Mitos y responsables

Retorna el mito de que unas cuantas reformas nos darían acceso directo al Nirvana. Tres décadas de reformas diversas son testigo de que las reformas son indispensables, pero no lo son todo: sin una claridad de dirección y un liderazgo efectivo, las reformas, cualesquiera que éstas sean, serán siempre insuficientes. El verdadero reto consiste en saber qué reformar y para qué y sumar detrás de esa visión al conjunto de la población. Sin ello seguiremos discutiendo «las» reformas por las siguientes tres décadas.

El problema de los mitos es que, como afirmaba Monsiváis, «la realidad del mito es la irrealidad del país». Se construyen enormes edificios en torno a una solución milagrosa y luego se pretende que cambie la realidad en un santiamén. Para que surta efecto, una reforma tiene que tener al menos tres características cruciales: primero, debe partir de un diagnóstico certero sobre la naturaleza del problema que se pretende resolver; segundo, debe ser coherente y consistente con otras acciones gubernamentales que se emprenden de manera paralela; y, tercero, debe afectar a los intereses que se benefician del statu quo que la reforma se propone modificar. Si no se satisfacen los tres requisitos, la reforma no logrará su cometido.

Lamentablemente, muy pocas de las reformas (incluyendo privatizaciones) que se emprendieron desde los ochenta han satisfecho estos requisitos. Peor, se ha arraigado la noción de que todos nuestros problemas están plenamente diagnosticados y que lo único que hace falta es que el Congreso actúe para salir del hoyo en el que estamos. Como ilustra la polémica en torno a la iniciativa de reforma laboral que recientemente envió el presidente Calderón al poder legislativo, no existen consensos respecto a las causas de los problemas que nos aquejan. Mucho menos existen respuestas automáticas que, además, gocen de consenso entre especialistas o políticos. En otras palabras, no existen soluciones mágicas.

En adición a lo anterior, dado que cada iniciativa de ley que se presenta desata su propia dinámica política (producto de las fuerzas con intereses de por medio), existe el riesgo de que, al final del proceso, una reforma acabe siendo contradictoria con otras. Esto es algo normal en un entorno democrático donde en cada proceso intervienen fuerzas distintas que acaban conformando un producto único cada vez. El arte de lo posible como dirían los clásicos.

Sin embargo, nosotros debemos aspirar a más. La clave del desarrollo, y del logro de tasas elevadas de crecimiento económico, reside en la coherencia del conjunto de estrategias que organiza el gobierno y que se plasman en la forma de leyes, reglamentos, regulaciones y presupuestos. Puesto en otros términos, el éxito de una estrategia de desarrollo reside enteramente en la capacidad de un gobierno de articular una visión y convencer a la población y a los legisladores de sus beneficios. En este sentido, se trata de un proceso inherentemente político aunque sus resultados se aprecien, para bien o para mal, en el desempeño económico.

Dicho lo anterior, es evidente que el país requiere reformas al menos en materia laboral, fiscal y energética. Pero estas reformas no pueden ser independientes del conjunto que se pretende conciliar y coordinar.

Para que sea exitosa, una reforma laboral debe facilitar la contratación de personal y favorecer el crecimiento de la productividad sin mermar los derechos políticos y laborales del trabajador. Estos principios son elementales, pero es importante notar que esta reforma es mucho más importante para empresas chicas que para las grandes, cuya escala les permite mucho mayor latitud en materia de sueldos y prestaciones. Además, el costo laboral como porcentaje de los costos totales tiende a ser mucho menor en empresas con alta inversión en tecnología y maquinaria que aquellas dependientes estrictamente de mano de obra. Es decir, las empresas chicas, que son las que más empleos generan (con bajos salarios), son las que urgentemente requieren mayor flexibilidad laboral. Prueba de esto es que ahí domina la economía informal, que carece de prestaciones o protección alguna.

Para que sea exitosa, una reforma energética debe hacer posible que el país cuente con combustibles y materias primas a precio competitivo y en condiciones similares o mejores a las de nuestros competidores. En la actualidad no sólo no se cumple esa premisa, sino que es incierta la disponibilidad de energéticos y los monstruosos monopolios que se encargan del sector tienen por prioridad la satisfacción de sus intereses sindicales y burocráticos internos, así como de sus jefes políticos. El mercado y la competitividad los tienen sin cuidado. Para que sirva, una reforma energética tiene que resolver estos entuertos y, a la vez, hacer posible la explotación de los recursos con acceso a tecnologías que hoy sólo son asequibles a través de asociaciones privadas.

Por su parte, una reforma fiscal exitosa implicaría liberar al gobierno de su dependencia respecto al ingreso petrolero sin que eso implique exprimir a los pagadores de impuestos de tal manera que se trastoque el incentivo a producir de manera eficiente. Desde luego, en materia de impuestos todos queremos que alguien más pague, pero la clave reside en que el contribuyente vea en los servicios públicos una justificación plena para su pago. Sin embargo, si uno ve desde la seguridad pública hasta el estado del pavimento es evidente que el divorcio entre impuestos y servicios es tan grande que es imposible pretender conciliarlos sin un profundo y serio compromiso gubernamental.

Las reformas son necesarias, pero perviven tantos obstáculos, estancos, favores, mecanismos de protección, subsidios y burocratismos dentro del poder ejecutivo que un actuar serio en ese frente tendría el efecto de liberalizar fuerzas y recursos, además de dinamizar la competencia en sectores clave de la economía. Lo mismo es cierto en sectores sujetos a concesión, siempre dados al chantaje y a las prácticas monopólicas. En muchos ámbitos, el problema es menos legislativo que ejecutivo, pero no por eso menos polémico o político.

En la conformación de su gabinete, el presidente deberá equilibrar la presencia de técnicos del primer mundo con operadores políticos eficaces y dispuestos a enfrentar a los intereses -en todos los ámbitos- que mantienen paralizada a la economía. Si nombra puro grillo cosechará bajas tasas de crecimiento; si nombra puro técnico cosechará conflictos por doquier. Su decisión en esta materia será otra muestra de su visión y de su disposición a lograr eso que le ganó el voto: un gobierno eficaz.

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Oportunidad

Dos visiones –¿serán fantasmas?- recorren la discusión pública en anticipación al inicio de la nueva administración. Una enfatiza y evoca el conflicto, las diferencias y los supuestos atropellos al proceso democrático. La otra privilegia la oportunidad de romper la parálisis político-legislativa que ha caracterizado al país en las últimas décadas y colocarlo en el umbral de una nueva era de crecimiento. ¿Estamos ante un abismo infranqueable, o meramente ante una diferencia de percepciones: si el vaso se encuentra medio lleno o medio vacío?

La elección del primero de julio produjo tres circunstancias: a) la necesidad de coaliciones para poder avanzar una agenda legislativa; b) una nueva fuente de conflicto político: y c) una gran oportunidad.

La necesidad de coaliciones no es algo novedoso. Las reformas de los años ochenta y noventa inauguraron una era de cooperación entre partidos a nivel legislativo y ese ha sido el tenor de lo que ha avanzado y de lo que ha se ha quedado atorado. La pretensión de unanimidad y consenso impidió que prosperaran iniciativas trascendentes, pero el hecho de negociar alianzas ya es parte inherente al proceso legislativo nacional. De hecho, ha habido un enorme número de decretos constitucionales aprobados (64 desde 1997), todos ellos producto de votos multipartidistas, pero la abrumadora mayoría de esas iniciativas se refiere a derechos políticos y sociales. Es decir, a pesar de que funciona el proceso, los partidos han sido reacios a afectar intereses reales en el terreno económico o político, que es, por definición, la naturaleza de las reformas estructurales en terrenos como el fiscal, laboral o energético.

La nueva fuente de conflicto no es tan nueva. Aunque, al menos en concepto, algunos de los reclamos de la coalición de izquierda ameritan una discusión seria (y digo en concepto porque el uso del dinero no fue privativo de un solo partido), la demanda presentada ante el Tribunal Electoral claramente no fue sobre las reglas o sobre los recursos. La pobreza jurídica de la demanda habla por sí misma. A pesar de ello, mostró que no hay límites al daño que están dispuestos a causar a la reputación de personas e instituciones con tal de lograr avanzar la causa del conflicto. Es claro que el reclamo fue estrictamente por el poder: es nuestro turno y punto. Las reglas no importan, la legislación es lo de menos y el conflicto no cejará hasta que el resultado sea otro.Todo esto sugiere que el gobierno de Enrique Peña no debería dispendiar su tiempo o recursos en nuevas reformas electorales o políticas que nunca podrían atender el verdadero fondo del asunto. Haría bien en concentrarse en cambiar la realidad económica del país para acelerar el crecimiento pero también para que eso fuerce a una radical modernización de la izquierda mexicana.

La oportunidad que se presenta se deriva en parte del resultado de la elección de este año pero es en mucho producto de la combinación del cambiante contexto internacional y de los cambios que ha experimentado el país, casi a sottovoce, en las últimas dos décadas. Por lo que toca a los cambios internos, ha habido extraordinarias inversiones en infraestructura, las exportaciones han transformado la estructura productiva, la población es cada vez más de clase media, el TLC se ha consolidado como un ancla de confianza para la inversión y el crecimiento y la estabilidad financiera ha favorecido el crecimiento del consumo y afianzado la credibilidad de instituciones clave para el desarrollo. A su vez, la gradual desaceleración de la economía china ha afectado a sus proveedores de materias primas (como Brasil y Australia), abriendo un espacio para que México se convierta en un gran pivote de crecimiento en los próximos años. Si el nuevo gobierno despliega las capacidades de negociación y articulación de alianzas –capacidad de operación política- que le ha caracterizado, el potencial transformador sería inmenso.

La clave de los próximos meses reside en las prioridades que Enrique Peña Nieto decida enfatizar. Es obvio que se requieren acciones en muchos frentes, pero la capacidad de cualquier gobierno es siempre limitada. De ahí que tenga que definir sus prioridades y la estrategia idónea para alcanzarlas. A la fecha, el equipo del futuro gobierno ha esbozado dos grupos de temas: aquellos vinculados con la corrupción, la transparencia y la rendición de cuentas y los relativos a las reformas económicas.Los dos son importantes y ambos requieren atención e, incluso, podrían ser medios para construir coaliciones con distintos contingentes legislativos. La gran pregunta es de definición: se trata de imitar a Lapedusa (que todo cambie para que todo siga igual) o de realizar reformas que, aunque afecten intereses en el corto plazo, sean susceptibles de transformar la realidad de la población y del país en el curso de un sexenio. No hay definición más transcendente.

Parte del dilema que enfrenta el nuevo gobierno reside en su visión del mundo. Hay el riesgo de que intente avanzar la transparencia y la rendición de cuentas, así como reducir la corrupción, por medios burocráticos: más comisiones, más regulaciones  más burocracia. La experiencia histórica es transparente: lo único que eleva la eficiencia, reduce la corrupción y obliga a la transparencia es la eliminación de regulaciones e impedimentos. El ejemplo de la SECOFI en los ochenta y noventa es ilustrativo: con la eliminación del requisito de permiso previo para importar, exportar e invertir, se acabó la burocracia y virtualmente desapareció la corrupción. Tanto en temas regulatorios como en los estructurales, el cómo es tan importante como el qué. De hecho, como muestran los (relativamente pobres) resultados de muchas de las reformas y privatizaciones de los ochenta, el cómo es en ocasiones mucho más trascendente pues es lo que determina los niveles de competencia, productividad y, por lo tanto,  el dinamismo de la economía y su ritmo de crecimiento.

La gran oportunidad para el nuevo gobierno se deriva precisamente de que no comanda una mayoría absoluta en el legislativo. Los principales obstáculos a las reformas son todos priistas o cercanos al PRI. La necesidad de construir coaliciones le permite al nuevo presidente separarse de ellos para llevar a cabo cambios de gran calado que le rindan a él y al país.

En contraste con los gobiernos anteriores, Enrique Peña es un operador político nato. Ese es el factor que puede destrabar al país para iniciar la transformación que hace años se nos ha escapado. De ahí que sea crucial la definición que adopte y el orden de prioridades en su gestión política y legislativa.

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Obama y Echeverría

Al presidente (y ahora candidato) Obama le preocupan los pobres, le disgustan las empresas grandes y cree que el gobierno puede solucionar todos los problemas. Por encima de todo, rechaza la importancia de la creatividad empresarial, sataniza la creación de riqueza y considera que la confrontación social es un instrumento útil para avanzar su proyecto económico, social y político. Me recuerda cada día más a Echeverría, un presidente lleno de buenas intenciones que acabó por destruir todo lo que funcionaba bien en el país.

Al iniciar su mandato, Echeverría se encontró con una situación inusual para la economía: por primera vez en décadas, su desempeño se encontraba por debajo del 4%. Aunque esa tasa de crecimiento nos podría parecer extraordinaria en estos días, el crecimiento en el año 1970 fue sensiblemente inferior al 6.5% que había promediado en las cuatro décadas anteriores. Como todos los presidentes desde entonces, Echeverría intentó recuperar altas tasas de crecimiento. El problema fue cómo lo hizo y las consecuencias que tuvo su actuar.

La economía mexicana ya venía mostrando signos de debilidad desde mediados de los sesenta. 1965 fue el último año en que el país exportó maíz, uno de los muchos granos y productos minerales cuyas exportaciones financiaban la importación de insumos para la industria.La economía requería cambios estructurales para mantener su ritmo de crecimiento y satisfacer las necesidades de la población.Dentro del gobierno se desató un agudo debate sobre cómo responder y muy rápido se conformaron dos visiones: una, la de quienes proponían un proceso de liberalización gradual que no pusiera en riesgo la supervivencia de la industria sino que le diera viabilidad de largo plazo; y otra, que proponía un fuerte estímulo a la economía por medio del gasto público. Echeverría enarboló la segunda y utilizó al movimiento estudiantil de 1968 para cambiar la lógica del gobierno, subordinar a la sociedad y crear un clima de antagonismo contra el sector privado.

El crecimiento del gasto público no se hizo esperar ypara el cuarto año era ya era casi cuatro veces superior al de 1970. Con la explosión del gasto se multiplicaron las secretarías, empresas públicas y fideicomisos. Además, se modificaron regulaciones y se aprobaron leyes, todas las cuales tenían por objetivo afianzar la presencia de la burocracia en las decisiones económicas, limitar el ámbito de actividad del sector privado y reducir al mínimo la presencia de la inversión extranjera.

En unos cuantos años, Echeverría modificó el perfil de la economía pero también de la sociedad. El crecimiento del gasto deficitario y del gobierno trajo consigo dos males que tomaron décadas en resolverse: la deuda externa y la inflación. Por otro lado, Echeverría inauguró un estilo retórico que no había sido parte de la política mexicana en más de medio siglo: la lucha de clases. Como parte de lo anterior, modificó los libros de texto para incorporar su filosofía política, factor que sembró las semillas de la confrontación que vivimos activamente hasta el día de hoy. Su estrategia de confrontación permanente con el empresariado destruyó la legitimidad de los empleadores y únicos creadores de riqueza, e inició quizá el peor de los males que dejó como legado: la desconfianza. El resultado de su gestión fue inflación, crisis y una sociedad profundamente dividida.

Toda proporción guardada, Obama está teniendo el mismo efecto en su sociedad. Tratándose de una nación plenamente institucionalizada, el impacto de un presidente estadounidense es mucho menor en su país de lo que eran los presidentes (casi) omnipotentes en el nuestro; sin embargo, Obama se ha dedicado a sembrar el mismo tipo de conflictividad que Echeverría hizo en México.

Lo que pase en EUA tiene consecuencias: nuestras exportaciones a ese país son el principal motor de nuestra economía. De debilitarse su tradición pro-empresarial disminuiría su crecimientoy los mexicanos sufriríamos las consecuencias. Sin aprobación social, la creación de riqueza se torna imposible porque nadie está dispuesto a tomar riesgos en un contexto hostil.

Aunque no cabe duda que Obama recibió una crisis económica de enormes dimensiones, su desempeño en estos cuatro años ha sido desastroso: en lugar de atender las causas de la crisis, se ha dedicado a dispendiar los recursos destinados a estimular el crecimiento y a pelearse con sus contrincantes políticos, pero sobre todo atacar a los únicos potenciales creadores de riqueza: los empresarios.

Parte del actuar del presidente estadounidense refleja su falta de experiencia como político. Por ejemplo, en lugar de controlar el uso del dinero que se destinó al estímulo económico, dejó que la entonces líder del congreso hiciera de las suyas y repartiera los fondos de poco más de un trillón de dólares (equivalente al 100% del PIB mexicano) entre sindicatos, grupos afines y proyectos favoritos de su contingente legislativo. Lo anterior no es bueno ni malo, excepto que los proyectos que típicamente le gustan a los políticos y a los grupos de interés normalmente no son los más productivos o los que, en palabras de los economistas, tienen el mayor efecto multiplicador. Quienes defienden el actuar de Obama dicen que no haber emprendido ese monto de gasto hubiera provocado un colapso económico.

Como es imposible probar lo que no ocurrió, la sociedad americana se la vive disputando a) si debe haber un nuevo paquete de estímulo; b) si debe atenderse el brutal crecimiento de la deuda pública; o c) si deber revisarse toda la estructura de la economía. El debate estadounidense no es muy distinto, en concepto, al que hacaracterizado a México desde finales de los sesenta.

Como decía Milton Friedman, los programas públicos deben evaluarse por sus resultados y no por sus intenciones. El resultado de la gestión de Echeverría fue desastroso: décadas de antagonismo, casi hiperinflación, un gobierno ineficiente y la legitimación del conflicto como estrategia de lucha permanente. El resultado de la gestión de Obama todavía está por verse pero no me queda ni la menor duda que ha incorporado un elemento novedoso en la política estadounidense: el de la lucha de clases.

Para observadores privilegiados como Lipset y de Toqueville, lo que ha distinguido a los estadounidenses en sus más de dos siglos de existencia es su excepcional capacidad para adaptarse y asimilar personas e ideas, así como la creencia en la igualdad de oportunidades que legitima su vitalidad empresarial. Obama está amenazando eso que Echeverría enterró: la credibilidad de quienes pueden hacer posible transformar a su país.

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Liderazgo

El gran déficit de las últimas décadas ha sido de liderazgo. No ha habido claridad de rumbo ni ambición de transformación: ha habido administración, pero no la consolidación de una plataforma susceptible de conducirnos hacia un mejor futuro. Esa ausencia no sólo nos ha impedido asir oportunidades o convertir las circunstancias en una oportunidad, sino que ha provocado una retracción de la sociedad en su conjunto: cada quien protegiendo lo suyo y nadie desarrollando proyectos hacia adelante. La noción de desarrollo desapareció del mapa.

Los mexicanos tenemos una relación de amor y odio con los liderazgos fuertes en la presidencia porque la experiencia no ha sido benigna en ese frente: una larga historia de imposiciones creó enormes resistencias a cualquier cambio, el desempeño de líderes descarriados acabó conduciendo a enormes crisis financieras y los excesos de poder conllevaron a decisiones erradas con graves consecuencias económicas de largo plazo. Sin embargo, en todos esos casos el problema no fue de liderazgo fuerte sino de total ausencia de contrapesos.

Aunque imperfectos, hoy existen una serie de contrapesos que, si bien noprincipalmente institucionales, han tenido el efecto de acotar el ejercicio del poder. Esto no es malo en términos del ejercicio de la función gubernamental, pero para lograr el desarrollo es necesario contar con contrapesos institucionales efectivos y transparentes para todos. Sin embargo, nada de eso cambia el hecho de que el país está ávido, y necesitado, de un líder a la vez fuerte y efectivo, pero acotado, capaz de entender el contexto en el que opera. Es decir, con buen juicio. IsaiahBerlin definió el buen juicio de un político como “la capacidad para integrar una vasta amalgama de información traslapada, fugaz, multicolor y cambiante”.

El país que Enrique Peña Nieto va a encontrar está atorado, cada una de sus partes enfrascada en su propio laberinto. En ausencia de claridad de rumbo, el panorama está dominado por fuerzas refractarias a cualquier cambio cuando no reaccionarias, en el sentido literal más no ideológico del término. Ante un futuro inexistente o poco claro, lo natural es refugiarse en lo conocido: el pasado.

Aunque el fenómeno sea particularmente visible en algunos ámbitos muy concretos, la realidad es que es raro el espacio de la vida nacional que ha logrado desmarcarse de esta tendencia. La izquierda que ha dominado los últimos años está empeñada en reconstruir los setenta; el sector privado está encasillado en el modelo proteccionista de desarrollo industrial; la vieja burocracia no concibe solución alguna que no implique más gasto; el servicio exterior está partido entre quienes prefieren “no moverle”y quienes ansían retornar al espacio de confort que representa culpar a los estadounidenses de nuestros males. Los priistas todavía están por dar color, pero es obvio que muchos añoran el ayer. El PAN está discutiendo un retorno a sus orígenes. El pasado ofrece un refugio, así sea de perdición.

Es obvio que en cada uno de estos grupos y sectores hay contingentes y liderazgos no sólo claros de mente respecto a lo que es imperativo lograr, sino que lo han hecho en sus propios ámbitos de competencia: corrientes, empresas, grupos y espacios en general. Sin embargo, todos esos liderazgos, o potenciales liderazgos, se encuentran acosados por el tenor general de la reciedumbre del contexto. Ninguno, ni los que de verdad detentan poder o capacidad de ejemplo, se atreve a sacar la cabeza. Eso mismo que es por demás visible en la lucha soterrada por el futuro dentro de la izquierda es igual de cierto dentro del sector privado, en el PAN y en todos los rincones del país.

Todo mundo sabe que los viejos arreglos que siguen existiendo, así como la vieja economía o las viejas formas de conducir a la política exterior, por seguir los mismos ejemplos, no nos ofrecen oportunidades hacia adelante, pero nadie quiere arriesgar su propio pellejo en un contexto en el que el éxito se sigue penalizando y el costo del error, o de un fracaso, es inconmensurable.

Otra manera de decir todo esto es que el país cuenta con enormes capacidades listas para transformarlo, que las reservas de liderazgo son vastas y que, a diferencia de Europa o EUA, nuestra situación estructural (económica) es mucho más sólida y promisoria, por más que urjan diversas reformas y ajustes. El país está listo para dar la vuelta pero nadie se atreve a dar el gran paso. Ese es el déficit de liderazgo.

El statu quo acaba siendo conveniente para todos pero bueno sólo para los intereses más encumbrados. Esta paradoja sólo se puede resolver con la presencia de dos circunstancias simultáneas: por un lado, un liderazgo efectivo; por el otro, un liderazgo ilustrado que comprenda la dinámica que caracteriza al mundo y capaz de desarrollar las estrategias idóneas para lograr el éxito. Al país le urge un liderazgo claro que marque líneas estratégicas y, sobre todo, que facilite el surgimiento de todo ese potencial que se ha venido acumulando a lo largo de dos o tres décadas pero que no ha acabado de ver la luz.

El México de hace algunas décadas permitía y favorecía el ejercicio casi unipersonal del poder. Hoy las circunstancias tanto nacionales como internacionales hacen mucho más difícil, si no es que imposible, semejante escenario. Una característica medular del país  de hoy –y de la economía global- es la descentralización del poder y de la actividad productiva. Los controles centrales ya no son funcionales y, en muchísimos casos, posibles. Lo que el país requiere es una claridad de dirección para el desarrollo, lo que implica, paradójicamente, hacer posible la multiplicación de los liderazgos sectoriales y funcionales.

Con claridad de la naturaleza del reto, el próximo presidente tendrá la excepcional oportunidad de lograr dos cosas que han sido imposibles en las últimas dos décadas: romper la inercia paralizante y construir instituciones perdurables. Eso sólo lo podría lograr un amplio acuerdo susceptible de atraer a la ciudadanía. La mezcla de las dos es clave: destrabar lo que está atorado apalancándose en todo ese potencial acumulado y, a la vez, construir las instituciones que le den un espacio a todos los grupos y fuerzas políticas y productivas. Lo primero es indispensable pero, dado el nivel de conflicto, quizá sea imposible sin lo segundo.

BenjaminDisraeli, uno de los grandes gobernantes de Inglaterra en el siglo XIX, decía que “las circunstancias están más allá del control del hombre, pero su manera de conducirse está en sus manos”. La oportunidad es inmensa y la complejidad del momento la hace tanto más grande.

 

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Comisiones perniciosas

Luis Rubio

En El extranjero,Camus cuenta la historia de un hombre alienado del mundoque asesina a un árabe en Argelia por la simple razón de que el sol le molestaba los ojos. Meursault, el protagonista, es condenado a la guillotina y en su celda comienza a meditar sobre el absurdo de la existencia. Algo así me pasa con las comisiones e instituciones de regulación económica o política que se han venido creando en los últimos años y, sobre todo, en la insistencia de hacerlas «ciudadanas».

Ninguna sociedad nace con todos sus problemas o contingencias resueltas: el tiempo y las circunstancias van obligando a que se ajusten leyes, se modifiquen prácticas o se construyan formas de interactuar que permitan lograr estabilidad y funcionalidad. Es así que se van construyendo mecanismos, procesos e instituciones que tienen por propósito resolver problemas, dar continuidad a cosas que se valoran, limitar los excesos de la burocracia, evitar abusos: lo que se llama institucionalizar.

El sometimiento de los reyes al parlamento fue una forma de institucionalizar al poder, así como la adopción de reglas para la continuidad del presupuesto público cuando el cuerpo legislativo no se pone de acuerdo fue una forma de estabilizar el funcionamiento de un gobierno. Lo que en Inglaterra tomó setecientos años y en EUA doscientos, en México lo hemos tenido que ir construyendo en un lapso muy breve en buena medida porque el sistema autoritario obviaba toda necesidad (o posibilidad) de institucionalización.

El marco político-legal que se construyó a lo largo del siglo XX fue de absoluta arbitrariedad. Las autoridades tenían enorme latitud para decidir cualquier asunto: las leyes establecían engorrosos requerimientos, pero siempre le conferían vastos poderes a la burocracia para justificar cualquier decisión, misma que usualmente respondía al interés político del jefe en turno o al pecuniario del propio funcionario. La transición política y económica que hemos experimentado ha obligado a acotar esas facultades, pero persiste un enorme potencial de abuso.

Esto lo entendí hace algunos años cuando tuve la oportunidad de observar la forma en que funciona la comisión de valores de EUA (la SEC). Las facultades de esa entidad no son sólo vastas, sino que cuenta con un brutal margen de discrecionalidad. Sin embargo, en el proceso me percaté de una cosa que parece simple pero que contrasta radicalmente con nuestra realidad: esa entidad cuenta con facultades discrecionales pero jamás es arbitraria. La razón de la diferencia es que sus resoluciones (cada una un tabique) explican su decisión, pero también por qué arribaron a ésta y cómo modificaron los precedentes existentes. En nuestro caso, por ejemplo, la Comisión de Competencia emite una resolución en una carta y no explica nada, negando toda certeza a los regulados y haciendo factible cualquier cambio posterior sin explicación alguna. Esa es la diferencia entre discrecionalidad y arbitrariedad.

El objetivo de institucionalizar se puede observar en entidades e instituciones tan diversas y disímbolas como el TLC norteamericano, las Comisiones de Derechos Humanos, las comisiones de regulación económica (en Competencia, Comunicaciones, Hidrocarburos y Energía), el Instituto Federal Electoral, el IFAI y el Instituto para la Protección del Ahorro Bancario. Estas instituciones y mecanismos se vinieron a sumar a otras previamente existentes como la Comisión Nacional Bancaria.

La construcción de instituciones y arreglos políticos es un componente crucial del proceso civilizatorio de cualquier sociedad y constituye una mojonera del proceso de desarrollo mismo. Nadie, excepto quien prefiriera la arbitrariedad gubernamental como principio de autoridad, podría objetar la existencia de este tipo de cuerpos y estructuras de regulación, supervisión y observación.

Por supuesto, el grupo de entidades y procesos con los que intento ilustrar el fenómeno constituye una canasta de cosas disímbolas, muchas de las cuales nada tienen que ver en naturaleza o concepto con las otras. El TLC es un arreglo comercial y de inversión pero uno de los objetivos primordiales en su concepción fue el de conferirle certeza a los inversionistas y, en ese sentido, constituye un mecanismo para institucionalizar a la economía. Las comisiones de derechos humanos se crearon para observar y criticar a las autoridades, sobre todo judiciales, para evitar abusos y excesos en esos sub mundos. Las comisiones de regulación existen para supervisar el funcionamiento de los mercados. Cada una de estas instancias tiene sus instrumentos, procesos y formas de ser. Algunas son en realidad mecanismos descentralizados del gobierno para actuar como autoridad, en tanto que otras tienen por propósito no más que ejercer presión moral sobre diversos actores o autoridades.

A pesar de la diversidad de estas entidades e instituciones, es frecuente el llamado, tanto por parte de la sociedad como de los políticos, para constituir instituciones «ciudadanas» o para darle a personas de la sociedad civil, en vez de a funcionarios públicos, la voz cantante en sus consejos. Yo difiero. Aunque hay entidades donde son los ciudadanos quienes deben jugar el papel estelar, pues su objetivo es el de ejercer presión moral (como las comisiones de derechos humanos), las comisiones de regulación, comenzando por las económicas y siguiendo por las electorales, deben encargarse a funcionarios públicos profesionales, experimentados y con un récord que demuestre competencia, honestidad y compromiso con la función pública. Si uno observa el panorama de hoy, la diferencia es muy simple: quienes son funcionarios públicos de carrera no andan buscando los reflectores y sólo se dedican a su trabajo. Quienes son «ciudadanos» en estas funciones tienden a cuidar su espalda y emplear a los medios para satisfacer su vanidad.

Una sociedad moderna requiere instituciones y entidades sólidas, muchas de ellas autónomas, pero en general administradas y conducidas por funcionarios profesionales en la materia, cuyo único interés sea el debido funcionamiento de la actividad y sector. Por la misma razón, estas entidades requieren contrapesos muy bien estructurados que obliguen a los comisionados o consejeros a apegarse a la normatividad y a cumplir con su función no con protagonismo sino con resultados.

Uno de nuestros grandes retos hoy es el de construir un sistema de pesos y contrapesos eficiente que consolide a todas estas entidades de regulación, pero en forma tal que se elimine todo vestigio de arbitrariedad. Esa es una chamba para profesionales, no para ciudadanos sin experiencia en asuntos de Estado.

 

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El gen priista

Luis Rubio

El triunfo del PRI tiene muchas posibles explicaciones pero, más allá de la coyuntura específica -el desempeño de los gobiernos anteriores y la extraordinariamente bien organizada campaña- hay un ángulo que amerita un análisis más profundo: el de la cultura política que construyó ese partido a lo largo del siglo pasado y que, a juzgar por el resultado, podría seguir impreso en el código genético del mexicano.

Viendo hacia atrás, la característica central del régimen priista del siglo XX fue su capacidad para administrar y mantener el poder de la mano con su incapacidad para construir un Estado. No se trata de un juego de palabras: la clave de la estructura priista fue el poder unipersonal que, aunque no absoluto, le confería enormes facultades a quien ocupaba la silla presidencial. Como escribió Roger Hansen, el gran éxito del PRI fue el de reproducir el porfiriato pero acotado a un periodo sexenal. Para mantener ese poder, «el sistema» construyó una hegemonía cultural que no sólo legitimó ese poder, sino que le permitió desarrollar un sistema de lealtades y una credibilidad que trascendía con mucho al ámbito estrictamente político.

¿Será esa hegemonía cultural de antaño la que ahora logró capitalizar Enrique Peña Nieto? Peña sin duda capitalizó la noción de que bajo el PRI el país funcionaba bien, que las cosas marchaban y que luego (quién sabe cuándo o por qué) dejaron de funcionar: una bola de nieve sólo equiparable a la aseveración de aquel priista en el sentido de que «seremos corruptos pero sabemos gobernar».

En una lectura menos benigna o alentadora, Robert Conquest, uno de los grandes historiadores de la Unión Soviética, afirmaba que «una de las cosas más difíciles de explicarle a la gente joven es cuan repugnante era la vieja clase dirigente soviética: mezquina, traicionera, mentirosa sin pudor, cobarde, aduladora e ignorante». ¿Cuál PRI regresa, el que construyó el andamiaje de un país moderno o el que lo ordeñó a más no poder hasta que casi acaba con él?

De lo que no me queda duda es que existe un genpriista y que éste es más penetrante y omnipresente de lo aparente. Mi impresión es que hay dos explicaciones posibles: una es que, efectivamente, se trata de un fenómeno cultural que subyace a todo lo demás. Algunos estudiosos de hace décadas afirmaban que el PRI había logrado capturar la naturaleza del mexicano y la había convertido en su propia razón de ser; es decir, que el PRI y el mexicano eran lo mismo. Yo tiendo a dudar de esa manera de ver las cosas porque, por ejemplo, en la prensa de las primeras décadas del priismo el país era mucho más libre en términos de expresión escrita, de lo que fue en las siguientes. La censura comenzó en los cincuenta y se fue agudizando hasta que comenzó a amainar, pero sólo desapareció con la derrota de ese partido en 2000.

Desde esta perspectiva, no es tanto que el PRI se haya mimetizado con la naturaleza del mexicano, sino que tuvo una extraordinaria capacidad para construir toda una historia y cultura que el mexicano hizo suya. De ahí la verdad oficial y la verdad única que muy pocos sea atrevían a desafiar. De ahí la importancia del texto único y el control de los medios. Algún secretario de gobernación afirmó que «en México se puede pensar cualquier cosa, se pueden decir algunas y escribir muy pocas». Todo para el control y el mito.

La otra explicación al fenómeno es quizá más pedestre pero no menos significativa: pese a la alternancia, el viejo sistema priista quedó intacto, nunca se reformó ni se construyó un nuevo régimen, entendiendo por esto una nueva estructura institucional que redefiniera las relaciones entre los poderes públicos, le confiriera poder real al ciudadano y garantizara rendición de cuentas por parte de los funcionarios públicos. El sistema quedó igual, excepto que el presidente dejó de ser tan poderoso cuando el PRI dejó de ser un componente integral, permanente, del aparato político presidencial. Sin embargo, dada la ausencia de una verdadera reconstrucción institucional, el resultado de ese «divorcio» fue un sistema disfuncional de gobierno, una presidencia débil y un pésimo desempeño gubernamental. Más allá de las personas, la persistencia del viejo sistema bajo administradores inexpertos produjo un pobre resultado.

Quizá la primera conclusión de estas disquisiciones es que la democracia no ha penetrado en las estructuras institucionales y en la cultura del mexicano y que, más bien, lo que el ciudadano añora es el gobierno eficaz que hace que las cosas funcionen. Sin desdeñar sus logros en materia de transparencia, hipotecas y lucha contra el crimen organizado, los gobiernos panistas no cambiaron al sistema político ni fortalecieron a su base histórica y razón de ser: la ciudadanía. Mantuvieron la estabilidad económica pero no resolvieron el problema de competencia en la actividad productiva -sobre todo en energía o comunicaciones- ni modificaron (para bien) la dirección del desarrollo del país. En adición a ello, fueron gobiernos sumamente incompetentes y limitados pero, eso sí, adoptaron muchos de los vicios priistas.

A la vista de eso, lo racional para un votante era mudarse hacia una administración que ofrecía lo mismo pero bien. Es decir, no es tanto que la cultura priista siga siendo tan dominante, sino que el mexicano simplemente quiere un gobierno efectivo. Eso es lo que Peña prometió y eso es lo que parece haber convencido al electorado. Sus primeros pasos muestran extraordinario pragmatismo; el tiempo dirá.

Hay dos casos similares en la historia reciente del mundo que nos permiten una perspectiva comparativa: Rusia y Nicaragua. En ambos, el partido dominante perdió el poder pero eventualmente acabó retornando por razones similares: porque la gente quería orden y certeza respecto al futuro. No es que los rusos querían volver al estalinismo o que los nicaragüenses añoraran a los sandinistas, sino que los gobiernos interinos resultaron más benignos en términos de libertades, pero tan incompetentes que acabaron por fatigar a todo mundo. Quizá la explicación para México no sea tanto más complicada que eso. Pero la pregunta inexorable es si los mexicanos sufriremos las privaciones de libertad, medios controlados o intentos sistemáticos de imposición que han caracterizado a esos regímenes.

Si es un gobierno eficaz lo que desea el mexicano, eso es lo que seguramente recibirá. ¿La eficacia vendrá acompañada de todo eso que Robert Conquest resume tan bien: la forma por encima de la sustancia, el control por encima de los derechos, la aplanadora por encima de las libertades? Revocando a Talleyrand, ¿demostrarán que sí aprendieron de su pasado?

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Encuestas

Luis Rubio

Las encuestas fueron un protagonista central en la pasada elección. Sin embargo, en lugar de ser un instrumento de medición y fundamento de confiabilidad, adquirieron una trascendencia inusual y altamente perniciosa. Acabaron siendo medios que manipularon la elección eimpidieron conferirle certidumbre. Ante esto, es evidente que vendrán llamados a regular el servicio. Yo discrepo: lo que hace falta es apertura, transparencia y competencia.

¿Es posible manipular una elección con las encuestas? Según el diccionario de la Real Academia, manipular significa “Intervenir con medios hábiles y, a veces, arteros, en la política, en el mercado, en la información con distorsión de la verdad o la justicia, y al servicio de intereses particulares”. El elemento clave de esta definición es la búsqueda consciente de un determinado objetivo: distorsionar. La pregunta evidente es si es posible utilizar a las encuestas para manipular al votante. Según Edward L. Bernays, experto en propaganda, “la manipulación consciente e inteligente de los hábitos y opiniones de las masas es un importante componente de las sociedades democráticas”. En otras palabras, se trata de un asunto por demás sutil donde el factor crucial reside en el objetivo: si se trata de distorsionar de manera intencional la información estamos ante un caso de manipulación; sin embargo, si se trata de influir en los hábitos y opiniones no. El punto central no es, pues, si las encuestas influyen en el comportamiento de los votantes, sino si se utilizaron consciente y deliberadamente por quienes las produjeron o publicaron con el objetivo expreso de alterar e inducir percepciones entre los ciudadanos.

Hay dos temas clave: la diferencia entre las últimas encuestas y el resultado final; y la manipulación a que sirvieron las mismas. Son temas distintos que ameritan un análisis diferenciado porque no son lo mismo.

Un gran mito de las pasadas elecciones residió en la suposición de que el margen de ventaja con que inició el proceso se mantendría hasta el final. Cualquiera que haya observado elecciones alrededor del mundo sabe que las elecciones siempre se cierran, generalmente entre dos contendientes. Las excepciones a esta regla tienen explicaciones perfectamente obvias. Un ejemplo fue la elección, en segunda vuelta,entre Jacques Chirac y Jean-MarieLe Pen en Francia. En lugar de la tradicional confrontación izquierda-derecha, la elección acabó siendo entre la derecha y la extrema derecha, lo que llevó a que la izquierda votara por la derecha. Chirac arrasó con más del 80% del voto. Otro caso similar fue el de EruvielAvila en el Edomex: ahí tanto el PAN como el PRD se confiaron, suponiendo que el PRI nominaría a alguien cercano al entonces gobernador Peña Nieto y no construyeron candidatura propia. De hecho, muchos apostaron  a que el propio Eruviel podría ser el candidato de una alianza de oposición. El resultado no fue tan abrumador como el de Chirac, pero casi.

Todas las elecciones se cierran al final y muchas de las encuestas no logran capturar la evolución que se da en el votante en los últimos días antes de la elección. La elección de este año acabó definiéndose por el voto anti-PRI y anti-López Obrador y eso llevó a que el PAN cayera muy por debajo de lo que decían las encuestas:este es un patrón típico y nada tiene que ver con manipulación alguna. Los votantes ajustan sus preferencias en función de sus deseos pero también de sus miedos, factores que claramente modificaron los resultados finales respecto a las últimas encuestas publicadas.

Mucho más complejo es el tema de la presunta manipulación. En nuestro país hay toda clase de encuestas, muchas de ellas pagadas por partidos y candidatos, que se publican como si fueran ciencia, cuando en muchas ocasiones reflejan marcos muestrales construidos ex profeso para promover a sus clientes. Otras simplemente reflejan una menor calidad y habilidad técnica de los encuestadores. La forma de tratar a indecisos y a quienes no contestan influye mucho la determinación de los resultados. El caso es que la diversidad de encuestas permite que éstas se presenten como iguales y comparables, cuando muchas claramente no lo son. O sea, algunas constituyen intentos expresamente diseñados para manipular al votante.

La gran novedad en la contienda fue la aparición de una encuesta diaria, algo que nunca antes se había presentado en México y que, hasta donde se, no existe en el mundo. Una encuesta diaria que arroja cambios de hasta ocho puntos porcentuales en un solo día es inmediatamente sospechosa. La encuesta puede ser técnicamente impecable, pero su aparición diaria se presta a toda clase de interpretaciones. Peor cuando la manera de presentar las noticias cotidianas en el mismo diario y, en algunos casos, las opiniones de sus columnistas, coincide con los resultados de la encuesta, todo lo cual genera una inevitable suspicacia de que hay mar de fondo y conexiones inconfesas entre una cosa y la otra.

La pregunta es qué hacer con esto. Es imposible determinar si hubo un intento expreso por emplear las encuestas como medio de manipulación. Sin embargo, el asunto es tan grave en un país que todavía no logra lo elemental del proceso democrático, el reconocimiento del resultado, que es un tema que inexorablemente regresará a la discusión.

Ante esto, yo anticipo que se dará el llamado típico para prohibir o regular las encuestas, sancionar a los medios que las publican o, en cualquier caso, seguir afianzando el régimen prohibicionista que es tan pernicioso para el desarrollo de un país democrático. Peor porque no se lograría nada, como se ha demostrado en el caso del dinero.

Otra respuesta, muy distinta, consistiría en obligar a los encuestadores a publicar su historial técnico, es decir, a hacer pública en cada encuesta la comparación entre sus predicciones en contiendas anteriores y el resultado final. La autoridad electoral podría emular la forma en que se advierte al consumidor de cigarros sobre el cáncer con un letrero claro e inconfundible con una leyenda como “esta encuesta falló en X puntos en la elección anterior”.Con esos datos, el elector tendría la información necesaria para poder discriminar entre los profesionales de las encuestas y los vulgares manipuladores.

No hay solución perfecta, pero el grado de conflictividad que nos caracteriza obliga a pensar en medios creativos que le confieran certidumbre al proceso. La competencia es la única solución posible y ésta entraña apertura y transparencia. Así también se avanza hacia la legitimidad plena de los procesos políticos, evidenciando a los charlatanes y manipuladores profesionales.

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La cruda: Mex vs. EUA

Luis Rubio

Alicia en el país de las maravillas, la novela de Lewis Carroll, fue escrita por un profesor de lógica simbólica, lo que quizá explique el extraño comportamiento  de la protagonista en el “país de las maravillas” así como su peculiar, y frecuentemente ilógica, forma de razonar. Como observan los filósofos de la lógica, no son infrecuentes los comportamientos irracionales en el mundo real. En ese contexto me pregunto qué pasaría si Alicia visitara el mundo de las interpretaciones que hoy caracterizan a nuestra política: por qué no todas son lo lógicas que parecieran.

Un buen ejemplo de esquizofrenia es el contraste entre dos naciones: tanto en México como en EUA se habla de una gran polarización política y disfuncionalidad gubernamental. Pero las causas no son las mismas y la comparación es iluminadora.

El sistema presidencial, que nosotros adoptamos de los estadounidenses, fue diseñado para hacer difícil cualquier cambio. Su estructura fue concebida por los autores de Los Federalistas como un sistema diseñado para evitar excesos y abusos de un poder sobre otro. Este hecho ha llevado a muchos estudiosos y opinadores a concluir que el sistema parlamentario –diseñado para ser flexible y adaptarse con facilidad a los vientos cambiantes- es superior en calidad de gobierno. La realidad es que se trata de sistemas con dinámicas lógicas muy distintas. Así como Ferdinand LaSalle decía, en su famoso libro sobre las constituciones, que cada constitución refleja la realidad política concreta, cada sistema político empata a su sociedad. Los estadounidenses no construyeron una democracia sino una república porque querían evitar potenciales abusos por parte de intereses particulares o de la muchedumbre. Eso es lo que adoptamos en 1824 y de ahí para el real.

La discusión en EUA, no muy distinta a la nuestra, es por qué su sistema funcionaba antes y ahora ya no. La principal similitud reside en la polarización que caracteriza a las dos sociedades y que, aunque se manifiesta de maneras muy diferentes, tiene el efecto de paralizar la toma de decisiones legislativas.Las semejanzas parecen abrumadoras. Pero la realidad es muy diferente.

Dos fotografías explican la realidad estadounidense. Por un lado, si uno analiza las encuestas de opinión, lejos de caracterizarse por una gran polarización, la ciudadanía de aquella nación experimenta una distribución normal, como dirían los estadísticos, donde la mayoría se concentra en el centro y unos cuantos se polarizan en los extremos. Es decir, la sociedad no experimenta polarización alguna, al menos no extrema. Si no la sociedad, entonces ¿por qué tanto ruido en los medios y tanta parálisis en el congreso?

Hay dos tipos de explicaciones para el fenómeno. Por un lado, la gestión del presidente Obama ha sido muy ideológica y eso ha generado una enorme reacción. Quienes sostienen esta postura la ilustran con ejemplos como la forma en que se instrumentó el paquete de estímulo económico(que no se enfocó a áreas con gran impacto económico), o a su decisión de no aceptar las recomendaciones de la comisión Simpson-Bowles respecto al presupuesto. Según esta lógica, el movimiento del tea party, que le profirió una mayoría legislativa a los republicanos en 2010, no fue sino una reacción de la sociedad a Obama. Es decir, la polarización se debe a lo que ha hecho Obama.

La otra explicación es de carácter estructural. Según esta visión, la polarización se remite a la forma en que se asignan los distritos legislativos y que, desde los ochenta, se ha exacerbado. Cada estado es distinto pero, típicamente, son las legislaturas estatales las que definen los distritos y cada diez años, respondiendo al censo, éstos se reconstituyen. Los partidos que dominan las legislaturas se han dedicado a construir distritos electorales cada vez más partidistas, es decir, dominados por un partido. Un distrito en Georgia mide más de 69 millas de largo y en ocasiones no más de algunos metros de ancho, todo ello para asegurar que un partido se quede ahí permanentemente. Esa lógica ha propiciado un creciente extremismo tanto por parte de la derecha como de la izquierda. La mejor muestra de lo anterior se puede ver en la decisión del poderoso (y, para muchos, extremista)congresista Barney Frank, de no buscar la relección porque su distrito fue modificado (respondiendo al censo de 2010 y que entra en funcionamiento este año) y ahora ya no tiene certeza de ganar. El sistema premia el extremismo o, puesto en otros términos, la fuente de la polarización en EUA tiene que ver con la forma en que se asignan los distritos electorales y no con un cambio fundamental en la realidad de su sociedad.

La gran diferencia entre EUA y México reside en la fortaleza de sus instituciones. Aunque el congreso de ese país se polariza, los presidentes van y vienen y el sistema aguanta cualquier cosa. Los pesos y contrapesos son tan sólidos que impiden el abuso por parte de cualquier individuo. El precio que se paga por eso es que es difícil llevar a cabo cambios relevantes pero, se podría decir, ese es el objetivo último de su sistema.

En nuestro caso la situación es muy distinta. Allá el problema se podría resolver con un rediseño de las reglas que determinan la composición del congreso. En México el problema es que no existe un arreglo sobre la forma en que debe organizarse y distribuirse el poder político. Allá es un problema de estructura, de arquitectura, aquí es de esencia. Allá se corrige con una decisión legislativa, aquí se requiere una construcción institucional que resuelva el problema de inicio. Son órdenes muy distintos de magnitud.

México vive la cruda posterior a la dictadura: años de excesos sin construcción institucional. A diferencia de EUA, para salir de su atolladero México requerirá un enorme ejercicio de interacción política que sume esfuerzos y someta ambiciones a un proyecto común. En EUA todo lo que tienen que lograr es ponerse de acuerdo para algo funcional: su cruda es de una noche, la nuestra de dos siglos. Con esto no quiero sugerir que lo de allá es fácil y lo de aquí difícil: ambos son enormes desafíos. Lo relevante es que la tarea que nos aguarda a los mexicanos es la de construir los cimientos de un sistema político funcional y eso implica capacidad y disposición para sumar voluntades, abandonar maximalismos y construir una nueva realidad.

La tarea para los mexicanos es de transformación, no de continuidad ni de retrospectiva. Quien sea que pretenda algo distinto no vive en la realidad. Y lo que viene no puede ser más que violento para regresar al pasado o intenso para ver hacia el futuro. Ningunoseráagradable.

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Pasado y futuro

Luis Rubio

Parecía estar viendo el pasado y el futuro galopando sin cesar. Una visita reciente a India me hizo percatarme del contraste tan dramático entre dos realidades sociales y políticas que yacen detrás de resultados económicos contrastantes. India y México muestran que no es sólo la política económica la que determina el crecimiento: quizá tan importante sea el reconocimiento o rechazo social a la creación de riqueza.

México resolvió muchos temas esenciales de infraestructura hace muchas décadas y, sin embargo, se atoró en el camino. Los grandes programas carreteros y de electrificación comenzaron en los treinta del siglo pasado. En India son asunto de los últimos tres o cuatro lustros. Mientras que es raro el pueblo que en México no cuenta con electricidad y hasta servicio telefónico, en India hasta hace tan sólo dos décadas esa era la norma. Independientemente de la forma en que uno quiera evaluar el éxito de los programas de desarrollo,no me cabe duda alguna que en el siglo pasado hubo un intento claro por llevar la infraestructura hasta el último rincón.

En India la extrema pobreza que caracteriza a esa sociedad (que hace sólo unos años tenía un ingreso per cápita de menos del 10% del nuestro) fue producto de una fallida estrategia inspirada en el socialismo soviético. Tan pronto comenzó a liberarse de esas ataduras ideológicas al inicio de los noventa, su economía comenzó a crecer de manera sostenida y acelerada. En sólo veinte años, India logró cuadruplicar su producto per cápita.

Hoy India enfrenta el tipo de dilemas que han plagado nuestro proceso de desarrollo en los últimos años, pero se encuentra en mucho mejorescondiciones para lidiar con ellos. Aunque en todas las naciones es difícil atacar problemas esenciales como el de la pobreza, esto es infinitamente más fácil en el contexto de una economía que se expande, pues ese sólo hecho lo favorece. Pero quizá la gran diferencia entre India y México no resida en la economía misma, sino en la actitud de su gente: aun en medio de una apabullante y lacerante pobreza, su actitud es de “cómo si” y no de “por qué no se puede”.

Para una población que nunca antes conoció de oportunidades económicas, la prioridad es generar ingresos y un entorno de acelerado crecimiento produce una tras otra. Aunque no existen programas gubernamentales dedicados a atender problemas de pobreza y de informalidad, la población actúa; su incentivo es romper el círculo vicioso en que vive y sus respuestas no nos son ajenas: quien puede manda a sus hijos a la mejor escuela, no a la que le toca; lo importante es generar actividad, por lo que le buscan hasta que encuentran, actitud que ha procreado millones de pequeñas empresas en todos los ámbitos. Algunas crecen, otras desaparecen, pero la vida mejora, familia por familia.

Un profesor universitario mencionaba que el lenguaje más popular no es el inglés, sino «Windows», pues esa es la forma en que muchos ven su boleto de salida hacia el futuro. Para quienes han tenido acceso a las escuelas técnicas que proliferan por todo el país, un título de ingeniero les cambia la vida en un santiamén. India muestra cómo un marco regulatorio que propicia la actividad empresarial (por diseño o por default) puede resultar imbatible. En esto China e India son contrastantes pues han seguido modelos de desarrollo que emanan de sus muy distintas características tanto sociales como políticas.

Para un agudo observador de ese país, las comparaciones entre India y China son lógicas pero poco útiles:“se trata de dos naciones que comparten una región del mundo, pero circunstancias y características radicalmente opuestas”. Lo único que parecen tener en común es que, luego de un largo periodo de anquilosamiento, súbitamente despertaron, convirtiéndose en imponentes motores de crecimiento económico. En China todo es orden, en India desorden; ambas crecen con celeridad, pero sus fuentes de crecimiento son muy distintas: en China hay mucha inversión extranjera y grandes empresas locales, esencialmente gubernamentales; en India hay una enorme y pujante clase empresarial y un gobierno que, en las últimas décadas, se ha retraído y favorecido el desarrollo de empresarios a todos niveles. El desorden en India refleja un complejísimo sistema democrático que contrasta con el orden que emana de un gobierno autoritario en China.

Volviendo a México, me parece que la principal lección que arroja el devenir hindú de las últimas décadas es que la clave no reside en con un marco regulatorio perfecto,con todas las reformas que serían deseables o con un gobierno hiper competente, aunque todo esto mejora el potencial de éxito, sino que lo crítico es un entorno que haga posible el crecimiento. Lo que parece animar el éxito de India tiene más que ver con el entorno de libertades, un contencioso sistema político que genera rendición de cuentas y, sobre todo, una apreciación social al auge económico y al enriquecimiento de las personas. Cuando una persona identifica éxito con enriquecimiento, su incentivo para invertir, asumir riesgos y ver el futuro con optimismo acaba siendo incontenible.

En México perdimos el camino al inicio de los setenta del siglo pasado (¡hace cincuenta años!) y, por más que ha habido avances significativos, nuestras disputas no son sobre cómo gobernarnos mejor o cómo promover el crecimiento, sino cómo llegar al poder para quedarse ahí. Comparado con India, tenemos todo para ser exitosos y lo tuvimos muchas décadas antes de que ellos siquiera lo imaginaran. Esto hace pensar que la gran diferencia entre los años económicamente exitosos del siglo XX (40-70) y la actualidad tiene menos que ver con la estrategia económica específica que con la legitimidad que le otorga la sociedad a quienes son responsables de generar la riqueza.

Naciones que en estos años se han vuelto emblemáticas por su crecimiento siguen estrategias de desarrollo tan disímbolas que es imposible atribuir el éxito a un solo factor: la forma de gastar o invertir, la existencia (o ausencia) de una estrategia contra la pobreza o la naturaleza exacta de la participación del sector privado en el proceso. Todas estas cosas obviamente hacen diferencia. Pero China, India, Sudáfrica, Indonesia, Brasil y otras naciones que han crecido con celeridad no comparten estrategia económica alguna: cada una de esas naciones sigue su propia racionalidad. Cada una ha logrado tasas elevadas de crecimiento gracias a un significativo cambio político.

Hace mucho Esopo decía que «los hombres con frecuencia aplauden las imitaciones y abuchean lo que es esencial». Parece que entendía nuestros dilemas mejor que nosotros.

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Europa en México

Luis Rubio

El presupuesto, decía Schumpeter, es “el Estado desnudo de toda pretensión ideológica”. Fiel a ese principio, en México los presupuestos públicos sirven a intereses privados. Sólo un nuevo pacto fiscal federal corregiría eso.

Los presupuestos de hoy ya no son como los de antes. Hasta mediados de los noventa, el gobierno federal decidía cómo recaudar y cómo distribuir y gastar los fondos públicos. Hoy en día, la recaudación sigue siendo esencialmente federal, pero el gasto corre principalmente a cargo de los estados y municipios, creando incentivos perversos y, potencialmente, precipitando una crisis de corte europeo.

EL corazón de la crisis europea yace en un problema fundamental que Alexander Hamilton ya había anticipado hace 200 años: se puede tener una alianza entre entidades soberanas o se puede tener un gobierno que gobierna a los ciudadanos de esas entidades soberanas. Lo que no se puede tener, decía el primer secretario de finanzas de la entonces naciente unión americana, es el “monstruo de un gobierno de gobiernos”. En términos financieros este modelo implica que no existe un mecanismo interconstruido que provea los fondos para pagar las deudas en que esos gobiernos incurran.

En Europa cada país tiene su gobierno que recauda y gasta, pero la moneda es común a 17 naciones disímbolas. Cada país ha conducido sus asuntos como mejor lo entiende. Así, mientras que Alemania elevó sus niveles de productividad de manera dramática en la última década, Italia se rezagó. En un mundo de monedas independientes, Italia habría acabado devaluando su moneda para compensar esas diferencias. Sin embargo, gracias a la existencia dela moneda común, Italia no puede resolver su situación mediante una devaluación. Además, por una decisión del BIS (banco de bancos centrales), todas las deudas de los países del euro se consideraron soberanas (garantizadas por sus gobiernos) y, por lo tanto, sin riesgo. Esta decisión, más política que económica, llevó a que los bancos europeos prestaran alegremente sin construir reservas en caso de alguien no les pagara.

¿Se parece esa situación a la nuestra? Los usos y mal usos de los fondos públicos son legendarios. En México a nadie le sorprende que un gobernador utilice el dinero del erario para promover su imagen o que los fondos públicos se dispendien sin rubor. Aunque los gobernadores no pueden imprimir sus propios billetes, experiencias como la de Coahuila muestran que a través del engaño y la manipulación de la información, un gobierno estatal puede endeudarse sin límite.

El uso y distribución de los fondos públicos es por demás serio. Para comenzar, quizá una de las principales razones por las cuales el gasto público en México tiene muy poca capacidad de estimular el crecimiento económico se remite a nuestro peculiar sistema fiscal.

La federación recauda y los estados gastan. Dado el poder político que han acumulado los gobernadores en años recientes, su gasto es intocable y, para todo fin práctico, no le rinden cuentas a nadie. Desde una perspectiva económica, muchos, quizá la mayoría de sus proyectos, tienen poco impacto económico porque su lógica es frecuentemente más política y electoral que económica. Claro que construyen caminos y otros servicios, pero no necesariamente los que mayor impacto económico generan.

Sin afán de proponer volver al sistema centralizado de los 50 y 60, es importante entender las diferencias. En aquella época el secretario de Hacienda tenía enormes “bolsas” de dinero que dedicaba a proyectos de desarrollo. Con un pequeño ejército de economistas, evaluaba el costo-beneficio de cada proyecto para determinar el mayor impacto multiplicador. De esta forma, un año se dedicaban esas bolsas a la electrificación del sureste y otro a construir Cancún o la carretera a Querétaro. El punto es que el objetivo medular era lograr una elevada tasa de crecimiento económico.

La lógica de los gobernadores en la actualidad es muy distinta. Ante todo, ellos se conciben como futuros presidentes y ven al gasto como instrumento de promoción personal. En segundo lugar, aún aquellos que son más modestos en sus pretensiones personales, pocos tienen el equipo con la capacidad analítica para determinar el uso más benigno del gasto. Además, no es lo mismo la “bolsa” agregada a nivel federal que 32 presupuestos dispersos.

A todo esto hay que sumarle el “elemento europeo”: los gobernadores no recaudan, sólo gastan. Esto es muy conveniente para ellos, pero aterrador para la ciudadanía y para el crecimiento de la economía. Ese esquema le niega a la ciudadanía el derecho a increpar al gobernante: su facultad para exigirle rendición de cuentas. Al gobernador le encanta que el dinero se recaude lejos y con eso no tiene que explicarle nada a la ciudadanía local. Pero la consecuencia es un muy pobre desempeño económico.

Viendo hacia adelante, una de las principales prioridades tendrá que ser la redefinir la estructura fiscal del país. El fenómeno tiene muchas aristas y no se puede resolver una sin afectar a las otras. En la actualidad, una parte significativa del presupuesto federal se financia con fondos provenientes del petróleo, mismos que se acaban gastando en los estados sin control o planeación alguna. La ciudadanía no quiere pagar más impuestos, al menos en parte porque sabe bien cómo se gastan esos fondos.

Inevitablemente, si queremos recuperar la capacidad de crecimiento, tendremos que construir una nueva estructura fiscal que empate la recaudación con el gasto tanto a nivel federal como estatal. El gobierno federal tendrá que liberar recursos significativos a Pemex para el crecimiento de esa empresay los gobiernos estatales y municipales tendrán que recaudar a nivel local, sobre todo impuestos prediales. Cambiar las reglas del juego exigirá un enorme capital político…

Al mismo tiempo, por el lado de la recaudación, cambios como esos sólo seránposibles en la medida en que la ciudadanía observe una nueva relación de poder con sus gobernantes a todos niveles. En esta era es imposible una mayor recaudación sin mejorar el uso del dinero y la entrega responsable de cuentas sobre el mismo. Ese es el acertijo de nuestra realidad fiscal en la actualidad.

El poder en la sociedad mexicana se ha descentralizado de una manera tal que ha generado más capacidad de veto que oportunidades creativas. La solución no reside en una imposible recentralización del poder sino en un nuevo equilibrio federal: un nuevo arreglo político entre la federación y los estados y municipios que incorpore reglas e incentivos para que el dinero público se aboque a un solo objetivo: generar mayor crecimiento económico.

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