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México en 2018

Luis Rubio

 

Las pre-candidaturas a la presidencia crecen y proliferan a la velocidad del sonido. En ese parque hay hombres y mujeres, jóvenes y mayores, personas experimentadas y neófitas. Si uno tuviera que evaluar a la política mexicana por el número, diversidad e intensidad de quienes pretenden la presidencia, habría que concluir que nuestra democracia es vigorosa.

 

Lo peculiar de la contienda que se avecina es que el discurso de los aspirantes nada tiene que ver con el mundo en el que vivimos. Pero es ese mundo el que determinará las oportunidades y riesgos que el país enfrentará luego de la próxima justa presidencial.

 

El entorno tanto nacional como internacional ha tendido a deteriorarse en los últimos meses, sembrando dudas sobre la estabilidad tanto política como económica. Atrás quedó la certidumbre casi inamovible que producía el equilibrio de poder entre las potencias de la guerra fría y la solidez de las instituciones multilaterales de aquella era, mediados del siglo XX. Ese marco de certidumbre favoreció el crecimiento económico interno y la paz social. Sin embargo, a partir de los setenta, las cosas cambiaron, minando las fuentes de certidumbre y amenazando la estabilidad. Estas circunstancias han caracterizado el entorno, pero la problemática se ha acelerado en los últimos tiempos, creando un mar de dudas sobre el futuro.

 

En el entorno internacional, vivimos en una era de convulsiones. Concluyó la guerra fría, creando una sensación de esperanza y oportunidad. Sin embargo, veinticinco años después, parece claro que se desperdició la oportunidad y las expectativas idílicas de los noventa dieron paso a un mundo de terrorismo, desequilibrios y renovado conflicto. Estados Unidos, la “hiper potencia,» fue incapaz de mantener su liderazgo y, luego de dos costosas guerras y un retraimiento pobremente manejado, perdió su capacidad de mantener la paz internacional. El mundo comienza a parecerse a la segunda mitad del siglo XIX, era en la que se agotó el esquema de equilibrio de poder que había construido Metternich en 1815, y comenzamos a observar una renovada competencia entre potencias, nuevas fuentes de conflicto internacional y, sobre todo, una acusada ausencia de liderazgo. A menos que estas circunstancias cambien con la renovación de la presidencia estadounidense al inicio de 2017, los próximos años podrían ser de creciente conflictividad e incertidumbre. Se trata de un escenario que ningún mexicano vivo ha conocido.

 

Por lo que toca a la economía, no hay mucho de lo cual los mexicanos podamos estar orgullosos. El gobierno actual retornó a la era de déficit fiscal financiado con más impuestos y deuda, lo que no impidió que persistiera una patética tasa de crecimiento. Además, las medidas adoptadas tuvieron el efecto de generar incertidumbre y desconfianza. En lugar de crear condiciones para que la economía prosperara tanto como las circunstancias permitieran, seguimos aferrados a esquemas que hace tiempo probaron su obsolescencia.

 

Un escenario similar caracteriza al mundo político y de seguridad. En lugar de construir instituciones nuevas, sobre todo en materia de criminalidad, en Michoacán el gobierno optó por la vieja fórmula de cooptar a la oposición, sin entender que el crimen organizado no es una fuente de oposición política sino de corrosión que todo lo amenaza. El sexenio entra en su última fase no sólo sin haber resuelto el problema de seguridad, sino incluso sin mostrar que tiene claridad sobre la naturaleza del problema.

 

Todo esto ha generado un entorno de incredulidad, desconfianza y creciente incertidumbre. La ausencia de respuesta gubernamental ha incrementado su descrédito, afectando incluso la credibilidad de las reformas impulsadas por la administración. El encono social es creciente y el clima de confrontación, sin duda alimentado por intereses electorales, crece sin cesar. Se trata de un entorno que ningún gobierno quisiera vivir justo en antelación al inicio de la contienda por la sucesión.

 

Nos encontramos ante un escenario inédito, carente del tipo de liderazgo, nacional o internacional, que sería necesario para cimentar fuentes de certidumbre. Mucho peor, sin que exista el reconocimiento de que la confianza es clave para el desarrollo, sobre todo respecto a una buena parte de la sociedad que se siente amenazada, unos por problemas de seguridad física, otros por seguridad patrimonial y otros más por la concentración del poder, la persistencia de cotos de caza y acotamiento de las libertades políticas, económicas y personales.

 

Quizá el mayor de los errores que han sido prototípicos de varios de los gobiernos recientes (en México y en el mundo) reside en una lectura falaz de entrada. En México y en innumerables naciones, los electores han votado menos a favor de alguien que en contra de alguien más; esto en nada altera el resultado, pero entraña una realidad radicalmente distinta a la que un gobierno nuevo supone y que exige gran destreza para enfocar sus baterías. A la luz del mundo cambiante, incierto y precario que estamos viviendo, más vale que nuestro próximo gobierno entienda que tiene que resolver problemas elementales antes que imponer una visión dogmática y distante de la realidad.

 

 

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México en 2018
Luis Rubio
18 Sep. 2016

Siete días

Luis Rubio

Una semana que colapsó la visión original del presidente Peña y acabó con su estilo personal de conducir al gobierno. Lo que no hicieron las casas ni Ayotzinapa, lo hizo Trump o, más bien, la serie de ocurrencias que llevaron a su imprudente invitación. Lo que resta es observar si éste es el comienzo de un realineamiento político en aras de dejar un país más consolidado para el 2018 o si se trata de un mero intento por taparle el ojo al macho y saltar el escollo inmediato.

En un país propenso a las interpretaciones conspirativas, fue claro lo que no ha cambiado: para unos fue renuncia, para otros despido. Sin información veraz, la conspiración gana el día. De lo que no hay duda es que la presión ascendía en proporción a lo absurdo de las explicaciones de lo que se pretendía lograr con la famosa visita. Quien imaginó que era posible neutralizar o comprometer a Trump no lo comprende, y quien creyó que se puede entrometer en la política estadounidense de manera tan sesgada e intervencionista y sin costo, no entiende a los estadounidenses.

Una caricatura de Brozo en que fotografiaba a Andrés Manuel López Obrador visitando a Obama dice todo lo que el gobierno no entendió: una cosa es informar, establecer vínculos y comunicarse con los candidatos de otro país y su gobierno, y otra muy distinta es entrometerse en sus procesos. Ningún mexicano hubiera agradecido que el presidente norteamericano invitara a solo uno de los candidatos en una contienda mexicana. Así de obvio.

Pero, más allá de las personas, hay cuatro lecciones que arroja esta semana: en primer lugar, el gobierno comenzó con un control absoluto de su personal, procesos y disciplina. Mucho de lo que intentó era anacrónico (recrear el mundo del viejo sistema priista), pero su funcionamiento era impecable, al menos en lo que se podía observar desde afuera. Esa disciplina comenzó a erosionarse cuando se presentó la Casa Blanca y se colapsó con la salida de Aurelio Nuño de la presidencia; el fenómeno se exacerbó por la inexistencia de control sobre los pleitos al interior del gabinete. El gobierno lleva dos años de haber perdido la iniciativa y no hay nada que sugiera que eso cambiará. En este contexto, no es difícil imaginar que en lugar de procesos de decisión debidamente analizados, las ocurrencias dominaron la discusión, llevando a la fatídica invitación.

En segundo lugar, esta administración ha sido peculiar en su propensión a generar enemigos sin construir apoyos; desdeñar la discusión pública en lugar de liderarla; y despreciar las legítimas preocupaciones de todos los sectores y grupos de la sociedad: desde los acreedores de PEMEX hasta los periodistas censurados e incluyendo al creciente número de ciudadanos desconcertados por el crecimiento de la deuda pública. En cuatro años se sumaron suficientes agravios y agraviados como para toda una vida y todos parecen haber hecho su triunfal aparición en la última semana. No se puede gobernar sin informar y no se puede ganar la credibilidad -para no decir popularidad- sin al menos intentar convencer. Detalles de la democracia.  Peor, este gobierno ignoró lo obvio: que el precio del dólar sí le importa al electorado y que su depreciación tiene consecuencias. El sello de la casa de este gobierno ha sido el de permanecer inmutable ante la ola de dudas, preocupaciones y críticas. Por eso fue tan significativo que entre las instrucciones que el presidente le dio al nuevo secretario de hacienda estaban dos muy prominentes que el anterior no había atendido: bajar la deuda y acabar con el déficit.

En tercer lugar, el asunto Trump retrotrajo al viejo nacionalismo mexicano, pero con un agregado por demás promisorio: el nuevo nacionalismo no es anti-Yanqui. Lo sorprendente de las diversas respuestas a la invitación y la visita -y, de hecho, a toda la andanada anti-mexicana del último año- es que el mexicano ve la relación con Estados Unidos como algo normal, positiva y necesaria. El problema es con el personaje, no con el país. Quedan muchos malos resabios del viejo sistema político, pero éste fue claramente superado.

Finalmente, la última semana México vivió una auténtica rebelión popular. La visita del candidato estadounidense causó una desaprobación generalizada y el presidente se vio obligado a recular. La rebelión habla de una sociedad madura y dispuesta a defender sus derechos (y su honor), todo ello sin violencia ni excesos, lo que abre grandes posibilidades para el futuro.

La pregunta es si se trata de un reducto concebido meramente para evitar más críticas, sobre todo a la luz de la revisión del presupuesto de 2017, o si incluye al menos la intención de construir algo más sólido que le dé paso a esa sociedad madura y evite una nueva hecatombe en el proceso electoral de 2018. El tiempo dirá.

Edmundo O’Gorman, el gran historiador del siglo XIX, le dejó un recado al presidente, que es apropiado al momento actual: “Urge, pues, un despertar, no sea que cuando ocurra emule al de Rip van Winkel, amanecido en un mundo extraño y ajeno que ya no le brinda acomodo ni la posibilidad de participar en la aventura de una nueva vida incubada durante la ausencia de su letargo”. ¿Nueva vida o letargo? Esa, diría Shakespeare, es la pregunta.

 

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Consecuencias

Luis Rubio

Cuenta un cuento polaco que en un pueblo construyeron un puente pero no lo terminaron. Los vehículos subían y, al llegar a la cima, caían al vacío. Los líderes de la comarca se reunieron para decidir qué hacer y su respuesta fue construir un hospital debajo del puente para atender a los heridos que resultaban de la caída. Así parece ser nuestro gobierno: grandes iniciativas que no se concluyen, acciones desesperadas que no se piensan y, luego, consecuencias con las que hay que lidiar.

Para ahora ya es bastante clara la sucesión de circunstancias y acciones que llevaron al gobierno a invitar a México al señor Trump. También es sabido que la invitación ocurrió semanas antes y al margen de los profesionales responsables de la conducción de la política exterior. Se invitó a un candidato y, luego, al cuarto para las doce, como se dice coloquialmente, se envió otra invitación a la candidata demócrata, como para no dejar. El señor Trump llegó, fue tratado como jefe de Estado, escuchó el discurso formal y respetuoso del presidente Peña y luego se fue feliz a Arizona a reiterar sus posturas respecto a México y los mexicanos.

Además del regalo del trato, algo invaluable para Trump porque en eso su contrincante tiene amplia experiencia y reconocimiento, el candidato republicano se llevó lo más valioso con lo que cuenta México: sin que nadie se lo pidiera, el presidente mexicano fue obsequioso en ofrecerle la renegociación del TLC, algo que ningún país jamás hace porque eso implica, de facto, su anulación, justo lo que Trump ha propuesto. En unas cuantas horas, el presidente colocó al país, y a su gobierno, en la posición más vulnerable que ha estado desde la era revolucionaria.

En un artículo apropiadamente intitulado «lo indescriptible e inexplicable», la revista inglesa The Economist afirma que el presidente mexicano ayudó a Trump en su campaña por lo que «aún si gana la señora Clinton, no se lo agradecerá. Si resulta que contribuyó a elegir al Sr. Trump, muchos mexicanos jamás se lo perdonarán a él o a su partido y tampoco lo hará el resto del mundo.» No por casualidad, otros artículos se preguntan «¿en qué estaban pensando.» En unas cuantas horas, el gobierno perdió su relación privilegiada con la administración Obama, demostró actuar de manera irracional y probó ser un actor no confiable. México se convirtió en el hazmerreir del mundo.

Cualquiera que haya sido la lógica al fraguar la invitación, ésta ignoraba la naturaleza de Trump, la absoluta imposibilidad de cambiar su discurso (porque ese es el corazón de su candidatura) y, sobre todo, que todo el riesgo era para México y todo el potencial beneficio era para Trump. La noción misma de que se podría «razonar» con él y convencerlo de suavizar su discurso es absurda.

La pregunta es ¿qué sigue? Los próximos meses serán sin duda aciagos. Muchos interpretarán que se redujo la vulnerabilidad de la economía mexicana con la afirmación de Trump de que se renegociará el TLC (y, por lo tanto, que no se anularía). Esto quizá contribuya a apaciguar a los mercados financieros, al menos en el corto plazo, pero no va a satisfacer a los escépticos: no hay que olvidar que la principal justificación para poner en entredicho la calificación de grado de inversión de la deuda mexicana por parte de Moodys no fue la deuda misma sino los problemas políticos que caracterizan al país y que se reflejan en la forma en que se toman decisiones y la ausencia de Estado de derecho.

En su libro sobre las circunstancias que llevaron a la devaluación de 1994, Sidney Weintraub* concluye que fue la ausencia de mecanismos de rendición de cuentas lo que hizo posible que los funcionarios de la administración saliente y entrante hicieran apuestas brutalmente peligrosas, algo inconcebible en una democracia representativa. Eso mismo es lo que se manifestó en el affaire Trump: el gobierno emprendió una serie de acciones sin necesidad de pensar en las consecuencias, sin medir los riesgos y sin discutir las alternativas porque así es nuestra realidad política: el gobierno no le rinde cuentas a nadie y sus integrantes no pagarán los costos de sus decisiones.

Hay dos planos en los que hay que lidiar con las consecuencias. El primero es el obvio y urgente: reconstruir la relación con el gobierno de Estados Unidos y con la campaña de Clinton. No será fácil porque el problema es de confianza y, cuando ésta se ha perdido, es sumamente difícil recuperarla. Quizá esto sólo sea posible en la medida en que el presidente lleve a cabo un cambio radical en su gabinete, incorporando personas que gocen del absoluto respeto de la comunidad internacional en general, y de los estadounidenses en lo particular, en los ámbitos político, judicial, financiero y de política exterior.

El otro plano es el del futuro. El presidente Peña ha desaprovechado cada oportunidad que se le ha presentado: pudo haberse convertido en el promotor de la lucha contra la corrupción (casa blanca) y la lucha contra la impunidad (Ayotzinapa), pero no lo hizo. Ahora tiene la última oportunidad: comenzar a forjar pesos y contrapesos para que jamás se puedan volver a tomar decisiones que vulneren de manera tan dramática la viabilidad del país.

*Financial Decision Making in Mexico

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Intenciones y realidades

Luis Rubio

La intención puede ser loable pero la realidad es terca e implacable. El objetivo de las reformas fue, en la retórica gubernamental, “mover a México.” Al menos en el caso de la educación, el movido -de hecho el bailado- ha sido el gobierno. Contra muchas predicciones al inicio del sexenio, la reforma educativa, sin duda la más popular de las reformas, ha sido, con mucho, la más conflictiva. Mientras que la energética -esa contra la que se anticipaban grandes oposiciones- avanza, la educativa se evapora en negociaciones vergonzosas, vergonzantes y contraproducentes.

La reforma educativa, como varias de las reformas impulsadas en las últimas décadas, supone un cambio de concepción de lo que es el país y del papel del gobierno en la construcción del futuro. En ausencia de ese cambio de concepción, ninguna reforma será exitosa. Las reformas acaban chocando con la realidad, diluyéndose en el camino.

Aunque el discurso y discusiones en torno a la reforma educativa ha sido prolijo, no hay consenso alguno respecto a qué anima a la CNTE, qué permitiría resolver (a diferencia de posponer y prolongar) el conflicto y, sobre todo, avanzar hacia el objetivo medular: una educación del primer mundo que haga efectiva la igualdad de oportunidades. El gobierno ha dado tumbos -de mano dura a negociación a capitulación- sin haber dado muestra alguna de siquiera comprender la lógica y motivación de la CNTE y sus contingentes.

La reforma se concibió para una realidad que nada tiene que ver con la mexicana y esa realidad se ha acabado imponiendo. Puesto en otros términos, el gobierno pretende un cambio a la italiana: que todo cambie para que todo siga igual y eso, CNTE dixit, no va a pasar.

El viejo sistema político funcionaba bajo la premisa de una economía cerrada, un sistema político controlado de manera vertical y una estructura diseñada para generar beneficios para los herederos de la Revolución y sus compinches. En ese esquema, el sistema educativo tenía dos funciones: por un lado, construir y nutrir una hegemonía ideológica que sirviera para apaciguar a la población y controlarla; y, por otro lado, particularmente en el campo, el magisterio era una forma de empleo y generación de bienestar en zonas pobres. La calidad de la educación no era un asunto relevante y nadie lo pensaba en esos términos: había un patrón y una clientela, un mecanismo efectivo para mantener la paz y favorecer la depredación, la corrupción y la prosperidad de los privilegiados. Mundo perfecto.

Aunque se han avanzado reformas en materia de competencia, importaciones, inversiones y demás, el paradigma de control y privilegios no ha cambiado. Los políticos se comportan como si no hubiera competencia partidista, los empresarios presionan para eliminar la competencia, el gobierno no entiende que su responsabilidad es la de crear condiciones para el éxito de la población y se repudian los mecanismos internacionales de revisión (ej. derechos humanos) que son inherentes al siglo XXI. En una palabra, todo mundo se aferra a un pasado que (casi) ya no existe. Y el costo de preservar los viejos privilegios crece día a día.

Por supuesto que hay espacios de competencia, empresas del primer mundo y nichos, como los creados por el TLC, que ostentan una inusitada modernidad. Pero la abrumadora mayoría de los mexicanos y, virtualmente, todo el aparato político, vive en otro planeta: unos porque así explotan el sistema, otros porque lo padecen. Mi hipótesis es que, mientras el statu quo no cambie, la reforma educativa es imposible. Y eso fue igual de cierto con los panistas y con los “nuevos” priistas de hoy.

La reforma educativa atenta contra los dos pilares del sistema de educación: mina la hegemonía al permitir competencia de ideas y visiones; y, sobre todo, amenaza al sistema de empleo garantizado con beneficios del cual se deriva el matrimonio histórico entre el gobierno y el magisterio. Los políticos pretenden que los maestros acepten un cambio en las reglas del juego sin cambiar ellos su propio comportamiento. Más al punto, la reforma supone que los maestros se sometan a evaluaciones y otros mecanismos de control, un nuevo tipo de control, sin ofrecerles los medios (y la certeza), de convertirse en parte integral y exitosa del nuevo sistema. En estas condiciones, no es difícil entender el choque de lenguajes, posturas y visiones.

Quizá todavía más importante, el gobierno pretende elevar la calidad de la educación dentro del viejo sistema, una contradicción irresoluble. Al menos una parte del gobierno supuso que se podía eliminar el sistema clientelar de la noche a la mañana, sin costo y sin oposición. Lo que se encontró fue que tanto la retaguardia gubernamental (los que luego capitularon), al igual que la CNTE, siguen jugando bajo las viejas reglas y se entienden a la perfección. La violencia acaba siendo un instrumento en manos de los disidentes, sobre todo porque el gobierno vive atemorizado por el recuerdo de 1968 y, más recientemente, Nochixtlán.

La reforma educativa funcionará cuando el establishment político mexicano esté dispuesto a entrar al siglo XXI. En tanto eso no ocurra, la CNTE y los Nochixtlanes serán la norma, no la excepción.

 

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Ausencia de visión estratégica

 Luis Rubio

Pocas cosas nos distinguen tan nítidamente como país que la total ausencia de visión estratégica: el país vive al día y para el día. Los asuntos no se resuelven, simplemente se posponen; los problemas no se atienden, se compran; no se reconocen los desafíos, se ignoran. En una de las anécdotas más descriptivas del viejo sistema político, se decía que el presidente Adolfo Ruíz Cortines tenía dos charolas en su escritorio: una decía «problemas que se resuelven solos» y la otra «problemas que se resuelven con el tiempo».

Esa lógica tenía viabilidad en una época en que el gobierno gozaba de pleno control. El sistema priista era un mecanismo de control hegemónico con tentáculos hasta en el pueblo más modesto; sus operadores tenían presencia en la mayor parte del territorio nacional y servían tanto como medio para obtener información de los asuntos locales y los potenciales desafíos al sistema, como para disuadir a los potenciales revoltosos o, en su caso, aplacar cualquier disidencia. Problemas había muchos pero el sistema tenía mecanismos para lidiar con ellos y, en un mundo sin la ubicuidad de la información y los teléfonos con cámara, nadie se enteraba de la forma en que ser atendían: lo que contaba no era el cuidado sino la eficacia. Era un mundo por demás simple.

Los presidentes de las últimas décadas seguro soñaron en más de un momento con aquel mundo sin prensa, con ciudadanos sin opciones ni información y con la capacidad de desaparecer los poderes de cualquier gobernador que no se sometiera al poder central. Pero eso era antes: hoy vivimos en un caos creciente porque se pretende que nada ha cambiado.

Para funcionar en esta era, además de desarrollarse, un país requiere allanar el camino en múltiples frentes y eso implica una visión estratégica. Su ausencia en la actualidad -y en nuestra historia- es pasmosa y hasta suicida. Los problemas no se resuelven sino que, en el vernáculo, se «patea el bote». Unos miembros del gabinete sacrifican a otros con tal de ganar un punto sin importar las consecuencias, incluso para el propio gobierno, para no hablar del país; el caso de las recientes elecciones es revelador: algunos miembros del gabinete presidencial prefirieron perder las elecciones con tal de excluir a un potencial rival en el PRI. Lo importante es el hoy, el ahorita y yo. Con esta racionalidad, los problemas no desaparecen, sólo se prolongan, posponen y magnifican. El caso de la CNTE es paradigmático.

Si el problema fuese los juegos de salón en la casa de cristal, el asunto sería irrelevante. Pero estos son meros ejemplos anecdóticos. México enfrenta decisiones fundamentales en un sinnúmero de áreas para las cuales no nos hemos preparado y no hemos exhibido disposición a avanzar.

Aquí hay una serie ilustrativa de los desafíos que tenemos frente a nosotros y que, sin visión estratégica, seremos incapaces de enfrentar:

  • Consolidar la democracia: hoy tenemos un sistema de gobierno disfuncional donde no se sabe dónde termina el ejecutivo y dónde comienza el legislativo, y viceversa. No existen pesos y contrapesos ni reglas claras. Todo son incentivos al conflicto y no a un gobierno efectivo. ¿Cómo construir un modelo de gobierno?  ¿Cómo convencer a las distintas fuerzas políticas?
  • Policías: en 1968 se aprendió la lección errada (policía=represión) y eso ha impedido desarrollar una policía moderna, respetuosa de los derechos ciudadanos y respetada por la ciudadanía.
  • Sistema de justicia: se aprueban innumerables leyes pero no se modifica el paradigma. Los conflictos de intereses en el poder judicial son flagrantes; la justicia a modo sigue siendo la norma.
  • Corrupción e impunidad: todos la denuncian de boca para afuera pero nadie quiere terminar con este binomio. ¿Qué llevaría a cambiar el paradigma dominante, más allá de leyes que nadie pretende cumplir?
  • Relación con EUA: estamos en un momento crucial por su elección pero no tenemos una idea, mucho menos un plan, para redefinir la relación. ¿Qué pasa bajo cada escenario potencial? ¿Qué queremos de la relación? ¿Qué tenemos que hacer para que lo deseable sea posible?
  • Educación: llevamos décadas en un círculo vicioso donde lo importante no ha sido el desarrollo de capital humano. ¿Cómo cambiar la visión de la educación? ¿Qué hay que hacer para lograrlo? ¿cómo sumar, en lugar de combatir, a los maestros? ¿cómo desquiciar a los liderazgos dedicados a impedir el desarrollo de la educación?
  • Finanzas públicas: el modelo de gasto financiado por pocos impuestos cautivos y deuda creciente está haciendo crisis. ¿Cómo desarrollar nuevas fuentes de recaudación? ¿Qué sistema de rendición de cuentas lo haría posible?

Los desafíos que enfrentamos son ingentes y, claramente, no se pueden resolver de la noche a la mañana. Cada uno de ellos -estos y otros- requerirá comprensión, visión, liderazgo y arduas negociaciones. Pero si el único objetivo es «no moverle», «que nada pase», el país persistirá en su declive y el conflicto en ascenso.

La única forma de romper con la inercia es hablando claro: tenemos problemas que requieren una o dos generaciones de esfuerzos continuos para transformar al país. Patear el bote no es solución, así sea cómodo para algunos funcionarios.

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21 Ago. 2016

Desesperación

Luis Rubio

En los ochenta, el título de un libro sobre Indonesia resumía el momento de esa sociedad, no muy distinto al del México de hoy: “un país a la espera”. A la espera de “un cambio”.

Gobiernos van y gobiernos vienen, todos prometiendo la redención. Pero la redención no llega y todo acaba siendo excusas: la culpa siempre fue de otros.

Cuando las cosas salen bien, la sociedad mexicana se vuelca hacia el gobierno; cuando salen mal, la reacción es de despecho: el gobierno la traicionó. Es por esto que la reacción social ha sido tan brutal, haciéndole fácil la vida a los promotores de la desazón como estrategia político-electoral. Y el gobierno no podría haber actuado peor: atrincherado y convencido de su virtud, acaba siendo presa fácil de sus propios prejuicios y de una oposición a la que no comprende, ni lo intenta, todo lo cual arroja a la ciudadanía a una total incertidumbre respecto al futuro.

En los últimos lustros, los mexicanos hemos vivido dos momentos similares y, a la vez, totalmente distintos, contraste que ilustra algunas de las causas del hartazgo, desesperación y enojo ad hominem que hoy caracterizan al país. Vicente Fox y Enrique Peña Nieto no tienen nada en común en sus biografías, propuestas o habilidades, pero ambos prometieron una transformación, de la cual se olvidaron casi inmediatamente después de llegar al gobierno. Fox prometió “sacar al PRI de los Pinos” para cambiar al país; Peña Nieto prometió un “gobierno eficaz”. Ambos traicionaron a la población. Sus fallas explican la creciente popularidad de los vendedores de milagros: igual el “Bronco” que AMLO, o los que vengan.

Joaquín Villalobos, experto en movimientos sociales, dice que no hay peor estrategia de gobierno que la que se deriva de una lectura simple de una realidad compleja. Fox no entendió el tamaño de su victoria ni mucho menos la naturaleza o profundidad de la demanda de cambio en la sociedad mexicana; tampoco reconoció la debilidad del PRI en ese instante. El problema para él eran las personas y no las estructuras e instituciones, razón por la cual acabó nadando de muertito por seis largos años, creando anticuerpos para la transición político-económica que el país sigue esperando.

Peña Nieto no entendió que el México de hoy nada tiene que ver con el de los cincuenta del siglo pasado, que la economía globalizada trastocó para siempre la política interna y que el uso del déficit fiscal es por demás políticamente peligroso. El gobierno actual no sólo leyó mal la circunstancia en que llegó al poder sino también momentos cruciales que cambiaron su devenir, especialmente Ayotzinapa. Su decisión de echar para atrás la descentralización política que había experimentado el país fue de una enorme ingenuidad, como si ésta hubiera sido producto de la voluntad de un presidente y no resultado de una realidad compleja y cambiante. Al re-centralizar e imponer controles sobre los medios de comunicación, los gobernadores y otros actores sociales, además de aumentos de impuestos a los causantes cautivos, y el desdén con que administró (y sigue) los casos de corrupción, acabó en el peor de los mundos: se hizo responsable de cosas sobre las que no tenía, ni podía tener, control. Así, los problemas han acabado en la puerta de Los Pinos y, a la vez, todo mundo se siente agraviado.

El caso de Ayotzinapa es emblemático. En términos objetivos, es evidente que el asunto fue local y que el gobierno federal ni se enteró sino hasta mucho después de que ocurrió, además de que, en contraste con otras crisis, en esa no hubo participación de fuerzas federales. En esas condiciones, es increíble que el gobierno federal haya acabado cargando con la culpa, pero eso fue producto de su forma de actuar, de su necedad por proteger al gobernador y, sobre todo, de ignorar el complejo contexto. Hasta la fecha, el gobierno no parece comprender la cantidad de agravios que generó en toda la sociedad y que Ayotzinapa permitió ventilar y hacer explícitos de manera anónima.

Cuando Khrushchev denunció los crímenes del régimen soviético, uno de los delegados le gritó “Camarada Khrushchev, ¿dónde estaba usted cuando ocurrían esas barbaridades?” Krushchev volteó hacia el público y demandó “¿Quién dijo eso? ¡Levántese!” Nadie se paró. Krushchev entonces gritó de regreso “Ahí, camarada, al amparo de la obscuridad, como usted”.

El gobierno del presidente Peña no entendió a la sociedad que pretendía gobernar ni mucho menos comprendió que sus iniciativas y políticas estaban trastocando valores, tradiciones, intereses y, sobre todo, realidades y derechos ganados a pulso. En el momento en que ocurrió lo de Iguala, la sociedad se manifestó de manera brutal.

Mientras que la incertidumbre domina el panorama, el gobierno sigue atrapado en sus lecturas simples de una realidad compleja, pretendiendo que controla el proceso sucesorio. La contradicción es flagrante: la sociedad requiere definiciones hacia el futuro en tanto que el gobierno le regala cerrazón. La sociedad mexicana comprende la complejidad del momento como lo evidencia su indisposición a la violencia. Sin embargo, ningún país puede funcionar en ausencia de certidumbre respecto al futuro y, al menos, un sentido de esperanza.

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Desesperación 

Luis Rubio

14 Ago. 2016

El terreno de la contienda

Luis Rubio

El terreno de la contienda

Luis Rubio

El enojo es palpable y plenamente justificado: los riesgos de una presidencia Trump son obvios; las ofensas que le ha prodigado a México y los mexicanos son claramente inadmisibles. Todo esto es evidente e indisputable. La pregunta es si México tiene la posibilidad de “parar” a Trump y descarrilar su candidatura, todo ello sin riesgo ni consecuencias perniciosas. Esto último es clave: nuestra localización geográfica creó una enorme oportunidad económica, pero no un gran poder político. No creo que haya nadie dispuesto a afirmar que México sea la potencia regional. Siendo así, sin menoscabar la mancillada dignidad nacional, la respuesta mexicana a Trump no puede ser visceral: tenemos que actuar de manera que mejore nuestras opciones sin incrementar los riesgos.

Si cambiamos la palabra “enemigo” por “vecino”, nadie lo podría decir mejor que Sun Tzu: “Si conoces a tu enemigo y te conoces a ti mismo, no debes temer el resultado de cien batallas. Si te conoces a ti mismo pero no a tu enemigo, por cada victoria ganada sufrirás una derrota. Si no conoces a tu enemigo ni a ti mismo, sucumbirás en cada batalla”.

La estrategia de un actor pequeño frente a uno grande tiene que contemplar las circunstancias, y potenciales consecuencias, de su actuar. Por varios meses, el gobierno mexicano ha estado actuando -y presumiendo- en materia migratoria, promoviendo la ciudadanización de mexicanos que califican para ello, particularmente los llamados “swing states”, donde ningún partido comanda una mayoría sistemática: la presunción es que el voto de los nuevos ciudadanos podría hacer la diferencia el día de los comicios. La lógica numérica es obvia, no así su racionalidad política: de errar, habría que contender no sólo con el nuevo presidente, sino también, al menos potencialmente, con su ira.

Es evidente que México tiene que “hacer algo”, pero ese “algo” no puede entrañar un riesgo devastador. Muchos presidentes mexicanos han ido al congreso estadounidense a “leerles la cartilla;” algunos han trascendido los asuntos bilaterales (como migración y armas) para aventurarse en terrenos por demás escabrosos, como el Medio Oriente y Vietnam. Ninguno logró la benevolencia estadounidense: esperarlo habría sido absurdo. Visto desde nuestro lado, cualquier injerencia estadounidense en asuntos de política interna ha sido siempre rechazada y tachada de injustificada intervención. El nacionalismo estadounidense comienza ahí donde las diferencias entre sus partidos políticos terminan.

Además, en el caso específico de Trump, hay evidencia de que, a lo largo de su campaña por la nominación, sus números mejoraban cada vez que algún personaje mexicano, como fue el caso de Fox, aparecía en los medios criticándolo. La base dura de Trump cree fervientemente en su mensaje y cualquier ayuda de nuestra parte no hace sino fortalecerlo: lo último que debemos hacer es alebrestar (más) al gallinero.

Los gobiernos mexicanos desde fines de los ochenta mantienen una excelente relación con EUA: la interacción entre gobiernos es fluida, los problemas y reclamos se atienden (si bien no siempre se resuelven) y, cada que hay una crisis, la prioridad número uno es evitar que ésta crezca. En al menos dos ocasiones, la mitad del gabinete de Obama se apersonó en la ciudad de México para evitar un escalamiento de tensiones. El problema de México no es la relación con el gobierno norteamericano sino con la sociedad estadounidense. Es ahí donde el déficit es agudo y la causa de la fortaleza y resonancia de la retórica de Trump.

El gran beneficio del TLC fue abrir un mundo de oportunidades para la inversión en México y la exportación de productos manufacturados hacia nuestros vecinos; el gran costo fue habernos convertido en un asunto de su política interna. Hasta los noventa, México era visto como un país clave para ellos por razones geográficas, pero no constituía un factor de discusión política interna más allá de las agencias dedicadas a las drogas y similares. El debate que llevó a la ratificación del TLC cambió esa realidad y generó un estigma para México y lo mexicano en las regiones y comunidades que han salido perdedoras por el cambio tecnológico, la desaparición de empleos tradicionales y el movimiento de plantas manufactureras hacia México y otros países. El hecho político es que México acabó siendo culpado por innumerables males, de los cuales no éramos responsables, pero eso en política no importa.

Lo que sí importa es que no hicimos nada para atacar el problema. Luego de la ratificación del TLC nos olvidamos de la sociedad norteamericana a la que habíamos cortejado para su aprobación. Ahora estamos pagando esa factura. La pregunta es qué hacer al respecto.

En el largo plazo, es evidente lo que hay que hacer: conquistar a la sociedad estadounidense con nuestros excepcionales activos como cultura, historia, gente, servicio, vitalidad, humor, etc. No nos falta nada para lograrlo, excepto un compromiso de largo plazo. En lo inmediato no hay mucha más opción que establecer puentes con los equipos de las dos campañas, explicando la perspectiva mexicana y procurando minimizar daños futuros. Y confiar en que no se materialice el peor escenario.

 

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Luis Rubio

07 Ago. 2016

La debida transición

Luis Rubio

«Las transiciones son largas, inciertas y complejas» afirma Joaquín Villalobos. Peor, escribe la novelista australiana Nikki Rowe, «Una transición no es bonita, pero el estancamiento es de terror». En ese limbo se encuentra el proceso de reforma penal en el país: avances significativos en algunos aspectos pero sin haberse consolidado el puerto de arribo.

El país asumió una transformación extraordinariamente ambiciosa en materia penal pero no se dedicó a crear las condiciones para poder llevarla a buen puerto; como en tantas otras cosas, saltamos al río sin un mapa que guiara el arribo a la ribera opuesta. Sin embargo, de acuerdo a la legislación aprobada hace años, al menos en la interpretación que ha predominado en el poder judicial, los principios del nuevo sistema entrarían en operación de inmediato, impactando las malas herencias del pasado. Con esto, los riesgos de una transición inacabada podrían tornarse inconmensurables.

La principal preocupación en torno a la instrumentación de la reforma se reduce a la aplicación del debido proceso. Desde que se liberó a Florence Cassez bajo el principio de que se habían violado las garantías que existen en nuestro sistema procesal (para evitar que se violen los derechos de todos, culpables o inocentes), se ha liberado a un gran número de secuestradores, pederastas y homicidas. El fallo respectivo de la Suprema Corte estableció el principio del debido proceso y éste ha sido empleado por innumerables abogados para obtener la libertad de sus clientes, a pesar de que la mayoría había reconocido su culpabilidad. El nuevo sistema está acelerando este proceso de liberación.

La disputa al respeto no se ha hecho esperar. Las víctimas (y sus familias) de secuestros, homicidios, extorsiones y toda clase de delitos argumentan que no es posible aplicar un principio de manera retroactiva y que, en todo caso, el nuevo sistema debe aplicarse a delitos futuros y no a los pasados. Una de las demandantes más articuladas, y madre de un joven secuestrado y asesinado, Isabel Miranda de Wallace, escribió que «El debido proceso tiene que ser integral, es decir, todas las partes deben contar con igualdad de armas… Diversas voces se pronuncian por los derechos de los imputados, pero te pregunto ¿quién voltea a ver a las víctimas? ¿Quién defiende sus derechos humanos que son los primeros que se violentan por los delincuentes cuando son torturadas o mutiladas?»

El planteamiento es moralmente indisputable y descubre el corazón del dilema que el país tiene frente a sí en este asunto. La pregunta es cómo llevar a cabo la transición que el país requiere a partir de las cenizas del viejo sistema político autoritario y corrupto, pero que sigue siendo la norma, a la construcción de una nueva plataforma de civilización, democracia y justicia. Dada la corrupción, disfuncionalidad y, por lo tanto, impunidad que caracteriza al sistema de procuración de justicia, es perfectamente explicable y entendible la virulencia de quienes han sufrido por la delincuencia. Igual de lógico es que los ciudadanos -desde los más modestos hasta los más encumbrados- prefieran ver a un presunto delincuente en la cárcel -o lincharlo- que confiar en las promesas inherentes al debido proceso. La burra no nació arisca…

El punto de partida en materia penal son los bajos mundos de la corrupción donde quienes gobiernan la justicia no son los jueces sino los ministerios públicos y sus peritos y policías, quienes carecen del profesionalismo, laboratorios, capacidades e incentivos para realizar investigaciones profesionales y jurídicamente irreprochables. El énfasis del sistema no se encuentra en la procuración de justicia sino en el procesamiento de quienes los propios ministerios determinan ser culpables; el proceso es tan viciado que inevitablemente entraña violaciones a derechos y procedimientos que son la esencia del debido proceso.  Un abogado al que consulté no pudo ser más elocuente: «el debido proceso es un regalo venido del cielo para los abogados defensores porque no hay forma que las procuradurías actuales hagan una buena chamba; siempre es posible encontrar fallas procesales».

Es claro que sólo una transformación cabal del sistema de justicia podría hacer posible que, al llegar al otro lado del río, tengamos procesos abiertos y transparentes, ministerios públicos profesionales y jueces a cargo del proceso. Como en una nación civilizada. El problema es cómo llegar ahí.

El furor que está generando la liberación de personas acusadas de homicidio y secuestro obliga a los políticos a responder. La transición contemplada en la reforma se debió iniciar en 2008 pero, a la mexicana, nunca se dio. La pregunta ahora es qué hacer: congelar la reforma, preservando el sistema de (in)justicia actual, como muchos proponen o crear un mecanismo sancionado por la SCJ que separe al viejo sistema del nuevo, con lo que se crearían incentivos para la pronta implementación del nuevo. Es decir, no sobreponer el nuevo sobre el viejo, sino crear un proceso de transición paralelo.

Lo responsable es no cejar ni por un instante en lo medular: llegar al otro lado del río, al lugar de la justicia profesional e impoluta por medio del debido proceso.

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Luis Rubio

31 Jul. 2016

Educar por dogma

Luis Rubio

Dogmas facciosos forman la estrategia educativa. Unos avanzan una reforma que no se puede aplicar en la realidad, otros la minan para desbancar a un rival en la contienda por la sucesión; unos demandan el cumplimiento absoluto de lo incumplible y los demás aprovechan el río revuelto para imponer su ley y construir una candidatura. Recuerda al viejo chiste sobre la diferencia entre el paranoico y el esquizofrénico: uno construye castillos en el aire y el otro vive en ellos, pero es el psiquiatra quien cobra la renta. El punto es simple: sólo el psiquiatra sale bien librado; los demás trabajan para él.

En toda esta farsa trágica lo menos importante es lo único que importa: la posibilidad de que cada niño mexicano pueda asir y hacer suyo el futuro. Es decir, romper con el impedimento crucial y estructural al desarrollo de cada ciudadano y al crecimiento económico: un sistema educativo construido para la consecución de una hegemonía ideológica como soporte del sistema político. La cesión del control educativo a los sindicatos y sus disidencias no fue producto de la casualidad: el objetivo no era una educación para tener éxito en la vida (e igualar oportunidades para niños nacidos en condiciones tan desiguales), sino el control político.

A esta luz, las movilizaciones de la CNTE en las últimas semanas y meses son perfectamente explicables y siguen una lógica política impecable que el gran estratega Sun Tzu hubiera aprobado: pégale a tu enemigo donde menos lo espera y más le duele. La CNTE nació como una disidencia dentro del sindicato magisterial SNTE y, con el tiempo, se convirtió en un ente corporativo con objetivos similares, por medios distintos. En la práctica, ambas organizaciones se complementaban: el SNTE chantajeaba al gobierno con la amenaza de la CNTE. Ambas organizaciones ganaban de contraponerse con el gobierno.

La detención de la maestra Gordillo no pudo ocurrir en un momento más delicado. Si bien el gobierno actuó porque temía su oposición a la reforma educativa, el costo fue extraordinario: al descabezar al liderazgo, el SNTE quedó desarticulado y la CNTE se convirtió en la contraparte inevitable en la negociación.

La CNTE se hizo poderosa en Oaxaca donde, en control de la secretaría de educación estatal, extorsionaba al gobierno con una fuente interminable de dinero y poder. El gran mérito del gobierno federal actual fue quitarle esa base de poder. Sin embargo, eso no resolvió el asunto de esencia: su credibilidad entre los maestros que la apoyan.

Y ese es el tema medular: si bien muchos maestros participan en bloqueos y marchas porque son obligados, la mayoría lo hace por convicción. La pregunta es por qué. Años de observar el fenómeno me han convencido que hay un factor muy simple que lo explica: los maestros tienen pavor a ser desplazados por la reforma, es decir, tienen miedo de reprobar las evaluaciones y quedarse sin empleo.

Detrás de todo esto yace la lógica perversa del sistema educativo: históricamente, una persona que aspira a ser maestro tiene que reunir una enorme suma de dinero para comprar una plaza, misma que se convierte en un ahorro virtual, a ser capitalizado al final de la carrera magisterial con su posterior venta. Con la compra de esa plaza, el maestro asegura un ingreso por los siguientes treinta años y un retiro garantizado al venderla. Tanto la CNTE como el SNTE se han dedicado a asegurar que esa ecuación se mantenga per secular saeculorum porque es una fuente infalible de control.

La reforma educativa, esencialmente laboral en naturaleza, busca redefinir la relación entre el sindicato y la SEP como fundamento para una eventual reforma educativa de fondo. Desde esta perspectiva, es “puro palo y nada de zanahoria”. Es decir, constituye un enorme amago al statu quo porque no ofrece una salida y, en cambio, amenaza a quienes viven en y del sistema tradicional. Las personas que compraron su plaza hace años ven en peligro su retiro y quienes están en el sistema y se saben poco competentes como maestros temen perder su plaza por las evaluaciones. La reforma no atiende ninguno de estos elementos. Si al maestro le va mal en los exámenes queda fuera del sistema; si le va bien, su ingreso no compensa la pérdida del ahorro inherente a la plaza que compró hace años.

Frente a esto, el gobierno ha ido de torpeza en torpeza. Unos llevan la línea dura, otros quieren desbancarlos. Detrás de todo está la otra lógica de la realidad política: la sucesión presidencial. En este contexto, el proceso de “negociación” no atiende la esencia del problema: sobre todo la diferencia crucial entre la lógica de poder y dinero de los líderes (la vieja consigna corporativista) y los temores de los agremiados. En lugar de dividirlos, se fortalece la alianza. La negociación -y las agendas cruzadas detrás de ella- alientan la protesta.

El riesgo de todo esto es que se generalice la protesta contra todo: la educación, “las” reformas, la economía, etc. El dogmatismo de todos los involucrados -SEP, Gobernación, Mexicanos Primero, CNTE y SNTE- alimenta la candidatura del único que se ha conducido con extraordinaria destreza: primero apoyando las movilizaciones, luego afirmando la permanencia de la reforma.

¿Y los niños?

 

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Las reglas y el crecimiento

Luis Rubio

Quienquiera que haya paseado por las calles de una ciudad europea sabe que los cafés son la sangre de la vida social y comunitaria. Los cafés se extienden hacia las banquetas, donde conviven los comensales con los transeúntes, sin que haya el menor conflicto entre ambos. Los cafés ocupan la banqueta pero no la invaden, reflejo perceptible de una sociedad en la que hay reglas claras que se respetan tanto por parte de los actores privados como por las autoridades responsables de hacerlas cumplir.

Aunque en México han proliferado los cafés y restaurantes con mesas sobre la banqueta, el resultado ha sido muy distinto. La comparación es reveladora.

En sociedades como la nuestra, en que se le otorga muy poca importancia a las reglas, la convivencia cotidiana requiere de mecanismos alternos que la faciliten. En el caso del tránsito vehicular, por ejemplo, la existencia de topes y un sinnúmero de semáforos es sugerente: a falta de conocimiento y aplicación de las reglas (frecuentemente cambiantes) del código de tránsito, la autoridad recurre a barreras físicas para forzar a los conductores a comportarse. Siguiendo el ejemplo europeo, en sociedades en que el conocimiento de las reglas es condición sine qua non para conducir, hay muchos menos semáforos y prácticamente no hay topes: la autoridad recurre a glorietas como mecanismo de interacción entre conductores que se dirigen en direcciones distintas de manera simultánea. Detrás del recurso a glorietas hay toda una filosofía de vida comunitaria que también revela la naturaleza de la autoridad: se espera que todos los conductores conozcan las reglas y se apeguen a ellas. Para las glorietas existe un procedimiento para entrar, circular y salir: sólo quien conoce las reglas de tránsito puede librarlas.

Los cafés y restaurantes de la colonia Condesa o de Av. Masaryk viven en un entorno de reglas cambiantes, siempre dependientes de la voluntad del delegado o municipio. Es decir, no existe un código permanente que establezca qué se puede hacer y qué está prohibido (y cuyo cumplimiento es igualmente estricto tanto para el individuo o comercio como para la autoridad). A falta de esa reglamentación clara y transparente, todo está sujeto a una negociación que, en nuestro medio, implica una mordida. Cuando un comercio llega a un acuerdo (o sea, le llega al precio a la autoridad), el permiso vale por el tiempo en que ese personaje se mantenga en su puesto, razón por la cual el restaurante invade toda la banqueta a fin de explotar cada centímetro del espacio disponible (por el que pagó “por fuera”). El comportamiento tanto de la autoridad como del restaurantero es absolutamente lógico y racional: los dos están explotando la oportunidad que creó el “acuerdo” y ambos saben que es por un tiempo limitado. Los poderes arbitrarios que las reglas le confieren a la autoridad permiten arreglos fuera de reglamento.

Estos obvios impedimentos al crecimiento de la inversión y, por lo tanto, de la economía, trascienden las reformas que con tanto ahínco promovió el gobierno en su primera mitad. Son factores que la inhiben porque la hacen costosa y, sobre todo, riesgosa. Un restaurantero que no cuenta con una razonable certeza del espacio que va a poder utilizar va a pensar dos veces antes de invertir. Lo mismo es cierto para una mega empresa que contemple invertir en el sector energético o en una planta manufacturera de exportación. No es casualidad que quienes más invierten son aquellos que, gracias al TLC, gozan de certeza legal y patrimonial. No así los mexicanos comunes y corrientes.

Mancur Olson, un académico estadounidense, clarificó este fenómeno: encontró que cuando una empresa o consorcio tiene un interés particular claramente definido puede obtener prebendas muy amplias comparadas con las que podrían lograr millones de consumidores que carecen de objetivos comunes. De esta forma, un núcleo de empresas y sindicatos puede lograr protección arancelaria o regulatoria que afecta negativamente al consumidor en general porque tiene capacidad de presión efectiva y directa. Ese núcleo de empresas puede llegar a un acuerdo con la autoridad local o federal que, al beneficiarlo, perjudica no sólo a la población en general, sino que hace riesgosa la inversión en general. ¿Quién querría invertir en un entorno en el que las reglas las fija de manera berrinchuda (es decir, corrupta) la autoridad? El ejemplo es extensivo a sectores como el de las comunicaciones, agricultura, ganadería y otros. Cuando nos preguntamos por qué no crece la economía, la respuesta debería ser obvia.

Nuestro sistema de gobierno fue construido bajo el principio de que la autoridad debe tener gran latitud para decidir dónde y cómo se va a desarrollar el país. Eso quizá tenía sentido y funcionó hace cien años, luego de la devastación revolucionaria y en el contexto de una economía cerrada y protegida. Hoy persisten esas facultades pero la realidad del entorno es la opuesta: en un entorno abierto y competitivo, lo que antes fue (quizá) virtuoso, hoy nos condena a la pobreza y la desilusión. Nada cambiará mientras la arbitrariedad y la falta de contrapesos sean la norma.

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