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Los tres ejes

Luis Rubio

La disputa por las candidaturas a la presidencia es candente y se manifiesta en conflictos, propuestas, zancadillas, ataques, negociaciones y muchas veladoras encendidas. Cada uno de los llamados «suspirantes» promete lo necesario y corteja a su público: unos, los perredistas, intentan construir un Frente para lograr su sobrevivencia; los panistas atizan las discordias y se enmarañan en reyertas inexpugnables, olvidándose que primero hay que ganar…; por su parte, los priistas se desviven en atenciones -que bordean en la adulación- a quien decidirá la candidatura. La competencia interna es natural e inevitable y cada partido la resuelve a su manera. Presumiblemente, todos intentan que ese proceso eleve la probabilidad de ganar la elección presidencial.

Las aspiraciones y las contiendas son todas legítimas, pero nada tienen que ver con los problemas y desafíos que enfrenta el país o con las necesidades y expectativas de la población, que acaba siendo mero espectador en un proceso del que es protagonista, pero sobre el que prácticamente no tiene influencia alguna. Mucho menos sobre lo que siga después del día de la elección.

A pesar de la distancia que separa a quien llegue a gobernar de la población, lo que es evidente desde hace por lo menos tres décadas es que los presidentes no pueden gobernar ni ser exitosos sin al menos el reconocimiento y aprecio de la población. Si uno observa el devenir de las administraciones desde los ochenta, los gobiernos que avanzaron y aportaron algo relevante fueron aquellos que buscaron y procuraron el apoyo de la ciudadanía. Todos los que la ignoraron y despreciaron acabaron derrotados.

El apoyo popular siempre es importante y por eso la máxima de Mao en el sentido de que se puede gobernar sin comida y sin ejército, pero nunca sin la confianza de la población. Ese principio elemental se ha tornado en crucial en la era de la ubicuidad de la información pues los gobiernos de hoy no controlan ese insumo fundamental que, en el pasado, servía para mantener ignorante a la ciudadanía. Hoy las redes sociales y otros medios de transmisión de la información son casi siempre más importantes que los instrumentos con que cuenta el gobierno para actuar. Si a lo anterior se suma el enorme poder de los mercados financieros y su potencial disruptivo, resulta claro que quienes aspiran a gobernar deben tener en mente al menos los tres ejes cruciales que tantos de nuestros gobernantes recientes han ignorado.

Los tres ejes clave para la viabilidad y potencial éxito del próximo gobierno son muy claros: gobernar, mantener las finanzas en equilibrio y ganarse la confianza de la población. Parecerían obvios pero, a juzgar por los resultados de las últimas décadas, ninguno es fácil de lograr. Además, luego de Fox, en que la ciudadanía se sintió traicionada, los votantes han aprendido a usar su voto para premiar y castigar, respectivamente, a los partidos y sus candidatos.

En ese entorno, llega un nuevo presidente a Los Pinos a la vez que se instalan sus secretarios en Hacienda, Gobernación y las otras secretarías clave y todos sienten que les hizo justicia la Revolución. ¡Ya la hicieron! Todo ello cuando la chamba apenas comienza.

Gobernar, ese verbo raro que los jóvenes de hoy nunca han visto, implica hacerse cargo de lo fundamental: la seguridad, la justicia y los servicios públicos; decidir prioridades, explicarle a la población, convencer al electorado y sumar fuerzas para re-direccionar los destinos del país. Quienes aspiran a gobernar típicamente ignoran lo que eso implica: ganarse a la ciudadanía, afectar intereses, someter a quienes amenazan o dañan a la población y, en todo caso, ceder poderes para institucionalizar su propia función. La disputa por la fiscalía es un buen ejemplo: ¿no hubiera sido la gran oportunidad para despolitizar la administración de la justicia y construir un fundamento para el progreso del país, rompiendo con el pasado?

Mantener finanzas públicas en equilibrio es algo que parecería sencillo pues para cualquier ciudadano es elemental no gastar más de lo que tiene, pero no faltan secretarios de hacienda que creen poder desafiar la ley de la gravedad: gastan más de lo que ingresa, endeudan al erario y luego pretenden desentenderse de la inflación y devaluaciones resultantes, factores todos ellos que crean ansiedad entre los acreedores, desprecio por parte de la ciudadanía y costos crecientes de la deuda. Décadas de crisis han sido insuficientes para internalizar estas obviedades.

Finalmente, nadie puede pretender gobernar si no le explica a la ciudadanía qué es lo que se pretende lograr, la convence de la bondad de sus propuestas y le reporta de las dificultades que se presenten en el camino. En lugar de ello, nuestros “gobernantes” tienden a optar por la mentira, aderezar los errores y pretender que nadie se da cuenta. Tanto más simple es cultivar su confianza y rendir cuentas, en las buenas y en las malas.

Todos los buenos gobernantes entienden esto. Liu Bang, el primer soberano de la dinastía Han (202-195 AC), supuestamente dijo que «podía conquistar un imperio a caballo, pero para gobernar tenía que desmontar.» México no es distinto: hay que desmontar para gobernar…

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15 Oct. 2017

Los riesgos de acabar con el TLC

Luis Rubio

La complejidad creciente que experimentan las negociaciones del TLC ha llevado a una serie de discusiones y declaraciones respecto a los escenarios potenciales que arrojaría una situación crítica en las negociaciones mismas o una decisión unilateral por parte del presidente Trump de abandonar el tratado. El gobierno mexicano ha ido construyendo una narrativa orientada a evitar que un rompimiento súbito se tradujera en un colapso instantáneo de la confianza y de las expectativas dentro del país, involucrando para ello a diversos líderes empresariales. El objetivo es muy claro y razonable; sin embargo, es fundamental entender qué es lo que está de por medio porque el ánimo nacional se ha alterado de manera radical en las últimas semanas, minimizando la relevancia del TLC, a la vez que se adoptan posturas catastrofistas.

Lo primero relevante es reconocer qué es el TLC y por qué es importante. En una palabra, el TLC es trascendente porque constituye un ancla de estabilidad, una fuente de certidumbre que goza de apoyo y reconocimiento internacional. Esa certidumbre es clave tanto para la confianza interna como para atraer la inversión del exterior.

  • El TLC fue concebido como un mecanismo a través del cual el gobierno mexicano obtenía una especie de certificado por parte del gobierno estadounidense, éste como garante de que se preservarían las reglas del juego, se mantendría un régimen de liberalización económica y se cumpliría estrictamente con los compromisos asumidos en el texto del TLC.
  • En su inicio, el objetivo de aquellas negociaciones no era el comercio, sino una garantía para la inversión. Esa garantía serviría tanto para generar confianza en la preservación del régimen de apertura como en la protección de las inversiones extranjeras. Lo que acabó siendo el TLC incorpora estos dos elementos tanto en su texto como en los compromisos políticos que lo acompañaron.
  • En la especulación extrema en que hemos caído en estas semanas se discute no cómo preservar el TLC, sino quien debe salirse primero: los norteamericanos si ven que Canadá y/o México no están dispuestos a aceptar sus demandas (muchas de ellas claramente inaceptables) o México como símbolo de congruencia y hombría. La realidad es que, de retirarse el gobierno americano del TLC (un escenario que yo sigo creyendo poco probable) para México es crucial sostener la relación con Canadá que, aunque menos relevante en términos tanto económicos como políticos, al menos preserva el régimen legal de protección a la inversión, algo no menor. También, obliga a preservar el marco comercial inherente al TLC, que entraña una disciplina interna fundamental.
  • Por otro lado, es imperativo entender la función política del TLC dentro de México: su objetivo era limitar dramáticamente la latitud de realizar cambios en materia de política económica en caso de que llegara al gobierno un presidente con una filosofía distinta a la de la liberalización. Es decir, el TLC se concibió un instrumento profundamente político para fines internos. Al TLC se debe que no se haya alterado la política económica en 1995 y podría ocurrir lo mismo en un escenario como el de AMLO el año próximo.
  • En otras palabras, el TLC constituye un límite (menor al de antes por el efecto Trump, pero límite de todas maneras) a un viraje radical en materia de política económica interna.
  • En este contexto, de terminarse el TLC con EUA, es claro que, como se ha argumentado repetidamente en todos los medios, la mayor parte de nuestras exportaciones seguiría teniendo acceso al mercado norteamericano, pero ahora bajo las reglas de la OMC, donde tanto México como Estados Unidos se otorgan trato de nación más favorecida, la esencia del comercio internacional donde todas las naciones que participan gozan de los mismos derechos y obligaciones.
  • Sin embargo, el fin del TLC (al menos con EUA) si pondría en entredicho la política económica general puesto que abriría la puerta a la imposición de nuevas , como podrían ser aranceles (que son muy superiores los comprometidos por México ante la OMC que los de EUA), así como otras modificaciones en campos tan diversos como el manejo de los bancos, la política impositiva y fiscal. Es decir, en ausencia del TLC, el gobierno se sentiría con plena libertad para favorecer a unas empresas y discriminar en contra de otras, otorgar protecciones, estímulos y subsidios a sus favoritos y, en una palabra, abandonar el régimen de equidad económica que, aunque le falta mucho por resolver todos los problemas del país, constituye la espina dorsal de la actividad económica.
  • Es importante recordar que la economía del país se contrajo en 9% el año 2009 porque, al caerse las exportaciones debido a la crisis estadounidense, se colapsó la demanda interna y, con ello, el crecimiento. Eso demostró que el TLC es el único motor de la economía mexicana. Alterar el marco económico que es connatural al TLC implicaría poner en riesgo al motor de la economía mexicana. No es un asunto menor. Es igualmente importante recordar que el planteamiento nodal de AMLO en materia de política económica consiste precisamente en revertir el marco económico hacia la etapa anterior.

En suma, el riesgo de la terminación del TLC no se apreciaría, al menos no al inicio, en el comercio exterior, particularmente en las exportaciones, sino en la capacidad de atraer inversiones del exterior y en la preservación de la confianza interna. El TLC es la única fuente de certidumbre con que cuenta el mundo económico mexicano; despreciar su importancia o minimizarla podría tener consecuencias dramáticas.

 

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Ayer y hoy

Luis Rubio 

A Leonardo Curzio, para quien
los principios importan precisamente
porque son inconvenientes

Hace medio siglo, el PIB per cápita de México era el doble que el de Corea del sur. Hoy, el de esa nación es más de tres veces superior. Más allá de la estrategia que siguió Corea en su desarrollo, es evidente, primero, que tuvo una estrategia y, segundo, que ésta fue incluyente, arrasando con sus diferencias regionales. Eso fue ayer; hoy, Corea encara el mayor desafío existencial desde su nacimiento. Me pregunto si hay ahí lecciones para nosotros.

Afortunadamente, la crisis de los misiles norcoreanos en nada se parece a la crisis que México experimenta con nuestro vecino del norte. Sin embargo, con toda proporción guardada, México enfrenta un desafío existencial en cuanto a su desarrollo y en eso hay lecciones relevantes, al menos conceptuales.

Voy por pasos. Primero, he leído y escuchado a varios expertos* sobre la crisis de los misiles afirmar que el asunto ha acabado cayendo en manos del gobierno de Corea del sur, en buena medida porque tanto China como Estados Unidos, cada uno por sus razones, ha probado ser impotente ante la amenaza. China, se afirma, tendría la posibilidad de imponerle condiciones al régimen de Pyongyang, logrando con ello una moderación de su escalada nuclear, aunque no es evidente que hacerlo sea en su interés: para China es mayor el riesgo de tener en su frontera a un régimen militarmente aliado con EUA que las amenazas de Kim Jong-un. Estados Unidos dice contar con la capacidad militar para destruir las instalaciones nucleares clave, aunque cada vez es más claro que esa capacidad no es utilizable por los riesgos inherentes a su empleo. Por su parte, Corea del sur es el país que corre el mayor riesgo en esto, dado que su capital y ciudad principal, Seúl, se encuentra a unas decenas de kilómetros de la frontera. Frente a este escenario, lo crucial es qué hará Seúl más que lo que harán las dos potencias involucradas.

Corea del sur y Estados Unidos han sido aliados desde los cincuenta; esa alianza incluye una vasta presencia militar norteamericana en territorio coreano y garantías de acción conjunta en caso de conflicto. Sin embargo, para Corea, el gobierno de Trump está probando ser menos confiable de lo que preferiría y los riesgos son cada vez mayores, todos ellos para la población coreana. ¿En qué momento sería preferible para Seúl romper con la alianza militar a cambio de la paz con Pyongyang y la desaparición de su amenaza nuclear?

Por supuesto que no hay paralelo entre el predicamento que enfrenta el régimen de Seúl con los dilemas que nosotros los mexicanos encaramos: los suyos son de vida o muerte, los nuestros de desarrollo. No se puede equiparar la dimensión del asunto, pero sí su concepto. Ambos enfrentamos los avatares que impone un gobierno equívoco y vacilante en Washington, lo que obliga a ambos a tomar decisiones fundamentales sobre su futuro. Estoy seguro que los coreanos preferirían enfrentar nuestros dilemas, pero no por eso los nuestros son intrascendentes.

Para Corea el dilema parece radicar en su propia fortaleza interna: ¿cuenta con la capacidad para avanzar sus intereses y proteger a su población sin la alianza con EUA? Menudo problema, sobre todo cuando el riesgo es inconmensurable: cualquiera que haya visitado la zona desmilitarizada entre el sur y el norte entiende a qué sabe el miedo y comprende de inmediato por qué la llaman “el lugar más peligroso del mundo.” Para México la pregunta es si pueden desarrollar fuentes de certidumbre interna que nos permitan disminuir la importancia del TLC para la viabilidad económica del país.

Cada nación tiene su historia y la nuestra no incluye, afortunadamente, riesgos existenciales de la magnitud que afrontan los coreanos. Sin embargo, lo existencial para nosotros tiene que ver con la pobreza que aqueja a buena parte del sur del país y, parte integral de la potencial solución radica en la ausencia de fuentes de confianza y certidumbre internas que, sin el TLC,  permitan atraer inversión, la esencia de cualquier estrategia de desarrollo y de combate a la pobreza.

El dilema es conceptualmente simple: la razón central del TLC, el objetivo medular que buscaba procurar el gobierno del presidente Salinas con ese instrumento, era la generación de confianza entre los inversionistas a fin de que se crearan fuentes de riqueza y empleo en México. Sin el TLC, México queda desnudo porque no hemos hecho nada en estas décadas para solidificar un régimen de legalidad equiparable al que crea el TLC. Eso, más que ninguna otra cosa, es lo que está de por medio en el complejo kabuki -ese drama y teatro japonés en el que nunca es claro donde está uno parado- que estamos bailando con los estadounidenses.

La negociación obviamente tiene que continuar, pero lo esencial no es lo que decida un presidente que se levanta a las cuatro de la mañana a twitear ocurrencias, sino qué vamos a hacer nosotros para construir fuentes de certidumbre y legalidad en nuestro propio fuero interior. Nada más y nada menos. Nuestra vulnerabilidad es grande pero no existencial: he ahí una lección central.

«La fortaleza de un país, decía el secretario de finanzas de un país europeo, se refleja en su capacidad para enfrentar y resolver situaciones de crisis.” ¿Es fuerte México?

*ver, por ejemplo, https://www.youtube.com/watch?v=IFLuGzM9alw

 

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08 Oct. 2017

Crisis y oportunidad

Luis Rubio

 Los momentos de crisis sacan lo mejor y lo peor de nosotros: de la sociedad y del gobierno. El sismo que afectó a la zona central del país el pasado 19 de septiembre mostró a una sociedad previamente organizada, con capacidad inmediata de reacción y a una ciudadanía instantáneamente dedicada a lo importante. Tanto la preparación que ya existía como la respuesta ciudadana mostraron una cara no sólo encomiable de la sociedad mexicana, sino también a una ciudadanía comprometida y activa. Lo mismo se puede decir del gobierno: su capacidad de respuesta, su preparación y acción inmediata fueron plausibles y decisivas. La suma de los dos, ciudadanía y gobierno, salvó el momento.

La sociedad no esperó al gobierno: tomo control de su espacio y en cuestión de horas los centros de acopio estaban literalmente saturados; a su vez, los jóvenes se fueron de inmediato a las zonas afectadas, haciendo lo posible por contribuir al rescate de las víctimas. La eficacia en lo primero es simplemente imposible de empatar en el segundo ámbito, pues ahí se requieren equipos, experiencia y disciplina casi militar. Lo contrario es cierto en el ámbito gubernamental: su capacidad de acción en los sitios afectados es inmensa porque se ha preparado, cuenta con los equipos y cuenta con la experiencia necesaria; por otro lado, por la enorme desconfianza -y desprecio- que los gobernantes -de todos los partidos- se han ganado a pulso, su capacidad de generar sustento para necesaria movilización social es sumamente limitada. Al menos en la ciudad de México, sociedad y gobierno actuaron en los ámbitos que les correspondía, dando cada uno lo mejor de sí.

También hubo cosas menos encomiables. Los asaltos no disminuyeron, retornamos a los viejos vicios de intentar manipular las emociones populares y el celo burocrático impidió que otras entidades gubernamentales -y, especialmente, los contingentes técnicos que vinieron del extranjero- actuaran de inmediato, todo lo cual quizá implicó la innecesaria pérdida de muchas vidas que, tal vez, pudieron haber sido evitadas.

Pasada la primera etapa, la de las tragedias y la reconciliación de cada quien con las nuevas circunstancias, comienzan las nuevas realidades políticas. Los voluntarios realizaron un impactante trabajo, pero ahora retornan a la escuela o a su actividad laboral; el gobierno retorna a lo de siempre, suponiendo que cumplió con su deber y lo que sigue ya es lo cotidiano: administrar las consecuencias. Los primeros sienten que lograron un hito ciudadano; los segundos se olvidan de las emociones del momento y retornan a la rutina burocrática. Quizá ambos se percatan que las cosas cambiaron, pero no exactamente en la forma en que lo imaginan.

Es lugar común afirmar que el sismo de 1985 cambió la vida política mexicana porque evidenció a un gobierno incompetente, incapaz de lidiar con la crisis inmediata, lo que creó una conciencia ciudadana. Todo ello es factual y, sin duda, relevante. Sin embargo, lo que verdaderamente cambió a la política mexicana fue la crisis que representó la población que sobrevivió al sismo pero perdió su vivienda. Fue ahí donde se cuajaron acuerdos no muy sacrosantos entre diversos actores políticos, construyendo la coalición que cambió al DF y, eventualmente, al país. El equivalente de hoy podría estar en ciernes: miles de familias que sobrevivieron el sismo pero quedaron sin casa. Peor, muchas de éstas eran propietarias de condominios (algo muy distinto a 1985) y no sólo se quedaron sin un lugar donde vivir, sino sin su principal patrimonio.

Es decir, la crisis apenas comienza y los desafíos son enormes porque la población afectada en el DF es fundamentalmente de clase media y no cuenta con las opciones que serían concebibles en las zonas rurales. En términos legales, es evidente que el problema no corresponde al gobierno, pues cada persona es responsable de proteger sus posesiones y quien no compró un seguro para su apartamento optó, de facto, por correr el riesgo en su persona. Pero esa no es nuestra forma típica de comportarnos, por lo que el hecho político, a diferencia del legal, probablemente será una enorme presión sobre el gobierno para que resuelva la crisis que se viene.

La forma en que se resuelva esta y otras situaciones que sin duda se presentarán en las próximas semanas y meses serán absolutamente determinantes del devenir político en 2018, particularmente para el gobierno perredista de la CDMX y el gobierno federal. Ambos tienen la oportunidad de buscar soluciones, anticipar complicaciones y encontrar salidas efectivas que eviten un cisma mayor. Igual de evidente es que ambos gobiernos (y sus partidos y candidatos) enfrentarán a los oportunistas de siempre -internos y externos- disparando en busca de leña del árbol caído.

En sus cuadernos, Mao Tse Tung escribió, a la Clausewitz, que «la política es guerra sin derramamiento de sangre, en tanto que la guerra es política con sangre.» Acabó el sismo y sus consecuencias inmediatas, pero ahora volvemos a la guerra política de siempre. Lo que cambió es la posición relativa de los actores políticos: la crisis le regaló una oportunidad a los gobiernos federal y local; ahora todo está en sus manos.

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DOMINGO 1 DE OCTUBRE DE 2017

El azar y las oportunidades

Luis Rubio

En un ejercicio en el que participé hace años en Boston, el profesor que organizaba el evento planteó la posibilidad de que Tolstoy y Dostoyevsky colaboraran. La pregunta que le hacía al auditorio era: ¿Será “la guerra y el castigo” o “el crimen y la paz”? El propósito era obligar a los participantes a pensar «fuera de la caja» y a buscar soluciones distintas a las convencionales en los asuntos de cada quien. Estos días de sismos me hicieron recordar aquella aventura y a observar al gobierno de una manera distinta.

El temblor que destruyó innumerables comunidades en Oaxaca y Chiapas mostró a un gobierno competente, en forma y con capacidad de respuesta. Tres décadas después del funesto sismo de 1985 -mismo que hundió a la administración de entonces y sembró las semillas de la ruptura dentro del PRI y del nacimiento del movimiento que llevaría al eventual triunfo de Cuauhtémoc Cárdenas en el DF- es fehaciente y palpable el aprendizaje que experimentó el gobierno a partir de entonces, que se volvió a ver en la CDMX el 19 de septiembre. De hecho, en las últimas semanas se ha podido apreciar la presencia de un presidente dispuesto a comunicarse con la población, a explicar los hechos e intentar convencer a la ciudadanía. ¿Habrá consecuencias políticas de este cambio?

Este sexenio hubiera sido muy distinto de haber tenido el presidente Peña Nieto una presencia pública como la de los últimos días. En contraste con los años pasados, el presidente de hoy se encuentra claramente a cargo, de manera visible y hasta contundente. Quizá el factor diferenciador radique en que el asunto no es técnico, como lo fueron las reformas que promovió, sino enteramente político y, por lo tanto, mucho más apegado a su naturaleza. Cualquiera que sea la explicación, el hecho es que, en un país ávido de liderazgo fuerte y claro (tal vez la razón principal por la que López Obrador encabeza las encuestas), la súbita (y, hasta hoy, exitosa) prominencia del presidente de la República obliga a preguntar si esta nueva persona pública le permitirá salvar su sexenio o, en todo caso, si tendrá un efecto electoral.

Luego de revisar varias encuestas, tres son los factores que me parece determinan el comportamiento de las expectativas y percepciones del electorado en este momento: primero, liderazgo y claridad de rumbo, sobre todo a la luz de un enorme enojo de la población con el gobierno, el statu quo y, en general, la percepción de ausencia de soluciones; segundo, honestidad y corrupción: parece claro que la población se ha tornado absolutamente intolerante respecto al mal uso de fondos públicos, los criterios con los que administran los gobernantes y funcionarios tanto a nivel estatal como federal y, sobre todo, el descaro con el que se enriquecen quienes detentan cargos públicos; y, tercero, empleos, crecimiento y desigualdad, con particular énfasis en la creciente brecha que aqueja al país: la mitad que crece arriba del 6% y la mitad que se contrae o que, en el mejor de los casos, se mantiene igual que hace dos décadas.

Ninguna encuesta es definitiva y las emociones y percepciones cambian con el tiempo y las circunstancias, por lo que su efecto electoral no siempre es perceptible sino hasta el último momento. El tan vapuleado libro de Hillary Clinton sobre su derrota electoral es interesante en más de un sentido, pero lo que más me llamó la atención es su afirmación de que ella no se percató durante la campaña del enorme enojo que caracterizaba al electorado estadounidense y que fue lo que, al final, logró capitalizar exitosamente Donald Trump. Traigo esta anécdota a colación por una razón: las campañas estadounidenses son extraordinariamente sofisticadas en el uso de herramientas técnicas, demoscópicas y análisis de la llamada «big data» y, sin embargo, todo ese (costosísimo) aparato en manos de Clinton fue incapaz de detectar el factor que, a final de cuentas, determinó el resultado. ¿Podrá pasar algo similar aquí el próximo año?

Las emociones y las percepciones tienen distintas causas y son dinámicas, cambiando todo el tiempo. Para unos el enojo puede ser producto del evidente enriquecimiento de un gobernador, para otros el efecto de una mala obra pública (como fue el socavón en Cuernavaca o el acueducto en Monterrey). En muchos casos, como ocurrió con las casas del grupo gobernante, fue mucho más dañina la falta de explicación y respuesta que el hecho mismo: el gobierno creó un vacío que fue inmediatamente llenado por los enojados por la corrupción. No juzgo la relevancia del actuar de unos u otros; el hecho político es que el sexenio actual padece los efectos de sus propias acciones y omisiones. Fox prometió soluciones y su fracaso en producirlas creó las condiciones para que emergiera una ciudadanía demandante y exigente que ha tomado al voto con una enorme seriedad y está dispuesta a usarlo en 2018.

En los próximos nueve meses seremos testigos de toda clase de pullas, estrategias, estratagemas e intentos por ganar la presidencia. Pero el mayor riesgo y la mayor oportunidad recaen en el gobierno saliente, pues su actuar en momentos de crisis, puede alterar, para bien o para mal, todo el panorama. Ahí estamos y ahí va el país.

 

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24 Sep. 2017

Nostalgias

 Luis Rubio

Una manera de resumir (inevitablemente simplificando) las últimas décadas es la siguiente: por un lado, una lucha entre dos visiones del desarrollismo y, por otro, intentos por lidiar con sus consecuencias. Ambos procesos han sido infructuosos, pero su principal característica es que todo ha sido mirar hacia el pasado. Llevamos al menos dos décadas tratando de retornar a un mundo que no era deseable pero, más al punto, que no es posible. La nostalgia no es buena guía: lo que México necesita es construir un futuro distinto.

Las visiones desarrollistas son obvias; en primer lugar se encuentra el gobierno actual, con proyectos grandiosos de desarrollo: carreteras, grandes y ambiciosas reformas, infraestructura y sueños de recreación de un mundo idílico. El énfasis es en el largo plazo y en objetivos faraónicos que, tarde o temprano, llevarían a reconocer la grandeza del gobierno promotor. En segundo lugar está Andrés Manuel López Obrador con una visión igualmente nostálgica pero inmediata en concepción: su perspectiva es la de actuar frente a los retos del momento y lidiar con los grupos de interés que son políticamente clave; quizá no haya mejor ejemplo de su énfasis que los segundos pisos en el periférico del entonces DF: grandes obras que el gobernante le otorga al ciudadano para su mayor comodidad.

El denominador común es el gobierno generoso que actúa para el bien ciudadano sin jamás consultarlo: el gobierno está por encima de esos menesteres pequeños, como la ciudadanía, y su única responsabilidad radica en grandes obras, infraestructura y acciones que deben servir al ciudadano porque el gobierno no está para preguntar, responder o rendir cuentas sino para imponer sus propias decisiones. Los dos, el priista saliente y el ex priista de Morena son mucho más parecidos de lo que ellos imaginan o reconocen.

El PAN ha sido muy distinto en su paso por el gobierno: Fox simplemente vivió el fin de la era del PRI sin molestarse por los detalles del rompimiento de las instituciones precolombinas que habían servido para contener y controlar a la población. En lugar de lidiar con el pasado y construir instituciones nuevas o convocar al desarrollo de estructuras idóneas para el siglo XXI (en contraste con las de los treinta del siglo pasado que siguen siendo la esencia de la política mexicana), Fox navegó de “muertito” y así le fue a él y al país. Calderón respondió ante las consecuencias del viejo sistema y la liviandad de Fox con una estrategia de contención de las hordas criminales, sin jamás reparar en la necesidad de un nuevo basamento para la seguridad cotidiana al servicio de la población. Visión distinta, pero igual pegada al retrovisor.

Los proyectos desarrollistas no se preocupan por las consecuencias porque el gobierno siempre sabe mejor; los panistas no se preocupan por las consecuencias porque se atoran en lo que existe. Ninguno ha construido capacidad de gobierno para el futuro del país: ninguno se dedicó a gobernar en el sentido de crear condiciones de seguridad, estabilidad y credibilidad que le permitieran al ciudadano dedicarse a actividades cada vez más productivas y relevantes para sí mismo y, como resultado, para el país. Ninguno se ha abocado al país del futuro.

Gobernar no consiste en imponer preferencias desde arriba, sino en resolver problemas, crear condiciones para el progreso y prosperidad de la población y, en una palabra, contribuir a que la ciudadanía goce de una vida mejor. La función del gobernante no consiste (al menos no fundamentalmente), en grandes obras públicas, aunque las pueda haber, sino la de servir al ciudadano: ganárselo, y su voto, sirviéndolo. En otras palabras, casi lo inverso de la lógica que caracteriza a la política mexicana, que entiende al ciudadano como un estorbo y al gobierno como la solución de todos los problemas.

¿Cuántos de nuestros gobernantes han pensado en hacer menos penosa la espera -en ocasiones de muchos meses- para que una persona sea recibida en el IMSS? ¿Cuántos han construido infraestructura para reducir drásticamente los tiempos de transporte para la ciudadanía en las grandes ciudades del país, que hoy llegan a dedicar hasta cinco horas de su día a ese menester? ¿Cuántos de nuestros funcionarios han buscado simplificar el pago de impuestos? ¿Cuántos de nuestros políticos entienden la angustia cotidiana que produce la ausencia de un sistema confiable de seguridad para millones de padres y madres de familia?

Gobernar desde luego incluye reformas y obras de infraestructura, pero ninguna de esas va a mejorar o resolver la vida pública si no se conciben para y con la ciudadanía. Nuestro sistema político fue creado para estabilizar al país y controlar a la población, circunstancias que empataban la realidad del país y del mundo hace cien años, en la era postrevolucionaria. Hoy, casi cien millones de mexicanos después, ese sistema ha sido totalmente rebasado y los remiendos -como el electoral de las últimas décadas- ya no son suficientes.

México tiene que construir un nuevo sistema de gobierno, uno que confiera certidumbre y obligue a los gobernantes a gobernar y a servir al ciudadano. Sin eso, seguiremos en el pasado y peor en algunos escenarios.

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17 Sep. 2017

Conectividad para el futuro

Luis Rubio

Hasta hace no muchas décadas, la geografía imponía límites a la capacidad de desarrollo de las naciones. Las distancias y la falta de infraestructura determinaban que los países pobres se mantuvieran pobres, con pocas posibilidades de progresar. Sin embargo, los avances tecnológicos han transformado al planeta al permitir escapar de la “prisión de la geografía”, como la llama el Nobel Angus Deaton: “billones de personas se han reunido en el mercado global al construir conectividad a pesar de su ‘mala’ geografía e instituciones”*. La tecnología abre ingentes oportunidades porque permite el acceso a nuevas ideas, prácticas de negocios y tecnologías hasta el lugar más recóndito de la Tierra. A pesar de la oportunidad, México no las ha aprovechado más que marginalmente.

Según Parag Khanna en su nuevo libro Connectography, el futuro del mundo va a determinarse por las cadenas de proveeduría que se establezcan dentro y entre las naciones. La capacidad de acercar los productos a los mercados y las materias primas a los centros de producción es lo que determinará la riqueza de las naciones en la era de la conectividad. La clave del éxito en ese entorno reside en la conectividad y ésta la determina la infraestructura y la adopción de tecnologías que permitan la conectividad.

Siempre se ha sabido que la infraestructura es clave para el desarrollo, pero no cualquier infraestructura es relevante: sólo aquella que permite romper con los límites dela geografía y de la pobreza. “No hay peor corrupción que la opresiva ineficiencia de las sociedades en que la movilidad más básica está impedida por la inexistencia de infraestructura. Es como vivir sin la rueda”. Y continúa: “La falta de infraestructura física y de capacidad institucional es tan desesperante que deberíamos considerar si el problema de la construcción de fortaleza gubernamental no reside en el Estado mismo… Deberíamos conectar áreas urbanas dentro y a través de las fronteras nacionales para que alinear mejor a las personas, recursos y mercados. Esto implica contemplar a las ciudades como la base de la construcción y fortalecimiento del Estado en lugar de verlo como un producto de éste”.

El punto de Khanna es que la infraestructura debe concebirse como un medio para promover la cercanía entre personas, recursos y mercados, de tal suerte que se convierta en un trampolín al desarrollo. En este sentido, es clave que los proyectos de infraestructura que se promuevan sirvan para elevar la conectividad porque los recursos son escasos y no todos contribuyen al desarrollo. Es imperativo, dice el autor, entender al mapa de un país, de la región y del mundo como un conjunto de centros productivos (hubs) que, al vincularse directamente, permiten remontar las limitaciones de Estados débiles y gobiernos sin brújula.  Desde esta perspectiva, no hay inversión más importante que la de la infraestructura que permite esa conectividad.

En lugar de los imperios del pasado dedicados a dominar grandes territorios y fuentes de recursos, dice Khanna, la verdadera disputa en la actualidad es por la generación de valor a través de la conectividad como medio para acelerar el crecimiento de las economías. Al estudiar a China, el autor argumenta que ese país no está intentando controlar vastas regiones de África y Asia, sino tener acceso a sus mercados ya sea como fuente de recursos o como destino de sus productos. Es decir, el gran tema del futuro es logístico.

En ese mundo futuro las empresas serán actores fundamentales porque estarán a cargo de la provisión de bienes, recursos y empleos; actuando más allá de sus fronteras, cambiará la dinámica entre empresas, gobiernos y sindicatos, lo que exigirá nuevas formas de rendición de cuentas no sólo para gobiernos sino también para las empresas. De hecho, dice Khanna, “la distinción entre lo público y lo privado, consumidor y ciudadano, se evapora. Cuando la ciudadanía nacional aporta beneficios menores, las cadenas de provisión ciudadanas se tornan mucho más importantes”.

Desde esta perspectiva, atraer cadenas de provisión constituye la forma más rápida para elevar la tasa de crecimiento. Pero no es sólo atraer inversiones, sino cadenas de proveedores que las alimenten, de tal suerte que se amplíen las oportunidades de empleo y generación de riqueza. Como beneficio adicional, la incorporación integral de la economía al mundo global (algo que en México sólo es parcial porque buena parte de la planta industrial sigue aislada de la globalidad), se ha convertido en un vehículo para la transformación social, de derechos laborales y, en general, de derechos de las personas.

“La conectividad se convierte en una plataforma para un desarrollo integral de la sociedad”. Más aún, “el acceso a la información permite afianzar la dignidad de las personas: un derecho fundamental para el avance personal y la productividad económica”. La conectividad tiene otro beneficio: como argumenta Deirdre McCloskey en su nuevo libro,** son las ideas y su diseminación lo que hace posible el desarrollo, ideas para los motores eléctricos y elecciones libres, pero sobre todo las ideas liberales de igualdad, libertad y dignidad para las personas comunes y corrientes.

No es el capital ni las instituciones lo que hizo posible que unas naciones se hicieran ricas, sino las ideas que dignificaron al innovador y dieron vuelo a su imaginación. Las cadenas de proveeduría permitirían diseminar todo eso que ha sido imposible por siglos en México, incluyendo el desarrollo y la riqueza.

*The Great Escape
** Bourgeois Equality

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10 Sep. 2017

https://www.elsiglodetorreon.com.mx/noticia/1378632.conectividad-para-el-futuro.html

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Gobierno vs. elecciones

Luis Rubio

En la Odisea, Ulises retorna a su casa habiendo aprendido a distinguir lo esencial de la vida: separar lo profano de lo sagrado, así como la existencia de límites para el ejercicio del poder. Ulises había destruido el alcázar sagrado de Troya para conseguir alimentos para sus compañeros, un cálculo pragmático que entrañaba la profanación de lo que merecía respeto. La experiencia le enseña a Ulises que tiene que aprender a ser reverente ante lo sagrado, metáfora que emplea Homero para explicar los límites de las cosas, la necesidad de mesura.

El debate político en el país es álgido y en ocasiones violento, pero siempre divertido, sobre todo porque refleja lo que es natural: los intereses, pero también las pasiones. Lo que es peculiar del debate es la personalización de los asuntos: que si Calderón inició una “guerra contra las drogas” o si a López Obrador le robaron la elección de 2006. Como dice Leonardo Curzio, llevamos más de dos décadas de alternancia en una multiplicidad de estados, municipios y la presidencia y, sin embargo, seguimos peleando los asuntos electorales, como si la realidad fuese la de la vieja era del PRI. Las cosas cambian, los actores se mimetizan y la naturaleza de los problemas acaba siendo otra, exigiendo respuestas que tienen que ser distintas.

Nuestro problema es de gobierno -gobernanza- y no de naturaleza electoral. Por supuesto, no tengo duda que se podrían y deberían mejorar los procesos electorales y avanzar hacia un estadio en el que las prácticas violatorias del espíritu de la ley sean erradicadas, a la vez que se logra una legitimidad absoluta del resultado. Sin embargo, el hecho de que no hayamos logrado romper con estos vicios sugiere que el problema que enfrentamos no se encuentra en el ámbito electoral pues es evidente que quienes ahí se juegan la vida son los mismos que establecen las reglas y están dispuestos -de hecho, decididos- a violarlas tan pronto se seca la tinta del Diario Oficial.

México tiene un sistema de gobierno nominalmente federalista pero que de hecho tiene un espíritu centralista. El fenómeno del “jefe máximo,” el caudillo instalado en la silla presidencial se reproduce a nivel estatal y municipal. Antes, con un centralismo asfixiante, el presidente servía de contrapeso frente a los gobernadores, evitando sus peores excesos. Ahora, con un sistema centralista en ruinas pero que permanece ubicuo, nos hemos quedado con todos los vicios del centralismo sin su única potencial virtud, que es la que hoy caracteriza a China: ser capaz de enfocar todos los recursos hacia el desarrollo, le guste a la población o no.

Nuestro federalismo es de papel. No existen estructuras institucionales para hacerlo funcionar, sobre todo a nivel estatal y municipal, donde sobrevive el viejo centralismo asfixiante, pero dedicado casi sin excepción al enriquecimiento del gobernante en turno. Pero son las excepciones las que son reveladoras: independientemente de que se enriquezca el gobernador temporal, hay estados en lo que las realidades del poder -o sea, la existencia de contrapesos de facto- hacen mucho más difícil el exceso. Por ejemplo, no es casualidad que haya menos escándalos de corrupción desmedida en estados como Querétaro y Aguascalientes, donde la presencia de enormes inversiones extranjeras se ha tornado en un factor de estabilidad y avance sistemático (en infraestructura, seguridad, etc.) que no existe en estados más diversificados o menos exitosos en atraer esas inversiones. Con esto no quiero sugerir que tienen un mejor sistema de gobierno, solo que existen contrapesos fácticos y éstos cambian la lógica del ejercicio del poder. Es decir, los incentivos del gobernador son muy claros y limitativos.

Así como antes los presidentes “supervisaban” a los gobernadores y, con frecuencia, los removían del cargo, hoy muchos gobernadores hacen lo propio con los presidentes municipales. Los métodos han cambiado en algunos casos, pero el fenómeno es el mismo: la noción del mando único es exactamente eso, la búsqueda de la subordinación con la excusa de la inseguridad. Lo que no ha mejorado -ni cambiado- es la forma de “gobernar.”

El gobierno (y la seguridad) comienza desde abajo. Si queremos lograr un país bien gobernado tendremos que construir un sistema de gobierno municipal que funcione y eso comienza con el impuesto predial, pues así se establece un vínculo de contrapeso entre el ciudadano que paga y el munícipe que gasta. De ahí hacia arriba: justo lo opuesto de lo que hoy existe.

Cuando “explotó” Michoacán al inicio de este sexenio, el gobierno envió al ejército y a la policía federal para estabilizar el lugar, a la vez que envió a un encargado que se dedicó a comprar voluntades sin ton ni son, pero también sin éxito. Hubiera sido mucho mejor aprovechar la presencia de las fuerzas federales para construir capacidad local: policías nuevas, un sistema fiscal, un fuerte contrapeso ciudadano y así sucesivamente. O sea, construir un nuevo sistema de gobierno.

Oportunidades no faltan, pero el diagnóstico correcto sigue estando ausente, probablemente porque eso cambiaría el equilibrio de poder que es, a final de cuentas, nuestro problema de fondo.

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03 Sep. 2017

 

Desgobierno por consenso

Luis Rubio

 

La democracia no se inventó para generar acuerdos o consensos sino precisamente para lo opuesto: para administrar los desacuerdos. Por su parte, la política es el espacio para la negociación sobre distintos tipos de solución a los asuntos y problemas de la sociedad e, inevitablemente, genera ganadores y perdedores. La diferencia entre democracia y política es nítida y evidente, pero en nuestro país se pierde porque no está resuelta la legitimidad del acceso al poder por la vía electoral, al menos en un partido y su actor político clave. Si yo gano fue democrático, si pierdo fue fraude y, en cualquiera de los dos casos, yo fijo la agenda política. ¿Alguna duda sobre la principal fuente de incertidumbre viendo hacia 2018?

Guillermo O’Donnell escribió que “la razón básica del desencanto de los ciudadanos latinoamericanos reside en haber creído que el ladrillo de la alternancia era la casa de la democracia.” En México apostamos a una serie de reformas electorales como vía para la transformación del sistema de gobierno, un medio incompatible con el objetivo que se perseguía; lo que se logró a lo largo de décadas de reformas fue la inclusión de fuerzas políticas alienadas del tradicional “sistema,” el objetivo central de las reformas, sobre todo la primera relevante: la de 1977. Así, llevamos casi medio siglo de reformas electorales cuyo objetivo era el acceso al poder, no la construcción de un nuevo orden político ni, mucho menos, un nuevo sistema de gobierno.

En esa dualidad se puede observar quizá el principal desafío que el país enfrenta hoy: las reformas políticas -de 1977 en adelante- fueron concebidas por los partidos políticos para ellos mismos; ninguna contempló a la sociedad o a la ciudadanía. El caos político, económico y de seguridad que hoy nos caracteriza se deriva de ese simple hecho: la prioridad ha sido la clase política que se expande con cada reforma, pero no la solución de los problemas que padece el país y que afectan de manera directa a la ciudadanía. No hay ejemplo más patente de esta peculiaridad que la reforma de 1996, en que se incorporó al segundo y tercer partido en el sistema de privilegios en lugar de crear un sistema abierto, competitivo entre los partidos.

Si uno acepta que nuestro principal problema hoy no radica en el acceso al poder sino en la funcionalidad y calidad del gobierno, la solución no se va a encontrar en los procesos electorales (más reformas, segundas vueltas). La democracia sirve para definir quien accede al gobierno y, en un sentido más amplio, cuáles son los procedimientos para la toma de decisiones en la sociedad; sin embargo, la entidad dedicada a la administración de las decisiones y al cumplimiento de las funciones esenciales que la sociedad demanda del gobierno depende del gobierno mismo y ese es el eslabón débil en la realidad mexicana actual.

Nuestro sistema de gobierno es una herencia que se remonta a la era del porfiriato y que, por mucho que haya funcionado entonces, no tiene capacidad alguna para responder a las realidades y circunstancias del siglo XXI. En aquella era, el país era pequeño en población, muy concentrado geográficamente y la economía se circunscribía, en lo fundamental, a actividades primarias. Más importante, no existían las comunicaciones de hoy ni la disponibilidad ubicua e instantánea de información y el poder del gobierno -organizado, centralizado y totalmente enfocado- mantenía el orden a como fuera necesario. La vida simple demandaba un sistema educativo simple y, en su mayoría, sesgado hacia las zonas urbanas.

Hoy en día, el país es enorme en población, su diversidad y dispersión extraordinaria, (casi) toda ella con acceso instantáneo a lo que ocurre en el resto del mundo y, en un número creciente, dependiente de sus ingresos del exterior. Además, el éxito económico de hoy no depende de la actividad manual de las personas sino de su creatividad en el más amplio sentido del término, lo que implica la necesidad de un sistema educativo de otra naturaleza. El punto es, simple y llanamente, que el sistema de gobierno que tenemos quizá sirva para gobernar el centro de la ciudad de México y de otras ciudades, pero la realidad en el resto del país es de ausencia de gobierno. Peor, aunque no hay gobierno, sí hay gobernadores que expolian y depredan.

Cuando estaba yo en la universidad, el profesor y filósofo Elliot Aristóteles Maquiavelo Montesquieu Feldman, planteó un enigma el primer día de clases: los candidatos a regidores de la ciudad de Boston se gastan hasta un cuarto de millón de dólares en sus campañas para lograr una chamba que les pagará 15 mil dólares de salario anual. “Piensen en esto y díganme a qué conclusión llegan.” Lo peculiar de la discusión subsiguiente fue que mientras que los estadounidenses se perdían en escenarios teóricamente posibles, a ninguno de los latinoamericanos le pareció algo extraño. Para estos era vida cotidiana.

Problemas no nos faltan, pero ninguno tiene las dimensiones de la carencia central de nuestra era: la falta de gobierno. Nada se compara a ello porque lo que vivimos es un sistema de extorsión y corrupción institucionalizado, eso sí, por consenso, pero sin capacidad o disposición a gobernar.

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El futuro

Luis Rubio

Somos peculiares los mexicanos, al menos nuestros gobiernos. Llevamos décadas de reformar, pero evitamos cambiar para convertir a las reformas en una palanca implacable hacia el desarrollo. El resultado es la mediocridad  en que nos encontramos: reformas de gran realce pero una realidad cotidiana que no se resuelve; un sistema educativo al que se le reforma una y otra vez, pero la práctica cotidiana sigue siendo la misma y los resultados peores; una economía con enorme potencial que no se traduce en crecimiento, empleos atractivos o mejora en las expectativas; y, sobre todo, un entorno social de desesperanza en lugar de optimismo, enojo en lugar de satisfacción y un millón de oportunidades desperdiciadas. Nuestra circunstancia me recuerda aquella famosa cita que relata Kolakowski al subirse a un tranvía: “por favor muévase hacia adelante para atrás.”

Esto ha sido posible por una razón muy sencilla: por décadas contamos con dos instrumentos que permitieron que las cosas caminaran al mínimo, sin crear una crisis social o económica, preservando el statu quo político y los privilegios que le acompañan. Esos dos instrumentos -la migración hacia EUA y el TLC- ya no resolverán el problema en el futuro y eso nos deja una sola salida: hacer la chamba que por décadas ha sido obvia, pero nadie ha querido llevar a cabo y que no es otra sino la de elevar los niveles de productividad, la única forma que existe para elevar los niveles de vida. La salida no reside en más de lo mismo ni en regresar a lo que no funcionó en el pasado pero que tanta nostalgia genera.

En lugar de una discusión seria sobre las medidas necesarias para dar ese paso adelante, tenemos dos discursos contrapuestos. Por el lado gubernamental, toda la retórica de 2012 en adelante se concentró en las “grandes” reformas que se implementarían por sí mismas y con eso entraríamos al nirvana. Pero es en la implementación donde se han atorado, disminuyendo sus beneficios potenciales. Por el lado de AMLO, la propuesta es concentrarnos en mercado interno, crear empleos bien pagados y retornar a un entorno económico con protecciones del exterior, favoreciendo a los productores. Ambas visiones tienen su sentido, pero ninguna es adecuada.

El país requiere una estrategia de desarrollo que debe comenzar por crear condiciones para que éste sea posible. De nada sirven muchas reformas si no existe el entorno idóneo para que éstas avancen y de nada sirve la promoción del mercado interno si no se eleva la productividad. Es decir, no hay contradicción entre reformar y promover el mercado interno: la contradicción radica en la pretensión de que se puede imponer el desarrollo sin crear condiciones para que éste sea posible. Las reformas -de Peña o de AMLO- son meros instrumentos; sin una estrategia que las articule, el desarrollo es imposible. Y, por supuesto, cualquier estrategia de desarrollo debe contemplar tanto al mercado interno como a la globalización de la producción: dos caras de una misma moneda, ambas necesarias para elevar los niveles de vida.

Las dos anclas del statu quo de las últimas décadas, la migración y el TLC, ya no serán viables en el futuro. La migración ha cambiado en parte porque había disminuido la demanda de mano de obra en EUA, pero también porque la curva demográfica en México se ha transformado; además, las crecientes dificultades para cruzar la frontera ciertamente desalientan la migración. Por su lado, la realidad es que la trascendencia del TLC ha disminuido de manera radical: con Trump desapareció la noción de que es intocable y eso ha provocado que se colapse la inversión.

Sin inversión, la economía no va a crecer por más que se hagan reformas o se enfatice el mercado interno. Lo único que queda como posibilidad es la creación de condiciones que hagan posible el desarrollo y eso no es otra cosa que elevar la productividad. ¿Cómo hacer eso? La productividad es resultado de un mejor uso de los recursos tecnológicos y humanos y eso requiere de un sistema educativo que permita desarrollar conocimientos, habilidades y capacidades para el proceso productivo; es decir, se requiere que la educación deje de estar al servicio del control político que ejercen los sindicatos para su beneficio y se concentre en el desarrollo de las personas para prepararlas para una vida productiva y exitosa. El mismo caso es para infraestructura, comunicaciones, el trato que la burocracia le da a la ciudadanía y, por supuesto, el poder judicial. El punto es que el desarrollo no es gratuito ni se puede imponer por decreto: es resultado de la existencia de un entorno que hace posible elevar la productividad y todo debe dedicarse a ello.

Nuestro sistema de gobierno ha hecho imposible el desarrollo porque todo está diseñado para que unos cuantos controlen procesos clave que generan poder y privilegios, como es el caso de la educación. Mientras eso no cambie, la economía seguirá estancada, sea el proyecto uno de grandes reformas o del mercado interno. Da igual. Lo que ha cambiado es el entorno: los subterfugios que sirvieron para evitar acciones proactivas han desaparecido; hacemos la chamba o nos quedamos atorados. “La mejor manera de predecir el futuro, escribió Peter Drucker, es crearlo.”

 

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20 Ago. 2017