Luis Rubio
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REFORMA
24 noviembre 2024
Luis Rubio
No hay mejor guía para determinar si empata el liderazgo con las circunstancias del país que evaluar su visión del pasado y del futuro, especialmente en términos presupuestales. Nada más concreto que el contenido del presupuesto gubernamental, pues ahí se plasman las prioridades, los intereses y las perspectivas que el gobernante le imprime a su administración y al futuro de la nación. Todo el resto, como dijera algún expresidente, es demagogia.
“El pasado es prólogo” escribió Shakespeare, pero en materia gubernamental con frecuencia el pasado acaba siendo un fardo porque sus componentes se quedan permanentemente incrustados en las leyes, reglamentos y, sobre todo, presupuestos. Decisiones de gobiernos anteriores, quizá justificables en el contexto en que se dieron, acaban siendo hechos consumados que se convierten en derechos adquiridos y, por lo tanto, intocables. Muchos contratos laborales, transferencias e innumerables partidas presupuestales, se convierten en realidades políticas que le impiden al país avanzar. El novelista inglés L.P. Hartley resumió el problema de manera cabal: “El pasado es un país extranjero: ahí hacen las cosas de manera diferente.” La clave del presupuesto de un gobierno nuevo radica en lidiar con los lastres del pasado, como el déficit fiscal, pero construir los cimientos de un futuro diferente.
‘Nada más importante que la inversión en el futuro,’ con frecuencia nos dice la retórica de candidatos y políticos, pero pocas veces -en México prácticamente nunca- se llevan a cabo esas inversiones. En lo que concierne al gobierno, lo crucial no es hacer las cosas, sino crear condiciones para que estas ocurran y eso implica inversiones en al menos tres rubros clave en el sentido presupuestal: educación, salud e infraestructura. Además, dadas nuestras circunstancias, habría que adicionar un cuarto factor, sin cual todo el resto acabaría siendo irrelevante: la seguridad pública. ¿Son esas las prioridades del gobierno?
A pesar de la evidencia abrumadora a nivel mundial de que la educación es el principal activo con que puede contar cualquier nación, en México seguimos atorados en el pasado. Peor, el gobierno anterior no sólo no rompió con esa indigna tradición, sino que explícitamente procuró politizar la educación todavía más. Países sin recursos naturales como Japón, Corea, Singapur convirtieron a la educación en su boleto de salida hacia el desarrollo y todos ellos se transformaron, logrando elevadísimas tasas de crecimiento económico, con una consecuente acelerada disminución de la pobreza. Lo mismo se puede decir de la salud: el lado anverso de la moneda de la educación. Los dos factores cruciales que permiten no sólo trasformar la vida de las personas, sino avanzar el desarrollo del país. ¿Existe un cambio de vectores en el presupuesto de estos rubros?
La infraestructura es otro elemento crucial en esta ecuación pero, a diferencia de la educación y la salud, donde típicamente predomina la presencia pública, en infraestructura es perfectamente factible desarrollar proyectos con financiamiento privado, reduciendo drásticamente la necesidad de escasos recursos gubernamentales. Una visión de infraestructura orientada hacia el futuro involucraría rubros evidentes como mejorar las comunicaciones (e Internet) dentro del país, garantizar el suministro de agua y energía confiables y elevar la calidad y condiciones de carreteras, puertos e interconexiones fronterizas. Por ejemplo, es obvio que la ciudad de México requiere un aeropuerto nuevo del primer mundo; lo mismo se puede decir de las carreteras (como la de México-Monterrey y todas las entidades intermedias, absolutamente saturadas). Pensar en el futuro implica no sólo abandonar proyectos irrelevantes del pasado, así hayan sido construidos ayer…, sino desarrollar y construir los que demanda el futuro y una población insatisfecha y crecientemente frustrada.
La urgencia de enfrentar el problema de la seguridad es obvia: ¿Cómo es posible aspirar al desarrollo si la violencia prevaleciente impide la vida cotidiana? ¿Cómo es posible argumentar por el futuro si los niños viven en la incertidumbre permanente y sus padres peor? La primera y más elemental razón de ser de un gobierno es la seguridad, pero en nuestro país ese principio se ha evadido de manera sistemática, culpando a los vecinos o al pasado en lugar de asumir el hecho mismo de que no existen condiciones para que la población viva segura y comenzar de ahí: de abajo hacia arriba. En contraste con las otras prioridades, ésta es más compleja de asir, pero sin ésta las otras disminuyen en viabilidad. Parafraseando a Dag Hammarksjold, el otrora secretario general de la ONU, “la seguridad no existe para llevar a la población al cielo, sino para salvarla del infierno.”
El gobierno anterior no tuvo un ojo viendo hacia el pasado, sino ambos: como decía un letrero en Londres hace algunos años, “Una nación que mantiene un ojo en el pasado es sabia; Una nación que mantiene dos ojos en el pasado está ciega.” ¿Cómo romper el entuerto? Esa es la pregunta clave: ningún gobierno puede olvidarse del pasado, pero la misión del gobierno es hacer posible el futuro. El presupuesto tiene que reflejar esa mirada: mitad hacia el pasado y la otra decididamente hacia el futuro.
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REFORMA
17 noviembre 2024
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Luis Rubio
La relación con Estados Unidos será siempre compleja por las enormes diferencias entre dos naciones histórica, cultural y económicamente tan contrastantes, pero eso no ha impedido que la vecindad se haya convertido en una fuente de enormes oportunidades. Ahora, pasada la elección presidencial de esa nación, el gobierno mexicano tendrá que definir qué espera de nuestro vecino y cómo se va a relacionar con su nuevo gobierno. Más importante, el verdadero asunto para México es cómo va a lidiar con nuestras propias carencias, porque ese es el tema de fondo.
Hay tres dimensiones que tienen que ser apreciadas. Primero que nada, la profundidad y, sobre todo, trascendencia de la interacción económica. Se trata de quizá la frontera más dinámica del mundo (con más de tres millones de dólares de intercambios por minuto) donde nuestras exportaciones constituyen el principal motor de crecimiento de la economía mexicana. En una palabra, no hay forma de minimizar la relevancia y trascendencia de esta relación.
Un segundo enfoque es el hecho, evidenciado en esta elección, del enorme cambio, convulsión, que experimenta la sociedad americana, tanto en su interior como respecto al resto del mundo. EUA experimenta un complejo ajuste ante la polarización interna, el cambio en el llamado orden mundial y la emergencia de China como factor transformador y la reaparición de la geopolítica en un mundo cambiante. Su historia siempre ha sido así: como dijo sobre ellos Churchill, “los americanos siempre harán lo correcto, después de haber intentado todo lo demás.”
Tercero, y más directamente concerniente a la nueva realidad después del triunfo de Trump, la relación bilateral retornará a una estructura transaccional donde los intercambios serán con frecuencia asimétricos, pero siempre transparentes. En contraste con gobiernos de corte más tradicional, Trump es claro, directo y con preferencias muy simples, aunque las presente de manera agresiva. Ante todo, no todo es sobre México: su visión es brusca, pero no siempre falaz y solo un ciego argumentaría que las cosas están bien en nuestro país. Quizá sea tiempo de actuar de manera preventiva: enfrentar de manera clara y directa los problemas que nos aquejan en seguridad, educación, energía y, en general, de desarrollo.
Para México, todo esto se resume en una sola cosa: cómo ve el gobierno de Claudia Sheinbaum a EUA y si comprende las oportunidades y consecuencias de sus potenciales opciones. En una era de economías aisladas era posible pretender distancia e independencia, dos artificios que, en la era de la integración económica (y la inmensa importancia de las exportaciones para el funcionamiento de la economía interna) son irrelevantes, si no es que contraproducentes.
En un mundo ideal, cada país definiría sus intereses, objetivos, oportunidades y preferencias en abstracto para luego buscar la mejor manera de alcanzarlas. En el mundo real, las opciones son acotadas y las consecuencias de errar múltiples. Esto no implica que México deba plegarse ante las demandas estadounidenses, pero sí exige admitir las carencias que enfrenta el país y que son éstas las que crearon la realidad en que hoy nos encontramos. En una palabra, la única manera de garantizar la soberanía es con una economía fuerte y una sociedad desarrollada. Nada supera eso. La pregunta es si el nuevo gobierno estará dispuesto a asumir lo que eso implica.
La geografía nos creó una oportunidad inmensa, pero como país hemos sido negligentes en crear condiciones para que la conexión física con nuestros vecinos se convierta en una palanca para el desarrollo integral del país. Podemos apreciar o despreciar a los norteamericanos, pero nuestro vecino nos ofrece una excepcional oportunidad, siempre y cuando la sepamos asir.
Y las carencias se remiten a decisiones que se han venido tomando, o no tomado, a lo largo de las décadas en áreas clave como la educación (donde el desarrollo de las personas a su máximo potencial es lo más distante de los proyectos gubernamentales); la salud (donde en lugar de privilegiar un sistema eficiente y generalizado se han cerrado opciones, especialmente para los más necesitados); prioridades erradas (o inexistentes) en materia de infraestructura para facilitar la actividad económica; conflictos comerciales absurdos; y un régimen legal, y ahora judicial, que hace más por ahuyentar y disminuir la inversión que por promover el desarrollo del país. En una palabra, México se ha negado a desarrollarse de manera integral.
El problema no es Trump ni los americanos, sino nuestras propias mitologías, que han sido el verdadero impedimento a nuestro desarrollo. Las exportaciones muestran un camino, pero el éxito depende de encarar el hecho de que México se partió en dos: un México abierto y competitivo y un México rezagado, violento y extorsionado. Y ambos conviven en el mismo lugar. Ese es el verdadero reclamo de Trump y no se equivoca…
La sucesión presidencial estadounidense anticipa una etapa compleja, pero no hay que perder de vista que la interdependencia es una realidad para las dos naciones. Si en lugar de “ponernos las pilas” nos enfrentamos a ellos, vamos a acabar mal. El comienzo simultáneo de dos gobiernos es una gran oportunidad para cambiar los vectores nacionales hacia el desarrollo.
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REFORMA
10 noviembre 2024
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Luis Rubio
En su discurso ante los empresarios estadounidenses y mexicanos la presidenta dio tres mensajes: primero, el tratado de libre comercio entre las dos naciones es clave para México y debe ser fortalecido; segundo, las inversiones extranjeras son fundamentales para el desarrollo de país; y, tercero, las inversiones están seguras y habrá reglas claras. Ella así lo garantiza. La gran pregunta es qué tan creíble es esa garantía para los potenciales inversionistas.
Madison, presidente de EUA al inicio del siglo XIX, explicó por qué es problemática la afirmación de la presidenta Sheinbaum: “Puede ser un reflejo de la naturaleza humana el que tales mecanismos [los contrapesos] sean necesarios para controlar los abusos del gobierno. Pero ¿qué es el gobierno en sí mismo, sino el mayor de todos los reflejos de la naturaleza humana? Si los hombres fuesen ángeles, no sería necesario ningún gobierno.” Para que las “garantías” que ofrece la presidenta tengan credibilidad entre potenciales inversionistas, nacionales o extranjeros, éstas tienen que estar sustentadas en estructuras institucionales que gocen de legitimidad y permanencia, justo lo contrario a lo que el país vive estos días.
De hecho, apenas pasaron algunas horas entre el discurso de la presidenta ante el consejo empresarial bilateral para que sus propias palabras demostraran lo frágil de sus garantías. En lugar de afirmar que los jueces o la Suprema Corte resolvería sobre los diferendos en materia judicial, lo que daría sustento a la división de poderes y al contrapeso que ese poder debería representar, la presidente afirmó que “La jueza se está extralimitando” y que no se va a acatar una orden de un juez, en este caso un amparo, porque “la petición de esa juez no tiene sustento jurídico.” Yo no juzgo sobre la materia en disputa porque no tengo idea quién tiene razón en el diferendo específico, sólo leo las declaraciones y deduzco la obvia contradicción entre lo dicho en un foro y en el otro.
En el primer foro ofrece reglas claras y garantías, en tanto que en el segundo afirma que éstas no existen y que ella es la autoridad última para determinar qué es legal y qué no lo es. ¿Qué habría de concluir de esto el abogado corporativo de las empresas que podrían interesarse en invertir en nuestro país? Como escribió Madison en el Federalista 51, los contrapesos son la única garantía porque los seres humanos, los de a pie y los presidentes, da igual, no son ángeles y son susceptibles de cambiar de opinión y apegarse las veleidades del momento.
Por si faltara claridad en la visión presidencial, unos días después cerró el círculo al afirmar que “Ni una jueza, ni ocho ministros, pueden parar la voluntad del pueblo de México.” Yo no se cuál es la voluntad del pueblo de México, pues incluso con su amplio margen de victoria electoral ella no representa a la totalidad de la población. Además, lo que se estaba votando era quién nos gobernaría, no cada decisión o propuesta legislativa específica. Como escribió Ruchir Sharma “La intromisión del Estado es una práctica generalizada [en América Latina]. Los intentos erráticos por reformar el sistema judicial en México, la reforma constitucional en Chile y la interferencia presidencial en las empresas estatales en Brasil están aumentando la incertidumbre y ahuyentando a los inversores internacionales.” Si la presidenta tiene razón, la inversión crecerá de manera significativa; si Sharma tiene razón, vendrán tiempos complejos para México y para el proyecto del nuevo gobierno.
La pregunta que queda en el aire es si, efectivamente, como afirmó la presidenta, “sus inversiones están seguras en México.” En la frase que siguió radica la clave: “Tengamos la certeza todos que va a ser con reglas claras.” Quienquiera que haya observado la manera en que se aprobó la reforma judicial o, todavía peor, las leyes secundarias, tendrá severas duras de eso que se denomina “reglas claras.” Lo que yo observé fue una colección de procesos caóticos, poderosos intereses particulares sesgando los artículos de las nuevas leyes, una jauría viendo como sacaba raja del trámite y una abrumadora mayoría de legisladores simplemente levantando la mano sin tener idea (o el menor interés) de lo que se estaba aprobando. Más que reglas claras, lo que la reforma judicial anticipa es una verdadera anarquía en el proceso de elección de jueces, muchos de ellos escogidos para responderle a algún líder político o criminal.
Más que claridad en las reglas, lo que el gobierno está avanzando es una creciente incertidumbre respecto al futuro, exacto lo opuesto a lo que requiere un inversionista para comprometer su patrimonio en nuestro país. La incertidumbre no es un factor nuevo en el gobierno mexicano: de hecho, esa fue la razón por la que se procuró el TLC en los noventa, el factor más importante de estabilidad y avance económico en los últimos cincuenta años. El problema hoy es que no hay garantías de permanencia del Tratado y el gobierno mexicano insiste en elevar los niveles de incertidumbre.
Como dijo Cantinflas, «A la hora de votar, todo son promesas…a la hora de cumplir, todo son excusas.» La certidumbre se logra con instituciones, no con promesas o garantías personales. Nunca es tarde para comenzar a construirla.
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REFORMA
03 noviembre 2024
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Luis Rubio
“La izquierda política nunca ha entendido que, si le das suficiente poder al gobierno para crear ‘justicia social,’ le has dado suficiente poder para crear despotismo. Millones de personas alrededor del mundo han pagado con sus vidas por pasar por alto esta verdad evidente.” Así lo plantea Thomas Sowell, uno de los estudiosos más agudos en asuntos político-económicos, sobre todo en materia de discriminación, por el hecho de ser negro. Esta circunstancia lo distingue de innumerables intelectuales y políticos y le confiere una gran latitud para hacer preguntas que nadie más se atrevería a hacer o a plantear ideas que contravienen el “sentido común.”
El juicio y sentencia reciente de un exsecretario de seguridad pública ha puesto a todo el sistema político mexicano en el banquillo de los acusados. Aunque el partido en el gobierno intenta sacar raja política del veredicto que ahí surgió, la realidad es que el juicio evidenció a todo México, especialmente a sus gobiernos. Lo fácil es intentar limitar el daño atribuyéndole toda la culpabilidad al individuo que fue motivo del juicio o a su exjefe, pero una observación más cuidadosa revelaría que ese es un pleito callejero de poca importancia. Lo que realmente ocurrió en ese juicio es que se desnudó al sistema político en su conjunto porque éste funciona al servicio del crimen organizado independientemente de quien esté a cargo.
Todo el sistema de gobierno ha sido condenado. Si a eso sumamos la disfuncionalidad que ese mismo sistema tiene para el ejercicio de sus funciones normales y cotidianas, el asunto adquiere otras dimensiones. Baste observar el desequilibrio histórico entre los poderes públicos, ahora exacerbado por la subordinación dominante. Lo mismo se puede decir de la relación entre los gobernadores y la presidencia, todo lo cual alimenta la inseguridad en todo el país.
Vivimos en un país en el que el gobierno es sumamente pesado pero que no ejerce su responsabilidad de preservar la paz y la seguridad de la población a la vez que se avanza el desarrollo económico. Estas responsabilidades esenciales de cualquier gobierno no se cumplen porque todo el sistema es disfuncional o, más bien, porque no fue diseñado para esos objetivos. El sistema fue diseñado para el control de la población, lo que ya tampoco se alcanza dado que, de facto, está dedicado al funcionamiento eficaz del crimen organizado en general y del narcotráfico en lo particular.
El sistema político que persiste se creó luego del fin de la revolución con el objetivo de restaurar el orden -civil y político- y, con ello, promover el desarrollo económico. El sistema fue creado expresamente para conferirle enorme poder al presidente, a quien se le entregaron instrumentos muy eficaces de control y apaciguamiento. El partido, la distribución de puestos y el acceso a la corrupción, fueron elementos centrales al proyecto postrevolucionario.
Gracias a esa estructura es que pudo prosperar el narcotráfico sin daños colaterales. Cuando comenzó el movimiento de drogas por territorio nacional, desde mediados del siglo pasado, todo parecía diseñado para que éste operara: un gobierno fuerte que establecía reglas y era capaz de hacerlas cumplir; narcotraficantes colombianos orientados estrictamente hacia el mercado estadounidense, es decir, sin arraigo local; y, por encima de todo, un entorno propicio para que las autoridades locales -gobernadores, jefes políticos o militares en cada zona- recibieran “compensación” por el servicio de facilitar el tránsito de estupefacientes. Consistente con la normalidad de la corrupción como instrumento de gobierno, el narcotráfico prosperó sin cesar: los funcionarios cambiaban, pero el negocio, y la concomitante corrupción, perseveraban.
Décadas después la situación cambió de manera radical. Primero, por más que Morena intente recrear la vieja presidencia, el país ya se descentralizó; el gran logro de aquella era -el férreo control de la criminalidad- desapareció del mapa y no existe una estrategia, ni siquiera una concepción de lo necesario, para crear un sistema de seguridad coherente con las realidades actuales. La economía es infinitamente más compleja que antaño; los gobernadores, subordinados al presidente como están, no han creado instrumentos para preservar la paz interna o para promover el desarrollo. En suma, el régimen existente no funciona, en tanto retornar al pasado es una noción absurda por imposible e incompatible con las circunstancias de hoy, por lo que la inseguridad y violencia ascienden incontenibles. En una palabra, hay muchos García Lunas que han tomado su lugar en este río revuelto: se ha normalizado la relación entre política y el crimen organizado.
El asunto central es que el país no cuenta con un sistema de gobierno idóneo en tanto que la presidencia es cada día más poderosa. Sin embargo, como dice Sowell en la cita inicial, persiste un séquito de creyentes que considera que lo mejor es seguir fortaleciendo a la presidencia con su propensión al despotismo. El mal es la excesiva concentración de poder; la solución es una presidencia con los atributos necesarios, pero también con contrapesos efectivos, que le impidan a quien ocupe esa función abusar de su poder y destruir a diestra y siniestra sin acotación alguna.
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REFORMA
27 octubre 2024
Luis Rubio
En la era de oro del PAN, los noventa, el partido tuvo liderazgos fuertes, enfocados y con visión estratégica que le permitieron ir construyendo, paso a paso, el andamiaje que le llevó a eventualmente ganar la presidencia. Aquél era un partido ciudadano, financiado por donativos de la sociedad. La mediocridad de su desempeño y de sus liderazgos en los años sucesivos ocurrió en la era del financiamiento gubernamental. ¿Será ésta una mera coincidencia?
El desempeño de un partido es resultado de una multiplicidad de factores y no se puede simplificar al grado que sugiere el párrafo anterior. Lo que sí se puede afirmar, porque es una obviedad, es que el PAN no logró convertirse en un efectivo y exitoso partido gobernante a nivel federal. Con muchas excepciones de hombres y mujeres que, como individuos y a lo largo de su historia, probaron ser extraordinarios políticos y líderes, los panistas en general no son personas con vocación de poder, algo extraño para un partido político cuya razón de ser es precisamente esa. Por el PAN han pasado distinguidos mexicanos de todos los niveles socio económicos, la mayoría deseosa de construir “una patria libre y generosa” pero con poca inclinación a enfrentar los dilemas que caracterizan a la labor de gobernar y que suelen ser poco nítidos en términos morales.
En contraste, el PRI es un partido de poder, nacido desde el poder y que siempre reclutó a personas cuya naturaleza y vocación era precisamente la búsqueda y administración del poder. En un texto de hace años, Héctor Aguilar cita una anécdota que describe de cabo a rabo al PRI en su época de oro: “Entonces hizo Elpidio Mendoza su primera antesala exitosa en la nueva era priista y llegó frente al Escritorio en Campaña. –¿Profesión? -Político. -Me refiero a lo que usted sabe hacer. -Política. -Pero un doctorado, una maestría, una profesión, algo útil… -Sólo política –repitió Elpidio Mendoza conforme daba la media vuelta-. Y aguantar la vara”.
Las biografías del PAN y del PRI son muy distintas, comenzando con que el primero haya nacido expresamente como reacción al segundo. Muchos ciudadanos asocian al PRI con la corrupción, en tanto que la principal fuerza motriz del PAN fue su crítica al PRI y a la corrupción. Sin embargo, una vez en el poder, el PAN se mimetizo y resultó ser igual de corrupto como partido gobernante, pero con una muy inferior calidad de gobernanza. Nada describe mejor el contraste que la declaración de algún político priista, orgulloso, afirmando que “seremos corruptos, pero sabemos gobernar.”
Ahora que el TRIFE avaló las tropelías del liderazgo priista actual, cuya propensión parece ser la de ir a imitar la conducta del partidos al servicio del mejor postor, todo esto en el contexto de una oposición en franca minoría, de casi irrelevancia dada la forma abusiva en que se llevó a cabo la repartición de curules, la pregunta es si alguno de estos dos partidos tendrá la capacidad de transformarse para competir exitosamente contra el movimiento casi hegemónico (pero no uniforme) que hoy gobierna al país, o si nacerán nuevas organizaciones que sí sean capaces de competir.
El PAN es hoy un partido mucho más grande en número de votos que el PRI, pero ambos enfrentan la imperativa necesidad de repensarse, reestructurarse y transformarse en fuerzas capaces de competir exitosamente con Morena en los comicios de los próximos lustros, comenzando en 2027 a nivel federal y, desde ya, a nivel local. Su alternativa es simple y llana: morir.
Después de la fracasada y mal organizada alianza de 2024, cada una de estas formaciones seguirá su propio camino, dejándole a la ciudadanía que no votó por Morena (un nada despreciable 45% del total) ante a la tesitura de quién podrá efectivamente representarla y abrigar sus preocupaciones y expectativas. Los mitos y desprecios entre estas dos agrupaciones son legendarios (muchos justificados) y hay amplias porciones del electorado que jamás votarían por uno o por el otro. En este contexto, la pregunta es si alguna de ellas será capaz de, efectivamente, responder ante el momento, la circunstancia y las demandas de la ciudadanía. Los inevitables problemas que enfrentará el gobierno de Morena constituyen un enorme incentivo para esa transformación.
En su estado actual, el panorama para la oposición no es encomiable. El costo y la complejidad de crear una nueva organización partidista es elevado, pero mi impresión es que el declive del PRI constituye una excepcional oportunidad para que liderazgos jóvenes y atractivos, bajo la guía de experimentados, ilustres y enfocados políticos (ex) priistas, tendría una alta probabilidad de ser exitoso. Liberados del yugo del patético liderazgo priista, la caterva de mujeres y hombres de poder y veteranos de muchas peleas, además de su calidad de estadistas casi inexistente en las otras organizaciones, podría hacer la gran diferencia. Si ese conjunto de personajes visionarios es capaz de construir un partido nuevo, libre de las lacras que lo caracterizaron, se podría convertir en una fuerza imparable frente a un Morena que parece hegemónico pero que tiene tal propensión a la fractura, fragmentación y corrupción, además de los enormes dilemas de gobernanza que enfrentará, que bien podría ser vencible antes de lo aparente.
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REFORMA
20 octubre 2024
Luis Rubio
En julio de 1914, un mes antes de que estallara la primera guerra mundial, ninguno de los protagonistas en la que sería una cruenta conflagración tenía idea de lo que venía o, como escribe Christopher Clark, caminaban como sonámbulos hacia el precipicio. El momento actual de México guarda un gran parecido con esta descripción: el nuevo gobierno está absolutamente seguro de su visión, lo que le impide valorar el acontecer a su derredor como la amenaza, u oportunidad, que podría ser.
La reforma judicial genera anticuerpos en ambos lados de la discusión: para quienes la apoyan, el nuevo mantra es la solución universal a los problemas de justicia del país; para quienes la denuestan, la nueva ley constituye una amenaza a los valores más fundamentales de la democracia y la estabilidad económica. En el mundo terrenal, como ilustraron diversos entrevistadores dentro de las sedes de las cámaras legislativas en el momento en que se votó la reforma, la mayoría de los diputados y senadores no tenían idea del contenido de lo que estaban votando ni se habían preguntado si la iniciativa constituía una solución viable al problema planteado. Vaya, la mayoría ni siquiera sabía cuántos artículos tiene la constitución. El punto es que la reforma judicial trastoca todo el sistema de gobierno, pero los responsables de aprobarla nunca meditaron sobre su relevancia o implicaciones.
La semana pasada la Suprema Corte decidió dar trámite a la petición de revisar el proceso de aprobación de la reforma judicial y la separación de poderes. Yo no soy abogado y no pretendo litigar el asunto, pero la reacción tanto de los liderazgos de Morena como de la presidenta sugieren un total rechazo a cualquier acción, incluso interpretación, que no se apegue estrictamente a la ortodoxia oficial. Y esto antes de que se tenga la menor noción sobre lo que podría ser el contenido que arroje la Suprema Corte. La pregunta obligada es si ésta es una manera constructiva de avanzar el desarrollo o, pensando en términos de la anécdota sobre la primera guerra mundial, si no hay forma de evitar una crisis que pondría en entredicho los objetivos del propio gobierno y al país.
Algunas personas dentro de la administración reconocen los riesgos inherentes a la implementación de la reforma y sus potenciales consecuencias tanto para la justicia misma, como para el desarrollo económico. Sin embargo, si se observa el contexto más amplio, la acción de la Corte le abre una enorme oportunidad a la presidenta Sheinbaum. Una postura más receptiva podría lograr, de un solo golpe, consolidar su gobierno, abrir la puerta a la inversión privada, sobre todo extranjera, y asentar los cimientos del Estado de derecho, del cual el país ha adolecido por casi toda su existencia. En una palabra, cambiando la óptica quizá podría ser posible darle vuelo al nuevo gobierno.
La reforma judicial tiene una lógica estrictamente política. Si bien es evidente que el país carece de un sistema de justicia que efectivamente atienda y resuelva los problemas y disputas que aquejan a la mayoría de la población, la reforma no se enfoca a nada de esto. Para comenzar, la abrumadora mayoría de los asuntos que conciernen o aquejan a la población se refieren al fuero común, a diferencia del federal, que es el principal objetivo de la reforma. También, es más que evidente que la reforma nunca hubiera sido promovida de haberse quedado el ministro Zaldívar en la Corte, lo que le resta ese halo de legitimidad y poder que Morena le atribuye a la iniciativa.
Más al punto, a ningún gobierno en el mundo le gusta que se limite su poder. Es por eso que los presidentes recurren a decretos (para evitar ir al poder legislativo) o nominan jueces, magistrados y ministros que consideran afines a su proyecto.
La razón de la separación de poderes es, precisamente, la de conferirle certidumbre y predictibilidad a la ciudadanía en general y a los diversos actores y agentes sociales en lo particular. Mientras más fuerte el ejecutivo, el objetivo de la reforma judicial, menos desarrollo económico y mayor incertidumbre. Es decir, si el gobierno pretende ser exitoso en sus proyectos, tiene que aceptar la existencia de contrapesos efectivos y creíbles. El dilema es real.
En Estados Unidos la Suprema Corte era un contrapeso débil a su inicio y, como en todas partes, el gobierno procuraba mantenerlo así, comenzando por el intento, en 1800, de una administración por saturar al poder judicial con jueces afines, que el siguiente gobierno pretendió revertir derogando la ley respectiva. En la controversia constitucional que siguió, Marbury vs Madison, la Suprema Corte asumió facultades de revisión constitucional, lo que permitió resolver el diferendo específico entre la administración entrante y saliente, pero también establecer a la Corte como el árbitro de las controversias entre los otros dos poderes públicos.
El punto es que la presidenta Sheinbaum tiene en sus manos la oportunidad de transformar al país mucho más allá de lo que probablemente imaginaba. De aceptar la posibilidad de modificar o, incluso, derogar la reforma, el país adquiriría el fundamento de una verdadera separación de poderes y ella consolidaría su plataforma para efectivamente impulsar el desarrollo inclusivo y equitativo del país.
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EN REFORMA
13 octubre 2024
Luis Rubio
“La democracia, dice el estudioso Larry Diamond, es un sistema de gobierno de la mayoría, limitado por contrapesos y equilibrios institucionales.” Esta definición clásica claramente no está entre las prioridades del nuevo gobierno.
Un discurso, por alentador que fuera, no hace verano, pero puede constituir un primer paso en el proceso de reconstrucción que tanto le urge al país. Más allá de lealtades personales e historias comunes, el sexenio pasado no fue un dechado de virtudes, excepto para quienes dependen del gobierno: los de hasta arriba y los de (casi) hasta abajo. Para prosperar, como dijo que se propone la señora presidenta, es indispensable abrir la competencia y generar empresas productivas, no contratos gubernamentales y población dependiente del gobierno. La utilidad política de ambos es más que evidente, como se reflejó en la elección, pero no constituye una plataforma sólida o sostenible (y financieramente viable) de desarrollo, crecimiento económico o reducción de la pobreza y la desigualdad.
Eliminar los mecanismos que permiten, o debieran garantizar, las libertades y derechos ciudadanos, como ha venido ocurriendo repetidas veces en los últimos meses, implica erradicar la predictibilidad legal en un país que requiere una economía mucho más dinámica de la existente y que, por fuerza, tiene que atraer inversión extranjera.
Lo anterior es fundamental porque el país vive un momento inusitado en el que desparecieron todas las anclas de estabilidad construidas a lo largo del siglo XX, en tanto que las que se intentaron desarrollar para reemplazarlas, todo esto en las pasadas tres o cuatro décadas, no lograron cumplir el mismo cometido.
El país de hoy cuenta con elecciones libres (difícil negarlo por parte del nuevo gobierno); protecciones muy débiles, por no decir casi inexistentes, de los derechos ciudadanos; y una ciudadanía muy diferenciada entre quienes siguieron lealmente al presidente saliente y quienes deseaban un esquema de contrapesos. El gobierno saliente erosionó lo poco que existía y, en sus embistes finales, acabó por sembrar las semillas de una potencial recreación del autoritarismo de hace un siglo, o peor.
El planteamiento institucional es más bolchevique que liberal o, como dirían los ingleses, distante de Edmund Burke, el filósofo que analizó críticamente la revolución francesa y concluyó que la clave radicaba en la preservación de las leyes y las libertades, con un gobierno competente. Desde esta perspectiva, lo mejor que se puede esperar del gobierno recientemente inaugurado es, si todo sale bien, un gobierno competente.
La filosofía que yace detrás del discurso inaugural diverge de lo que el país (medio) intentaba construir en términos de gobierno funcional y a la vez acotado por las estructuras del reino de la ley, al considerar que el monopolio del poder, y no de la ley, es necesario para el desarrollo del país. Tanto las reformas recientes como los instrumentos frecuentemente empleados en los últimos tiempos, como la prisión preventiva, con mucha facilidad podrían convertirse en mecanismos de control y sometimiento en una sociedad que, independientemente de su voto, ha demostrado una histórica inclinación por la libertad.
No sobra repetir la famosa frase de Porfirio Díaz -no un liberal- afirmando que “gobernar a los mexicanos es más difícil que arrear guajolotes a caballo.” El mexicano, independientemente de su situación socioeconómica, no se dobla fácil (“obedezco, pero no cumplo”). Aunque se afirme libertad, la pretensión implícita de someter a una población que vive al día y que depende de las exportaciones es extraordinariamente ambiciosa, por no decir temeraria.
De hecho, la nueva ortodoxia varía respecto a la anterior. Por ejemplo, antes, los nombramientos a entidades señeras como la Comisión Nacional de Derechos Humanos, el INE, la Suprema Corte o, incluso, al Banco de México, respondían a un criterio estricto de lealtad. Hoy hay un criterio ideológico: quien quepa es bienvenido. El resto queda afuera. Con esto no quiero sugerir que los nombramientos de sus predecesores hayan sido impolutos o siempre idóneos, pero sin duda había al menos la pretensión, e incluso propensión, a nombrar personas “técnicamente” calificadas para los puestos clave, algo que no fue el criterio en años recientes.
En su escrito sobre Napoleón, Simon Schama describe al personaje como “el prototipo del déspota moderno, cínicamente asumiendo que a la mayoría de la población le importa poco o nada la libertad, las constituciones o la muy cacareada ‘soberanía ciudadana,’ por lo que podía despojarlos de ésta y reemplazar la libertad por el deslumbrante y pírrico triunfo militar.” Si uno quita las últimas dos palabras, triunfo militar, y las substituye por victoria electoral, el esquema no parece del todo ajeno.
Nos guste o no, el futuro de México está atado al resto del mundo. Ratificar o adoptar medidas, leyes y regulaciones que reducen o eliminan contrapesos y atentan contra los principios más elementales del Estado de derecho, entendido éste como la protección de los derechos ciudadanos respecto a la acción gubernamental, es contraproducente para la presidenta e implica jugar con fuego y poner en entredicho todo lo que dice querer lograr.
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REFORMA
06 octubre 2024
Luis Rubio
El fin del gobierno de Andrés Manuel López Obrador abre una nueva etapa para el sistema político mexicano. En el último medio siglo, México pasó de un sistema altamente estructurado en torno a un partido político que era también un complejo sistema de participación y control, a una democracia poco profunda y con instituciones débiles que ahora han sido seriamente erosionadas, cuando no destruidas. Gracias a la fuerza de su personalidad y habilidad política, López Obrador mantuvo la cohesión de la política mexicana en general, y de su partido en particular, lo que ocultó la severa y acelerada degradación política que ocurría tras bambalinas. Ahora, resuelta la sucesión, comenzarán a resultar evidentes los riesgos y las fracturas con que tendrá que lidiar la ganadora de la justa electoral y el país en general. El presidente saliente planeó para concentrar, consolidar y ejercer el poder, el suyo personal, pero no para el futuro del país.
La gran magia del viejo sistema político radicaba en la expectativa de que siempre habría una nueva oportunidad para reinventar al país con el cambio de gobiernos. El mecanismo era inherente a la estructura política derivada de los pactos que dieron forma al Partido Nacional Revolucionario (PNR, el “abuelo” del PRI) y que, mucho tiempo después, Cosío Villegas denominaría como una “monarquía sexenal no hereditable.” El factor clave radicaba en que el poder del presidente no se disputaba pero que al mismo tiempo tenía vigencia limitada, por lo que el país podría reinventarse en la siguiente vuelta, lo que arrojaba un factor de certeza durante el sexenio, pero de absoluta incertidumbre respecto al futuro: lo único que quedaba era la esperanza de que el siguiente gobierno, al reinventar la rueda, resolvería los problemas, los nuevos y los ancestrales, y crearía oportunidades para el futuro. Autoritario o no, el sistema funcionó por varias décadas porque permitía un recambio en la élite política y preservaba la esperanza de un futuro mejor. Al finalizar cada sexenio se debatían las mismas inquietudes: desde la función o influencia del presidente saliente hasta la estabilidad de la economía. Nada ha cambiado en eso, excepto las dimensiones de lo que está de por medio, pero esa diferencia -el grado adicional de incertidumbre- se le debe enteramente al presidente saliente.
Cuando un gobierno era malo, se afirmaba que “no hay mal que dure seis años ni pueblo que lo aguante.” Cuando era bueno, la ciudadanía lo premiaba con un voto favorable en las elecciones del sucesor. El proceso era dinámico y demostraba un alto grado de comprensión por parte de la llamada “familia revolucionaria” tanto de su misión como proveedora de condiciones para el crecimiento económico como de su preocupación por el sentir ciudadano. El sistema político de entonces no era democrático (ni lo pretendía), pero evidenciaba un reconocimiento de la necesidad de actuar ante las necesidades de la ciudadanía. Por sobre todo, el “sistema,” cuyo corazón radicaba en el binomio presidencia-PRI, se sustentaba en el PRI, la institución que confería continuidad, control y disciplina.
En el curso de las décadas, cada presidente impulsó estrategias económicas que procuraban responder ante las circunstancias del momento y, por mucho del siglo XX, esas circunstancias fueron relativamente simples en comparación con el mundo actual, lo que facilitaba una mirada esencialmente introspectiva. La combinación de un poder concentrado en torno a la presidencia y la capacidad de modificar las estrategias gubernamentales de acuerdo con la lectura que el presidente realizaba sobre el momento específico entrañaba consecuencias significativas. De hecho, esta característica hacía que los gobernantes fuesen directamente responsables ante la población del devenir de su gobierno porque, cuando su actuar resultaba exitoso, eran premiados por el electorado; sin embargo, cuando el resultado de su gestión era fallido, por sus propias acciones o por ignorar el contexto internacional (como ocurrió en los setenta y principios de los ochenta), el costo lo asumían enteramente esos presidentes, que después de su gobierno padecían el oprobio popular. El resultado de la elección de Claudia Sheinbaum no deja lugar a dudas del lugar en que queda Andrés Manuel López Obrador al fin de su mandato.
Buenos o malos, exitosos o fallidos, populares o no, los presidentes de antaño no daban paso sin huarache: cuando llegaba el momento de la sucesión, recurrían a mecanismos transaccionales para asegurar un voto favorable, además de que empleaban todos los mecanismos de fraude electoral que fuesen necesarios para asegurar un triunfo abrumador. Y, en efecto, los triunfos priistas eran legendarios, frecuentemente alcanzando votaciones superiores al 80% del voto total (y en 1976 ni siquiera hubo candidato de oposición que contendiera con José López Portillo). El recurso a dádivas gubernamentales a cambio de votos no es excepcional cuando se observa al resto del mundo (la naturaleza del intercambio varía, pero no el hecho mismo), en tanto que el fraude sistemático del estilo que llegó a tener lugar en algunos comicios a mediados del siglo XX ciertamente lo era. Hoy, en 2024, nos encontramos en otra etapa de la política mexicana en la que la competencia política es real y las reglas para la administración de los procesos electorales y la calificación de la elección son producto de entidades autónomas que gozan de amplia legitimidad y reconocimiento popular. Esto desde luego no impide la presencia de toda clase de artificios para influenciar la manera en que vota la ciudadanía, pero estos ocurren mayoritariamente fuera del ámbito que le corresponde al Instituto Nacional Electoral.
La realidad política del país es una de profundos contrastes -por ejemplo, regiones muy exitosas y otras muy rezagadas- pero hoy existe una cauda de información respecto a esas circunstancias que hace sólo unas décadas hubiera sido inconcebible. Hoy los canales de comunicación que facilitan la discusión pública de los asuntos nacionales favorece el avance y retroceso de opciones políticas y partidistas, así como la aparición de candidaturas ciudadanas, algo también difícil de imaginar en el pasado mediato. Desde luego, la mexicana dista mucho de ser una democracia consolidada, una economía ampliamente exitosa o una sociedad mínimamente satisfecha, pero ya no es la nación ensimismada, aislada y pobre de hace algunas décadas. En una palabra, la realidad política del país ha cambiado de manera dramática, excepto en cuando al intento por parte del presidente actual por retornar a las prácticas más primitivas y condenables del pasado, incluyendo la agenda de reformas constitucionales que propuso el 5 de febrero de 2024, cuyo común denominador consiste en fortalecer constitucionalmente a la presidencia y reducir los mecanismos de contrapeso y protección a la ciudadanía por acciones del Estado.
Sólo así se explica su cruzada y desenfrenado activismo por garantizar el resultado electoral de su preferencia, para lo cual claramente estuvo dispuesto a cualquier recurso, comenzando por la compra de votos, seguido por el control de las instituciones y entidades responsables de la conducción, administración y calificación de la elección, esencialmente el Instituto Nacional Electoral (INE), así como el Tribunal respectivo. En el mismo sentido, empleó el púlpito presidencial para promover sus mensajes y a sus candidatos, así como para atacar y descalificar cualquier disenso o crítica. A la luz del resultado de la elección presidencial, es evidente que su cruzada fue exitosa en términos de la victoria lograda por su candidata, dejando al futuro la determinación de las consecuencias más amplias de su proceder. Con esto se confirma que el actuar presidencial a lo largo del sexenio tuvo como objetivo primario el de lograr este éxito. Lo que queda por dilucidarse es si su inversión en fuentes de lealtad a su persona tendrá implicaciones adicionales.
La estrategia
El primer indicio de que el sexenio del presidente López Obrador sería distinto al de sus predecesores se hizo evidente desde que resultó claro su desinterés -de hecho, radical oposición- a promover el crecimiento de la economía. En contraste con todos sus predecesores desde el fin de la Revolución Mexicana hace más de un siglo, el presidente López Obrador no concibe al gobierno, o al poder, como un instrumento para el desarrollo económico del país. En tanto que todos sus predecesores se abocaron a promover la actividad económica, algunos con más éxito que otros, la prioridad del actual gobierno, desde el comienzo, fue la sucesión de 2024 y nada más. Para el presidente el objetivo y racionalidad de su gobierno fue meramente el poder y garantizar una sucesión segura que prosiguiera con su manera de ver al mundo. Ahora, en el ocaso del sexenio, el país tendrá que comenzar a comprender y lidiar con las consecuencias de un gobierno tan poco institucionalizado para el futuro del país.
La estructura formal de división de poderes del sistema político mexicano no correspondía a la realidad del poder que le caracterizó a lo largo del siglo XX. Si bien existían un poder judicial y un poder legislativo, la dominancia del poder ejecutivo era legendaria. Sin embargo, esa dominancia era atemperada por la existencia del partido oficial, cuya estructura institucional favorecía el recambio de las élites así como la continuidad del poder. El famoso llamado británico de que “el rey ha muerto, viva el rey” se reproducía en el sistema mexicano de manera (casi) natural, permitiendo la asunción del poder, pero también la definición de sus límites. En las últimas décadas, por diversos factores, México experimentó la extinción de esa estructura de control político e institucionalidad, presumiblemente para ser reemplazada por un sistema democrático que nunca llegó a consolidarse de manera cabal. Ante esto, quedan interrogantes importantes en el espacio que sólo el tiempo permitirá dilucidar, comenzando por el poder mismo del presidente saliente después de que sea inaugurada su sucesora y la potencial emergencia de estructuras competitivas de poder en la forma de caudillos regionales o nacionales. Es decir, la debilidad institucional cobra ahora nuevos bríos como asunto de primordial trascendencia.
AMLO y la economía
Una de las paradojas del sexenio que concluye reside en el crecimiento de la economía. Si bien el presidente optó por una estrategia que expresamente se abstenía de promover el crecimiento (y la inversión tanto pública como privada que habría sido necesaria para lograr ese resultado), las circunstancias del país y del mundo se tradujeron en tasas de crecimiento relativamente inusuales en la segunda mitad del periodo presidencial. En el primer año del gobierno la economía no creció y luego vino a pandemia, que contrajo severamente la actividad económica; sin embargo, para el cuarto año la economía comenzó a acelerarse hasta lograr un crecimiento de 3.1% en 2023. Esta cifra es ligeramente superior al promedio de 2.5% que se experimentó en las pasadas tres décadas, pero lo significativo es que las administraciones previas dedicaron enormes recursos tanto financieros como burocráticos y humanos a la promoción de la inversión. Sin embargo, en una paradoja de la historia, fue el presidente que no llevó a cabo semejantes inversiones (y a las que se opuso) quien se benefició de esas décadas de reformas y que ahora se observan especialmente en la fortaleza del sector exportador (sobre todo manufacturas, agroindustria y minería), que funciona independientemente (algunos dirían a pesar) de la actividad gubernamental. En realidad, esto no debería ser sorprendente: el principal objetivo de la negociación del TLC norteamericano al inicio de los noventa fue precisamente el de despolitizar las decisiones de inversión. Se buscaba conferir certeza a los inversionistas de que los gobiernos mexicanos del futuro no modificarían las reglas del juego gracias a la existencia de un tratado internacional. La paradoja radica en que el mayor beneficiario de ese tratado, y de las reformas que le sucedieron, fue precisamente el presidente que se opuso a las reformas y que las denostó de manera consistente.
A lo largo de la administración López Obrador y a pesar de la retórica en el sentido de que “primero los pobres”, para el presidente los pobres fueron meramente un instrumento electoral porque disminuir la pobreza iba contra el objetivo sucesorio. Aunque pudiese parecer contradictorio, el presidente, conocedor profundo del poder, optó por asegurar su sucesión no mediante una mejoría en los niveles de vida de la población, sino a través de la construcción de una estructura de lealtades que garantizaran que la población le debiera el voto al presidente o a quien él señalara. Si bien una mejora en el ingreso disponible para las familias evidentemente contribuye a aminorar la pobreza, los subsidios que el presidente procuró en la forma de transferencias en efectivo seguían una lógica política, no una de carácter económico. Salir de la pobreza implicaría ingresar al mercado de trabajo de tal suerte que esa salida adquiriera permanencia y un gradual incremento tanto en el ingreso como en el capital de los integrantes de la familia que otrora se encontraba en la pobreza (objetivo que, al menos nominalmente, perseguían programas de sexenios anteriores, como Progresa, Prospera y similares). En una palabra, una estrategia para romper con la pobreza -máxime en la era digital- requiere del crecimiento sostenido de la economía y de la disponibilidad de medios para incrementar el capital social de las personas, especialmente educación y salud.
La estrategia del presidente López Obrador tenía un objetivo distinto: la mejora del ingreso de las familias a través de transferencias directas en efectivo que, por definición, aminorarían los síntomas de la pobreza, pero no la disminuirían; más bien, implicaba una relación de dependencia. No hay contradicción en esto: el objetivo era crear dependencia hacia el gobierno que se tradujera en lealtad a la persona del presidente, lo que requería que no cambiara la situación “estructural,” por así llamarle, de las personas en pobreza. La racionalidad de esta lógica era muy clara y consciente: en palabras de la presidenta de Morena al inicio del sexenio, “cuando sacas a gente de la pobreza y llegan a clase media se les olvida de dónde vienen, porque la gente piensa como vive.” En pocas palabras: los pobres son una reserva de votos y lo último que le conviene a Morena es que haya menos pobres y más gente de clase media porque esas personas dejan de concebirse como “pueblo” para pensar como ciudadanos. El crecimiento económico acaba siendo un maleficio para el único objetivo que presuntamente motivó a esta administración: asegurar el triunfo en 2024.
El devenir económico del sexenio que está concluyendo no ha sido exactamente como el presidente lo planeó, al menos de acuerdo con la concepción esbozada por la presidenta de Morena citada en el párrafo anterior. Primero, las transferencias en efectivo que realizó el gobierno, pero a nombre del presidente, como si fuese su propio dinero, han tenido el efecto de mejorar la vida de las personas que aparecen en el padrón que el presidente y su equipo construyeron (cuyos criterios formales y listado nominal no son públicos). Es decir, las transferencias han sido exitosas en términos del fortalecimiento de las personas y familias que son beneficiarias de esos programas (adultos mayores, jóvenes y otros públicos-objetivo), pero se preserva la dependencia respecto al gobierno, que es el objetivo expreso. Como ilustra la gráfica adjunta, el incremento en el consumo de la población a lo largo de la segunda mitad del sexenio constituye una evidencia clara del éxito de la estrategia presidencial y explica, al menos en parte, la lealtad que experimentó el presidente en estos años por parte de la población beneficiada y, desde luego, su voto el pasado dos de junio.
En segundo lugar, el aumento del salario mínimo que promovió el presidente beneficia a toda la población dentro de la economía formal, elevando el ingreso real disponible de un segmento importante de la ciudadanía. Ambas cosas, las transferencias y el salario mínimo, modificaron las percepciones de la población y probablemente constituyen un factor importante para explicar la popularidad del presidente. Sin embargo, aunque él se beneficie de estas acciones, la dinámica de cada uno de ellos es distinta: mientras que las transferencias en efectivo tienen un objetivo electoral directo y tangible, el aumento del salario mínimo es más difícil de politizar porque sus beneficiarios son genéricos, no específicos; o sea, se benefician todos los que ganan un salario mínimo, no sólo los que se encuentran dentro del padrón de Morena. De una manera u otra, la población promedio ha experimentado una mejoría en su ingreso real, después de inflación, lo que también explica el incremento en el consumo a nivel popular.
La economía y los votos
Los gobiernos de antaño -desde la Revolución hasta 2018- buscaban los votos por dos caminos: por un lado, procuraban adoptar estrategias económicas y de inversión que se tradujeran en una significativa mejora económica que, a su vez, elevara los niveles de vida y que, por lo tanto, satisficiera a la población, confiando que eso se traduciría en un voto favorable al gobierno saliente. Desde los programas de desarrollo de infraestructura rural en los treinta del siglo pasado hasta el programa de construcción carretero, la expansión de la red eléctrica y el Tratado de Libre Comercio de Norteamérica, por citar tres tipos de estrategia muy distintos, todos los gobiernos procuraron acelerar el crecimiento de la economía. El éxito de las primeras décadas posteriores al fin de la Revolución se puede apreciar no sólo en el crecimiento mismo de la economía, sino también en la movilidad social, el crecimiento de las ciudades y, con ellas, de una clase media incipiente. Así como hubo gobiernos sumamente exitosos (destacan los de la era conocida como del “desarrollo estabilizador” entre los cuarenta y el inicio de los setenta), también hubo aquellos cuyas ambiciones fueron mucho más grandes que su capacidad para conducir la economía nacional, como ocurrió en la década de los setenta, que culminó con la crisis de deuda externa de 1982. En este sentido, algunos de esos gobiernos fueron sumamente exitosos, en tanto que otros acabaron provocando terribles crisis, pero no hubo uno solo que no hubiera seguido la lógica del progreso por medio del crecimiento de la economía, similar a lo que uno podría observar en prácticamente cualquier lugar del planeta.
El gobierno del presidente López Obrador rompió con esa racionalidad. Convencido de que los problemas del país comenzaron, y son producto, de las reformas que se emprendieron a partir de la crisis de deuda externa de los ochenta, el presidente se abocó a reconstruir el mundo idílico de su memoria cuando fue líder del PRI en su estado natal de Tabasco. Los elementos centrales de su visión se resumen en: una presidencia fuerte que decide sin limitación por parte de organismos autónomos o regulatorios; PEMEX como fuente principal de demanda en la economía; el poder económico subordinado al poder político; y la construcción de un partido hegemónico, para lo cual es legítimo emplear todos los recursos del Estado. Lo que nunca fue claro en el proyecto presidencial antes de su inauguración en 2018 fue el abandono del proyecto desarrollista que fue característico de todos los presidentes a lo largo del siglo XX.
Para el presidente lo único importante fue su proyecto de sucesión, objetivo para el cual se destinaron todos los recursos y capacidades del gobierno, comenzando por el más exitoso de todos, la llamada “mañanera,” un ejercicio cotidiano de comunicación y manipulación de la opinión pública que logró y afianzó el elevado nivel de popularidad de que goza el presidente, aun cuando la economía, la seguridad, la salud y la educación, entre otros factores clave para le vida de la ciudadanía, experimentaron serios deterioros.
En este contexto, la forma en que el gobierno procuró asegurar la sucesión presidencial recayó en iniciativas políticas más que económicas. Consecuentemente, todo lo que se hizo a lo largo del sexenio siguió una lógica estrictamente electoral: dónde están los votos y cómo asegurar que los programas gubernamentales los hagan dependientes de las dádivas que otorga el gobierno, pero siempre a nombre del presidente. Las transferencias a adultos mayores, a los jóvenes y a otros públicos-objetivo tuvieron una lógica estrictamente política y la evidencia muestra que la pobreza no fue uno de los criterios relevantes. Es decir, la narrativa se integraba de un discurso de combate a la pobreza, pero la estrategia del gobierno era mucho más directa, como si fuese un rayo láser: asegurar los votos. Está por verse si la combinación del discurso, la narrativa, y las transferencias, logran su cometido.
A diferencia de sus predecesores, el presidente procuró construir una plataforma de dependencia hacia su persona; de manera similar a sus predecesores, desarrolló una serie de mecanismos dedicados a comprar los votos. En la era post revolucionaria, muchos gobiernos se abocaron a buscar votos siguiendo una lógica transaccional: los candidatos inventaban toda clase de mecanismos para intercambiar favores por votos. En alguna era distribuían enseres domésticos, en otra desayunos o despensas, todo aquello a cambio de la promesa del voto; más recientemente inventaron las tarjetas que producían dinero en efectivo en los cajeros bancarios. La mecánica se facilitó, a la vez que se elevó el grado de certeza de la eficacia del intercambio, con la aparición y generalización del empleo de los teléfonos celulares, pues con eso los proveedores de beneficios intercambian el favor por la fotografía del voto mismo. Cualquiera que sea la mecánica, antigua o moderna, el propósito siempre fue transparente: independientemente del desempeño del gobierno saliente, el candidato o candidata ofrecen un “incentivo” para que el votante responda favorablemente el día de los comicios. Si uno suma las dos cosas, el proyecto electoral adquiere un sentido político inexorable.
Muchas de las estrategias electorales que caracterizaron a la era priista del siglo XX fueron erradicadas por la reforma electoral de 1996 en que se legisló (con la aprobación unánime de todas las fuerzas políticas del momento) la creación no sólo de una autoridad autónoma dedicada a la administración de los comicios y a la calificación de la elección. Con esto, desaparecieron toda clase de artilugios bien conocidos por los mexicanos a lo largo del siglo XX, algunos con nombres peculiares (como el “ratón loco”), pero todos abocados a lograr el resultado esperable a través de la manipulación del padrón, el uso faccioso de los medios de comunicación o el abuso de los instrumentos gubernamentales para cerrarle el paso a la oposición. Con la reforma de 1996 se prohibieron todas esas prácticas y, aunque lo que siguió no fue perfecto, constituyó un esquema de impecable equidad para la competencia electoral, como muestran las innumerables alternancias de partidos en el poder a todos los niveles de gobierno. Una de las interrogantes que arroja la reciente elección es si estos juicios siguen siendo válidos: el resultado fue tan abrumador que se abre un compás de posibilidades extraordinariamente amplio, mucho de ello potencialmente regresivo.
La reforma electoral referida, en su componente constitucional, fue aprobada de manera unánime por todas las fuerzas políticas del momento, pero el PRD, antecedente de Morena, se negó a votar favorablemente por la legislación secundaria. Es decir, siempre existió una reticencia, cuando no escepticismo, dentro del contingente que hoy encabeza a Morena respecto a la legislación electoral y de las instituciones que de ésta emanan. Desde esta perspectiva, no es producto de la casualidad que López Obrador se negara a reconocer el resultado electoral de 2006 y que tanto él como buena parte de su base de seguidores sigan argumentando que su derrota fue producto de un fraude electoral. Ya en el gobierno doce años después, el presidente confrontó al consejo del INE en repetidas ocasiones y, vía nombramientos de personas leales a él, se abocó a debilitar, si no es que someter, a la autoridad electoral a sus preferencias. Con esto se cierra el cerco que construyó el presidente y que incluye todos los elementos que fue estructurando para asegurar la victoria en los comicios de junio de 2024: la narrativa, las transferencias, la autoridad electoral y su propio activismo político y control de gran parte del aparato institucional del país.
Las encuestas
Otro enigma que sólo el tiempo permitirá aclarar radica en la enorme varianza -preferencias sumamente distintas entre unas y otras- en los resultados que arrojaban las diversas casas encuestadoras a lo largo del proceso electoral. En adición a ello, décadas después de que el país comenzó a contar con procesos electorales profesionalmente administrados y de una sensible mejoría en los niveles de vida de la población, el sexenio que ahora concluye creó una paradoja que también sólo el tiempo permitirá aclarar de manera cabal: mientras que el número de personas que se asumen como ciudadanos crece, la lealtad al presidente debido a su narrativa y programas sociales también se fortalece. ¿Será ésta una contradicción? ¿Una incongruencia? El tiempo dirá.
Según una encuesta de Alejandro Moreno (El Financiero, mayo 2, 2023), sesenta por ciento de los mexicanos afirma estar satisfecho con su vida, ha visto sus ingresos reales crecer y cuenta con un empleo. Ese mismo 60% apoya al presidente y considera que su gestión ha hecho posible la estabilidad y bienestar de que goza. Por su parte, el 40% restante desaprueba de la gestión del presidente por considerar que está dañando los cimientos del bienestar futuro y atentando contra los prospectos de crecimiento y bienestar. Uno se pregunta qué es lo que hace que dos grupos de una misma sociedad puedan tener percepciones tan radicalmente contrastantes sobre un mismo fenómeno o momento histórico. Según Moreno, la diferencia fundamental entre los dos grupos de mexicanos es el nivel de escolaridad: si bien el voto de universitarios fue crucial en la elección del presidente en 2018, hoy esa cohorte representa al segmento más crítico de su labor. Los dos contingentes más sólidos que sustentan la popularidad del presidente son los mexicanos de mayor edad y las personas con menor escolaridad. La conclusión inevitable es que las personas más desfavorecidas en sus ingresos y perspectivas de vida y empleo se han beneficiado de la estabilidad económica, el crecimiento del ingreso disponible real y de un mercado laboral que, después de la pandemia, ha ofrecido mayores oportunidades de empleo. Al mismo tiempo, esta lógica entraña las semillas de su propia disfuncionalidad futura, dado que la economía más dinámica y con mejores perspectivas es aquella ligada a la economía de la información que, por definición, requiere un tipo de educación radicalmente distinta a la que favoreció el presidente. Otra paradoja: pobres pero con capacidad de gasto, una receta para una sola elección.
Veintiocho años después de la señera reforma electoral de 1996, el país ha avanzado en ciertos aspectos, pero ha retrocedido en muchos otros y, gracias a las leyes (y tácticas) promovidas por el gobierno en materia electoral (el famoso “Plan B,” seguido del “Plan C”), la probabilidad de un mayor deterioro tanto político como en materia de seguridad ya no puede descontarse. El gran logro en materia electoral -certidumbre sobre el proceso, pero no sobre el resultado- bien podría estarse revirtiendo en aras de intentar imponer un resultado independientemente de la voluntad del electorado. Aquella reforma, un gran triunfo ciudadano -quizá el mayor de nuestra historia- podría estar viendo sus últimos días.
Y esto es tanto más importante a la luz de lo poco que ha avanzado la democracia mexicana en todos los demás rubros. Aunque se avanzó en materia electoral de 1997 en adelante (la primera elección federal posterior a 1996, ya con un “piso parejo”), el país difícilmente podría llamarse democrático cuando no más del 58% del electorado* se dice ciudadano (versus el 42% que se asume como “pueblo”), apenas una mayoría dispuesta (y capacitada) para defender sus derechos. Más al punto, nadie podría argumentar con seriedad que el país goza de paz, un camino hacia mayor igualdad de oportunidades, un sistema efectivo de gobierno, justicia “pronta y expedita” y transparencia y rendición de cuentas por parte de las autoridades responsables. Claramente, las cosas han cambiado, en muchos casos mejorado, respecto a la era del PRI “duro,” pero México no califica cabalmente como democrático bajo las medidas internacionales convencionales.
Este panorama sugiere que México ha vuelto -o al menos avanza en dirección- a la era prehistórica, ciertamente predemocrática, de la vida política nacional. El presidente no ha tenido ni el menor escrúpulo para emplear todos los recursos a su alcance para asegurar su objetivo electoral. Cuando se le cerró un camino -por ejemplo un llamado del INE (ya de por sí sesgado) para que se abstuviera de ser tan craso en sus formas- inventó veinte reformas constitucionales (el “Plan C”) para poder tener presencia “legal” en el ámbito político y, por lo tanto, electoral, todos los días. Tampoco tuvo el menor empacho en presentarse como el jefe de la campaña de su candidata, a la que nombró, controló y obstaculizó a todo lo largo del proceso (lo que, además, suscitó toda clase de especulaciones sobre la relación que caracterizaría a los dos actores políticos pasados los comicios de junio de 2024).
El legado del presidente López Obrador tendrá múltiples aristas. Su estrategia económica logró su cometido, pero al elevar de manera extraordinaria el déficit fiscal para el año 2024 deja una interrogante sobre la estabilidad y sustentabilidad con que recibirá su sucesora las cuentas fiscales; su estrategia de seguridad goza de un nivel casi unánime de reprobación; su estrategia electoral fue exitosa al lograr su objetivo de elegir a la sucesora de su preferencia, pero a costa de un severo deterioro de las instituciones políticas, incluyendo a las electorales, que se construyeron a lo largo de las pasadas cuatro décadas.
Los liderazgos míticos gozan de ventajas temporales, pero casi siempre acaban siendo efímeros en el largo plazo. Las cuentas de un gobierno pobre en resultados -arrogante y a la vez modesto en sus objetivos- tarde o temprano se pagan, pero el calendario puede no respetar los tiempos económicos, políticos o emocionales. Las cuentas siempre llegan y será ahí donde las circunstancias del momento, y la astucia de la ganadora, determinarán el desenlace y su capacidad de gobernar. Peor cuando el país que dejará el presidente carecerá de instituciones sólidas susceptibles de conferirle viabilidad al gobierno y a la gobernabilidad y ya sin las características y habilidades del propio presidente.
Más allá de la elección misma, el legado político-estructural del gobierno será mucho más trascendente y relevante de lo aparente, pero no necesariamente en forma benigna. El presidente saliente, por su historia y características, es irrepetible y la ganadora de la elección tendrá que encontrar su propia manera de encarar los desafíos -suyos y del país- que tiene enfrente. Como a nadie en toda la era post revolucionaria, le tocará el enorme reto de construir al menos un andamiaje mínimo para poder gobernar dado que las estructuras previamente existentes -las concebidas desde Plutarco Elías Calles y las que se fueron forjando para una era democrática en las últimas décadas- han dado de sí y ya resultan inoperantes cuando no contraproducentes. Gobernar a su propio partido, una entidad sin estructuras que sólo su fundador tuvo capacidad de articular- será un desafío mayúsculo, y eso si el presidente saliente no intenta obstaculizarla. El pretendido país de instituciones corre el riesgo de fragmentarse bajo la sombra de caudillos, líderes regionales y del crimen organizado, todo ello a la mitad del siglo XXI con una economía que vive y funciona exclusivamente gracias a un tratado de libre comercio con nuestro complejo vecino del norte.
Dice un dicho que “a cada santito le llega su fiestecita.” La “fiestecita” que comienza en 2024 entraña excepcionales oportunidades, pero también enormes riesgos, tanto internos como externos. El país ha vivido cinco años como dentro de una burbuja, conectado al resto del mundo, pero pretendiendo que es independiente y que se puede aislar sin mayor consecuencia. La próxima presidente se encontrará muy pronto con que la viabilidad del principal motor de crecimiento de la economía mexicana está en riesgo y que el llamado a cuentas por las omisiones y actos contrarios a la letra y espíritu del TLC llegarán más temprano que tarde. Será en ese momento que los mexicanos sabremos qué clase de presidente tenemos y su capacidad para encarar estos retos.
En el sentido británico, pero también priista, “el rey ha muerto, viva la reina.” Toda la ciudadanía debemos arroparla porque requerirá de todo el apoyo nacional que, como ciudadanos, debemos confiar, será correspondido con civilidad y sin polarización.
*cifras de Alejandro Moreno en la encuesta antes citada
Capitulo dentro del Libro ¿Qué dejó el gobierno de López Obrador? Editado por el Dr. Octavio Rodríguez Araujo
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Luis Rubio
Paradójico cómo al final se juntan. El gran error de Peña no fue su corrupción, por más que ésta fuese flagrante, sino su incompetencia política. AMLO, el gran político que aprovechó las carencias y torpezas de su predecesor para llegar a la presidencia, no entendió lo que al final lo derrotaría. Ahí, en su arrogancia mutua, en su desprecio por la ciudadanía -que no existía en el mundo de los sesenta o setenta, respectivamente, en que ambos habitan-, se funden las dos presidencias. Y las consecuencias no serán del todo distintas.
Peña llegó a la presidencia seguro de que todos sus predecesores eran incompetentes. ¿Cómo había sido posible, seguramente se preguntaba, que, contando con tantos recursos al alcance de la presidencia todopoderosa mexicana, los presidentes que le antecedieron no hubiesen podido aprobar legislaciones necesarias y urgentes? Más allá de la veracidad o exactitud de esta especulación, no cabe ni la menor duda que se abocó a llevar a cabo la modificación más ambiciosa del marco constitucional desde 1917.
Todos los que pasamos por los libros de texto gratuitos aprendimos que había tres artículos sacrosantos: el tercero (educación); el 27 (el subsuelo); y el 123 (derechos laborales). Aunque hubo diversas reformas a estos artículos a lo largo de las décadas, ninguna se compara en ambición y profundidad a las emprendidas por el gobierno de Peña.
Lo que Peña no entendió fue que el México del siglo XXI requería explicarle, y convencer, a la ciudadanía, que el problema no era meramente el texto constitucional sino la legitimación por parte de la ciudadanía de iniciativas clave para el progreso del país. No llevar a cabo esa labor política le costó a él, y al país, una serie de buenas leyes que, si sobreviven el embate final de AMLO, quedarán sujetas a la politización implícita del nuevo sistema judicial que emerja. Empleó un mecanismo obscuro, el Pacto por México, para negociar “en corto” el contenido de sus iniciativas, para luego aprobarlas sin discusión (y con mucha corrupción) en el poder legislativo. Lo urgente era cambiar el texto constitucional, como si lo importante fuese el papel.
El mecanismo era premoderno porque no correspondía al mundo del siglo XXI en que México existe. Ciertamente, la política mexicana dista mucho de ser 100% democrática: sólo el 58% de la población se asume como ciudadana, pero su nivel de información, disposición a debatir y exigencia de ser partícipe de las decisiones públicas no guarda semejanza alguna con el acontecer del siglo pasado. Sólo a un presidente arraigado en otro momento de la historia, presumiblemente la era de gloria del priismo, se le pudo ocurrir que el problema era “técnico,” de redacción del texto constitucional.
AMLO pecó exactamente del mismo fervor: quiso cambiarlo todo pero, en contraste con Peña, sin la capacidad técnica que aquel desplegó, por lo que los logros de AMLO son todavía más modestos, aunque mucho más perniciosos, especialmente en este, su último mes en el gobierno. Otro morador del siglo pasado, pero de los setenta, AMLO llegó con una misión similar a la de su predecesor, pero en sentido contrario. Con celo y arrogancia, además de ignorancia, se abocó a eliminar toda legislación que estorbaba a su visión del mundo: canceló instituciones, evisceró los pocos contrapesos e hizo todo lo posible por recrear la presidencia todopoderosa. La urgencia por modificar el entramado legal en el último tramo de su presidencia le deja un regalo envenenado a su sucesora.
El error de Peña fue no socializar las iniciativas que envió al poder legislativo, como Salinas había hecho con tanta diligencia (y éxito) con el TLC. Ni él ni su equipo comprendieron la trascendencia política de los cambios que promovieron ni entendieron el momento de México o la necesidad imperiosa de convencer a la ciudadanía de la relevancia de sus iniciativas. Con absoluta arrogancia jamás repararon en la obviedad de que lo que es fácil de aprobar también es fácil de revertir.
AMLO fue un especialista en revertir. De facto y de jure, en la realidad y en el papel, se abocó a cancelar todo el entramado legal y político que habían ido construyendo sus predecesores para acotar las facultades de la presidencia y para institucionalizar al gobierno mexicano, es decir, para construir el andamiaje hacia un eventual Estado de derecho. Impuso su ley a diestra y siniestra, abriendo la puerta para una nueva era de incertidumbre y precariedad. O peor.
Las formas seguidas por Peña y por AMLO fueron distintas, pero las consecuencias serán similares. Uno procuró abonar hacia el futuro, el otro intentó reconstruir el pasado, pero ambos verán su futuro trastocado porque el México del siglo XXI no aguanta ese nivel de irresponsabilidad, producto del exceso de poder que concentra la persona del presidente y de los recursos que, aunque del erario, son empleados como si fuesen personales.
Tendrán que venir años difíciles, comenzando por la inexorable necesidad de restablecer la concordia, para volver a sentar cimientos confiables y creíbles de solidez institucional.
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REFORMA
29 septiembre 2024