correlación de fuerzas que su propensión natural conduce a ignorar lo existente y construir algo totalmente nuevo. Unos gobiernos descentralizan, otros centralizan; una administración propone un modelo policial determinado, la siguiente lo reinventa. El punto es que no hay continuidad alguna, factor que yace en el corazón de la debilidad de nuestras instituciones.

En términos llanos, en la medida en que un gobierno pueda modificar el contenido de las instituciones a su antojo, la institución es incapaz de cumplir su cometido. Quizá no haya mejor prueba de lo anterior que el hecho de que los integrantes de las comisiones encargadas de procesos clave como las elecciones, transparencia y regulación (competencia y telecomunicaciones) son cambiados con regularidad pero no cuando les corresponde: esos cambios tienen el efecto de debilitar a las instituciones porque evidencian la inexistencia de autonomía real. En la medida en que ni la sociedad ni los integrantes de esas entidades tengan certeza de su permanencia, su actuar será de incredulidad o de rechazo, corrupción o acomodamiento.

En los últimos meses se creó un enorme número de entidades con supuesta autonomía constitucional, término que todavía está por precisarse en la realidad. Entiendo que el objetivo de quienes avanzaron esta noción respondía a la urgencia de fortalecer la capacidad de acción del Estado, distinta a la del gobierno, en áreas tan importantes y sensibles. La pregunta es qué será distinto en esta ocasión que justifique la certidumbre a que aspiran los reformadores. En otras palabras, ¿cómo van a garantizar la permanencia de los comisionados (o equivalente) y asegurar la independencia de sus decisiones? No es un tema sencillo de resolver dada tanto la propensión a modificar las instituciones y sus integrantes como la falta de respeto hacia éstas, ambos producto de la realidad del poder.

En el corazón de este problema yace el hecho simple y llano de que las cosas ocurren, en este caso la capacidad de modificar instituciones supuestamente autónomas, porque quienes llevan a cabo la modificación tienen el poder para hacerlo. No hay vuelta de hoja.

En términos generales, en los países en que se logró “dar el salto” hacia la institucionalización ésta fue producto de la visión de un individuo o de un pequeño núcleo que reconoció el costo de la ausencia de instituciones sólidas, susceptibles de conferirle permanencia y confiabilidad a sus propios proyectos. Es decir, fue tanto por conveniencia como por convicción. Caso tras caso, desde el imperio otomano hasta el fin de la última dinastía china y pasando por un sinnúmero de ejemplos (como Corea, Taiwán y Chile) y, en las últimas décadas, algunas naciones del este de Europa, la institucionalización ha sido producto de la visión y disposición del gobernante de utilizar su vasto poder para acotarlo. La institucionalización no ocurre porque se decrete en la constitución sino cuando el propio gobernante acepta que el futuro requiere acotar su propio poder para someterlo a procesos que no dependen de una persona. Cuando eso sucede, el país pasa a otro nivel de civilización.

El gran reto de México no reside en la definición de procedimientos (aunque esto sea indispensable), sino en la decisión del gobernante de constreñir su propio poder en aras de darle permanencia a su proyecto y, como resultado, sentar las bases para el desarrollo sostenido. Esto es imposible con el statu quo.

 

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México: imposición en lugar de convencimiento, autoridad y no liderazgo

América Economía – Luis Rubio

 Groucho Marx, el gran actor satírico, decía que “la política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados”. Los gobiernos son especialmente buenos para identificar problemas técnicos, pero tienden a ser profundamente ignorantes sobre lo que motiva el actuar de la población. Suponen que la gente responderá a sus ordenamientos sin chistar y sin jamás poner en duda el altruismo del gobierno.

Pero los mexicanos llevan siglos viendo gobiernos ir y venir y su respuesta no ha cambiado: obedecen pero no cumplen, simplemente se adaptan. La naturaleza humana es terca pero predecible: jamás una persona irá contra sus intereses ni se doblegará voluntariamente ante las preferencias burocráticas. Quizá ahí resida una explicación más lógica al patético desempeño económico actual.

El país requiere orden y atención a las pequeñas grandes cosas, como que la población se sienta segura. La respuesta ciudadana es enquistarse y, en la lógica ancestral, hacer como que cumple. El resultado inevitable es menor actividad económica, gaste lo que gaste el gobierno.

Yo no tengo modelos matemáticos complejos a mi alcance que me permitan dilucidar las causas del pésimo desempeño de la economía, pero observo la forma en que actúa y responde la población ante la interminable andanada en la forma de normas, reglas, procedimientos e impuestos. Una observación me dice mucho: el uso del dinero crece con celeridad. Me cuenta un notario que ya casi habían desaparecido las transacciones en efectivo (en buena medida por el impuesto a los depósitos) pero que ahora crecen inconteniblemente. ¿La razón? La gente tiene miedo que le auditen sus cuentas bancarias o tarjetas de crédito. O sea, en lugar de avanzar hacia una economía cada vez más eficiente y con un sistema financiero que intermedia las transacciones entre agentes económicos, vamos hacia el trueque. Menor eficiencia equivale a menos actividad económica: multiplique usted las operaciones que así tienen lugar a lo largo y ancho del país y el efecto es brutal.

La lógica de una tasa superior de impuestos radica en que, al reunirse un mayor caudal de recursos en el erario, el gobierno puede gastar en forma masiva, con resultados impactantes: no es lo mismo miles de pequeñas transacciones que un gran proyecto de infraestructura. Así quizá suceda en Suecia, pero en México hasta la construcción está declinando. El gasto se eleva, pero la economía no responde. Sin duda, meses de gasto creciente van a tener su impacto más adelante, pero menos de lo que el gobierno imagina y quizá de manera distinta. La razón es obvia: el gasto gubernamental es sumamente ineficiente. Mientras que gente sólo gasta lo que le rinde, el gobierno dispendia, con frecuencia de manera absurda. Además, la corrupción no amaina y todo mundo conoce ejemplos de ella en su vivencia cotidiana que refuerzan su desprecio por las soluciones burocráticas: licitaciones amañadas, sindicatos abusivos, pagos por voto en el congreso, los famosos moches, pensiones generosísimas…

En lugar de procurar la confianza de la población y avanzar hacia la construcción de una economía cada vez más eficiente, las acciones gubernamentales aceleran el crecimiento de la economía informal, cuyos impuestos se privatizan: los cobran inspectores, policías y líderes y nunca llegan al erario. En lugar de simplificar el pago de impuestos y disminuir los costos para la creación de empresas formales, la estrategia incentiva la informalidad donde, con todo, los empresarios enfrentan menores costos y operan fuera del radar gubernamental. La lógica del informal es impecable pero su efecto es el de disminuir el crecimiento agregado de la economía.

Por encima de todo, la realidad cotidiana sigue siendo sumamente onerosa para el mexicano de a pie por los costos de la extorsión, la impunidad con que actúa la autoridad a todos los niveles de gobierno y su enorme desorden. La noción de que la población se va a ordenar sin que el gobierno entre en orden es contradictoria con la naturaleza humana. El ejemplo comienza en casa.

La ley fiscal vigente eleva dramáticamente el costo fiscal tanto porque en México no hay impuesto marginal (se pagan impuestos a la tasa completa en cada “escalón” de ingresos), como porque las nuevas facultades de fiscalización paralizan el consumo y la inversión. En estas circunstancias, no es difícil explicar la situación económica. El problema no es técnico, sino de naturaleza humana. En los 70 los gobiernos se empeñaron en imponer su lógica burocrática sobre las prácticas cotidianas: inventaron fideicomisos y gastaron como si no hubiera límite alguno, subvirtiendo la confianza. El resultado fue crisis, inflación y caos. La gente no respondió (ni responde) como un burócrata anticipa.

En el corazón de todo yace la contradicción inexorable entre la experiencia de la población y el voluntarismo gubernamental. En el prólogo al libro intitulado “Tráfico de armas en México”, de Magda Coss Nogueda, Leonardo Curzio relata que en una discusión frente al poeta Pablo Neruda, Rivera y Siqueiros sacaron sus pistolas para tratar de imponer su opinión. Así parece ser la lógica de la estrategia económica: imposición en lugar de convencimiento, autoridad en vez de liderazgo. La imposición no funciona  en la era de la globalización. El país requiere orden y atención a las pequeñas grandes cosas, como que la población se sienta segura. La respuesta ciudadana es enquistarse y, en la lógica ancestral, hacer como que cumple. El resultado inevitable es menor actividad económica, gaste lo que gaste el gobierno. ¿De quién es la culpa? Obviamente de la población y de los empresarios que no entienden las instrucciones gubernamentales.

 

http://www.americaeconomia.com/analisis-opinion/mexico-imposicion-en-lugar-de-convencimiento-autoridad-y-no-liderazgo

Que se ordenen los otros

Luis Rubio

Groucho Marx, el gran actor satírico, decía que “la política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados”. Los gobiernos son especialmente buenos para identificar problemas técnicos pero tienden a ser profundamente ignorantes sobre lo que motiva el actuar de la población. Suponen que la gente responderá a sus ordenamientos sin chistar y sin jamás poner en duda el altruismo del gobierno.

Pero los mexicanos llevan siglos viendo gobiernos ir y venir y su respuesta no ha cambiado: obedecen pero no cumplen, simplemente se adaptan. La naturaleza humana es terca pero predecible: jamás una persona irá contra sus intereses ni se doblegará voluntariamente ante las preferencias burocráticas. Quizá ahí resida una explicación más lógica al patético desempeño económico actual.

Yo no tengo modelos matemáticos complejos a mi alcance que me permitan dilucidar las causas del pésimo desempeño de la economía, pero observo la forma en que actúa y responde la población ante la interminable andanada en la forma de normas, reglas, procedimientos e impuestos. Una observación me dice mucho: el uso del dinero crece con celeridad. Me cuenta un notario que ya casi habían desaparecido las transacciones en efectivo (en buena medida por el impuesto a los depósitos) pero que ahora crecen inconteniblemente. ¿La razón? La gente tiene miedo que le auditen sus cuentas bancarias o tarjetas de crédito. O sea, en lugar de avanzar hacia una economía cada vez más eficiente y con un sistema financiero que intermedia las transacciones entre agentes económicos, vamos hacia el trueque. Menor eficiencia equivale a menos actividad económica: multiplique usted las operaciones que así tienen lugar a lo largo y ancho del país y el efecto es brutal.

La lógica de una tasa superior de impuestos radica en que, al reunirse un mayor caudal de recursos en el erario, el gobierno puede gastar en forma masiva, con resultados impactantes: no es lo mismo miles de pequeñas transacciones que un gran proyecto de infraestructura. Así quizá suceda en Suecia, pero en México hasta la construcción está declinando. El gasto se eleva pero la economía no responde. Sin duda, meses de gasto creciente van a tener su impacto más adelante, pero menos de lo que el gobierno imagina y quizá de manera distinta. La razón es obvia: el gasto gubernamental es sumamente ineficiente. Mientras que gente sólo gasta lo que le rinde, el gobierno dispendia, con frecuencia de manera absurda. Además, la corrupción no amaina y todo mundo conoce ejemplos de ella en su vivencia cotidiana que refuerzan su desprecio por las soluciones burocráticas: licitaciones amañadas, sindicatos abusivos, pagos por voto en el congreso, los famosos moches, pensiones generosísimas…

En lugar de procurar la confianza de la población y avanzar hacia la construcción de una economía cada vez más eficiente, las acciones gubernamentales aceleran el crecimiento de la economía informal, cuyos impuestos se privatizan: los cobran inspectores, policías y líderes y nunca llegan al erario. En lugar de simplificar el pago de impuestos y disminuir los costos para la creación de empresas formales, la estrategia incentiva la informalidad donde, con todo, los empresarios enfrentan menores costos y operan fuera del radar gubernamental. La lógica del informal es impecable pero su efecto es el de disminuir el crecimiento agregado de la economía.

Por encima de todo, la realidad cotidiana sigue siendo sumamente onerosa para el mexicano de a pie por los costos de la extorsión, la impunidad con que actúa la autoridad a todos los niveles de gobierno y su enorme desorden. La noción de que la población se va a ordenar sin que el gobierno entre en orden es contradictoria con la naturaleza humana. El ejemplo comienza en casa.

La ley fiscal vigente eleva dramáticamente el costo fiscal tanto porque en México no hay impuesto marginal (se pagan impuestos a la tasa completa en cada “escalón” de ingresos), como porque las nuevas facultades de fiscalización paralizan el consumo y la inversión. En estas circunstancias, no es difícil explicar la situación económica. El problema no es técnico sino de naturaleza humana. En los setenta los gobiernos se empeñaron en imponer su lógica burocrática sobre las prácticas cotidianas: inventaron fideicomisos y gastaron como si no hubiera límite alguno, subvirtiendo la confianza. El resultado fue crisis, inflación y caos. La gente no respondió (ni responde) como un burócrata anticipa.

En el corazón de todo yace la contradicción inexorable entre la experiencia de la población y el voluntarismo gubernamental. En el prólogo al libro intitulado “Tráfico de armas en México” de Magda Coss Nogueda, Leonardo Curzio relata que en una discusión frente al poeta Pablo Neruda, Rivera y Siqueiros sacaron sus pistolas para tratar de imponer su opinión. Así parece ser la lógica de la estrategia económica: imposición en lugar de convencimiento, autoridad en vez de liderazgo. La imposición no funciona  en la era de la globalización. El país requiere orden y atención a las pequeñas grandes cosas, como que la población se sienta segura. La respuesta ciudadana es enquistarse y, en la lógica ancestral, hacer como que cumple. El resultado inevitable es menor actividad económica, gaste lo que gaste el gobierno. ¿De quién es la culpa? Obviamente de la población y de los empresarios que no entienden las instrucciones gubernamentales.

 

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EL MUNDO DESPUÉS DE CRIMEA

FORBES – Mayo 2014

 ARI SHAVIT, UN PERSPICAZ PERIODISTA ISRAELÍ ,  apunta que “el ala occidental” de la Casa Blanca es diferente a cualquiera otra anterior. Está llena de gente joven y mujeres, negros, hispanos y gays. No se ven hombres blancos de edad media, casi nadie que personifique la estructura política de antaño. Dos mujeres que conversan por señas revelan la historia completa: esta administración es una de minorías y liberales comprometidos con igualdad, libertad y justicia social. El uso del poder es suave, de un gobierno que se rehúsa a gobernar”.

Su argumento es que, desde esa posición estratégica, todo lo que antes parecía obvio y natural para observadores externos ya no lo es, y eso que les parece obvio es visto como dinosáurico a los que ahí habitan.

Es en ese contexto en el que hay que entender la racionalidad de la Casa Blanca de Obama frente a situaciones críticas, algunas de enorme trascendencia para nosotros, como la crisis de Crimea, las negociaciones de libre comercio en el Pacífico y en el Atlántico o los altercados entre el Ejecutivo y el Legislativo en materia presupuestal y de deuda. En todos y cada uno de estos casos, los supuestos que tendían a prevalecer entre los actores relevantes y que trascendían al partido que habitaba esa casa proverbial, han dejado de ser válidos. Obama es un presidente distinto.

Hace dos años escribí un artículo que titulé, con un ánimo absolutamente provocador, Obama y Echeverría. Mi argumento era que, como nuestro dilecto ex presidente, Obama estaba alterando el orden establecido de su país. Hoy no tengo duda que ese ha sido su espíritu, pero menos por el color de su piel que por su postura ideológica. Todo indica que en su desarrollo fueron mucho más importantes las lecciones de su madre, una radical de izquierda, su vida en Indonesia y su evolución como profesor de derecho constitucional y activista social. Cada una de esas facetas, como ocurre con cada uno de nosotros, fue dándole forma a sus ideas y posturas. Quizá lo más notable de su visión, que contrasta con la de sus predecesores en el gobierno estadounidense, es que ve con desdén el poderío militar de su país y cree que es posible arreglar cualquier conflicto por la vía del discurso.

EL CASO DE CRIMEA QUIZA ERA INEVITABLE POR LA LÓGICA ESTRATÉGICA DE LA RUSIA DE PUTIN, PERO EL HECHO ES INDICATIVO DE LA PERCEPCIÓN DE DEBILIDAD QUE SOBRE OBAMA HAY EN EL MUNDO”

Nada malo en esas características, excepto que no han tenido el efecto deseado. Estados Unidos no ha tenido un presupuesto en cinco años, el programa de estímulo fiscal resultó inadecuado en buena medida por la forma en que se decidió cómo gastarlo (le cedió esa potestad al Congreso, que lo empleó en proyectos con relativamente poco efecto multiplicador), su titubeo con pintar rayas en Siria, Libia e Irán para luego no actuar de acuerdo a su propio diseño. El caso de Crimea quizá era inevitable por la lógica estratégica de la Rusia de Putin, pero el hecho es indicativo de la percepción de debilidad que sobre Obama hay en el resto del mundo.

Hace unos días, el ex secretario de Estado estadounidense James Baker decía respecto a Crimea que quizá hubiera sido imposible parar a los rusos, pero que la respuesta debió haber sido mucho más drástica e inmediata: autorizar los veintitantos proyectos de exportación de gas licuado que han sido parados por Barack Obama.

 El punto de Baker era que la mera autorización habría desatado a los mercados financieros, tumbando el valor de los activos petroleros rusos en un santiamén. Las dos respuestas la de Obama y la que propone Baker son de escritorio y no entrañan movilización militar alguna, pero la segunda es un planteamiento estratégico, de un profesional, en tanto que la cancelación de unas cuantas visas y provisiones similares no tiene dientes e irradia tibieza, la visión de un amateur.

 Quizá el mejor análisis de la crisis de Crimea lo escribió Anne Applebaum: “Abiertamente o de manera subconsciente, el Oeste ha operado bajo el supuesto de que Rusia es un país occidental fallido pero que tarde o temprano se sumaría a Europa… Por primera vez parece claro que esa narrativa es errada: Rusia es una potencia antioccidental con una visión mucho más oscura de la política mundial”.

Barack Obama no tiene idea cómo responder a eso y su pérdida de liderazgo, influencia y popularidad lo refleja. Pero, toda proporción guardada, en contraste con Luis Echeverría Álvarez (quien fungiera como presidente de México de 1976 a 1982), su capacidad de dañar los intereses de su país es infinitamente menor: en Estados Unidos no hay crisis como las que en México explotaban de manera súbita.

Para eso son los contrapesos, que en Washington funcionan con enorme efectividad, si no siempre con pulcritud.

 LUIS RUBIO ES PRESIDENTE DEL CENTRO DE INVESTIGACION PARA EL DESARROLLO, A.C

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@lrubiof

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Mitos de la democracia

Luis Rubio

Hay ocasiones en que se hace más que evidente la juventud de nuestro sistema político, pero no me refiero a la edad de la incipiente democracia sino a lo adolescente, cuando no infantil, de los criterios y comportamientos que la nutren. Mayoriteo, consenso y democracia partidista son tres de esos mitos que no hacen sino mostrar lo mucho que nos falta avanzar. El show de la elección del PAN en las pasadas semanas debería hacernos llorar de lo patético que es nuestro momento en términos de civilización. ¿Cuáles serán las consecuencias de esa inmadurez?

La demanda de consenso en la aprobación de leyes en el congreso es el más patético de nuestro infantilismo. Una democracia que se respeta no requeriría más que un voto por encima del resto para aprobar una legislación. Aquí, sin embargo, el requisito es de unanimidad. El síndrome es tan profundo que el gobierno ha estado dispuesto a dilapidar miles de millones de pesos en la aprobación de leyes que no hubieran requerido más que el voto de sus propios contingentes y acólitos. Dice el dicho que el miedo no anda en burro.

El mayoriteo es uno de esos cargos que desde hace décadas han servido para tenderle una trampa al PRI. Demandando unanimidad o consenso, los partidos de oposición y muchos críticos han logrado intimidar al PRI y al gobierno al punto de convertir un voto mayoritario en una causa de escándalo. Lo que en democracias serias se considera natural y lógico –quien tiene la mayoría gobierna- en México es motivo de vergüenza. Las leyes que del consenso emanan diluyen tanto su contenido que resultan irrelevantes. Mi impresión es que el “consenso” que aportará el PRD para la aprobación de la legislación en materia energética consagrará a Lampedusa y su gatopardo.

No se a quien se le ocurrió que los partidos son democráticos solo cuando eligen democráticamente a sus candidatos y líderes. La evidencia internacional es, en el mejor de los casos, dudosa. Pero en nuestro contexto –una democracia enclenque y lejos de haberse consolidado-, la democracia partidista ha resultado un desastre. Cada partido que la ha intentado ha acabado desgastado y perdedor. Cuando el PRI lo intentó -2000 y 2006- acabó en la oposición; cuando en ese partido un candidato construyó una coalición abrumadora acabó en la presidencia: 2012. Lo contrario le ocurrió al PAN: la contienda interna en el 2012 no hizo sino dividir al partido, darle municiones a sus contrincantes y llevarlo a la derrota. En su libro Democracy within Parties, Hazan y Rahat argumentan que la forma en que los partidos eligen a sus candidatos determina su potencial de éxito. Independientemente de lo que demande la galería, es evidente que la democracia intra-partidista no es una receta de éxito en el México de hoy.

La contienda por la presidencia del PAN fue tan patética que jamás se discutió lo único importante: qué es lo que hizo que sus dos presidencias fuesen mediocres y qué deben hacer para poder recobrar el poder. En lugar de eso, la contienda giró en torno a la relación PAN-gobierno. Los calderonistas no han logrado salir de su ensimismamiento: no tengo la menor duda que esta contienda se resolvió en el momento en el que Margarita Zavala se volcó públicamente hacia Cordero. Calderón, su familia y candidato no se han percatado que nadie aprecia, al menos en este momento, su gobierno como un factor de concordia o de éxito. Abrazar a su candidato en público fue el beso del diablo.

Años de observar y actuar bajo los parámetros de una democracia en construcción me han convencido que tenemos muy poca materia prima con la cual trabajar. La ley electoral en ciernes habla por sí misma: ninguno de los responsables –partidos, legisladores o gobierno- está trabajando en torno al desarrollo de instituciones fuertes y de un gobierno funcional. Si ese no es el objetivo de una reforma político-electoral, entonces nuestros dilectos gobernantes y representantes deberían dedicarse a otra cosa. La mexicana no tiene que ser una democracia perfecta, pero lo que sí es indispensable es un gobierno que funcione, haciendo posible el crecimiento de la economía y la seguridad de la población. Nada de eso atiende la reforma electoral.

En lo que va de la actual administración, el gran asunto ha sido cómo revertir la tendencia hacia la anarquía a la que el país ha tendido paulatinamente desde los setenta. Algunos gobiernos intentaron tomar el toro por los cuernos y acabaron cornados, como fue el caso de Calderón. Otros, como Fox, optaron por eludir el problema, dejando un país infinitamente más complejo y violento al final de su mandato. El gobierno actual se propuso reconstituir al gobierno como receta para confrontar exitosamente al crimen organizado pero lo único que ha logrado es “democratizarlo”, es decir, extenderlo por todo el país, haciendo posible que afecte a una población cada vez más grande en la forma de extorsión y secuestro.

Hoy confrontamos tres opciones: anarquía, autoritarismo o instituciones modernas. Si no se hace nada, podemos asegurarnos que la anarquía continuará avanzando. No tengo duda que hay muchos en el aparato político que creen que sólo una reconstrucción autoritaria podría restaurar el orden. Ese camino tal vez restaurara el orden, pero no lograría el crecimiento ni la estabilidad y en eso yace su error y, en parte, la parálisis actuar. La estabilidad y el crecimiento se logran sólo con instituciones fuertes e independientes. Mientras eso no ocurra, seguiremos con los mitos.

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@lrubiof

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