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Regresar o cambiar

Luis Rubio

La discusión que el país debería estar teniendo es qué sigue después de este gobierno. Algunos proponen que con regresar a lo que había antes todo se resuelve; otros pretenden hacer tabula rasa -borrar todo- para comenzar de nuevo. Donde sea que uno se encuentre entre estos extremos, en 2024 el país se encontrará en condiciones por demás precarias.

La primera certeza es que no hay hacia dónde regresar. La ciudadanía votó mayoritariamente por reprobar lo que existía luego de darle una oportunidad adicional al PAN (2006) y una más al PRI (2012). AMLO ganó en 2018 porque la gente estaba harta de promesas sin resultados satisfactorios para todos. Nadie puede dudar que en las pasadas décadas se lograron cosas por demás favorables que parecían imposibles sólo unos años atrás, pero igual de absurdo sería dejar de reconocer que los resultados no fueron siempre benignos y que en el camino se habían acumulado demasiados resentimientos. Negar estas circunstancias elementales sería otro disparate más.

Una segunda certeza es que el futuro no le pertenece a nadie en lo particular, comenzando por el presidente y sus acólitos. El futuro no lo puede desarrollar un pequeño grupo, por poderoso que sea, cualquiera que fuere su ideología o posición social. El futuro es por definición una construcción social y, por lo tanto, le pertenece a la ciudadanía en su conjunto. Son sus acciones individuales que, al sumarse, producen la sociedad que se va construyendo. Se hace camino al andar.

Finalmente, una tercera certeza es que la estabilidad, funcionalidad, crecimiento y desarrollo de una sociedad y su economía requieren anclas firmes que creen circunstancias que satisfagan al menos dos criterios: uno es que protejan los derechos de la ciudadanía y sus intereses. Es decir, que creen mecanismos institucionales de acceso y participación en la toma de decisiones y establezcan procedimientos para solucionar disputas a través de métodos conocidos y accesibles a todos, no como los actuales que niegan la justicia a la mayoría. En una palabra, toda la sociedad debe sentirse parte del entramado social, y no, como AMLO demostró, una sociedad dividida, buena parte de esta alienada de los avances y éxitos que sí se han dado en parte de la sociedad y la economía. El otro criterio es que los mecanismos de redistribución de la riqueza deben ser transparentes, técnicamente desarrollados y sujetos a auditoría, de tal suerte que el erario no se utilice para promociones personales ni se distraigan recursos públicos para el enriquecimiento de quienes se encuentran (temporalmente) en el poder.

El problema de México no es “técnico,” o sea, no radica en contar con la mejor legislación para esto o la estrategia más adecuada para lo otro. Todos esos factores son obviamente necesarios, pero también asequibles. Los problemas de México no surgen de la carencia de leyes o abogados y legisladores capacitados para redactarlas y mejorarlas; lo mismo se puede decir de profesionales competentes para administrar la hacienda pública, la justicia o las estrategias de política pública que serían susceptibles de reparar los problemas o construir nuevas realidades.  A lo largo del último siglo los mexicanos hemos atestiguado la presencia de funcionarios excepcionalmente dotados y visionarios en paralelo con otros torpes, incompetentes y destructivos. El problema no es de capacidades, sino de ausencia de límites. Por ello, el desafío radica en que la ciudadanía obligue a los políticos a que actúen dentro de marcos institucionales acotados. Y ese es un reto político, de poder.

Regresar o cambiar no es la disyuntiva que enfrenta la ciudadanía mexicana. Su verdadero dilema yace en romper con las amarras que le impone una estructura política que le confiere excesivo poder a una persona, tanto así que con su mera labia puede desmantelar instituciones, cancelar proyectos de enorme calado (y costo) o iniciar procesos igual económicos que penales contra quien le plazca. Cuatro años de estas fechorías han hecho evidente que la construcción institucional de las pasadas décadas fue una mera fachada no porque (necesariamente) así lo pensaran sus autores, sino porque nunca comprendieron, y por lo tanto no calcularon, la realidad del poder que concentra la presidencia. O, en términos benignos, porque supusieron que nadie vendría a destruirlo todo como razón de ser.

El tema no es nuevo: se remonta a las reformas constitucionales emprendidas en 1933, cuyo objetivo fue fortalecer a la presidencia eliminando tanto a la Suprema Corte y al legislativo como contrapesos efectivos. En el camino, el “sistema” que tantos años de estabilidad le confirió al país tuvo por consecuencia convertirse en un impedimento al desarrollo natural de la ciudadanía, con todo lo que eso implica: un sistema educativo dedicado al control en lugar de al desarrollo; una economía con excesivos entes dominantes, comenzando por los estatales; y un sistema judicial subordinado al poder ejecutivo. En suma, una presidencia demasiado poderosa con gran capacidad de acción positiva, pero igual propensión a la destrucción.

El reto que viene será mucho mayor al que cualquier mexicano vivo haya conocido. Más vale irnos preparando.

 

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  REFORMA
15 Ene. 2023

 

Tiempos cambiantes

Luis Rubio

 

¡Cómo cambian los tiempos! A estas alturas del sexenio pasado, la discusión política se concentraba en la debilidad de la presidencia luego del fin de la era priista, cuando el debate rondaba sobre el excesivo poder de la presidencia. Veinte años después la preocupación se enfocaba en la presidencia enclenque. Sin que haya habido un cambio radical en las estructuras legales o constitucionales, hoy la discusión es de nuevo sobre la concentración del poder. Ahora que comienza el año clave de la nominación de candidatos, es crucial dilucidar qué es lo que ha cambiado.

 

La evidencia es contundente: el cambio no es de naturaleza estructural, sino de personas. El presidente Peña prácticamente se retiró de la vida pública, dejando que el (poco) trabajo político que se llevaba a cabo lo ejecutaran sus secretarios u operadores. El resultado fue un gobierno muy poco efectivo en gobernar, así haya logrado cambios legislativos sustantivos.

 

Por su parte, el presidente López Obrador se concentra de manera casi exclusiva en la labor política, dedicándose a narrar el acontecer cotidiano de una manera tan efectiva que domina el panorama nacional. Complementa esa labor central con visitas frecuentes a los lugares más recónditos del país, donde toda su actividad y enfoque se concentra en engrandecer su popularidad y afianzar alianzas de poder. Nada de gobernar.

 

Los dos gobiernos evidencian contrastes y similitudes que vale la pena resaltar. Son similares en su devoción por el pasado, pero altamente contrastantes en sus prioridades. La contradicción al interior del gobierno de Peña fue siempre flagrante: no se puede recrear la vieja presidencia al mismo tiempo que se avanzan reformas cuya esencia es descentralizadora, como fue el caso de las de comunicaciones y energía. Al final ganó la parte reformadora, pero falló la chamba política que cambios tan trascendentes en términos ideológicos e históricos demandaban. La facilidad con que López Obrador ha ido virando el timón es testimonio claro de aquello.

 

La contradicción al interior del gobierno de AMLO no es menos grande, pero es de naturaleza diferente. El presidente ha sido sumamente exitoso en desmantelar muchas de las entidades, instituciones y mecanismos que caracterizaron a sus predecesores, pero el desempeño económico y social ha sido, para decir lo menos, (casi) catastrófico. Para un gobierno cuya narrativa exalta asuntos clave como la pobreza, la corrupción y la desigualdad, su gestión va que vuela hacia incrementos sustanciales en todos esos indicadores. La pregunta hoy, al inicio del penúltimo año del gobierno, es cuáles serán las consecuencias de esta gestión (o falta de ella) y qué tan distinto será su final respecto al de su predecesor.

 

Lo que es claro es que la gran diferencia entre las dos administraciones ha sido la persona del presidente: uno retraído y otro hiperactivo; el primero dedicado a sus labores en privado, el segundo imponiéndose en todos los foros y excluyendo, descalificando o intimidando a todo lo que percibe como obstáculo a la consagración de su poderosa presidencia.

 

En octubre pasado, el presidente Xi Jinping logró un hito en apariencia similar al consolidarse como el líder más poderoso de China en al menos medio siglo; pero las diferencias son notables: en China, la estructura que construyó el presidente de esa nación es imponente, arropada por toda una construcción legal y política que la hace tanto más poderosa y, potencialmente inexpugnable.

 

El caso de México es muy distinto. El mismo contexto produjo a un presidente en Peña Nieto que acabó siendo débil y otro, López Obrador, que, hasta ahora, ha sido extraordinariamente fuerte. Siendo que la diferencia es de personas y de la capacidad para operar, la pregunta es cómo será el próximo, hombre o mujer. Lo que parece obvio es que ninguno de los dos modelos es repetible: el primero porque nadie querría imitarlo de manera consciente, el segundo porque las condiciones que lo hicieron posible son únicas, exclusivas a la persona y a su historia. Mucho más importante, ¿cuántos años puede aguantar un país un deterioro sistemático en su economía, seguridad, servicios públicos y relaciones entre gobierno y sociedad? ¿Y sin ser gobernado?

 

El presidente López Obrador se ha abocado a su popularidad y al poder. Para lograrlo, ha procurado preservar la pobreza, contener (o impedir) el crecimiento de la economía y dejar que crezca la inseguridad. Parecería que seguía el script que, desde el siglo XVI, apunto Etienne de la Boétie: “Siempre ha sucedido que los tiranos, para fortalecer su poder, se han esforzado en instruir a su pueblo no sólo en la obediencia y el servilismo hacia sí mismos, sino también en su adoración.”

 

Quien suceda al presidente López Obrador no contará con los elementos que le permitirían recrear a su predecesor. Más bien, tendrá que corregir el camino para enfrentar los problemas fiscales, políticos, económicos y sociales, para no hablar de los internacionales, que serán el legado de esta administración.

 

Los candidatos que se definan este año debieran estar claros al respecto porque la ciudadanía, hoy abrumada por una narrativa falaz, pero sumamente efectiva, se los demandará a la primera de cambios.

 

 

 

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 REFORMA
08 Ene. 2023

Migraciones

 Luis Rubio  

La gente migra por muchas razones y lo ha hecho desde hace milenios: el clima, la búsqueda de oportunidades, el miedo y la inseguridad. Sonia Shah* explica que el migrante prototípico suele ser el tipo de persona que no tiene grandes cuentas bancarias o propiedades, pero es rica en buena salud, habilidades, educación y conexiones con personas en otras latitudes: su capital es portable. Nadie duda de las aportaciones de los migrantes para las sociedades en que se establecen o los beneficios para sus comunidades de origen, pero, dice Shah, la pregunta relevante en esta era de migraciones masivas no es porqué migran las personas, pues ésta es una de las grandes fuerzas de la naturaleza, ancladas en la biología humana y la historia. “La pregunta relevante es qué vamos a hacer respecto a ello.” Esta pregunta es clave por la enorme fuerza que la migración representó en la victoria de Trump y en Brexit.

Uno siempre debe tener las botas puestas y estar listo para partir.

Miguel de Montaigne, 1580

Un refugiado solía ser una persona impulsada a buscar refugio debido a algún acto cometido o alguna opinión política sostenida. Bueno, es cierto que hemos tenido que buscar refugio; pero no cometimos ningún acto, y la mayoría de nosotros nunca soñó con tener una opinión radical. Con nosotros el significado del término refugiado ha cambiado. Ahora “refugiados” somos aquellos que hemos tenido la desgracia de llegar a un nuevo país sin medios y tenemos que ser ayudados por comités de refugiados. Antes de que estallara la guerra, éramos aún más sensibles a que nos llamaran refugiados. Nosotros hicimos todo lo posible para demostrar… que éramos inmigrantes comunes y corrientes.

Hanna Arendt, 1943

La migración no es un proceso unidireccional; es un proceso colosal que ha estado ocurriendo en todas las direcciones durante miles de años

Moshin Hamid, 2017

La emigración es fácil, pero la inmigración es otra cosa. Salir, sí; pero ¿ser aceptado?

Victoria Wolff, 1943

Lo primero que envía un nuevo migrante a su familia en su casa no es dinero, sino una historia

Suketu Mehta, 2019

Aquí todos son iguales. No hay pobres, no hay ricos. Avienta nombres como Colón, Shakespeare y Buckle y palabras grandilocuentes que no entiendo como civilización. Quiere escribir una canción sobre ellos, pero no tiene tinta, pluma ni papel. Mi hermano Elyahu me dice que si no le gusta este país, puede regresar.

Sholem Aleijem, 1916

En 1937, la Comisión Dewey llevó a cabo una investigación de los cargos contra León Trotsky formulados durante los juicios montaje de Joseph Stalin en Moscú. “¿De qué país es usted ciudadano, señor Trotsky?” preguntó la comisión. “He sido privado de mi ciudadanía en la Unión Soviética. No soy ciudadano de ningún país”, respondió Trotsky. “¿Qué hizo, si es que hizo algo, cuando se le informó de la privación de su ciudadanía?” “Escribí un artículo sobre eso”, dijo. Soy un hombre armado con una pluma.”*

La migración ha sido politizada antes de ser analizada

Pablo Collier, 2015

En junio de 2021, la ciudad de San Antonio inauguró su Jardín de la Amistad de América del Norte, una parada de descanso para las mariposas monarca que migraban, con flores silvestres, arbustos y árboles nativos. El objetivo del jardín es “la amistad y la buena voluntad de tres países que trabajan hacia objetivos comunes”, dijo un funcionario de la ciudad. “Como insecto migratorio, la monarca es un representante de la migración.”

Lapham’s Quarterly, 2022

Mejor libre en tierra extraña que esclavo en casa

Proverbio alemán

En 1639, los colonos puritanos de Massachusetts autorizaron la expulsión de “extranjeros pobres” en lo que se cree que fue el primer caso de deportación en Estados Unidos. Poco después, Virginia y Pensilvania aprobaron leyes que restringían fuertemente “la importación de indigentes,” lo que incluía a delincuentes y “extranjeros y sirvientes irlandeses.”

Wikipedia

Dame tus extenuados, tus pobres… tus masas acurrucadas anhelando respirar libremente, el desdichado desecho de tu ribera rebosante.

Emma Lazarus, 1883

Según un mito azteca, el dios de la guerra Huitzilopochtli envió a un grupo de mexicas en un viaje para establecer el nuevo centro del mundo. Después de unos doscientos años de deambular, vieron un águila posada sobre un cactus con sus “alas extendidas hacia afuera como los rayos del sol.” Tomando al pájaro como una señal divina de que habían llegado a su destino, “comenzaron a llorar y bailar con alegría y satisfacción”.

Soustelle, La vida cotidiana de los aztecas

Los que van al extranjero encuentran un cambio de clima, no un cambio de alma

Horacio, c 20bc

La migración humana es imparable y, dadas las grandes y crecientes diferencias entre las naciones del Sur y del Norte, está destinada a seguir creciendo. La gran pregunta es si es posible lograr un flujo ordenado puede volverse ordenado para servir los intereses y necesidades de ambas partes.

*The Next great Migration **https://www.marxists.org/archive/trotsky/1937/dewey/

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 REFORMA

 01 Ene. 2023 

Mis lecturas

Thomas Carlyle dice que “la verdadera universidad de estos días es una colección de libros.” Hago aquí me mejor intento por compartir algunas de las lecturas que más me impactaron este año.

Dos dictadores emblemáticos -Stalin y Hitler- se aliaron al inicio de la segunda guerra mundial, cada uno por sus intereses y razones, para luego acabar en un combate a muerte hasta que la Unión Soviética ocupó Berlín en 1945. Hitler inició la guerra y es la figura que más atención ha recibido en la literatura histórica, al grado en que ésta con frecuencia se identifica como la “guerra de Hitler.” Sean McMeekin[i] argumenta que éste es un enfoque errado porque fue Stalin quien aprovechó las circunstancias que se le fueron presentando en cada coyuntura hasta ganar ventajas estratégicas sin igual. Aunque fue Estados Unidos el país que logró la derrota incondicional de Alemania y Japón, este recuento iconoclasta concluye que el vencedor indisputado de la contienda fue Stalin, quien impuso una tiranía mucho más duradera.

En El espectro de la guerra[ii]Jonathan Haslam plantea que la revolución rusa de 1917 alteró las relaciones internacionales para siempre y que quienes siguieron apegados a los marcos de referencia previos erraron en todas sus decisiones, algunas por demás trascendentes, comenzando porque el nuevo régimen soviético fue tan importante en el surgimiento de Hitler como lo fue el Tratado de Versalles. Más importante, le hizo creer a los líderes occidentales, especialmente a los ingleses (Chamberlain), que Hitler sería un factor clave en la contención del comunismo. Nadie puede saber qué hubiera pasado si occidente y la Unión Soviética se hubieran aliado en los treinta para impedir el crecimiento de Alemania, pero la especulación de Haslam es clave: “la lección de los años entreguerras es que en la vida política el extremismo con gran facilidad se convierte en corriente dominante.” Es clave, prosigue, no ignorar la historia, “que ofrece advertencias, si tenemos el cuidado de reconocer lo que son.”

Michael Neiberg escribió sobre la caída de Francia en 1940, colapso que nadie anticipaba dada la famosa Línea Maginot, que los franceses, y el resto del mundo, creía era invulnerable, sólo para encontrar que la Alemania Nazi invadió Francia por los países bajos, obviando las formidables fortificaciones. El libro[iii]versa sobre el impacto de la invasión de Francia sobre Estados Unidos y el planteamiento trasciende el asunto inmediato. En esencia, el argumento es que el colapso de Francia cimbró a Estados Unidos porque nuestro vecino había concebido a Francia como el muro que la protegería de cualquier enemigo por el lado Atlántico; la caída de Francia le obligó a repensar toda su concepción del mundo y, a partir de ahí, construyó el más formidable ejército de la historia del planeta que no solo ganó esa guerra, sino que se convirtió en el factótum mundial a partir de entonces. De particular interés es la descripción que Neiberg hace sobre la forma en que EUA decidió quién sería su socio en Francia, apostando por Vichy, el gobierno de la Francia ocupada, contrariando al gobierno británico que había hecho un concienzudo análisis de la situación francesa y concluido que el socio idóneo era de Gaulle. El libro es fascinante en sí mismo, pero me pareció especialmente relevante por la propensión estadounidense a ignorar la situación local y, por lo tanto, errar en la identificación de sus socios, como evidenció en Vietnam, Afganistán e Irak.

Manuel Hinds escribió un libro que rompe con la tendencia de los últimos años de ver en el gobierno la solución a todos los problemas. In Defense of Liberal Democracyes un libro peculiar porque lo escribe un salvadoreño hablándole a los estadounidenses. El argumento central es que los periodos de cambio tecnológico producen severas disrupciones que, como ahora, se traducen en un incremento en la desigualdad de ingresos y mayor pobreza, pero que la democracia liberal es el mejor instrumento que ha ideado el ser humano para enfrentar esos males. Hinds analiza periodos complejos como el de la revolución francesa y la Alemania Nazi para concluir que la clave del desarrollo y de la democracia reside en la consolidación de una sociedad horizontal, que él denomina como multidimensional, que de inmediato crea pesos y contrapesos que fortalecen la capacidad de generación de ideas, proyectos y actividad productiva porque alinean los incentivos de las personas con los del desarrollo de su país. 

El mejor libro que he leído sobre la relación China-Estados Unidos, escrito por un ex primer ministro australiano, describe la complejidad de la relación, sus malentendidos históricos y, especialmente los puntos de convergencia y de divergencia. El título, la guerra evitable,[iv] es sugerente: el camino de sospechas y conspiraciones que se asumen por ambos lados tiene sólo un posible desenlace, a menos que ambas partes reconozcan la necesidad de llegar a entendidos clave para ellos y para el mundo.

 

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[i]Stalin’s War: A New History of World War II A New History of World War II

[ii]Princeton

[iii]When France Fell: The Vichy Crisis and the Fate of the Anglo-American Alliance

[iv] Rudd, Kevin, The Avoidable War: The Dangers of a Catastrophic Conflict between the US and Xi Jinping’s China

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Ceteris paribus

Luis Rubio

La forma en que concluya este sexenio será determinante del potencial futuro del país. Dado el enorme poder y legitimidad que ha acumulado el presidente en estos años, el asunto se remite en buena medida a una disyuntiva muy simple: ¿quién ganará: la narrativa o la realidad?

En un video reciente que se tornó viral, el consultor político Antonio Sola dice que AMLO es un presidente de transición que decodifica la realidad nacional con lo que creará las condiciones para gobiernos de las próximas décadas. Su argumento es esencialmente que AMLO es dueño de la narrativa porque domina la técnica de contar historias que tocan las emociones y que lo puede hacer porque no tiene competencia, dado que la oposición juega el juego del presidente en lugar de construir una narrativa alternativa. Aunque no es nuevo, el argumento es poderoso porque bien podría determinar el devenir del sexenio y, en consecuencia, la naturaleza del próximo.

El otro lado de la moneda es que no todo es narrativa. Estimular las emociones de los votantes, eso que hacen los políticos, es central para el ejercicio del liderazgo en una nación, pero no es substituto del desempeño gubernamental, especialmente en economía y seguridad, lo fundamental para cada uno de los integrantes de la sociedad.

En tanto que la realidad camine en paralelo a la narrativa, es decir, que una complemente a la otra, el liderazgo presidencial se fortalece. En sentido contrario, cuando la distancia entre ambas resulta insostenible, alguna de las dos acaba imponiéndose, usualmente la realidad… Esa es la tesitura que, desde mi punto de vista, determinará el devenir de los próximos dos años.

La manera en que concluya el sexenio será determinante de la capacidad que retenga el presidente para nominar a su candidat@ preferido y, no poco importante, evitar que se fracture Morena. Hasta ahora, el presidente ha logrado dominar el panorama político con su excepcional habilidad narrativa, pero su indisposición a promover el crecimiento económico, y su terquedad en controlarlo todo, ahora también lo electoral, ha estancado al país y provocado divisiones cada vez más profundas. Además, la destrucción institucional y concentración del poder desincentiva la inversión productiva al elevar la percepción de riesgo. El resultado es que, por maravillosa que sea la narrativa, su distancia respecto a la realidad cotidiana es creciente.

En este contexto, hay dos maneras de enfocar lo que venga de aquí al 2024: una es la forma en que evolucione la economía y la seguridad en los próximos dos años, pues eso determinará tanto la distancia entre la narrativa y la realidad, como la fortaleza del presidente. Por otro lado, independientemente de como termine el sexenio, los pasivos que dejará esta administración serán monumentales con repercusiones dramáticas que se medirán en términos no de años sino de generaciones.

Hasta los creyentes en el proyecto presidencial tendrán que reconocer que se han creado pasivos estructurales que no serán fáciles de corregir. Aquí van algunos por demás obvios: primero que nada, la destrucción de la confianza y de las fuentes institucionales de certidumbre. Parte de esto se debe más a Trump que a López Obrador (por el debilitamiento del TLC), pero el efecto conjunto es devastador y llevará décadas construir algo susceptible de sedimentar fuentes de confianza sostenibles, no politizadas. Segundo, el cambio en la estructura del presupuesto gubernamental repercutirá en la falta de crecimiento más allá del sexenio porque será sumamente difícil eliminar rubros de gasto que son política y socialmente trascendentes (especialmente las transferencias clientelares), pero que no contribuyen al crecimiento general de la economía. Tercero, derivado de lo anterior, lo mismo es cierto del gasto que hoy se ejecuta a través del ejército y que, además de su potencial de corrupción, no contribuye a la función central de esa institución y distrae recursos que son requeridos para la promoción del desarrollo. Finalmente, el sistema educativo, de por sí un fardo ya viejo para el desarrollo especialmente en la era digital, no sólo no va a haber avanzado, sino que adquirió un cariz profundamente ideológico que podría llevar a generaciones de egresados sin posibilidad alguna de ser empleados en el aparato productivo.

Estos cuatro ejemplos ilustran la naturaleza del actual gobierno el cual, más allá de sus dogmas y obsesiones, ha tenido por único objetivo el poder, no un futuro mejor. La narrativa ha servido para afianzar esa concentración de poder, pero no será benigna en el momento de sucesión. Desde luego, esto no altera el enorme desafío que enfrenta la oposición para convencer al electorado de un mejor futuro para destronar el, hasta hoy exitoso, perfil presidencial.

Además del estancamiento económico, los déficits estructurales que dejará el gobierno actual son inconmensurables.  Por ello, es temerario extrapolar hacia el futuro suponiendo que nada va a cambiar: la frase latina ceteris paribus, que implica que todo se mantiene constante. Para una sociedad acostumbrada a una permanente relación transaccional con los gobernantes -votos por beneficios- ninguna narrativa compensará la falta de empleos, oportunidades, seguridad y, en una de esas, otra crisis.

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REFORMA
18 Dic. 2022

 

Desglobalización

Luis Rubio

La característica central de nuestro tiempo parecen ser las tensiones que generan las desigualdades reales o percibidas en la distribución de los beneficios del crecimiento económico. Innumerables naciones alrededor del mundo han elegido líderes cuya carta de presentación ha sido el rechazo a lo existente. Ejemplos obvios son Trump, Brexit, Bolsonaro y Lula y, de igual manera, Chávez y López Obrador. El movimiento pendular ha sido extremo en algunas naciones, mucho más moderado en otras, pero es inconfundible el deseo por refugiarse en un pasado conocido y abandonar las mieles de promesas insatisfechas. La pregunta que circula alrededor del mundo es qué tan distinto será el futuro.

Visto en retrospectiva, es muy claro, y fácil, llegar a la conclusión de que las narrativas que acompañaron a la era dorada de la globalización a lo largo de las últimas tres décadas resultaron ser utópicas y, por lo tanto, imposibles de ser satisfechas. De hecho, una de las lecciones que arroja una encuesta tras otra, en México y el mundo, es que la gente está más insatisfecha por la lentitud del avance que por un deseo por retornar a terrenos conocidos. El gran problema de la globalización no radica en la falta de resultados, sino en la desigual distribución de estos. La ciudadanía así lo reconoce: lo que añora es ser parte del éxito, no retornar a un pasado incierto y de pobreza.

Por otra parte, es evidente el atractivo político de explotar los sentimientos y resentimientos que generan las disrupciones que genera el acelerado cambio que ha experimentado el mundo en estos años, casi todo ello más producto de avances y cambios tecnológicos que de la economía propiamente dicha. El cambio tecnológico ha sido un componente central de la globalización económica y, sobre todo, de la alteración en las cadenas de valor.

El primer componente de la globalización son las comunicaciones instantáneas que han transformado la realidad económica, sino social y política. Cualquier persona en la actualidad tiene acceso a más información de la que los gobernantes conocían hace sólo algunas décadas; la posibilidad de comunicarse y compartir información ha transformado nuestra vida cotidiana de una manera más profunda que cualquier otro factor en la historia de la humanidad. Los teléfonos de hace sesenta años eran piezas mecánicas ensambladas por operarios en líneas simples de producción. Los teléfonos inteligentes, verdaderas computadoras, tienen un enorme contenido creativo y, relativamente, poco contenido manualmente incorporado. Las relaciones de valor han cambiado, lo que explica porqué es tan importante una educación de muy alta calidad.

Claramente, la tecnología hizo posible la globalización a la vez que acentuó diferencias sociales de manera significativa, provocando las reacciones políticas, nacionalistas e introspectivas que vivimos de manera cotidiana. A esto hay que añadirle la competencia geopolítica que caracteriza al mundo de las potencias: algunas naciones han reforzado sus estrategias de política industrial, en tanto que otras, especialmente Estados Unidos, han comenzado a adoptarlas de manera explícita. Parte de esto responde a la base sindical (paradójicamente) tanto de Biden como de Trump, pero mucho de ello se deriva de su competencia con China. Entre paréntesis es importante anotar que estos cambios en materia industrial constituyen una inmensa oportunidad para México, pero ese es otro asunto.

De lo que no hay duda es que ha habido una profunda alteración en la manera de percibir los procesos económicos. Hoy los políticos pretenden determinar la forma en que se deciden los asuntos económicos y eso constituye el mayor cambio experimentado en el mundo en décadas. Algunos argumentan que las cadenas de suministro son demasiado intrincadas como para modificarlas, pero la realidad es que las presiones e incentivos políticos las erosionan minuto a minuto.

Hay dos cosas que me parecen evidentes: primero, la tecnología seguirá avanzando y eso afectará el proceder económico. La otra es que muchos de los que mayor descontento muestran son también quienes más van a padecer las pérdidas de la desglobalización. Como todo péndulo, las nuevas tendencias tarde o temprano comenzarán a mostrar las limitaciones de las nuevas políticas y vendrá una nueva resaca. El mundo avanza en ciclos y el de ahora es sólo uno más.

Borja Sémper resume el dilema de manera clarividente: “Vivimos la primera gran resaca del nuevo orden mundial surgido por la globalización, un mundo que no es estático y que se caracteriza por el cambio constante. Un cambio que a muchos aturde. La mundialización es una realidad cargada de oportunidades y retos, creadora de riqueza (el nuevo capitalismo necesita ajustes, como los ha necesitado en todos los cambios de era, pero sigue siendo el sistema que más libertad y riqueza ha creado y repartido en la historia de la humanidad), pero cuenta aún con el talón de Aquiles de la ausencia de gobernanza que nos permita saber y corregir sus extralimitaciones. La crisis es de confianza, y la confianza es uno de los pilares fundamentales de la democracia.”

La pregunta para México es la misma de siempre: ¿responderemos con un sentido de futuro o para intentar controlar procesos incontenibles?

 

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Socios dispares

Luis Rubio

En El séptimo sello, una película de Ingmar Bergman, un caballero regresa de las cruzadas, encontrándose con su país devastado por la plaga. El sufrimiento y la devastación le sacuden su creencia en dios. Cuando le llega la muerte, el cruzado propone un juego de ajedrez para estirar suficiente tiempo para cometer un acto, cualquier acto, que le pudiera dar significado entre la pestilencia.

El país lleva años viviendo en un entorno de tufo que no ha dejado satisfecho a nadie: a quienes se beneficiaron o a quienes se sintieron vulnerados. Crecía la demanda por darle significado y trascendencia a esa sensación de desasosiego, pero también de crecimiento sistemático de la clase media. El caldo de cultivo estaba listo para virar. La elección de 2018 representó un quiebre con años de desazón y, ahora sabemos, también con los avances que se habían logrado.

Hay al menos tres factores indisputables en lo acontecido en aquella justa electoral: primero, el país llevaba casi tres décadas experimentando cambios profundos que habían mejorado innumerables factores, pero no habían resuelto problemas fundamentales que se venían arrastrando, como la inseguridad, corrupción, pobreza y desigualdad. Muchos índices habían mejorado, pero la calidad de la gobernanza, a todos niveles, se había deteriorado y ningún gobierno desde al menos los ochenta, cuando comenzaron aquellas reformas, tuvo la capacidad o disposición para proponer y avanzar soluciones integrales a estas circunstancias. La mejoría era notable, pero también los rezagos, sobre todo porque afectaban a una enorme porción de la ciudadanía.

Un segundo factor, la proverbial gota que derramó el vaso, fue la enorme incompetencia y corrupción que caracterizó a la administración de Peña Nieto. Un presidente que triunfó en 2012 por su habilidad para comunicar capacidad de ejecución resultó absolutamente ignorante de las circunstancias que vivía el país, de la demanda por soluciones y del ansia por un liderazgo preclaro. Aquel presidente comprendió la necesidad de completar las reformas que impedían la consecución de los objetivos, al menos en la economía, del proyecto reformador de los ochenta en adelante, pero fue incapaz de sumar a la población detrás de ellos. Paradójico para un presidente netamente político, su actuar fue absolutamente tecnocrático, casi estéril, en la forma en que avanzó reformas de enorme calado político, trastocando artículos constitucionales sacrosantos. Además, imaginándose en otra era de la historia, fue negado para comprender que las viejas formas de la política, y la corrupción que las acompañaba, eran insostenibles en la era de las redes sociales. Casi se podría decir que se dedicó concienzudamente a prepararle el terreno a su sucesor y, con su respuesta a Ayotzinapa, a garantizar el triunfo de López Obrador.

El tercer factor fue el candidato sempiterno que llevaba dos décadas criticando al proyecto reformador, alimentando el resentimiento y dándole espacio y expresión a toda esa desazón y desesperanza que se había venido acumulado por siglos y que se había exacerbado con las reformas que él denominaba “neoliberales.” Su discurso y su persona habían cobrado autoridad moral al expresar el malestar que había sobrecogido a muchos mexicanos. Luego de dos derrotas, llegó a la presidencia con la alfombra puesta por su predecesor, quien pareció haber diseñado su script expresamente para empatar las críticas del hoy presidente.

Ya en el gobierno, el presidente ha probado ser un priista de cepa. Muy en el corte de sus predecesores, se ha abocado a reconstruir la vieja presidencia, aunque con un sesgo nada priista: su profundo rechazo a cualquier sentido institucional. La autoridad de la persona del presidente basta para resolver los problemas que aquejan al país, todos ellos producto de la falta de voluntad de sus predecesores. No es necesario resolver los problemas que prometió: con atacar a sus adversarios se cubre el expediente. Los resultados a la fecha hablan por sí mismos y se manifiestan en el brutal contraste entre la popularidad del presidente y la reprobación que caracteriza a su gobierno. El presidente retiene su credibilidad como persona, pero no por el ejercicio de su administración.

El desencuentro es obvio, particularmente entre las clases medias, el gran logro de la era priista y que en nada alteraron las dos administraciones panistas. El objetivo del régimen postrevolucionario había consistido en lograr el desarrollo con estabilidad, ésta última garantizada por una creciente y cada vez más pudiente clase media. Esa clase media, desencantada por la desigualdad y corrupción de las últimas décadas, se volcó hacia López Obrador en 2018 en una virtual sublevación. Paradójico que un electorado agotado de tantas promesas incumplidas llevó al poder a un presidente rabiosamente opuesto a la idea misma de consolidar a las clases medias. Socios dispares, alianza insostenible.

Ahora que se aproxima el fin del gobierno todo está en la tablita. La coalición -formal e informal- que secundó al presidente en su elección de 2018 se ha fragmentado, como ilustra el resultado del revocatorio en que el presidente obtuvo la mitad de votos que en su elección original. El poder absoluto desmoraliza, escribió Lord Acton. México lo vive todos los días.

 

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Riesgos

Luis Rubio

Todas las sociedades enfrentan riesgos, pero el que México y los mexicanos enfrentamos hoy en día es inconmensurable, sobre todo porque es auto infligido. México y Estados Unidos avanzan en la dirección de un potencialmente incontenible encontronazo de trenes que, con enorme facilidad, podría llevar a la cancelación de la principal fuente de actividad económica del país.

El escenario no es difícil de visualizar. Por el lado mexicano, el gobierno se apresta a ir a la guerra con todo su escaso arsenal. A sabiendas de que su postura contraviene el contenido y espíritu del tratado comercial, TMEC, que nos vincula económicamente, el presidente está absolutamente indispuesto a cambiar la legislación eléctrica que es el motivo del diferendo. En consecuencia, en su lógica, la única salida es ir a la guerra con el nuevo equipo en la Secretaría de Economía.

Por el lado norteamericano, el presidente Biden le ha tolerado una tras otra de las travesuras que le ha propinado el presidente López Obrador; la pregunta es si el resultado electoral reciente altera esta condición. Las negociaciones comerciales tienen que ser aprobabas por su congreso, en tanto que el Representante de Comercio, entidad creada por el congreso, pero dentro del ejecutivo, les reporta a ambos. Esta circunstancia le obliga a actuar y le confiere gran latitud respecto a la administración. En una palabra, las decisiones clave de seguir o no hacia la constitución de un panel para resolver la controversia no responde exclusivamente a los objetivos presidenciales. Además, la nueva correlación de fuerzas va a modificar la relación bilateral, toda vez que, aunque no dejó enclenque al presidente Biden, podría cambiar su decisión respecto a buscar la reelección. En ese escenario, liberado de la carga de tener que cuidar múltiples flancos, podría optar por dejar de permitir el continuo de abusos que le ha propinado el presidente López Obrador.

El gobierno mexicano parece estar cegado ante la trascendencia de lo que está de por medio con su (patética) defensa de un régimen autárquico en materia eléctrica. Ante el nombramiento de la nueva secretaria de Economía, el presidente afirmó que “Ya no estamos en condiciones de mantener la misma política neoliberal que tenía secuestrado al gobierno. Imagínense 36 años de dominio de la política neoliberal.» ¡Imagínese! Treinta y seis años de menores precios para los consumidores, mayores libertades económicas y políticas, certeza en la disponibilidad de energía y empleos de mayor calidad y salario. ¡Imagínese!

Es obvio que no todo fue bueno en las últimas décadas, pero (casi) todo lo bueno, en materia económica al menos, ocurrió en esas décadas, gracias a las reformas que se emprendieron y al TLC. Luego de décadas de crisis sexenales, el país logró muchos lustros de estabilidad, suficientes reservas para evitar recrear los años de crisis que le precedieron y un creciente sector exportador que le garantiza al país ingresos, empleos, salarios y divisas.

 

Poner en riesgo el instrumento que le ha permitido al país estas oportunidades constituye un despropósito que sólo puede entenderse desde una postura ideológica dogmática, ciega y perversa. El TMEC es crucial para garantizar las exportaciones que, por desidia de un gobierno tras otro (exacerbado por el actual) se fueron convirtiendo en el único motor relevante de crecimiento económico. En lugar de preocuparse por abrir espacios para la inversión en el mercado interno y generar condiciones para una mejor distribución de los beneficios, el país se quedó limitado en sus posibilidades al único instrumento que nos permite generar actividad económica. En adición a esto, al socavar la inversión privada en energía, el gobierno cierra una de las llaves de mayor potencial de crecimiento que además es crucial para atraer inversión en otros sectores. Es decir, de desidia pasamos a negligencia y de ahí a un creciente riesgo de inestabilidad.

Al presidente le molestan los técnicos, que son quienes conocen los factores que hacen posible el desarrollo de la economía pero los asuntos comerciales y de inversión son absolutamente técnicos y requieren personal capacitado y experimentado. Lo que está de por medio es monumental: además del potencial panel para la resolución de esta controversia, se encuentran disputas con naciones europeas y asiáticas sobre el mismo asunto de la electricidad; luego vienen las demandas de empresas privadas, cuyo criterio no es el de obtener resarcimiento de su inversión, sino de los flujos que están (o estarían) dejando de percibir. Es decir, el asunto en términos financieros podría fácilmente convertirse en una cifra descomunal. A menos de que el presidente quiera convertirse en el paria mundial (ej. el BID), con lo que eso implicaría en términos de ingresos para la población, el asunto amerita un cuidado y un criterio muy distinto al que se le está asignando.

Es lógico para un político pensar que los asuntos complejos se pueden resolver en ese plano, pero en estos temas eso no funciona; a menos que el gobierno modifique su dogma, el futuro podría ser sumamente complejo. El gobierno juega con fuego sin percatarse que el fuego quema. Todo le parece sencillo y de fácil solución política. Esta vez ciertamente no.

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Disonancias

Luis Rubio

“Las culturas difieren notoriamente en cuanto al contenido de sus reglas, pero no hay cultura sin reglas, muchas reglas.” En el último medio siglo, México transitó de un mundo de reglas establecidas desde el poder y para el poder -las importantes siempre siendo reglas “no escritas” y, de ellas, la primera era que nadie disputara la autoridad y legitimidad del presidente- hacia un sistema de reglas codificadas y establecidas en blanco y negro. Fue un intento loable, pero realizado sin convicción más allá de algunas áreas de la economía, especialmente aquellas vinculadas a la inversión y el comercio exterior y en el ámbito electoral. El resto siguió, y sigue, el viejo patrón. Ahora vamos de regreso hacia el reino del jefe máximo. La pregunta clave es si esas dos áreas -la economía y el sistema electoral- perderán esa cualidad única que las ha hecho distintivas y clave para la prosperidad y democratización, respectivamente, del país.

Las reglas, dice Lorraine Daston,* son parte inherente a la naturaleza humana, pero no todas las reglas son iguales y cada cultura desarrolla las suyas propias y las modifica en la medida en su proceso evolutivo. Cada sociedad, dice la autora, desarrolla dos tipos de reglas: las densas y las ligeras. Las primeras son administradas por jueces o expertos porque vienen acompañadas de excepciones circunstanciales, como ocurre con procesos judiciales, el juego de ajedrez o la conducción de operaciones militares. En estos casos, se requiere la interpretación o el juicio de expertos o personas especializadas para aplicar reglas que, por naturaleza, entrañan un elevado grado de discrecionalidad. Es por esto último que ese es el tipo de reglas que prefieren los políticos encumbrados pues les confieren poderes extraordinarios, con elevada propensión a la arbitrariedad.

Las reglas “ligeras” son explícitas, precisas y no sujetas a interpretación: la escritura (con su alfabeto y reglas gramaticales), la geometría, el tránsito de vehículos y otras similares que hacen posible la convivencia y la interacción humanas porque generan disciplinas elementales. Todas las sociedades desarrollan reglas que se codifican y publican de manera natural. En países serios, la obtención de una licencia de conducir requiere un examen de conocimiento (de las reglas) y de manejo, ambos requisitos esenciales para la vida convivencia pacífica.

Si bien siempre hay reglas que requieren interpretación, el desarrollo de las sociedades y la creciente complejidad de la actividad económica exigen reglas (y leyes) confiables, conocidas por todos, no sujetas a interpretación y aplicadas de manera uniforme. Un exportador cuenta con que las reglas aduanales y fiscales del país al que le vende serán respetadas; un importador espera que, al llegar a la aduana, sus mercancías, de cumplir con los requisitos, podrán pasar de manera expedita. De manera paralela, un inversionista que pretenda fabricar bienes en el país cuenta con que las reglas se harán cumplir de manera pareja para todos, de acuerdo con lo establecido en los códigos o tratados respectivos.

Uno fácilmente puede imaginar el proceso que llevó a la adopción de reglas para la conducción de automóviles: cuando había sólo unos cuantos transitando, especialmente en lo que hoy son los centros de las ciudades con calles angostas, cada quien circulaba a su mejor entender; igual el estacionamiento o la dirección de las calles mismas. Poco a poco fue necesario adoptar reglas para que fluyera la circulación. Cuando éstas se acogen se convierten en normas sociales, con lo que adquieren permanencia y legitimidad. Eso mismo ha ocurrido con las leyes electorales que, con toda su complejidad, se convirtieron en norma que la ciudadanía reconoce como una característica distintiva y crucial para la determinación de quien nos gobernará.

La pretensión de echar hacia atrás este andamiaje es connatural a un gobierno que prefiere imponer sus propias reglas, interpretarlas y, en el camino, mantener un amplio margen de discrecionalidad. Pero no hay mayor riesgo para una sociedad organizada que un gobernante que así actúa, especialmente cuando se trata de asuntos de enorme volatilidad. Por ejemplo, las reformas electorales, desde fines de los cincuenta pero especialmente desde los noventa, se emprendieron no por gracia divina sino por la necesidad imperiosa de evitar violencia política. Morena jamás habría llegado al poder de no haber existido ese marco normativo. Lo mismo ocurre en nuestra relación con Estados Unidos y Canadá: el tratado que nos vincula existe para hacer predecibles los flujos de mercancías e inversión en ambas direcciones. El país se paralizaría, en lo político y en lo económico, de ponerse en duda estas dos fuentes de certidumbre y paz.

Carl Schmitt, un entusiasta promotor del régimen Nazi, definió la soberanía como “el poder de decidir sobre las excepciones.” No es casualidad que detestara la existencia de leyes y el debido proceso porque éstos limitaban los poderes gubernamentales. Ese es el tipo de compañía en que estaríamos si, en lugar de avanzar hacia la civilización, proseguimos en esta cauda destructora de todo lo que hace funcionar al país, sin aportar nada mejor para lograrlo.

 

*Rules: A Short History of What We Live By

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REFORMA
20 Nov. 2022

Atorados

Luis Rubio

“La crisis consiste precisamente en que lo viejo se muere y lo nuevo no puede nacer; en este interregno aparece una gran variedad de síntomas morbosos.” Así caracterizó Gramsci los procesos de transición política. México se quedó atorado a la mitad de ese proceso, lo que se nota en materia política y, especialmente, en materia de seguridad. La política autoritaria es muy distinta a la política democrática. La pregunta es si nos encontramos en un proceso de transición o si estamos meramente estancados, como sugiere Gramsci, en un limbo interminable.

La evidencia es abrumadora, en el ámbito que uno quiera observar. Cuando el presidente denuesta a los miembros de la Suprema Corte por apegarse a lo establecido en la ley y no seguir sus órdenes, no hace sino hacer obvio que no existe separación de poderes ni respeto a las responsabilidades respectivas de los tres poderes públicos. Exactamente lo mismo cuando se utilizan medios gansteriles para forzar a una bancada a votar como prefiere el ejecutivo federal, un caso flagrante de extorsión.

En el ámbito de la seguridad, ni siquiera existe la pretensión de que el país se encuentra en un proceso de transición: en lugar de construir los cimientos de un sistema de seguridad natural y típico para una sociedad democrática (pretensión que es crucial con la existencia del Instituto Nacional Electoral), la respuesta a la creciente violencia se limita a enviar al ejército, institución que no tiene las habilidades o capacidades para lidiar con el fenómeno.

Las transiciones hacia la democracia que emprendieron naciones como España y varias en el sur del continente sirvieron de ancla retórica para la construcción institucional que tuvo lugar en México en los noventa y cuyo resultado tangible fueron las dos instituciones electorales: el (entonces) IFE y el Tribunal Electoral. Esas dos entidades han sido clave para resolver el problema más candente de la política mexicana desde los ochenta: el acceso al poder. Aunque costosas, esas dos instituciones igualaron el terreno de la disputa política, profesionalizaron la organización y administración de los procesos electorales y le confirieron certidumbre a los ciudadanos y a los actores políticos. Se resolvió el problema de cómo acceder al poder, más no el de cómo nos gobernaríamos. Los problemas que hoy enfrentamos se derivan de esa ausencia.

Por tres décadas, un gobierno tras otro jugó a las pretensiones. Cada uno de ellos, desde los noventa hasta 2018, actuó como si las instituciones que se fueron construyendo -la Suprema Corte de Justicia, el IFE/INE, el poder legislativo, las entidades regulatorias como la Comisión Reguladora de Energía y la de Competencia- constituían verdaderos contrapesos al actuar presidencial. Gracias a la manera de ser y actuar del presidente López Obrador, hoy sabemos que todo aquello fue una mera ficción. Las entidades supuestamente independientes o autónomas eran vulnerables y propensas a la manipulación por parte de un presidente con habilidades políticas y, sobre todo, con absoluta indisposición a aceptar la existencia de contrapesos a su propio poder.

Como dijera el general prusiano von Moltke, ningún plan sobrevive el primer contacto con el enemigo. Los presidentes de 1988 a 2018 pudieron haber desmantelado aquel entramado institucional, pero optaron por respetarlo en aras de avanzar un proceso de (supuesta) transición democrática. El presidente López Obrador demostró que se trataba de una falacia, un castillo de naipes.

La realidad es muy clara: México ha dado enormes pasos en algunos ámbitos, pero sigue atrapado en un pasado autoritario en la mayoría de los otros. Peor, los mecanismos autoritarios de antaño ya no funcionan, por lo que todo ese México que se quedó rezagado vive sumido en un mar de violencia, extorsión, desigualdad y el consiguiente resentimiento. Ni autoritario ni democrático: un espacio difuso e inestable a la mitad del río.

Pero ese río es extraordinariamente riesgoso, inestable y propenso a la violencia. El gran éxito del presidente ha radicado en explotar los sentimientos y resentimientos de toda esa población (mayoritaria) que quedó atrapada en el camino, pero no le ha ofrecido solución alguna. Su respuesta ha sido meramente retórica: una retahíla permanente e interminable de palabras mañaneras que asignan culpas sin jamás asumir responsabilidades. Todo menos soluciones.

Lamentablemente, los ejemplos de transiciones como la española, chilena o coreana, por citar tres claramente exitosas, no son aplicables a México. En esas naciones, cada una en sus circunstancias, la transición fue integral: el objetivo era abandonar el pasado autoritario para construir una sociedad democrática. En México el objetivo se limitó a atender algunos problemas, especialmente los de confianza de los inversionistas y las disputas postelectorales. El objetivo no fue, ni es, la transición hacia una sociedad democrática.

Atrapados a la mitad del río, donde no funciona nada: no crece la economía, persiste la violencia y los resentimientos son brutales. La palabra la tiene la sociedad mexicana -toda ella- que, con su actuar y su activismo, tiene en sus manos la oportunidad de forzar la salida de este atolladero. La manifestación de hoy será una prueba de voluntades.

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