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La sociedad

 Luis Rubio

Según Marx, “la sociedad no consiste en individuos, sino que expresa la suma de relaciones y condiciones en las que esos individuos se encuentran recíprocamente situados.” La sociedad mexicana difícilmente ha tenido la oportunidad de expresarse como sociedad porque la lógica del sistema político fue siempre la de controlarla. Eso comienza a cambiar: las encuestas muestran a una sociedad que igual se vuelca decididamente por un candidato en un momento dado, que cambia de opinión, reprobándolo, dos años después.*

Más importante, comienzan a surgir toda clase de organizaciones e iniciativas que evidencian a una sociedad dispuesta a asumir el papel protagónico que el viejo sistema político siempre les negó.

La paradoja del momento político actual radica en que, justo en el momento en que el gobierno se aboca a reconcentrar el poder, la sociedad se organiza para limitar el daño que eso pueda representar y, quizá, para convertirse en el factor crucial que marque el rumbo futuro del país. Esa función vital que permite que un país crezca y se desarrolle, la que Tocqueville descubrió en la sociedad estadounidense del siglo XIX, comienza a nacer en México. La gran interrogante es cómo será la interacción entre un gobierno que repele (y descalifica) cualquier cosa que parezca independiente, con una sociedad que se apresta a encabezar un proceso transformador pero que, a la misma vez, no acaba de desprenderse de esa tradición de control no sólo social, sino sobre todo de sus valores, modos de pensar y, especialmente, de actuar.

Un secretario de gobernación de la era del viejo sistema una vez me resumió la filosofía oficial sobre la libertad de expresión: “en México se puede pensar cualquier cosa, se pueden decir algunas cosas y se puede escribir lo menos.” Si así era para las páginas de opinión, relativamente poco leídas, ¿qué podría uno esperar de la organización de la sociedad como trampolín hacia la acción? Los límites eran reales y crearon una reticencia, si no es que un miedo (bien ganado), a organizarse de manera independiente.

El desafío no es pequeño. Por más que nuestros presidentes recientes protesten agriamente por la crítica que se observa en parte de la prensa nacional, el fenómeno es sólo de las últimas décadas. En contraste con la libertad de expresión que siempre existió en muchas sociedades sudamericanas, incluso en medio de dictaduras y gobiernos autoritarios, en México el viejo sistema construyó toda una forma de conquistar las mentes que tuvo el efecto de crear verdades oficiales, un discurso de lo aceptable (e inaceptable), ideas reprobables y una noción muy peculiar del bien y del mal. Los diversos medios de comunicación eran instrumentos del poder y servían para avanzar sus propósitos a cambio, desde luego, de beneficios constantes y sonantes: negociación con y para el poder. Aquellas prácticas, ya en nuestros días, distorsionaron tanto el ejercicio de la libertad y la organización de la sociedad, como a los propios medios de comunicación, que nunca están lejos de la extorsión.

El viejo sistema empezó a debilitarse en su legitimidad y capacidad de control desde finales de los sesenta, pero ha tomado dos o tres generaciones para quitarse todo ese cochambre histórico, permitiendo que la sociedad mexicana despierte, ya sin las amarras ideológicas de antaño. Una vez que este proceso cobre forma, será imparable y, a la vez, diverso y disperso, pues así es la geografía y sociedad misma: sin reglas, con un Estado de derecho caprichoso y manipulable y con intereses profundamente encontrados.

Ejemplos sobran y son del más diverso orden: mujeres que, a fuer de buscar a sus desaparecidos, acabaron creando organizaciones dedicadas a la búsqueda de fosas anónimas; campesinos organizados para defender sus tierras de criminales que talan sus bosques y les roban su patrimonio; empresarios que se organizan y resuelven problemas que el gobierno ignora, como el brutal choque de demanda que experimentó el país este año; partidos políticos que comienzan a escuchar a la ciudadanía, en lugar de procurar imponerse, para recobrar su confianza; organizaciones analíticas que proponen soluciones a los problemas nacionales; entidades religiosas que defienden los derechos humanos; grupos dentro del partido gubernamental que se organizan para avanzar sus agendas, al margen del presidente.

El punto es muy simple: los momentos de crisis, recesión, polarización y conflicto son caldo de cultivo natural para el surgimiento de iniciativas y organizaciones sociales. Cada una es distinta: algunas son de derecha, otras de izquierda, algunas proponen soluciones, otras demandan respuestas; algunas son profundamente reaccionarias -de cualquier color- e invitan a acciones ilegales. El conjunto ilustra a una sociedad que despierta y que está decidida a impedir que su futuro quede en manos de burócratas y políticos con agendas que nada tienen que ver con su interés, sea éste particular o colectivo.

Vienen tiempos complejos donde el interés por ganar las elecciones a cualquier precio se va a contraponer con las necesidades y demandas de una sociedad cada vez más dispuesta a sacar la cabeza. Triunfará quien anteponga el futuro sobre su interés inmediato.

 

*Encuesta GEA-ISA, julio de 2020

 

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 REFORMA

(06 Sep. 2020)

Costos y consecuencias

Luis Rubio

La democratización que ha experimentado el país en las últimas décadas trajo consecuencias no anticipadas con las que hay que lidiar porque la alternativa es absolutamente inaceptable. Quien gana una elección se siente libre de avanzar su agenda no sólo negando a la oposición, sino, como hoy, tildándola de enemiga. En lugar de una democracia, hemos construido, o reproducido para el siglo XXI, la famosa frase de Cosío Villegas: una monarquía sexenal. En lugar de emplear la política para construir un futuro común, una interdependencia necesaria, se excluye y persigue toda visión y pensamiento crítico o disidente. Esas son las formas de una dictadura y, cuando eso ocurre, deja de importar el signo o la persona a cargo: lo que importa es la realidad.

Muchos de los excesos del gobierno actual, sobre todo su manera de destruir instituciones y obligar a sus contingentes legislativos a seguir instrucciones, como si fuesen meros empleadillos, son sin duda reacción visceral a los excesos -de forma o de fondo- de administraciones anteriores. Pero el hecho de que un presidente se pueda exceder evidencia la enorme fragilidad de nuestro sistema de gobierno, que la pandemia no hecho sino magnificar. Elaborar y modificar leyes en una democracia es la función elemental del legislativo que, en la división de poderes, constituye un poder igual y un contrapeso. Sin embargo, como dice Santiago Kovadloff de Argentina, “nosotros modificamos mucho más la constitución de lo que la cumplimos.” En México es el presidente quien manda, legisla, ejecuta y viola la constitución, pretendiendo que gobierna, cuando en realidad instruye y sojuzga.

Las naciones en que la palabra es única, una imposición, la reversión es igualmente veloz. Lo que el presidente está haciendo con las reformas económicas y con las instituciones, fideicomisos y organismos que surgieron del ejercicio ejecutivo y legislativo previo no se puede explicar más que por un ánimo revanchista y retardatario que parte de la negación del tiempo y del cambio de circunstancias.

Sin duda, lo que ha hecho posible desmantelar las estructuras administrativas, políticas y regulatorias es la poca legitimidad de que gozaban; pero, al actuar de la misma manera -de hecho, de forma mucho más arbitraria porque ahora ni las formas se cuidan- el presidente está sembrando las semillas del siguiente contraataque. En lugar de construir y gobernar, la población, a la que trata como súbdita, acabará viendo y pensando al gobierno actual como le ocurrió con todos los anteriores. Nadie, ni AMLO, puede desafiar la ley de la gravedad.

Uno se podría preguntar cómo es posible que el presidente tenga tanto poder para llevar a cabo su programa de centralización sin contrapeso alguno. La respuesta es muy simple: seguimos viviendo en un entorno predemocrático en el que los integrantes de su partido en el legislativo están dispuestos a plegarse ante el presidente, y él a hacerlos funcionar de esa manera, sin rubor alguno. En lugar de representar a la población, responden a su jefe, típica forma predemocrática.

La interrogante clave es qué harán esos mismos legisladores y jueces cuando los errores y carencias de este gobierno rebasen al presidente y exijan respuestas ante los problemas cotidianos, de esos que la pandemia acumula a una velocidad superior al crecimiento en el número de muertos. Si una constante tiene el sistema político mexicano es que el rey es rey, pero sólo mientras está ahí; en el momento en que eso cambia comienza el calvario. No hay ni un solo presidente en esta era que no haya pasado por esa criba, aunque algunos la hayan librado mejor que otros. Atizar el fervor vengativo solo eleva los momios.

La otra constante es una infinita incapacidad para reconocer lo previamente logrado y construir sobre ello. El pasado siempre fue malo y tiene que ser modificado porque los nuevos siempre son más inteligentes que los anteriores. La arrogancia es tan grande que ciega a todos: un país de más de ciento veinte millones de habitantes es mangoneado como si se tratase de un pueblo perdido en la mitad de Tabasco. El problema es que, con todos los errores y corruptelas, México es una de las principales naciones del mundo y la ciudadanía, aunque ninguneada, tiene aspiraciones, a mejorar y salir adelante. Y, a la larga, siempre se impone. Ni cerrando a toda la prensa evitará que la información sea conocida.

Sin embargo, el panorama hacia adelante no es halagüeño. Negar el número de muertos, la profundidad de la recesión o el número de desempleados (los reales, no sólo los del IMSS) no hace sino contribuir a la profundización y alargamiento de las dos crisis simultáneas: la sanitaria y la económica. El gobierno ignora a la ciudadanía, pero ésta no puede ignorar su realidad, esa que le pega directamente a su ingreso y a sus posibilidades de sobrevivir.

Urge revisar el contenido de nuestra democracia para hacer reingeniería en la forma de gobernar. La ausencia de un proceso de reforma al sistema político es lo que ha causado la subordinación del legislativo, la disfuncionalidad del llamado pacto federal y las excesivas atribuciones -reales y nominales- de esta presidencia. La alternativa no es de un color atractivo.

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 REFORMA
30 Ago. 2020

No es casualidad

Luis Rubio
En solidaridad con Nexos.

 “Los reportes sobre mi muerte han sido altamente exagerados” afirmó Mark Twain. Lo mismo se puede decir sobre el capitalismo. Desde 2008 innumerables políticos, estudiosos y opinadores han asegurado que el capitalismo quedó moribundo; doce años después, la pandemia ha desatado una nueva ola de protestas y Casandras. Pero el capitalismo sigue y seguirá porque, dice Francesco Boldizzoni,* éste responde a la naturaleza humana.

La página de Internet de “Black Lives Matter,” el inspirador de las protestas recientes, dice textualmente que su objetivo es “el desmantelamiento del imperialismo, capitalismo, supremacía blanca, patriarcado e instituciones estatales.” Los agitadores que han aparecido en México, además de emplear términos que no son típicos del país (lo que sugiere “tecnología” importada) no tienen una página en Internet, pero sin duda comparten esos objetivos. En lugar de buscar crear condiciones para la prosperidad de sus huestes, muchos grupos de Morena abiertamente hablan de crear un caos para avanzar hacia el paraíso chavista.

La paradoja es que el liberalismo, que históricamente ha sido complemento inexorable del capitalismo, es flexible y adaptable, en tanto que los protestantes son dogmáticos y en buena medida arrogantes. Me dirán que no puedo juzgar al movimiento, pero su naturaleza destructiva habla por sí misma. Los agitadores y quienes los siguen ciegamente difícilmente representan a la población.

Es evidente que la situación económica, el desempleo y meses de semi confinamiento han exacerbado los ánimos, pero de ahí no se puede colegir que la población quiere destruir lo existente, por más que el statu quo requiera y merezca cambios fundamentales. Quien quema o destruye un negocio ciertamente no está pensando en los desempleados o la lacerante recesión. Es vandalismo puro con objetivos ulteriores.

Dos libros recientes se abocan a la persistencia del capitalismo, pero con enfoques muy distintos. Boldizzoni comienza con una frase lapidaria: “Estos días el mundo parece estar llegando a su fin con asombrosa regularidad.” La gran recesión, Brexit, Trump, el apocalipsis climático, el coronavirus y lo que se acumule esta semana, son todos anuncios del irreversible e inevitable colapso del capitalismo. Pero las masas nunca parecen aprender la lección.

El libro de Boldizzoni relata la historia del capitalismo con gran detalle: un recorrido especialmente valioso por la manera en que clasifica a las diversas corrientes críticas. Para Rosa Luxemburgo, lo relevante son las teorías de la implosión, donde el capitalismo se colapsa por el peso de sus contradicciones. John Stuart Mill y Keynes plantean el agotamiento del capitalismo que conlleva a su muerte luego de haber creado una base de prosperidad. El recorrido concluye con Schumpeter, a quien le preocupa lo contrario: que el éxito del capitalismo en crear riqueza y prosperidad conduzca al abandono de la ética de trabajo que lo hizo exitoso. Lo más valioso del texto es que coloca al capitalismo en su justa dimensión: es tanto una “actividad añeja de la humanidad (producir y comerciar) como un sistema socioeconómico moderno basado en derechos de propiedad bien definidos y empleo asalariado.” Aunque el autor es crítico del capitalismo y habla en términos catastróficos, su argumento es, en esencia, que el capitalismo es inherente a la humanidad y eso explica su persistencia a lo largo de los siglos.

Thomas Philippon** sigue una línea muy distinta. Su texto compara la forma en que las economías de Europa y Estados Unidos han evolucionado en las últimas décadas, evaluando la capacidad de adaptación y flexibilidad de cada una de ellas. Comienza por observar la capacidad de innovación, encontrando que los americanos son superiores al desarrollar nuevos aparatos, a los que él llama “juguetes.” Sin embargo, mientras que en los ochenta los americanos provocaron dos momentos de alta innovación gracias a la competencia desatada por la desregulación de la aviación y la división del monopolio telefónico, su apreciación es que los reguladores europeos aprendieron esas lecciones mejor que los propios estadounidenses, desarrollando una mayor efectividad regulatoria al intervenir en el mercado, produciendo mucho mayor competencia en sus economías.

La falta de competencia en la economía americana no es una crítica nueva, pero su conclusión es que el éxito económico depende de la capacidad de adaptación para generar riqueza y ésta se mide esencialmente en términos de acceso al mercado, que el autor considera superior en Europa.

La lección para México es evidente: México cuenta con, literalmente, millones de empresarios que luchan de sol a sol para construir su futuro, pero nunca acaban de crecer y consolidarse porque la formalización es tan onerosa que nunca llegan ahí. Lo fácil es perderse en las empresas grandes, pero lo trascendente es el enorme número de empresarios en potencia, limitados por requerimientos regulatorios y fiscales que con frecuencia resultan insalvables. Estos libros muestran lo importante que es tener un gobierno competente que crea condiciones para la prosperidad. Lamentablemente, al día de hoy, esto en México no es parte de la ecuación.

*Foretelling the End of Capitalism: Intellectual Misadventures Since Marx; **The Great Reversal

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en REFORMA

23 Ago. 2020

Progresar

Luis Rubio

¿Qué es primero, el huevo o la gallina? El eterno acertijo tanto en la ciencia como en la vida cotidiana nunca se resuelve, pero lo trascendente, dice Matt Ridley en su nuevo libro sobre innovación, es cómo piensa uno al respecto. La teoría de la evolución ejemplifica el punto de manera nítida: la evolución no nos dice nada sobre la existencia de un ser superior, pero prueba que si éste de hecho existe, no tiene, o aborrece, la planeación central. La evolución no sigue un patrón predecible pero estudiarla permite tener una perspectiva distinta sobre las cosas y eso, afirma Alan Kay, tiene un valor superior: “un cambio de perspectiva vale ochenta puntos de IQ.” Si queremos salir rápido de la pandemia, la receta es crear condiciones para que florezca la innovación.

En Como funciona la innovación: por qué florece en libertad, Ridley insiste en ver más allá de las explicaciones evidentes y propone que al adoptar una manera creativa de resolver problemas disminuye el dogmatismo, especialmente cuando uno reconoce que puede haber más de una solución a un determinado problema y que cometer errores es parte del proceso y no un fracaso.

“La innovación es hija de la libertad y madre de la prosperidad.” Este es el corazón de su argumento: el progreso no se puede planear; al revés, la innovación es siempre disruptiva. “La innovación es evidente en retrospectiva, pero es imposible de predecir.” Esto porque el proceso que produce la innovación no es lineal y siempre involucra errores y aciertos que, en conjunto, avanzan el conocimiento. Subestimar la creatividad y las habilidades de las personas que actúan de manera voluntaria y sin coerción es el error más típico de las burocracias que pretenden avanzar la ciencia, el conocimiento y la tecnología por diseño y planeación central.

Ridley ilustra este punto comparando la forma en que progresaron Francia, Alemania y Gran Bretaña en el siglo XVII y XVIII: mientras que los gobiernos continentales crearon vastas burocracias dedicadas a avanzar la ciencia, el gobierno inglés fue muy lento en apoyar el desarrollo de la ciencia, privilegiando al mercado como factor decisivo. Por eso la revolución industrial acabó siendo inglesa. El factor clave es que nadie puede anticipar, planear o predestinar el curso del avance del conocimiento. “Es fundamental no subestimar el autoengaño y la corrupción por causas nobles: la tendencia a creer que una buena causa justifica cualquier medio.” Esto es tan válido para la ciencia como lo es para la energía y el crecimiento económico.

Ridley demuestra que el progreso no comienza en el laboratorio universitario para de ahí moverse hacia el mundo comercial, sino que con frecuencia ocurre a la inversa: son los cambios e innovaciones que tienen lugar en las fábricas, talleres y oficinas los que luego son racionalizados y codificados por académicos, dándole sentido a sus propios estudios. Darwin, nos dice Ridley, buscaba proactivamente la asesoría de criadores de palomas y caballos porque ellos entendían, de manera práctica, lo que luego Darwin llamaría “selección natural.” Quizá sea un poco duro el tratamiento que Ridley le da a los científicos, pero su punto de vista tiene una lógica: casi siempre se concibe al empresario como un mero ser avaro sin interés más allá del dinero, cuando la empresa es el mecanismo de solución de problemas más exitoso que jamás se haya creado. Lo que cuenta es el sistema que permite innovar y éste es mucho más eficiente en las empresas que en la academia. “La innovación no es un fenómeno individual, sino un fenómeno de redes, colectivo, incremental y desordenado.”

El factor de “desorden” parece ser crucial en el proceso de innovación. La noción de una “red desordenada” que produce un nuevo orden me parece fascinante porque no puede ser anticipada o planeada: es desordenada en el sentido en que depende de prueba y error, de falsos comienzos que van cobrando forma a base de experimentar. Se aprende haciendo, con la creatividad que permite y promueve la inspiración humana para lograr beneficios para la colectividad.

El subtítulo del libro resume todo su argumento: se progresa en libertad y se avanza probando alternativas y fracasando con frecuencia. Muchas cosas se entienden solo en retrospectiva y rara vez hay un factor que resulta determinante en el resultado. No hay momentos “eureka” que resuelven todo. El progreso requiere un entorno de libertad y condiciones que favorezcan la creatividad: una mezcla de políticas públicas y marco legal que promuevan mercados eficientes y permitan trabajar. La propuesta de Ridley no es un paraíso para la burocracia.

Los gobernantes y burócratas siempre creen que sus intenciones son resultados, que con solo desearlo se va a lograr una transformación integral. Ridley demuestra convincentemente que el progreso no se puede planear, sino que éste ocurre cuando existen condiciones propicias para ello, la más importante de las cuales es la libertad para pensar y actuar. Y esto nunca ha sido más cierto que en este momento de terrible recesión.

CONACYT, la SEP y el gobierno se beneficiarían mucho de entender cómo es que avanza el mundo porque de lo que hagan y, sobre todo, lo que impidan, dependerá el futuro del país.

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REFORMA
16 Ago. 2020 

Resentimientos

Luis Rubio

Nada más viejo que el resentimiento, sobre todo de los pobres hacia los ricos. Tampoco es novedoso el recurso de políticos a explotar y provocar agravios, reales o imaginados. Isócrates, uno de los grandes oradores griegos del siglo IV ac, acusaba la hostilidad, pero la reconocía como una emoción típica de la democracia. Lo que ha cambiado, dice Jeremy Engels,* es que mientras que en la democracia directa los ciudadanos se expresaban abiertamente en la polis, hoy son los políticos quienes atizan el resentimiento como instrumento de gobierno. Una estrategia así, dice Engels, tiene límites y fácilmente se puede revertir.

Los griegos veían a la democracia como una fraternidad dedicada a impedir la tiranía. Sus resultados, sin embargo, no impresionaron a los federalistas, aquellos pensadores que dieron vida al sistema político norteamericano: para ellos, era fundamental evitar la “tiranía de la mayoría” porque un sistema democrático debía igualmente proteger a las minorías. Su preocupación era muy específica: desatada la furia, nada puede contener a una turba violenta.

El problema de fondo es, y siempre ha sido, que hay diferencias naturales entre los ciudadanos: riqueza, habilidades, origen, preferencias, educación. Las diferencias sociales son una parte inexorable de la historia de la humanidad y la democracia es una forma de tomar decisiones que le permite a todos los ciudadanos participar de manera equitativa independientemente de esas diferencias. Son las políticas que adopta el gobierno elegido democráticamente las que deben logar atenuar las diferencias e igualar las oportunidades.

El resentimiento es una reacción visceral al contraste entre la promesa de igualdad inherente a la democracia frente a las inequidades flagrantes en los resultados de proceso político o cuando los contrastes entre pobreza y riqueza son mayúsculos. El grado de contraste es material propicio para políticos e intereses especiales dedicados a explotar las diferencias sociales y los privilegios de que algunos gozan como medio para avanzar sus causas: ganar apoyo popular y, más comúnmente, manipular a la población. El resentimiento que es inherente a la sociedad humana acaba siendo un instrumento del poder para controlar a la población: la estrategia más típica de demagogos como Perón, Chávez o Trump, al igual que del corporativismo, de triste memoria en buena parte del siglo XX mexicano, y del sistema fascista concebido por Mussolini.

Confrontar y atizar a la población es la táctica que ha empleado el presidente López Obrador para afianzar a su base y solidificar su proyecto. La pregunta clave es si se trata de un medio para avanzar una transformación constructiva que disminuya la inequidad y eleve el desarrollo al que se pueda sumar toda la población, que es lo que, al menos en la retórica, proponían los usuarios del mismo método en el viejo PRI; o si se trata de un primer paso hacia la destrucción de la frágil estabilidad social que ha caracterizado al país desde los setenta. En el primer caso estaríamos hablando de un proceso de conformación de un régimen de control en substitución del que caracterizó a México después de la Revolución; en el segundo, del comienzo de un proceso de destrucción de la endeble democracia mexicana que se ha venido construyendo con penurias, contrariedades y a regañadientes en las últimas décadas. En ambos casos, resentimiento como instrumento de poder, no de construcción de un mejor futuro.

De lo que no hay ni la menor duda es que el presidente ve a la confrontación y al encono como instrumentos de gobierno. En esto no se diferencia mayormente de otros experimentos en el mundo o en el sur del continente, todos los cuales acabaron en el ocaso: unos por quebrar a sus economías, otros por provocar respuestas violentas. Chávez optó por comprar un seguro contra una salida violenta, al virtualmente transferirle a Cuba el control de su país.** Cualquiera que sea el método, ninguno de esos ejemplos benefició a la población o permitió su prosperidad, pero todos empobrecieron a la ciudadanía y mancharon a sus seguidores.

El problema es que, una vez desatado el encono, retornar a un mundo de concordia se torna casi imposible. Ahí está Venezuela, Argentina y Chile como ejemplos donde el rencor nunca fenece.

Lo único que es claro es que la popularidad del presidente sigue relativamente alta, resultado no de sus inexistentes éxitos en materia económica, de corrupción o de concordia social, sino más probablemente del odio que ha destapado y que podría no poder contener. No es obvio cómo evolucionará la percepción ciudadana de un líder que provoca pero que no da resultados. ¿Aparecerá otro listo a explotar el mismo resentimiento?

Cuando Lenin llegó a Petrogrado luego de ser expulsado de Zúrich, la revolución ya había comenzado pero él tenía algo único en mano: un plan, que le permitió tomar control y construir un régimen a su imagen y semejanza. La realidad mexicana está tan caldeada que quien llegue con un plan bien podría convertirse en un nuevo líder. El riesgo es que el plan sea como el de Lenin, Chávez o Bolsonaro y México acabe en el ocaso, como tantos otros experimentos en la historia.

*The Politics of Resentment;
**Maldonado, Diego G., La invasión consentida

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  REFORMA

09 Ago. 2020

Tiro en el pie

Luis Rubio

Lo normal cuando cambia un gobierno es la continuidad, con los ajustes naturales de estilo y personalidad. Cambia el presidente, pero el país sigue su curso: el nuevo gobierno le imprime sus formas, preferencias y prioridades, pero en general preserva la esencia de lo que es el gobierno y su relación con la sociedad. En ocasiones, por razones endógenas -como el advenimiento de un gobierno transformador- o exógenas -como la aparición de factores no predecibles, como una pandemia y sus secuelas económicas y sociales- las circunstancias demandan un rompimiento o lo hacen posible. A veces, los cambios mejoran el futuro, otros equivalen a darse un tiro en el pie.

La principal apuesta del presidente López Obrador es que su base, ahora clientela, se preservará intacta a pesar de las dolencias económicas y el desempleo, y que la economía de Estados Unidos será lo suficientemente fuerte como para generar demanda para las exportaciones nacionales. Como principal motor de nuestra economía, las exportaciones son clave para cualquier conato de recuperación económica, como bien aprendimos en 2009, cuando la recesión americana causó casi una depresión en México.

Otra cosa es que el proyecto presidencial quede incólume a pesar de los cambios en el entorno tanto interno como externo: lo único seguro es que las giras y toda la operación política están orientadas a ganar el 2021 a cualquier precio.

En esta perspectiva, no es tediosa la interrogante de si a este gobierno lo anima el ansia de un cambio profundo (a los demagogos de la 4T les encanta hablar de un inexistente “cambio de régimen”) o de una continuidad con modificaciones al estilo de la casa presidencial. Más allá de eliminar contrapesos que han probado ser meros tigres de papel, el gobierno no ha hecho sino intentar recrear la vieja presidencia mexicana, pero esos esfuerzos han venido aparejados de consecuencias no anticipadas. Quizá no se hayan percatado que mientras mayor el control, mayor el deterioro: en un mundo abierto, las restricciones, cancelaciones e imposiciones tienen un costo incremental.

La interrogante clave es si todo lo que el país y el mundo han experimentado a lo largo de este año permitirá retornar a la normalidad anterior, como si nada hubiera pasado. Países serios que condujeron el proceso sanitario sin agendas encontradas -como Alemania o Corea, por citar dos casos exitosos- han logrado un retorno a algún grado de normalidad y, en el camino, sus gobiernos se ganaron el aplauso de la ciudadanía porque ésta percibió en el gobierno a un aliado que no hizo más que dedicarse a combatir el enemigo común. En México el gobierno encontró una multiplicidad de enemigos, tomó en chunga el combate al virus y se ganó el oprobio y, peor, la decepción, de una buena parte de la ciudadanía. Así lo consignan las encuestas. Quizá más importante para su objetivo único, las elecciones de 2021, el presidente no ha hecho nada, ni siquiera reconocer que el desempleo y la recesión tienen consecuencias para las personas y sus familias, especialmente aquellas más vulnerables, muchas de las cuales votaron por él. Las urnas serán la prueba última de esas percepciones.

Dos circunstancias hacen dudar de la viabilidad de la estrategia gubernamental. La primera es si la obcecación con los proyectos prioritarios (como la refinería y el tren maya) es la mejor manera de gobernar. El famoso general prusiano von Moltke decía que ni los mejores planes sobreviven el primer contacto con la realidad y a nadie le debe caber duda alguna que la realidad cambió radicalmente en los últimos meses, tanto por la recesión, que ya venía desde el año pasado, como por el desempleo. El presidente no está dispuesto a alterar su proyecto ni en una coma, lo que obliga a preguntar si la falta de atención a la población más afectada tendrá efectos políticos y/o electorales. Inconcebible que no sea así.

La segunda característica de la estrategia gubernamental es que consiste en una transacción esencialmente comercial: si bien el presidente se dedica a activar y nutrir sus redes a través de las giras por todo el país, la esencia de la estrategia electoral son las transferencias que se realizan a adultos mayores, “jóvenes construyendo el futuro” y demás clientelas. Esas personas y familias sin duda agradecen la contribución, pero no por ello todas son creyentes: exceptuando a quienes efectivamente tengan una vinculación cuasi religiosa con el presidente (que hay muchos), los demás mantienen una relación esencialmente de carácter comercial, dependiente de que las transferencias persistan. La compra de votos es un instrumento muy viejo en la política mexicana y la población lo juega como lo que es: una transacción. ¿Sobrevivirá la relación cuando aprieten las finanzas públicas, lo que inexorablemente ocurrirá en los próximos meses?

Nada está escrito para las elecciones de 2021, pero es claro que ya estamos en plena temporada electoral y todo lo que hace el gobierno y la oposición está encaminado a definir o redefinir la correlación de fuerzas que emergió en 2018. El problema para el gobierno es que no tiene una estrategia para el desarrollo del país y eso es lo que, a final de cuentas, le hace una diferencia a la ciudadanía.

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02 Ago. 2020

La nueva moda

Luis Rubio

De la corrupción generalizada e impune pasamos a la corrupción centralizada y purificada. Lo que queda es la misma corrupción de siempre: solo los adjetivos cambian.

Comienza el circo en torno a la detención y extradición de Emilio Lozoya, pero la corrupción permanece. Mucho ruido, grandes negociaciones y un solo objetivo: distraer a la ciudadanía de las fallas del gobierno, la terrible recesión y la ausencia de acción en torno a la promesa que hizo el hoy presidente en su campaña y que cautivó a la mayoría de la población: la esperanza.

La gran promesa del candidato López Obrador fue que acabaría con la corrupción. El contexto era más que propicio no sólo por la desfachatez que caracterizó al gobierno de Peña, sino por el hartazgo de una población que observaba como se explotaban recursos naturales para provecho particular, se otorgaban permisos y contratos a los cercanos al régimen y se privilegiaba a los cuates. Como sugiere la información que presuntamente tiene Lozoya en su poder, la corrupción fue no solo un objetivo, sino un modus operandi: todo se resolvía con dinero y nadie ni nada era demasiado marginal para ser parte de la perversidad: diputados, senadores, periodistas, gobernadores, oposición, empresarios, medios de comunicación. Peña fue un extremo en la vieja práctica y tradición tan mexicana de la corrupción por su falta de pudor: el robo era un derecho divino para ser publicitado en toda su magnitud.

Otra es la historia del presidente López Obrador: en lugar de combatir la corrupción, la nueva moda es centralizarla. Como en las buenas épocas del PRI del siglo XX, la corrupción está ahí para ser administrada desde la presidencia como instrumento para premiar a los cercanos: familiares, allegados y favoritos, o sancionar a los enemigos. La novedad es que basta la palabra presidencial para que casos de evidente corrupción sean purificados: los cercanos jamás pueden ser corruptos porque la mera cercanía desinfecta.

La corrupción vuelve a ser un mero instrumento del poder para generar lealtades y para distraer a la ciudadanía: una vieja costumbre que se remonta a la era colonial, luego refinada en el siglo XX en forma y sustancia, hasta llegar a la sutileza actual. Lo que estamos observando es su perfeccionamiento en la forma de un circo mediático con objetivos por demás ambiciosos.

Raro fue el sexenio en la era priista en que no se aprehendió a algún funcionario del gobierno anterior para hacer valer la preeminencia del nuevo dueño del pueblo. La práctica era tan socorrida que la población hablaba de la ley “del cartero” para referirse a las leyes anticorrupción, porque solo se perseguía a funcionarios menores y se santificaba la práctica: todo el resto eran mensajes y venganzas particulares. Aunque el perfil de los encarcelados sexenales fue subiendo en el tiempo, nunca se llegó a lo que ahora se presume como posible: la persecución judicial de un expresidente.

La pregunta es si se trata de un cambio de dirección o de una mera estrategia de distracción. Sin duda, la supuesta evidencia que tiene Lozoya en su posesión tiene un alto valor mediático y político, pero no es obvio que pudiera ser empleada como prueba en un proceso judicial que respetara las reglas de evidencia y del debido proceso. El uso político de la corrupción es viejo y este gobierno se está preparando para llevarlo a un nuevo umbral. Pero nada de eso implica que se estuviera combatiendo la corrupción o que se fuera a sancionar a quienes se les probó haber incurrido en esa práctica. La disyuntiva es avanzar hacia la erradicación de la corrupción o volver a lo acostumbrado: chivos expiatorios en lugar de funcionarios debidamente sancionados.

El asunto no es menor porque la circunstancia tampoco lo es. Ningún gobierno en la memoria de quien hoy está vivo ha experimentado el tamaño de recesión, desempleo y violencia, todo combinado, que caracteriza al México de hoy. El momento tan extraño que vivimos, con un confinamiento que ha congelado casi todo, desde la economía y el debate hasta las demandas sociales cotidianas y las conversaciones particulares, ha creado un paréntesis político que sin duda es la calma antes de la tormenta. Tarde o temprano, esos males van a estallar y el gobierno no se ha preparado para lidiar con sus consecuencias. La economía no se va a recuperar pronto, las transferencias clientelares serán insuficientes para contener las necesidades de los beneficiarios y los padecimientos van a multiplicarse de una manera incontenible. En contraste con otras naciones, el gobierno mexicano parece petrificado. En todo excepto el circo mediático que viene y su inquebrantable concentración en el 2021.

La pregunta es si el intento de distracción que se propone enarbolar el presidente será suficiente para librarlo de la responsabilidad de sus malas decisiones e incompetencia en la conducción de los asuntos públicos. En un entorno tan polarizado y saturado de hartazgo, el cinismo natural del mexicano le permitirá disfrutar el teatro: nada como ver a un presidente esposado, si es que lo logra, pero no cambiará su opinión de un presidente cuya principal promesa fue la corrupción, no el caos ni el circo. La diferencia no es pequeña.

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 26-Jul-2020

 La nueva moda

Gobierno acosado

Luis Rubio

Como tantas otras cosas en la vida, el crimen organizado funciona y se adapta al entorno en que opera: cuando enfrenta resistencia se retrae, cuando el terreno es propicio avanza. Donde hay reglas y éstas se hacen cumplir, se apega. En el México de hoy no hay reglas y el terreno es más que propicio: es atrayente. Sólo así se puede explicar la temeridad del atentado realizado hace unas semanas. ¿Dónde deja eso al gobierno?

 

La definición más elemental de un narco Estado es cuando las instituciones fundamentales de un gobierno han sido penetradas por el crimen organizado. Un término similar, pero no equivalente, es el de “Estado fallido,” que implica la incapacidad de satisfacer las funciones básicas de un gobierno, como seguridad y provisión de servicios. Ninguno de los dos es aplicable, a rajatabla, a México, pero hay claros visos de ambos en distintas partes del territorio nacional.

 

Hay vastas regiones del país que son territorio narco, donde el gobierno no tiene presencia o capacidad de acción. En Tamaulipas, por ejemplo, el ejército provee un servicio de custodia a vehículos que tienen que ir de una ciudad a otra: convoyes que son formalmente organizados para que no sean interceptados por los amos del territorio. En lugar de resolver el problema, se crea una realidad alternativa. Situaciones similares se dan en Michoacán y partes del noroeste, de Jalisco hasta la frontera. Hay regiones enteras del Edomex, Guerrero y Guanajuato que son territorio del crimen organizado. Sin resistencia, la realidad se institucionaliza.

 

A lo anterior habría que agregar la impunidad con que actúan las mafias en el país. El atentado contra el secretario de seguridad de la CDMX es ilustrativo: no fue solo el tamaño del operativo, sino la temeridad de llevarlo a cabo en la principal avenida de la ciudad. Eso no puede ocurrir sin contubernio de algunas autoridades.

 

Más allá de las circunstancias del caso específico, el hecho denota una obviedad: que es posible llevar a cabo un operativo de esta naturaleza. Da igual si se trató de una venganza, de si el gobierno ha tomado partido o de si los intereses de esa mafia han sido afectados. El hecho es lo que cuenta.

 

La acusación más grande es que el gobierno federal se ha aliado con un cartel, lo que implicaría, en la lógica criminal, que se ha convertido en blanco legítimo. Existen videos que muestran al presidente conversando con la madre del líder del cartel de Sinaloa, lo cual no constituye evidencia de la existencia de un pacto, pero en política la forma es fondo. Si bien no es la primera vez que se acusa al gobierno federal de negociar con ese cartel, lo novedoso es que sea el propio presidente, en su territorio y en público, quien converse con una persona tan cercana al liderazgo. Hay muchas formas de combatir al crimen organizado, pero lo que el atentado demuestra es que la adoptada, con o sin acuerdo con narcos, no está rindiendo frutos.

 

Negociar no implica, en términos técnicos, que el mexicano se haya convertido en un “narco Estado,” pero, de ser verídicas las presuntas negociaciones, no le faltaría mucho. Y ese es el problema. El gobierno ha actuado sin contemplar las implicaciones y consecuencias de sus acciones. Tampoco ha mejorado la seguridad de la población, que es su principal responsabilidad.

 

Lo que es claro es que no existe una estrategia para combatir a las mafias o que la que tiene, abrazos no balazos, es inadecuada. La pregunta es si la debilidad del gobierno en esta materia ha hecho posible que las organizaciones criminales avancen sus posiciones, haciendo cada vez más difícil remontar el statu quo. El atentado implica que el balance de poder se mueve a favor de las mafias, cuyo objetivo no parece ser gobernar sino operar su negocio sin interferencia gubernamental. Cada paso que el gobierno retrae, algún cartel lo capitaliza pero, para afianzarlo, tiene que matar a sus contrincantes, lo que preserva el mundo de violencia que vivimos.

 

Lo importante no es la etiqueta -Estado fallido o narco Estado- sino que el gobierno sigue sin reconocer y aceptar que la seguridad de la ciudadanía es su responsabilidad más fundamental. Sus baterías están enfocadas hacia lo único que le importa, lo electoral, mientras su personal, para no hablar del mexicano común y corriente, vive el miedo de un atentado inesperado.

 

Cuando el atentado es contra una figura de la relevancia del secretario de seguridad de la capital del país, la afrenta es evidente y el simbolismo imposible de ocultar. Su no respuesta es una respuesta obvia para los involucrados.

 

En ausencia de la pandemia y la recesión, es posible que la política de seguridad de este gobierno hubiera acabado igual de mal que la de sus antecesores. Pero la pandemia cambia todo: vienen tiempos sumamente delicados para la seguridad de la población que no se refieren a los narcos o al crimen organizado como tal, sino a la urgencia de los padres de familia por resolver su problemática inmediata. En tanto que el narco estará (está) ahí para captar apoyos, el gobierno no protege a la ciudadanía. En lugar de crear fuerzas policiacas efectivas del municipio hacia arriba, promueve lo más cercano a un “sálvese quien pueda.” No es una forma seria de gobernar.

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en REFORMA

19 Jul. 2020

Escollos

 Luis Rubio

Los asesores financieros suelen diferenciar entre inversiones en valores de poco riesgo pero con bajos rendimientos, de aquellas con mayor riesgo pero con alto retorno potencial. El viaje del presidente a Washington siguió una lógica distinta: alto riesgo con bajos rendimientos. Dado lo que estaba de por medio, no fue una mala estrategia, pero sólo se podrá cantar victoria si sus reverberaciones no resultan contraproducentes.

Los discursos de los dos presidentes no podían haber sido más contrastantes, porque cada uno tenía un objetivo distinto. Para Trump, el objetivo era concluir la disputa que él mismo generó con México para apaciguar a los electores hispanos. Su discurso fue plano, predecible y contradictorio con todo lo que había dicho desde su campaña en 2016, particularmente en lo relativo a la frontera, la migración, el TLC y, en general, los mexicanos. Un discurso parco, diseñado para ensalzar a su invitado y, a la vez, dedicado a sus potenciales votantes.

El objetivo del presidente López Obrador, del cual se especuló tanto, resultó transparente: ser reconocido por el presidente de Estados Unidos. Más que una agenda de país, la suya era personal y electoral (y, quizá, recompensada con la detención de Duarte). Su discurso no fue el de un presidente involucrado en profundas negociaciones, sino el de quien llegó al zenit de la montaña y quería convertirlo en un hito histórico para su base electoral. Gritar “Viva México” desde la Casa Blanca podría parecer un tanto fuera de lugar, pero era el reclamo de quien fue legitimado por una autoridad superior. Y ese es el problema del discurso: a pesar de repetidamente demandar que se le tratara con respeto y como igual, el discurso deja la sensación de que no se siente así.

La cena ofrecida por el presidente Trump ofrecía la oportunidad de que los empresarios estadounidenses, fuertemente representados por grandes inversionistas en México, sobre todo en el sector automotriz, financiero y energético, hicieran preguntas y planteamientos claros sobre sus preocupaciones respecto a las decisiones que, desde la cancelación del aeropuerto, han caracterizado al gobierno. Una cena presidida por un empresario como Trump, que claramente entiende la importancia de la certidumbre y la confianza en las decisiones de inversión, fue un contexto perfecto para que los empresarios norteamericanos se expresaran con “franqueza,” como se dice en la jerga diplomática.

La lista de invitados por el lado mexicano no deja duda sobre la forma en que AMLO concibe a la actividad empresarial; todos sus invitados representan actividades dependientes del gobierno: contratistas, concesionarios y vendedores de servicios al propio gobierno. El contraste con los estadounidenses es palpable, lo que no ayudará a atenuar las preocupaciones que el gobierno de AMLO atiza cada que cancela un proyecto de inversión, convoca a una consulta patito o elimina a un ente regulador autónomo.

El gobierno se congratula de haber librado la visita sin incidentes mayores, lo cual es de festejarse, pero su mira no era muy alta. Hay tres factores de riesgo que no se atendieron, dos de ellos conscientemente: los demócratas y las comunidades mexicanas. La fecha de la reunión no fue producto de la casualidad: de haber tenido lugar una semana antes, con el Congreso en funciones, el presidente habría tenido que visitar, al menos, a la señora Nancy Pelosi, líder del Congreso y persona clave en la aprobación del nuevo tratado, para no crear un incidente diplomático. Pretender que no habrá respuesta de su partido o del equipo del candidato Joseph Biden es ingenuo. Para ellos, la visita constituye un voto de AMLO por Trump, por lo que el desenlace está por verse. Sería sensato dejar la celebración para más adelante.

Por lo que toca a las comunidades de mexicanos, es inexplicable que no se diera al menos un encuentro informal con los líderes de organizaciones tan militantes y a las cuales el hoy presidente cultivó por mucho tiempo. Una reunión habría tenido un costo mínimo; no haberla organizado seguramente tendrá un costo monumental. Es de preguntarse quién decidió algo tan absurdo y, a la vez tan elemental.

El tercer factor de riesgo es el relativo a las protestas que se dieron cuando el presidente hizo guardia ante los monumentos de Juárez y Lincoln. Yo no estuve ahí, pero los gritos no me sonaron a español de México, sino más bien sudamericano, quizá cubano o venezolano. Es sabido que hay visos de oposición a AMLO en el estado de Florida, por lo que no es imposible que el presidente haya abierto una cloaca muy peligrosa sin siquiera haberse dado cuenta.

Quedan dos incógnitas no menores: la primera es qué pasará cuando un periodista agarre a Trump desprevenido y éste vuelva a su tradicional retórica antimexicana o cuando, en los próximos días, actúe respecto al asunto DACA.

Por otro lado, nada en esta visita altera el escollo del lado mexicano: las palabras se las lleva el viento y lo que cuenta son los resultados. Para ser exitoso, el nuevo tratado, razón del encuentro, depende íntegramente de la certeza que genere el gobierno del presidente López Obrador entre los inversionistas, algo por demás dudoso. La visita se salvó; ahora falta que se salve la economía.

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 REFORMA

12 Jul. 2020

 

Panaceas

Luis Rubio

Objetivos divergentes que pretenden resolver un problema común. Quizá así se podría comenzar a apreciar la complejidad inherente al nuevo tratado de libre comercio de Norteamérica. Cada uno de los gobiernos involucrados tenía sus prioridades y el resultado es el nuevo T-MEC que se inauguró esta semana: como todo instrumento, éste tiene sus virtudes y sus defectos, pero no es una panacea.

Según la vieja mitología griega, la panacea, nombrada así por la diosa de los remedios universales, es una cura a todos los males. El nuevo tratado comercial ciertamente no es una panacea en el sentido griego, pero es, sin la menor duda, el mejor acuerdo que era posible dada la coyuntura política. Y ese es el criterio relevante: las negociaciones entre países son un reflejo tanto de los propósitos de las partes involucradas como de la correlación de fuerzas del momento.

Para el gobierno del presidente Trump, el objetivo primario era desincentivar la emigración de plantas industriales de Estados Unidos hacia México y el nuevo tratado refleja esa prioridad. No hay contraste más grande entre el llamado NAFTA y su sucesor, el T-MEC, que éste. En este cambio desapareció la prioridad número uno por la cual México propuso la negociación original, al inicio de los noventa.

El contexto de aquel acuerdo es clave: el gobierno mexicano propuso la negociación de un acuerdo comercial y de inversión como medio para conferirle certidumbre a los inversionistas luego de la conflictiva década de los ochenta: en una palabra, el objetivo era utilizar al gobierno norteamericano como palanca para recobrar la confianza perdida en la expropiación de los bancos. Se buscaba un medio para asegurarle a los inversionistas que el gobierno mexicano no actuaría de manera caprichuda o arbitraria en la conducción de los asuntos económicos y que las disputas que pudieran surgir entre el gobierno y las empresas serían resueltas en tribunales no dependientes del gobierno mexicano.

El gobierno norteamericano de aquel entonces veía en el NAFTA la oportunidad de apoyar a que México lograra un progreso acelerado, objetivo central de la definición de su interés nacional. Detrás de ello residía la premisa y expectativa de que México llevaría a cabo reformas profundas para convertir al tratado en una palanca transformadora que permitiera lograr el ansiado desarrollo, cosa que evidentemente no ocurrió.

Aunque la renegociación comenzó en el sexenio anterior, el presidente López Obrador le imprimió su carácter distintivo, plasmando en el nuevo tratado sus propios objetivos, que son muy distintos a los que animaron al TLC original, especialmente en materia laboral y social. Muchas de las provisiones más polémicas y potencialmente onerosas del T-MEC surgen de esta visión, en la que, por razones muy distintas, convergen los dos gobiernos. Mientras que para Trump el objetivo manifiesto es la protección del trabajador estadounidense, para el mexicano la prioridad es disminuir la desigualdad y reducir la pobreza. A través del tratado, el gobierno mexicano se propone promover la modernización de la planta productiva con una racionalidad de inclusión social y protección de derechos laborales. No son objetivos muy distintos, pero tampoco es obvio como cuajen en la práctica. Cuando se mezclan propósitos ambiciosos con instrumentos limitados, el resultado no siempre es el esperado.

Lo extraño es el uso (que sin duda será sesgado y politizado) de instancias norteamericanas para forzar un cambio en la manera de operar de las empresas mexicanas, sobre todo, en la organización de los sindicatos y la elección de sus liderazgos. El gobierno mexicano se propone un salto mortal triple: democratizar las relaciones laborales, cooptar a los nuevos liderazgos y crear nuevas clientelas electorales, todo ello a través de un tratado internacional donde el gobierno del país del que todo esto depende tiene objetivos políticos y de protección de su planta laboral que claramente no tienen nada que ver con la lógica política del gobierno de López Obrador.

A lo largo del último cuarto de siglo, el TLC se convirtió en el principal motor de la economía mexicana a través de las exportaciones. Cuando éstas se colapsaron por la crisis financiera de EUA en 2009, la economía mexicana se vino abajo de manera dramática, evidenciando tanto la enorme importancia del sector exportador, como la falta de una estrategia para acelerar la transformación del mercado interno, que lo convirtiera en otro gran motor del desarrollo. Sin embargo, nada se hizo para responder ante aquella obviedad y eso es lo que el nuevo tratado, al menos en espíritu, se propone lograr.

Lo que no ha cambiado del lado mexicano es la necesidad de proveer certidumbre al inversionista, cosa que el nuevo tratado ya no garantiza, excepto para algunos servicios. La certidumbre ahora tendrá que ser provista por el propio gobierno mexicano, quien no se ha distinguido por su disposición a afianzarla. Sin inversión privada el nuevo tratado -y cualquier otra estrategia- resultará irrelevante. El verdadero reto no es el señor Trump o las potenciales (probables) demandas norteamericanas, sino la falta de brújula interna respecto a lo que hace posible atraer la inversión.

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Luis Rubio

(05 Jul. 2020)