El fenómeno Peña

Luis Rubio

«Se cuidadoso con lo que deseas», reza un viejo aforismo, «porque se podría convertir en realidad». Tanto el electorado como el virtual presidente electo deberían meditar sobre esta advertencia. El triunfo de Enrique Peña Nieto fue impecable e indiscutible. Vista en retrospectiva, esta contienda fue un nuevo parteaguas, similar al 2000. Ahora viene lo bueno.

El resultado electoral tiene dos vertientes: lo que quería el electorado y lo que ofreció Peña. Ambos muestran a un país cambiado.
Por el lado de la ciudadanía es evidente el cansancio. Décadas de crisis seguidas por más de desorden, ausencia de liderazgo y pobre desempeño económico acabaron por aniquilar la expectativa de que la solución estaría por el camino de un gobierno dividido, una democracia incompleta o una bola de gobiernos incompetentes. Los últimos tres gobiernos, ya librados de las crisis financieras, fueron mediocres y no lograron satisfacer a nadie. Peña leyó bien al electorado que demandaba un gobierno eficaz.
La mayoría de los problemas que padece el país en la actualidad son residuos de la era priista que no se ha superado y que se han traducido en violencia, debilidad institucional, abuso burocrático y un sistema patético de gobierno. Los gobiernos panistas no tuvieron la capacidad de cambiar al país: ni construyeron instituciones democráticas ni se distinguieron por la calidad de su gestión. Pero los problemas siguen ahí.
Aunque el resultado final de la elección no arrojó el «carro completo» que anticipaban algunas encuestas, el cambio es impactante en más de un sentido. El candidato del PRI ganó de manera clara. La candidata del PAN dio una lección de democracia y entereza hasta ahora desconocida en nuestra corta historia democrática. El candidato de las izquierdas estuvo, pues, como siempre: Facundo Cabral estaría deleitándose.
El candidato ganador se preparó por años: organizó un equipo, concibió a su gubernatura como escaparate para su campaña, planeó cada paso de la construcción de su candidatura y desarrolló una operación política impecable. En lugar de desperdiciar el tiempo atacando al gobierno federal, se dedicó a organizar a los priistas, sumar a los disidentes y eliminar toda competencia. Anticipó ataques por sus debilidades haciéndolas públicas, propiciando la redacción de libros que lo justificaban y amenazando, así fuera de manera velada, a quienes se le oponían. Se asoció con Televisa para convertirse en la única figura pública positiva por seis años y minó a sus posibles contrincantes atrayendo y maiceando a figuras protagónicas de la izquierda y del PAN, notablemente a Fox. Peña no dejó nada al azar.
La campaña procedió como una maquinaria perfectamente aceitada y financiada que se condujo como una aplanadora. Como hace poco escribió Ivonne Melgar, anticipó diversos escenarios y preparó a un equipo diestro en el manejo de imagen, respuesta inmediata y atención hasta a las contingencias más nimias, por todos los medios. A la vista de esto, ninguno de sus contendientes, por capaces, atractivos u organizados que pudiesen haber estado, tenía oportunidad alguna. Los números así lo ilustraron desde el primer día.
Ahora vienen las consecuencias.

Peña no recibió un cheque en blanco pero sí un halo de legitimidad. En lugar del riesgo que entrañaba -para él y para el país- una mayoría aplastante, el resultado electoral lo obligará a forjar acuerdos y construir una mayoría legislativa con los partidos de oposición. El talento que desplegó en la contienda sugiere que tiene todo lo necesario para lograrlo. Al mismo tiempo, los momentos en que se encontró en apuros en la campaña (como en la Ibero) ilustran el tipo de problemas que confrontará cuando se presenten escenarios no predecibles.
Es de anticiparse que en los próximos meses veremos muchos ajustes y desajustes. La guerra soterrada entre el «centro» y los gobernadores apenas comienza. A diferencia de los años treinta, estos últimos no tienen ejércitos a su alcance, pero nadie va a ceder sus privilegios con facilidad. La noción que albergan priistas nostálgicos de que se puede simplemente restaurar el matrimonio PRI-presidencia como si nada hubiera pasado en la última década es simplemente absurda. Cuando enfrentó una situación similar en Polonia, el regreso de los ex comunistas, Lech Walesa afirmó que «no es lo mismo hacer sopa de pescado a partir de un acuario que un acuario a partir de sopa de pescado». Lo mismo será cierto del PRI: la oportunidad para Peña es inmensa.
Pronto comenzarán a hacerse visibles los poderes fácticos, unos para hacer sentir su peso y establecerle límites al nuevo gobierno, otros para cobrar favores de campaña. La respuesta que reciban, y la manera de responder, marcarán la tónica y naturaleza del gobierno entrante. La tentación de centralizar e imponer será grande. El ejemplo del Edomex -donde no se mueve una mosca sin la venia del gobernador- es sugerente.
Para Peña la disyuntiva es abocarse a recuperar lo perdido y reconstruir la hegemonía priista -tanto como se pueda-, o dedicarse a construir un país moderno, lo que implicaría exactamente lo contrario: abandonar al viejo PRI de una vez por todas. Implicaría lograr exactamente eso que los gobiernos panistas fueron timoratos e incapaces de articular. Quien primero se organice (PAN o PRD) para construir una coalición será crucial y determinará el enfoque de la política económica y el potencial de transformación al país. No tengo duda de que habrá coaliciones funcionales. La pregunta es con quién.
Un país moderno entraña, ante todo, una estructura de pesos y contrapesos que le confiera estabilidad e institucionalidad al país y al gobierno. Desde 1997, año en que el PRI perdió la mayoría legislativa, el país ha experimentado a los pesos, pero nunca ha habido contrapesos: medios para forzar al sistema y al ejecutivo a funcionar para beneficio del ciudadano, sin restricciones originadas en intereses particulares.
Lo bueno de que el próximo gobierno no cuente con una mayoría legislativa es que eso le evita la posibilidad de decidir si quiere construir un país moderno. Lo malo es que esa posibilidad dependerá de la calidad de la oposición con que se encuentre: la oportunidad, y responsabilidad, de los partidos de oposición para forjar una coalición que transforme al país hacia la modernidad es extraordinaria. La paradoja es que todo ese poder se puede usar para transformar, pero también para retroceder. La sociedad mexicana está ávida de respuestas y de futuro. Peña tiene la oportunidad de dárselas al alcance de la mano. La pregunta es si podrá vencer al PRI para lograrlo.

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Pasado o futuro

Luis Rubio

Para Bismarck, el gran canciller alemán, “nunca se miente tanto como antes de las elecciones, durante la guerra y después de la cacería”. La tarea del ciudadano en un día de elecciones como hoy es la de dilucidar entre propuestas, imágenes y… mentiras. Todo se vale en una contienda y la que hoy concluye no fue excepción. Ahora viene el momento de la responsabilidad ciudadana.

Los candidatos hicieron su tarea y hoy le toca al ciudadano optar. Como hace seis años, en los últimos días se ha intentado generar un ambiente de descalificación de los procesos electorales. A diferencia de entonces, hoy las encuestas arrojan números muy distintos que le confieren una mayor confiabilidad al ejercicio democrático. Los dos principales candidatos no ponen en juego la estabilidad económica como sí lo estuvo entonces. El avance en este frente es sólido y la amenaza de regresión en materia económica ha amainado tanto que no fue un tema relevante en la contienda.

Hoy la tesitura es distinta. Es entre el pasado y el futuro: reconstruir lo que funcionaba antes o construir una plataforma distinta hacia el futuro. La realidad es que a pesar de los avances democráticos que efectivamente se han dado, estamos lejos de vivir bajo un régimen democrático consolidado. Los políticos no cumplieron con su responsabilidad de construir instituciones que, al darle solidez y predictibilidad a los procesos de toma de decisiones, eliminaran el riesgo de inestabilidad que siempre acompaña a las transiciones de gobierno. Con nuestro voto los ciudadanos debemos forzar a los políticos a que construyan las instituciones clave para el desarrollo, la estabilidad y el crecimiento acelerado.

De los tres principales contendientes que hoy se presentan ante el electorado, uno no ha dejado de amenazar con el desconocimiento de los resultados y el contingente de otro sueña con la restauración del viejo régimen. Ambas situaciones son emblemáticas de la inmadurez que sigue caracterizando a nuestra democracia. En las democracias consolidadas lo que se disputa es un pequeño cambio de enfoque que no pone en entredicho la vida cotidiana de la población o la estabilidad del país. Lamentablemente, las discusiones cotidianas en las últimas semanas revelan que estamos lejos de haber arribado al punto en el que eso sea cierto. El sólo hecho de que la estabilidad (o el riesgo del retorno del PRI) sea un tema de discusión es revelador en sí mismo.

Ante esto, la ciudadanía tiene que optar por la mejor opción, o combinación de opciones, que le confiera certidumbre respecto al futuro. El caso de la economía es ilustrativo: a pesar de que ésta ha ido mejorando de manera sistemática (2011 fue el año de mayor creación de empleos de toda nuestra historia), persisten disputas sobre la dirección que ésta debe seguir. En los planteamientos que se escucharon a lo largo de la contienda un candidato idealizaba el pasado, otro planteaba un retorno a lo que funcionaba y otro más ofrecía un replanteamiento hacia el futuro. Es decir, a pesar de que México estos días vive una de las mejores circunstancias del mundo en materia económica, la efervescencia es enorme.

Detrás de muchos de los planteamientos se encuentra la idea, muy arraigada,de que es posible y deseable reconstruir momentos emblemáticos del pasado (sobre todo los sesenta o los setenta, respectivamente). Una mejor alternativa sería hacer nuestra la ola de cambio que ha caracterizado al mundo en este medio siglo: realmente asirla y romper con los obstáculos que ha generado esta economía tan polarizada y contrastante donde una parte crece con celeridad en tanto que otra languidece sin rumbo ni oportunidad. Las diferencias aparentes pueden parecer pequeñas, pero se trata de una diferencia radical de enfoque y visión.La pregunta es cómo asegurar que se avance hacia la consolidación de una plataforma de crecimiento con igualdad de oportunidad para todos. El voto es un instrumento limitado, pero excepcional, para ello.

La disyuntiva en la elección de hoy reside en el para qué del gobierno y qué implica eso para el futuro del país. Es fundamental romper, de una vez por todas, con los impedimentos al crecimiento que persisten, muchos de ellos originados en ese mundo idílico de hace décadas que, como bien dijo Cervantes, nunca fue tal. Por eso es clave quién gane pero también quién quede en segundo lugar: porque determina la orientación hacia adelante o hacia atrás.

Yo no tengo duda: México tiene que ver hacia adelante, dejando el pasado en la historia. La clave del futuro no reside en restaurar sino en liberar y darle instrumentos al ciudadano -individuo, empresario, trabajador- para que pueda competir en un mundo globalizado donde la capacidad de agregar valor está determinada por la calidad de la educación (y su naturaleza), la funcionalidad de la infraestructura física y humana y las vinculaciones con el resto del mundo. El ciudadano tiene hoy la oportunidad y la responsabilidad de construir con sus votos los equilibrios que mejor contribuyan a lograrlo: votar diferente para presidente y para el legislativo.

En las décadas pasadas México abandonó el modelo económico introspectivo porque éste había agotado su viabilidad. Hoy comenzamos a ver los resultados de décadas de transformación y, por primera vez en mucho tiempo, el futuro se ve por demás promisorio. Este es el momento de dar el gran salto hacia el futuro.

Evidentemente, requerimos un gobierno competente que se dedique a construir las condiciones políticas y estructurales para que la economía pueda prosperar a un ritmo muy superior al que hemos experimentado recientemente. También requerimos un gobierno acotado que evite e impida excesos o retrocesos, pues la inmadurez de nuestra democracia hace factible que eso ocurra. Tenemos que dar el giro final: construir la plataforma de un país moderno, en un entorno de libertad, en el que la creatividad de la ciudadanía pueda florecer en la forma de actividad empresarial a la que todos tengan acceso.

La opción en esta elección es muy clara: regresar a lo que ya fue y no funcionó, o dar el gran salto, pero con clara conducción gubernamental, hacia el cambio que no acabó de cuajar en la última década pero que es necesario y, en buena medida, inexorable. Cada votante tendrá que determinar cuál es la mejor combinación que fuerce a los políticos a actuar.

Hace días expresé mi preferencia de candidato. La tarea del votante hoy es decidirse e ir a votar por quién pueda avanzar -y no tenga alternativa de hacerlo- para crear condiciones que hagan posible un futuro diferente. La responsabilidad del resultado será toda suya.

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El futuro y el PRI

Luis Rubio

“En ocasiones errado, pero nunca en duda” es una caracterización que fácilmente se podría aplicar al PRI. El partido de la revolución estabilizó al país en el siglo XX pero nunca logró superar su pecado de origen: un sistema dedicado íntegra y exclusivamente a la llamada familia revolucionaria,a servir a los intereses del poder y sus negocios. El riesgo de la próxima elección es regresar a ese mundo de complacencia. México claramente requiere un gobierno eficaz y la forma en que evolucionaron los dos gobiernos panistas recientes fue todo menos eso.Pero la solución no reside en un gobierno en control absoluto del poder.

Los priistas se precian de su capacidad para gobernar. Sin embargo, su probada capacidad de ejecución no es lo mismo que un buen gobierno: México tuvo muchas décadas de gobiernos hábiles pero no buenos gobiernos. De haberlos tenido, el país sería rico y próspero, como Corea u otros países de similar nivel de desarrollo. Claramente, requerimos un gobierno eficaz, pero también un buen gobierno. La pregunta es cómo lograr esa combinación exitosa.

El PRI que hoy flexiona el músculo no es un PRI moderno o visionario. Su vista está decididamente concentrada en el espejo retrovisor, en lo que para muchos priistas nunca debió abandonarse. En el mundo idílico del profesor: un gobierno en control, una sociedad subordinada y una economía en crecimiento. Los sesenta.

Para el viejo sistema nunca existió la sociedad más que como instrumento manipulable. Esto no implica que se impidiera el crecimiento económico pues la evidencia de lo contrario es enorme, pero sí de que su función objetivo, su razón de ser, fuera la de servir a los intereses de la familia revolucionaria: mantenerse en el poder y explotarlo para su beneficio. Eso es lo que las mayorías absolutas hacen posible: la imposición.

Cuando el PRI perdió la presidencia se creó la oportunidad de transformar al sistema político, remontando los traumas previos pero construyendo sobre lo existente. Lamentablemente, las dos administraciones que sucedieron al PRI (y, de hecho, las últimas tres) no tuvieron la visión, grandeza o capacidad de trascender lo que heredaron. Los ciudadanos acabamos con una democracia enclenque que no ha satisfecho las expectativas o cambiado el rumbo del país. La conclusión de muchos es que el problema yace en la ausencia de mayorías legislativas. Yo difiero: el problema yace en la incompetencia de nuestros gobernantes recientes, en su inhabilidad para construir mayorías y transformar al sistema político. No es lo mismo.

Ese malogro es la principal explicación de la situación actual del PRI. En franco contraste con los partidos del viejo régimen en otras sociedades, el PRI la tuvo fácil: no tuvo que reformarse para volver a sobresalir en las preferencias electorales. El riesgo ahora es que sea la sociedad quien pague los platos rotos.

Más allá de las encuestas y de las diferencias de perspectiva entre jóvenes y viejos –los que vivieron la era del PRI abusivo y los que viven el desconcierto actual- el hecho tangible es que el país es un gran desorden. La propuesta del PRI para restaurar el orden ha sido convincente: un gobierno eficaz. El problema es que eficacia no implica un buen gobierno y esa es la historia del PRI. La realidad es que la incompetencia de los últimosgobiernos impidió que sesubstituyeran las estructuras e intereses priistas por instituciones funcionales y pesos y contrapesos debidamente estructurados.

Nadie puede dudar que el país requiere un gobierno eficaz. En la era priista, la eficacia estaba casi garantizada porque el sistema era tan fuerte y ubicuo que permitía que hasta malos gobernantes funcionaran de manera efectiva. Sin embargo, desde que el PRI se dividió en los ochenta, su capacidad de imposición disminuyó drásticamente. Desde entonces, el éxito de un gobierno ha dependido de la habilidad política-individual- del presidente: no es casualidad que entre 1982 y el presente sólo Salinas haya sido efectivo.

En este tiempo el país se ha descentralizado de una manera notable pero no contamos con estructuras consolidadas de pesos y contrapesos que le den estabilidad y predictibilidad al sistema en su conjunto. Es este el factor que crea tanta incertidumbre: la posibilidad de que el PRI regrese a restaurar el viejo sistema opresivo o que López Obrador destruya lo poco que se ha avanzado de manera decisiva. Nuestro problema es de ausencia de contrapesos y eso no se resuelve con un gobierno “eficaz” ni mucho menos con mayorías absolutas en el legislativo. Lo que México requiere es una negociación entre las fuerzas políticas que le de vida a un cuerpo institucional de pesos y contrapesos y nos lleve a otro estadio de desarrollo.

El país ha cambiado notablemente, aunque no siempre para bien: la realidad del poder ya no es de centralización política sino de dispersión del poder con una enorme concentración en los liderazgos partidistas y los gobernadores, además de los llamados poderes fácticos. En franco contraste con la vieja era priista, la multiplicidad de contactos que caracteriza al mexicano promedio con el resto del mundo es impactante. La única razón por la cual el país ha seguido adelante en los últimos veinte o treinta años es precisamente que los mexicanos encontraron formas de funcionar independientemente  del gobierno. Son los resabios del viejo sistema –el del PRI y el de AMLO- los que mantienen atorado al país. No hay nada a donde regresar.

El reto del país consiste en desmantelar, ahora sí de manera definitiva, la estructura corporativista que persisteen las paraestatales, en el sindicalismo corrupto y en los negocios particulares, muchos de ellos ilícitos, de sus próceres. Es decir, afectar las bases de poder priista y sus estructuras de soporte. México requiere consolidar el modelo de apertura –en lo económico y en lo político- y eso implica afectar intereses fundamentalmente priistas. La pregunta es si el monstruo puede funcionar rompiéndose las entrañas y, más importante, si controlando la presidencia, el congreso y el senado tendría incentivos para hacerlo. Lo dudo.

El mexicano quiere orden, factor que ha fortalecido al PRI en esta contienda. Pero el orden sin contenido no es respuesta. Para restaurar el orden y acabar de construir el camino del crecimiento es imperativo romper con lo que por tantos años fuimos, es decir, con el sistema priista. ¿Quién podría lograrlo? Sólo un presidente con habilidades políticas pero guiado por el imperativo de tener que construir un acuerdo político con el resto de los partidos. Regresar a la era de mayorías absolutas sería una enorme regresión.

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Mi voto

Luis Rubio

Llegó el momento de decidir: la oportunidad quecada ciudadano tiene que traducir su experiencia y responsabilidad en un voto. Cada uno de los contendientes tiene activos y pasivos y cada uno de ellos entraña una visión distinta del futuro. Explico aquí mi voto.

En una sociedad abierta, los ciudadanos deciden quién los va a gobernar por medio de una marca en una papeleta, acción que parece pequeña pero que constituye una decisión fundamental: ahí el ciudadano resume susexpectativas para mejorar su vida.Aunque un candidato nos pueda gustar más que otro, lo crucial es saber quién de ellos sabrá responder cuando venga el momento de tomar decisiones en circunstancias de crisis que, por definición, no son anticipables yno están en un script. En ese momento -que siempre se presenta- lo único que cuenta es la fortaleza de la personalidad y temperamento del presidente, lo que en inglés se llama character. No existe traducción perfecta pero el concepto engloba la entereza, valores y visión de quien está a cargo. Por eso la persona importa.

En estos meses los candidatos nos han saturado de mensajes y discursos. Mucho de eso acabará en el basurero de la historia porque el calor de la contienda genera propuestas e ideas que no siempre son factibles (o deseables) en la realidad del gobernante. Quien gane la elección tendrá que definir no sólo objetivos y estrategias, sino el personal que será responsable de llevarlos a la práctica. Ya hemos visto los costos de los equipos pobres y/o leales. Será clave un equipo profesional y excepcionalmente capacitado que rompa los entuertos, independientemente de su origen partidista.

El contexto que caracteriza al país requiere habilidades muy particulares. Justo en el momento de mayor cambio y turbulencia en el país y en el mundo (1994-2012), tuvimos tres presidentes que no contaban con las habilidades políticas para sumar contrincantes y enfrentar desafíos sin parangón. En los próximos seis años el país tendrá que alcanzar al menos dos cosas: la reconciliación política interna que siente las bases para la construcción de un nuevo régimen: un país de instituciones; y la transformación de las estructuras económicas para eliminar los privilegios, monopolios y fuentes de favoritismo que resultan en tasas tan pobres de crecimiento. ¿Cuál de los candidatos tiene la capacidad y visión para avanzar estos objetivos manteniendo la estabilidad?

Desde mi perspectiva, hay cuatro factores o atributos esenciales que definen a la mejor persona para gobernarnos. Primero, valores: sus creencias, visión del mundo y concepción del ciudadano frente al gobierno. Segundo, su talento ejecutivo: capacidad de definir objetivos, armar equipos, supervisar subalternos y responder cuando las circunstancias cambian. Tercero, habilidad y disposición a negociar con los contrarios. Finalmente, la entereza para mantener la ecuanimidad y claridad de visión para no perder el rumbo en las buenas y en las malas.

Mi voto es para el candidato que reúne estos atributos. En cuanto a sus valores, cree en la libertad de las personas como esencia de la vida, respeta creencias y preferencias distintas a las suyas, tiene una profunda preocupación por la pobreza y la desigualdad y sabe que sólo sumando -una coalición-y construyendo instituciones se puede construir para el futuro.Su ética es la de una ciudadana que entró como adulto a la política y que separa lo propio de lo público con una nitidez sin parangón. Tiene una particular convicción que es la de la igualdad de oportunidades para todos, comenzando por los que llegan con mayores desventajas a la vida.

En la década pasada, observé a Josefina Vázquez Mota como secretaria de desarrollo social, de educación y como líder de su bancada: en cada uno de esos puestos mostró una impactante capacidad ejecutiva, muy superior a la de Calderón. Como jefa supo armar los mejores equipos, se deshizo de quienes no funcionaban, exigía cuentas precisas y no tenía problema de trabajar con gente más capaz que ella. Me la imagino invitando a su equipo a los mejores, independientemente de partido o ideología: quienes sumen y puedan resolver los problemas del país. No es experta en todos los asuntos y por eso busca al mejor talento, sin limitarse al que está en su grupo cercano. Cuando no conoce un tema, pregunta y tiene una prodigiosa capacidad para entender y actuar.

En la SEP demostró capacidad negociadora y no tuvo dificultad alguna para entenderse con la líder magisterial y llevarla a una reforma innovadora: fin a la venta de plazas y compensación a los maestros en función del desempeño de los niños en exámenes estandarizados, ambos anatema para el sindicato. Cuando los huracanes, conoció la pobreza y desesperanza más agudas y se abocó a resolver las causas, no sólo a atenuar los síntomas: cambió e institucionalizó Oportunidades y eliminó la politización en el reparto de víveres y otros apoyos.

Entró a la política como ciudadana y no ha dejado de serlo. Entiende el estado de ánimo del país y lo que ha logrado ha sido producto de su esfuerzo, capacidad, sensibilidad y visión. No es dogmática  y por sobre todo, es una persona con sentido común.

Conocí a Josefina hace más de veinte años porque un día la escuché en el radio y de inmediato la busqué para invitarla a incorporarse a mi institución (no aceptó). A lo largo de todos estos años, la he visto en momentos de éxito y en momentos de dificultad. Jamás perdió la brújula. Siempre, hasta en las peores circunstancias, supo reagruparse y seguir adelante. Como todos los humanos, tiene falibilidades pero su historia muestra enorme capacidad de aprendizaje y autocontrol. Detrás de su sonrisa hay una política que calcula y que ha demostrado una y otra vez capacidad para decidir, torcer brazos y sumar a sus interlocutores, hasta a los más difíciles. Lo que muchos interpretan como suavidad no es más que disposición a escuchar y a sumar: dominó al Congreso e hizo posible la aprobación de prácticamente toda la agenda del presidente. No teme a los asuntos más peligrosos. Cuando actúa, nadie la para.

Es evidente que los tres contendientes tienen cualidades y experiencias valiosas. Sin embargo, estoy convencido que sólo ella reúne la mejor combinación de atributos, capacidades y visión. También tengo la certeza de que sólo ella tiene la capacidad de nombrar al equipo más capaz de resolver los problemas de seguridad, economía, empleo y estructura institucional porque no tiene miedo de invitar a quienes tengan las habilidades y darles la totalidad de su apoyo para lograrlo. Ya es tiempo de que tengamos en la presidencia a alguien con los pantalones bien puestos.

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En juego

Luis Rubio

En un episodio de “West Wing” le preguntan al contendiente para la siguiente elección por qué quiere ser presidente. El candidato balbucea y su respuesta es todo menos convincente. Sus asesores se ríen hasta que súbitamente se percatan que su jefe, el presidente, tampoco tiene idea de para qué quiere reelegirse. Algo así parece la contienda actual: grandes poses pero poca claridad.

Hay muchas maneras de evaluar y contemplar los prospectos de una elección. Una es estudiar la historia del partido que postula a cada candidato, otra es analizar el desempeño pasado del propio individuo que contiende por la presidencia. Quizá sea tiempo de incorporar al análisis otras variables, probablemente más trascendentes.

Lo fácil es irse por la personalidad del candidato o por sus propuestas tal y como salen de una plataforma diseñada precisamente para convencer a los desprevenidos. Las campañas electorales son unaoportunidad para que cada partido y candidato presente su visión del futuro de una manera sesgada, como si lo que uno quisiera y deseara fuera siempre posible. En este sentido, las campañas acaban siendo una excepcional ocasión para exagerar y vender el Nirvana sin la necesidad de empatar las propuestas con la realidad.

En el calor de la contienda, lo último que los candidatos quieren ver u oír es que la realidad es más complicada de lo que ellos suponen, que sus propuestas no son especialmente innovadoras o que hay factores limitantes que harían difícil, si no es que imposible, la instrumentación de sus deseos. Es por esta razón que, desde una perspectiva ciudadana, sería mucho mejor comenzar del otro lado: lo ideal sería que empezáramos por definir cuáles son los problemas del país y ver cómo los contendientes responden a esa realidad. Visto desde esta perspectiva, los ciudadanos obligarían a los candidatos a afinar sus propuestas y a aterrizar sus planteamientos.

Es posible que las necesidades y retos que el país enfrenta se resuma en una palabra: productividad. Según Paul Krugman, la productividad “no lo es todo, pero en el largo plazo es casi todo” porque determina el número y tipo de empleos que existirán y, por lo tanto, el ingreso de la población. Quizá una manera de proseguir en esta contienda sería exigirle a los candidatos que explicaran cómo le harían para elevar el crecimiento de la productividad de la economía del país.

La productividad es un concepto que resume el conjunto de retos que caracterizan a una sociedad. En términos simples, la productividad consiste en producir más con menos recursos, es decir, optimizar el uso de energía, mano de obra, infraestructura y materias primas para satisfacer al mayor número de personas. La razón por la cual el concepto es tan útil es que la productividad sólo puede crecer cuando no existen obstáculos para que eso ocurra.

Los obstáculos potenciales son de muchos tipos. Cuando un empresario se propone producir un bien o un servicio, tiene que comenzar por instalarse, obtener los permisos requeridos y conseguir los recursos materiales, financieros y humanos para poder hacerlo. Cada uno de estos pasos entraña problemas potenciales, cada uno ofrece la posibilidad de convertirse en un obstáculo infranqueable. Por donde uno le busque, la combinación de monopolios, sindicatos, burócratas, poderes fácticos y pésimaeducación e infraestructura es un obstáculo formidable que amenaza no sólo la productividad sino la viabilidad del país.

Si aceptamos que la productividad es el objetivo a lograr, el país parece estar diseñado para impedir su crecimiento. No es casualidad que, en este contexto, la economía informal sea un recurso tan natural, pues permite obviar muchos de esos obstáculos. Sin embargo, también entraña límites absolutos a lo que una empresa, y por lo tanto elpaís, puede desarrollarse y crecer.

Elevar la productividad general de la economía va a requerir enfrentar obstáculos, es decir, poderosos intereses que hoy se benefician del statu quo: de que todo esté paralizado. En teoría, uno podría suponer que cualquiera de los candidatos podría vencer esos obstáculos. Sin embargo, eso no ha ocurrido en el país en décadas, lo que sugiere que no es tan sencillo.

Frente a la necesidad de elevar la productividad, nuestros candidatos, ya a estas alturas, han sido más bien parcos.El PRI nos propone fortalecer al gobierno para que vuelva a florecer la economía, tal y como ocurría en los 60, cuando no había competencia china, las importaciones eran irrelevantes y el país no tenía compromisos comerciales o de inversión. El PRD es más avezado: nos dice que lo que hay que hacer es ignorar la realidad actual y sus restricciones para reconstruir los 70 porque así, como por arte de magia, se podría imitar a China o Brasil. El PAN nos dice que hay que ver hacia adelante y afianzar lo logrado porque no hay hacia donde regresar.

Por supuesto que cada uno de estos planteamientos no es más que una caricatura, pero el problema es que no es muy distante de la realidad. Nuestra única salida como país reside en elevar la productividad y eso no se va a lograr gastando más como propone el PRD, concentrando el poder como propone el PRI o sólo combatiendo a la criminalidad como lo ha hecho el gobierno actual.

Lo que el país requiere es un planteamiento convincente de cómo se va a facilitar el funcionamiento de la economía, cómo se van a reducir los costos de producir en el país y cómo se va a acelerar la formación del personal disponible para que podamos competir de manera exitosa con el resto del mundo. En otras palabras, el candidato que merecería ganar será aquel o aquella que nos presente un proyecto razonable que entrañe: un mayor equilibrio de poderes que haga funcional, pero no abusivo, al gobierno en su conjunto; un sistema educativo que se concentre en el educando y no en las demandas del sindicato; y un esquema que privilegie al ciudadano por encima del burócrata.

Por encima de todo, la clave del próximo gobierno reside en cuál de los candidatos tiene la capacidad y la disposición para enfrentar los obstáculos y los intereses que yacen detrás sin destruir la estabilidad financiera ni afectar los derechos ciudadanos que con tanta dificultad han avanzado. Cualquiera de los candidatos podría enfrentar obstáculos. La pregunta es cuál de ellos lo haría sin destruir lo que sí funciona y que es crucial para el desarrollo.

En lugar de ofrecer bálsamos falsos, los ciudadanos deberíamos exigir propuestas susceptibles de romper, de una vez por todas, los entuertos que nos tienen paralizados. Eso sólo es posible viendo hacia adelante porque lo de atrás es obvio que nunca funcionó.

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Alianzas y coaliciones

Luis Rubio

A lo largo de la historia, el mundo se ha construido, ycasi destruido, como resultado de alianzas, igual sacrosantas que sacrílegas. Las alianzas y coaliciones son la esencia del poder. Las antiguas monarquías procuraban matrimonios políticos que expandieran o afianzaran imperios, en tanto que los parlamentarios modernos construyen coaliciones para poder funcionar. Independientemente del objetivo que se persiga, el mundo se mueve con acuerdos de poder.

México ha sido una excepción a esta regla en las últimas dos décadas. Aunque ha habido mucha más actividad legislativa que en los años anteriores a 1997, el país ha presenciado a una clase política prácticamente incapaz de comprometerse y actuar en función de desafíos medulares, mismos que se han traducido en graves rezagos,sobre todo en materia económica. Ha habido infinidad de reformas relativas a derechos sociales y políticos, pero ninguna relevante en los temas que impiden el tipo de revolución económica que han experimentado nuestros principales competidores a escala global.

La explicación de esta situación es obvia: el pacto priista que permitió décadas de estabilidad en el siglo pasado se vino abajo por la erosión que inexorablemente acompaña al poder y, en no poca medida, por la evolución de la sociedad mexicana en ese mismo periodo. Los acuerdos de los veinte con que nació el abuelo del PRI, el Partido Nacional Revolucionario, eran primitivos, pero empataban el momento post revolucionario. En su esencia, aquellos arreglos entrañaban el respeto al líder «máximo» (y sucesores sexenales), un procedimiento para la sucesión presidencial y un mecanismo para la distribución de los beneficios en función de la lealtad al líder en turno. Aquel pacto se colapsó en los ochenta cuando el partido se divide y desaparecen los instrumentos que hasta ese momento habían cohesionado a la clase política (priista). Las derrotas de 1997 y 2000 no fueron sino puntillas a un sistema que había dejado de funcionar y que, más allá de las nostalgias, no se puede reconstruir.

Desde el fin de los ochenta, el país ha funcionado, mal o bien, en función de la destreza y capacidad de operación política de los individuos que han ocupado la presidencia. Salinas, un político hábil, supo usar los instrumentos del poder, en tanto que sus sucesores no; al mismo tiempo, los resultados de su gestión lo dicen todo: la ausencia de pesos y contrapesos llevó a la violencia política y a una catástrofe financiera. En franco contraste con las décadas previas, el «sistema» -que había permitido la funcionalidad política independientemente de las habilidades del responsable en turno- dejó de funcionar. Nuestra parálisis no es producto de la casualidad.

El problema es, pues, uno de organización y administración del poder. La genialidad del sistema priista consistió en que construyó un mecanismo autoritario pero que, por su naturaleza, hacía las veces de estructura institucional que era percibida como legítima. Lo necesario hoy es una construcción institucional en un entorno competitivo y democrático.

La estructura priista funcionaba en torno al binomio PRI-presidencia que implicaba negociaciones internas con una gran capacidad de implementación. El PRI, como sistema de control político, permitía garantizar que las decisiones a las que se llegaba dentro de ese binomio pudiesen ser instrumentadas. También incorporaba mecanismos disciplinarios que acotaban al menos los peores excesos y abusos por parte de funcionarios, líderes obreros y políticos en general. La consecuencia más evidente de una estructura autoritaria y centralizada como aquella es que nunca permitió la construcción de instituciones funcionales pues éstas hubieran acotado el poder del centro. Esta es la razón de la brutal debilidad histórica de los gobiernos estatales, factor que ha hecho posible que, con el colapso del control central, se hayan constituido réplicas primitivas del viejo sistema a nivel estatal.

¿Cómo cambiar esto? Yo veo tres respuestas: una, la favorita de los nostálgicos del viejo sistema hoy localizados en dos partidos, consistiría en reconstruir los mecanismos de control autoritario para poder recuperar la eficacia del viejo sistema. La segunda implicaría una gran revolución institucional -la llamada reforma política- que procuraría institucionalizar lo existente por la vía legislativa. La tercera tendría por objetivo la construcción institucional pero su planteamiento es procedimental: construir una gran coalición que permita transformar al sistema político en su conjunto. Es importante hacer notar que hay prominentes políticos de todos los partidos abogando por cada una de estas propuestas: este no es un asunto partidista.

En mi opinión, México sólo podrá evolucionar por medio de una construcción institucional. La noción de que se puede reconstruir el viejo sistema es absurda no porque no se pudiera dar un golpe autoritario, sino porque no resolvería nada. Eso nos deja con dos escenarios: el de la buena voluntad de nuestros legisladores en presencia de un efectivo liderazgo presidencial o la construcción de acuerdos previos que hagan posible lo anterior. No hay diferencia de objetivos, sólo de procedimiento.

La noción de un gobierno de coalición no es nueva, pero sí es ajena a los sistemas presidenciales por una razón evidente: mientras que una coalición en un sistema parlamentario obliga a todas las partes a participar so pena de hacer caer al gobierno, en un sistema presidenciallos funcionarios son nombrados unilateralmente por el presidente y, por lo tanto, una coalición depende de la disposición del presidente para su permanencia. Este hecho explica la reticencia a participar en el gobierno que en años pasados -desde Zedillo con un procurador panista y Fox sin saber para qué- evidenciaron los otros partidos.

La lógica de un gobierno de coalición es muy clara: incorporar a fuerzas políticas representativas en un gobierno dedicado a la construcción institucional donde todos pierden si cualquiera abandona el carro a medio camino. Sería una respuesta equivalente, si bien tardía, a los Pactos de la Moncloa o a la Concertación chilena. El objetivo no sería mediático sino político: intentar la construcción del nuevo Estado mexicano. En esta era, eso requiere de todos los partidos porque ninguno goza de la representatividad requerida.

Churchill lo dijo muy bien en 1940, cuando tomó las riendas de un gobierno de unidad nacional: «hemos diferido y hemos estado en conflicto pero ahora debemos estar unidos por el bien superior del país». En nuestro caso por la reconciliación nacional y la transformación del Estado.

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¿Excusa o destino?

Luis Rubio

La parálisis de la que tanto nos quejamos me recuerda a la idea de los «laboratorios de democracia» que proponía Louis Brandeis, juez de la Suprema Corte de EUA. Su argumento era que no es posible establecer reglas para todo, sino que hay que dejar que las cosas fluyan y se acomoden, que se experimente hasta que triunfe la mejor manera de lograr el desarrollo de una sociedad. A veces pienso que la vertiente mexicana de ese laboratorio acabó produciendo algo parecido a la isla del Dr. Moreau, la novela de H.G. Wells sobre horrendos experimentos de vivisección en que se mezclaban hombres y bestias.

Para comenzar, no tengo duda alguna que en el país hemos confundido democracia con parálisis. Me pregunto si la causa de la parálisis es «estructural» como algunos sugieren o producto de circunstancias específicas.Por ejemplo, mientras que alguien que viola las reglas establecidas en Inglaterra (como una manifestación no autorizada)sufre el embate directo e inmisericorde de las autoridades, aquí se privilegian las marchas, los plantones y los bloqueos. Algunos dirán que se trata de una decisión política: para quien toma decisiones puede ser menos costoso atender y proteger al manifestante que sufrir el desprecio de la ciudadanía. Pero al menos en ese ejemplo no hay duda de que, primero, hay un cálculo político y, segundo, la autoridad tendría la capacidad de actuar si estuviera dispuesta.

Sin embargo, qué pasa cuando «las cosas no suceden», cuando un gobierno propone una legislación y ésta se atasca, cuando se negocia un tratado de libre comercio y éste es rechazado en el Senado. En estos casos, ¿estamos hablando de un cálculo político o de simple incompetencia?

Vayamos al inicio, al asunto de la famosa parálisis. Si por parálisis uno se refiere al proceso legislativo y a la relación congreso-ejecutivo, no cabe duda que la presunta parálisis comenzó cuando el PRI perdió la mayoría legislativa en 1997. El entonces nuevo congreso se quiso distinguir de sus predecesores por medio de no conformarse a los deseos del presidente omnipotente de antaño. Basta recordar algunos de los discursos -pomposos, fanfarrones, absurdos y hasta ofensivos- por parte de legisladores de oposición en sus respuestas al Informe Presidencial de aquellos años para constatar que el objetivo explícito era cobrar una factura histórica, no fundamentar un mejor gobierno.

Pero no hay que exagerar: el congreso es un ente mucho más activo desde 1997 de lo que era antes. Hoy se aprueban muchas más leyes y muchas de las que se aprueban responden a toda clase de personas e intereses que nada tienen que ver con iniciativas del ejecutivo (un tema que en sí amerita un estudio serio), pero demuestra que, lejos de paralizado, el congreso ha estado por demás activo. Pero eso también es cierto para iniciativas presidenciales: Ma. Amparo Casar ha estudiado las reformas constitucionales y aporta un número que lo dice todo: en los quince años a partir de 1997 se aprobaron 64 decretos constitucionales, comparado con 42 en los quince años previos. La parálisis es un mito.

Lo que sin duda sí ha cambiado es el hecho de que las iniciativas presidenciales ya no se aprueban de inmediato y algunas nunca. La famosa «congeladora» está saturada de iniciativas que no prosperaron. Sin embargo, eso no prueba parálisis ni es necesariamente malo. A mí me parece que es por demás relevante, y en muchos casos loable, que se haya terminado la pésima costumbre de que el congreso refrendara cualquier cosa por el hecho de que la enviara el ejecutivo. Aunque estamos lejos de haber construido un sistema de pesos y contrapesos, al menos ya existe alguna limitante al potencial de abuso por parte del ejecutivo que antes era la norma.

Dicho esto, es evidente que tenemos un problema. Más allá de los números, todos sabemos que el país requiere cambios importantes en diversos rubros y que casi ninguno de estos ha prosperado en el congreso. Si bien el congreso ha sido hiperactivo, el país lleva años a la espera de que se modifiquen leyes en temas económicos. Esto me lleva a pensar que, una de dos: o bien los políticos están inmovilizados por una combinación de inercia y falta de espina dorsal, o simplemente no tienen la capacidad, sobre todo la habilidad, para construir los procesos políticos que hagan posible el avance de las respuestas y soluciones requeridas. Obstáculos que parecen insignificantes nuestros políticos los hacen ver como si se tratara del Himalaya.

Esta reflexión me lleva a dos conclusiones. Primero, los problemas del país nada tienen que ver con la existencia de mayorías legislativas y, por lo tanto, suponer que éstas resolverían el entuerto del desarrollo es no sólo una quimera sino un auto engaño. Y, segundo, el problema fundamental reside en la pasmosa ausencia de capacidad de operación política que han evidenciado los últimos tres gobiernos.

La noción de que todos los problemas se resuelven con una mayoría legislativa es, por decir lo menos, pueril. Implica suponer que la vieja estructura de controles políticos se puede reconstruir por el mero hecho de que un partido controle la presidencia y el congreso. Si algo es evidente hoy es que los políticos, de todos los partidos, han aprendido a utilizar su independencia relativa para no dejarse arrollar por el presidente. A la vez, la presidencia ya no cuenta con los instrumentos para imponer su voluntad. Pretender que todo se resuelve con volver al pasado es verdaderamente ingenuo.

El problema de fondo reside en otra parte: además de los controles que lo caracterizaron, el sistema priista fue efectivo en términos de mantener la capacidad de imposición y control porque a su inicio forjó un arreglo político que le permitía legitimidad, distribución de beneficios y lealtad de sus estructuras. Eso desapareció en el curso de los ochenta. Lo que hoy se requiere es un nuevo arreglo político que logre el mismo objetivo pero ahora con fuerzas disímbolas en un sistema abierto. El prerrequisito para poder construir un sistema funcional susceptible de encarar los retos que el país enfrenta es la construcción de un nuevo arreglo político. Se requieren mayorías pero producto de coaliciones, no de imposición.

El gran déficit de los últimos tres sexenios reside en la incapacidad o incompetencia política de nuestros gobernantes. No es un problema nuevo, pero la fortaleza de las estructuras de control de antaño permitía que hasta un incompetente gobernara. Hoy se requieren habilidades políticas que le permitan a la próxima presidencia trascender los límites de un sistema disfuncional para, idealmente, construir uno para los próximos cien años.

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Desafíos 2012

Luis Rubio

Dice un proverbio persa que “cuando está suficientemente obscuro es posible ver las estrellas”. El panorama nacional no parece tan negro como para tener capacidad de ver todo lo que ocurre, pero parece evidente que, como decía el recientemente fallecido Guillermo O’Donnell, la razón principal del desencanto reside en haber creído que “el ladrillo de la alternancia es la casa de la democracia”. La alternancia cambió la realidad del poder pero no nos ha llevado a la construcción de un sistema político funcional.

Al menos en el plano de la teoría política, hay dos formas de construir un sistema político. Una, a la usanza de los teóricos del contrato social de los siglos XVII y XVIII, partía del principio de que el hombre acaba reuniéndose en sociedad para resolver los problemas que enfrenta en un medio inhóspito. Para Hobbes la motivación es la necesidad de seguridad, para Locke la protección de la propiedad y para Rousseau la constitución de una sociedad organizada que garantiza la igualdad. Esos tratadistas hablaban de los momentos fundacionales de la sociedad humana.

Los países que han logrado construir sistemas políticos institucionalizados y consolidados responden a uno de dos escenarios: aquellos que llevan siglos construyendo y corrigiendo errores y ajustando procesos, poco a poco dando forma a tradiciones centenarias que garantizan su estabilidad. Si uno observa la evolución de la democracia inglesa a lo largo de los siglos podrá observar cómo se fueron resolviendo diversas crisis, algunas de ellas violentas, hasta finalmente alcanzar el clima de civilidad que hoy se observa pero que no fue siempre así. Otros, como Francia, lograron un sistema estable fundamentado en un híbrido poco común presidencial-parlamentario a fuerza de ensayo y error.

La otra forma de construir un sistema político se remite a los esfuerzos que han realizado los grandes estadistas de nuestro tiempo al enfrentar situaciones de conflicto real o potencial en sus sociedades. Estos ejemplos muestran cómo es posible saltar décadas o incluso siglos a partir de la construcción sistemática de acuerdos políticos entre los principales actores, partidos o fuerzas políticas. Hay diversos ejemplos que ilustran esta vía. Cada uno es distinto pero lo que todos tienen en común es el hecho de que hubo una construcción intencional de acuerdos orientados a lograr una rápida consolidación democrática.

En España, Adolfo Suárez entendió que el camino para construir un futuro tenía sólo dos vías: la confrontación que surgiría de la recreación de las divisiones que llevaron a la guerra civilo un acuerdo entre todas las fuerzas políticas sobre los mecanismos que permitirían construir y concluir un proceso de transición en un periodo breve. Su convocatoria fue a todas las fuerzas políticas, tanto las exiliadas como las residentes, incluyendo a los liderazgos más representativos de todo el espectro político e histórico, para que acordaran un conjunto de principios elementales que permitieran construir un nuevo régimen político. En Sudáfrica, Nelson Mandela enfrentaba un problema distinto: cómo contener los ánimos de venganza de las huestes negras para preservar los empleos que generaban las blancas en un marco de coexistencia civilizada. Ambos ejemplos, de una media docena de casos ilustrativos, sugierenque una transición política no tiene por qué atorarse en su primera etapa como nos ha pasado a nosotros.

En México la transición ha sido tan prolongada y compleja que no existe ni siquiera un acuerdo sobre cuándo comenzó o cómo debe concluir. Cada partido define la democracia en función de su expectativa respecto a los resultados electorales: para el PRI México siempre ha sido democrático, para el PAN la democracia comenzó en 2000 y para el PRD está todavía por iniciar. A diferencia de España, aquí no hubo un acuerdo sobre los procedimientos por lo que la única medida ha sido el resultado. Con un país dividido más o menos en tercios (la historia de dos décadas), la única posibilidad de avanzar, excepto la imposición, reside en la creación de un mecanismo que garantice una distribución equitativa de los beneficios del poder, independientemente de quién gane las elecciones. Desafortunadamente, nuestro sistema de representación proporcional no lo garantiza.

Un gran impedimento a cualquier acuerdo reside en la indisposición de todo mundo a ceder algo. Por un lado, el ánimo nacional está tan caldeado que la noción misma de ceder resulta insostenible. Si así se hubieran comportado los comunistas exiliados  o los franquistas españoles, ese país jamás habría logrado los pactos que le permitieron ser la nación que hoy es. Por otro lado, cada uno de los partidos experimenta restricciones reales: el PRI no se ha reformado y sigue siendo dependiente de muchos de los intereses más recalcitrantes que impiden cualquier cambio. El PAN integra a suficientes elementos dogmáticos y anti priistas como para hacer sumamente difícil cualquier entendimiento con su rival histórico. El PRD evidencia una fractura irreconciliable entre los ex priistas que siguen viviendo en el mundolopezportillista y una emergente social-democracia. Sólo una gran coalición permitiría fortalecer y privilegiar a los grupos y liderazgos de cada partido que tienen una visión positiva del futuro del país, dejando atrás a todos aquellos que siguen hurgándose el ombligo y albergando viejos dogmas que jamás serán realidad.

Hay dos maneras de concebir un futuro promisorio. Uno, a la española, consistiría en un gran acuerdo sobre procedimientos. Allá el acuerdo consistió esencialmente en la preservación de la legalidad franquista hasta que se aprobara una nueva constitución y los procesos electorales y políticos que de ahí se derivaron. Es decir, se acordó un procedimiento, no un objetivo.

Nuestra historia de las últimas dos décadas demuestra que es imposible un acuerdo similar al español. Primero, porque la experiencia, sobre todo el 2006, así lo evidencia. Segundo y más importante, porque a diferencia de España, aquí no hay una referencia de comportamiento civilizado (así fuera bajo un régimen autoritario) como el que allá hubo y, en todo caso, porque allá murió el dictador y aquí persiste el mismo partido.

Por estas razones, dado nuestro sistema presidencial, sólo un gobierno de coalición permitiría sumar a todas las fuerzas políticas, dándole representatividad al conjunto de la sociedad y forzando a la construcción de acuerdos al interior del gobierno como medio para consolidar una plataforma de transición efectiva que rompa con la inercia paralizante y le confiera legitimidad plena al nuevo gobierno.

 

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¿Quién reformará?

Luis Rubio

Reflexionando sobre su gestión como primer ministro y reformador en la etapa post soviética de Rusia, VictorChermomyrdinhizo una afirmación lapidaria que es tan aplicable a México como lo fue a su país: “queríamos lo mejor pero resultó como siempre”. Muchas de las reformas que se han emprendido en México en los últimos treinta años anunciaban lo mejor pero acabaron como siempre: insuficientes, limitadas y muchas veces sesgadas hacia intereses particulares, igual burocráticos o políticos que privados. Ahora que estamos en temporada electoral, escucharemos muchas propuestas de cambio y reforma. Como ciudadanos, la pregunta obligada es cuál de los candidatos de verdad podría llevar a un cambio para bien.

El tema medular: México está atorado por muchas razones, incluyendo el pesimismo que todo lo paraliza, pero no tengo duda que la principal limitación tiene que ver con las amarras que impiden que innumerables oportunidades de desarrollo se materialicen. Algunas de éstas tienen que ver con la estructura fiscal del gobierno, otras con el aislamiento en que vive una parte importante del sector industrial del que depende una abrumadora parte del empleo. El país requiere una visión transformadora que permita que toda la población se asuma como parte de un gran proceso de cambio y del cual emerjan reformas específicas que, gracias a un liderazgo efectivo, permitan que éste se materialice.

Las contiendas son oportunidades únicas para que los candidatos expliquen su propuesta de gobierno y convenzan al electorado:por qué merecen el favor de los votantes. Una manera de evaluar sus propuestas es revisar la integridad de las mismas. Otra consistiría observar lo que hicieron como funcionarios en sus actividades previas. También sería relevante analizar la dinámica que caracteriza a sus partidos y en qué medida ésta constituye un factor facilitador o limitante.

Las campañas son un ejercicio de mercadotecnia: promueven su “producto” en la forma de propuestas para lograr los objetivos que plantean. Como votantes, nuestra responsabilidad es la de evaluar la racionalidad y viabilidad de lo que nos ofrecen. Al igual que los llamados productos “milagro” que se anuncian por televisión en las noches, los candidatos inevitable, pero lógicamente, proponen soluciones que parecen perfectas. La pregunta es si son viables.

Observando el panorama, los objetivos generales que proponen los candidatos no son muy distintos entre sí: proponen una sociedad desarrollada y una transformación generalizada. Me pregunto por qué habríamos de creerles. El candidato del PRI implícitamente argumenta que “ellos si saben cómo lograrlo”: sin embargo, setenta años de gobierno prueban que no lo pudieron hacer. La candidata del PAN presenta un conjunto de propuestas que chocan con la experiencia de los últimos doce años. El candidato del PRD promete recrear la visión del desarrollo de los setenta, época en la que hubo unos cuantos años de elevadas tasas de crecimiento, pero seguidas de años (décadas) de depresión.

Los candidatos del PRI y del PAN plantean la necesidad de llevar a cabo una serie de reformas. Ambos suscriben ideas como la de convertir al sector petrolero en una palanca de desarrollo y transformaral mercado interno. Aunque hay muchas diferencias que reflejan visiones contrastantes sobre la relación gobierno-sociedad, se trata de planteamientos que, en lo inmediato, no son radicalmente distintos. Donde hay una diferencia perceptible es en la forma en que proponen lograrlo: el candidato del PRI propone la constitución de un gobierno “eficaz”, capaz de lograr lo que los últimos tres gobiernos no pudieron. Por su parte, la candidata del PAN propone un “gobierno de coalición” como medio para sumar a las distintas fuerzas e intereses políticos en un gabinete. El candidato del PRD ha sido más circunspecto respecto a cómo lo haría, presumiblemente confiando en la fuerza de su personalidad como motor.

Ninguno ha explicado cómo es que su propuesta tiene sentido dada la historia que los precede. La propuesta de Peña Nieto me recuerda mucho al sexenio de Carlos Salinas, periodo durante el cual el país observó una gran transformación en la naturaleza del gobierno. Por primera vez en décadas tuvimos a un gobierno que entendía al mundo como era, que la economía ya no se podía administrar como si el país fuera una miscelánea al servicio de la burocracia y se proponía elevar la tasa de crecimiento por medio de la inversión privada. Algo así es lo que hizo el hoy candidato como gobernador. Sin embargo, visto en retrospectiva, lo que hizo Salinas, pero sobre todo lo que no hizo, fue revelador de las limitaciones de un gobierno priista: saturado de intereses sindicales, grupales y políticos, el PRI no puede reformar lo que hoy está atorado en lugares clave como PEMEX, CFE, la SEP, la relación del gobierno federal con los estados, el poder judicial y otros sectores y actividades cruciales para el desarrollo. El gobierno de Salinas revolucionó parte de la economía del sector privado pero no transformó a la economía en general ni la estructura política o gubernamental en buena medida porque estaba estructuralmente impedido de hacerlo. La pregunta es si esa saturación de intereses comprometidos con el statu quo ha cambiado porque, de no ser así, las reformas que propone su candidato serían imposibles.

La propuesta de Josefina Vázquez Mota es quizá más ambiciosa que la de Peña Nieto pero enfrenta una situación similar: luego de doce años de gobiernos incompetentes de su partido, ¿cómo es que su propuesta tendría mejor posibilidad de lograr los objetivos que se propone? Los gobiernos panistas no consumaron un cambio de régimen ni construyeron una estructura política y de gobierno distinta. Sin duda, hay algunos avances por demás meritorios producto de estos años como es la transparencia y el acceso a la información, pero el cambio prometido nunca se dio.

El caso de López Obrador es un tanto distinto porque no propone reformas de manera expresa sino la recreación de un esquema de rectoría gubernamental que implicaría una modificación medular de la relación gobierno-economía y una inevitable confrontación con el esquema industrial construido en torno al TLC. Su reto será explicar cómo, haciendo lo mismo, podríamos esperar algo distinto.

Los candidatos nos deben a los ciudadanos una explicación de por qué ellos tienen la llave de la solución para los problemas del país en este momento y que es diferente a lo que sus predecesores hicieron y lograron. No es que el pasado determine el presente o el futuro, pero en ausencia de otras mojoneras, ésta es una por demás relevante.

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El sistema y Walmart

Luis Rubio

El caso de Walmart nos descara porque ilustra una faceta de nuestra vida que nadie quiere enfrentar. Todos sabemos que en México no se puede resolver nada sin el empleo de un gestor que, en buen castellano, implica una negociación, sea ésta lícita o no. El impactante rasgado de vestiduras que el caso ha suscitado no hace más que confirmar el viejo dicho de que «un buen chivo expiatorio es casi tan bienvenido como la solución al problema».

Más allá de lo específico del caso Walmart, cuyos detalles siguen siendo obscuros, lo que éste evidencia es la contradicción fundamental que hoy caracteriza al país y que se puede sintetizar en una frase: hoy tenemos empresarios del primer mundo pero seguimos teniendo un sistema gubernamental del quinto. La capacidad de crecimiento del país depende de la fortaleza de las empresas, pero ésta siempre se verá coartada por el poder de una inmunda burocracia cuya racionalidad nada tiene que ver con el crecimiento de la economía, la generación de empleos o el enriquecimiento del país.

El asunto exhibe varios ángulos. Ante todo está la transformación económica que ha experimentado el país en las últimas décadas y que, aunque real, ha tenido menor impacto del prometido. En los últimos veinticinco años se han hecho numerosas «inversiones» que, poco a poco, han transformado la naturaleza de la economía. Entre éstas sobresalen: la liberalización de las importaciones, que ha disminuido drásticamente el costo de insumos industriales, pero también de la carne, ropa y calzado, por citar ejemplos obvios. El crecimiento de la infraestructura física -carreteras, presas, puentes, generación eléctrica- ha permitido elevar la productividad de las empresas, reducir costos en las comunicaciones y hacer confiable el suministro del fluido eléctrico. La capacidad exportadora del país se ha multiplicado en volumen y en diversidad geográfica. Con todos sus defectos, el sistema electoral ha transformado la cultura política. La clase media ha crecido de manera prodigiosa. La productividad de las empresas es hoy comparable a la de economías mucho más ricas que la nuestra. El punto es que, a pesar de todas las limitaciones y problemas, el país se está transformando por debajo de la superficie.

Ciertamente persisten rezagos en materia económica y los insumos que proveen muchas de las empresas estatales, sobre todo PEMEX, no son competitivos en precio o confiables en sus tiempos de entrega. De la misma forma, continúa habiendo un sinnúmero de actividades que siguen protegidas y, por lo tanto, gozando del dudoso privilegio de no tener que competir. El resultado de todos estos males es que el conjunto de la economía es menos competitivo de lo que podría ser y que más que generalizarse los beneficios de la parte exitosa de la actividad productiva, estos tienden a concentrarse. Pero lo que no puede ignorarse es que hoy tenemos miles de empresas que son ultra competitivas y que, poco a poco, están cambiando la faz de nuestra economía.

Lo que no ha cambiado es la calidad de la administración gubernamental, sobre todo a nivel estatal y municipal. La famosa «permisología» sigue tan compleja como siempre. La simple apertura de un negocio puede llevar meses y la incorporación a Hacienda o al IMSS puede dejar viejo al más hábil. Pero la palma se la llevan sin duda los gobiernos locales, cuyo modus vivendi depende de «contribuciones» por parte de las empresas para poder emprender cualquier actividad. Los permisos de construcción y uso de suelo son el instrumento histórico de enriquecimiento de los políticos y burócratas, a los que se suman autorizaciones diversas como venta de alcohol en restaurantes y apertura de comercios.

Lo que tenemos es el choque de dos mundos. Por un lado, la liberalización de la economía fue y sigue siendo parcial, dejando una infinidad de resquicios de improductividad. Por el otro, un sistema político que nunca se reformó y que se traduce en criterios de expoliación más que de promoción por parte de la autoridad, a todos los niveles de gobierno.

En el viejo sistema, mucho del cual persiste, los puestos gubernamentales y políticos se repartían con criterios de premiación de lealtad o necesidad de inclusión de grupos. Es decir, los nombramientos de funcionarios respondían a una lógica política y corporativista y entrañaban un permiso implícito para utilizar cada puesto para fines personales. La lealtad al sistema se premiaba con puestos que daban acceso al poder y/o a la corrupción. Un funcionario veía al puesto no como una oportunidad para generar desarrollo económico, atraer empresas a su localidad o elevar la productividad de una industria o sector, sino como un medio de enriquecimiento personal o grupal.

Esto último no ha cambiado prácticamente en ningún lado. Las autoridades delegacionales (DF) o municipales siguen entendiendo sus puestos como medios para beneficiar a sus clientelas o para acumular fondos para su propia bolsa o la próxima campaña electoral. Puesto en otros términos, la corrupción fue y sigue siendo la razón de ser de la distribución de puestos en el gobierno. Es verdaderamente excepcional el funcionario -nombrado o electo- que entiende su función como la de promover el desarrollo económico y allanar el camino para que éste ocurra.

Desde esta perspectiva, lo patético del caso Walmart no es la corrupción en que esa empresa pudiera haber incurrido, sino el impresionante show de hipocresía que ha caracterizado tanto a los políticos, que ahora se aprestan a revisar los expedientes, o muchos de los críticos, que hacen creer que nunca en su vida habían visto evidencia alguna de corrupción. Dudo que fuera posible encontrar a un solo mexicano que no se haya visto obligado a optar entre obtener el servicio o permiso que requiere al costo inevitable de la corrupción, o mantenerse en el limbo de la moralidad.

En lugar de insistir en este mundo de simulación, sería más útil comenzar a buscar la forma de resolver el problema de fondo: construir un país moderno. El país requiere institucionalizar sus procesos gubernamentales, eliminar las fuentes de discrecionalidad que le dan tanto poder a la burocracia y generar la plataforma de crecimiento que, por estas ausencias, sigue siendo tan enclenque. Profesionalizar los servicios municipales con gerentes que no cambien con los ciclos electorales sería un buen lugar para comenzar. Pero esto sólo sería relevante sólo si el objetivo es el desarrollo del país…

Decía Yogi Berra que «antes de construir una mejor ratonera, necesitamos asegurarnos si hay ratones». La pregunta es si tenemos estadistas en ciernes o meros burócratas depredadores.

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