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Corrupción e impunidad

Luis Rubio

La pregunta clave es si la corrupción es un instrumento para el avance de un proyecto político o un mal que debe ser erradicado. Lo que es cierto es que no se pueden lograr los dos propósitos al mismo tiempo porque se trata de una flagrante contradicción: o se utiliza a la corrupción o se le persigue con el objeto de eliminarla del panorama. La evidencia a la fecha es que la corrupción es un instrumento en manos del gobierno para la consolidación de su base política y proyecto de poder.

La corrupción es un mal ancestral en nuestro país, pero no uno inexplicable. En términos históricos, hay dos factores que la promueven y arraigan. En primer lugar, el viejo sistema político postrevolucionario convirtió a la corrupción, ya de largo linaje para entonces, en un instrumento de poder. El régimen emergido de la épica revolucionaria requería crear un mecanismo que satisficiera a los liderazgos que habían sido parte del contingente ganador y, a la misma vez, consolidar un régimen hegemónico.

La clave de la solución radicó en el sistema de lealtades, nutrido por dos componentes: por un lado, el acceso a la corrupción y, por otro, las complicidades cruzadas. Lo primero permitía, en las palabras inmejorables del dicho todavía vigente, que “le hiciera justicia la Revolución,” arreglo verbal que permitía justificar cualquier cosa y excusar a quien robaba  como un servicio a la patria. Los puestos se asignaban con ese criterio: premiar la lealtad, lo que llevó a otro de los dichos tan reveladores: “no me des; sólo ponme donde hay.” Quien era nombrado director de adquisiciones de alguna secretaría o (mil veces mejor) de alguna paraestatal, sabía que no iba ahí para mejorar la productividad, sino a ser compensado por su lealtad.

El otro factor que promueve y, de hecho, hace posible, la corrupción, es la naturaleza del sistema legal que nos caracteriza. En México un inspector de obras de construcción sabe que su trabajo no depende de asegurarse que se hayan seguido los planos originales (o los autorizados), sino negociar con los constructores las diferencias que existan respecto al proyecto inicial. Es así como edificios que cuentan con una autorización de diez pisos acaban siendo de quince. Sin embargo, la culpa no es del inspector o del constructor, sino del sistema que le confiere tan vastas facultades discrecionales al inspector.

Esas facultades discrecionales acaban siendo arbitrarias porque no se apegan a ningún código, regulación o criterio previamente establecido y debidamente publicado (condiciones elementales de cualquier Estado de derecho). Las facultades con que cuenta un inspector se van magnificando en la medida en que uno sube la escala burocrática. En la legislación en materia de inversión extranjera que promulgó el gobierno de Echeverría (y cuyo título no dejaba duda de su objetivo: Ley para promover la inversión nacional y regular la inversión extranjera), el texto establecía prioridades y límites para cada tipo de inversión. Uno podía estar de acuerdo con los objetivos o no, pero el texto era claro en su propósito y pretendía conferirle certidumbre al potencial inversor. Sin embargo, la ley también incluía un artículo que le otorgaba al secretario respectivo facultades plenas para que, a su juicio, modificara los límites de participación establecidos en la ley. Con esas facultades, la ley dejaba de tener importancia, toda vez que la autoridad podía modificar su contenido en cualquier momento. El punto de fondo es que esas facultades discrecionales han sido siempre una fuente de corrupción dentro del gobierno, entre particulares y el gobierno y entre particulares.

La corrupción adquiere muchas formas en el país y no todas involucran dinero. El aprovechamiento de recursos públicos, el uso del presupuesto, la compra de terrenos donde pasará una carretera y tantos otros medios de enriquecimiento tradicional son parte intrínseca de lo que ha sido México y no hay un solo partido político que salga invicto de ello, incluyendo al que gobierna en la actualidad. El uso de recursos públicos para nutrir clientelas es corrupción pura y dura.

Además de los medios tradicionales de corrupción, ahora se suman otros prominentes (si bien no nuevos): el perdón -y purificación- de funcionarios corruptos o empresarios cercanos; la destrucción de instituciones; la eliminación de proyectos clave para niños y sus mamás (como las estancias infantiles) o la disponibilidad de medicamentos. Todas estas son manifestaciones de corrupción que siguen gozando de plena impunidad.

Las dos fuentes clave de corrupción –la naturaleza de la ley y el pago de lealtades- se pueden erradicar porque ambas surgen de factores conocidos y, al menos en principio, modificables. Pero nada de eso se está haciendo. El encarcelamiento de una exsecretaria o el uso del púlpito para atacar supuestos adversarios en nada se diferencia de las prácticas de antaño. Se trata de un escarmiento y no de un proceso de erradicación del fenómeno: se actúa con un criterio acomodaticio, no de acuerdo con lo que marca la ley.

La retórica cambia, pero la corrupción persiste: se trata, como siempre en el periodo post revolucionario, de la consolidación del poder. Nada más.

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REFORMA
15 Nov. 2020

La cruda

Luis Rubio

“De los americanos, Churchill supuestamente dijo, siempre se puede esperar que harán la cosa correcta… luego de haber extenuado todas las demás posibilidades.” ¡Y vaya que han hecho su mejor esfuerzo!  En el contexto estadounidense, Obama y Trump estiraron la liga al máximo, en direcciones opuestas, polarizando a la sociedad americana y acentuando las líneas de quiebre que ya existían, alimentando odios y otras pasiones. Aunque Biden ha sido declarado ganador por los medios, Trump no lo ha reconocido, lo que deja en un limbo el proceso.

Trump no ha sido un presidente prototípico. Su carta de presentación, desde la campaña de 2016, fue la de un rebelde que no se apegaría a norma alguna. En lugar de sumar, se dedicó a restar y en vez de procurar resolver, se dedicó a atacar. Como presidente ha sido impresentable, pero nadie le puede negar el mérito de haber avanzado la agenda que prometió en materia fiscal, regulatoria, ambiental y comercial. Puede uno coincidir o no con su forma de ver al mundo, pero no se le puede negar consistencia con su electorado. Para el resto, como dicen en otros lares, al diablo con sus instituciones.

Biden no fue el candidato más atractivo o dinámico que existía, pero fue el único que pudo unificar a su partido para esta contienda. A pesar de sus obvias limitaciones, las circunstancias no podían ser mejores para su ascenso: la crisis del covid socavó el principal activo con que contaba Trump -el crecimiento acelerado de la economía, del empleo y de los salarios- y la prensa no pudo haber sido más benigna con él. Como presidente, tendrá que lidiar con un panorama político complejo, comenzando por su propio partido, que se ha desplazado hacia la izquierda de una manera que atemorizó a buena parte del electorado, incluso el propio.

El partido demócrata no sólo se ha movido a la izquierda, sino que, en los últimos meses, produjo movimientos violentos y destructivos en las calles de múltiples ciudades. Biden fue incapaz de deslindarse de éstos, lo que sin duda incidió en su voto: ante ese panorama, muchos votantes independientes, de quienes depende el resultado, corrieron de regreso a Trump. Además, la incipiente recuperación de la economía y del empleo luego del bajón del principio de año, le permitió a Trump argumentar que su estrategia permanecía vigente. Aunque las encuestas seguían mostrando alta probabilidad de un triunfo para Biden, el margen se fue cerrando en los últimos días.

Biden no era el candidato natural de su partido. Resultó nominado precisamente porque no amenazaba a ninguno de sus componentes. Biden emergió como candidato porque el establishment del partido demócrata reconocía que Bernie Sanders, el favorito de los progresistas, no tenía posibilidad alguna de ganar porque la mayoría del partido sigue siendo moderada. Aún así, es evidente que todo ese empuje fue insuficiente para lograr una victoria decisiva. Trump sigue teniendo una base sólida y, a pesar de sus malas formas, muchos demócratas e independientes temen más el avance de las iniciativas de los progresistas que la intemperancia del hoy presidente.

La carta principal de Biden era muy simple y evidente: no es Trump. El enorme rechazo que genera Trump bastó para que Biden navegara con tranquilidad a lo largo de los meses de campaña. De ganar, tendrá que contender con la realidad de un país por demás dividido, caracterizado por posturas extremas y un desprecio entre los votantes con preferencias partidistas opuestas. Y eso sin contar las enormes diferencias entre agendas y expectativas que existen dentro de su propia coalición.

Lo fascinante del escenario norteamericano es la insularidad de los dos mundos que lo caracterizan. Los habitantes de las costas suelen tener una visión optimista del mundo, una estructura de empleos (e ingresos) cada vez más ligada a la economía de la información y una propensión a europeizar su sistema de salud, pensiones y otros servicios provistos por el gobierno. Por su parte, los habitantes del medio oeste, sobre todo del llamado “cinturón oxidado,” que incluye a las regiones mineras tradicionales, viven en la precariedad, el pesimismo y la falta de oportunidades que la transformación económica y tecnológica del mundo les ha negado. El contraste en la calidad de la educación entre ambas regiones es pasmoso. Obama privilegió a los primeros, Trump a los segundos. Ambos polarizaron a los ojos de sus opuestos, llevando a las tensiones que se expresaron en la elección de esta semana.

Lo impactante de esta elección no es el resultado inmediato, sino su dinámica. Lo que parecía un triunfo no solo seguro sino arrollador acabó en un virtual empate. El margen de maniobra del nuevo presidente será limitado, dependiendo mucho de como concluya el senado. Trump no tendría problema con un escenario como ese, pues su único objetivo sería perseverar en una agenda divisiva. Biden, en cambio, tendría que buscar una forma de trabajar con sus contrapartes republicanas para construir terreno común que permita restaurar una semblanza de orden, institucionalidad y paz interna. Lo bueno de eso es que empata perfectamente con su personalidad y le permitiría dejar a un lado a la base progresista que tanto daño le hizo en esta elección. 

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Luis Rubio
 REFORMA
08 Nov. 2020

Popularidad

Luis Rubio

La popularidad del presidente, aunque menor a otros momentos y a otros presidentes, sigue elevada. Muchos se preguntan cómo es esto posible dada la compleja, incierta y muy deteriorada situación del país y de la economía. El presidente se ha dedicado a minar todos los cimientos del desarrollo, debilitar los factores que hacen posible el crecimiento de la economía y eliminar los mecanismos que se construyeron para conferirle estabilidad y predictibilidad al actuar del gobierno. A pesar de todo esto, su popularidad no parece afectarse por su manera de decidir o sus consecuencias. No es una pregunta esotérica pero tampoco difícil de dilucidar.

La popularidad del presidente se sustenta en varios elementos, no todos los cuales se encuentran bajo su control. En primer término, la extraordinaria estrategia de propaganda que son las mañaneras tiene el efecto de mantener cautivada a su base social. Este factor es clave para la popularidad y ha sido probado a lo largo del tiempo: la conexión del presidente con la población es real y trasciende lecturas basadas en la razón. Como toda conexión cuasi religiosa, ésta es sostenible mientras los factores que la alimentan, sobre todo su credibilidad, persistan. El presidente explota un profundo y ancestral resentimiento de un amplio segmento de la población que se siente traicionado por décadas o siglos de promesas insatisfechas. El odio que promueve hacia personas, instituciones y grupos cae, ahora si, como anillo al dedo, en esa población que resiente muchos elementos de la realidad nacional. En su extremo, ha logrado crear fanáticos entre ciudadanos que lo ven como un salvador.

Un segundo componente de la popularidad reside en el más papable de los errores de los partidos tradicionales en los últimos años, particularmente el llamado “Pacto por México” que organizó Peña Nieto y que, al sumar acríticamente al PAN y al PRD, los mimetizó con el PRI –con toda la carga histórica que eso representa- tornándolos dependientes del resultado de aquel proyecto. Seguro hay explicaciones de porqué se sumaron pero, en términos estratégicos, le vendieron su alma a un presidente cuyos objetivos no eran los de la transformación del país a través de las reformas prometidas, sino el enriquecimiento de su pequeño grupo de aliados. El PAN y el PRD de facto aceptaron lo absurdo: los beneficios de una buena gestión se le atribuirían al PRI en tanto que los errores y fracasos se les colgarían a los tres. Para el mexicano común y corriente, se desdibujaron las diferencias entre los tres partidos, circunstancia que hoy se traduce en una sola cosa, que el presidente López Obrador ha explotado con singular habilidad: la ciudadanía puede albergar dudas sobre la gestión del gobierno actual, pero no percibe alternativa alguna entre los partidos tradicionales.

La gran falla de las reformas de las últimas décadas reside en su parcialidad porque no todo estuvo sujeto a modificación. La condición central, implícita, del proyecto reformador radicaba en la protección del “sistema” y sus beneficiarios: igual la CNTE que la clase política o intereses particulares –privados, sindicales, políticos- de cualquier índole. Esto garantizó que los beneficios no se desparramaran de manera equitativa, lo que se puede apreciar de manera por demás obvia en los contrastes regionales que persisten. Esta es una tercera ancla de la popularidad del presidente: ha logrado convencer a un segmento de la población que el sistema no trabaja para ellos, explotando sentimientos y resentimientos acumulados.

En el fondo, sin embargo, la popularidad se sustenta en el uso que hace López Obrador de la población y que ésta hace uso de él. Se trata de una sociedad de conveniencia que es sostenible sólo mientras sus pilares no se erosionen en demasía. Por eso cala tan duro la evidencia de corrupción contra el hermano del presidente, los robos en la institución dizque para devolverle al pueblo lo robado y los que seguro se seguirán acumulando. A esto se deben sumar los errores en materia de salud, la falta de medicamentos y la obvia incompetencia del gobierno. A Morena le está pasando lo que al PAN en su momento: una vez a cargo, están cayendo en las prácticas ancestrales del gobierno mexicano porque nada en la esencia de su funcionamiento ha cambiado.

Los resultados de Coahuila e Hidalgo demuestran que hay algo de artificial en las cifras de popularidad y que, en todo caso, ésta no es transferible a los candidatos de Morena.

Lo que sí ha cambiado y no se debe desdeñar es la solidez y fortaleza de personas clave en distintas instancias y que también se acumulan. La Suprema Corte le dio carta blanca al presidente en sus consultas, pero los cinco ministros que votaron en contra cimbraron al país con argumentos sólidos y poderosos. La minoría que bloquea excesos constitucionales en el senado hace mella cada día. La discusión pública no cesa por más que haya amenazas cotidianas.

En contraste con el México de hace medio siglo, hoy existen factores que limitan los peores excesos y ciudadanos dispuestos a hacer valer sus derechos, lo que garantiza que, aunque se pierdan algunas batallas, los sustentos de la popularidad del presidente sean mucho más endebles de lo aparente.

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 REFORMA
(01 Nov. 2020)

Narrativas

 Luis Rubio

Una de las características que definen al gobierno es su insistencia en el pasado: en franco contraste con sus predecesores, que siempre prometían un futuro mejor, el presidente parece creer fervientemente que en el pasado se encuentra el fundamento de todo lo que sigue. La disputa que ha emprendido por el pasado es, en realidad, una batalla por el derecho a definir el futuro y, sobre todo, las percepciones. Orwell lo decía con claridad: quien define el pasado controla el presente y el futuro. Es decir, el poder político reside en la capacidad para forjar la manera en que la gente percibe al mundo.

La idea de Orwell, también expresada por Gramsci, era la hegemonía ideológica, lo que los estrategas electorales y políticos hoy denominan como “narrativa.” Todos quieren darle forma al discurso como medio de control de la vida pública. En la medida en que todos, o una gran mayoría, acepta el discurso o la narrativa como válido, un proyecto político (o, en menor escala, un interés particular) puede progresar y prosperar sin límite. Las mañaneras son eso: un medio para manipular y desacreditar a los supuestos adversarios, extinguirlos.

Pero el control de la narrativa no garantiza el progreso. Si la narrativa no contribuye a unificar de manera integral a la población, ésta no logra más que ilusionar, para luego frustrar, a quienes la comparten. Una nueva narrativa puede ser extraordinariamente poderosa pero obtusa si el objetivo es imposible. Ayotzinapa lo ilustra bien: el gobierno actual cambió la narrativa, prometió una nueva investigación y poco le faltó para prometer que los padres volverían a ver a sus hijos. Es claro que muchos de ellos así lo entendieron, pues hoy retornan con reclamos similares a los de antes. Independientemente de la solidez y honestidad de las investigaciones de la administración anterior, el gobierno actual sabía bien que ese retorno era imposible, por lo que logró apaciguar a esa población temporalmente, pero ahora regresa con furia renovada. Nada es gratis y este caso ejemplifica el actuar de toda la administración.

Una narrativa errada, fundamentada en una lectura sesgada o intencionada de la historia, magnifica los problemas y exacerba la polarización. En lugar de unificar para lograr un propósito común, así implique éste someter a determinados grupos o intereses, la narrativa mañanera no sólo resulta incapaz de avanzar su agenda, sino que despierta el desarrollo de narrativas alternas, algunas por demás reaccionarias. La lucha por desacreditar el mérito no sólo debilita al sistema educativo, sino que elimina todo incentivo para la creación de empleos o la mejoría de los salarios. Si el mérito deja de ser relevante, la violencia acaba siendo legítima y el crimen una respuesta razonable ante la desigualdad reinante.

Una narrativa diseñada para polarizar parte del principio de que no es necesario asumir la realidad como es. Si bien cambiar la realidad es un objetivo legítimo, lograrlo es imposible si se parte de la negación de la realidad existente. Juan José Campanella, un director de cine, escribió que “no dejemos que la inmensa corrupción tape la gestión. La gestión fue peor.”

Nos encontramos en una etapa que parece de transición: el gobierno comenzó atacando la corrupción de otros, solo para encontrarse con que la propia no es menor, lo que le quitó el viento de cola que traía. Pronto comenzará a apreciarse la pésima calidad de su gestión. Ciertamente, el gobierno no es culpable de la pandemia, pero sí lo será, inexorablemente, de lo que de su manera de conducirla -lo que hizo y lo que dejó (o deje) de hacer- resulte en los próximos meses. Ninguna narrativa puede encubrir una realidad como la que comienza a vislumbrarse.

El pasado es el origen de lo que hoy existe pero no puede ser el fundamento de nuestro futuro porque es precisamente ese pasado el que produjo las distorsiones y resultados que hoy encontramos inaceptables y que yacen en el corazón de la propuesta electoral del presidente López Obrador. Como todo en la vida, cada momento produce virtudes y defectos, pero el tiempo avanza y altera las condiciones en que surgieron ambas.

El llamado desarrollo estabilizador produjo unos cuantos lustros de elevado crecimiento con estabilidad política que permitió el crecimiento acelerado de la clase media urbana, pero las circunstancias que hicieron eso posible desaparecieron en la medida en que cambió el entorno externo y, especialmente, las erradas medidas que se adoptaron al inicio de los setenta. De no haber sido por el súbito descubrimiento de yacimientos petroleros, la borrachera de finales de los setenta y comienzo de los ochenta no habría tenido lugar y el país estaría mucho mejor, exacto lo opuesto a la narrativa mañanera. Las reformas que siguieron, con todos sus sesgos, aciertos y errores, no tenían más propósito que intentar responder ante los mismos males que hoy pretende combatir el presidente López Obrador: el bajo ritmo de crecimiento promedio, la desigualdad regional y la inestabilidad política. La historia, la real, importa mucho.

Todos los gobiernos tienen la necesidad de construir su propia narrativa para asentar su legitimidad y poder gobernar. Solo lo logran aquellos que aceptan la realidad como es.

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Nostalgias

Luis Rubio
A la memoria del Dr. Guillermo Soberón

 Francisco de Quevedo escribió que «cuando decimos que todo tiempo pasado fue mejor, condenamos el porvenir sin conocerlo.» El pasado no siempre fue mejor, pero es más fácil de visualizar porque queda congelado en el tiempo. El nuevo dogma es que la economía iba muy bien en los setenta y que fueron las reformas las que la destruyeron: el llamado modelo neoliberal puede ser obsoleto y haber provocado innumerables fallas, pero la noción de que volver al pasado va a resolver los problemas actuales es pura nostalgia.

Diagnosticar la problemática económica requiere una mínima honestidad sobre la naturaleza del problema que se quiere resolver. Por ejemplo, se parte del principio de que la tasa de crecimiento económico de las pasadas tres décadas (2% en promedio) fue mediocre, lo que es obviamente cierto. Pero ese promedio esconde más de lo que revela: la economía se ha tornado cada vez más compleja y ha experimentado una gran fragmentación, donde algunos estados venían creciendo a tasas casi asiáticas en tanto que otros se relegaban. La clave es por qué de esas abismales diferencias.

El planteamiento de que hay que “mexicanizar a México” no es más que un lema ideológico que ignora la elemental realidad que se ha vivido en estas décadas. Sin duda, los chiapanecos, oaxaqueños y guerrerenses tienen toda la razón en protestar por el enorme letargo en que han caídos sus estados, pues eso se debe en gran medida a lo que han impedido los factores de poder real en sus propias localidades y lo que no han hecho sucesivos gobiernos federales. En contraste, cuando uno se apersona en Aguascalientes o Querétaro, resulta inmediatamente evidente la impresionante transformación que han experimentado. La pregunta relevante es qué han hecho mal los primeros y bien los segundos.

Los nostálgicos que pretenden recrear los setenta tienen razón en que el país es más desigual porque arroja tasas muy diferenciadas de crecimiento, pero es imposible recrear la estrategia que se siguió hace medio siglo por al menos dos razones: primero, porque la realidad socio política y económica de entonces no tiene semejanza con la actual. En aquella época el crecimiento se explicaba por una combinación óptima de inversión pública (infraestructura) e inversión privada que respondía a un marco de certidumbre producto de un claro entendido entre los diversos factores de la producción y el gobierno. No era un mundo perfecto pero, mientras duró, resultó sumamente exitoso.

La segunda razón por la que es imposible reconstruir los setenta es que el factor clave que hizo posible las elevadas tasas de crecimiento de esos años -el petróleo y la expectativa de que sus precios crecerían de manera permanente- ya no existe. Además de que la producción de petróleo ha decrecido en términos absolutos, su importancia relativa en la economía mexicana ha disminuido radicalmente. El país cambió al petróleo por las manufacturas y los estados que se incorporaron en esa lógica han ganado empleos y fuentes de ingresos.

Muchas falacias dominan la lógica gubernamental. La primera y más importante porque determina las demás, es que se abandonó el modelo del desarrollo estabilizador por razones ideológicas. De hecho, en los setenta y ochenta se hicieron absurdos intentos por prolongar la vida del desarrollo estabilizador cuando sus pilotes de soporte ya habían desaparecido. Pero lo más importante es que no se puede retornar a un mundo que ya no existe.

El punto nodal es que se abandonó aquel modelo de crecimiento porque la economía ya no crecía. Mientras México vivía la borrachera petrolera, el resto del mundo cambió su forma de producir, volcándose al mercado mundial. Las reformas no fueron más que un reconocimiento de la nueva realidad productiva mundial. Regresar al pasado va a agudizar nuestros males.

La implementación de un nuevo modelo requirió desarrollar nuevas fuentes de certidumbre porque las anclas que habían funcionado antes fueron destruidas en diversos terremotos políticos como el de la expropiación de los bancos. El TLC fue un instrumento cuya esencia radicaba en generar certidumbre para los inversionistas y empresarios. Los estados que se incorporaron a esa lógica se transformaron; los que no, se rezagaron. Lo imperativo sería entender qué es lo que impide que llegue inversión a los estados más pobres y actuar en consecuencia, no en la retórica, sino en la realidad.

La evidencia demuestra que factores como los derechos de propiedad y el Estado de derecho son cada vez más importantes para el crecimiento de la economía mientras mayor es el nivel de desarrollo.* Si uno le pregunta a una empresa automotriz qué es lo que le ha llevado a montar una planta en Puebla o Durango y no en Oaxaca o Chiapas, estos factores sin duda serán prominentes en su respuesta. La clave es certidumbre y concordia política.

La tasa de crecimiento es un distractor porque permite imaginar grandes proyectos gubernamentales en lugar de atender la enorme complejidad socio política actual. Es falso el dilema entre crecimiento y estabilidad, como demuestra casi toda la región asiática donde sus gobiernos se han abocado a allanar el camino para la prosperidad. El asunto no es ideológico, sino práctico. Por ahí habría que comenzar.

 

*Acemoglu, Daron, “The Form of Property Rights: Oligarchic vs. Democratic Societies” NBER 2003

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en REFORMA
18 Oct. 2020

 

Simulaciones

Luis Rubio

Si el discurso lo dice, tiene que ser cierto. Así funciona la política mexicana en los últimos años: pura retórica. Baste escuchar los interminables anuncios de los legisladores en que afirman que aprobaron determinada ley, razón por la cual el problema ha desaparecido. Desde luego, muchos asuntos clave para el desarrollo del país requieren modificaciones normativas; sin embargo, el mero hecho de aprobar una ley o hacer un pomposo anuncio gubernamental no resuelve el problema: se trata de una simulación de la que se alimenta la retórica que domina el panorama.

Se afirma que vivimos en una democracia, lo que es parcialmente cierto porque hoy se eligen limpia y libremente a nuestros gobernantes y legisladores, asunto no menor luego de décadas de imposiciones y fraudes electorales. Sin embargo, la vida del ciudadano prototípico no ha mejorado sensiblemente por ese hecho, excepto en que –de enorme trascendencia- los gobernantes hoy tienen menos capacidad de abuso de lo que era típico en el pasado. Pero si la democracia implica representación, participación y límites a la capacidad de abuso, estamos muy lejos de haber llegado ahí.

Nuestra democracia, así sea enclenque como ha demostrado la capacidad del gobierno actual para eliminar cualquier vestigio de contrapeso, no sólo liberó a los ciudadanos del autoritarismo del viejo régimen sino, sobre todo, le dio rienda suelta a los políticos –líderes de partidos, legisladores, gobernadores y presidentes- para construir todo un andamiaje retórico que nunca aterriza: todo es pretensión que se avanza cuando, en realidad, ni siquiera se definen los problemas concretos o se diagnostican correctamente para resolverlos.

En su libro sobre la manera en que evolucionó la Europa exsoviética después de la caída del muro de Berlín, Krastev y Holmes* describen la forma en que la élite rusa se abocó a emplear el lenguaje para no cambiar el statu quo, es decir, construyeron una democracia fake que les permitió preservar sus privilegios. Pero lo más interesante que explican los autores es que a esa misma cohorte le pareció enteramente natural simular la nueva democracia porque llevaban dos décadas (antes del fin de la URSS) pretendiendo que el comunismo era democrático y funcionaba bien. Cualquier semejanza con la forma en que ha evolucionado la democracia mexicana es meramente casual.

Quizá la pregunta más trascendente sea si la ciudadanía en general se cree la retórica y la acepta como palabra suprema. No cabe ni la menor duda que muchos políticos no sólo creen en sus propias palabras (y mentiras), sino que suponen que éstas se convierten en realidad por el mero hecho de haber sido expresadas en público. Sin embargo, el fenómeno ciudadano es clave: la historia sugiere que la población cree lo que dicen los políticos, hasta que deja de creerles. La retórica es parte inherente a la política, pero cuando los hechos no cambian, o cuando la realidad no mejora, el deterioro se torna inexorable: la experiencia de Fox y Peña Nieto es aleccionadora; la pregunta al aire es cuándo sucederá lo mismo con el actual gobierno.

Esta forma de ser y proceder ha paralizado al país por varias décadas. En lugar de debatir la naturaleza de los problemas y sus posibles soluciones, la vida política se dedica a la retórica y, por lo tanto, a la simulación. La mediocridad que eso alienta, ahora formalizada en un discurso cotidiano cuya característica central es la de desviar la atención de los asuntos relevantes, no se limita exclusivamente a la falta de crecimiento económico, sino incluso a la pretensión de que éste ni siquiera es necesario.

En el fondo, quizá el problema nodal del sistema político mexicano actual radica en la disfuncionalidad, cuando no ausencia, de un gobierno susceptible de cumplir sus responsabilidades, desde las más básicas como la seguridad, hasta las medulares, como la creación de condiciones para el progreso de la población, en el sentido más amplio del término progreso.

El fenómeno lo explica Fukuyama** con claridad: el progreso depende de la existencia de un gobierno competente, un eficaz sistema de rendición de cuentas y un sistema democrático de elección de los gobernantes, pero afirma que el orden en que estos factores hacen su aparición es crucial. Si un país se democratiza antes de construir un Estado fuerte y competente, el resultado será parálisis, disfuncionalidad y, potencialmente, inestabilidad.

En México se construyó un gran aparato para garantizar la limpieza electoral, pero no se transformó al sistema de gobierno para ser capaz de darle viabilidad social y económica al país. El gobierno mexicano acabó siendo enclenque; carente de instrumentos idóneos al reto; con instituciones débiles y, en su mayoría, sin poder alguno (igual la Suprema Corte que los organismos autónomos); y saturado de disputas no institucionales entre los diversos actores políticos.

La retórica ha permitido disfrazar esta fragilidad, pero ha impedido que se atienda como la prioridad nacional principal que debería ser. Peor, ahora se aprovecha para intentar retrotraer la presidencia omnipotente que, a final de cuentas, es lo que nos dejó donde estamos.

 

*The Light that Failed: A Reckoning;

**Political Order and Political Decay

 

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  REFORMA
11 octubre 2020

La Corta

Luis Rubio

“¿Qué se tiene que hacer si en algún momento la población vota para establecer una dictadura?” se pregunta Karl Popper, el gran estudioso de la democracia y las sociedades abiertas. La mayor parte de las democracias, dice el autor, incluyen provisiones para impedir que eso ocurra, como el requerimiento de mayorías calificadas en el congreso. Legalmente o no, el hecho es que Morena, y por lo tanto el presidente, cuenta con una mayoría calificada en la cámara baja del poder legislativo y no le falta mucho para tener lo mismo en el senado. En un sistema de poderes divididos, la Suprema Corte constituía el único poder capaz de evitar la consolidación de una dictadura. Lamentablemente, la Corte se quedó corta.

Cada uno de los poderes en una democracia tiene su estructura, origen y responsabilidades. Mientras que el ejecutivo y el legislativo son electos y, por lo tanto, requieren mantenerse cerca del pulso ciudadano, la Suprema Corte fue diseñada para guardar distancia y valorar, desde la perspectiva de largo plazo que ofrece el marco constitucional, las propuestas, decisiones y legislaciones que son materia de los otros dos poderes. Su función no es la de ser popular sino la de guardar el equilibrio, y romper los empates, entre los otros poderes públicos.

Cuando un poder dotado de semejantes facultades abdica su responsabilidad, le falla a la sociedad y abre la puerta a cualquier tropelía que pudieran querer avanzar los otros poderes. En nuestro caso, con un ejecutivo que domina al poder legislativo y lo subordina a sus intereses y preferencias de manera rutinaria, la Corte era el único reducto que le quedaba a la ciudadanía como fuente de protección constitucional. Con su decisión de endosar la consulta para procesar judicialmente a los expresidentes, la Corte cedió, se doblegó y perdió toda credibilidad. Con una Corte subordinada -tramitadora de las ocurrencias presidenciales- resulta innecesario crear un tribunal constitucional como el que proponía el presidente porque ya está ahí.

En lugar de evaluar la propuesta de consulta para procesar a los expresidentes en términos constitucionales, la Corte optó por elucidar “los sentimientos del pueblo.” Hay sólo dos interpretaciones posibles, ambas malas: primero, que la mayoría de los ministros de la Corte efectivamente cree que la politización de la justicia es una forma legalmente válida; la otra es que la Corte optó por evitar un conflicto con el presidente, accediendo de antemano a sus deseos. Ambas son pésimas noticias para la democracia mexicana y peores para el Estado de derecho.

El asunto de la consulta ha sido ampliamente debatido por lo que sólo destaco tres puntos que me parecen clave. Primero, la consulta no es un tema legal sino político: el presidente quiere estar en la boleta en la elección intermedia de 2021 para elevar la probabilidad de que su partido retenga la mayoría en la cámara de diputados. La Corte le ha regalado lo que quería lograr con la revocación de mandato: un vehículo para promover su iniciativa sin violar estamento electoral alguno. Me queda claro que lo último que le importa es acusar penalmente a los expresidentes, aunque sin duda hay uno o dos que desearía ver en la cárcel por razones estrictamente personales. Segundo, existe un enorme resentimiento contra diversos exmandatarios, parte alimentado por el propio López Obrador y en mucho por la crisis financiera de 1994-95 y la elección de 2006. En lugar de cambiar la realidad a través de mejores políticas públicas que resuelvan aquellos agravios en lo que importa, la calidad de vida de la ciudadanía, el presidente ha optado por una estrategia de confrontación y distracción. La consulta le cae como anillo al dedo para este propósito. Finalmente, la Corte abre la puerta para someter a consulta cualquier cosa: a más de uno se le ocurrirá que eso incluye el pésimo desempeño de la actual administración, la corrupción del gobierno de Morena, el agua de Chihuahua o la extraordinaria conducción de la pandemia.

Una de las peculiaridades del poder en México es su exceso. Los presidentes, y más el actual, gozan de un poder casi ilimitado, libre de mayores contrapesos, lo que les hace creer que son omnipotentes. En la medida en que su actuar fomenta y nutre esa sensación de poder absoluto y sus asesores y funcionarios se tornan, de manera consciente o no, en cómplices, los presidentes comienzan a creer que su realidad es permanente, indisputable y legítima. El mero hecho de que el presidente crea que no hay corrupción en su gobierno es indicador temprano de este hecho.

La historia, sin embargo, enseña otra lección. Los presidentes comienzan y terminan su mandato y sólo entonces comienzan a percatarse, usualmente de mala manera, de los errores, costos e insuficiencias de su desempeño. Es entonces cuando vienen los reclamos y las exigencias, justo cuando ya no se encuentran en control de los instrumentos que podrían vindicarlos. Nunca falla.

Hay dos grandes perdedores: primordialmente la ciudadanía que, lo reconozca o no, siempre se beneficia del Estado de derecho, aquí debilitado. El otro gran perdedor es, paradójicamente, el propio presidente, que inexorablemente también podrá ser motivo de una consulta.

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REFORMA

(04 Oct. 2020).-

Realidades y rupturas

Luis Rubio

“Todas las generaciones sin duda se sienten destinadas a cambiar el mundo” comenzó diciendo Albert Camus en su discurso al obtener el premio Nobel. Ese es el espíritu con el que el presidente López Obrador parece haber emprendido su gobierno: cambiarlo todo. Buenas razones había para cambiar lo que no funcionaba y así abrirle una oportunidad al desarrollo integral del país. Pero en lugar de seguir esa ruta, se ha dedicado a destruir lo existente, lo que entraña profundas y graves consecuencias para el futuro.

No hay duda alguna que el presidente heredó infinidad de problemas y desajustes, pero también activos muy exitosos y funcionales. Sin embargo, su lógica ha sido la de negar cualquier valor a lo existente sin siquiera ofrecer una alternativa. Como método de distracción, se trata de una táctica potencialmente efectiva, pero sólo para el corto plazo. A cuatro largos años de concluir el sexenio, el país requiere algo más que distracciones.

Primero las distracciones. Por su naturaleza, el presidente confronta y estigmatiza: lo hace con la economía, con los expresidentes, con los empresarios y con toda esa gama que agrupa con una de sus palabras favoritas: “adversarios.” Como estrategia de gobierno, se trata de un instrumento útil, siempre y cuando lo esencial funcione, es decir, que la economía marche de manera razonable, que se creen al menos los empleos indispensables y que la ciudadanía goce de satisfactores suficientes para la vida cotidiana. El problema es que lo esencial no está funcionando y, de hecho, comienza a hacer agua no sólo por la pandemia, sino por la falta de inversión. Por la manera en que dispone de los fondos públicos (para transferencias clientelares y para proyectos con poco o nulo efecto multiplicador) el gobierno no tiene capacidad para invertir y por la manera en que ahuyenta a los inversionistas, la inversión privada tampoco se materializa. Uno tiene que preguntarse qué beneficio trae la confrontación.

Segundo, la retórica si importa: los presidentes, en la forma en que se comunican, crean hechos políticos y más en un país con instituciones tan débiles que el propio presidente ha hecho a un lado. El lenguaje presidencial aliena a vastos sectores de la población, lo que se revierte tanto en una crítica al propio presidente como en ausencia de oportunidades para la realización de proyectos económicos. Las expectativas son sumamente negativas y remontarlas se volverá crecientemente difícil. En un país del perfil demográfico de México, con tantos jóvenes, seis años sin creación de empleos representa un enorme riesgo sociopolítico. Tan grande es éste que uno de los blancos de la estrategia clientelar del presidente son precisamente los jóvenes sin empleo. Pero si las tendencias económicas prosiguen como hasta ahora, pronto no habrá presupuesto suficiente para tanto desempleado, joven o viejo.

Tercero, la popularidad presidencial no es ficticia, pero tampoco es inamovible. Todo indica que la popularidad se sustenta en dos anclas: primero que nada, en la credibilidad del presidente y su historia de denuncia de problemas como la pobreza y la corrupción. Muchos mexicanos no sólo le creen, sino que aborrecen las alternativas tradicionales, lo que les hace permanecer en donde están, aún cuando muchos alberguen severas dudas de la viabilidad del proyecto gubernamental. Por otro lado, la estrategia de transferencias a poblaciones como la de adultos mayores y jóvenes no son inocentes: siguen una lógica estrictamente política y electoral. Es muy probable que no reduzcan la pobreza o eviten el reclutamiento de jóvenes por parte del narco, pero en términos de un intercambio de dinero por apoyo, esos programas son potencialmente infalibles.

Finalmente, no se debe confundir un rebote económico con una recuperación de la economía. El tamaño del colapso es tal, que es natural, simple lógica, esperar un rebote en estos y los próximos meses. Sin embargo, un rebote no implica una recuperación, que usualmente viene acompañada de inversión, crecimiento del empleo y elevación del consumo. Nada de eso es posible vislumbrar por ahora, razón por la cual hasta los pronósticos más benignos y optimistas son terribles. Sin un cambio de estrategia política, la economía no va a recobrarse en los próximos años.

Vuelvo al inicio: nadie puede dudar que el presidente heredó enormes problemas, que él mismo resumió en pobreza, desigualdad, corrupción y bajo crecimiento. Todos esos son problemas reales que ameritan una estrategia integral que permita no sólo remontarlos, sino erradicarlos. Pero en lugar de construir esa estrategia, el presidente se ha dedicado a destruir todo lo que existía, mucho de ello no sólo funcional, sino altamente benigno. Paso a paso, la destrucción ha ido ascendiendo, al grado en que llegará el momento en que ya no sea reversible. Como dice la anécdota del peregrino que quería ir a Roma, si el presidente quiere construir un país acorde a su visión, no puede seguir por donde va.

El discurso de Camus seguía: “mi generación sabe que no podrá [cambiar al mundo], pero su tarea es quizá mayor: debe prevenir que se destruya.” Llevamos dos años de destrucción sistemática. ¿No será tiempo de comenzar a construir?

 

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(27 Sep. 2020)

 

 

 

Nuestro entorno

Luis Rubio

El rey Canuto de Dinamarca (990 dc) es famoso por haber instalado su trono en la playa rodeado de todo su séquito: sentado cerca de las olas, demandó que éstas pararan, pero acabó empapado. El mensaje a sus serviles seguidores fue que hay límites al poder humano. Así debemos ver la relación con nuestro vecino del norte y, en general con el resto del mundo: todo en el planeta está cambiando y los elementos que conferían certidumbre en las pasadas décadas se han erosionado.

Más allá de la pandemia, una mirada a lo que ocurre a nuestro derredor revela patrones de conducta que hubieran sido inconcebibles hace sólo unos años. El cambio más notable, y todavía más para México, es sin duda el que ha experimentado la sociedad estadounidense en la forma del presidente Trump. El país que había liderado al mundo con el conjunto de ideas e instituciones relativos al comercio, la inversión y las relaciones internacionales, el llamado “orden internacional,” a partir del fin de la segunda guerra mundial, abdicó su liderazgo y ahora es fuente de interminables conflictos y desarreglos en el ámbito global.

Trump no fue producto de la casualidad: al igual que Brexit y otros cambios políticos en el espacio europeo (Polonia, Hungría, Italia, etc.), refleja desequilibrios y desilusiones de las ciudadanías de sus respectivos países por factores que van desde la migración hacia las naciones desarrolladas hasta los desajustes producidos por la globalización. Por muchos años, Estados Unidos y China desarrollaron un esquema de integración –al que Nial Ferguson bautizó como “Chimerica”- que provocaron desajustes en el empleo industrial y, con ello, fuertes estragos al interior de la sociedad estadounidense.

Muchas comunidades, típicamente en el centro de EUA, el corazón del cinturón industrial desde el siglo XIX, eran dependientes de una gran empresa que dominaba la vida laboral –como ocurría en industrias como la del carbón, acero y automotriz- fueron devastadas cuando ese empleador tuvo que cerrar por razones tan diversas como el cambio tecnológico, costo laboral o regulaciones ambientales. Las personas que habían dedicado su vida a esa empresa o actividad súbitamente se encontraron sin empleo, con pocas habilidades o capacidad de adaptación a la “nueva” economía, generalmente en el ámbito digital. Si bien proliferan los ejemplos de ajuste exitoso (como ocurrió en Rochester, NY luego de la caída de Kodak), hay un sinnúmero que no lo lograron, su población acabando sumida en el alcohol y las drogas. Trump no inventó esa realidad, sólo la convirtió en fuerza electoral.

Mucha gente espera que el día en que Trump deje la presidencia, el mundo retorne a la normalidad. Lamentablemente, aunque pudiera disminuir la estridencia y las malas formas en el discurso y actuación de sus futuros gobernantes, los factores estructurales que llevaron a Trump a la presidencia seguirán ahí. Llegue un gobierno de derecha o uno de izquierda, los asuntos contenciosos que hoy vive esa nación no van a disminuir, aunque adquirieran otras formas. El caso de China hace esto más que evidente: Republicanos y Demócratas han llegado a la conclusión de que se están enfrentando ante una potencia hostil y comienzan a actuar, al unísono, bajo esa premisa.

Para México, el conflicto EUA-China ofrece oportunidades para afianzar nuestras propias cadenas de producción y suministro y atraer nuevas líneas de inversión extranjera, pero también constituye un llamado de atención a la urgencia de evaluar los factores clave que afectan la viabilidad y dinamismo de nuestro sector exportador y a actuar para atenuar los elementos que son tan disruptivos en la relación bilateral. En particular, México tiene que elaborar una estrategia integral de acercamiento con las regiones y comunidades estadounidenses que son susceptibles de ver a México como un socio confiable y cercano, todo ello en aras de proteger y afianzar nuestros propios intereses en aquella nación. Esto sería todavía más importante de ganar Biden.

En contraste con China, México experimenta dos fuentes de conflictividad que son administrables, pero México no las ha administrado. Por un lado, se encuentran los dos elementos que se han convertido en emblemáticos de la relación y que Trump ha explotado sin rubor: la migración y el superávit comercial, incluyendo al movimiento de plantas industriales hacia México. Ambos fenómenos son viejos, pero México no ha hecho prácticamente nada en el ámbito político dentro de la sociedad norteamericana -no en Washington, sino en Peoria, como dicen allá, en la base- para neutralizar esas fuentes de conflicto. Independientemente de si Trump gana o pierde en noviembre, este es un frente abierto en el que México debe actuar.

La otra fuente de conflictividad es más profunda y compleja porque tiene que ver con nuestras propias carencias e insuficiencias, muchas de las cuales se manifiestan en la zona fronteriza, pero que no se originan ahí: las drogas, la inseguridad y la falta de certeza jurídica. Estos fenómenos no son nuevos ni comenzaron con este gobierno, pero su responsabilidad es enfrentarlos. Ahí si, como dice el presidente, una buena política interior es una buena política exterior.

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 REFORMA

(20 Sep. 2020).-

Un sobre más

 Luis Rubio

En la teoría de los sobres -un viejo chiste de la política mexicana- el presidente saliente le deja tres sobres a su sucesor. Cuando las cosas se atoran, el presidente, urgido, recuerda los sobres y abre el primero. “Cúlpame a mí” dice el papel. El presidente López Obrador abrió el primer sobre tiempo antes de su inauguración y le ha venido extrayendo todo el jugo posible, ahora potenciado por las revelaciones de Lozoya, aunque mermado por las de Pio. No hay duda que va a seguir empujando el tema al máximo sin, lamentablemente, atacar el fondo del problema: la impunidad que yace en el corazón del sistema político. Tarde o temprano dejará de tener efecto.

El segundo sobre -“reorganiza tu gabinete”- va a ser menos impactante. El problema para un presidente que concentra tantas funciones en su chistera y todo lo decide sin ayuda de sus colaboradores, además de que, con mínimas excepciones, le confiere cero espacio y responsabilidad a los integrantes del gabinete, es que nadie siquiera se ha dado cuenta de que cambió el equipo. El segundo sobre queda nulificado por improcedente. Pronto se le va a juntar con el tercer sobre, ese que recomienda preparar otros tres sobres.

Los sobres son relevantes para un gobierno que no tiene mayor aspiración que la de mantener el bote a flote, característica común de muchos gobiernos en todo el mundo. Mejorar un programa aquí, corregir los errores de una política allá, atender los problemas de la comunidad de tal región son todos objetivos válidos y, sin duda, frecuente en la vida pública.

Pero de vez en cuando llega un gobierno con enormes ambiciones que pretende llevar a cabo una transformación. Algunos de esos gobiernos vienen arropados con grandes ideas, iniciativas y proyectos; a otros los anima no más que la fuerza de su voluntad y la expectativa que la mera fuerza de su deseo llevará a lograr la ansiada transformación. Cuando la realidad rebasa las expectativas y la ausencia de plan comienza a ser evidente, los sobres se tornan indispensables. ¿Qué ocurre, sin embargo, cuando ya no hay más sobres que abrir y el gobierno ni siquiera ha concluido sus primeros años, tiempo antes de las elecciones intermedias?

El ruido mediático en torno a la corrupción del pasado sin duda va a ser ensordecedor y podría ser infinito si procede con una persecución criminal de algún expresidente. Pero, además de la dudosa legalidad de semejante empresa, uno debe preguntarse si sería suficiente para tapar el enorme hoyo que va a crear el desempleo y la recesión que ya están ahí pero todavía no se ven en toda su profundidad e implicaciones sociales.

El problema del ruido es que sólo es perdurable y verdaderamente transformador cuando tiene algo más que objetivos utilitarios detrás. En política, desde luego, lo utilitario es siempre relevante y, como sugiere el asunto de los sobres, desviar la atención es parte natural y lógica del arte de gobernar. La pregunta es ¿ruido para qué? Si el ruido sirve para apaciguar ánimos mientras avanzan otros programas ya en curso pero que todavía no dan frutos, el circo no sólo es lógico, sino sumamente valioso. Pero si el objetivo es meramente comprar tiempo, confiando que las cosas volverán, por sí solas, a su nivel, el riesgo se exacerba, pues es improbable que las cosas mejoren en un plazo razonable dada la profundidad de la recesión y la ausencia de inversión privada susceptible de atajarla. El tema se complica todavía más si lo que se encuentra detrás del ruido no es ni siquiera un propósito utilitario, sino más bien un objetivo de venganza, producto más de odios personales que de asuntos de Estado.

La gran ventaja de que goza el presidente reside en que una parte importante del electorado sigue enojado con el statu quo y está convencido que atacar al pasado es necesario. En un país donde la corrupción ha reinado como parte del ejercicio del poder, visible en todo su esplendor en el gobierno anterior, el circo mediático tiene enorme vigencia porque responde al resentimiento visceral que prevalece mucho más allá que cualquier alternativa política, a la fecha inexistente. Aunque el desempeño del gobierno sea mediocre en el mejor de los casos, una amplia porción del electorado sigue alentada más por el enojo que por la esperanza o la expectativa de algo mejor. Esta es una ventaja no menor y constituye una fuente de combustible que puede ser mucho más candente y eficaz de lo aparente.

Pero el enojo no resuelve los problemas de esencia, comenzando por el comer y sobrevivir. Por más que pudiera haber “triunfos” mediáticos en la forma de grandes persecuciones judiciales, en la medida en que no se atiendan las causas de la corrupción, la ciudadanía acabará viendo que no hay más que circo, pero sin pan, en el horizonte. Décadas de espectáculos mediáticos (grandes o pequeños, da igual) han sedimentado una cultura de cinismo que trasciende a cualquier liderazgo individual, por poderoso que éste pudiera ser.

En ausencia de un sobre más, el gobierno pronto enfrentará los productos de un proyecto que no responde a las circunstancias y necesidades del país, pero demasiado tiempo antes de terminar. La oportunidad de transformar, una verdadera transformación, sigue ahí.

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