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Ceteris paribus

Luis Rubio

La forma en que concluya este sexenio será determinante del potencial futuro del país. Dado el enorme poder y legitimidad que ha acumulado el presidente en estos años, el asunto se remite en buena medida a una disyuntiva muy simple: ¿quién ganará: la narrativa o la realidad?

En un video reciente que se tornó viral, el consultor político Antonio Sola dice que AMLO es un presidente de transición que decodifica la realidad nacional con lo que creará las condiciones para gobiernos de las próximas décadas. Su argumento es esencialmente que AMLO es dueño de la narrativa porque domina la técnica de contar historias que tocan las emociones y que lo puede hacer porque no tiene competencia, dado que la oposición juega el juego del presidente en lugar de construir una narrativa alternativa. Aunque no es nuevo, el argumento es poderoso porque bien podría determinar el devenir del sexenio y, en consecuencia, la naturaleza del próximo.

El otro lado de la moneda es que no todo es narrativa. Estimular las emociones de los votantes, eso que hacen los políticos, es central para el ejercicio del liderazgo en una nación, pero no es substituto del desempeño gubernamental, especialmente en economía y seguridad, lo fundamental para cada uno de los integrantes de la sociedad.

En tanto que la realidad camine en paralelo a la narrativa, es decir, que una complemente a la otra, el liderazgo presidencial se fortalece. En sentido contrario, cuando la distancia entre ambas resulta insostenible, alguna de las dos acaba imponiéndose, usualmente la realidad… Esa es la tesitura que, desde mi punto de vista, determinará el devenir de los próximos dos años.

La manera en que concluya el sexenio será determinante de la capacidad que retenga el presidente para nominar a su candidat@ preferido y, no poco importante, evitar que se fracture Morena. Hasta ahora, el presidente ha logrado dominar el panorama político con su excepcional habilidad narrativa, pero su indisposición a promover el crecimiento económico, y su terquedad en controlarlo todo, ahora también lo electoral, ha estancado al país y provocado divisiones cada vez más profundas. Además, la destrucción institucional y concentración del poder desincentiva la inversión productiva al elevar la percepción de riesgo. El resultado es que, por maravillosa que sea la narrativa, su distancia respecto a la realidad cotidiana es creciente.

En este contexto, hay dos maneras de enfocar lo que venga de aquí al 2024: una es la forma en que evolucione la economía y la seguridad en los próximos dos años, pues eso determinará tanto la distancia entre la narrativa y la realidad, como la fortaleza del presidente. Por otro lado, independientemente de como termine el sexenio, los pasivos que dejará esta administración serán monumentales con repercusiones dramáticas que se medirán en términos no de años sino de generaciones.

Hasta los creyentes en el proyecto presidencial tendrán que reconocer que se han creado pasivos estructurales que no serán fáciles de corregir. Aquí van algunos por demás obvios: primero que nada, la destrucción de la confianza y de las fuentes institucionales de certidumbre. Parte de esto se debe más a Trump que a López Obrador (por el debilitamiento del TLC), pero el efecto conjunto es devastador y llevará décadas construir algo susceptible de sedimentar fuentes de confianza sostenibles, no politizadas. Segundo, el cambio en la estructura del presupuesto gubernamental repercutirá en la falta de crecimiento más allá del sexenio porque será sumamente difícil eliminar rubros de gasto que son política y socialmente trascendentes (especialmente las transferencias clientelares), pero que no contribuyen al crecimiento general de la economía. Tercero, derivado de lo anterior, lo mismo es cierto del gasto que hoy se ejecuta a través del ejército y que, además de su potencial de corrupción, no contribuye a la función central de esa institución y distrae recursos que son requeridos para la promoción del desarrollo. Finalmente, el sistema educativo, de por sí un fardo ya viejo para el desarrollo especialmente en la era digital, no sólo no va a haber avanzado, sino que adquirió un cariz profundamente ideológico que podría llevar a generaciones de egresados sin posibilidad alguna de ser empleados en el aparato productivo.

Estos cuatro ejemplos ilustran la naturaleza del actual gobierno el cual, más allá de sus dogmas y obsesiones, ha tenido por único objetivo el poder, no un futuro mejor. La narrativa ha servido para afianzar esa concentración de poder, pero no será benigna en el momento de sucesión. Desde luego, esto no altera el enorme desafío que enfrenta la oposición para convencer al electorado de un mejor futuro para destronar el, hasta hoy exitoso, perfil presidencial.

Además del estancamiento económico, los déficits estructurales que dejará el gobierno actual son inconmensurables.  Por ello, es temerario extrapolar hacia el futuro suponiendo que nada va a cambiar: la frase latina ceteris paribus, que implica que todo se mantiene constante. Para una sociedad acostumbrada a una permanente relación transaccional con los gobernantes -votos por beneficios- ninguna narrativa compensará la falta de empleos, oportunidades, seguridad y, en una de esas, otra crisis.

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REFORMA
18 Dic. 2022

 

Desglobalización

Luis Rubio

La característica central de nuestro tiempo parecen ser las tensiones que generan las desigualdades reales o percibidas en la distribución de los beneficios del crecimiento económico. Innumerables naciones alrededor del mundo han elegido líderes cuya carta de presentación ha sido el rechazo a lo existente. Ejemplos obvios son Trump, Brexit, Bolsonaro y Lula y, de igual manera, Chávez y López Obrador. El movimiento pendular ha sido extremo en algunas naciones, mucho más moderado en otras, pero es inconfundible el deseo por refugiarse en un pasado conocido y abandonar las mieles de promesas insatisfechas. La pregunta que circula alrededor del mundo es qué tan distinto será el futuro.

Visto en retrospectiva, es muy claro, y fácil, llegar a la conclusión de que las narrativas que acompañaron a la era dorada de la globalización a lo largo de las últimas tres décadas resultaron ser utópicas y, por lo tanto, imposibles de ser satisfechas. De hecho, una de las lecciones que arroja una encuesta tras otra, en México y el mundo, es que la gente está más insatisfecha por la lentitud del avance que por un deseo por retornar a terrenos conocidos. El gran problema de la globalización no radica en la falta de resultados, sino en la desigual distribución de estos. La ciudadanía así lo reconoce: lo que añora es ser parte del éxito, no retornar a un pasado incierto y de pobreza.

Por otra parte, es evidente el atractivo político de explotar los sentimientos y resentimientos que generan las disrupciones que genera el acelerado cambio que ha experimentado el mundo en estos años, casi todo ello más producto de avances y cambios tecnológicos que de la economía propiamente dicha. El cambio tecnológico ha sido un componente central de la globalización económica y, sobre todo, de la alteración en las cadenas de valor.

El primer componente de la globalización son las comunicaciones instantáneas que han transformado la realidad económica, sino social y política. Cualquier persona en la actualidad tiene acceso a más información de la que los gobernantes conocían hace sólo algunas décadas; la posibilidad de comunicarse y compartir información ha transformado nuestra vida cotidiana de una manera más profunda que cualquier otro factor en la historia de la humanidad. Los teléfonos de hace sesenta años eran piezas mecánicas ensambladas por operarios en líneas simples de producción. Los teléfonos inteligentes, verdaderas computadoras, tienen un enorme contenido creativo y, relativamente, poco contenido manualmente incorporado. Las relaciones de valor han cambiado, lo que explica porqué es tan importante una educación de muy alta calidad.

Claramente, la tecnología hizo posible la globalización a la vez que acentuó diferencias sociales de manera significativa, provocando las reacciones políticas, nacionalistas e introspectivas que vivimos de manera cotidiana. A esto hay que añadirle la competencia geopolítica que caracteriza al mundo de las potencias: algunas naciones han reforzado sus estrategias de política industrial, en tanto que otras, especialmente Estados Unidos, han comenzado a adoptarlas de manera explícita. Parte de esto responde a la base sindical (paradójicamente) tanto de Biden como de Trump, pero mucho de ello se deriva de su competencia con China. Entre paréntesis es importante anotar que estos cambios en materia industrial constituyen una inmensa oportunidad para México, pero ese es otro asunto.

De lo que no hay duda es que ha habido una profunda alteración en la manera de percibir los procesos económicos. Hoy los políticos pretenden determinar la forma en que se deciden los asuntos económicos y eso constituye el mayor cambio experimentado en el mundo en décadas. Algunos argumentan que las cadenas de suministro son demasiado intrincadas como para modificarlas, pero la realidad es que las presiones e incentivos políticos las erosionan minuto a minuto.

Hay dos cosas que me parecen evidentes: primero, la tecnología seguirá avanzando y eso afectará el proceder económico. La otra es que muchos de los que mayor descontento muestran son también quienes más van a padecer las pérdidas de la desglobalización. Como todo péndulo, las nuevas tendencias tarde o temprano comenzarán a mostrar las limitaciones de las nuevas políticas y vendrá una nueva resaca. El mundo avanza en ciclos y el de ahora es sólo uno más.

Borja Sémper resume el dilema de manera clarividente: “Vivimos la primera gran resaca del nuevo orden mundial surgido por la globalización, un mundo que no es estático y que se caracteriza por el cambio constante. Un cambio que a muchos aturde. La mundialización es una realidad cargada de oportunidades y retos, creadora de riqueza (el nuevo capitalismo necesita ajustes, como los ha necesitado en todos los cambios de era, pero sigue siendo el sistema que más libertad y riqueza ha creado y repartido en la historia de la humanidad), pero cuenta aún con el talón de Aquiles de la ausencia de gobernanza que nos permita saber y corregir sus extralimitaciones. La crisis es de confianza, y la confianza es uno de los pilares fundamentales de la democracia.”

La pregunta para México es la misma de siempre: ¿responderemos con un sentido de futuro o para intentar controlar procesos incontenibles?

 

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Socios dispares

Luis Rubio

En El séptimo sello, una película de Ingmar Bergman, un caballero regresa de las cruzadas, encontrándose con su país devastado por la plaga. El sufrimiento y la devastación le sacuden su creencia en dios. Cuando le llega la muerte, el cruzado propone un juego de ajedrez para estirar suficiente tiempo para cometer un acto, cualquier acto, que le pudiera dar significado entre la pestilencia.

El país lleva años viviendo en un entorno de tufo que no ha dejado satisfecho a nadie: a quienes se beneficiaron o a quienes se sintieron vulnerados. Crecía la demanda por darle significado y trascendencia a esa sensación de desasosiego, pero también de crecimiento sistemático de la clase media. El caldo de cultivo estaba listo para virar. La elección de 2018 representó un quiebre con años de desazón y, ahora sabemos, también con los avances que se habían logrado.

Hay al menos tres factores indisputables en lo acontecido en aquella justa electoral: primero, el país llevaba casi tres décadas experimentando cambios profundos que habían mejorado innumerables factores, pero no habían resuelto problemas fundamentales que se venían arrastrando, como la inseguridad, corrupción, pobreza y desigualdad. Muchos índices habían mejorado, pero la calidad de la gobernanza, a todos niveles, se había deteriorado y ningún gobierno desde al menos los ochenta, cuando comenzaron aquellas reformas, tuvo la capacidad o disposición para proponer y avanzar soluciones integrales a estas circunstancias. La mejoría era notable, pero también los rezagos, sobre todo porque afectaban a una enorme porción de la ciudadanía.

Un segundo factor, la proverbial gota que derramó el vaso, fue la enorme incompetencia y corrupción que caracterizó a la administración de Peña Nieto. Un presidente que triunfó en 2012 por su habilidad para comunicar capacidad de ejecución resultó absolutamente ignorante de las circunstancias que vivía el país, de la demanda por soluciones y del ansia por un liderazgo preclaro. Aquel presidente comprendió la necesidad de completar las reformas que impedían la consecución de los objetivos, al menos en la economía, del proyecto reformador de los ochenta en adelante, pero fue incapaz de sumar a la población detrás de ellos. Paradójico para un presidente netamente político, su actuar fue absolutamente tecnocrático, casi estéril, en la forma en que avanzó reformas de enorme calado político, trastocando artículos constitucionales sacrosantos. Además, imaginándose en otra era de la historia, fue negado para comprender que las viejas formas de la política, y la corrupción que las acompañaba, eran insostenibles en la era de las redes sociales. Casi se podría decir que se dedicó concienzudamente a prepararle el terreno a su sucesor y, con su respuesta a Ayotzinapa, a garantizar el triunfo de López Obrador.

El tercer factor fue el candidato sempiterno que llevaba dos décadas criticando al proyecto reformador, alimentando el resentimiento y dándole espacio y expresión a toda esa desazón y desesperanza que se había venido acumulado por siglos y que se había exacerbado con las reformas que él denominaba “neoliberales.” Su discurso y su persona habían cobrado autoridad moral al expresar el malestar que había sobrecogido a muchos mexicanos. Luego de dos derrotas, llegó a la presidencia con la alfombra puesta por su predecesor, quien pareció haber diseñado su script expresamente para empatar las críticas del hoy presidente.

Ya en el gobierno, el presidente ha probado ser un priista de cepa. Muy en el corte de sus predecesores, se ha abocado a reconstruir la vieja presidencia, aunque con un sesgo nada priista: su profundo rechazo a cualquier sentido institucional. La autoridad de la persona del presidente basta para resolver los problemas que aquejan al país, todos ellos producto de la falta de voluntad de sus predecesores. No es necesario resolver los problemas que prometió: con atacar a sus adversarios se cubre el expediente. Los resultados a la fecha hablan por sí mismos y se manifiestan en el brutal contraste entre la popularidad del presidente y la reprobación que caracteriza a su gobierno. El presidente retiene su credibilidad como persona, pero no por el ejercicio de su administración.

El desencuentro es obvio, particularmente entre las clases medias, el gran logro de la era priista y que en nada alteraron las dos administraciones panistas. El objetivo del régimen postrevolucionario había consistido en lograr el desarrollo con estabilidad, ésta última garantizada por una creciente y cada vez más pudiente clase media. Esa clase media, desencantada por la desigualdad y corrupción de las últimas décadas, se volcó hacia López Obrador en 2018 en una virtual sublevación. Paradójico que un electorado agotado de tantas promesas incumplidas llevó al poder a un presidente rabiosamente opuesto a la idea misma de consolidar a las clases medias. Socios dispares, alianza insostenible.

Ahora que se aproxima el fin del gobierno todo está en la tablita. La coalición -formal e informal- que secundó al presidente en su elección de 2018 se ha fragmentado, como ilustra el resultado del revocatorio en que el presidente obtuvo la mitad de votos que en su elección original. El poder absoluto desmoraliza, escribió Lord Acton. México lo vive todos los días.

 

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Riesgos

Luis Rubio

Todas las sociedades enfrentan riesgos, pero el que México y los mexicanos enfrentamos hoy en día es inconmensurable, sobre todo porque es auto infligido. México y Estados Unidos avanzan en la dirección de un potencialmente incontenible encontronazo de trenes que, con enorme facilidad, podría llevar a la cancelación de la principal fuente de actividad económica del país.

El escenario no es difícil de visualizar. Por el lado mexicano, el gobierno se apresta a ir a la guerra con todo su escaso arsenal. A sabiendas de que su postura contraviene el contenido y espíritu del tratado comercial, TMEC, que nos vincula económicamente, el presidente está absolutamente indispuesto a cambiar la legislación eléctrica que es el motivo del diferendo. En consecuencia, en su lógica, la única salida es ir a la guerra con el nuevo equipo en la Secretaría de Economía.

Por el lado norteamericano, el presidente Biden le ha tolerado una tras otra de las travesuras que le ha propinado el presidente López Obrador; la pregunta es si el resultado electoral reciente altera esta condición. Las negociaciones comerciales tienen que ser aprobabas por su congreso, en tanto que el Representante de Comercio, entidad creada por el congreso, pero dentro del ejecutivo, les reporta a ambos. Esta circunstancia le obliga a actuar y le confiere gran latitud respecto a la administración. En una palabra, las decisiones clave de seguir o no hacia la constitución de un panel para resolver la controversia no responde exclusivamente a los objetivos presidenciales. Además, la nueva correlación de fuerzas va a modificar la relación bilateral, toda vez que, aunque no dejó enclenque al presidente Biden, podría cambiar su decisión respecto a buscar la reelección. En ese escenario, liberado de la carga de tener que cuidar múltiples flancos, podría optar por dejar de permitir el continuo de abusos que le ha propinado el presidente López Obrador.

El gobierno mexicano parece estar cegado ante la trascendencia de lo que está de por medio con su (patética) defensa de un régimen autárquico en materia eléctrica. Ante el nombramiento de la nueva secretaria de Economía, el presidente afirmó que “Ya no estamos en condiciones de mantener la misma política neoliberal que tenía secuestrado al gobierno. Imagínense 36 años de dominio de la política neoliberal.» ¡Imagínese! Treinta y seis años de menores precios para los consumidores, mayores libertades económicas y políticas, certeza en la disponibilidad de energía y empleos de mayor calidad y salario. ¡Imagínese!

Es obvio que no todo fue bueno en las últimas décadas, pero (casi) todo lo bueno, en materia económica al menos, ocurrió en esas décadas, gracias a las reformas que se emprendieron y al TLC. Luego de décadas de crisis sexenales, el país logró muchos lustros de estabilidad, suficientes reservas para evitar recrear los años de crisis que le precedieron y un creciente sector exportador que le garantiza al país ingresos, empleos, salarios y divisas.

 

Poner en riesgo el instrumento que le ha permitido al país estas oportunidades constituye un despropósito que sólo puede entenderse desde una postura ideológica dogmática, ciega y perversa. El TMEC es crucial para garantizar las exportaciones que, por desidia de un gobierno tras otro (exacerbado por el actual) se fueron convirtiendo en el único motor relevante de crecimiento económico. En lugar de preocuparse por abrir espacios para la inversión en el mercado interno y generar condiciones para una mejor distribución de los beneficios, el país se quedó limitado en sus posibilidades al único instrumento que nos permite generar actividad económica. En adición a esto, al socavar la inversión privada en energía, el gobierno cierra una de las llaves de mayor potencial de crecimiento que además es crucial para atraer inversión en otros sectores. Es decir, de desidia pasamos a negligencia y de ahí a un creciente riesgo de inestabilidad.

Al presidente le molestan los técnicos, que son quienes conocen los factores que hacen posible el desarrollo de la economía pero los asuntos comerciales y de inversión son absolutamente técnicos y requieren personal capacitado y experimentado. Lo que está de por medio es monumental: además del potencial panel para la resolución de esta controversia, se encuentran disputas con naciones europeas y asiáticas sobre el mismo asunto de la electricidad; luego vienen las demandas de empresas privadas, cuyo criterio no es el de obtener resarcimiento de su inversión, sino de los flujos que están (o estarían) dejando de percibir. Es decir, el asunto en términos financieros podría fácilmente convertirse en una cifra descomunal. A menos de que el presidente quiera convertirse en el paria mundial (ej. el BID), con lo que eso implicaría en términos de ingresos para la población, el asunto amerita un cuidado y un criterio muy distinto al que se le está asignando.

Es lógico para un político pensar que los asuntos complejos se pueden resolver en ese plano, pero en estos temas eso no funciona; a menos que el gobierno modifique su dogma, el futuro podría ser sumamente complejo. El gobierno juega con fuego sin percatarse que el fuego quema. Todo le parece sencillo y de fácil solución política. Esta vez ciertamente no.

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Disonancias

Luis Rubio

“Las culturas difieren notoriamente en cuanto al contenido de sus reglas, pero no hay cultura sin reglas, muchas reglas.” En el último medio siglo, México transitó de un mundo de reglas establecidas desde el poder y para el poder -las importantes siempre siendo reglas “no escritas” y, de ellas, la primera era que nadie disputara la autoridad y legitimidad del presidente- hacia un sistema de reglas codificadas y establecidas en blanco y negro. Fue un intento loable, pero realizado sin convicción más allá de algunas áreas de la economía, especialmente aquellas vinculadas a la inversión y el comercio exterior y en el ámbito electoral. El resto siguió, y sigue, el viejo patrón. Ahora vamos de regreso hacia el reino del jefe máximo. La pregunta clave es si esas dos áreas -la economía y el sistema electoral- perderán esa cualidad única que las ha hecho distintivas y clave para la prosperidad y democratización, respectivamente, del país.

Las reglas, dice Lorraine Daston,* son parte inherente a la naturaleza humana, pero no todas las reglas son iguales y cada cultura desarrolla las suyas propias y las modifica en la medida en su proceso evolutivo. Cada sociedad, dice la autora, desarrolla dos tipos de reglas: las densas y las ligeras. Las primeras son administradas por jueces o expertos porque vienen acompañadas de excepciones circunstanciales, como ocurre con procesos judiciales, el juego de ajedrez o la conducción de operaciones militares. En estos casos, se requiere la interpretación o el juicio de expertos o personas especializadas para aplicar reglas que, por naturaleza, entrañan un elevado grado de discrecionalidad. Es por esto último que ese es el tipo de reglas que prefieren los políticos encumbrados pues les confieren poderes extraordinarios, con elevada propensión a la arbitrariedad.

Las reglas “ligeras” son explícitas, precisas y no sujetas a interpretación: la escritura (con su alfabeto y reglas gramaticales), la geometría, el tránsito de vehículos y otras similares que hacen posible la convivencia y la interacción humanas porque generan disciplinas elementales. Todas las sociedades desarrollan reglas que se codifican y publican de manera natural. En países serios, la obtención de una licencia de conducir requiere un examen de conocimiento (de las reglas) y de manejo, ambos requisitos esenciales para la vida convivencia pacífica.

Si bien siempre hay reglas que requieren interpretación, el desarrollo de las sociedades y la creciente complejidad de la actividad económica exigen reglas (y leyes) confiables, conocidas por todos, no sujetas a interpretación y aplicadas de manera uniforme. Un exportador cuenta con que las reglas aduanales y fiscales del país al que le vende serán respetadas; un importador espera que, al llegar a la aduana, sus mercancías, de cumplir con los requisitos, podrán pasar de manera expedita. De manera paralela, un inversionista que pretenda fabricar bienes en el país cuenta con que las reglas se harán cumplir de manera pareja para todos, de acuerdo con lo establecido en los códigos o tratados respectivos.

Uno fácilmente puede imaginar el proceso que llevó a la adopción de reglas para la conducción de automóviles: cuando había sólo unos cuantos transitando, especialmente en lo que hoy son los centros de las ciudades con calles angostas, cada quien circulaba a su mejor entender; igual el estacionamiento o la dirección de las calles mismas. Poco a poco fue necesario adoptar reglas para que fluyera la circulación. Cuando éstas se acogen se convierten en normas sociales, con lo que adquieren permanencia y legitimidad. Eso mismo ha ocurrido con las leyes electorales que, con toda su complejidad, se convirtieron en norma que la ciudadanía reconoce como una característica distintiva y crucial para la determinación de quien nos gobernará.

La pretensión de echar hacia atrás este andamiaje es connatural a un gobierno que prefiere imponer sus propias reglas, interpretarlas y, en el camino, mantener un amplio margen de discrecionalidad. Pero no hay mayor riesgo para una sociedad organizada que un gobernante que así actúa, especialmente cuando se trata de asuntos de enorme volatilidad. Por ejemplo, las reformas electorales, desde fines de los cincuenta pero especialmente desde los noventa, se emprendieron no por gracia divina sino por la necesidad imperiosa de evitar violencia política. Morena jamás habría llegado al poder de no haber existido ese marco normativo. Lo mismo ocurre en nuestra relación con Estados Unidos y Canadá: el tratado que nos vincula existe para hacer predecibles los flujos de mercancías e inversión en ambas direcciones. El país se paralizaría, en lo político y en lo económico, de ponerse en duda estas dos fuentes de certidumbre y paz.

Carl Schmitt, un entusiasta promotor del régimen Nazi, definió la soberanía como “el poder de decidir sobre las excepciones.” No es casualidad que detestara la existencia de leyes y el debido proceso porque éstos limitaban los poderes gubernamentales. Ese es el tipo de compañía en que estaríamos si, en lugar de avanzar hacia la civilización, proseguimos en esta cauda destructora de todo lo que hace funcionar al país, sin aportar nada mejor para lograrlo.

 

*Rules: A Short History of What We Live By

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REFORMA
20 Nov. 2022

Atorados

Luis Rubio

“La crisis consiste precisamente en que lo viejo se muere y lo nuevo no puede nacer; en este interregno aparece una gran variedad de síntomas morbosos.” Así caracterizó Gramsci los procesos de transición política. México se quedó atorado a la mitad de ese proceso, lo que se nota en materia política y, especialmente, en materia de seguridad. La política autoritaria es muy distinta a la política democrática. La pregunta es si nos encontramos en un proceso de transición o si estamos meramente estancados, como sugiere Gramsci, en un limbo interminable.

La evidencia es abrumadora, en el ámbito que uno quiera observar. Cuando el presidente denuesta a los miembros de la Suprema Corte por apegarse a lo establecido en la ley y no seguir sus órdenes, no hace sino hacer obvio que no existe separación de poderes ni respeto a las responsabilidades respectivas de los tres poderes públicos. Exactamente lo mismo cuando se utilizan medios gansteriles para forzar a una bancada a votar como prefiere el ejecutivo federal, un caso flagrante de extorsión.

En el ámbito de la seguridad, ni siquiera existe la pretensión de que el país se encuentra en un proceso de transición: en lugar de construir los cimientos de un sistema de seguridad natural y típico para una sociedad democrática (pretensión que es crucial con la existencia del Instituto Nacional Electoral), la respuesta a la creciente violencia se limita a enviar al ejército, institución que no tiene las habilidades o capacidades para lidiar con el fenómeno.

Las transiciones hacia la democracia que emprendieron naciones como España y varias en el sur del continente sirvieron de ancla retórica para la construcción institucional que tuvo lugar en México en los noventa y cuyo resultado tangible fueron las dos instituciones electorales: el (entonces) IFE y el Tribunal Electoral. Esas dos entidades han sido clave para resolver el problema más candente de la política mexicana desde los ochenta: el acceso al poder. Aunque costosas, esas dos instituciones igualaron el terreno de la disputa política, profesionalizaron la organización y administración de los procesos electorales y le confirieron certidumbre a los ciudadanos y a los actores políticos. Se resolvió el problema de cómo acceder al poder, más no el de cómo nos gobernaríamos. Los problemas que hoy enfrentamos se derivan de esa ausencia.

Por tres décadas, un gobierno tras otro jugó a las pretensiones. Cada uno de ellos, desde los noventa hasta 2018, actuó como si las instituciones que se fueron construyendo -la Suprema Corte de Justicia, el IFE/INE, el poder legislativo, las entidades regulatorias como la Comisión Reguladora de Energía y la de Competencia- constituían verdaderos contrapesos al actuar presidencial. Gracias a la manera de ser y actuar del presidente López Obrador, hoy sabemos que todo aquello fue una mera ficción. Las entidades supuestamente independientes o autónomas eran vulnerables y propensas a la manipulación por parte de un presidente con habilidades políticas y, sobre todo, con absoluta indisposición a aceptar la existencia de contrapesos a su propio poder.

Como dijera el general prusiano von Moltke, ningún plan sobrevive el primer contacto con el enemigo. Los presidentes de 1988 a 2018 pudieron haber desmantelado aquel entramado institucional, pero optaron por respetarlo en aras de avanzar un proceso de (supuesta) transición democrática. El presidente López Obrador demostró que se trataba de una falacia, un castillo de naipes.

La realidad es muy clara: México ha dado enormes pasos en algunos ámbitos, pero sigue atrapado en un pasado autoritario en la mayoría de los otros. Peor, los mecanismos autoritarios de antaño ya no funcionan, por lo que todo ese México que se quedó rezagado vive sumido en un mar de violencia, extorsión, desigualdad y el consiguiente resentimiento. Ni autoritario ni democrático: un espacio difuso e inestable a la mitad del río.

Pero ese río es extraordinariamente riesgoso, inestable y propenso a la violencia. El gran éxito del presidente ha radicado en explotar los sentimientos y resentimientos de toda esa población (mayoritaria) que quedó atrapada en el camino, pero no le ha ofrecido solución alguna. Su respuesta ha sido meramente retórica: una retahíla permanente e interminable de palabras mañaneras que asignan culpas sin jamás asumir responsabilidades. Todo menos soluciones.

Lamentablemente, los ejemplos de transiciones como la española, chilena o coreana, por citar tres claramente exitosas, no son aplicables a México. En esas naciones, cada una en sus circunstancias, la transición fue integral: el objetivo era abandonar el pasado autoritario para construir una sociedad democrática. En México el objetivo se limitó a atender algunos problemas, especialmente los de confianza de los inversionistas y las disputas postelectorales. El objetivo no fue, ni es, la transición hacia una sociedad democrática.

Atrapados a la mitad del río, donde no funciona nada: no crece la economía, persiste la violencia y los resentimientos son brutales. La palabra la tiene la sociedad mexicana -toda ella- que, con su actuar y su activismo, tiene en sus manos la oportunidad de forzar la salida de este atolladero. La manifestación de hoy será una prueba de voluntades.

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Estertores

Luis Rubio

La batalla por el INE tiene dos explicaciones muy simples. Primero, a estas alturas resulta evidente que no hay garantía de continuidad de la 4T o, en el mejor de los casos, del partido en el gobierno. El desgaste natural y la ausencia de resultados orillan al presidente a buscar medios para evitar una potencial catástrofe para su proyecto político. La otra explicación, más benigna para el régimen, es que le falta amarrar un cabo suelto clave para preservarse en el poder: el brazo electoral. Como supuestamente dijo Stalin, “la gente que vota no decide nada; la gente que cuenta los votos es quien decide todo.” Controlar el proceso de votación se convierte en un imperativo categórico: la única forma de preservar el poder es anulando el derecho de la ciudadanía a decidir, como en los buenos viejos tiempos.

El sistema electoral es un estorbo para el proyecto fallido. Este silogismo hace evidente que el problema no radica en el Instituto Nacional Electoral y su contraparte en el Tribunal, sino en la pretensión de recrear un mundo que desapareció hace medio siglo y que no es recreable o repetible. La mera pretensión de imponerle una visión omnímoda del país y del mundo a 130 millones de ciudadanos, prácticamente el doble de la población en los setenta, es imposible tanto porque es inasequible como porque ignora -o rechaza de manera consciente- la diversidad y dispersión que caracteriza al país y que ya no tiene vuelta. Pretender recrear una época que ya fue superada por el tiempo y por la cambiante realidad no es más que un espejismo y, a final de cuentas, una fantasía. Una población que ya se acostumbró al ejercicio de su vida sin la presencia omnipresente del gobierno ya no se puede volver a someter.

Desde luego, no toda la población goza de libertades plenas. La falta de acceso a la economía moderna, a la justicia o a la seguridad personal y patrimonial, por citar tres ejemplos obvios, limita la capacidad de desarrollo de las personas y, en general, del país. Ahí es donde la falta de un gobierno competente y claro de propósito se manifiesta de manera aguda y determinante. También ahí es donde el presidente López Obrador, sin compromisos con el statu quo ante, tenía la enorme oportunidad de cambiar las reglas del juego para hacer posible un gobierno susceptible de crear condiciones para que toda la población, especialmente la más pobre, rezagada y la que menos oportunidades ha tenido, rompiera con esa barrera aparentemente abstracta, pero absolutamente real.

En lugar de hacer una diferencia para la construcción de un país más equitativo y exitoso, el proyecto de la 4T no ha sido otra cosa que un intento vano por controlarlo todo y reconstruir la vieja presidencia, esa que empobreció al país en los setenta. El gobierno consiste en una retórica permanente -las mañaneras- que son sumamente exitosas en comunicar al presidente con su base social y explotar resentimientos históricos, pero sin dejar nada a cambio. La popularidad, como toda emoción, es volátil y se disipa con la mayor facilidad. Por más que el presidente explote y se vanaglorie de su elevada calificación, debería observar a sus predecesores de los noventa para acá: no hay nada más efímero que la popularidad. Peor cuando la distancia entre la evaluación del gobierno es tan distante de la del presidente: una fiel representación de un gobierno que habla pero no gobierna.

El quinto año de todo sexenio es siempre el crucial porque ahí se patentizan los resultados de los cuatro anteriores, manifestándose vívidamente los éxitos y las carencias: es ahí donde se suman los resultados de la gestión. Nunca, en las décadas que me ha tocado observar a un gobierno tras otro, he visto menores inversiones en el futuro que en el gobierno actual. Algunos de esos gobiernos fueron cautos, otros ambiciosos; unos competentes, otros ineptos; pero lo que unía a todos era su común propósito por mejorar el futuro. El presidente López Obrador no ha hecho sino invertir en el pasado -una refinería, un aeropuerto pueblerino- sin que mediara evaluación alguna: con su visión bastaba.

Y esa visión no es ni siquiera desarrollista en el sentido que se empleaba en la era de la que él se precia tanto, el desarrollo estabilizador, que le dio al país un par de décadas de elevadas tasas de crecimiento. Al revés: el propósito manifiesto es el de empobrecer a la población, eliminar las fuentes principales de crecimiento económico y consolidar una presidencia omnipotente.

El embate contra el INE y contra el TMEC (en la forma de un rechazo a resolver el diferendo con nuestros socios, dejando abierta la posibilidad de cancelar nuestra membresía) se inscribe en esta estrategia. Puede tratarse de un proyecto consciente o inconsciente, pero la evidencia de la intención es por demás amplia.

Los estertores de un gobierno que comienza a languidecer, pero que se rehúsa a aceptar el veredicto de la ciudadanía. Mejor decidir por ésta; mejor imponerle una sucesión que respetar sus deseos, preocupaciones o preferencias. Como dijera Yogi Berra, “uno tiene que ser muy cuidadoso porque si no sabes a dónde vas, podrías no llegar ahí.” El país corre el riesgo de perderse en esta senda de buenas intenciones que, con frecuencia, acaban en el infierno.

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 REFORMA

06 Nov. 2022

Ilusiones

Luis Rubio

En julio de 1914, un mes antes de que estallara la primera guerra mundial, ninguno de los protagonistas en la que sería una cruenta conflagración tenía idea de lo que venía o, como escribe Christopher Clark, caminaban como sonámbulos hacia el precipicio. Leyendo esa y otras narrativas sobre el inicio de aquel sanguinario conflicto es imposible no pensar en la manera en que el presidente va configurando sus piezas hacia la sucesión de 2024 como si el país viviera un momento glorioso en el que todo es miel sobre hojuelas. En las semanas recientes organizó el congreso de Morena para encumbrar a su candidata y excluir a todos los demás aspirantes, ha intentado dividir -destruir es una palabra más precisa- a toda la oposición, y se apresta a garantizar sus deseos a través de la beatitud inherente a su creciente cesión de poder hacia el ejército mexicano.

La “gran guerra,” como se conoce a la primera guerra mundial, fue violenta, horrífica para quienes vivieron largos tiempos (o murieron) en las trincheras, sometidos por armamentos hasta entonces desconocidos como las ametralladoras y, eventualmente, los tanques, que podían acribillar a todo un regimiento en cuestión de minutos. Los medios, dice Paul Fussell,* son siempre “melodramáticamente desproporcionados” a los fines que se persiguen. Así parece ser el lance del presidente en este proceso.

Morena ha venido ganando terreno, parte por el desencanto que caracteriza al electorado desde al menos 1997 en que, de manera casi sistemática, ha votado en contra del partido que ostenta el cargo respectivo. Poco a poco, con la enorme ayuda (en muchos casos de manera ilegal) del presidente, los candidatos de su partido han ganado gubernaturas, desplazando a los partidos tradicionales, hoy medio perdidos en la oposición. El proyecto es clarividente: control, destrucción del enemigo (esa es la caracterización correcta en esta era) y sometimiento integral.

El problema es el proyecto. Una narrativa esperanzadora que polariza y alienta el resentimiento es útil para el control, pero tarde o temprano comienza a hacer agua. Ahora que el presidente ha entrado en la etapa declinante del sexenio, su proyecto es, y crecientemente será, cada vez más vacuo e irrelevante. Así lo muestran las mañaneras, que van perdiendo el filo que tanto impactaba al inicio. El presidente narra el acontecer nacional como si él fuese un mero espectador y no el protagonista. Eso le permite inventar culpables, asignar culpas y adjudicar responsables, pero el mexicano está demasiado curtido como para ceder su desarrollo personal y familiar a cambio de una ficción cada vez más distante de la realidad cotidiana.

Nuestro sistema de partidos políticos es demasiado inflexible como para favorecer el realineamiento que reclama la realidad, lo que ha llevado a alianzas poco santas entre partidos disímbolos. En sistemas políticos como el francés o el brasileño, los viejos partidos se habrían disuelto y nuevas formaciones políticas competirían por el voto. La ductilidad de aquellos sistemas favorece la rápida adaptación de las cambiantes realidades, desplazando a personas y partidos que dejan de tener razón de ser. En México situaciones similares generan oportunidades para los ataques políticos y la paralización de la política. Hoy no es claro dónde quedará la oposición en el próximo ciclo electoral, decimado como está el PRI y carente de liderazgo el PAN. Con todo y a pesar de ello, esas dos entelequias ganaron nueve de las principales diez entidades en las elecciones intermedias de 2021. Lo que los partidos no pueden hacer lo está haciendo el electorado: como ilustró el referéndum revocatorio, un hito de soberbia pura, difícilmente votó por la permanencia la mitad de los votantes que lo encumbraron en 2018. La población no es tonta y la apuesta a la narrativa mera ilusión.

La oposición ciudadana está ahí; la pregunta es quién o qué la puede capturar para convertirla en una fuerza imparable. Hay dos elementos en esta ecuación: una es el partido o alianza de partidos, la otra el o la candidata. Al día de hoy, ninguno de esos elementos está resuelto. Quien aspire a la candidatura tendría que ser suicida para ponerse en la línea de fuego de las mañaneras en este momento, pues la capacidad destructiva de ese instrumento presidencial es implacable, razón por la cual ese elemento de la oposición tendrá que manifestarse a fines del año próximo. Por su lado, ningún candidato puede ganar si no cuenta con una estructura organizacional que le permita acercarse al ciudadano, presentar sus propuestas y promover el voto. La oposición, como está en este momento, es incapaz de organizar una elección nacional susceptible, con un grado razonable de probabilidad, de ganar, máxime cuando la contienda es con el presidente de la República y todos los instrumentos con que ésta cuenta.

Quizá la gran interrogante es si la oposición se entiende a sí misma como tal, desde el PRI hasta Movimiento Ciudadano, pasando por el PAN y el PRD. Se suma o se muere. Todos fenecen si siguen doblándose y, con ellos, México.

El reto para el presidente es que el control le baste frente a las aguas turbulentas que se avecinan desde el norte; para la oposición, toda sumada, el desafío es serlo…

*The Great War and Modern Memory

 

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REFORMA
30 Oct. 2022

Cambios

Luis Rubio

«La distancia -escribió Samuel Johnson- tiene el mismo efecto en la mente que en el ojo, y mientras nos deslizamos a lo largo de la corriente del tiempo, lo que dejamos atrás siempre disminuye, y a lo que nos acercamos aumenta en magnitud». Los tiempos cambian y las realidades también; lo que era válido antes deja de serlo porque lo único que no para es el correr del tiempo y, con ello, las expectativas: las que se cumplieron que las que se destruyeron. Usualmente más de las segundas que de las primeras.

Escribí hace algún tiempo que, sin política, los grandes cambios que había experimentado el país en el pasado medio siglo eran vulnerables porque, especialmente en el gobierno de Peña Nieto, las reformas se habían impuesto en lugar de socializarlas. En vez de ser protagonista, la población fue relegada detrás de la barrera y sin boleto de entrada. Se alteraba el marco legal sin que nuestros dilectos políticos explicaran porqué y para qué o entendieran la importancia de convencer a la ciudadanía. Sin legitimidad, las reformas de Peña acabaron siendo víctimas de la andanada morenista, cuya lógica no es el desarrollo del país, sino el control de todo: desde la economía hasta la sociedad.

Con pertinencia, Macario Schettino me escribió que el TLC norteamericano era un contraejemplo: “También se hizo sin preguntar, en alianza PRIAN, contra PRIMOR, pero para 1997 la población ya lo había aceptado.” El punto es clave y amerita una explicación más amplia porque revela la sabiduría y madurez de la ciudadanía.

No hay duda alguna que la primera ola de reformas, en los ochenta y noventa, le fue impuesta a la sociedad: desde la liberalización de las importaciones hasta las privatizaciones, el gobierno actuó bajo una racionalidad económica que tenía una gran coherencia interna, pero su fuerte no era la disposición a explicarla en los foros públicos. Aunque los tecnócratas de antes eran mucho menos arrogantes que los del sexenio pasado, su actitud era que bastaba tener razón en un sentido técnico para que la política pública se hiciera realidad. Tampoco tengo duda que, de haber buscado el apoyo popular, se habrían evitado muchos de los errores de aquel momento y, mucho más trascendente, los propios tecnócratas habrían contado con el favor popular para afectar intereses que luego estorbaron, y en muchos casos impidieron, el éxito de sus reformas.

Hay que recordar cómo cambiaron los tiempos: en los ochenta y noventa el PRI era hegemónico, no había redes sociales y el país sufría una crisis devastadora luego de la docena trágica (1970-1982). En esa época no se consultaba nada y el congreso, como en los pasados tres años, no era más que una oficialía de partes del presidente. Salinas procuró el apoyo del PAN para granjearle legitimidad a sus reformas a pesar de no requerirlo en términos técnico-legales: lo hizo porque entendía la trascendencia política de conferirle permanencia a sus reformas. Eso nunca lo entendió Peña Nieto, que vivía en tiempos de debate público sin límite y con AMLO atrás de él.

El caso del TLC es peculiar porque la ciudadanía vio en ello lo que era: una garantía de cambio de largo plazo. Salinas no navegaba a ciegas: las encuestas le decían que más de la mitad de la población tenía algún pariente directo en Estados Unidos. El TLC fue entendido como una manera de aceptar que las reglas del juego de allá serían benéficas para el país, como lo eran para sus parientes que habían emigrado. La popularidad del instrumento tiene fuertes raíces y, por lo tanto, legitimidad plena.

El gran error del gobierno anterior fue ignorar la trascendencia de socializar y lograr legitimidad para sus proyectos. Gobernar no es un acto de voluntarismo, sino de sumar voluntades. Cuando la población hace suyo un proyecto, éste se torna invulnerable, como ocurre con las instituciones electorales o el propio TLC. Una población informada y respetada entiende las vicisitudes del tiempo, en las buenas y en las malas. Sólo para ejemplificar, un gasolinazo es comprensible y comprendido por quien no es engañado todo el tiempo.

En sentido contrario, escribe Jorge Fernández Díaz que “el populismo sólo está para las buenas noticias y cualquier sacrificio le es inadmisible, puesto que vulnera la ‘felicidad del pueblo’. Esta hipocresía cobarde y mediocre, y este círculo maldito, son las grandes razones de nuestra recurrente calamidad.”

Hace medio siglo la función de un presidente era ejercer liderazgo y eso fue lo que produjo las reformas de entonces. “En tiempos de revolución de expectativas, dice David Konzevik, el presidente tiene que ser un Maestro de la Esperanza.” No hay secreto en esto: la era de la ubicuidad de la información hace mucho más difícil gobernar (en cualquier país) porque la clave es convencer y eso requiere respeto. AMLO comunica dogmas, lo que no conduce al convencimiento porque ese ni siquiera es el objetivo.

La nostalgia de López Obrador no sacará al país del hoyo. García Márquez lo dice con claridad: «Como sucede siempre, pensábamos entonces que estábamos muy lejos de ser felices, y ahora pensamos lo contrario. Es la trampa de la nostalgia, que quita de su lugar a los momentos amargos y los pinta de otro color, y los vuelve a poner donde ya no duelen.»

No hay más que hacia adelante.

 

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  REFORMA

 23 Oct. 2022 

 

Secuelas

Luis Rubio

Mucho después de lo que imaginan los promotores de “grandes” cambios, aparecen las consecuencias, producto generalmente de no reconocer que los seres humanos aprenden y responden ante los estímulos que se les presentan. G.K. Chesterton describió el fenómeno con un ejemplo: “no remuevas la barda hasta que no entiendas porqué ésta fue erigida originalmente.” Su argumento era que es imperativo comprender la razón por la cual las cosas son como son para no acabar dejándolas peor.

Muchos de los grandes cambios en la historia, los que cobran forma en el largo plazo, comienzan con decisiones mundanas y buenas intenciones. Se adoptan programas, se aprueban legislaciones y se aplaude como héroes a los gobernantes que los promueven. Todo progresa como si se tratara de avances inexorablemente destinados a conducir a la prosperidad. Mientras mayor la ambición en esos cambios, mayores los aplausos, pero también los riesgos: siempre queda la posibilidad de que la remoción de la barda, en la metáfora de Chesterton, cree secuelas que minen el futuro.

En su prisa por transformarlo todo, los promotores del progreso suelen perder de vista que lo popular no siempre es benigno y que lo que parece benigno frecuentemente viene preñado de mensajes no anticipados para el resto de la población. Esto se agudiza cuando la pretensión transformadora proviene de dogmas inamovibles que nada tienen que ver con el entorno en que se pretenden aplicar. El mexicano común y corriente lleva siglos padeciendo gobernantes altisonantes y reconoce perfectamente los riesgos implícitos, pero entiende lo limitado de sus opciones, por lo que se atiene a la transacción inmediata: beneficios por un voto o, en el caso actual, transferencias por popularidad.

El presidente se vanagloria de los grandes hitos que ha logrado o que está avanzando. Cancelar un aeropuerto sin medir las consecuencias para el desarrollo de largo plazo del país, construir proyectos de infraestructura que no son susceptibles de aportar beneficios significativos de largo plazo, legitimar la corrupción de los cercanos, eliminar organismos regulatorios clave, atacar a jueces que otorgan suspensiones por amparos o aniquilar instituciones académicas señeras. El teatro cotidiano facilita decisiones fundamentadas en encuestas amañadas, burlas y ataques, pero la población reconoce lo que son y ningún resentimiento es suficiente, en el largo plazo, como substituto de empleo, oportunidades y prosperidad.

Acciones y decisiones que entrañan consecuencias porque alteran las percepciones de la población, modifican el destino del país y cancelan sus opciones de desarrollo. Es claro que el objetivo presidencial es precisamente el de minar lo existente; pero igual de claro debería ser que no todo lo existente es malo y que, por lo tanto, ese actuar inevitablemente entraña consecuencias perniciosas: incentivos para el futuro. Y mientras mayor la pretensión del cambio, peores las secuelas.

Cuando un presidente cancela la autonomía de un organismo o impide la transparencia de sus proyectos de inversión su mensaje es evidente: en palabras de Lord Acton, el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente. No toda corrupción involucra dinero: la impunidad también lo es.

Intentar predeterminar el futuro, controlar las variables hacia adelante, incluyendo al presunto sucesor (o sucesora) es el truco más viejo de la política mexicana. Es raro el presidente en nuestra historia que no lo haya intentado, pero sólo Plutarco Elías Calles -el fundador- lo consiguió, en circunstancias no repetibles. El ejercicio es en buena medida fútil, pero no por eso deja de tener consecuencias. Y ese es el tema de fondo: por tres décadas, un gobierno tras otro se abocó a construir un entramado institucional para conferirle certidumbre a la población respecto al futuro, comenzando con el tratado de libre comercio. Sin duda, en el camino hubo excesos y errores y muy pocas de las instituciones resultantes gozan de plena legitimidad popular, lo que explica la facilidad con que el presidente las fue desmantelando.

Pero la consecuencia de su actuar será de enorme trascendencia, como ilustra desde ahora la inexistencia de inversión y la rapidez con que muchos procesos industriales (clave para las exportaciones) se van tornando obsoletos, especialmente debido a cambios en materia energética. Si la polarización genera confusión, el futuro acaba siendo por demás incierto, circunstancia que nunca beneficia a la continuidad del statu quo. México vivió algo similar al inicio de los ochenta y se requirió algo del tamaño del TLC para restaurar un sentido de certidumbre. La gran pregunta para el futuro es ¿qué se requerirá en esta ocasión, de qué tamaño tendrá que ser?

Un extranjero, viejo observador de la política mexicana, decía que México padecía de una carencia nodal: “tienes un estado de derecho o no lo tienes, y si no lo tienes la gente se apega al reino del poder, la corrupción -una forma de poder financiero- o al reino de la criminalidad para obtener lo que les correspondería bajo el reino de la ley.”

En lugar de avanzar hacia la legalidad, para lo cual este gobierno se encontraba excepcionalmente dotado, lo que ha hecho es promover la corrupción y la criminalidad. Obvio cuales serán las consecuencias.

 

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REFORMA
16 Oct. 2022