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Descontento

Luis Rubio

Por muchas décadas, la democracia era percibida como el mecanismo ideal para procesar las demandas de la sociedad y, a la misma vez, generar condiciones para el progreso de las naciones. No por casualidad Churchill acuñó aquella frase de que la democracia es el peor de los sistemas, con excepción de todos los demás. Sin embargo, en las últimas dos décadas han ocurrido dos fenómenos que han puesto en duda la primacía de la democracia. Mucho del descontento que llevó a gobiernos como el del presidente López Obrador se deriva de ahí.

Primero, algunas naciones han logrado producir mejores resultados en términos de progreso económico que las democracias emblemáticas. En particular, es impactante el éxito de China en lograr elevadas y sostenidas tasas de crecimiento económico por varias décadas y lo que eso ha implicado para cientos de millones de personas que han salido de la pobreza. El éxito de un gobierno autocrático ha puesto en duda la trascendencia de la democracia como el mejor sistema de gobierno, lo que ha creado un cisma para el mundo en desarrollo entre las autocracias y las democracias.

En segundo lugar, el cambio tecnológico que ha venido experimentando el planeta ha dislocado a todas las sociedades y producido resultados poco encomiables en términos de desigualdad, expectativas no satisfechas y ausencia de oportunidades para el desarrollo de las personas. Aunque el discurso político culpa al peyorativamente llamado “neoliberalismo” de los males que aquejan a prácticamente todas las naciones del orbe, lo interesante es que nadie disputa el sistema económico en el mundo; la esencia de la disputa yace en las prioridades políticas y sus consecuencias. El mundo digital crea una extraordinaria disrupción porque sólo aquellas personas que cuentan con la preparación necesaria para prosperar en ese espacio tienen algún grado de certeza respecto al futuro.

Estas dos circunstancias -la efectividad de los gobiernos autocráticos y la disrupción que se deriva del advenimiento del mundo digital- se convirtieron en un verdadero maná caído del cielo para políticos listos a explotar el descontento social. El problema es que esos políticos -y nuestro presidente es un ejemplo perfecto de ello- no ofrecen una mejor solución a los problemas que causaron su éxito electoral.

Yascha Mounk* argumenta que el patrón general de los gobiernos que han emergido como resultado de explotar el descontento social es el debilitamiento de los elementos que hicieron posible su ascenso político, como son las instituciones liberales previamente existentes. La concentración de poder va minando los pocos o muchos vestigios de estructura de legalidad y la independencia de las instituciones, fortaleciendo al líder político, pero sin resolver los problemas que prometió enfrentar, lo que se convierte en la causa última de su eventual decaimiento.

La “lucha existencial” que describe Mounk es sugerente: “En tanto que la oposición intenta revertir el deslizamiento hacia un sistema iliberal, los líderes populistas buscan obtener un control cada vez mayor. Si tienen éxito, la democracia iliberal resulta ser solo una estación de paso en el camino hacia la dictadura electa.” Sin embargo, dice Mounk, el gran reto de los líderes carismáticos es que su popularidad tiende a erosionarse en la medida en que la gente demanda satisfactores tangibles que no está obteniendo.

La peculiaridad del gobierno del presidente López Obrador es que no ha empleado el poder para construir una plataforma económica sustentable para el largo plazo. En contraste con Singapur o China, dos casos muy distintos pero emblemáticos, México no va en el camino a la consolidación de una economía moderna, exitosa y transformadora para la población. Sólo para ejemplificar, si México estuviera imitando a China en su proceso de desarrollo, el presidente habría sido el primer campeón del aeropuerto de Texcoco, similar al nuevo de Beijing. El hecho de que haya optado por un aeropuerto provinciano y sin futuro muestra su verdadera inclinación. Es decir, la situación de México no es parte del debate autocracia-democracia que caracteriza al mundo porque nuestra economía no exhibe las características de una nación exitosa y pujante como aquellas. Por lo tanto, su devenir será muy distinto.

Los proyectos señeros del gobierno -refinería, aeropuerto y tren maya- no son obras que vayan a alterar el descenso gradual que experimenta el país. Son mucho más monumentos a la persona del presidente que vehículos hacia un nuevo estadio de desarrollo. Cuando el electorado que con entusiasmo eligió al presidente en 2018 voltee y vea todo lo que no se hizo y las soluciones que nunca se contemplaron, la pregunta será qué sigue. O, puesto en otros términos, ¿hasta dónde alcanzará la popularidad?

México no logró consolidar su democracia antes de que llegara un gobierno dedicado a disminuirla si no es que a eliminarla, pero ésta sigue siendo la mejor manera de resolver nuestros problemas por una razón muy simple: ni siquiera con todo el poder acumulado, la actual administración pudo construir una mejor calidad de gobierno o mejores resultados. La ciudadanía tiene que forzar la construcción de un sistema de pesos y contrapesos que lo hagan inevitable.

*Journal of Democracy, Vol 31 #1, January 2020

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 REFORMA

29 May. 2022

 

Elucubraciones

Luis Rubio

El discurso gubernamental de los pasados tres años ha modificado los vectores de la política mexicana. Muchos elementos que se daban por hechos han quedado expuestos como enclenques o insustanciales, en tanto que han proliferado los intentos por explicar el fenómeno que representa el presidente, así como de lo que quedará después del sexenio, comenzando por la justa electoral de 2024.

Por supuesto, nadie sabe cómo acabará este gobierno ni cuál será el devenir de aquella elección, pero los factores que determinarán ambos resultados están a la vista. Explorarlos o, al menos, ponerlos sobre la mesa, es un ejercicio necesario para elucubrar sobre lo que le espera a la sociedad mexicana.

Una primera discusión se refiere a la profundidad del cambio que ha encabezado el presidente López Obrador o, en otros términos, qué tanto de la realidad política anterior probará haber sido una constante y qué parte se habrá modificado de raíz. Muchos estudiosos cercanos al gobierno han hablado de un supuesto cambio de régimen y no de un mero cambio de matiz y de prioridades.

No se requiere mayor clarividencia para observar que el presidente ha seguido todas las prácticas, criterios y estrategias del viejo PRI: el control del poder como objetivo y el desarrollo de mecanismos para asegurar su permanencia más allá de los procesos electorales formales. Es decir, la constante es el poder y sus instrumentos. Lo que sin duda ha cambiado es la fachada que por treinta años se fue edificando para crear la apariencia de una sociedad crecientemente institucionalizada, con mecanismos de contrapeso para limitar los excesos presidenciales. La fachada se ha venido abajo, pero el objetivo de controlarlo todo está tan vivo como lo fue siempre en el viejo sistema político. Ningún cambio de régimen; éste sólo ha sido desnudado.

Un segundo elemento es el de la base de poder del presidente. La revocación de mandato mostró que la base dura que lo sostiene es de aproximadamente la mitad de la que votó por él en 2018. Buena parte de ella lo sigue de manera acrítica, como si se tratara de la grey que sigue a su predicador. El tiempo dirá qué tan permanente realmente prueba ser, pero lo que no es desdeñable es que existe otra parte de la población que rechaza al presidente, de manera incrementalmente visceral. Jan-Werner Müller, un estudioso de la democracia, dice que no se puede ignorar un contra fenómeno que se manifiesta en los momentos populistas de nuestra era: que así como hay creyentes que siguen al líder, también hay una mayoría silenciada a través de los mecanismos retóricos de la descalificación, la polarización y la deslegitimación.

Müller* afirma que este tipo de liderazgo fuerte pero excluyente tiene por característica la de pretender tener el monopolio de la representación de la ciudadanía cuando, en realidad, se trata de una disputa entre liderazgos y partidos. La debilidad de muchas, quizá la mayoría, de las instituciones que existían ha sido el factor crucial que le confirió al presidente la enorme capacidad de manipular la vida cotidiana y neutralizar tantos espacios de la sociedad, a la vez que intimidó a vastos sectores de la población. Todo lo cual no implica que haya logrado control de la sociedad, sino su aplacamiento, lo que arroja la interrogante obvia de que tan permanente será ese amansamiento.

Un tercer elemento del momento actual es precisamente el del control. A nadie le cabe la menor duda que el presidente ha logrado concentrar y centralizar el poder en el país, pero lo ha hecho al costo del crecimiento de la economía, la alienación de vastos sectores de la sociedad y la acumulación de un número siempre creciente de víctimas y enemigos que inevitablemente esperan el momento para revertir su circunstancia y, quizá, vengarse. La paradoja del control es que no es duradero: sigue un ciclo que comienza y termina con el sexenio y se va debilitando en el proceso. Así, otra interrogante clave es qué tan grave habrá sido el daño infligido a la economía, a la sociedad y a esas víctimas. La respuesta determinará el potencial de conclusión benigna, o en crisis, del gobierno actual.

Finalmente, el cuarto elemento es el de la oposición. La democracia no es un asunto de consenso, sino del manejo del conflicto por cauces institucionales. Parece absurda la pretensión de que es posible retornar a la era del partido único y monopólico como sugeriría la reciente iniciativa de reforma electoral, pero esa ha sido la lógica presidencial aunque, paradójicamente, es el crimen organizado el que ha ido avanzando en la dirección de recrearlo. Por ello, una interrogante más es quién se aliará con quien para la elección de 2024. Quizá hoy no haya pregunta más trascendente que ésta.

Al final del día, el problema del gobierno actual es que no resolvió ni uno solo de los problemas que esbozó en su propuesta de campaña. El país está peor en todos los índices convencionales. Viendo hacia adelante, la pregunta clave no es quién encabezará al próximo gobierno, sino qué estrategia adoptará para confrontar los problemas que enfrenta el país -los que ya existían y los que innecesariamente creó el gobierno actual- todo ello atendiendo los agravios que llevaron al momento actual.

*Democracy Rules, Farrar

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en REFORMA

(22 May. 2022).-

  

Fracturas

 Luis Rubio

El presidente goza de un elevado índice de popularidad, superior, por primera vez (así sea por un par de puntos porcentuales) al de sus predecesores recientes a estas alturas del partido. Esa popularidad tiene dos características relevantes: por un lado, no guarda relación alguna con el desempeño del gobierno, donde la calificación es abismal, por decir lo menos. Por otro lado, el sustento principal de su alta calificación está en las transferencias en efectivo de los programas sociales del gobierno. El presidente no apostó al crecimiento de la economía, al empleo o a la consolidación de proyectos previamente existentes, sino a la construcción de una estructura de dependencia de su base social. Esto arroja dos preguntas: primero, ¿qué tan sólida es esa base de apoyo? Y, segundo, ¿se trata de una fuente de poder y popularidad que pudiese trascender al sexenio o refleja una relación meramente transaccional, como solía ocurrir en la era del PRI? La respuesta a estas interrogantes bien podría determinar el devenir del sexenio y la naturaleza del próximo gobierno.

El gran éxito del presidente ha sido precisamente la aprobación de que goza en lo personal y su traducción en una elevada popularidad. En esto, su gestión ha sido excepcional no por lo elevado de los números, sino por su desconexión con la forma en que la población evalúa las cosas que le afectan directamente, como seguridad, empleo y capacidad de consumo. Es decir, la población no se siente satisfecha en términos de su bienestar y, sin embargo, aprueba la gestión presidencial. La contradicción parece evidente, pero ahí es donde destaca el presidente: en su capacidad de comunicación con su base, sustentada en transferencias, no resultados.

Virtualmente todos los gobiernos del mundo comienzan con elevadas expectativas que reflejan la esperanza de que la nueva administración será capaz de lidiar exitosamente con los retos que se presentan en la vida cotidiana. El presidente mismo planteó cuatro retos fundamentales (pobreza, corrupción, crecimiento y desigualdad), pero la población no ha experimentado alivio en ninguno de ellos: los indicadores muestran un creciente deterioro. Peor, no hay razón alguna para esperar una mejoría en el desempeño de la economía -o de la propia actividad gubernamental- en los próximos dos años, de aquí al fin del sexenio, porque el gobierno no ha invertido en proyectos susceptibles de mejorar el bienestar de la población, resolverle sus problemas o atraer inversiones que pudiesen lograr lo anterior.

En realidad, el gobierno ha hecho todo lo posible por impedir la inversión privada, a la vez que sobrecarga las cuentas gubernamentales de obligaciones que ya se han convertido en un fardo para el desarrollo futuro del país. Luego de vaciar todos los fideicomisos, reservas y fondos de contingencia para seguir financiando las transferencias en efectivo, las finanzas públicas comienzan a experimentar una creciente fragilidad porque la ausencia de crecimiento trae por consecuencia una disminución en la recaudación. Aunque a primera vista manejadas con responsabilidad, las finanzas del gobierno evidencian una artificialidad porque se ha eliminado toda promoción para el crecimiento, la ausencia de nuevas fuentes de ingreso y los crecientes compromisos que demandan las inversiones y déficits de PEMEX y CFE. Es decir, la pretendida ortodoxia fiscal es inestable y va a ser un factor de enorme riesgo en la medida en que avance el sexenio, se sigan elevando las tasas de interés y sigan sin resolverse los problemas más elementales que afectan a la vida cotidiana de la población.

El sexenio progresa, con lo que se agudizan los problemas inherentes al ciclo político. El control presidencial comienza a disminuir, las luchas intestinas por el poder se intensifican (por haber destapado la sucesión tres años antes de tiempo), y las insuficiencias del gobierno se hacen cada vez más patentes. Además, las fracturas en Morena no son pequeñas. Sin duda, el control de la narrativa y las transferencias en efectivo contribuyen a mantener un alto índice de popularidad, pero éste sólo es garantizado por parte de la base social que mantiene una conexión casi religiosa con el presidente. Como demostró la revocación de mandato, esa base ya no es lo que era y la erosión no puede más que acelerarse. El presidente se ha beneficiado de la falta de brújula y capacidad de los liderazgos de oposición, pero esto también tiene límites. El ciclo político es incontenible y eso provocará que se aceleren los procesos políticos y se reviertan las que hoy parecen virtudes, y eso si las cosas le salen bien al presidente.

La revocación de mandato determinó el techo del apoyo irrestricto al presidente. El resto -unos 70 millones de votantes potenciales- está en juego. Es evidente que el índice de popularidad incluye a muchos de esos 70 millones, pero ese apoyo, históricamente, es circunstancial, dependiente casi siempre de un intercambio de beneficios por votos: ahí no hay creencias sino intereses de por medio. El presidente ha sido sumamente hábil en utilizar los fondos gubernamentales para afianzar su base de apoyo, pero nada substituye al bienestar. Ahora es la oposición quien tiene que probar que tiene un mejor proyecto para lograrlo.

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 15 May. 2022 

El cobre

Luis Rubio

El objetivo es claro: perseverar en el poder más allá de 2024 a cualquier precio. Enseñar el cobre es la última novedad de los transformadores de cuarta.

La legislación electoral vigente en materia electoral se remonta a los noventa, en el contexto de interminables disputas electorales que impedían gobernar en una multiplicidad de estados y municipios. El Instituto Nacional Electoral (INE) -y su predecesor, el IFE- nació para resolver, de una vez por todas, los conflictos de aquella época. Sus promotores soñaban con que, resuelto el asunto electoral, el futuro del país sería virtuoso. La elección presidencial de 2006 -en la que AMLO perdió, pero nunca concedió- probó lo errado de esa hipótesis, y constituye el origen remoto de la nueva iniciativa.

La reforma propone disminuir el costo del sistema electoral, reducir el número de legisladores en ambas cámaras, eliminar las instituciones electorales como hoy existen y modificar la estructura de representación a nivel estatal y municipal, también con una lógica presupuestal. Si uno se adentra en el espíritu de la iniciativa, es claro que el objetivo es tanto presupuestal como político.

Dos rubros de gasto constituyen el corazón del asunto presupuestal en el ámbito electoral: uno son las transferencias hacia los partidos políticos (parte para su funcionamiento y parte para las campañas); el otro es la estructura del aparato electoral mismo. La iniciativa es peculiar porque el financiamiento gubernamental de los partidos políticos fue una demanda expresa del PRD en las negociaciones de 1996 con el argumento de que a) con eso se eliminaría el riesgo de convertir a los partidos en medios para el lavado de dinero; y, b) para asegurar iguales condiciones de acceso y competencia electoral.

En su esencia, el planteamiento consistía en adoptar el modelo europeo para el sistema electoral en vez del norteamericano, donde cada partido busca sus propias fuentes de financiamiento. No era un mal argumento, pero es irónico que un gobierno originalmente emanado del PRD sea el que quiere desmantelar aquella estructura.

Por lo que toca al aparato electoral, éste es sin duda pesado porque se trata de una estructura permanente que funciona a toda intensidad sólo en periodos de campaña: antes, durante y después de cada vez que hay comicios. La mayoría de las naciones no mantiene una burocracia electoral de manera permanente, pero su existencia la explican los conflictos que originalmente dieron pie a la creación del IFE: las desconfianzas eran tales que los partidos acordaron una estructura costosa, pero confiable, para garantizar que se cumpliera religiosamente con el mandato popular.

Es obvio que se pueden disminuir muchos de estos gastos, pero antes habría que preguntar a) si ¿hay garantía de que no volvería la conflictividad y las desconfianzas bajo un nuevo esquema, siendo que es el partido en el gobierno el que siempre disputa los resultados? y b) ¿hacia dónde se dirigirían los fondos ahorrados?

Por el lado político, la reforma propone reducir drásticamente el número de legisladores con la lógica de bajar su costo. Significativo en su planteamiento es que no hay una sola consideración en el texto de la iniciativa que muestre preocupación por la representación de la población en el congreso, la capacidad de los legisladores para cumplir con su responsabilidad o los efectos de un menor número de legisladores sobre el sistema de división de poderes. O sea, al diablo los contrapesos.

No hay discusión alguna sobre estos rubros por una sola razón: el presidente no concibe al poder legislativo como parte de un sistema de pesos y contrapesos, sino como un instrumento para ratificar las decisiones presidenciales. Como en la vieja era priista, el presidente no quiere discusión ni argumentos, o que se le cambie “ni una coma” a sus iniciativas, sino que se voten tal y como él las envía.

En una palabra, se trata de recrear el viejo sistema político monopólico que respondía a una sola persona y donde la ciudadanía no existía ni tenía presencia o derechos. Se trata de centralizar el poder, eliminar contrapesos y garantizar la permanencia de la actual pandilla gobernante en el poder.

La pregunta pertinente sería sobre las consecuencias de implementar un sistema como el propuesto por el presidente. El tiempo daría la respuesta, pero es necesario especular sobre sus implicaciones: ante todo, la iniciativa supone que la ciudadanía es una acumulación amorfa de zombis que se alinean y responden a la voluntad presidencial sin chistar. Segundo, el objetivo es disminuir o eliminar a los partidos políticos de oposición (lo cual, presumiblemente, incluiría a los satélites de Morena como el Verde y el PT porque ya no le serían útiles); y, finalmente, en tercer lugar, el enorme ahorro que representaría la disminución de instituciones, entidades, legisladores y paleros se encaminaría directamente a las transferencias para sus clientelas, o sea, para hacer dependiente del presidente a una población cada día mayor.

El plan es maquiavélico para quien está en el poder. Para la ciudadanía, el mensaje lo articuló Stalin hace varias décadas: “no importa por quien se vote; lo que es extraordinariamente importante es quién cuenta los votos y cómo.”

 

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  REFORMA

 08 May. 2022

Democracia ‘fake’

Luis Rubio

Los mexicanos nos hemos acostumbrado a vivir en un mundo de realidad alternativa: las cosas no son como son y en lugar de llamarlas por su nombre, las endulzamos con sinónimos pretensiosos y eufemismos para que parezcan lógicas y comunes, aunque todo mundo sepa que no lo son. Cuando uno observa lo que ocurre en otras latitudes o escucha cómo se conducen los habitantes de países normales, súbitamente resulta patente lo anormal que es la vida mexicana en cada vez más ámbitos y explica el éxito de AMLO en minar los avances de hecho alcanzados.

La inseguridad rampante acaba siendo natural y normal; la falta de oportunidades de empleo se torna natural; las trabas que impone la burocracia -incluyendo prácticas de extorsión- terminan siendo ordinarias; la pésima educación resulta ser neoliberal, para ser substituida por el libro rojo de Mao; las crecientes limitaciones a la libertad de expresión aparecen respetables; eliminar la certeza electoral inherente al INE un triunfo de la democracia. El mundo al revés. Lo que funciona tiene que ser erradicado.

La democracia mexicana es otra de esas realidades alternativas a las que nos hemos acostumbrado los mexicanos. No hay duda de que la ciudadanía vota, los votos se cuentan y los representantes populares y los candidatos que son electos ejercen su función por el periodo que les corresponde. Si la democracia se define en términos estrictamente electorales, gracias al INE México tiene una de las democracias más exitosas y consolidadas del mundo. Sin embargo, México está lejos de ser una democracia entendida ésta como un sistema político en el que la ciudadanía goza de libertades, protección efectiva a sus derechos y representación real a través del Congreso y rendición de cuentas por parte de quienes ejercen el poder ejecutivo a todos los niveles de gobierno.

Basta ver las noticias para constatar lo distante que la democracia mexicana se encuentra del parangón más elemental. Lo usual es enterarnos de la intervención telefónica que experimentó algún político o funcionario; el asesinato de un periodista; la publicación de información que debería ser confidencial; la clasificación de  determinados proyectos gubernamentales como “privilegiados,” con lo que la ciudadanía deja de tener acceso a la información a la que debería tener para entender la forma en que el gobierno gasta los recursos que recauda de sus impuestos; o la impunidad crasa de cada vez más funcionarios. Ni hablar de la Suprema Corte o del Congreso. El punto es claro: la democracia mexicana es muy fuerte en el ámbito electoral, pero enclenque en todos los demás.

Hay al menos tres hipótesis sobre la razón por la que los mexicanos acabamos en estas circunstancias. Una es que los autores de la reforma electoral de 1996 -la que fue definitiva en crear condiciones de igualdad para la competencia política- fueron excesivamente optimistas respecto a la forma en que se puede cambiar un orden social y político. Para ellos, con sólo introducir la competencia electoral todo el resto se reorganizaría, cosa que evidentemente no ocurrió. Aunque la derrota del PRI trajo como consecuencia el debilitamiento de la presidencia y una mayor libertad de expresión, veinticinco años después es claro que el cambio fue menos definitivo o trascendente de lo que sus promotores imaginaron. Una segunda hipótesis, que no excluye a la anterior, es que el gobierno de Fox, el beneficiario inmediato de la derrota del PRI, adoleció de la visión y capacidad para transformar al sistema político. Tampoco hay duda alguna de la veracidad de este factor.

Una explicación más avanzada proviene de otro lado. Según Waller Newell,* un tipo de tiranía es aquella que reforma el orden existente para mejorar la calidad de vida de la población pero sin el menor objetivo de alterar el orden centralizado que, además, facilita la concentración del poder y de los medios ilícitos de enriquecimiento, o sea corrupción. Es decir, se trata, en palabras del autor, de una tiranía benevolente.** Una manera de entender al México del pasado medio siglo es la de ver a las administraciones reformadoras como dedicadas al objetivo de mejorar la vida y economía de la población, pero sin cambiar el statu quo político, hipótesis que no es contradictoria, sino más bien complementaria, con las anteriores. Pero explica porqué la democracia nunca pudo prosperar.

La democracia mexicana ha resultado enclenque en cuanto a mejorar la calidad de vida de la población porque, si bien por tres décadas logró una transformación económica que favoreció a todo el país, no llevó a consolidar la liberación de la ciudadanía en términos de justicia, seguridad, educación y derechos fundamentales. Es esa debilidad democrática la que hizo posible un régimen como el actual.

Las disputas de hoy, sin duda enardecidas por el presidente, se derivan de la pobreza de los resultados de muchas reformas clave que, por no afectar intereses políticos, sindicales o empresariales que se benefician del statu quo, obstaculizan e impiden el desarrollo del país en general.

El gran déficit es el democrático pero no el del Instituto Nacional Electoral, que es clave y ejemplo para el mundo, sino del sistema tiránico de gobierno que sigue siendo la norma y no la excepción.

*Tyrants. **las otras dos son tiranías cleptocráticas como Mugabe o Al Assad y tiranías milenarias como Stalin o Pol Pot.

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REFORMA
01 May. 2022

¿Garantes?

 Luis Rubio

El sistema de división de poderes ideado por Montesquieu tenía por propósito central proteger las libertades y derechos de la ciudadanía. La idea era que la separación provocaría un equilibrio que haría imposible el abuso de cualquiera de los tres: el ejecutivo, el legislativo y el judicial. Lamentablemente, nuestra experiencia no ha validado la concepción del filósofo del siglo XVIII. En lugar de garantes de las libertades y derechos, una minoría de ministros de la Suprema Corte de Justicia ha logrado convertir en una parodia la esencia de la democracia y la civilidad en el país.

La era priista se distinguió por la sumisión al ejecutivo de toda la estructura, formal e informal, de poder en el país. La esperanza era que la alternancia de partidos en la presidencia produciría una nueva estructura de equilibrios, para lo cual se edificaron diversas instituciones, concebidas todas ellas para impedir los abusos que, históricamente, el ejecutivo le había proferido a la ciudadanía y a toda la estructura de poder. La primera entidad en ser reformada fue precisamente la Corte, a lo cual siguió el Instituto Federal Electoral y luego una diversidad de órganos y entidades dedicados a conferirle predictibilidad, certidumbre y estabilidad a la conducción de los asuntos nodales de la vida nacional, en todos sus ámbitos.

Es evidente que aquella visión no se aterrizó para la totalidad del país. Más bien, a partir de la crisis financiera de 1995 y sus consecuencias sociopolíticas, se abandonó la pretendida expansión del “México moderno” hacia el resto de la sociedad, con lo que el país se partió en dos: la nación de la formalidad, las exportaciones y la creciente productividad; y el país de la informalidad y la extorsión. El primero genera el crecimiento, empleo y oportunidades, pero en el segundo habita la mayoría de la población. El abandono de este otro México ha sido patente.

López Obrador llegó a subvertir la visión del México moderno pero, fuera de enquistarse en su mundito idealizado de los setenta, no aportó ninguna propuesta positiva para la construcción de un mejor futuro. En lugar de ello, se ha dedicado a desmantelar las estructuras del México moderno, el que funcionaba más o menos bien, con lo que está condenando a todo el país al ocaso. A los promotores de la visión presidencial les pueden parecer visionarias las propuestas de subordinar a SCJ, desmantelar al INE o acabar con la diversificación energética, pero ninguna de éstas viene acompañada de un plan proactivo, susceptible de darle viabilidad o mayor equidad al futuro. Todo lo que se está haciendo es retornar a un pasado inasible e imposible que, en todo caso, no era atractivo ni equitativo.

Visto desde esta perspectiva, es claro que la Suprema Corte de Justicia no ha estado a la altura de su responsabilidad fundamental, que es la de proteger las libertades y derechos esenciales de la ciudadanía. La Corte no sólo ha sido omisa en atender asuntos de primera importancia para la democracia y la integridad de la población -quizá no haya mejor ejemplo de esto que la prisión preventiva oficiosa sin la intervención de un juez- sino que su desempeño ha sido por demás pobre en asuntos clave, como ilustró la torcida manera en que se encaró la constitucionalidad de ley en materia de electricidad.

En honor a la verdad, el problema no es “La Corte” sino el extraño requisito de contar con una mayoría de dos tercios: es esto lo que le ha dado un poder excesivo al presidente y a la minoría de cuatro ministros la capacidad de imponerse sobre la mayoría en decisiones trascendentales. Además, el control procesal que radica en la oficina del presidente de la Corte le permite determinar qué asuntos son tratados y cuales se quedan congelados, favoreciendo intereses particulares en lugar de avanzar el interés general.

El resultado neto es que la Corte no cumple con su función clave de proteger a la ciudadanía. Más bien, se dedica a proteger al gobierno de la ciudadanía. ¿Cómo es posible, uno tiene que preguntarse, que el cuerpo colegiado que es responsable de asegurar que ninguno de los otros dos poderes públicos abuse o limite las libertades o derechos de la población haya acabado sometido al ejecutivo y dedicado a protegerlo? En una palabra: ¿quién defiende a la ciudadanía?

Lo evidente en el proceder de varios de los ministros de la Corte es que sus criterios son más políticos que legales. Y aunque la política es, de manera natural, parte del contexto en que actúan los integrantes de la Corte, la ciudadanía tiene que esperar autonomía e independencia de criterio, que es la única razón por la cual sus nombramientos son de quince años: para gozar de la libertad de actuar sin temor.

En el mundo de la realidad, lo crucial no es la visión teórica de un filósofo de hace doscientos años, sino los elementos con que cuenta la ciudadanía para protegerse. La Corte es o, más bien, debiera ser, el garante de esos derechos, por lo que la pregunta pertinente es cuándo asumirán los ministros su responsabilidad de proteger a la ciudadanía frente a los abusos del poder ejecutivo. Es decir: ¿para quién trabajan los ministros que se empeñan en avanzar una agenda que claramente contradice a la constitución y a las libertades y derechos ciudadanos?

 

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 REFORMA
 24 Abr. 2022

Disrupciones

Luis Rubio

El trabajador agrícola de fines del siglo XVIII fue súbitamente desplazado por la aparición de la máquina de vapor que substituyó, dice Gertrude Himelfarb,* a un promedio de 50 empleados de un solo golpe. Llevó entre veinte y treinta años para que la naciente industria manufacturera absorbiera a esa mano de obra desplazada y eso que la nueva tecnología, aunque terriblemente disruptiva, era muy fácil de aprender. Doscientos años después, el mundo vive una situación similar pero con la enorme diferencia de que la nueva tecnología -redes digitales e informáticas- no es fácil de asimilar porque demanda habilidades y capacidades que sólo un sistema educativo idóneo puede proveer.

El desajuste proviene del cambio tecnológico que afecta a todos los rincones de la vida: la economía, la sociedad y la política. No hay espacio que no haya experimentado una aguda transformación debido a los cambios en la manera de producir, las comunicaciones instantáneas, las redes sociales y las interconexiones que vinculan a comunidades alrededor del mundo. La forma de trabajar se ha transformado y no hay fuerza humana que pueda parar tecnologías como las impresoras de tercera dimensión que ahora producen casas enteras en el lugar en que van a quedar ancladas o los contrastes en el valor de la mano de obra tradicional -procesos manuales- frente a quienes se dedican a programar el software que hace funcionar a las computadoras que controlan cada vez más sistemas productivos.

La disrupción es universal, pero hay naciones que se encuentran en condiciones especialmente propicias para encararla, mientras que la mayoría vive procesos políticos complejos para sobrellevar las consecuencias de la disrupción. Unos emplean el gasto público para estimular la actividad económica, otros generan gobiernos anómalos. Para AMLO la salida fácil ha sido la de intentar refugiarse en la era anterior donde el cambio tecnológico no era un factor relevante, pero la realidad ha demostrado que esa no es solución. El trapiche quedó en la historia y sólo encarando la era digital saldrá el país adelante. Pero lo evidente no siempre es lo políticamente conducente.

Todo esto arroja un mar de incertidumbre en todos los ámbitos, produce cambios drásticos en las filosofías de gobierno y una permanente ansiedad respecto al futuro. El común denominador es lo abrupto de la disrupción tecnológica y sus impactos culturales, pero cada sociedad busca sus propias formas de enfrentarlos. No es casualidad que naciones que han invertido masivamente en la educación en las décadas pasadas, especialmente las asiáticas, dominen muchas de las nuevas tecnologías y exhiban una extraordinaria capacidad de adaptación. En sentido contrario, las sociedades que no han hecho esas inversiones experimentan diversos tipos de convulsiones y bandazos, como ilustran casos como el de Trump, Bolsonaro (Brasil), Castillo (Perú), Boric (Chile), Orban (Hungría) y Xi (China). Las circunstancias de cada nación son distintas, pero en lo que son idénticas es en la urgencia de enfrentar el enorme desafío que entraña esta disrupción.

Por supuesto, no todas las naciones están abocadas a lo importante y urgente, que es construir la capacidad para encarar el fenómeno. Como ilustran los ejemplos anteriores, muchas se encuentran en la negación, pretendiendo refugiarse en un pasado idílico o creyendo que pueden erigir barreras para impedir ser arrastradas por los torrentes que se avecinan. La noción de que se puede evadir la realidad del mundo del conocimiento es absurda, pero eso no impide que muchos estén abocados a ello, incluyendo desde luego a nuestro presidente.

La realidad es que tenemos dos opciones: una es pretender que es posible no ajustarse, lo que implicaría una decisión consciente de empobrecer al país y cerrarle toda oportunidad hacia el futuro, que es precisamente lo que está haciendo la administración actual. Seguir esa senda requeriría cada vez más controles, cada vez más represión y cada vez menos oportunidades. Nos pueden dorar la píldora con todos los dogmas y discursos imaginables, pero nada de eso cambia la tendencia y sus consecuencias.

La alternativa consistiría en encarar decididamente el futuro, lo que implicaría llevar a cabo los cambios que el país se ha negado a emprender en materia educativa, de salud, de infraestructura y, en general, de construcción expresa de un futuro compatible con las fuerzas que caracterizan al mundo actual. Manuel Hinds, un salvadoreño que se ha abocado a pensar** sobre esto, propone el concepto de “sociedad multidimensional” como visión para facilitar el proceso de ajuste y cambio. Su idea es muy clara: las sociedades unidimensionales son siempre piramidales e incompatibles con las tecnologías digitales, razón por la cual lo imperativo es acelerar el desarrollo de capital humano (educación y salud), fortalecer instituciones susceptibles de convertirse en contrapesos efectivos y separar al mundo de la economía respecto al del poder político para que cada uno desarrolle sus responsabilidades y, en conjunto, fortalezcan a la actividad económica y la estabilidad política.

Sociedad de redes o sociedad piramidal: esa es la disyuntiva. De ello depende el desarrollo y la democracia: el dilema no es menor.

 

*The Idea of Poverty: England in the Early Industrial Age; ** In Defense of Liberal Democracy

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REFORMA

17 Abr. 2022

Contraposiciones

Luis Rubio

 Extraña la similitud entre los debates sobre el futuro en Estados Unidos y en México. Sociedades muy distintas, enfrentan situaciones no del todo diferentes, pero sus circunstancias son radicalmente diferentes, lo que permite contrastes y aprendizajes sinigual.

En Estados Unidos el día 6 de enero de 2021 cambió el panorama político de manera radical: fecha clave cada cuatro años, es el día en que el congreso certifica la elección presidencial. Por primera vez en la historia, un grupo de manifestantes, alentados por Trump, invadieron el congreso, intentando descarrilar el procedimiento legislativo. Para los Demócratas se trató de una insurrección en tanto que para los Republicanos no fue más que un disturbio. Al final, esa misma noche, Biden salió certificado, pero una mayoría de Republicanos considera que la elección fue robada.

La disputa se centra en dos elementos: uno, la elección misma; y, dos, el hecho de poner en entredicho procedimientos constitucionales centenarios. Respecto a la elección, el federalismo norteamericano es de abajo hacia arriba: son los estados los que crearon la federación, razón por la cual se hicieron arreglos que les conferían igual representación a los estados, independientemente de su población, a través del senado. Este arreglo hizo posible el pacto constitucional, pero entraña implicaciones importantes que hoy son parte esencial del diferendo: primero, porque estados con menos de un millón de habitantes, como Wyoming, tienen la misma representación en el senado que Nueva York o California. Esto es lo que ha creado, en al menos tres ocasiones en las últimas décadas, que gane un candidato sin mayoría del voto popular. Segundo, porque cada uno de los cincuenta estados tiene su propia legislación electoral y sus respectivas autoridades y los criterios que cada estado sigue son distintos.

El asunto electoral es central y contrasta dramáticamente con nuestra realidad, pero, sobre todo, ilustra lo absurdo -o maquiavlélico- de la postura del presidente mexicano. Uno de los focos más candentes de la disputa en materia electoral allá es sobre los requisitos que debe satisfacer un votante. Los Republicanos quieren requisitos estrictos, por lo que los Demócratas los acusan de querer restringir el voto. Por su parte, los Demócratas quieren facilitar la votación sin restricciones. Suena lógico, hasta que uno ve el contenido de las propuestas: no cabe ni la menor duda que los Republicanos tienen en la mira a estados específicos y votantes particulares (sobre todo, acusan que residentes indocumentados participan, alterando el resultado), pero sus propuestas, aunque sin duda restrictivas, son peccata minuta comparada con nuestro sistema electoral. Por ejemplo, los Republicanos demandan que los votantes presenten una identificación oficial. Los Demócratas quieren expandir medios alternativos para votar, como voto por correo y por internet y se oponen a cualquier requisito de presentar identificación.

El factor más visible de nuestro sistema -la credencial para votar- es rechazada por los Demócratas por principio.  Ambos partidos quieren ganar las gubernaturas que enfrentarán elecciones a finales de este año porque eso les daría la oportunidad de modificar la distritación a su favor (otro dramático contraste con México, donde la institución responsable de la distritación es independiente y autónoma). Las diferencias en modos de administración de los procesos electorales se prestan al tipo de controversias que yacen detrás de estos ejemplos, pero sus implicaciones políticas son enormes y el corazón del segundo punto en controversia.

El lenguaje dice mucho: lo que para unos es disturbio, para otros es insurrección. Los primeros dicen que los Demócratas quieren cerrar toda puerta a una posible segunda presidencia de Trump (lo cual es obvio), en tanto que los primeros quieren asegurar control de todos los mecanismos legales, administrativos y electorales para que eso ocurra. La clave de todo esto radica en las elecciones intermedias que tendrán lugar al final de este año y que determinarán la composición de las dos cámaras legislativas y de 36 gubernaturas, además de legislaturas locales. Lo usual es que el partido del presidente pierda las intermedias, pero este año podría perder ambas cámaras y, si no las pierde, los Republicanos clamarán fraude con toda fuerza. Lo que está de por medio para 2024 es, pues, inconmensurable.

Estas circunstancias han dado pie a la publicación de libros* y artículos que claman que ese país está a punto de sucumbir a una dictadura Trumpista, escenario no inconcebible, pero ¿realista?

Indudablemente, ambos partidos han exacerbado la polarización, culpando al otro. Tampoco es imposible que otro gobierno de Trump degrade todavía más la democracia americana por el sólo hecho de no respetar las instituciones, aunque hay que recordar que las difamó, pero no tuvo más remedio que apegarse a las reglas, enorme diferencia con México.

En México estamos al revés: tenemos una gran institución electoral bajo ataque pero un presidente demasiado poderoso, que hace de las suyas sin que encuentre límite alguno, excepto, hasta hoy, el que representa el INE y, a veces, la SCJN. Los riesgos son muy distintos, si los ciudadanos lo seguimos permitiendo.

*El más prominente siendo Barbara Walters, How Civil Wars Start

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 10 Abr. 2022

 

Tentaciones

Luis Rubio

Apenas pasaron dos años del gobierno de Peña Nieto cuando el ambiente político se le había volteado y, en retrospectiva, el electorado había decidido ya desde entonces el devenir de la elección de 2018. Todo lo que tenía que hacer el hoy presidente y sus acólitos era no hacer ninguna locura. Por más que lo intentaron diversos contingentes de Morena, López Obrador mantuvo la disciplina interna, envió mensajes positivos a todos los grupos de poder y logró su cometido. Tan lo logró que el electorado lo premió con el virtual control de todo el aparato del Estado, incluidos los poderes públicos.

Ahora la mesa está cambiando. El ambiente político empieza a ser hostil para muchos morenistas, comenzando por ellos mismos, y la evidencia de corrupción alcanza a la familia presidencial. La oposición logró un alto grado de disciplina en la elección intermedia y ganó más de lo que los encuestadores anticipaban. De aquí en adelante habrá dos factores que determinarán el futuro: uno será la capacidad del propio presidente para mantener el control de su aparato, así como su popularidad. El otro factor tiene que ver con la oposición, tanto su capacidad para nutrir una alianza viable como nominar a un candidato o candidata susceptible de ganar el favor popular. Aunque ambos se sientan seguros, ninguno la tiene fácil.

Por lo que toca al presidente, es evidente la merma en su capacidad de control, algo que es inevitable dado el momento del ciclo político en que se encuentra. Más allá de sus propias circunstancias y capacidades, (casi) todos los presidentes y líderes del mundo se sienten destinados a cambiar el mundo, a pesar de que la evidencia histórica en contra es contundente. Una vez en el poder se sienten omnipotentes y consideran que cuentan con el derecho divino a cambiarlo todo, tanto como las instituciones lo permitan. Los últimos años han mostrado los enormes contrastes entre sociedades fuertemente institucionalizadas y las que sólo lo pretendían: ahí está Trump, que luchó contra la marea, logrando cambiar poco, al menos en términos institucionales, mientras que Erdogan en Turquía y López Obrador en México se dedicaron a minar el orden existente sin construir una alternativa sostenible y viable.

Por su parte, todo lo que tenía que hacer la (hoy) oposición era entender como habían cambiado las circunstancias y organizarse para lidiar con la nueva realidad política. Pero, como escribió Oscar Wilde, sus líderes “pudieron resistir cualquier cosa menos la tentación” de sentirse omnipotentes, como en los viejos tiempos. En lugar de abocarse a la construcción de una alianza funcional, acorde a las circunstancias creadas por un partido abrumador y luego de la exitosa experiencia de 2021, se dedican a preservar pequeños cotos de caza que no son centrales a sus propios objetivos ni mucho menos a la posibilidad, por pequeña que pudiera parecer en este momento, de ganar la elección de 2024. Como dice un viejo chiste anglosajón, sus tres prioridades principales deberían ser una candidatura común, una candidatura común y una candidatura común. Una candidatura que pueda ganar.

La concentración del poder en México es tan grande y apetecible -igual para presidentes que para líderes políticos- que fácilmente pierden el piso: pronto comienzan a sentirse todopoderosos. Aunque quienes se encuentran en la cima del poder -donde sea que se encuentren en esa pirámide- nunca tienen capacidad para verlo, el tiempo erosiona las anclas de ese poder y reduce su capacidad de control. Al final, baste ver el devenir de la mayoría de los expresidentes para reconocer que no hay nada más fútil, nada más efímero, que el poder presidencial. La debilidad institucional que padecemos tiene su contraparte en la realidad política de quienes dejan el poder: tuvieron todo y lo pierden todo.

Presidente y líderes de la oposición, cada cual en su lugar, quieren lo mismo: seguir en lo suyo, imponerse, ejercer su poder -poco o mucho- como si no hubiera un mañana. En el verano de 1812 Napoleón encabezaba un ejército de más de un millón de hombres que se enfilaba hacia las puertas de Moscú. Tres años más tarde se encontraba desperdiciando su vida en la isla de Elba. Lo mismo les pasó a los faraones egipcios, a Hitler y a Mao. Nadie se salva del ocaso del poder y, peor, en una sociedad tan frágil en términos institucionales como la nuestra.

La grandeza del poder no se encuentra en los símbolos, las apariencias o la popularidad sino en los resultados de su ejercicio. Como dice el dicho, el año más difícil de la presidencia mexicana es el séptimo porque es en ese momento cuando comienza la realidad. En ese momento se comienza a otear el mundo como es y no como lo imaginaba.

Para la oposición, la oportunidad es real, pero igualmente efímera. Una alianza del tamaño y fortaleza de lo necesario para derrotar a un partido en buena medida hegemónico no se construye en un día ni se puede limitar a una sola elección. Se le va dando forma y contenido o resulta imposible.

Ambos lados enfrentan un gran reto. Los de afuera deberían ser capaces de reconocer que su pequeñez sólo puede ser superada por una unión efectiva, así sea transitoria, para un objetivo trascendente como el que ofrece la madre de todas las batallas, la de 2024.

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03 Abr. 2022

Comenzar de nuevo

Luis Rubio

 

La gran pregunta para el futuro de México es cómo crear una base para su desarrollo de largo plazo. Se trata de un eterno dilema que recibe respuestas y propuestas distintas cada seis años pero que nunca acaba de cuajar. El proyecto más ambicioso para lograr esa añorada transformación fue el TLC norteamericano, que logró tres cosas vitales: primero, resolvió la crisis crónica de la balanza de pagos; segundo, sedimentó una plataforma de reglas claras y mecanismos para hacerlas cumplir, que se convirtieron en una fuente de confianza y certidumbre para empresarios e inversionistas; y, tercero, permitió la construcción y desarrollo de una planta industrial moderna, capaz de competir con los mejores del mundo. Nada de esto es pequeño, pero ciertamente resultó insuficiente.

 

El enorme éxito inherente al TLC no se extendió al conjunto del país. En un texto reciente en Nexos, Claudio Lomnitz argumenta que el producto final fue un México de reglas y un México dominado por la extorsión porque en este último no se llevó a cabo una reforma de justicia y seguridad que permitiera romper con los factores que históricamente han anclado al país en el subdesarrollo. Y, peor, que por el avance del crimen organizado ese México ha terminado anegado en un mar de violencia, incertidumbre y podredumbre. En su afán por lograr votos y popularidad sin dedicar ni un minuto a los asuntos de seguridad o desarrollo, el gobierno actual ha empeorado las cosas no sólo por ignorarlas, sino por hacerlas permanentes.

 

Escándalos recientes como el de las Fiscalía General de la República, los verdaderos objetivos de la llamada “prisión preventiva” y los conflictos de intereses con que se conducen algunos de los grandes negocios en el país, al margen de toda regulación o legalidad, permiten otear el verdadero problema que enfrenta el país y que el próximo gobierno tendrá que atender si ha de albergar al menos una mínima probabilidad de comenzar a revertir lo que hoy para muchos parece como el camino hacia un estado fallido en el que vastas zonas del país son inaccesibles para cualquier autoridad formal y en que la población ha sido sometida a un régimen de subordinación al narco, como ilustra la interminable cauda de asesinatos de periodistas.

 

En 1982 México se encontró en una crisis de proporciones dramáticas. La economía se contrajo de manera extraordinaria, el desempleo creció como nunca antes y el gobierno se encontraba en virtual bancarrota. Tomó diez largos años comenzar a dar la vuelta y fue el TLC lo que permitió atraer inversión que revirtiera la crisis de manera definitiva. La pregunta hoy, ante un escenario similar en concepto, aunque muy distinto en características específicas, es qué se requerirá para darle nuevamente la vuelta al país, pero esta vez con una salida que sea incluyente, que enfrente la problemática que afecta a ese otro México que hoy vive en la absoluta inseguridad, indefinición y sujeto permanente de extorsión, de un color u otro.

 
En contraste con los ochenta, donde los estadounidenses estuvieron más que dispuestos a colaborar con la construcción de un proyecto de solución -el TLC- esta vez el trabajo tendrá que ser interno, producto de la construcción de un entramado social y político que permita, de una vez por todas, darle forma a esta democracia tan maltrecha y propensa a fallar. Un proyecto de esta naturaleza implicaría reconstruir lo que podría denominarse el “pacto social,” lo que a su vez entrañaría redefiniciones muy precisas de responsabilidades y relaciones entre gobierno y sociedad, así como la edificación de mecanismos para hacer cumplir las reglas del juego que de ahí emanen.

 

 

 

El punto clave es que sólo una reforma integral del sistema de seguridad y justicia permitiría lograr semejante objetivo. Las reformas y/o estrategias que se han llevado a cabo en las últimas décadas han resultado insuficientes e inadecuadas para lograrlo. Por ejemplo, en lugar de comenzar por la construcción de una base de seguridad desde el nivel municipal, se optó por enviar al ejército a pacificar el país, con el resultado de que nunca se desarrolló un sistema policiaco o de justicia que atendiera los problemas cotidianos de la gente común y corriente, en tanto que lo mejor que puede decirse de lo hecho es que se evitó que creciera más el crimen organizado. Y para colmo, aún esto, con todas sus limitaciones, desapareció con la actual anti estrategia consistente en no hacer nada y confiar que las cosas se resuelvan solas.

 

La seguridad y la justicia son los dos grandes déficits que enfrenta el país y quizá sean también el boleto hacia el desarrollo y el futuro, suponiendo que se enfocan con una visión de resolver problemas, construir plataformas de estabilidad y seguridad de abajo hacia arriba, la única forma de cimentar algo permanente. La sociedad mexicana clama por seguridad y justicia, objetivos que han sido desairados por un gobierno tras otro.

 

El famoso ideograma chino dice que las crisis son también fuentes de oportunidad. México va derecho hacia una crisis social, económica y política. Años de desidia y, ahora, polarización, han creado una ceguera colectiva sobre lo único importante: la seguridad y la justicia como esencia del desarrollo integral. Es tiempo de avanzar en esa dirección.

 

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