Antinomia

Luis Rubio

Antinomia, una contradicción entre dos cosas tales como leyes o principios, describe bien el dilema de México, pero que ha sido sistemáticamente soslayado como si no existiera. En lugar de encarar el problema de gobernabilidad, cada uno de los gobiernos de las pasadas tres o cuatro décadas pretendió que era manejable sin resolver sus contradicciones de esencia. Hace mucho que el problema es patente, como he intentado articularlo en este espacio, pero fue la lectura del nuevo compendio de Fernando Escalante* que me permitió encontrar la pieza del rompecabezas que faltaba para precisarlo.

El problema esencial de la sociedad mexicana es la gobernabilidad. En el pasado, dice Escalante, el arreglo político consistía en acomodar “la inmensa heterogeneidad de las necesidades sociales y ofrecer, según en caso, dinero, reglamentos, cuotas o licencias, concesiones o tolerancia para el incumplimiento de la ley. Y para eso se necesitaba un margen razonable de impunidad para administrar los recursos públicos.” En un párrafo, Escalante sintetiza la esencia del funcionamiento del viejo sistema: corrupción, ilegalidad, impunidad, todo lo cual preservaba la paz y creaba un entorno en el que se daba algún grado de progreso. Nada de esto es novedoso, por más que el gobierno actual lo presente como su gran innovación.

Lo que me aclaró el panorama fue el papel del PRI en la consecución de aquella gobernabilidad. Mi punto de partida había sido que la conjunción entre el gobierno y el partido (dos de los varios componentes de lo que Escalante denomina Estado) permitía mantener el control y la estabilidad, además de crear condiciones para el progreso económico. El texto, especialmente el capítulo sobre el PRI, hace claro que México contaba con un gobierno enclenque, dedicado esencialmente a las funciones propiamente administrativas, pero que la actividad expresamente de gobernanza la realizaba el partido: la función de “mediación, entre Estado y sociedad, entre capital y trabajo, entre el orden legal y el orden informal, entre las expectativas y las posibilidades, para resolver el problema fundamental de la debilidad del Estado y la dispersión del poder.”

El PRI se constituyó para institucionalizar el poder, eliminando la violencia política que había culminado con el asesinato de Álvaro Obregón. Su función, en palabras de Escalante, había sido la de lidiar con la dispersión del poder, pero sobre todo con reemplazar la misión que, en otras circunstancias, habría correspondido al gobierno. Con Estado débil, dice el autor, que “no se corresponde con la ambición de la idea del Estado, que no puede imponer su autoridad dondequiera de manera inmediata e incondicional, de modo que las decisiones tienen que negociarse siempre.” El partido acaba siendo “un recurso para contribuir a gestionar, gobernar o hacer gobernable esa situación.”

El punto nodal es que, a lo largo del siglo XX, México contó con un sistema político eficaz porque logró remontar, a través del PRI, la ausencia de capacidad de gobernanza por la debilidad intrínseca del gobierno, por su falta de institucionalidad. El PRI se convirtió en el mecanismo a través del cual se intermediaban las decisiones, se organizaba a la sociedad, se mantenía el control político y se negociaba con los diversos grupos e intereses para que el conjunto funcionara, como haya sido: con corrupción, arreglos particulares, favores, discrecionalidad, arbitrariedad y total impunidad. Funcionó mientras funcionó. Como todo en la vida, su éxito produjo las semillas de su propia extinción: en la medida en que avanzó el país, se diversificó la economía, creció la clase media, se incrementó y dispersó la población, aquellos arreglos ya no resolvían los problemas que comenzaron a presentarse, sobre todo a partir de finales de los sesenta.

Las reformas de los ochenta y noventa consistieron esencialmente en tratar de formalizar todo lo que el PRI antes realizaba de manera informal: en lugar de acuerdos particulares, leyes generales, en lugar de politización de las decisiones, reglas claras y transparentes. El punto es que la transición tanto política como económica implicaba el desmantelamiento de todos los mecanismos que hasta ese momento habían sido la esencia de la gobernabilidad del país. Y nada los substituyó. Se pretendió que la democracia electoral crearía un nuevo sistema de gobierno y que una economía pujante resolvería los problemas de pobreza y desigualdad regional. En una palabra, se inhabilitaron los mecanismos del viejo orden, pero no se construyó el andamiaje de una nueva gobernabilidad (ni, claramente, se resolvieron los problemas económicos ni los de violencia y criminalidad, otra evidencia de la ausencia de gobierno).

Tres décadas después llegó un gobierno dedicado a devolverle “márgenes de maniobra impune a la clase política, opacidad en el gasto público, posibilidades de manipulación electoral y nuevos espacios de intermediación.” Ni lo anterior ni lo “nuevo” son solución al problema de fondo: el gobierno mexicano no funciona.

Para colmar el plato, las características particulares del presidente actual tal vez han permitido evitar el colapso integral del gobierno, pero nada asegura que quien lo vaya a substituir tenga las capacidades y habilidades para sostenerlo.

 

*México: el peso del pasado. Cal y Arena

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12 noviembre 2023

Fenómenos

Luis Rubio

John McCain solía decir que “lo más obscuro siempre ocurre antes de ponerse completamente negro.” El futuro se va construyendo todos los días a través del actuar de millones de personas, empresas y gobiernos en el país y a lo ancho del mundo. Todo interactúa y se complementa, dando forma y contenido al futuro que viviremos. En materia política, el gran momento nacional del futuro mediato es la justa electoral de junio próximo. Cada evento, circunstancia, discurso y acción contribuirá a darle forma al resultado de esa contienda.

Lo que sigue son elementos e ingredientes que todos observamos a diario y que van a incidir, de alguna manera, en la conformación del futuro mediato:

  • Acapulco sin duda impactará la dinámica política de los próximos meses, aunque no es obvio que alguien le pueda “sacar raja” como dice el dicho. Pasados los primeros días de desconcierto, absurdos en la forma de conducir la actividad gubernamental y los legítimos reclamos de la población damnificada, algunas entidades del gobierno han comenzado a responder de manera efectiva. La CFE hizo un trabajo casi heroico de restaurar el servicio eléctrico (algo no inusual en situaciones como ésta), las secretarías de defensa y marina empiezan a establecer un marco de orden, distribución de víveres y agua y, una semana después del huracán, los reclamos disminuyen y la gente se concentra en la reconstrucción, como tantas otras veces en el pasado. Es posible que los (obvios) intentos por manipular la distribución de provisiones a través de cajas o bolsas con la efigie de la candidata gubernamental influyan algunas conciencias, pero es dudoso que tenga un impacto significativo, sobre todo en un estado que hace tiempo gobierna el partido en el gobierno y donde los problemas de gobernanza y seguridad son abrumadores y ubicuos.
  • El huracán constituye un gran reto para un presidente que quiere guardar control de todos los procesos. En ocasiones, su capacidad de acción táctica -como todas las mañaneras- le rinde extraordinarios frutos en términos de popularidad, pero en otros le crea déficits que sólo tiempo después quedan evidenciados. Nada como la eliminación del FONDEN, el fondo constituido precisamente para situaciones como la que ahora viven los acapulqueños: con la desviación de fondos de rubros clave como educación, salud y, en este caso, catástrofes naturales hacia sus proyectos favoritos, el presidente se encuentra ante un severo dilema que ha estado tratando de resolver con retórica contra los medios (como si éstos fueran culpables de lo que pasa en el puerto del Pacifico) o las organizaciones civiles que de inmediato se movilizaron para reunir víveres (de lo mejor que tiene la ciudadanía). Primero los chivos expiatorios y luego que la realidad se resuelva sola.
  • La mayoría de la prensa ha hecho un trabajo encomiable, justo el que le corresponde en estas circunstancias al exhibir la tragedia humana que representa una catástrofe como esta. Su función es esa: dar las noticias y lo ha hecho bien, como contrapeso natural.
  • El fenómeno de las redes sociales es otra cosa: este nuevo espacio de interacción constituye, en todo el mundo, un gran reto a la gobernanza y a la democracia. Aunque permite que cualquier persona participe y opine, le abre la puerta a posturas radicales, información falsa y le confiere credibilidad a lo que no tiene veracidad alguna, beneficiando a nadie.
  • Lo paradójico del momento es que un huracán -un fenómeno natural del que no se puede culpar a los “adversarios” de siempre, por más que se intente- constituye una extraordinaria oportunidad para lograr una “tregua,” la posibilidad de introducir algo de civilidad a la política nacional. Pero no, mejor polarizar hasta lo que ni por asomo proviene de la oposición.
  • La prioridad del presidente es una sola: ganar la elección presidencial. Todo está concentrado en ello y, desde esa perspectiva, el huracán constituye una molestia inaudita. ¡Cómo se atreve Otis a alterar mi proyecto, que iba tan bien! Gobernar no es parte del catálogo que despliega el presidente. Su objetivo es el poder y las crisis, de cualquier tipo o monta, son meros distractores que deben ser ignorados porque no contribuyen al plan. Lo que venga en los próximos meses -el huracán, el desempeño económico, los vaivenes de los candidatos y partidos; y lo que ocurra en el resto del mundo- determinará que tan probable es que logre su cometido. Lo que hoy parece seguro podría no materializarse.
  • ·   El potencial para que se conforme una contienda verdaderamente competida es enorme. La campaña de Claudia Sheinbaum va encarrerada, pero le faltan meses para aterrizar. La campaña de Xóchitl Gálvez no acaba de cobrar forma, pero enfrenta el cerco informativo y político que administra el presidente, un contendiente mucho más poderoso que su candidata. A favor de la primera corre la popularidad del presidente; a favor de la retadora viene la realidad que cada día se complica más.

Para Gramsci “la crisis consiste precisamente en que lo viejo se muere y lo nuevo no puede nacer; en este interregno aparece una gran variedad de síntomas morbosos.” En Acapulco los síntomas son evidentes. Igual con la elección del próximo año. Los dados podrán estar cargados, pero la carga de la realidad también pesa.

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05 noviembre 2023

Y luego ¿qué?

Luis Rubio

 

Las competencias electorales son (casi) como un juego de futbol: desatan emociones, apuestas e ilusiones. La ciudadanía se vuelca hacia el proceso y (al menos una parte) participa con ánimo desbordado. Sin embargo, pasado el día de la elección comienza el verdadero desafío: gobernar. Y ninguna de las dos candidatas cuenta hoy con las condiciones para poder ejercer sus funciones de manera efectiva.

El problema no es ellas. Cada una tiene sus virtudes y defectos, fuerzas y debilidades. El problema es la naturaleza de nuestro sistema político que, por un lado, le confiere poderes extraordinarios (de hecho, excesivos) a la presidencia y, por otro, deja en el aire a todo el resto del país: sin mecanismos naturales de interacción entre los tres poderes públicos, sin una estructura de coordinación entre el presidente y los gobernadores y sin instrumentos para lograr la seguridad pública y el funcionamiento del sistema de justicia para la ciudadanía. Es decir, tenemos un sistema de gobierno primitivo que no empata con la realidad del país y del mundo en la actualidad y que no cumple sus responsabilidades más elementales.

Otra forma de decir esto es que el país entró en un proceso de democratización sin haber transformado y afianzado sus instituciones más básicas, como el gobierno, la justicia y la seguridad. La democratización comenzó desde 1968, pero fue adquiriendo forma con la creciente competencia electoral de los ochenta y noventa y, eventualmente, gracias a sendas reformas electorales hasta llegar a la más fundamental de todas, la de 1996. Sin embargo, en contraste con otras naciones -sobre todo en Asia y el sur de Europa- que se fueron transformando en esos mismos años, México aceleró su paso hacia la elección abierta y confiable de sus gobernantes sin contar con un gobierno efectivo, un sistema de justicia consolidado y un régimen de seguridad exitoso. Ahora estamos pagando el costo de esa ceguera.

Vendrá el primero de octubre del próximo año, la inauguración de un nuevo gobierno. Aún si el proceso electoral acaba siendo un modelo de probidad (como lo ha sido desde 1997) y todo mundo acata el resultado, cualquiera que sea éste, llegará una nueva presidenta para encontrarse con circunstancias en buena manera inéditas y no sólo por el hecho de ser mujer.

Primero, el personal con que contará será de muy baja calidad por las reglas que decretó el presidente saliente y que desincentivan el empleo de personal competente y experimentado; segundo, se enterará que las cuentas fiscales están en virtual bancarrota y que sólo abandonando todos los proyectos inviables e insostenibles que impulsó el actual gobierno, incluyendo las aportaciones al barril sin fondo llamado Pemex, tendrá algunos fondos para poder funcionar; tercero, tendrá un congreso dividido, pero decidido a trabajar CON el gobierno pero no PARA la presidenta, una diferencia no meramente semántica; cuarto, un desencanto generalizado por las expectativas destrozadas y la desconfianza hacia la nueva responsable del gobierno; y, quinto, una crisis de seguridad que amenaza con volverse incontenible. En una palabra, de pronto se percatará que el costo del gobierno saliente habrá sido dramático y que habrá dejado al país sin opciones fáciles.

Su gran ventaja, suponiendo que la economía estadounidense sigue en marcha a un ritmo similar al actual, radicará en que las exportaciones sigan generando una cauda de demanda para el funcionamiento general de la economía. Eso le daría un pequeño respiro, pero también marcaría los límites de lo que puede hacer. Lo fácil, porque esa es la manera que imaginan los políticos desvinculados de los dilemas que afectan a quienes están involucrados en el mundo real de la economía, sería proponer una reforma fiscal para evitar que el gobierno tenga que hacer sacrificio alguno al transferirle a la ciudadanía el costo de la improductividad e ineficiencia de juguetes como las dos bocas, el trenecito y el aeropuerto de fantasía. Muy pronto se percatará, o debiera percatarse, que la ecuación es al revés: hay que transformar al gobierno para que prospere el país.

Todo esto bajo una gran presión porque iría a contracorriente. Las promesas del gobierno actual habrán probado ser meras ilusiones y la supuesta fortaleza política, económica e institucional una mera quimera. Si la ganadora es Claudia, su dificultad será mayor porque tendría que romper no sólo con la persona de su predecesor, sino sobre todo con el hechizo que lo mantuvo navegando sin logro alguno. Si la ganadora es Xóchitl, su desafío será aprovechar la patética realidad para liberar fuerzas y recursos contenidos por tanto tiempo en la ciudadanía y en ese enorme talento empresarial que yace detrás de cada aspiracionista (AMLO dixit). Ninguna lo tendría fácil.

Pero nada de eso será suficiente mientras no se construyan y consoliden instituciones que no sean susceptibles de desmantelamiento como llevó a cabo el gobierno actual. Nadie, ni el más dogmático de los morenistas, va a aceptar un cambio si no existe claridad de rumbo y certeza de que las reglas del juego permanecerán vigentes. Y ese es el verdadero dilema del futuro de México: construir el andamiaje de un país que pueda aspirar a un futuro mejor y cuente con los elementos para lograrlo.

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El buen zar

Luis Rubio

El buen zar es un mito. En la historia hay presidentes buenos y presidentes malos, circunstancia inevitable de la naturaleza humana y de la compleja realidad. Lo que es inaceptable es someter a la población a la posibilidad de que su gobernante sea bueno. La esencia de la democracia no radica en la libre elección de sus gobernantes, por más que ese primer escalón sea crucial, sino en la capacidad de limitar el daño que le pueda infringir a la ciudadanía y al país un mal gobernante.

Bueno o malo, el gobernante es siempre propenso a la tiranía. Voltaire habló del tirano benevolente como la solución a la gobernanza de una nación, pero él mismo atajó esa noción: “el mejor gobierno es una tiranía benevolente atemperada por el ocasional asesinato.” Depender de la bondad de un gobernante implica que algunos no lo serán y que, por lo tanto, el bienestar de la nación estará siempre sujeto a vaivenes y altibajos, como los que han caracterizado a México por demasiado tiempo. Mucho mejor desarrollar contrapesos efectivos que permitan, ante todo, acotar el daño que le pueda endilgar un mal gobernante y, segundo, impedir que el mal gobernante intente imponer como sucesor a otro de su misma estirpe.

En su sentido más fundamental, la democracia es trascendente porque protege al ciudadano del abuso del gobernante al construir mecanismos de contrapeso que limitan el daño que un mal gobernante pueda causar. Es en función de esto que, como escribió el filósofo Karl Popper, la pregunta relevante sobre la democracia debe ser: “cómo debe constituirse el Estado de tal suerte que sea posible deshacerse de los malos gobernantes sin derramamiento de sangre, sin violencia.”

El gobierno que está por concluir su mandato se ha vanagloriado de su extraordinaria capacidad para desmantelar uno tras otro de los mecanismos que se fueron constituyendo en las décadas previas para acotar al poder presidencial y cuyo propósito era conferirle certeza a la ciudadanía. Algunos han aplaudido esas medidas porque veían en la existencia de contrapesos una fuente de obstáculos para el ejercicio del poder presidencial. Y, desde luego, cuando los mecanismos forjados como contrapeso se convierten en obstáculos e impedimentos absolutos (un poco como ocurrió con las dos administraciones panistas), fallan en su cometido.

Pero el otro lado de la moneda, que es el más frecuente en nuestra historia y el que ha caracterizado al gobierno actual, es más pernicioso. El extremo de esto ha sido un congreso que se asume como instrumento del presidente en lugar de concebirse como un mecanismo de equilibrio no para impedir, sino para conjuntamente construir los implementos -como las leyes- para el desarrollo del país. Cuando el presidente le ordena al congreso que apruebe una iniciativa (o que “no le cambie ni una coma”) confirma su manera de entender no sólo la gobernanza, sino a la democracia, como un mero escaparate para la retórica, más no para el funcionamiento cotidiano del quehacer gubernamental.

El fenómeno no se limita a la relación ejecutivo-congreso. Lo mismo ocurre en la relación entre el presidente y los gobernadores, llegando al extremo de exigirles que rindan la plaza so pena de someter al gobernante local a procesos criminales. Si está en el fuero del presidente la facultad (de facto o de jure) de iniciar (o detener) procesos penales contra sus enemigos, la democracia y el reino de la ley acaban siendo inexistentes. Así comienzan las dictaduras y las tiranías y por esto es trascendental no debilitar al poder judicial.

El gobierno saliente se ha caracterizado por su contradictoria postura respecto a los poderes públicos. Por un lado, exalta la democracia cuando gana su candidato o se aprueba su iniciativa, pero, por otro lado, ataca a la Suprema Corte por su falta de democracia. En el diseño de separación de poderes que concibió Montesquieu, los tres poderes funcionarían como contrabalanza entre sí: algunos serían electos, otros nombrados. De esta manera, en tanto que el presidente y los miembros del poder legislativo son electos a través del voto ciudadano, los integrantes de la Corte son propuestos por el ejecutivo, pero votados por el legislativo.

No hay sistema de gobierno perfecto, pero, como afirmó Churchill, la democracia es el menos malo. Pero sólo funciona cuando existen las estructuras institucionales para anclarla y una ciudadanía que hace suya la responsabilidad de exigir que el gobierno cumpla y haga cumplir la ley.

No existe manera de garantizar que un gobierno será bueno o que el gobernante será benigno y esa es la razón por la cual es indispensable que existan contrapesos que garanticen que un mal gobernante no haga de las suyas. La presidencia mexicana es tan poderosa (sobre todo para quien la sabe explotar), que el potencial de abuso es inmenso, como hemos podido atestiguar en tiempos recientes. Por eso no existe -por eso es un mito- la noción de un “buen” zar.

Quien gane la presidencia en 2024 se encontrará un panorama aciago: división, conflicto, cuentas fiscales al borde del caos y una población a la espera -la espera eterna- de un mejor gobierno. Si en lugar de pretender ser una buena zarina la nueva gobernante se dedica a construir contrapesos efectivos, México avanzará de manera incontenible.

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22 octubre 2023

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Un escenario

Luis Rubio

Una mañana, al despertar Gregorio Samsa de un sueño inquietante, descubrió que mientras estaba en la cama se había transformado en un monstruoso insecto. Sin duda un acontecimiento trascendental para Samsa, el personaje de La metamorfosis, pero quizás demasiado extraño e inverosímil para comprender su naturaleza e, incluso, si se trataba de un cambio real. Al igual que Samsa, la ciudadanía mexicana se ha despertado ante un pretendido fait accompli: como si ya todo hubiese sido decidido sin que se requiera explicación alguna de lo sucedido. La elección presidencial de junio de 2024 todavía está muy lejos y falta un sinfín de vericuetos para llegar ahí.

La candidata de Morena avanza como si fuese un ferrocarril: con claridad de dirección y sentido de propósito. La candidata del Frente Amplio intenta construir la plataforma que le confiera presencia y reconocimiento entre un electorado que aún no la conoce. Para completar el panorama, todo el aparato gubernamental, del presidente hasta el último operador, está volcado a afianzar a su candidata y destruir a la de la oposición. A nadie debiera sorprender que los números que arrojan las encuestas reflejen estos factores.

Las contradicciones en el horizonte son ubicuas y las hay en todas partes. Morena es un partido complejo, disímbolo y caracterizado por tribus y grupos que habitan silos distintos y se disputan posiciones y potenciales oportunidades en el gobierno próximo. La habilidad de Claudia Sheinbaum para administrar esas contradicciones es obvia, pero en un partido en el que el único factor de cohesión es el presidente, la capacidad de contender el embate tribal es siempre limitado.

Las contradicciones dentro del Frente son distintas, pero no más complejas que las del otro lado. Ante todo, los partidos que integran esa alianza tienen intereses e incentivos que no necesariamente comulgan con ganar la presidencia: dada la cortedad de miras de los liderazgos partidistas, con lograr suficientes curules en el congreso se satisfacen sus objetivos. Por otro lado, el éxito de la candidatura de Xóchitl Gálvez depende de lograr un equilibrio entre los intereses de los partidos que la arropan y su naturaleza de persona y candidata independiente. Ese balance es difícil de lograr, pero una vez que lo alcance, su candidatura inexorablemente comenzará a volar.

Mientras que Xóchitl tiene que diferenciarse de los partidos que la sustentan y a la vez mantenerlos dentro de su cuadrilátero, Claudia tiene que cuidar su relación con su jefe, a la vez que construye una presencia independiente. Con un personaje tan dominante y celoso de su (supuesto) legado, el desafío no es menor. El punto es que cada una de las candidatas enfrenta contradicciones y retos complejos y no fáciles de resolver.

En estas circunstancias, es factible construir escenarios sobre la forma que podría evolucionar esta contienda de aquí a junio próximo. El sitio de partida es que las encuestas son una fotografía del momento, pero el momento que cuenta, el día del voto, está todavía muy lejano y nadie puede anticipar todos los factores, internos y externos, que pudiesen incidir en el resultado final. Lo que sí es posible es especular sobre el entorno que podría caracterizar al México de junio próximo, una vez pasada la elección, pues eso permite visualizar los elementos que tendrá la ciudadanía en su mira al momento de votar.

Mi punto de partida es uno muy simple: el gran factótum de la política mexicana actual es sin duda el presidente. Nadie en ese entorno tiene una presencia como la suya, un control de la narrativa, una historia como la que le caracteriza y la legitimidad que se ha ganado en el camino. En una palabra, el personaje es irrepetible. Es decir, por más que influya en el proceso, viole las leyes electorales e intente controlar a su candidata, el personaje tiene fecha de caducidad y nadie podría heredar sus atributos.

Gane quien gane la contienda que se avecina, la próxima presidencia será muy distinta a la actual. Carente del control integral de la escena y de la capacidad de descalificar, desacreditar y amenazar a toda la sociedad de manera sistemática, la ganadora enfrentará la inexorable necesidad de procurar la reconciliación de la sociedad mexicana. El contexto, si quiere progresar, obligará a la ganadora a hacer cosas distintas a las que hoy le parecerían obvias, circunstancia mucho más simple para Xóchitl, por su frescura y por ser víctima del desaforado embate presidencial, que para Claudia, que inevitablemente tiene que asumir que la mesa le está puesta.

El voto de junio determinará no sólo quien gobierne al país, sino la composición del congreso, factor que podría constituir el gran cambio en la política mexicana si se logra un equilibrio de poderes que le confiera viabilidad y certidumbre al país luego de estos años de abuso y, paradójicamente, parálisis.

El presidente López Obrador exhibió muchos de los males y mitos de la política mexicana, pero ni siquiera intentó resolverlos. Se conformó con ser poderoso. La pregunta es qué conclusión derivará la ciudadanía de su gestión y, por lo tanto, por quién optará para que lo suceda.

Vienen sin duda meses de altibajos y disputas soterradas, algunas violentas. Pero, al día de hoy, nada está decidido.

 

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15 octubre 2023

 

El comienzo

Luis Rubio

En el mundo del folklore y de tradiciones añejas, plantea Carlos Lozada, los mitos son relatos que se repiten una y otra vez por su sabiduría y verdades subyacentes. Nadie entiende mejor esta lógica que el presidente López Obrador, quien no sólo es un maestro de la narrativa (y la mitología), sino que entraña otra característica con la que pocos hemos reparado: su éxito no depende de sus acciones concretas o sus resultados, sino del culto a la personalidad. A la fecha, la fórmula ha sido implacable; la pregunta es qué implica eso para el futuro del país.

Hay al menos cuatro factores que son críticos para el desarrollo y que la narrativa presidencial denuesta a diario, pero no por eso dejan de ser clave: la inversión y el crecimiento económico; la seguridad; la relación con Estados Unidos; y las reglas del juego. En cada uno de estos rubros, el presidente ha ido erosionando los andamios, de por sí endebles, que hacían que las cosas funcionaran.

El desarrollo es, evidentemente, el único objetivo posible, eso a pesar del desdén con que el actual gobierno lo contempla. Enfocado exclusivamente en el poder y en su preservación, prefiere a un electorado pobre pero leal a un país desarrollado y rico con una ciudadanía pujante. Venga quien venga, tendrá que enfocarse al desarrollo (y lo que eso implica en términos de educación y salud) no sólo por la obviedad de que es la única posibilidad de futuro, sino porque los problemas sociales se han ido apilando. La fórmula es conocida: crear condiciones para atraer capital, sin lo cual el crecimiento económico es imposible, pero con una estrategia redistributiva que permita elevar los niveles de vida de la población sin afectar el funcionamiento de la economía. Todo lo que se requiere es certidumbre: reglas claras y predecibles. Dadas las condiciones, el nearshoring es una enorme oportunidad (no panacea) que puede crecer de manera incontenible.

La seguridad es un asunto que no sólo no está resuelto, sino que se complica día a día. Digan lo que digan los voceros gubernamentales, es evidente que el crimen organizado controla vastos territorios, donde reinan la extorsión, el secuestro y la violencia. La popularidad nominal puede ser elevada, pero la realidad al nivel del piso es lacerante y no se resuelve con retórica ni con una guardia nacional que no es substituto de una policía (y sistema judicial) local que proteja a la población. El ejército es indispensable, pero sólo para contribuir a pacificar el país, no para hacerlo funcionar. Los abrazos suenan muy bellos, pero la seguridad depende de una vida cotidiana sin miedos ni razones para estos.

Atacar a los estadounidenses e invitar a sus rivales al desfile de independencia es quizá la más reveladora de nuestras podredumbres míticas. Convocar a envolverse en la bandera era rentable hace cincuenta años, pero no en la era en la que es cada vez más rara la familia que no tiene parientes directos allá. Esto además de la trascendencia económica, política y social de las exportaciones y remesas para la estabilidad. Parecería suicida atentar contra estas obvias fuentes de viabilidad.

El gran éxito del TLC original fue que creó un marco legal y regulatorio que le confería certidumbre al inversionista y empresario: reglas generales, claras y que se podían hacer cumplir a través de mecanismos confiables, no politizados. AMLO ha invertido la ecuación: en lugar de reglas generales y conocidas, él pretende resolver cada situación de manera individual, lo que atenta contra la esencia del factor que hace atractiva la inversión: la confiabilidad de las reglas.

La pregunta es cómo enfrentar estos males. La respuesta es, conceptualmente, obvia.  Hace treinta años se procuró un esquema de reglas del juego y mecanismos confiables de resolución de disputas a través de un tratado internacional, lo que en esencia implicaba que México obtenía prestadas las reglas y sistema judicial en materia comercial y de inversión de nuestros socios comerciales. Esa avenida no se ha agotado, pero ha experimentado un grave deterioro. En consecuencia, la única forma de recrear condiciones que hagan predecibles las reglas es con arreglos políticos internos que se puedan hacer cumplir. En una palabra: tenemos que hacer hoy lo que antes no se podía lograr internamente: un marco político-legal que sea confiable.

El gran reto para el próximo gobierno residirá en construir un andamiaje de acuerdos que disminuyan las fuentes de odio y de polarización y que se traduzcan en acuerdos políticos que entrañen una fuente de confiabilidad y certidumbre para los agentes económicos. Suena complejo, pero es la única forma a través de la cual se puede contemplar una salida del hoyo en que nos ha colocado el gobierno actual y cuyo legado será mucho más complejo y caótico de lo aparente.

Al país le urge un entendido “autóctono” que abra espacios de participación y elimine las fuentes de disrupción e inseguridad. Esto implica las fuerzas políticas formales, pero también instancias ciudadanas, empresariales, sindicales. México se ha vuelto demasiado grande y complejo para depender de unos cuantos actores con intereses particulares. El reto es enorme, pero también lo es la oportunidad.

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08 octubre 2023

Sujeto y objeto

Luis Rubio

La polarización altera todo: desde la forma en que se dicen las cosas hasta la disposición a escucharlas. La polarización destruye el lenguaje, haciendo que términos ampliamente aceptados se conviertan en tramas polémicas, propensas al exterminio de los contrarios. Sumidos en la obsesión por confrontar a los buenos con los malos, se torna casi imposible reconocer terrenos comunes, espacios en que no hay diferencias significativas, donde lo que es común es más grande y sustantivo que lo que distancia y diferencia.

El concepto de sociedad civil ha caído en esa tesitura: presentado como exclusivo de las élites -los conservadores en el nuevo vernáculo- quedan fuera miles de organizaciones de base que no tienen tiempo para pelear títulos pero que representan ciudadanos demandando respeto a sus derechos. La sociedad civil de México es mucho más de lo aparente. Denostarla implica atacar a ciudadanos legítimos que no hacen otra cosa sino luchar por derechos consagrados en la constitución.

Lo que diferencia a los integrantes de la sociedad civil -concepto acuñado por Aristóteles- no es el nivel de ingresos de sus integrantes, sino la disposición a hacer valer sus derechos, demandar satisfacción a sus reclamos y participar activamente en los procesos políticos y sociales. Desde esta perspectiva, son muchísimas más las organizaciones que, frecuentemente sin título ni registro, representan a la ciudadanía que aquellas que existen de manera formal.

Ahí están las mujeres de Cherán, Michoacán, organizadas para erradicar a los taladores de bosques que les quitaban su fuente de empleo, secuestraran y mataran a sus hijos y esposos. En Santiago Ixcuintla no ha habido un solo secuestro en años gracias a la organización ciudadana. En Monterrey, las hermanas de CADHAC diseñaron un nuevo modelo para los ministerios públicos. En Veracruz y Morelos (Tetelcingo) las familias de desaparecidos se han vuelto expertas en muestras de ADN y en búsqueda de fosas.

Los ejemplos proliferan por todo el país, con distintos grados de éxito, pero el conjunto evidencia la existencia de una sociedad activa, participativa y demandante. Las comunidades organizan eventos y competencias en deportes, cultura, fiestas y tradiciones: todo es un voluntariado, la esencia de la ciudadanía y evidencia natural de sociedad civil. Ni el más avezado de los operadores gubernamentales puede cooptar a una comunidad que se organiza.

El gobierno actual ha procurado agudizar no sólo las diferencias, sino sobre todo las percepciones, objetivo nodal de la narrativa mañanera. Los buenos son el pueblo, los malos son los ciudadanos. El objeto de la mañanera es el “pueblo bueno” que recibe, es pasivo y sólo entiende la lógica del “qué me vas a dar” y “a cambio de qué.” El viejo sistema político desarrolló toda una cultura de intercambio de beneficios por votos, pero el gobierno actual lo ha llevado a un nuevo nivel en el que ya no es necesario el desarrollo económico porque con los “apoyos” se procuran lealtades duraderas. En esta dimensión, el crimen organizado le es más que funcional porque inhibe la participación política, genera miedo y, por lo tanto, anula la propensión, o al menos la posibilidad, de que los otrora integrantes del “pueblo” pasen a asumirse como ciudadanos.

Los ciudadanos son sujetos porque no se quedan cruzados de brazos: sean éstos los huérfanos en ciudad Juárez que obligaron a las autoridades municipales a enfocarse hacia el feminicidio que los había dejado en esa condición, o entidades legalmente constituidas combatiendo la impunidad y la corrupción a partir de los datos, la información dura. Dos caras de una misma moneda. Unas se autodenominan sociedad civil, otras simplemente lo son: defienden los derechos y necesidades de sus hijos en las escuelas, exigen que se atiendan los problemas de seguridad y, en general, responden a la agenda que la realidad les ha obligado a confrontar.

En la interacción entre los buenos y los malos que promueve el presidente ha ocurrido un nuevo fenómeno: mucha gente ha comenzado a descubrir que tiene derechos que antes no identificaba o conocía. Es decir, en su afán por enaltecer a unos a costa de otros, el presidente quizá haya provocado el envalentonamiento de cada vez más mexicanos quienes quizá renieguen y critiquen a las llamadas “organizaciones de la sociedad civil,” pero que son cada día más parte de ésta, al menos en el sentido de su forma de exigir sus derechos.

La promoción de la informalidad como estrategia política abona al fortalecimiento de la población como objeto de favores gubernamentales, en detrimento del crecimiento de la economía en general. El objetivo expreso, incluso consciente, puede no ser el de promover la informalidad (porque ésta no trae beneficios fiscales), pero el efecto es ese: un trabajador informal le debe favores al policía de la esquina, al inspector municipal y, por tanto, a la estructura que con tanto ahínco ha ido construyendo Morena. La expectativa expresa es que esa protección y “apoyos” se traducirá en lealtad permanente y votos, pero nada garantiza que así ocurra.

México se ha partido entre los que jalan y los que esperan ser jalados. Quizá no haya disputa más trascendente que ésta porque de su desenlace dependerá el devenir de nuestro país.

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 REFORMA 

01 octubre 2023

Gobernabilidad

Luis Rubio

Un mito recorre a México: el del presidencialismo sin contrapesos. No se trata de un asunto nuevo. Entre el presidencialismo exacerbado de antaño hasta la parálisis legislativa en décadas recientes, y ahora el nuevo modelo de gobierno unipersonal, los mexicanos tenemos una propensión a concebir el problema de la gobernanza en forma pendular, lo que arroja una perspectiva tergiversada de lo que es o debiera ser el gobierno. Queremos que el país funcione, pero no queremos que haya crisis; queremos que el gobierno actúe, pero que no se exceda; queremos lo bueno, pero no lo malo. Esto es natural y lógico, pero, como dijera Madison, sólo con reglas y contrapesos es posible lograrlo, porque el reino de los hombres siempre está sujeto a la proclividad y veleidades humanas.

Reza el dicho popular que cada quien cuenta la historia según le va en la feria. Cuando a alguien le gusta el gobernante, quiere que siga e, incluso, que se reelija. Cuando alguien lo aborrece, quiere que se vaya lo antes posible. El asunto no debería ser de personas, sino de instituciones: autoridad precisa y limitada para el gobernante, reglas y derechos para el ciudadano. El punto, en el sentido de Popper, es que el ciudadano tenga la certeza de que el gobernante no podrá abusar gracias a la existencia de instituciones y contrapesos efectivos. La pregunta clave, desde al menos Platón, es cómo asegurar que así sea.

En términos mexicanos, la interrogante es cómo lograr aterrizar la inconsistencia que los mexicanos guardamos respecto al poder presidencial y al gobierno en general. El recuerdo del viejo sistema político genera añoranza en unos y miedo en otros y el problema es que ambos tienen razón: se extraña la capacidad de ejecución pero se teme el abuso. Ese, en una frase, es el dilema mexicano.

El problema es que esa tesitura ha llevado a identificar gobernabilidad con control de los otros poderes, es decir, el viejo presidencialismo dominante. El lado anverso de esa moneda es que las circunstancias que hicieron posible (y en buena medida necesario) aquel modelo político hace casi cien años nada tienen que ver con la realidad del mundo de hoy. Cada componente del poder -política, gobernanza (o gobernabilidad), burocracia y estado de derecho- debe verse en su dimensión.

La política es personal, emotiva y encaminada a negociar, convencer y sumar. Se trata del ejercicio cotidiano del poder y su principal instrumento es el púlpito y la conversación uno a uno: es ahí donde se procuran acuerdos para que “las cosas sucedan.” Se dice que un buen político le saca agua hasta a las piedras.

En contraste, la gobernanza es aburrida porque no se nota, excepto en los resultados. Es ahí donde aterriza la ley en la forma de autoridad, poder y reglas de operación del gobierno. Es en ese ámbito que se determina la autoridad que la legislatura le delega al poder ejecutivo, ambos electos, pero también a la burocracia y a las entidades regulatorias, que no lo son. La gobernanza es el punto en que el gobierno interactúa con la ciudadanía. Mientras que un gran político puede lograr muchas cosas en tanto que uno mediocre se queda atorado en el camino, ninguno de los dos puede exceder, en un contexto de contrapesos efectivos, la autoridad que le confiere el poder legislativo, consistente con el marco constitucional.

El término burocracia se emplea frecuentemente de manera peyorativa, pero es lo que hace funcionar a los gobiernos exitosos en todos los sectores: un cuerpo profesional que se desempeña de manera apartidista y opera en forma eficiente e institucional, siguiendo los lineamientos del gobierno electo. Por eso es tan dañina la destrucción que ha hecho el gobierno actual de la capacidad administrativa que existía: aunque mediocre, funcionaba.

Lo que hace marchar a un país son las reglas del juego: qué se vale y qué no. Eso es lo que se codifica en las leyes, desde la constitución hacia abajo y que se conoce como estado de derecho. Las leyes deben ser claras, conocidas, precisas, de aplicación estricta y difíciles de cambiar. En México las leyes tienden a ser de carácter aspiracional más que normativo y suelen ser inaplicables, lo que deja un margen tan amplio de discrecionalidad que no pueden cumplir el objetivo de conferir certidumbre y protección a los derechos ciudadanos. Peor cuando un gobernante tiene el poder (control del legislativo) para cambiar las leyes a su antojo y después alegar que su actuar se apega a la legalidad.

La gobernabilidad no puede consistir en facultades tan amplias -por ley o por control del poder legislativo- que permitan violar los derechos ciudadanos, pero también se requieren incentivos para que el legislativo coopere y se evite la parálisis caprichosa. Los contrapesos pueden ser desagradables para el gobernante, pero es la única manera de asegurar que nadie pueda abusar del poder. En la medida en que México siga elevando el grado de complejidad de su economía, sociedad y política -proceso natural y deseable- los contrapesos se tornarán en un requisito indispensable para poder funcionar.

La misión de un gobierno no consiste en que el gobernante haga lo que quiera, sino que lleve a cabo su proyecto dentro de los límites que le impone la ley. Dos cosas muy distintas.

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REFORMA

24 septiembre 2023

Gangas

Luis Rubio

En memoria del Dr. Luis Alberto Vargas

Gobiernos van y gobiernos vienen, pero una cosa siempre permanece: la corrupción. Las personas cambian, pero el fenómeno es perenne. Y México no es excepcional en esto: en su libro sobre Rusia (1976), Hendrick Smith* cuenta que Iván le dice a Volodya: “yo pienso que tenemos al país más rico del mundo.” ¨Por qué,” pregunta Volodya: “porque por casi sesenta años todos han estado robándole al gobierno y todavía sigue habiendo más que robar.” En su libro sobre el colapso soviético, Kotkin** explica cómo la corrupción consumía todo, pero era imposible vivir sin ella. El fenómeno es tan ruso como mexicano y no hay gobierno que se salve, incluido el de los otros datos.

La corrupción, prima hermana de la impunidad, ha sido parte de la vida nacional por siglos, pero no por eso tiene que persistir. La gran pregunta es qué es lo que la hace parte del ser nacional en lugar de una lacra que debe ser erradicada. Parte de la explicación viene de la naturaleza misma del sistema político que emergió tras el fin de la era revolucionaria: el sistema premiaba la lealtad con acceso al poder y/o a la corrupción; la corrupción fue (y es) un componente central, de hecho inherente, al ejercicio del poder. El viejo sistema premiaba con corrupción, el “nuevo” la purifica: la misma gata pero revolcada.

Lo que ha cambiado es el contexto en el que hoy se da la corrupción. En la era de las comunicaciones instantáneas y las redes sociales la corrupción es no sólo obvia, sino visible y, por lo tanto, ubicua. Mientras que para el mexicano de a pie la corrupción es un instrumento inevitable de la vida cotidiana (franeleros, trámites, inspectores, policías) que involucra intercambios tanto con funcionarios públicos como con actores privados, uno de los grandes logros de las últimas décadas fue la consagración de un conjunto de reglas confiables para el funcionamiento de las grandes empresas, especialmente en lo relacionado con el comercio exterior. Pero la corrupción más visible y relevante en términos políticos y de la legitimidad de los gobiernos es la del robo en despoblado que ocurre dentro y en torno al gobierno, mucha de ella vinculada a actores privados, aunque no siempre.

Hay dos factores que hacen posible la corrupción en México y que nos diferencian de países como Dinamarca y similares: uno es que el gobierno mexicano fue constituido para controlar a la población y no para, pues, gobernar, y esa diferencia tiene consecuencias fundamentales. Cuando la función objetivo es hacer posible el desarrollo y el bienestar, el gobierno se torna en un factor de solución de problemas; cuando su objetivo es el control, lo relevante es que nadie se salga del huacal. El gobierno promotor procura elevadas tasas de crecimiento y se aboca a eliminar obstáculos para lograr esa misión; el gobierno controlador somete a la población y crea espacios de privilegio, abriendo interminables oportunidades para la corrupción. De manera concurrente, en un gobierno controlador la impunidad se convierte en un imperativo categórico: si se castigara la corrupción ésta desaparecería, eliminando la impunidad.

El otro factor que hace posible la corrupción se deriva del anterior: la legislación mexicana se distingue de la de los países dedicados al desarrollo en que aquellos procuran reglas generales, conocidas por todos y aplicadas de manera sistemática. Aunque los gobiernos siempre guardan márgenes de discrecionalidad, en México las leyes casi siempre bordean la arbitrariedad porque le confieren facultades tan amplias a las autoridades -desde el inspector más modesto hasta el presidente- que acaban haciendo irrelevantes las reglas. El gobierno actual, ese que iba a acabar con la corrupción, ha ampliado ese margen de manera incontenible, al grado en que todo lo que antes eran reglas generales ahora es negociado directamente con el presidente, convirtiéndose en favores que se dan y que, por lo tanto, se pueden quitar. Baste ver la manera en que se “resolvieron” casos como los de los gasoductos, el aeropuerto y las generadoras eléctricas para apreciar las dimensiones del cambio que se ha dado y, por tanto, el potencial de corrupción que se ha abierto, donde ya prácticamente ésta se había erradicado.

¿Se podría eliminar la corrupción? La arbitrariedad con que el actual gobierno se ha conducido implica la muy seria posibilidad de que el país vuelva a sus momentos más aciagos. Basta ver a Rusia para apreciarlo: Misha Friedman, del NYT, dice que “la corrupción está tan generalizada que toda la sociedad acepta lo inaceptable como normal, como la única forma de sobrevivir, como un ‘así son las cosas’.” México no es muy distinto.

No cabe la menor duda que la corrupción puede ser eliminada, pero eso pasaría por la eliminación de la discrecionalidad de que gozan nuestros “gobernantes.” Sin eso, seguirá reinando la impunidad…

No hay gangas en este mundo: el progreso requiere un basamento confiable de certidumbre tanto en términos de seguridad para las familias como sobre su patrimonio y esto, paradójicamente, es mucho más trascendente para la población menos favorecida. Los tratados internacionales ayudan, pero las soluciones tienen que ser internas. No hay gangas: se requiere un gobierno que sí entienda cuál es su función nodal.

*The Russians **Armageddon Averted

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REFORMA
17 septiembre 2023

¿Dónde se atoró?

Luis Rubio

Mientras avanzan las candidaturas, los riesgos políticos se elevan. Tres son los factores que impulsan la posibilidad de que el país enfrente situaciones críticas en el curso del próximo año. El primero, y más obvio, es el ciclo presidencial: en todas partes del mundo sigue una lógica natural que comienza su fase ascendente donde el presidente acumula poder, llega a su cenit y luego comienza el descenso. El segundo factor proviene de la erosión y eventual desarticulación de los mecanismos de control político con los que contaba el sistema político. El tercero, y más riesgoso en este periodo, es el que se deriva de la inexistencia de reglas del juego para la política, en conjunto con la creciente incapacidad para hacer cumplir las pocas reglas que todavía siguen vigentes. Cada uno de estos elementos jugará su parte en los meses que vienen.

El gran éxito del viejo sistema político radicaba en la existencia de reglas precisas para el funcionamiento de la vida pública. Algunas de aquellas reglas, comenzando por la primera -el presidente manda- eran constantes, en tanto que otras variaban de administración en administración. El ciclo de inversión y actividad económica típicamente comenzaba hacia el final del primer año, cuando la tónica del gobierno y sus reglas específicas se aclaraban. En lo que a la sucesión tocaba, las reglas eran permanentes: nadie disputa la legitimidad del presidente, pero se vale contender para la sucesión. Estas y otras peculiaridades del sistema se llegaron a denominar facultades “metaconstitucionales” porque eran reglas “no escritas” pero que se hacían cumplir a rajatabla.

Muchos de los peores vicios de la actualidad se derivan de aquella manera de conducir los asuntos públicos porque México nunca construyó un sistema legal compatible con el desarrollo económico y la libertad de las personas (como sí ocurre en casi todas las naciones latinoamericanas). México logró estabilidad y crecimiento por muchas décadas a lo largo del siglo XX porque contó con un sistema político de excepción donde la ley era irrelevante y lo que importaba eran las reglas no escritas. Eso funcionaba en un país pequeño, provinciano y relativamente aislado del resto del planeta, pero constituye un gran fardo para una nación grande, diversa, dispersa y extraordinariamente interconectada con el mundo exterior. El viejo sistema, que en muchos sentidos persiste, es un gran obstáculo para la construcción de otro futuro. Lo que antes eran virtudes, ahora son fuentes de riesgo y potencial inestabilidad.

Volviendo a los factores mencionados al inicio, el ciclo político ocurre en todas las naciones porque es, en cierta forma, el ciclo de la vida. Sin embargo, lo que lo hace diferente en México es que mientras que en la mayoría de las naciones el presidente va perdiendo poder y control en su fase descendente, en México lo que pierde es control, pero no el poder, porque en México, de facto, este último no está acotado por leyes o instituciones, lo que explica situaciones extremas como la expropiación bancaria, la expropiación de tierras en el valle del Yaqui y otras anomalías (y crisis), casi siempre al final del sexenio.

El segundo elemento con que contaba el sistema político a lo largo del siglo pasado fue el conjunto de instituciones, sobre todo sindicales, que le conferían a la presidencia enorme capacidad de control. La estructura de sindicatos, federaciones y confederaciones, como las de trabajadores o campesinos y el llamado sector popular, cada uno con sus características y vicisitudes, constituía un mecanismo formidable de regulación y autoridad que le confirió al país décadas de estabilidad, todo ello a costa del ejercicio de los derechos tanto individuales como colectivos que existían en otras latitudes. La liberalización comercial alteró el esquema al minar o eliminar toda la estructura de control con que contaba el gobierno sobre los trabajadores y sobre los empresarios (con la excepción de los sindicatos vinculados al gobierno, no sujetos a competencia).

El tercer elemento es el clave. En países verdaderamente democráticos e institucionalizados, las reglas del juego son las que establece el marco legal: las leyes guían el proceso y determinan las facultades y límites para los diversos actores. En un país en el que las leyes son no más que una guía moral y lo que vale son las enormes facultades discrecionales (y arbitrarias) con que cuenta la autoridad a todos los niveles, la ley es irrelevante y lo único que cuenta es el poder. Y un presidente tan poderoso hace y cambia las reglas de acuerdo con la hora del día y los humores que de ahí se derivan.

El desafío para los mexicanos es precisamente ese: cómo construir un sistema de reglas y leyes que no puedan ser modificadas o definidas por una sola persona, sino a través de un proceso institucional como el establecido en la constitución. El problema principal de México radica en el hecho de que el presidente (el actual y sus predecesores) pueda cambiar las reglas (y las leyes), literalmente a su antojo. El asunto es de poder, no de leyes ni, estrictamente hablando, de instituciones: ¿cómo acotar las facultades reales de la presidencia? El día que logremos eso, México entrará al mundo del desarrollo y la civilización.

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  REFORMA
10 septiembre 2023