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Un nuevo pleito

Luis Rubio

 El que juega con fuego, reza el refrán, corre el riesgo de acabar quemado. Así está operando el gobierno en el asunto del conflicto comercial con Estados Unidos y Canadá. Desde luego, el gobierno buscará defender su visión de la industria eléctrica, motivo del diferendo, pero su natural propensión a politizarlo y a convertirlo en un factor de quiebre entraña riesgos que el presidente claramente no ha evaluado.

Como siempre ocurre entre naciones vecinas, la relación entre México y EUA tiene dos dinámicas: la de la realidad cotidiana y la de sus líderes políticos. La realidad se deriva de la constante, creciente y frecuentemente conflictiva interacción. Así ha sido siempre y no hay duda de que seguirá siéndolo en el futuro: los intercambios van en ambas direcciones y cada momento es diferente; baste ilustrar esto con el hecho de que México fue clave en el aprovisionamiento de armamento para ambos bandos durante la guerra civil estadounidense.

Ciertamente, sería posible mejorar lo existente con los arreglos institucionales idóneos, pero el dinamismo no depende de los humores de los líderes políticos, sino de las fuerzas reales de la economía y los intercambios humanos. Trump intentó cancelar el TLC y AMLO preferiría que no existiera, pero ambos tuvieron que apechugar ante la inexorable realidad.

El conflicto del momento es sobre la política del gobierno actual en materia eléctrica. El tratado vigente, el TMEC, establece que las partes tienen que dar trato igual a los agentes económicos nacionales e internacionales. También impide modificar las reglas del juego sin que medie una negociación, pues el objetivo de un contrato de esta naturaleza es precisamente el de conferirle certidumbre a los potenciales inversionistas. En este sentido, no hay ni la menor duda que el gobierno mexicano ha estado modificando las reglas en materia eléctrica, tanto en lo formal (con la ley aprobada en 2021) como en la práctica, con la extorsión a que ha sometido la CFE a las empresas para que abandonen a proveedores privados de energía. Lo que está de por medio en el procedimiento iniciado por el gobierno americano y secundado por el canadiense es si México recula en estas prácticas o es sancionado a través de los mecanismos que el acuerdo comercial prevé.

La lógica de haber negociado en los noventa y renegociado el TLC en el último lustro es la de establecer reglas del juego que obliguen a los tres gobiernos a acatar procedimientos existentes y conocidos por todos. Esto ocurrió porque tan pronto comenzó la liberalización comercial en los ochenta, se desató un enorme número de conflictos comerciales. El TLC fue concebido para evitar esas disputas, facilitar el comercio y hacer posibles flujos crecientes de inversión productiva hacia México.

El TLC nació de un entendimiento entre México y Estados Unidos sobre la relación, el futuro y la convivencia, condición necesaria para establecer una base de confianza dos naciones que ciento treinta años antes habían estado en guerra. El entendimiento consistió en el desarrollo de una visión común sobre la dirección de la interacción incremental que ya venía ocurriendo y se sostuvo de manera compartida hasta que llegó Trump al gobierno de EUA y, dos años después, AMLO al de México. Ambos hubieran preferido anular la geografía y la realidad de creciente intercambio.

Desde la perspectiva mexicana, la clave del TLC original (1994) radicaba en la garantía política implícita que el gobierno americano le otorgaba a los inversionistas. No lo hacía por caridad, sino por su reconocimiento de que la seguridad nacional de EUA se fortalecía a través de una buena relación con un México exitoso y próspero.

El TMEC ya no goza de ese elemento político (excepto para servicios), por lo que un conflicto comercial en este momento podría ser devastador para la economía mexicana.

La desaparición de una visión común ha implicado la degradación de los mecanismos de interacción entre los dos países, el crecimiento de fuentes de conflicto entre los gobiernos y la creciente indisposición a resolver problemas comunes. El conflicto sobre electricidad es potencialmente mayúsculo por tres razones: a) por los enormes montos de inversión en juego; b) por la trascendencia de la energía para el crecimiento de largo plazo de la economía; y c) por la transición energética que experimenta el mundo y, en particular, la industria más prominente en México, la automotriz. Si algo sale mal en esta negociación, estos factores pondrían en entredicho la estabilidad de la economía mexicana.

El gobierno mexicano tiene dos opciones: la ideal sería tomar en serio el desafío que esto entraña para abocarse a negociar una salida, como lo hizo con los gasoductos en 2019, antes de que le ganen los tiempos -o la realidad. La otra opción, la que es su inclinación natural, implicaría desviar la atención y perseverar en su retórica nacionalista, justo frente a la enorme oportunidad que representa para México el conflicto EUA-China. Proseguir por la senda retórica y satírica sería equivalente a jugar con fuego.

A diferencia del asunto de los gasoductos, el momento del ciclo político y el proceso de sucesión ya desatado garantiza una enorme volatilidad que en nada beneficia al gobierno ni mucho menos al país.

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Alternativas

 Luis Rubio

Parafraseando a Marx y Engels, un fantasma recorre al mundo, el fantasma del populismo. Se trata de la lucha entre distintos modelos de desarrollo y formas de conducir a la política. Hoy se enfrentan dos modelos que aceptan la ortodoxia económica: el modelo de democracia de mercado que caracteriza a prácticamente todas las naciones ricas alrededor del mundo, con el modelo de capitalismo autoritario chino. Pero también hay otra disputa, la de los liderazgos políticos: hay jefes de Estado que siguen formas institucionales (lo que Weber denominó “dominación legal”), en tanto que otros han desarrollado perfiles carismáticos, igual de izquierda que de derecha (Trump, Bolsonaro, Chávez, Erdogan), todos los cuales caen bajo el rubro de populismo. Detrás de todo esto hay una batalla entre dos formas radicalmente distintas de concebir al mundo y de adaptase (o no) al entorno internacional y tecnológico predominante.

La contienda se presenta en dos niveles: por un lado, el anhelo de innumerables líderes políticos por romper con los impedimentos impuestos por la economía globalizada y el estrechamiento del mundo debido al avance tecnológico. Por otro lado, la lógica avasalladora de la producción descentralizada a lo largo y ancho del mundo, la ubicuidad de la información y, especialmente, la revolución de las expectativas que se deriva de los dos factores anteriores. La pregunta clave que todo líder político enfrenta es si realmente hay opción. Margaret Thatcher inauguró la frase de “no hay alternativa” para explicar la necesidad imperiosa de reformar a la economía británica. Esté o no uno de acuerdo con la filosofía de la llamada “dama de hierro,” la frase que ella empleaba resume la naturaleza de la disputa que sigue caracterizando al mundo.

Ernesto Laclau,* escribió que “normalmente se suele recurrir a la globalización para justificar el dogma de ‘no hay alternativa’ y el argumento más corriente contra las políticas de redistribución es que las constricciones fiscales a las que se enfrentan los gobiernos son la única posibilidad realista en un mundo donde los mercados no permiten ni la más mínima desviación de la ortodoxia neoliberal.” A partir de este planteamiento, Laclau propone pasar por encima de las instituciones republicanas para transformar la realidad.

Tan atractivo es este planteamiento que innumerables líderes políticos alrededor del mundo y de ideologías tan diversas han intentado romper con los marcos institucionales como propone Laclau. El grito de guerra de Trump era acabar con el “pantano,” noción no distinta, en un sentido conceptual, a lo que propone Podemos en España o que han procurado los Kirchner en Argentina, Correa en Ecuador o López Obrador en nuestro país.

El problema de los proyectos voluntaristas, aquellos en que el gobernante desafía la ortodoxia e intenta imponer sus propias preferencias, es que usualmente chocan con la pared. México vivió severas crisis en la segunda mitad del siglo pasado precisamente porque diversos presidentes se sintieron libres de hacer de las suyas. Eso mismo ocurriría de adoptar el gobierno una línea de choque ahora con la consulta en materia eléctrica.

El fenómeno se ha agudizado en la era del conocimiento por dos razones: primero, con un par de excepciones (como Cuba y Corea del norte), el mundo se ha integrado debido a las comunicaciones que hacen sumamente difícil que un país se abstraiga del resto del mundo. Antes, cuando no existían esas circunstancias, los presidentes festinaban la producción integral de automóviles o refinados del petróleo en su nación, sin inscribirlo en el contexto global. Hoy eso es imposible porque ya no existen plantas en que se fabrique la totalidad de un producto y, más importante, porque la población reclama satisfactores de alta calidad y de inmediato. La idea de que es posible ignorar lo que ocurre en el resto del mundo es inconcebible no por el mentado neoliberalismo, sino porque el electorado ya no lo tolera: al revés, espera respuestas aquí y ahora.

El planteamiento de Laclau y sus seguidores es muy bonito en términos políticos y anímicos, pero es disfuncional en el mundo de la realidad. Lo único certero que se puede afirmar de los proyectos voluntaristas (aquellos que no han sido constreñidos por la fortaleza de las instituciones, como fue el caso de Trump) es que han sido un desastre en términos de crecimiento económico y disminución de la pobreza. Aunque muchos del grupo gobernante discurren sobre los éxitos del régimen venezolano, la evidencia del desastre que es esa nación es abrumadora. La retórica puede ser generosa, pero la realidad es absoluta.

Como ha argumentado Jan-Werner Mueller,** la evidencia muestra que los ciudadanos que sostienen a gobiernos voluntaristas-populistas no son una mayoría silenciosa, sino una minoría vociferante. Es por ello que prácticamente todos los intentos por desafiar la realidad en la era del conocimiento acaban mal. Bill Hicks, un cómico, soñaba con un partido político para “personas que odian a otras personas.” Su problema era que no lograba juntar a su base para integrar el partido: al movimiento egoísta lo destruía su principio nodal. La realidad no se puede desafiar y eso es lo que acaba con estos voluntarismos insostenibles.

 

*Hegemonía y estrategia socialista; **The Myth of the Nationalist Resurgence

 

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  REFORMA
 31 Jul. 2022 

Después del diluvio

 Luis Rubio

Decía un guía en el palacio de Versalles que Luis XIV construyó el palacio, Luis XV lo disfrutó y Luis XVI pagó la factura. Estamos en la etapa en que el presidente López Obrador está disfrutando de la estructura económica y financiera que le dejaron sus predecesores, esos malditos neoliberales. La interrogante clave para pasada la elección de 2024 es cómo pagar por lo hecho, y lo no hecho, en este sexenio para comenzar la construcción de algo nuevo y funcional hacia la prosperidad y el desarrollo

En todos los sexenios que me ha tocado observar, lo que distingue al actual es la ausencia de un proyecto para el desarrollo del país. Algunos de los anteriores eran demasiado ambiciosos, otros meramente ideológicos; en algunos lo notable era la ausencia de ambición, en tanto que otros eran irreales por inviables. Pero ninguno carecía de un esquema orientado a lograr mayor prosperidad y mejores niveles de vida.

Para el presidente López Obrador el desarrollo se logra casi por ósmosis: el gobierno concentra todo el poder y el resto ocurre de manera automática. En lugar de estrategias, inversiones o legislación, lo que aquí ha habido es una manipulación narrativa dedicada a nutrir una base electoral y tres proyectos de inversión que no sólo no son ambiciosos, sino que no tienen sentido estratégico alguno ni para las regiones en que se han instalado. Se trata de un proyecto político, es decir, de poder, y no uno de desarrollo.

Más allá de la excusa provista por la pandemia para justificar todo lo no hecho y lo desecho, el devenir del sexenio que poco a poco se aproxima a su ocaso ha sido posible gracias a dos décadas de construcción institucional que arrojó una estructura financiera para la estabilidad, un perfil de deuda muy cómodo para el erario, fondos y fideicomisos para casos de emergencia, periodos de recesión o fenómenos naturales.

Las administraciones que precedieron a la actual se ocuparon de fortalecer los cimientos de la estabilidad económica para evitar recaer en las crisis del pasado que destruyeron todo –familias, ahorros- a su paso. Sin esos antecedentes, el gobierno actual jamás habría podido desviar tantos recursos que otrora se dedicaban a la promoción de la inversión (infraestructura, generación de electricidad, etc.) hacia sus clientelas favoritas. Aunque el presidente habla de austeridad, ésta no existe: los recursos se siguen gastando, sólo que ahora el criterio es de rentabilidad electoral y política, no de desarrollo económico.

De esta manera, el prospecto más generoso que se puede estimar para el futuro es que, al final de 2024, sólo se haya perdido un sexenio y nada más. Los cálculos más optimistas son que la economía retornará al nivel de 2018 hacia el final de 2024, cuando la población habrá crecido en varios millones de nuevos mexicanos. Y esos son los cálculos optimistas.

Lo imperativo hoy es colocarnos en septiembre primero de 2024, el día de la inauguración del próximo presidente, para comenzar a otear el panorama que nos espera, como si ese día fuese a tomar posesión Luis XVI. Además de finanzas maltrechas, pero confiadamente no en situación de crisis, todo ello por haberlas exprimido al máximo con la desaparición de los fondos de estabilización y fideicomisos varios, el país se encontrará con un gobierno nuevo sin mayores instrumentos y con una gran crisis de confianza.

Sea quien sea presidente, hombre o mujer, en 2024, sus opciones van a estar muy limitadas por al menos tres razones: primero, porque ninguno gozará del vasto apoyo que logró el presidente en 2018 ni contará con sus habilidades o historia para preservar la base que su antecesor creó. Ninguno de los precandidatos obvios, de ambos lados de la barrera, goza de esa situación excepcional. Segundo, el gobierno actual habrá agotado todo el espacio fiscal -recursos para emprender proyectos- lo que le obligará a procurar nuevas fuentes de financiamiento incluso para la operación más elemental del gobierno, ya sin pensar en las cosas urgentes e imperativas como la seguridad de la población.

Finalmente, la tercera razón por la cual las opciones serán estrechas es el otro lado de la moneda de la gestión del presidente López Obrador: así como construyó y nutrió una base electoral amplia, alienó al resto de la población. En lugar de sumar, dividió y polarizó, crispando el ambiente al punto de provocar reacciones viscerales e impulsivas tanto por parte de quienes lo apoyaron como de quienes acabaron odiándolo. Quien asuma la presidencia en 2024 tendrá que lidiar con esa contraposición y comenzar a hilar para construir puentes, disminuir tensiones y desarrollar fuentes de apoyo sostenibles e institucionales. Como en el viejo sistema priista, el próximo gobierno no tendrá alternativa más que reproducir el péndulo de antaño: corregir lo dañado y comenzar de nuevo.

Esto último será el reto más grande: la gran virtud del TLC radicaba en que proveía fuentes de certeza que trascendían los sexenios. Eso desapareció, mitad por Trump y mitad por López Obrador. La gran tarea será encontrar o construir una nueva plataforma que garantice la certidumbre, mellada por este gobierno tan preocupado por lo inmediato (lo electoral) pero desdeñoso de lo trascendente, el desarrollo y la paz.

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 REFORMA

24 Jul. 2022

Desmesura

Luis Rubio

La desmesura o pecado de orgullo, que los griegos denominaban hubris, consiste en creerse más que humanos, desconocer y traspasar imprudentemente los límites de nuestra condición olvidando su insuperable finitud. Tal desmesura, dice Aníbal Romero, incluye el desdén hacia los costos que nuestra pérdida del sentido de las proporciones puede acarrear a otros, en términos de angustia, dolor y desencanto. Un gobierno dedicado a caprichos sin la menor preocupación por la relación entre costos y potenciales beneficios es un ejemplo inexorable de desmesura.

La propensión a la desmesura es una constante en la naturaleza humana. En la Ilíada, Homero muestra diversas formas en que Helena, Aquiles y otros personajes pierden sentido de realidad. Eso mismo ocurre cada vez que un gobierno decide en función de mitos, dogmas o preferencias sin reparar en lo obvio: los recursos que emplea no son suyos. Los gobiernos utilizan recursos que recaudan de la población y son, o deberían ser, responsables ante ésta. Éste claramente no ha sido el caso del actual gobierno.

Los gobiernos, potenciados por su enorme tamaño, ejercen sus recursos como mejor consideran, impactando la vida cotidiana por comisión, pero también por omisión. El gobierno actual diseñó tres proyectos emblemáticos cuyo costo debe medirse de dos maneras: en primer término, por la inversión misma y las opciones que existían; igual de importante, es indispensable evaluar sus consecuencias. No hay mejor ejemplo de esto que el famoso aeropuerto Felipe Ángeles: el costo de construirlo, el costo de destruir el NAICM, que llevaba cerca de 40% de avance, y el costo de tener que construir un nuevo aeropuerto en el futuro porque la combinación de los dos actuales (AIFA y AICM) es disfuncional y, en todo caso, insuficiente.

El gobierno se ha distinguido por la opacidad en el manejo de las inversiones públicas, así que todo son estimaciones, pero los cálculos publicados sugieren lo siguiente: el costo de AIFA fue de 5 billones de dólares; el costo de destruir el aeropuerto de Texcoco, incluyendo el repago a los tenedores de bonos, bordea los 16 billones de dólares. En adición a esto, como saben todos los usuarios del viejo aeropuerto, pero que es un secreto para el presidente, tarde o temprano se requerirá un nuevo aeropuerto que reemplace al actual y ese nunca va a ser el de Santa Lucía. Ese nuevo aeropuerto costará al menos otros 16 mil millones de dólares. En suma, el “chistecito” va a costar unos 37 mil millones de dólares.

Algo similar ocurrirá con la refinería y el tren maya. Las estimaciones más recientes sugieren que la refinería costará cerca de 18 mil millones de dólares y que el tren maya alcanzará una cifra de aproximadamente 11 mil millones de dólares al tipo de cambio actual. Como con el aeropuerto, la medida tiene que ser doble: lo que costarán los proyectos y los potenciales beneficios que lleguen a arrojar. Si las tendencias actuales en materia de automóviles eléctricos se materializan, lo mejor que se podría esperar es que un proyecto concebido para funcionar por décadas (la refinería que Pemex adquirió en Texas tiene más de un siglo desde su construcción), es que ésta opere por un máximo diez años: de mediados de los veinte a mediados de los treinta. O sea, otro enorme dispendio. El tren maya constituye una apuesta todavía más temeraria, toda vez que ni siquiera pasa por dos de las tres ciudades importantes de la península.

La desmesura tiene muchas formas de cuantificarse, pero la esencial es aquella que se deriva de dogmas que nunca experimentaron criba alguna de realidad. Yo no se si el aeropuerto de Texcoco se localizaba en el mejor lugar, pero no tengo duda alguna que los dos aeropuertos que hoy existen comparten un mismo espacio aéreo y, por lo tanto, no suman sino restan. Todo por demostrar, como indicaba el título del libro que el presidente colocó junto a su sillón el día en que anunció la cancelación del aeropuerto, “quién manda aquí.” Gracias a la ausencia de contrapesos, los presidentes mexicanos mandan en su sexenio y son propensos a los excesos aquí apuntados, pero ninguno como el actual.

La soberbia y la arbitrariedad se mezclan para producir no sólo excesos, sino devoción por los mismos, la mejor medida de hubris, ese pecado capital tan mexicano que tan costoso le ha salido al país a lo largo de su historia. Por muchos años, el hoy presidente criticó, con toda legitimidad, el excesivo costo del rescate bancario, estimado en alrededor de 12% del PIB. El costo de sus proyectos de inversión se acercará al 6% de la economía. La diferencia es que aquél fue producto de una crisis mal manejada; éste fue intencional y auto infligido.

El presidente Juárez anticipó lo que vendría ciento cincuenta años después de su muerte: «Un sistema democrático y eminentemente liberal, como el que nos rige, tiene por base esencial la observancia de la ley. Ni el capricho de un hombre solo, ni el interés de ciertas clases de la sociedad, forman su esencia. Bajo un principio noble y sagrado él otorga la más perfecta libertad, a la vez que reprime y castiga el libertinaje… Es por tanto evidente, que a nombre de la libertad jamás es lícito cometer el menor abuso».

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en REFORMA

(17 Jul. 2022).-

Punto de inflexión

Luis Rubio

El mundo de las últimas tres décadas fue una anomalía histórica: el fin de la guerra fría pareció congelar al planeta por la existencia de una superpotencia que hizo irrelevantes a las tradicionales zonas de influencia, donde cada potencia regional imponía su ley. Independientemente de la manera específica en que acabe la invasión de Ucrania, lo único que es certero es que el llamado “orden mundial” habrá cambiado. Nos encontramos ante un inexorable punto de inflexión, justo en el momento en que el presidente López Obrador va a Washington.

Más allá de sanciones y cálculos sobre el resultado final de aquel conflicto, lo directamente relevante para México es qué cambiará en la relación México-Estados Unidos, sea esto con el gobierno de Biden o con quien le siga.

Es fácil subestimar al tío Sam, como le pasó a los japoneses en 1941, a los terroristas de septiembre 11 y a los rusos en Ucrania. Biden no ha sido un líder particularmente exitoso, pero no es la persona, sino la superpotencia que él representa, con quien México debe lidiar.

Visto desde la ciudad de México, sobre todo dada la enorme capacidad que AMLO parece creer tener para influir sobre las decisiones internas de ese país, es fácil imaginar que puede imponerle su agenda a Biden, como hizo con la Cumbre de las Américas. Sin embargo, la experiencia histórica muestra que apostar contra los estadounidenses, como de hecho lo ha estado haciendo el gobierno mexicano, no es una estrategia muy inteligente.

En una entrevista cuando Rusia comenzó su embate contra Ucrania, Natan Sharansky, un prisionero político en la era soviética, explicó a Putin con la siguiente metáfora: “El cabecilla en su celda” cuando estaba en prisión no era la persona más fuerte físicamente, sino quien estaba dispuesto a emplear su navaja. “Todos tenían una navaja, pero no todos estaban dispuestos a usarla; Putin está convencido que él usará su navaja en tanto que occidente no, que occidente solo puede hablar a pesar de ser físicamente mucho más poderoso.” Putin lleva años midiendo a occidente, especialmente a EUA, y su lectura le llevó a concluir que podía invadir Ucrania y salirse con la suya. El veredicto sobre el devenir está por conocerse, pero el hecho de haber invadido cambió la historia y eso tiene enormes implicaciones para México.

El presidente López Obrador actúa bajo un marco de referencia previo a la invasión de Ucrania. Independientemente de esa nación, es imposible no reconocer que el mundo volverá a la lógica de las zonas de influencia donde las potencias -dos o tres, según lo que resulte- comenzarán a hacer sentir sus prioridades y preferencias. Esto que ya han venido haciendo China y Rusia, cada uno a su manera, tarde o temprano se reproducirá en nuestra región.

México es la primera línea de fuego en esa lógica y será sin duda el primero en sentir el peso de la potencia de la región. Desde la perspectiva estadounidense, México lleva años a la deriva, sobre todo en materia de seguridad, pero también por su incapacidad para resolver problemas elementales que impiden el crecimiento de su economía. Por algún tiempo desde finales de los ochenta en que se llegó a una serie de acuerdos seminales sobre los principios que regirían la relación bilateral, Estados Unidos fue un factor activo y dispuesto a apoyar la ansiada transformación interna, el TLC siendo el principal caballo de pelea para lograr el objetivo. Con el tiempo, sin embargo, la falta de resultados y de acción llevó a una desilusión por parte de los norteamericanos, que se limitan cada vez más a cuidar su frontera, abandonando la expectativa de que México lograría un desarrollo integral.

AMLO ha pasado meses provocando al gobierno estadounidense, amenazando y desairando a su presidente y, más recientemente, ofendiendo a su población con la grandiosa idea de destruir la estatua de la libertad, de los pocos símbolos que todavía unen a todos los norteamericanos. No tengo duda que, si la geografía lo permitiese, su preferencia sería distanciar a México de su vecino norteño pero, como no puede, hace todo lo posible por enfriar y disminuir la relación, probablemente confiando con ello lograr el mismo objetivo, independientemente del costo.

Quizá el presidente piense que tiene una desmedida capacidad para imponer sus preferencias sobre los estadounidenses, pero todos los que los conocen saben que, como superpotencia a veces renuente, tarde o temprano pintará su raya e impondrá sus reglas. Tal vez no pueda obligar a México a enfrentar la violencia y extorsión a que están sometidos los mexicanos o a que mejoren los niveles de vida de los mexicanos, pero, como ilustró Trump en su momento, no va a tolerar una ofensa tras otra.

El presidente clama respeto y habla de soberanía, pero se trata de una quimera en la era de la globalización. El respeto, para existir, tiene que ser mutuo y México no se ha caracterizado por esa virtud hacia Biden. Por lo que toca a la soberanía, ésta se afianza logrando la grandeza de México, no con su creciente sumisión ante el crimen organizado y con la interminable construcción de barreras al desarrollo económico. La relación con EUA puede ayudar en ambos frentes, pero no cuando se les usa de puerquito.

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 10 Jul. 2022 

Cambio acelerado

Luis Rubio

 “El futuro ya está aquí, escribió el novelista William Gibson, sólo que no está equitativamente distribuido.” El cambio que experimenta el mundo es incontenible y ocurre en todos los frentes, algunos benignos, otros por demás riesgosos. En las últimas semanas se han acumulado una serie de noticias y estudios que, en conjunto, presentan un escenario complejo (y, en muchos sentidos, contradictorio) que obliga a visualizar el potencial de alteraciones al panorama que venía materializándose en los últimos meses.

Una primera aproximación al cambiante escenario es el que aporta China. Si uno extrapola las tendencias de los últimos años, su economía rebasaría a la estadounidense al final de la década, para convertirse en el nuevo polo de atracción económica y, potencialmente, política. Un estudio de Visual Capitalist[i] ilustra gráficamente la forma en que la economía mundial evoluciona y los cambios que se anticipan para las principales economías del mundo (y, de paso, muestra el creciente deterioro de México en el panorama internacional, lo que sugiere problemas futuros).

El estudio se fundamenta en una extrapolación directa y no toma en cuenta dos elementos que podrían modificar estas tendencias: por un lado, hay especulación en el mundo sobre la veracidad de las estadísticas oficiales de China; en un extremo, hay quienes mantienen que la población total de esa nación es sensiblemente inferior a la previamente estimada,[ii] lo que llevaría a la posibilidad de que, en lugar de crecimiento, China comience un proceso acelerado de contracción. Desde luego, esto no cambiaría el extraordinario desempeño de la economía china y su enorme potencial, especialmente por su gran avance en materia de tecnología digital y de inteligencia artificial, lo que bien podría poner a esa nación en el liderazgo mundial en las industrias más prometedoras.

Un segundo factor en esta ecuación es la disputa sobre la forma de gobernar que encabezan Estados Unidos y China, el primero con una democracia disfuncional, la segunda con un sistema autocrático que ha sido capaz de sacar de la pobreza a cientos de millones de sus ciudadanos. Detrás del conflicto entre las dos potencias se evidencian las fortalezas y debilidades relativas de las dos naciones justo en el momento en que la pandemia no acaba de resolverse, la inflación comienza a hacer estragos y persiste el interminable debate sobre la viabilidad del sistema político chino. Ian Bremmer[iii] especula en su nuevo libro sobre la posibilidad de que uno de los grandes mitos de nuestro tiempo (la superioridad del sistema político estadounidense frente a la superioridad de la economía de China) acabe siendo al revés: que triunfe la flexibilidad de la economía norteamericana en tanto que el sistema político chino pruebe ser más robusto y sostenible.

El tercer elemento en este panorama es la creciente inflación, para la cual ninguna de las naciones de occidente parece tener una respuesta convincente, lo que amenaza con sumir al mundo en una recesión sin salida evidente. El desempeño reciente de los mercados financieros abona a este escenario, sobre todo en la medida en que el momento político es particularmente delicado en Estados Unidos, con elecciones legislativas al final de este año. La inacción del gobierno de Biden, sus dudosas prioridades en materia económica y su enorme desprestigio agudizan lo intrincado del momento.

El panorama se va complicando en todos los ámbitos, lo que no augura un futuro tranquilo para nuestro país. En el último par de años México ha disfrutado de una situación inusual no gracias a la estrategia del gobierno, sino a la generosidad del gobierno norteamericano: por una parte, nuestras exportaciones se han multiplicado debido al excepcional crecimiento de la economía estadounidense, creando un entorno alentador al interior del país; por otro lado, las transferencias que realizó el gobierno estadounidense hacia sus habitantes para mitigar los efectos nocivos de la parálisis económica provocada por la pandemia se tradujo en un monumental crecimiento de las remesas de nuestros connacionales hacia sus familias en el país (que pasaron del 1% al 4% del PIB). Ninguno de estos fenómenos es atribuible al gobierno: más bien, en sentido contrario, ha sido la economía americana la que ha evitado un colapso económico y social en México.

Esta situación debe contrastarse con las nubes que podrían estarse avecinando para la economía mundial. Para México, los factores clave de su estabilidad económica son las exportaciones, las tasas de interés en dólares y las remesas. Una severa recesión en EUA amenazaría los tres factores, invirtiendo el panorama que ha caracterizado a nuestra economía en años recientes.

La ausencia de una estrategia de desarrollo, la innecesaria polarización política y la alienación tanto del gobierno estadounidense como de inversionistas deseosos de diversificarse frente al conflicto de esa nación con China se convierte ahora en un enorme riesgo de recesión y empobrecimiento, no exactamente el panorama prometido en 2018.



[ii] https://www.youtube.com/watch?v=vo3J0UwtGJ0

[iii] The Power of Crisis: How Three Threats – and Our Response – Will Change the World

 

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Desde abajo

Luis Rubio

En su afán por imponer su manera de ver al mundo, el gobierno federal nos ha regalado una fotografía fehaciente de lo que no funciona y que por eso no debe ser. Décadas -si no es que siglos- de gobierno centralizado con estructuras verticales de control tuvieron el efecto de estabilizar al país, pero no de lograr su desarrollo. La descentralización que nos ha caracterizado en las últimas décadas no se tradujo en un renacimiento generalizado de creatividad local, quizá en buena medida por el enorme peso de la idea de control central que el presidente intenta recrear. Como escribiera Marx hace casi doscientos años, lo que es tragedia la primera vez, resulta ser una farsa la segunda.

Acostumbrados a poderosos gobiernos centrales, a los mexicanos nos cuesta trabajo entender la trascendencia de la gobernanza local y, sobre todo, los costos de la imposición desde “el centro.” Los grandes éxitos económicos de las últimas décadas han surgido en estados y regiones que se dedicaron a promover el crecimiento y se abocaron a crear condiciones para que eso fuera posible. El auge experimentado por Querétaro, Aguascalientes, Yucatán, Nuevo León y otras entidades no ha sido producto de la casualidad, sino de estructuras efectivas de gobierno local.

En sentido contrario, tanto la incapacidad para erradicar la violencia, la extorsión y otras formas de actividad criminal, como la pobreza que sigue imperando en muchas regiones del país, especialmente en el sur, reflejan gobiernos locales incapaces o, más al punto, dedicados al control y la expoliación.

Los números muestran que el deterioro en materia de seguridad avanzó de manera paralela al debilitamiento de las estructuras de control centralizado desde los noventa y, aunque hubo alguna mejoría al inicio de la segunda década del siglo, ésta no se consolidó. Los controles centralizados de antaño resultaron inviables en un país que se diversificaba y democratizaba, pero nada se hizo, especialmente a nivel local, para construir capacidad de gobierno, comenzando por policías, poder judicial y mecanismos de interacción y comunicación entre la ciudadanía y las autoridades electas.

Con el “divorcio” del PRI y la presidencia en 2000, los gobernadores, organizados en un sindicato, le “robaron la chequera” al gobierno federal, pero no usaron la súbita cauda de recursos para transformar sus estructuras con miras hacia el desarrollo de sus entidades, sino para enriquecerse y/o promover sus propias carreras políticas. En confesión manifiesta de sus prioridades, los gobernadores no encontraron motivación alguna para proteger a la ciudadanía a la luz del brutal crecimiento del crimen organizado.

Desde entonces hemos sido testigos de dos respuestas igualmente erradas y absurdas: por un lado, Felipe Calderón movilizó al ejército para confrontar a los criminales. El valor de su decisión radicó en el reconocimiento de la amenaza que el crimen organizado constituye y su impacto sobre la sociedad y la economía; pero el envío del ejército no constituyó una respuesta idónea porque los militares, no siendo policías, saben pacificar una región, pero no construir capacidad para la seguridad de largo plazo. Fuera de unos meses de paz, retornaron los criminales y nada cambió para la población.

La segunda respuesta es la del presidente López Obrador, que ha ido en sentido opuesto: argumentando que hay que atender las causas últimas de la criminalidad, ha impedido que la guardia nacional actúe, con lo que de hecho ha promovido una nueva ola de criminalidad, la que se expresa en la forma de extorsión, secuestro, derecho de piso y toda clase de negocios ilegales. La mitad del país vive ese terror.

Lo que ninguna de estas estrategias contempla es que el bienestar -desde la seguridad hasta el desarrollo- comienza desde abajo, desde el gobierno municipal. Las ciudades más exitosas del mundo cuentan con policías de manzana o de barrio que conocen a sus habitantes y son garantes, tanto por su presencia física como por la autoridad que representan, de la paz y seguridad de la población. En México se ha intentado imponer la seguridad sin reconocer que el objetivo, y la razón de ser del gobierno, es (o debiera ser) la ciudadanía y su seguridad.

El país es demasiado grande y diverso para pretender controlarlo desde el gobierno federal. El intento que representa el gobierno actual en esa materia va a fracasar como le ocurrió a todos los experimentos anteriores.

Resolver la inseguridad sólo es posible en la medida en que se reconozca, primero, que la razón de ser del gobierno es el bienestar de la población y, segundo, que eso sólo es posible con la concurrencia y participación de la ciudadanía. Es posible que, en sociedades con culturas autocráticas, o bajo dictaduras, se pueda imponer el orden desde arriba, pero ese no es el México de hoy, por lo que todos los experimentos en ese sentido seguirán fallando.

La democracia mexicana adolece de múltiples carencias porque la ciudadanía sigue siendo impedida, en tanto que el crimen organizado prolifera. El conjunto ha arrojado un país cada vez más inestable y con su potencial económico mermado. Hay que comenzar por reconocer a la ciudadanía como el corazón del futuro y construir desde abajo. No hay de otra.

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 REFORMA
 26 Jun. 2022

Sin piedad

Luis Rubio

En la novela El cero y el infinito de Arthur Koestler, Ivanof, un burócrata leal a las órdenes del Número 1 de la Revolución, interroga a Rubachof, uno de los viejos líderes revolucionarios que ha sido arrestado por tener dudas sobre el destino de la Revolución. Rubachof, desilusionado, increpa a Ivanof con una afirmación lapidaria: «Nosotros hicimos historia; ahora vosotros hacéis política». Rubachof había peleado para cambiar la historia y mejorar la situación del pueblo. Sin embargo, para él, el partido y el Estado dejaron de representar los verdaderos intereses del progreso después del triunfo revolucionario. Los gobernantes, dirigidos con mano de hierro por el Número 1, se dedicaron más a conservar el poder que a promover el bienestar. La realidad política eclipsó al idealismo histórico. ¿Ivanof o Rubachof? La eterna disyuntiva de los que gobiernan.

En la medida en que avanza el sexenio, aparecen los dilemas interminables del poder, que se van presentando sin misericordia porque resumen lo que se hizo y lo que no se construyó, lo que avanzó y lo que retrocedió. A estas alturas, lo único que no para, y que no es reparable, es el tiempo y el del presidente López Obrador comienza a pagar las facturas.

Todos los gobiernos, en México y en el mundo, siguen un ciclo natural que comienza con grandes esperanzas y promesas, asciende en la medida en que se consolida y luego empieza a declinar en paralelo con los albores de la sucesión que inexorablemente llega. Los gobiernos más exitosos invierten con clarividencia al inicio para poder cosechar hacia el final del periodo y terminar con broche de oro. Cualquiera que sea la percepción que uno tenga del presidente López Obrador, este escenario no es el que le espera.

El presidente López Obrador ha seguido un patrón muy peculiar: ocurrencias soportadas sobre creencias y prejuicios muy profundamente arraigados en lugar de análisis y diagnóstico derivados de la situación concreta que encontró. Aunque su campaña se dedicó a temas de pobreza, desigualdad, bajo crecimiento y corrupción, ninguno de sus programas emblemáticos ni sus estrategias de políticas públicas se han encaminado a atenderlos. Esta peculiaridad determina las características del inexorable cierre del ciclo. Lo que queda por determinarse es la forma específica que cobrará.

Por supuesto, no hay duda alguna de los elevados niveles de popularidad, pero estos se refieren a la persona del presidente, más no a sus políticas, donde las divergencias son grandes. En tanto que sus predecesores mostraban similitud entre su popularidad personal y la de sus gobiernos, en el caso del presidente actual esto no ocurre. Esto confirma lo que todos sabemos: el presidente goza de un apoyo substancial, aunque declinante, de una base política que ha cifrado sus expectativas y creencias en el individuo. Nadie sabe cómo evolucionará este fenómeno pero, más allá de la base dura de creyentes (alrededor de 16 millones a juzgar por el revocatorio), el resto presumiblemente irá en paralelo con los resultados que arroje la administración en los próximos dos años y con el inexorable proceso de sucesión, que enfocará al electorado en las carencias del gobierno. Las transferencias clientelares sin duda ayudarán, pero irán de la mano del ciclo sexenal.

Todo lo cual nos retrotrae al dilema planteado por Koestler hace casi un siglo: cuando el fervor revolucionario se topa con la realidad del poder, lo que queda es un gobierno que no pensó en sembrar un mejor futuro, que cifró su destino en tres proyectos costosísimos sin mayor viabilidad y con poco impacto sobre el crecimiento, la desigualdad o la pobreza y que apostó por la personalidad del presidente en lugar de cambiar la realidad cotidiana. Nada lo describe mejor que su incapacidad por reconocer que la corrupción que corroe a su gobierno -nada distinto a la del pasado- no puede ser barrida debajo del tapete.

Al final del día, la enfermedad de todos los gobiernos mexicanos, independientemente de su color, eficacia o popularidad, es la misma: todos se consideran intocables e impunes, hasta que viene la sucesión y comienza la verdadera rendición de cuentas. El ciclo político no es sólo del gobierno: también lo es de sus personajes, todos los cuales se vuelven arrogantes, se cierran y se ciegan ante lo que desde afuera es evidente, pero que deja de serlo una vez dentro del aparato y la sensación de poder se torna adictiva. Cuando ese proceso cobra forma, nada lo para y todos los gobernantes y sus funcionarios acaban padeciéndolo.

Estamos al inicio del ciclo descendente del gobierno actual y no hay poder humano que lo pueda evitar o impedir, por más que desde la cima del poder las cosas se vean brillantes e impecables. Falta dilucidar los cómos, pero los qués están claros no porque yo lo diga, sino porque así son todos los sexenios: el desgaste es natural e incontenible.

El arte del estadista, escribió Talleyrand, consiste en prever lo inevitable y acelerar su acaecimiento. La mayor parte de los presidentes mexicanos, a pesar de su engolosinamiento con el poder, sabían que éste termina y todo cambia. No así el presidente López Obrador, para quien la salida por eso será tanto más compleja.

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 REFORMA
19 Jun. 2022 

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No me salgan con que…

Luis Rubio

“No me salgan con que la ley es la ley” dijo el presidente López Obrador. En esto, el planteamiento no constituye un rompimiento respecto al pasado reciente, excepto en que el presidente no expresa ni el más mínimo resquemor porque la ley sea la guía de funcionamiento para las relaciones entre el gobierno y la sociedad y entre los distintos integrantes de esta última. La diferencia es que antes se “guardaban las formas” en el argot político mexicano, mientras que ahora la realidad de arbitrariedad queda expuesta al desnudo. Pero el desprecio a todo concepto de legalidad por parte del jefe de Estado constituye un permiso para delinquir.

Cuando un gobierno se asume dueño de la verdad y su actuar un modelo de comportamiento, todo ello sin reglas conocidas por todos, sus acciones se convierten en la ley de la selva e invitan a que todo mundo se comporte de esa manera. Las elecciones de la semana pasada mostraron ese comportamiento en ambos lados del espectro político, producto de esa forma extraordinariamente perniciosa en que se conduce el presidente.

La ley no es asunto de blancos y negros: no es que un día hay Estado de derecho y otro día éste desaparece. Tampoco es asunto de grados: más bien, se trata de un proceso acumulativo que va sedimentando prácticas, instituciones y experiencias hasta que el cumplimiento de la ley se torna inevitable y, por lo tanto, obligatorio para todos. En sentido contrario, cuando la práctica y la experiencia constituyen evidencia fehaciente de la inexistencia de un marco de leyes que se conocen, se respetan y se hacen cumplir, todo el entramado institucional se colapsa y el país entra en el reino de la incertidumbre permanente.

Históricamente, siempre se ha hablado del Estado de derecho con enorme laxitud, generalmente de manera retórica, pero el discurso es importante porque tiene consecuencias, sobre todo frente a la realidad de indefinición -y frecuentemente indefensión- jurídica que afecta a todos los mexicanos. Se habla de leyes y reglamentos, pero la realidad es una de arbitrariedad permanente en su aplicación, presiones sobre los jueces y corrupción de los ministerios públicos. El gobierno actual no concibe a la ley como un instrumento para proteger a la ciudadanía, sino como un mecanismo para acosarla e impedir que se convierta en un factor político relevante.

Cuando un presidente -en su calidad de jefe de gobierno y, sobre todo, como jefe de Estado- abandona hasta la pretensión de cumplir la ley o cuando ataca a los otros poderes públicos denominándolos traidores a la patria, la pregunta pertinente acaba siendo si él considera que su palabra o su voluntad se encuentran por encima de cualquier principio básico de convivencia social. Porque una cosa es la laxitud histórica con que se tratan estos asuntos y otra es la de eliminarlos por completo del panorama: dos mundos muy distintos.

Para la mayoría de los mexicanos, la ley y la justicia son dos entelequias que sólo sirven para abusar de ellos o para beneficiar a los ricos y poderosos, factor clave en el apoyo que recibe el presidente. Quienquiera que haya pasado por procesos judiciales sabe que éstos no están diseñados para lograr justicia “pronta y expedita” como promete la constitución, circunstancia que acerca a parte de la ciudadanía a la retórica presidencial. Sin embargo, la solución correcta sería transformar al sistema judicial para hacerlo efectivo y al servicio de toda la población por igual, sin distingo de condición económica o social.

Los políticos mexicanos siempre han cambiado las leyes para que se ajusten a sus objetivos, sin reparar en la implicación de su actuar. En lugar de fortalecer su mandato, lo diluyen, toda vez que evidencian un apego a las formas, pero un desprecio completo al Estado de derecho. AMLO ni siquiera pretende.

El principio elemental del Estado de derecho radica en la protección del ciudadano respecto al actuar arbitrario de la autoridad. Esto es, implica ante todo la protección política y jurídica de los derechos individuales y de propiedad; la existencia de un poder judicial eficiente que limite en forma efectiva el comportamiento predatorio de la autoridad y que sea accesible a toda la ciudadanía independientemente de su status socioeconómico; y la existencia de un entorno de seguridad jurídica con reglas conocidas de antemano y con la certeza de que las autoridades no emplearán el poder coercible en su contra en forma arbitraria.

En términos prácticos, el Estado de derecho implica que las leyes sean conocidas de antemano, que no se puedan modificar con facilidad y sin contrapesos efectivos y que la autoridad no emplee sus instrumentos de presión, incluyendo la amenaza de cárcel (como ahora se usa la prisión preventiva oficiosa) como medio para imponer la voluntad gubernamental sobre los derechos de los ciudadanos.

El objetivo de un régimen de legalidad es la convivencia pacífica entre los integrantes de una sociedad a fin de hacer posible el desarrollo económico y la paz social. Es claro que en nuestro país existen enormes fallas que impiden la consolidación de un Estado de derecho igual para toda la población, pero esa no es excusa para desdeñarlo, porque la alternativa es la ley de la jungla, a cuya puerta claramente estamos.

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REFORMA

12 Jun. 2022

 

Nuevo futuro

Luis Rubio

“Hay décadas en que nada pasa y hay semanas en las que pasan décadas” escribió Lenin. Los grandes virajes en la historia usualmente no se aprecian en el momento en que se dan los puntos de inflexión, porque la vida cotidiana para la mayoría de los habitantes del orbe no cambia de manera radical. Sin embargo, vistos en retrospectiva, esos momentos resultan cruciales. Todo indica que la invasión de Ucrania apunta hacia una de esas instancias, con enormes implicaciones para el futuro del mundo.

Los grandes puntos de quiebre, como el fin de la segunda guerra mundial, el colapso de la URSS, la constitución de la Unión Europea o el distanciamiento de China respecto a occidente sobre todo a partir de la crisis financiera de 2008, son todos puntos de inflexión que alteraron la manera de funcionar del mundo, en algunos casos de manera dramática.

La invasión de Ucrania marca otro momento de transición. Aunque algunos de los componentes del “nuevo” futuro ya comenzaban a cobrar forma, como son las islas artificiales que China había venido construyendo en el mar del sur de China para eventualmente convertirlo en un “lago” interior, la confrontación directa que está teniendo lugar entre el bloque occidental y Rusia inaugura una nueva era. Sobre todo, anuncia el fin de las “vacaciones respecto a la historia” como alguna vez escribió George Will. La noción de que es posible abstraerse de los intereses de las potencias y suponer que todos juegan bajo las mismas reglas parece haber llegado a su fin. La geopolítica está de vuelta.

Aunque tarde algún tiempo en consolidarse, las piedritas en el camino son sugerentes. Luego del fin de la guerra fría cobraron preeminencia las decisiones económicas y todas las naciones se dedicaron a competir por atraer a los inversionistas para generar nuevas fuentes de crecimiento económico y desarrollo para sus países. Fukuyama escribió su famoso artículo sobre “el fin de la historia,” concepción que se convirtió en mantra para empresas y gobiernos: el sistema capitalista había ganado y todo el mundo era “plano” según Thomas Friedman, por lo que no había distinción entre Alemania y Zambia para fines de la localización de una inversión. Mientras tanto, Samuel Huntington, maestro de Fukuyama y un observador más cauto y profundo, argumentaba que las diferencias culturales y políticas no desaparecían por el hecho de haber criterios económicos similares, pero el “mundo Davos,” por llamarle de alguna manera, se convirtió en el dogma dominante.

En retrospectiva, el ascenso al poder de una caterva de gobernantes “duros” a lo largo de la última década anunciaba un cambio en ese modelo, toda vez que, más allá de sus atributos o defectos, su aparición respondía a nuevas realidades sociopolíticas en países tan diversos como Brasil, Estados Unidos, Hungría, Turquía, China y México. Cuando el presidente mexicano habla de que las decisiones económicas se subordinen a las políticas el mensaje es preclaro: al carajo con el modelo Davos. Para los ciudadanos y los empresarios esto implica un gobierno mucho menos preocupado por el desarrollo y más por la subordinación y el control.

Estas circunstancias muestran una tendencia muy clara, la que Huntington había identificado y que, ahora, con Ucrania, promete convertirse en una nueva realidad geopolítica. El gobierno estadounidense siempre ha sido proclive a tomar decisiones que ignoran sus compromisos comerciales: su tamaño y naturaleza le lleva a suponer que todo mundo tiene que alinearse. Una muestra reciente de esto es el subsidio a los automóviles eléctricos, lo que desincentiva su instalación en México (y Canadá), y es prueba de que la racionalidad económica se ha subordinado a factores políticos. Para México esta es apenas una señal de lo que podría venir el día en que nuestro principal motor de crecimiento, la economía americana, comience a actuar bajo criterios de poder, como lo hizo, a pequeña escala, Trump respecto a la migración.

La vuelta de las zonas de influencia no será una repetición de lo que existió en la era de la guerra fría, pero cambiará la forma en que las naciones se relacionan entre sí. La economía de la información y la era de la inteligencia artificial cambian la naturaleza de la actividad económica y política a la vez que hay varias potencias en ciernes, como India, que tienen capacidad para limitar el impacto de las dos o tres nuevas zonas de influencia (EUA, China y Rusia) que previsiblemente se irán conformando. En su acepción histórica, las zonas de influencia implican la preeminencia de potencias con capacidad de ejercer control o algún grado de disciplina sobre las naciones de una determinada región. En la era digital y con factores reales de poder permanentemente en el radar, como la competencia de China y EUA en diversas demarcaciones, un nuevo esquema de esta naturaleza seguramente implicará mayor conflicto de lo que caracterizó a la era de la guerra fría.

Por otra parte, la mayor protección que una nación puede lograr ante esta nueva realidad radica en lo obvio: en la fortaleza de su propio desarrollo, solamente posible en el contexto de un gobierno con claridad de rumbo y una sociedad sin mayores crispaciones. La ausencia de esta condición anticipa un futuro complicado.

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REFORMA

05 Jun. 2022